El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
982
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Pero a cada
uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por
lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a
los hombres. Y eso de que subió, ¿qué es, sino que también había descendido
primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, es el mismo que
también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo
constituyó a unos apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros,
pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio,
para la edificación del cuerpo de Cristo”. Efesios 4: 7-12.
Nuestro bendito Señor y
Maestro nos ha dejado. Él se remontó en triunfo a Su trono desde el monte de
los Olivos, lugar donde, en espantoso conflicto, Sus vestidos habían sido
teñidos en sangre. Después de haberse aparecido durante cuarenta días en medio
de Sus amados discípulos, y de darles abundante evidencia de que realmente
había resucitado de los muertos, y después de enriquecerlos mediante Sus consejos
divinos, ascendió a lo alto. Alzándose lentamente a la vista de todos ellos,
les dio Su bendición al tiempo que desaparecía. Como el buen anciano Jacob,
cuyo acto de despedida consistió en impartir una bendición a sus doce hijos y sus
descendientes, así, antes que la nube recibiera a nuestro Señor y lo ocultara
de nuestra vista, Él impartió una bendición a los apóstoles, que tenían los
ojos puestos en el cielo y representaban
a Su iglesia. ¡Él se fue! Hemos dejado de oír Su voz de sabiduría, Su asiento a
la mesa está vacío y la congregación sobre el monte no lo escucha más. Sería
muy fácil encontrar razones por las que no debía haberse ido. Si nos hubiera
tocado elegir, le habríamos suplicado que se quedara con nosotros hasta que
concluyera la dispensación. A menos que la gracia nos hubiera capacitado a
decir: “No sea como nosotros queremos, sino como tú”, le habríamos suplicado
insistentemente, diciendo: “Quédate con nosotros”. ¡Qué consuelo es para los
discípulos tener visiblemente con ellos a su propio amado maestro! ¡Qué sosiego,
para un grupo perseguido, es ver que su líder está a la cabeza: las
dificultades desaparecen, los problemas se resuelven, las perplejidades quedan
suprimidas, las pruebas se simplifican y las tentaciones son rechazadas! Si
Jesús mismo, su propio amado Pastor, estuviese cerca, las ovejas descansarían
con seguridad. Si Él hubiera estado aquí, habríamos acudido a Él en toda
aflicción, como aquéllos de quienes se dice: “Fueron y dieron las nuevas a
Jesús”.
Parecía conveniente que
se quedara para lograr la conversión del mundo. ¿No habría tenido Su presencia
una influencia arrolladora mediante la elocuencia de la palabra agraciada y el
argumento del milagro amoroso? Si Él aplicara Su poder, la batalla pronto
concluiría y Su gobierno quedaría establecido para siempre en todos los
corazones. “Tus saetas agudas, con que caerán pueblos debajo de ti, penetrarán
en el corazón de los enemigos del rey”. No te retires del conflicto, oh tú, poderoso
arquero, sino esparce por todas partes tus dardos dominadores. En los días de
la carne de nuestro Señor, antes de que resucitara de los muertos, le bastó
hablar, y quienes habían venido para llevárselo cayeron al suelo; si pudiéramos
tenerlo cerca de nosotros, ninguna mano perseguidora podría prendernos; a Su
mandato, el más fiero enemigo se retiraría. Su voz hizo salir de sus tumbas a
los muertos y si pudiéramos tenerlo todavía en la iglesia, Su voz despertaría a
los que están muertos espiritualmente. Su presencia personal sería mejor para
nosotros que diez mil apóstoles, al menos eso es lo que soñamos, e imaginamos
que contando con Él visiblemente entre nosotros, el progreso de la iglesia
sería como la marcha de un ejército triunfante.
