El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Cargado por
Cuatro
NO.
981
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Mas él se
apartaba a lugares desiertos, y oraba. Aconteció un día, que él estaba
enseñando, y estaban sentados los fariseos y doctores de la ley, los cuales
habían venido de todas las aldeas de Galilea, y de Judea y Jerusalén; y el
poder del Señor estaba con él para sanar. Y sucedió que unos hombres que traían
en un lecho a un hombre que estaba paralítico, procuraban llevarle adentro y
ponerle delante de él. Pero no hallando cómo hacerlo a causa de la multitud,
subieron encima de la casa, y por el tejado le bajaron con el lecho, poniéndole
en medio, delante de Jesús. Al ver él la fe de ellos, le dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados. Entonces, los escribas y los
fariseos comenzaron a cavilar, diciendo: ¿Quién es éste que habla blasfemias?
¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? Jesús entonces, conociendo los
pensamientos de ellos, respondiendo les dijo: ¿Qué caviláis en vuestros
corazones? ¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o decir:
Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en
la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate,
toma tu lecho, y vete a tu casa. Al instante, levantándose en presencia de
ellos, y tomando el lecho en que estaba acostado, se fue a su casa,
glorificando a Dios. Y todos, sobrecogidos de asombro, glorificaban a Dios; y
llenos de temor, decían: Hoy hemos visto maravillas”. Lucas 5: 16-26.
Este mismo relato se
encuentra en el capítulo noveno de Mateo y en el segundo capítulo de Marcos. Lo
que ha sido registrado tres veces por las plumas inspiradas debe ser
considerado como triplemente importante y como muy digno de nuestra más atenta
consideración. Observen el hecho instructivo de que nuestro Salvador se
retiraba y dedicaba un tiempo especial a la oración cuando veía que se juntaban
con Él inusuales muchedumbres. Él se apartaba a lugares solitarios para tener
comunión con Su Padre, y, en consecuencia, regresaba revestido de un abundante poder
de sanar y salvar. No se trataba de que en Sí mismo, como Dios, no poseyera
siempre ese poder sin medida, sino que lo hacía por nosotros, para que aprendamos
que el poder de Dios sólo descansará en nosotros en la medida en que nos
acerquemos a Dios. El descuido de la oración privada es la langosta que devora
el poder de la iglesia.
Cuando nuestro Señor
dejó Su retiro encontró que estaba rodeado de un enorme gentío que era a la vez
grande y diverso, pues aunque había allí muchos creyentes sinceros, se
encontraba un mayor número de observadores escépticos; algunos estaban ansiosos
de recibir Su poder de curación y otros estaban igualmente deseosos de hallar
ocasión en contra de Él. Así también, sin importar cuán revestido del espíritu
y del poder de su Maestro esté el predicador, en todas las asambleas habrá
gente de todo tipo; allí se juntarán sus fariseos y doctores de la ley, sus
acérrimos censores listos a denigrar y sus impasibles críticos en busca de fallas;
al mismo tiempo, elegidos por Dios y atraídos por Su gracia, estarán presentes
algunos devotos creyentes que se regocijan en el poder que es revelado entre
los hombres, y habrá también sinceros buscadores que desean sentir en carne
propia la energía sanadora. Parece que nuestro Salvador, como regla, suplía a
cada oyente con el alimento según su especie. Los fariseos encontraban pronto los
asuntos que les parecían objetables; el Salvador formulaba Sus expresiones de
tal manera que ellos las captaban ávidamente y lo acusaban de blasfemia; la
enemistad de sus corazones fluía de esa manera a la superficie para que el
Señor tuviera la oportunidad de reprocharla; pero si solo hubieran estado
dispuestos, el poder del Señor estaba presente para sanarlos aun a ellos. Por
lo pronto, esos pobres seres trémulos que rogaban pidiendo la curación no se
vieron decepcionados; el Buen Médico no pasó por alto ningún caso, y, al mismo
tiempo Sus discípulos, que buscaban las oportunidades para elogiarlo de nuevo, quedaron
plenamente gratificados, pues con ojos dichosos vieron al paralítico restaurado
y oyeron que sus pecados le fueron perdonados.
El caso que el relato
pone ante nosotros es el de un hombre atacado de parálisis. Esta triste
enfermedad pudo haberse prolongado durante mucho tiempo. Hay una parálisis que
mata gradualmente el cuerpo reduciéndolo cada vez más a una completa
impotencia. El poder de los nervios queda casi destruido; el poder de movimiento
es enteramente suspendido y, no obstante, las facultades mentales subsisten
aunque grandemente debilitadas, y algunas de ellas casi llegan a su extinción.