Eso podrían haber
argumentado la carne y sangre, pero todo ese razonamiento es acallado por la
declaración de nuestro Señor: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me
fuese, el Consolador no vendría a vosotros”. Podría habernos dicho que Su
majestuosa presencia era esperada por los santos en el cielo para que completara
su felicidad; podría haber dicho que para Él mismo era conveniente que, después
de un largo exilio y del desempeño de tan estupendas labores, resucitara para
recibir Su recompensa; podría haber agregado también que Su Padre merecía que
retornara al seno de Su amor; pero, como si supiera que el temblor de ellos por
Su partida era causado principalmente por un temor vinculado a sus propios
intereses personales, expresa la palabra consoladora de esta manera: “Os conviene que yo me vaya”. Él se ha
ido entonces, y ya sea que nuestros débiles entendimientos lo perciban o no, para
nosotros es mejor que Jesús esté a la diestra de Dios, a que esté corporalmente
aquí abajo en nuestras asambleas. De buena gana cien Betanias lo agasajarían, y
mil sinagogas se regocijarían de verle abrir las Escrituras; hay mujeres en
medio de nosotros que le besarían Sus pies, y hombres que se gloriarían de
desatar la correa de Su calzado; pero Él se fue al monte de la mirra y al
collado del incienso. Ya no se sienta más a nuestras mesas ni camina con
nosotros en nuestras calzadas. Él conduce a otro rebaño a las vivas fuentes de
las aguas, y Sus ovejas de aquí abajo no deben imaginar que les haya causado un
daño con Su partida. La inerrante sabiduría ha declarado que fue conveniente
para nosotros que Él se hubiera ido.
Esta mañana, en vez de
quedarnos mirando al cielo, como los hombres de Galilea, deplorando haber
perdido a nuestro Señor, sentémonos en apacible contemplación, y veamos si es
posible que recojamos algunas útiles reflexiones de este evento grandioso que
ha ocurrido. Que nuestras meditaciones asciendan por el sendero todavía
luminoso de la ascensión de nuestro Señor:
“Allende, allende este bajo cielo,
Hacia lo alto, donde ruedan las edades eternas”.
Primero, con la ayuda
del Espíritu Santo y con miras a un beneficio práctico, vamos a considerar el hecho de la ascensión; en segundo
lugar, el triunfo de esa ascensión; en
tercer lugar, los dones de esa ascensión;
y luego vamos a concluir notando las
implicaciones de esa ascensión para los inconversos.
I. Primero,
entonces, dirijamos a lo alto nuestros pensamientos diligentes, y consideremos
EL HECHO DE
El hecho de recordar que
quien descendió a las partes más bajas de la tierra, “subió por encima de todos
los cielos”, debería proporcionarnos un
supremo gozo. El descenso fue un tema de gozo para los ángeles y para los
hombres, pero lo involucró en mucha humillación y dolor, especialmente cuando
después de haber recibido un cuerpo que de acuerdo al salmista fue “entretejido
en lo más profundo de la tierra”, todavía descendió a las entrañas de la tierra
y durmió como un prisionero en la tumba. Su descenso a la tierra, aunque para
nosotros es una fuente de abundante gozo, estuvo lleno de dolor, de vergüenza y
de humillación para Él. Entonces, nuestro gozo debería ser proporcional, para
que la vergüenza sea sorbida en gloria, el dolor sea disuelto en bienaventuranza,
y la muerte se torne en inmortalidad. Si los pastores cantaron con motivo de Su
descenso, todos los hombres deberían cantar en Su ascenso. Bien merece el
guerrero recibir la gloria, pues la ha ganado caramente. Nuestro amor por Él y
por la justicia nos impele a regocijarnos en Su dicha. Todo lo que alegra al
Señor Jesús alegra también a Su pueblo. Nuestra simpatía con Él es sumamente
intensa; valoramos Su afrenta por encima de todas las riquezas, y Su honor es
igualmente valioso para nosotros. Como hemos muerto con Él, y fuimos enterrados
con Él en el bautismo, y, por medio de la fe, hemos resucitado con Él por la
operación de Dios que le levantó de los muertos, así también nos ha hecho
sentar en los lugares celestiales y hemos obtenido una herencia. Si los ángeles
entonaron sus más dulces cánticos cuando el Cristo de Dios retornó a Su asiento
real, con mucha mayor razón deberíamos hacerlo nosotros. Esos seres celestiales
sólo tenían una ligera participación en los triunfos de aquel día, comparada
con la nuestra, pues fue un hombre el que llevó cautiva la cautividad, fue uno
nacido de mujer el que regresó victorioso de Bosra. Muy bien podemos unirnos al
salmista en el Salmo sesenta y ocho, al cual se refiere nuestro texto: “Mas los
justos se alegrarán; se gozarán delante de Dios, y saltarán de alegría. Cantad
a Dios, cantad salmos a su nombre; exaltad al que cabalga sobre los cielos, JAH
es su nombre; alegraos delante de él”. No era sino Cristo, hueso de nuestro
hueso y carne de nuestra carne. Fue el segundo Adán quien se remontó a Su
gloria. Regocíjense, oh creyentes, como quienes aclaman la victoria y reparten
despojos con los fuertes.
“Herida fue la cabeza de la serpiente,
El infierno es vencido, muerta es la muerte,
Y en Cristo que ha ascendido a lo alto,
Cautiva es la cautividad.
Concluida toda Su obra y Su guerra,
Él a Su cielo ascendió,
Y junto al trono de Su Padre,
Ahora intercede por los Suyos:
¡Canten, oh cielos! ¡Regocíjate, oh tierra!
Arpa angelical y voz humana
Eleven en derredor Suyo, en Su gloria,
Su alabanza al Salvador que ascendió”.
Reflexionen,
adicionalmente, que desde la hora en que nuestro Señor partió, este mundo ha perdido todos los encantos
para nosotros. Si Él estuviera en el mundo, no habría ningún lugar en el
universo que nos retuviera con lazos más firmes; pero como ascendió a lo alto, nos
atrae hacia allá y nos desprende de la tierra. La flor ha desaparecido del jardín,
y el primer fruto maduro ha sido recogido. La corona de la tierra perdió su más
refulgente joya, la estrella se ausentó de la noche, el rocío de la mañana se
disipó y el sol se eclipsó al mediodía. Nos hemos enterado que algunas
personas, cuando han perdido a un amigo o a un hijo muy querido, no volvieron a
sonreír nunca, pues nada podía suplir ese terrible vacío. Para nosotros sería
imposible que alguna aflicción nos trajera un dolor semejante, pues hemos
aprendido a resignarnos a la voluntad de nuestro Padre; pero el hecho de que
“Jesús, nuestro todo, al cielo se ha ido”, ha sembrado un sentimiento parecido
en nuestras almas; este mundo no puede ser nunca nuestro reposo ahora, pues su poder
de satisfacernos se ha esfumado. José ya no está más en Egipto, y es tiempo de
que Israel parta. No, tierra, mi tesoro no está aquí contigo, y no podrías
retener mi corazón. Tú eres, oh Cristo, el rico tesoro de Tu pueblo, y puesto
que Tú te has ido, los corazones de Tu pueblo ascendieron contigo al cielo.
De aquí brota la gran
verdad que establece que “nuestra
ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al
Señor Jesucristo”. Hermanos, por cuanto Cristo se ha ido, nuestra vida está
escondida con Él en Dios. Nuestra Cabeza se ha ido a la tierra de gloria, y la
vida de los miembros se encuentra allá. Puesto que la cabeza está ocupada en
las cosas celestiales, los miembros del cuerpo no han de arrastrarse como
esclavos ante las cosas terrenales. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo,
buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.
Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra”. Nuestro Esposo
ha entrado en los palacios de mármol, y mora en medio de Sus hermanos; ¿no
oímos que nos llama para que tengamos comunión con Él? ¿No oyen Su voz:
“Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven”? Aunque nuestros cuerpos se
demoren todavía un poco aquí, nuestros espíritus han de caminar incluso ahora
por las calles de oro, y contemplar al Rey en Su hermosura. Oh fieles almas, comiencen
hoy la ocupación de los bienaventurados, y alaben a Dios incluso mientras
permanezcan todavía aquí abajo, y denle la honra, y si no fuera posible hacerlo
siguiendo los mismos modos de servicio de los seres perfectos en lo alto, con
todo, háganlo con el mismo deleite sumiso. “Nuestra ciudadanía está en los
cielos”. Oh, que ustedes y yo sepamos a plenitud lo que eso significa. Que
asumamos nuestros derechos de ciudadanos libres, que ejercitemos nuestros
privilegios y ocupaciones como ciudadanos celestiales, que vivamos como quienes
están vivos de entre los muertos, que han sido resucitados conjuntamente y que
han sido hechos partícipes de Su vida de resurrección. Puesto que el cabeza de familia
está en la gloria, percibamos por fe cuán cerca estamos de Él, y con
anticipación vivamos de Sus gozos y en Su poder. Así la ascensión de nuestro
Señor nos recordará el cielo, y nos enseñará la santidad que es nuestra
preparación para ir allá.