Hay quienes han pensado que este hombre pudiera haber sido afectado por lo que
se conoce como parálisis universal, que muy rápidamente produce la muerte, lo que
pudiera explicar la extrema prisa que tenían los cuatro porteadores para
acercarlo al Salvador. No conocemos los detalles de su condición, pero lo cierto
es que estaba paralizado y, mirando el caso y estudiando los tres relatos, creo
que percibo con igual claridad -de una manera o de otra al menos en el juicio
del propio individuo- que su parálisis estaba conectada con su pecado. Él era
evidentemente un penitente, así como un paralítico. Su mente estaba tan
oprimida como lo estaba su estructura corporal. No sé si se le pudiera llamar
del todo un creyente, pero es sumamente probable que, estando oprimido por un
sentido de pecado, tuviera una débil esperanza en la misericordia divina, a la
cual, como a una chispa en una mecha humeante, le resultara difícil existir,
pero aun así, esa débil esperanza estaba verdaderamente presente allí. La
aflicción por la que sus amigos se compadecían de él estaba en su cuerpo, pero
él mismo sentía una turbación mucho más severa en su alma, y probablemente no
era tanto con miras a ser sanado corporalmente, como por la esperanza de
recibir una bendición espiritual, que él estaba anuente a ser sometido a
cualquier proceso mediante el cual cayera bajo la mira del Salvador. Yo deduzco
esto del hecho de que nuestro Salvador le dirigió estas palabras: “Ten ánimo”,
insinuando que el paralítico estaba descorazonado, que su espíritu se abatía en
su interior, y, por tanto, en vez de decirle de entrada: “Levántate, toma tu
lecho”, nuestro Señor le dijo con un tierno corazón: “Hijo, tus pecados te son
perdonados”. Le dio al principio una bendición que los amigos del paciente no
habían pedido, pero que el hombre, aun sin decir nada, buscaba en el silencio
de su alma. Él era un “hijo”, aunque era un hijo afligido; estaba dispuesto a
obedecer la orden del Señor una vez que recibiera el poder, aunque todavía no
podía levantar ni manos ni pies. Anhelaba con ansias el perdón del pecado pero
no podía extender su mano para asirse del Salvador.
Tengo la intención de
usar este relato con fines prácticos. Que el Espíritu Santo lo haga realmente
útil. Nuestro primer comentario será este:
I. HAY
CASOS QUE NECESITAN
Marcos, el evangelista,
nos informa que este hombre tuvo que ser cargado por cuatro acompañantes; tenía
que haber un porteador en cada una de las esquinas de la camilla en la que
estaba postrado. Una gran cantidad de personas que entran en el reino de Cristo
son convertidas a través de las oraciones generales de la iglesia, por medio de
los instrumentos de su ministerio. Probablemente tres de cada cuatro miembros
de cualquier iglesia deben su conversión a la enseñanza regular de la iglesia
de alguna forma u otra; su escuela, su púlpito y su prensa han sido las redes en
las que han sido atrapados. Por supuesto que la oración privada personal ha
sido mezclada con todo eso en muchos casos; pero todavía la mayoría de los
casos no podrían ser rastreados como para ser atribuidos principalmente a las
oraciones o a los esfuerzos individuales. Yo creo que la regla es que el Señor
hará que muchos sean llevados a Él por el sonido de la gran trompeta del
jubileo en la dispensación del Evangelio por Sus ministros. Hay algunos,
además, que son conducidos a Jesús por los esfuerzos individuales de una
persona. Así como Andrés encontró a su propio hermano Simón, así también un
creyente, por su comunicación privada de la verdad a otra persona, se vuelve
instrumental en su conversión, por el poder del Espíritu de Dios. Un convertido
traerá a otro, y ese otro a un tercero. Pero esta narración pareciera mostrar
que hay casos que no serán traídos por la predicación general de la palabra, ni
tampoco por la instrumentalidad de una persona; esos casos requieren que haya
dos, o tres, o cuatro personas que trabajen en santa combinación, quienes, de
común acuerdo, sintiendo una común agonía de alma, resolverán unirse como un
grupo para este único objetivo y no abandonarán nunca su santa confederación
hasta que este objetivo sea alcanzado y su amigo sea salvado. Este hombre no
podía ser llevado a Cristo por una sola persona; debía tener a cuatro que aplicaran
su fuerza para transportarlo, o no podría llegar al lugar de su restauración.
Apliquemos el principio.
Por allá está un padre de familia que todavía no es salvo: su esposa ha orado
por él durante mucho tiempo pero sus oraciones no han recibido respuesta
todavía. Buena esposa, Dios te ha bendecido con un hijo que se regocija contigo
en el temor de Dios. ¿Acaso no tienes también dos hijas cristianas? Oh, ustedes
son cuatro, tome entonces cada uno de ustedes una esquina de la camilla de este
enfermo, y lleven al esposo, lleven al padre, al Salvador. Un esposo y una
esposa están aquí y ambos han venido felizmente a Cristo; ustedes están orando
por sus hijos; nunca dejen esa suplicación: continúen orando. Tal vez algún
amado miembro de su familia sea inusualmente terco. Se necesita una ayuda adicional.
Bien, el maestro de la escuela dominical será para ustedes un tercer integrante
del grupo; él tomará una esquina de la camilla; y yo sería muy feliz si pudiera
unirme para ser el cuarto integrante y formar un bendito cuarteto. Tal vez,
cuando la disciplina hogareña, la enseñanza de la escuela y la predicación del
ministro vayan juntas, el Señor mirará con amor desde lo alto y salvará a su
hijo. Amado hermano, estás pensando en alguien por quien has orado largamente;
también le has hablado y has usado todos los medios apropiados, pero todavía no
han surtido efecto. Tal vez tu plática sea demasiado consoladora: pudiera ser
que no le has presentado esa precisa verdad que su conciencia requiere para que
toque las fibras de su ser. Busca aún más ayuda. Pudiera ser que un segundo
hermano le hable instructivamente donde tú sólo le has hablado
consoladoramente; tal vez la instrucción pudiera ser el instrumento de la gracia.