Nuestro Señor Jesucristo
no está ya con nosotros. Regresamos otra vez a ese pensamiento. No podemos
hablarle al oído ni oír que Su voz nos responda con esos amados acentos con los
que le habló a Tomás y a Felipe. Él no se sienta más en festines de amor con
unos amigos amados, tales como María y Marta y Lázaro. Él ha partido fuera de
este mundo y ha ido al Padre, y ¿qué pasa entonces? Pues bien, Él nos ha
enseñado con esto, de manera muy clara, que a
partir de ese momento hemos de andar por fe y no por vista. La presencia de
Jesucristo en la tierra habría sido, en gran medida, un embargo perpetuo para
la vida de fe. Todos nosotros habríamos deseado ver al Redentor, pero dado que,
como hombre, Él no hubiera podido ser omnipresente, sino que sólo habría podido
estar en un solo lugar en un momento dado, la ocupación de nuestra vida habría
sido la de buscar los medios para realizar un viaje al lugar donde Él pudiera
ser visto; o si Él mismo condescendiese a viajar a través de todas las tierras,
nos habríamos abierto paso a la fuerza a través de la muchedumbre para darle un
festín a nuestros ojos viéndolo a Él, y nos habríamos envidiado los unos a los
otros cuando le llegara el turno a cada quien para hablar familiarmente con Él.
Gracias a Dios no tenemos ningún motivo de clamoreo o de contienda o de lucha
en relación a la mera visión de Jesús según la carne; pues aunque fue visto una
vez corporalmente por Sus discípulos, ahora, según la carne, no lo conocemos
más. Jesús no es visto más por ojos humanos; y eso está bien, pues la visión de
la fe es salvadora, instructiva y transformadora, y la mera visión natural no
lo es. Si Él hubiese estado aquí habríamos considerado mucho más las cosas que
son visibles, pero ahora nuestros corazones están ocupados con las cosas que no
se ven pero que son eternas. En este día no tenemos ningún sacerdote que pueda
ser contemplado por los ojos, ni altar material, ni templo hecho con manos, ni
ritos solemnes para satisfacer los sentidos. Hemos acabado con lo externo y nos
regocijamos con lo interno. No adoramos al Padre en este monte ni en aquel
otro, sino que adoramos a Dios, que es Espíritu, en espíritu y en verdad.
Nosotros nos sostenemos ahora como viéndolo a Él que es invisible; a quien, no
habiéndolo visto, amamos; en quien, aunque ahora no lo vemos, sin embargo,
creyendo, nos regocijamos con gozo indecible y lleno de gloria. De la misma
manera que caminamos hacia nuestro Señor, así también caminamos hacia todo lo
que Él nos revela; caminamos por fe, no por vista. Israel, en el desierto,
instruido por tipos y sombras, siempre fue propenso a la idolatría; entre más
esté presente lo visible en la religión, más dificultad habrá para alcanzar lo
espiritual. Incluso se podría prescindir del bautismo y de
Aprendamos bien esta
lección, y que nunca se nos tenga que decir: “¿Tan necios sois? ¿Habiendo
comenzado por el Espíritu, ahora vais a acabar por la carne?” No intentemos
nunca vivir por el sentimiento y la evidencia. Desterremos de nuestra alma
todos los sueños de encontrar la perfección en la carne, e igualmente descartemos
todos los antojos insaciables de señales y prodigios. No seamos como los hijos
de Israel, que sólo creían mientras veían las obras del Señor. Si nuestro Amado
se ha ocultado de nuestra vista, que oculte incluso todo lo demás, si así le
agrada. Si Él sólo se revela a nuestra fe, el ojo que es lo suficientemente
bueno para verlo a Él es lo suficientemente bueno para ver todo lo demás, y nos
contentaremos con ver Sus bendiciones del pacto, y todo lo restante, sólo con
un ojo de fe y nada más, hasta que llegue el tiempo cuando Él cambie nuestra fe
por vista.
Amados, consideremos
adicionalmente cuán segura es nuestra
eterna herencia ahora que Jesús ha entrado en los lugares celestiales.
Tenemos garantizado nuestro cielo, pues de hecho nuestro representante legal
tiene ya la posesión y Él nunca puede ser desposeído de la herencia. La
posesión ya es en sí prácticamente una buena garantía, pero bajo el Evangelio, se
afirma absolutamente nuestra pertenencia. Quien posee una bendición del pacto
no la perderá nunca, pues el pacto no puede ser cambiado, ni sus dones pueden
ser retirados. Somos herederos de
Además, si Jesús se ha
ido a la gloria, cuán exitosas han de ser
nuestras oraciones. Si envías una petición a la corte, esperas que tenga
éxito si está redactada en el estilo apropiado y si ha sido refrendada por una
persona influyente; pero cuando la persona que apoya tu petición está ella misma
en la corte, y recibe tu petición y la presenta allí mismo, te sientes todavía
más seguro. Nuestras oraciones no sólo reciben hoy el imprimatur (imprímase) de nuestro Señor, sino que son presentadas
por Su propia mano como Sus propias peticiones. “Por tanto, teniendo un gran
sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios”, “acerquémonos,
pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar
gracia para el oportuno socorro”. Ninguna oración que Jesús presenta puede ser
descartada sin ser oída; el caso por el que aboga está seguro.
“Mira a lo alto, alma mía y con alegres ojos,
Contempla dónde está el grandioso Redentor;
El glorioso Abogado, en lo alto,
Con incienso precioso en Sus manos.
Él dulcifica cada humilde gemido,
Y endosa cada oración entrecortada;
Reclina tu esperanza sólo en Él,
Cuyo poder y amor prohíben la desesperación”.
Aunque siento que este
tema podría retenernos bastante, debemos dejarlo, y debemos comentar
adicionalmente que, al considerar al Cristo que ascendió, nuestros corazones se
enardecen con el pensamiento de que Él es
un tipo de todo Su pueblo. Así como Él estuvo en el mundo, así estamos
también en este mundo; y así como Él está ahora, así estaremos nosotros también.
Para nosotros quedan también una resurrección y una ascensión. A menos que el
Señor venga muy pronto, moriremos como Él murió, y el sepulcro recibirá
nuestros cuerpos durante un tiempo; hay para nosotros una tumba en un huerto, o
un descanso en la cueva de Macpela de nuestros padres. Hay para nosotros mortajas
y vendas; sin embargo, igual que nuestro Señor, vamos a romper las coyundas de
la muerte, pues no podemos ser retenidos por ellas. Hay una mañana de
resurrección para nosotros, porque hubo una resurrección para Él. La muerte
habría preferido retener a la cabeza que a los miembros; una vez que son
removidos las puertas de la prisión, y los postes y las barras y todo, los
cautivos quedan en libertad. Entonces, cuando al sonido de la trompeta del
arcángel resucitemos de los muertos, ascenderemos también, pues, ¿no está
escrito que seremos arrebatados juntamente con el Señor en el aire, y así
estaremos siempre con el Señor? Ten valor, hermano; tú también tendrás que
recorrer ese camino rutilante que Cristo ha recorrido y que conduce a los más
altos cielos; el triunfo que Él disfrutó será tuyo a tu medida. Tú también llevarás
cautiva a tu cautividad, y en medio de las aclamaciones de los ángeles escucharás
el “bien hecho” del siempre bendito Padre, y te sentarás con Jesús en Su trono,
así como Él ha vencido y se sienta con Su Padre en Su trono.
Les he proporcionado más
bien sugerencias para la meditación en vez de las propias meditaciones. Que el
Espíritu Santo las bendiga para ustedes; y que así como en la imaginación se
sentaron en el monte de los Olivos y contemplaron el claro firmamento, que así
se abran los cielos para ustedes, y, como Esteban, puedan ver al Hijo del
Hombre a la diestra de Dios.