Sin embargo pudiera ser que incluso la instrucción no sea de más ayuda de lo
que fue la consolación, y pudiera ser necesario que se llame a un tercero, que
tal vez hable con una persuasiva exhortación y con advertencia, lo cual pudiera
ser lo que se necesita grandemente. Los dos que ya están en el campo pueden
equilibrar su exhortación, que por sí sola podría haber sido demasiado mordaz,
y podría haber generado un prejuicio en la mente de la persona, si sólo hubiera
existido la exhortación. Los tres juntos comprueban ser los instrumentos
apropiados en la mano del Señor. Con todo, después que ustedes tres se
combinaran felizmente, pudiera ser que el pobre paralítico no sea todavía
afectado salvadoramente; pudiera necesitarse un cuarto integrante, quien, con
un afecto más profundo que el de ustedes tres juntos, y tal vez con una
experiencia más apropiada para el caso que la de ustedes, intervenga y obrando
conjuntamente con ustedes, el resultado se vea garantizado. Los cuatro
colaboradores conjuntamente pueden lograr, por el poder del Espíritu Santo, lo
que ni uno, ni dos, ni tres eran competentes de realizar. Pudiera suceder a
veces que un hombre ha oído a Pablo predicar, pero su clara doctrina, aunque ha
iluminado su intelecto, no ha convencido todavía a su conciencia. Ha oído a
Apolos, y el brillo de los elocuentes ruegos del orador ha encendido su corazón
pero no ha humillado su altivez. Más tarde todavía ha oído a Cefas, cuyas
burdas frases cortantes lo han talado y lo han convencido de pecado; pero antes
de que pueda encontrar gozo y paz en la fe, tendrá que oír las dulces palabras
afectuosas de Juan. Sólo cuando el cuarto integrante sujete el lecho y lo
impulse con fuerza hacia arriba, el paralítico será colocado en la senda de la
misericordia. Yo deseo ansiosamente ver en esta iglesia pequeños grupos de
hombres y mujeres que están ligados unos a otros por un celoso amor por las
almas. Yo quisiera que se dijeran entre sí: “Este es un caso por el que
sentimos un interés común: nos comprometeremos a orar por esta persona;
buscaremos unidos su salvación”. Pudiera que ser que alguna de las personas que
han pagado el derecho de ocupar un asiento en esta iglesia, después de escuchar
mi voz los últimos diez o quince años, no haya sido persuadida; pudiera ser que
otra persona haya dejado la escuela dominical sin ser salva. Que los cuartetos
fraternales se ocupen de cuidarlas con la ayuda de Dios. Movidos por un
impulso, forman un cuadrado en torno a estas personas, los acorralan por
delante y por detrás, y no les permiten decir: “No hay quien cuide de mi vida”.
Reúnanse en oración con un propósito definido en mente, y luego persigan ese
objetivo por los caminos más probables. Yo no sé, hermanos míos, cuánta
bendición podría venirnos a través de esto, pero estoy seguro de que mientras
no lo hayamos intentado no podemos pronunciar un veredicto al respecto; tampoco
podemos estar muy seguros de estar libres de toda responsabilidad para con las
almas de los hombres mientras no hayamos probado cada método probable y posible
para hacerles bien.
Me temo que aun en una
iglesia grande no hay muchos que quieran convertirse en camilleros. Muchos
dirán que el plan es admirable pero dejarán que otros lo implementen. Recuerden
que las cuatro personas que se unen en tal labor de amor deberían, todas ellas,
sentir un intenso afecto por las personas cuya salvación buscan. Han de ser
individuos que no se arredrarán ante ninguna dificultad; que invertirán toda su
fuerza para transportar la amada carga y perseverarán hasta haber logrado el
éxito. Necesitan ser fuertes, pues la carga es pesada; necesitan ser personas
resueltas, pues la obra pondrá su fe a prueba; necesitan ser seres de oración,
pues de otra manera laboran en vano; tienen que ser creyentes, o serán
completamente inútiles: Jesús vio su fe, y, por tanto, aceptó su servicio; pero
sin fe es imposible agradarle. ¿Dónde encontraremos cuartetos como esos? Que el
Señor los encuentre y que los envíe a algunos de ustedes, pobres pecadores
moribundos, que hoy yacen paralizados aquí.
II. Ahora
proseguimos a la segunda observación, que ALGUNOS CASOS TRANSPORTADOS DE ESA
MANERA REQUERIRÁN DE MUCHA REFLEXIÓN ANTES DE QUE EL DESIGNIO SEA CUMPLIDO.
El instrumento esencial
por medio del cual un alma es salvada es lo suficientemente claro. Los cuatro
porteadores no se preguntaban entre ellos respecto a cuál era la manera de lograr
la curación de este hombre; coincidían plenamente en esto: que tenían que
llevarlo a Jesús; por algún medio u otro, a todo trance, tenían que ponerlo en
el camino de Jesús. Ese era un hecho indudable. La pregunta era: ¿cómo hacerlo?