II. Avancemos
al segundo punto que es: EL TRIUNFO DE
La ascensión de nuestro
Señor fue un triunfo sobre el mundo. Él
lo recorrió pero salió ileso de sus tentaciones; había sido tentado a pecar de
todas maneras, pero Sus vestiduras permanecieron incólumes. No hay ni una sola
tentación que no fuera probada en Él; las aljabas de la tierra fueron vaciadas
contra Él pero las flechas rebotaron inofensivamente en Su armadura de comprobada
calidad. Le persiguieron implacablemente; lo hicieron sufrir todo lo que el
cruel escarnio podía inventar, pero salió del horno sin que se le impregnara el
olor del fuego. Soportó la muerte misma con un amor inextinguible y con un
valor invencible. Venció soportándolo todo. Cuando resucitó estaba
infinitamente más allá del alcance de ellos; aunque no lo odiaron menos que
antes, estuvo cuarenta días en medio de ellos, y, con todo, nadie extendió su
mano para arrestarlo. Se había mostrado abiertamente en diversos lugares, y,
sin embargo, ni un perro se atrevió a mover su lengua. En el aire claro, por
sobre las colinas de Salem, Aquel que una vez fue tentado en el desierto miró
desde lo alto a los reinos de la tierra que Satanás le había mostrado como el
premio del pecado, y los reservó como suyos por derecho de mérito. Él se
levanta sobre todos, pues es superior a todos. Como el mundo no pudo mancillar
Su carácter con sus tentaciones, tampoco pudo tocar más Su persona con su
malicia. Él derrotó por completo a este presente siglo malo.
Allí, también, llevó
cautivo al pecado. El mal lo había
asediado furiosamente, pero no pudo contaminarlo. El pecado fue colocado sobre
Él, Sus hombros soportaron el peso de la culpa humana hasta quedar aplastados,
pero resucitó de los muertos, ascendió al cielo, y demostró que se despojó de
la carga y que la dejó enterrada en Su sepulcro. Abolió los pecados de Su
pueblo; Su expiación fue tan eficaz que no quedó ningún pecado sobre Él, como
Fianza, y ciertamente no queda ningún pecado en aquéllos cuyo lugar ocupó como su
sustituto. Aunque el Redentor estuvo una vez en el lugar de los condenados,
sufrió de tal manera el castigo que fue justificado y Su obra expiatoria está
consumada para siempre. El pecado, hermanos míos, fue llevado cautivo atado a
las ruedas del carruaje de Emanuel cuando ascendió.
La muerte fue arrastrada en triunfo. La muerte lo había atado,
pero Él rompió cada grillete, y ató a la muerte con sus propias ataduras.
“Vana es la piedra, la vigilancia, el sello,
Cristo ha destruido las puertas del infierno;
La muerte en vano prohíbe Su salida,
Cristo ha abierto el paraíso.
¡Vive de nuevo nuestro glorioso Rey!
‘¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?’
Él murió para salvar a nuestras almas;
‘¿Dónde está tu victoria, sepulcro fanfarrón?’”
La ascensión de nuestro
Salvador en ese mismo cuerpo que había descendido a las partes más bajas de la
tierra, es una victoria tan rotunda sobre la muerte, que cada santo que muere
puede estar seguro de la inmortalidad, y puede dejar atrás su cuerpo sin miedo
de permanecer eternamente en las bóvedas de la tumba.
¡Satanás fue también derrotado totalmente! Él pensó que había
vencido a la simiente de la mujer cuando hirió su calcañar, pero, ¡he aquí!,
cuando el vencedor se remonta a lo alto, aplasta la cabeza del dragón bajo Sus
pies. ¿No ves los corceles celestiales al tiempo que arrastran el carro de
guerra del Príncipe de la casa de David hacia las colinas eternas? ¡Se aproxima
quien peleó contra el príncipe de las tinieblas! ¡He aquí!, lo ha atado con grillos
de hierro. ¡Vean cómo lo arrastra atado a las ruedas de Su carro, en medio de la
irrisión de todos aquellos espíritus puros que mantuvieron su lealtad al
todopoderoso Rey! ¡Oh, Satanás, tú fuiste derrotado entonces! Tú caíste del
cielo como rayo cuando Cristo ascendió a Su trono.
Hermanos en Cristo, Cristo ha llevado cautivo todo lo que
constituye nuestra cautividad. Él ha derrotado al mal moral, y ha dominado
virtualmente a las dificultades y pruebas de esta vida mortal. No hay nada en
el cielo, ni en la tierra, ni en el infierno, que pudiera pensarse que esté en contra
de los que quedamos ahora. Él ha suprimido todo eso. Cumplió toda la ley. Quitó
su maldición. Clavó a Su cruz el escrito que había salido en contra nuestra. Convirtió
a todos nuestros enemigos en un espectáculo público. ¡Cuánto gozo hay para
nosotros en este triunfo! ¡Cuán grande bienaventuranza es tener una
participación por el don de la fe en Él!