Hay un viejo proverbio mundano que reza: “Querer es poder”; y me parece que ese
proverbio puede ser aplicado con seguridad a las cosas espirituales, casi sin ninguna
advertencia o salvedad. “Querer es poder”; y si los hombres son conducidos por
la gracia de Dios a sentir una profunda ansiedad por alguna alma específica,
hay una manera por la que esa alma puede ser llevada a Jesús, pero esa manera
pudiera revelarse sólo después de mucha consideración. En algunos casos la
forma de impresionar al corazón pudiera ser de una manera extravagante, de una
manera extraordinaria, de alguna manera que ordinariamente no debería usarse y
que no sería exitosa. Me atrevo a decir que los cuatro camilleros del relato
pensaron temprano por la mañana: “Vamos a llevar a este pobre paralítico con el
Salvador, y vamos a entrar en la casa por la puerta ordinaria”; pero cuando
intentaron hacer eso, las multitudes bloquearon el camino de tal manera que ni
siquiera podían acercarse al umbral. “¡Abran paso; abran paso para el enfermo! ¡Apártense
de allí y dejen pasar a un pobre paralítico! ¡Por piedad, cedan un poco de
espacio y permitan que llevemos al enfermo hasta donde está el profeta sanador!”
Sus súplicas y sus instrucciones fueron vanas. Unas cuantas personas compasivas
por aquí y por allá se separaban de la multitud, pero la mayoría de las
personas ni pudieron ni quisieron quitarse; además, muchas de ellas están
involucradas en ocupaciones similares, y tienen iguales razones para tratar de
entrar como se pudiera. “Vean” –grita uno de los cuatro- “voy a abrir un
espacio”; y empuja y da codazos y avanza un poco hacia la entrada. “¡Vamos,
ustedes tres!”, -les grita- “síganme, y ábranse paso a la fuerza, pulgada a
pulgada”. Pero ellos no pueden hacerlo. Es imposible. El pobre paciente está a
punto de morir de miedo; la camilla es sacudida de un lado a otro por la
muchedumbre como un barquichuelo o como una cáscara de nuez en medio de las
olas del mar; la alarma del paciente aumenta, los portadores están turbados, y
se alegran de regresarse otra vez para considerar el caso. Evidentemente es
completamente imposible introducirlo por los medios ordinarios. ¿Qué hacer
entonces? “No podemos cavar un túnel, pero, ¿no podríamos pasar por sobre las
cabezas de las personas, y descolgar al hombre desde arriba? ¿Dónde está la
escalera?” Frecuentemente hay una escalera exterior que conduce a la parte
superior de una casa oriental; no podemos estar seguros de que hubiera una en
este caso; pero si no fuera así, la casa vecina pudiera tener alguna escalinata,
y entonces los resueltos porteadores treparon a lo alto de la casa vecina y
pasaron de un techo a otro. Donde no contamos con ninguna información definida
se puede dejar mucho a la conjetura; pero esto sí queda claro: por algún medio
subieron su desdichada carga al techo de la casa y se proveyeron del aparejo
necesario para descolgarlo. El Salvador probablemente predicaba en uno de los
aposentos superiores, a menos que se tratara de una casa pobre desprovista de
un piso superior. Tal vez la habitación abría a un patio que estaba abarrotado.
De cualquier manera, el Señor Jesús estaba bajo la cubierta de un techo, de un
sólido techo. Nadie que lea cuidadosamente el original dejará de ver que había
un techo real en el que debía hacerse una perforación. Se ha sugerido como una
dificultad, que la perforación de un techo podría involucrar un peligro para
quienes estaban abajo, y que probablemente generaría una gran asfixia a causa del
polvo; y para evitar esto, se han elaborado varias suposiciones, tales como que
el Salvador estaba ubicado debajo de un toldo o cubierta de lona, y que los
hombres enrollaron la lona; o que nuestro Señor estaba debajo de una veranda
con una cubierta muy ligera que los hombres podían descorrer fácilmente; otros
han inventado inclusive un escotillón para la ocasión. Pero con toda la debida
deferencia para con los eminentes viajeros, las palabras de los evangelistas no
pueden ser desechadas tan fácilmente. De acuerdo a nuestro texto, el hombre fue
descolgado a través del “tejado”, no a través de una lona o de cualquier otro
material ligero; prescindiendo de cuál hubiese sido el tipo de tejado, había
sido confeccionado con toda seguridad con arcilla quemada, pues ese significado
se encuentra en la esencia de la palabra. Además, según Marcos, después de
haber perforado el techo, lo cual, yo supongo, quiere decir que quitaron el
“tejado”, lo rompieron, que se parece
mucho a abrir un hoyo en el techo. La palabra griega usada por Marcos que es
interpretada como “rompimiento” es una palabra muy enfática, y significa hacer
una perforación, o una remoción del tejado, lo cual transmite la idea de una
labor considerable para poder quitar el material. Se nos informa que los techos
de las casas orientales son a menudo fabricados con piedras grandes; eso
pudiera ser cierto como regla general, pero no en este caso, pues la casa
estaba cubierta de tejas; y en cuanto al polvo y a la caída de escombros, eso
pudiera ser una conclusión necesaria o no; pero es tan claro como la luz del
mediodía que un techo sólido que requería que se quitaran las tejas y que se
quitara el material, quedó con un hoyo, y a través de la apertura fue
descolgado el hombre en su camilla. Tal vez hubiera polvo, y posiblemente
hubiera peligro también, pero los porteadores estaban preparados para cumplir
su propósito prescindiendo del riesgo. Tenían que introducir al hombre de
alguna manera. Sin embargo no hay necesidad de suponer alguna de las dos cosas,
pues sin duda los cuatro hombres serían cuidadosos de no incomodar al Salvador
ni a Sus oyentes. Las tejas o el yeso podían ser trasladados a otra parte del
techo plano, y de igual manera la madera, conforme iban rompiendo el techo; y
en cuanto a las vigas, podían estar lo suficientemente espaciadas para dejar
pasar la estrecha camilla del enfermo sin que se tuviera que quitar ninguna de
ellas. El señor Hartley, en sus ‘Viajes’ nos informa: “Cuando viví en Egina
solía mirar con cierta frecuencia hacia los techos bajo los que me encontraba,
y contemplaba cuán fácilmente pudo haberse llevado a cabo toda la transacción
del paralítico. El techo estaba construido de la siguiente manera: “una capa de
cañas, de especies de gran tamaño, que era colocada sobre las vigas; sobre ella
se esparcía una cantidad de brezo; sobre el brezo se depositaba tierra, la cual
era apisonada hasta convertirla en una masa sólida. Ahora, ¿qué dificultad
habría en quitar primero la tierra, después el brezo, y luego las cañas? Tampoco
se incrementaría la dificultad si la tierra tuviera una capa de tejas puestas
sobre ella. Ninguna inconveniencia sobrevendría para las personas que estaban
dentro de la casa por quitar las tejas y la tierra pues el brezo y las cañas
detendrían cualquier cosa que pudiera caer al suelo de alguna manera, y eso
sería quitado después de todo lo demás”.
Descolgar a un hombre a
través del techo era un mecanismo sumamente extraño e impactante, pero
contribuye al comentario que tenemos que hacer ahora. Si queremos que nuestras
almas sean salvadas, no debemos ser demasiado escrupulosos ni delicados respecto
a los convencionalismos, reglas y cosas apropiadas, pues el reino de los cielos
sufre violencia. Tenemos que decidirnos a esto: “Todo lo que se interponga
entre el alma y su Dios tiene que ser destrozado a golpes o porrazos: no
importa qué tejas tengan que ser quitadas, qué yeso deba ser perforado, o qué
tablas hayan de ser quebradas, o en qué labor, o en qué tribulación, o en qué
gasto tengamos que incurrir; el alma es demasiado preciosa para nosotros para
que nos paremos a hacer preguntas corteses. Nuestra política es hacerlo si en
alguna manera podamos hacer salvos a algunos de ellos. Piel por piel, sí, todo
lo que tenemos no es nada en comparación con el alma de un hombre”. Cuando
cuatro corazones verdaderos tienen puesta la mira en el bien espiritual de un pecador,
su hambre santa abrirá boquetes en las paredes de piedra o en los techos de las
casas.
No tengo ninguna duda de
que era una difícil tarea subir al paralítico; perforar el techo y quitar las
tejas con sumo cuidado tiene que haber sido una tarea laboriosa y tiene que
haber requerido mucha habilidad, pero, con todo, la obra fue realizada y el
objetivo fue logrado. No debemos detenernos nunca ante las dificultades; sin
importar cuán dura sea la tarea, tiene que ser siempre más difícil para
nosotros dejar que un alma perezca que trabajar en pro de su liberación de la
forma más abnegada.
Los porteadores
realizaron una acción muy singular. ¿Quién hubiera pensado en perforar un
techo? Nadie sino aquellos que amaban mucho y que mucho deseaban beneficiar al
enfermo. Oh, que Dios hiciera que intentemos cosas singulares en pro de la
salvación de las almas. Esperemos que brote una santa inventiva en la iglesia,
una sagrada creatividad puesta al servicio de ganar los corazones de los
hombres. Le pareció a su generación una cosa singular cuando John Wesley se
paró junto a la tumba de su padre y predicó en Epworth. Gloria sea dada a Dios
porque tuvo el valor de predicar al aire libre. Pareció algo extraordinario
cuando ciertos ministros predicaban sermones en los teatros; pero es un feliz
asunto que los pecadores sean alcanzados por tales irregularidades que bien
pudieran haber escapado de todos los demás instrumentos utilizados. Hemos de
sentir nuestros corazones llenos de celo por Dios, y de amor por las almas, y
pronto seremos conducidos a adoptar algunos medios que otros pudieran criticar,
pero que Jesucristo aceptará.
Después de todo, el
método que los cuatro amigos siguieron resultó ser sumamente apropiado a sus
habilidades. Yo supongo que eran cuatro individuos muy fuertes para quienes la
carga no representaba un gran peso, y la labor de excavación fue para ellos
relativamente fácil. El método se adaptaba exactamente a sus capacidades. ¿Y
qué hicieron cuando descolgaron al hombre? ¿Contemplar la escena y admirarla?
Yo no leo que dijeran una sola palabra, y con todo, lo que hicieron bastó: las habilidades
de aquellos hombres para izar y cargar realizaron la obra necesaria. Algunos de
ustedes dicen: “Ah, nosotros no podemos ser de ninguna utilidad; desearíamos
poder predicar”. Aquellos hombres no podían predicar pero no necesitaron
predicar. Ellos descolgaron al paralítico y con eso su obra fue consumada.
Ellos no podían predicar, pero podían sostener una cuerda.