III. Ahora
tornamos a considerar LOS DONES DE
Observen, a
continuación, que estas colmadoras bendiciones de la ascensión son dadas a todos los santos. ¿Acaso no dice
el primer versículo de nuestro texto: “A cada uno de nosotros fue dada la
gracia conforme a la medida del don de Cristo”? El Espíritu Santo es la
bendición especial de la ascensión, y el Espíritu Santo es dado en alguna medida
a todas las personas verdaderamente regeneradas. Hermanos míos, todos ustedes
tienen alguna medida del Espíritu Santo; algunos tienen más, algunos tienen
menos; pero sin importar cuánto tengas del Espíritu Santo, esa medida te viene porque
Cristo, cuando ascendió a lo alto, recibió dones para los hombres, para que el
Señor Dios pudiera morar entre ellos. Todo cristiano que tiene a su medida el
don de Cristo, está obligado a usarlo para el bien general, pues en un cuerpo
ninguna articulación o miembro existe para sí mismo, sino para el bien de todo
el cuerpo.
Tú, hermano -ya sea que
tengas mucha gracia o poca, de acuerdo a la obra eficaz realizada en ti- aporta
tu parte para el crecimiento del cuerpo para su edificación en amor. Asegúrate
de considerar tus dones bajo esa luz; reconoce que provienen de Cristo, y luego
úsalos para el fin para el cual Él los destinó.
Pero el Espíritu Santo
es dado con mayor abundancia a ciertas personas. Como resultado de la ascensión
de Cristo al cielo, la iglesia recibió apóstoles, hombres que fueron
seleccionados porque habían visto personalmente al Salvador, un oficio que
necesariamente desapareció, y, muy apropiadamente, porque el poder milagroso
fue suprimido también. Los apóstoles fueron necesarios temporalmente, y fueron
dados por el Señor que ascendió, como un legado preciado. Hubo también profetas
en la iglesia primitiva. Fueron necesarios como un vínculo entre las glorias
del antiguo y del nuevo pacto; pero todo don profético provino del Espíritu a
través de la ascensión a la gloria del Redentor. Todavía quedan entre nosotros
ricos dones, que me temo que no valoramos lo suficiente. Los más ricos dones de
Dios entre los hombres son unos hombres de excelsa vocación, apartados para el
ministerio del Evangelio. De nuestro Señor que ascendió, vienen todos los
verdaderos evangelistas; éstos son
aquellos que predican el Evangelio en diversos lugares y encuentran que es
poder de Dios para salvación; son fundadores de iglesias, cultivadores de un nuevo
suelo, hombres de espíritu misionero que no edifican sobre los cimientos de
otros hombres, sino que excavan por sí mismos. Necesitamos muchos portadores de
las buenas nuevas para que la lleven donde el mensaje no ha sido escuchado
todavía. No creo conocer una mayor bendición para la iglesia que enviar
denodados, incansables y ungidos hombres de Dios, instruidos por el Señor para
ser ganadores de almas. ¿Quién entre nosotros podría estimar el valor de George
Whitefield para la época en que vivió? ¿Quién calcularía jamás el precio de un
John Williams o de un William Knibb? Whitefield fue, bajo Dios, la salvación de
nuestro país que se dirigía en un declive directo al Pandemónium (la capital
del infierno). Williams le arrebató las islas del mar al canibalismo, y Knibb
rompió las cadenas de los negros. Evangelistas como ellos son dones invaluables.
Luego vienen los pastores y maestros, que
hacen una sola obra pero de diferentes maneras. Éstos son enviados para
alimentar al rebaño; permanecen en un lugar, e instruyen a los convertidos que
han sido recogidos; ellos son también unos dones invaluables de la ascensión de
Jesucristo. No a todos les es dado ser pastores, ni tampoco es necesario que lo
sean, pues si todos fuesen pastores, ¿dónde estaría el rebaño? Aquéllos a
quienes es dada especialmente esta gracia son aptos para guiar e instruir al
pueblo de Dios, y ese liderazgo es muy necesario. ¿Qué sería de la iglesia sin
sus pastores? Que la contemplación de quienes han intentado prescindir de un
pastor les sirva de advertencia a ustedes.
Doquiera que haya
pastores o evangelistas, están allí para el bien de la iglesia de Dios. Ellos
deben trabajar para ese fin, y nunca para su propio beneficio. Su poder es un
don que proviene de su Señor, y debe ser usado de esa manera.
El punto al que quiero
llegar es éste. Queridos amigos, puesto que todos nosotros, como creyentes,
tenemos alguna medida del Espíritu, usémosla. Activen el don que hay en
ustedes. No sean como aquel individuo de la parábola que sólo tenía un talento
y lo escondió en un pañuelo. Hermano, hermana, aunque sólo seas la articulación
menos conocida del cuerpo, no le robes al cuerpo por causa de la indolencia o
del egoísmo, antes bien, usa el don que posees para que el cuerpo de Cristo
alcance su perfección. Con todo, si tú no tienes grandes dones personales,
sirve a la iglesia pidiéndole al Señor que ascendió
que nos proporcione más evangelistas, pastores y maestros. Sólo Él puede
proporcionarlos; todos los obreros que no vienen de Él son impostores. Hay
algunas oraciones que no debes decir, hay otras que puedes decir, pero hay unas
cuantas que debes decir. Hay una petición que Cristo nos ha indicado que
debemos presentar, y sin embargo, muy raras veces la oigo. Se trata de: “Rogad,
pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies”. Nosotros carecemos
grandemente de evangelistas y pastores. No me refiero a que carezcamos de gente
torpe que ocupa los púlpitos pero que vacía las bancas. Yo creo que el mercado ha
sido suficientemente saturado durante muchos años en ese sentido; pero
carecemos de hombres que puedan sacudir el corazón, despertar la conciencia y
edificar a la iglesia. Los esparcidores de rebaños pueden ser encontrados por
doquier; pero de los recogedores de rebaños, ¿cuántos tenemos? Un hombre de ese
tipo, en este día, es más precioso que el oro de Ofir. La reina puede nombrar a
un obispo de
IV. Vamos
a concluir notando
Vamos a expresar sólo
unas cuantas palabras pero que están llenas de consuelo. ¿Notaron, en el Salmo
sesenta y ocho, las palabras: “Tomaste dones para los hombres, y también para los rebeldes”? Cuando el
Señor regresó a Su trono todavía tenía pensamientos de amor para los rebeldes. Los
dones espirituales de la iglesia son para el bien de los rebeldes así como para
la edificación de quienes han sido reconciliados. Pecador, todo verdadero
ministro existe para tu bien, y todos los obreros de la iglesia tienen puestos
los ojos en ti.
Hay una o dos promesas
vinculadas con la ascensión de nuestro Señor que muestran Su benevolencia para
con ustedes: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”.
Un Salvador que ascendió los atrae; entonces, corran a Él. Aquí hay otra
palabra suya: “es exaltado en lo alto”. ¿Para maldecir? No; “para dar…
arrepentimiento y perdón de pecados”. Miren a lo alto, a la gloria en la que ha
entrado; pidan el arrepentimiento y la remisión. ¿Dudas de Su poder para
salvarte? Aquí hay otro texto: “puede salvar perpetuamente a los que por él se
acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”. Ciertamente Él ha
ido al cielo por ti, así como también por los santos. Tienes que tener buen
ánimo, y poner tu confianza en Él en esta feliz hora.
¡Cuán peligroso sería
despreciarlo! Quienes lo despreciaron en Su vergüenza, perecieron. Jerusalén se
convirtió en un campo de sangre porque rechazó al despreciado Nazareno. ¿Qué
será rechazar al Rey, ahora que ha tomado Su gran poder? Recuerden que este
mismo Jesús que ha sido tomado de nosotros al cielo, así vendrá como fue visto
ir al cielo. Su regreso es cierto, y el mandamiento para que acudan a Su
tribunal es igualmente cierto; pero ¿qué cuentas pueden dar si lo rechazan? Oh,
vengan y confíen en Él en este día. Sean reconciliados con Él para que no se
enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira”. Que el
Señor los bendiga, y les conceda una participación en Su ascensión. Amén y
Amén.
Porciones de
Efesios 4: 1-16.
Traductor: Allan Román
28/Abril/2011
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