Necesitamos en la
iglesia cristiana no solamente predicadores, sino ganadores de almas que pueden
cargar con las almas en sus corazones y sentir la solemne carga; hombres que,
pudiera ser, no pueden hablar, pero pueden llorar; hombres que no pueden
quebrantar con su lenguaje los corazones de otros hombres, pero que con su
compasión rompen sus propios corazones. En el caso que estamos considerando no
hubo ninguna necesidad de suplicarle a Jesús: “Jesús, hijo de David, mira
arriba, pues un hombre está siendo descolgado y Te necesita”. No hubo ninguna
necesidad de argumentar que el paciente había estado enfermo durante muchos
años. No sabemos si el propio hombre dijera una sola palabra. Indefenso y
paralizado, no tenía el vigor de convertirse en un suplicante. Ellos colocaron
su cuerpo casi inerte ante la mirada del Salvador, y ese fue un recurso que
bastó: su triste condición fue más elocuente que las palabras. Oh, corazones
que aman a los pecadores, pongan su condición perdida delante de Jesús; lleven
sus casos tal como están delante del Salvador; si sus lenguas tartamudean, sus
corazones prevalecerán; si ustedes ni siquiera pudieran hablarle al propio
Cristo, como desearían, porque no tienen el don de la oración, con todo, si sus
fuertes deseos brotaran del espíritu de oración, no podrían fallar. Que Dios
nos ayude a utilizar los medios que estén a nuestro alcance, y que no nos
sentemos ociosamente para lamentar la carencia de los poderes que no poseemos.
Tal vez sería peligroso que poseyéramos las habilidades que ambicionamos; es
siempre seguro consagrar las que tenemos.
III. Ahora
debemos llegar a una importante verdad. Podemos deducir con seguridad del
relato QUE
Jesús tenía la intención
de sanar al paralítico, pero lo hizo diciendo ante todo: “Tus pecados te son
perdonados”. En esta casa de oración hay algunos esta mañana que están
paralizados espiritualmente; tienen ojos y ven el Evangelio; tienen oídos y lo
han oído, e incluso lo han oído atentamente; pero están tan paralizados que les
dirán -y lo dirán honestamente- que no pueden aferrarse a la promesa de Dios; que
no pueden creer en Jesús para la salvación de sus almas. Si ustedes los exhortaran
a orar, responderían: “Procuramos orar, pero la nuestra no es una oración
aceptable”. Si les pidieran que tengan confianza, les dirán, aunque tal vez no
se los digan con tantas palabras, que están entregados a la desesperación. Su
triste cantinela es:
“Yo quisiera cantar, pero no puedo;
Yo quisiera orar, pero no puedo;
Pues Satanás me encuentra cuando intento,
Y espanta a mi alma.
Yo quisiera arrepentirme, pero no puedo,
Aunque me esfuerzo a menudo;
Este pétreo corazón no cede nunca
Hasta que Jesús lo ablanda.
Yo quisiera amar, pero no puedo,
Aunque sea atraído por el amor divino;
Ningún argumento tiene el poder de mover
A un alma tan ruin como la mía.
¡Oh, que pudiera creer!
Entonces todo sería fácil;
Yo quisiera, pero no puedo; Señor, alíviame;
Mi ayuda ha de venir de Ti”.
El fondo de esta
parálisis es el pecado en la conciencia que obra muerte en ellos. Ellos son
sensibles respecto a su culpa, pero son impotentes para creer que la fuente
carmesí puede quitarla; sólo están vivos para la aflicción, el desaliento y la
agonía. El pecado los paraliza con la desesperación. Les garantizo que en esta
desesperación se encuentra contenido en gran manera el elemento de la
incredulidad, que es pecaminoso; pero yo espero que también esté contenida allí
una sincera medida de arrepentimiento que acarrea consigo la esperanza de algo
mejor. Nuestros pobres paralíticos despiertos esperan algunas veces poder ser
perdonados, pero no pueden creerlo; no pueden regocijarse; no pueden arrojarse
sobre Jesús; están completamente sin fuerzas. Ahora, el fondo de ello, lo
repito, está en el pecado no perdonado, y yo les suplico sinceramente a ustedes,
que aman al Salvador, que sean denodados en buscar el
perdón para estas personas paralizadas. Ustedes me dicen que yo debo ser denodado; en efecto he de
serlo; y en efecto deseo serlo; pero, hermanos, sus casos parecieran estar más
allá de la esfera de acción del ministro; el Espíritu Santo determina usar
otras agencias en su salvación. Han oído la palabra predicada públicamente;
ahora necesitan una consolación y una ayuda privadas que provengan de tres o
cuatro personas. Préstennos su ayuda, ustedes, hermanos denodados; formen sus
grupos de cuatro; agarren los colchones de estas personas que desean ser
salvadas, pero que sienten que no pueden creer. Que el Señor, el Espíritu
Santo, los convierta a ustedes en los instrumentos de conducirlos al perdón y a
la eterna salvación. Han estado postrados en espera durante mucho tiempo; sin
embargo, su pecado los mantiene todavía donde están; su culpa les impide
aferrarse a Cristo; allí está el punto, y es para tales casos que yo invoco
sinceramente la ayuda de mis hermanos.
IV. Procedamos
a notar, en cuarto lugar, que JESÚS PUEDE QUITAR TANTO EL PECADO COMO
Después de que nuestro
Señor hubo suprimido la raíz del mal, observen que luego quitó la propia
parálisis, que desapareció al instante. Cada miembro del cuerpo del hombre fue
restablecido a una condición saludable; pudo ponerse de pie, pudo caminar, pudo
alzar su lecho, y tanto los nervios como los músculos cobraron un inusitado
vigor. Un momento basta, si Jesús habla, para hacer feliz al que desespera y
para llenar de confianza al incrédulo. Lo que no podemos hacer nosotros con nuestros razonamientos y
súplicas y ni siquiera con la letra de la promesa de Dios, Cristo puede hacerlo
en un solo instante por medio de Su Santo Espíritu, y ha sido nuestro dicha
verlo realizado. Este es el milagro permanente de la iglesia, realizado por
Cristo hoy al igual que antes. Almas paralíticas que no podían ni querer ni
hacer, han sido capaces de hacer valientemente y de querer con una
determinación solemne. El Señor ha derramado poder en los desfallecidos y a
quienes carecían de poder les ha aumentado la fuerza. Él puede hacerlo todavía.
Lo repito para los espíritus amorosos que están buscando el bien de otros, en
espera de que esto los anime. Tal vez no tengan que esperar largo tiempo para
que ocurran las conversiones que están buscando; pudiera ser que antes de que
termine otro domingo la persona por la que oran sea llevada a Jesús; o si tuvieran
que esperar un poco, la espera les recompensará con creces, y mientras tanto,
recuerden que nunca habló en secreto, en un lugar oscuro de la tierra; no dijo
a la descendencia de Jacob: “En vano me buscáis”.
V. Proseguimos,
y nos acercamos a una conclusión: DOQUIERA QUE NUESTRO SEÑOR REALIZA EL DOBLE
MILAGRO, SERÁ VISIBLE. Él perdonó los pecados del hombre y al mismo tiempo quitó
su enfermedad. ¿Cómo fue evidente esto? Yo no tengo ninguna duda de que el
perdón del pecado del hombre fue mejor sabido por él mismo; pero posiblemente
aquellos que vieron ese rostro resplandeciente que había estado antes tan
triste pudieran haber notado que la palabra de absolución fue absorbida en su
alma como se absorbe la lluvia en la tierra sedienta. “Tus pecados te son
perdonados”, es la frase que cayó sobre él como un rocío del cielo; el varón
creyó en la sagrada declaración y sus ojos brillaron. Casi hubiera podido
sentir indiferencia respecto a si permanecía paralizado o no, pues era tanto el
gozo de ser perdonado, de ser perdonado por el propio Señor. Eso era suficiente,
era más que suficiente para él; pero no era suficiente para el Salvador; por
eso le ordenó que tomara su camilla y que caminara, pues le había dado la fuerza
para hacerlo. La curación del hombre quedó demostrada por su obediencia. Para
todos los espectadores una activa obediencia se convirtió abiertamente en una
prueba indisputable de la restauración del pobre varón. Noten que nuestro Señor
le ordenó que se levantara, y él se levantó; el hombre no tenía ningún poder
para hacerlo excepto ese poder que acompaña a las instrucciones divinas. Se
levantó porque Cristo le dijo: “Levántate”. Luego él dobló esa miserable
colchoneta: la palabra usada nos muestra que era una cosa muy pobre,
insignificante y miserable, y la enrolló tal como el Salvador se lo había ordenado,
la puso sobre su hombro y se marchó a casa. Su primer impulso debe de haber
sido arrojarse a los pies del Salvador, y decirle: “Bendito sea Tu nombre”;
pero el Maestro le dijo: “vete a tu casa”; y yo no encuentro que se haya
quedado para rendirle una agradecida pleitesía, sino que abriéndose paso con
los codos por entre la multitud, con su carga en la espalda, procedió a irse a
su casa tal como le fue dicho, y lo hizo sin discusión o cuestionamiento.
Cumplió la orden de su Señor, y lo hizo con mucha alegría. ¡Oh, cuán
alegremente lo hizo! Nadie podría saberlo, salvo quienes han sido restaurados
de igual manera. Así que la obediencia es la verdadera señal del pecado
perdonado y de la parálisis erradicada del corazón. Si tú has sido realmente
salvado harás lo que Jesús te ordene; tu petición será: “Señor, ¿qué quieres
que yo haga?” y una vez confirmado, lo harás con toda seguridad. Tú me dices
que Cristo te ha perdonado, y no obstante vives en rebelión en contra de Sus
mandamientos; ¿cómo podría creerte? Tú dices que eres un hombre salvo, y, con
todo, eriges intencionalmente tu propia voluntad en contra de la voluntad de
Cristo; entonces, ¿qué evidencia me das de lo que dices? ¿Acaso no tengo más
bien una clara evidencia de que no dices la verdad? La obediencia a Cristo que
es abierta, cuidadosa, pronta y alegre se convierte en la prueba de la
maravillosa obra que Jesús obra en el alma.
VI. Por
último, TODO ESTO TIENDE A GLORIFICAR A DIOS.
Esos cuatro varones
fueron el medio indirecto de dar mucha honra a Dios y mucha gloria a Jesús, y
ellos, no lo dudo, glorificaron a Dios en sus propios corazones en el propio
techo de la casa. ¡Dichosos hombres por haber sido de tanto servicio para el
amigo que se había visto obligado a guardar cama! ¿Quién más se unió en la
glorificación a Dios? Pues bien, primero el propio hombre que fue restaurado.
¿Acaso no glorificó a Dios cada uno de los miembros de su cuerpo? ¡Me parece
que lo veo! Pone un pie en el suelo para la gloria de Dios, apoya luego el otro
para dar la misma nota; camina para la gloria de Dios; carga con su lecho para
la gloria de Dios; mueve todo su cuerpo para la gloria de Dios; habla, grita,
canta y salta para la gloria de Dios. Cuando un hombre es salvado su ser humano
entero glorifica a Dios; se satura con una vida nacida de nuevo que refulge en
cada uno de los componentes: espíritu, alma y cuerpo. Como un heredero del
cielo, él aporta gloria al Grandioso Padre que lo ha adoptado en la familia y
respira y come y bebe para alabanza de Dios. Todos nos alegramos cuando un
pecador es llevado a la iglesia de Dios, pero ninguno de nosotros está tan
gozoso y agradecido como lo está él; todos quisiéramos alabar a Dios, pero él siente que debe alabarlo más
notoriamente, y lo hará.
A continuación, ¿quién
más glorificó a Dios? El texto no lo dice, pero nos sentimos seguros de que su
familia lo hizo pues se fue a su propia casa. Supondremos que tenía una esposa.
Aquella mañana cuando los cuatro amigos vinieron y lo pusieron en el lecho, y
se lo llevaron, pudiera ser que ella meneara su cabeza en muestra de amorosa
ansiedad, y me atrevería a decir que dijo: “Estoy medio temerosa de confiarlo a
ustedes. Mi pobre, pobre criatura, me aterra su encuentro con la muchedumbre.
Me temo que es una locura esperar el éxito. Espero que les vaya bien, pero
tiemblo. Sostengan bien la cama; asegúrense que no se les caiga. Si lo
descuelgan a través del techo sostengan firmemente las cuerdas, tengan cuidado
de que no le ocurra ningún accidente a mi pobre esposo postrado en cama; así
como está ya está lo suficientemente mal, entonces no le causen más miseria”.
Pero cuando lo vio regresar a casa, caminando y con la cama sobre su espalda,
¿pueden figurarse su deleite? Cómo comenzaría a cantar, y alabar y bendecir al
Señor Jehová-Rafa, que había sanado a su ser querido. Si hubiesen niñitos por
ahí jugando frente a la casa, cómo darían voces de alegría: “aquí está papá;
aquí está papá caminando de nuevo, y de regreso en casa con el lecho sobre su
espalda; está sano otra vez, tal como solía ser cuando éramos pequeñitos”. ¡Qué
casa tan alegre! Se juntarían en torno a él, todos ellos, esposa e hijos, y
amigos y vecinos, y comenzarían a cantar: “Bendice, alma mía, a Jehová, y
bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides
ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que
sana todas tus dolencias”. Cómo cantaría el hombre esos versículos,
regocijándose primero en el perdón y después en la curación, y preguntándose
cómo es que David sabía tanto al respecto y cómo había expresado su caso con
palabras tan apropiadas.
Bien, pero no terminó
allí. Una esposa y una familia forman sólo una parte del jubiloso coro de
alabanza, aunque una parte muy melodiosa. Hay otros corazones adoradores que se
unen en la glorificación del Señor sanador. Los discípulos que rodeaban al
Salvador también glorificaban a Dios. Se regocijaron, y se decían unos a otros:
“Hoy hemos visto maravillas”. La iglesia cristiana se llena de sagrada alabanza
cuando un pecador es salvado; aun el propio cielo se alegra.
Pero incluso la gente
común que andaba por ahí glorificó a Dios. Esa gente no había entrado todavía
en esa sintonía con Cristo que los discípulos sentían, pero fue impactada por
la visión de ese gran portento, y ellos también no podían evitar decir que Dios
había obrado grandes maravillas. Yo oro pidiendo que los espectadores, los extranjeros
de la mancomunidad de Israel, cuando vean que los desalentados son consolados y
que los perdidos son recuperados, se sientan compelidos a dar su testimonio del
poder de la gracia divina, y sean conducidos ellos también a ser partícipes de
eso. Cuando un alma paralizada se llena de agraciada fortaleza canta: “¡Gloria
a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!”
Ahora, ¿va a ser
necesario que me ponga de pie aquí, y suplique a los cuatro individuos que
carguen a las pobres almas para llevarlas a Cristo? ¿Tendré que apelar a mis
hermanos que aman a su Señor, y decir que se junten para ganar almas? Su
humanidad para con el alma paralítica lo reclama, pero su deseo de dar gloria a
Dios lo exige. Si ustedes fueran en verdad lo que profesan ser, glorificar a
Dios debería ser el más caro deseo y la ambición más excelsa de sus almas. A
menos que sean traidores a mi Señor e inhumanos para con sus semejantes,
ustedes captarán el pensamiento práctico que me he esforzado por presentar ante
ustedes, y buscarán a algunos compañeros cristianos y les dirán: “Vamos, oremos
juntos por tal y tal persona”, y si saben de algún caso desesperado formarán un
sagrado cuarteto para trabajar por su salvación. Que el poder del Altísimo
habite en ustedes, ¿y quién sabe qué gloria podría recibir el Señor a través de
ustedes? Nunca olviden esta extraña historia del lecho que transportaba al
hombre y del hombre que cargaba con su lecho.
Porción de
Nota
del traductor:
Escotillón: puerta en el suelo, por ejemplo para bajar
a una bodega.
Traductor: Allan Román
5/Septiembre/2012
www.spurgeon.com.mx