El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Fe y Regeneración

NO. 979

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 5 DE MARZO DE 1871

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él”. 1 Juan 5: 1.

 

Para cumplir bien con su ministerio, el predicador del Evangelio tiene una tarea que requiere de mucha enseñanza divina. Además de mucho cuidado en la forma y en el espíritu, el ministro necesita ser guiado en cuanto a sus temas. Un punto de dificultad que experimentará, será predicar la verdad íntegra en una proporción justa, sin exagerar nunca una doctrina, sin imponer nunca un punto a expensas de otro, sin retener nunca alguna parte ni permitirle tampoco una indebida prominencia. Para un buen resultado práctico mucho dependerá de un equilibrio justo y del uso preciso de la palabra. En un caso, este asunto asume una inmensa importancia porque afecta verdades vitales y podría conducir a resultados muy serios, a menos que sea atendido debidamente, y me estoy refiriendo a los hechos fundamentales involucrados en la obra de Cristo por nosotros, y a las operaciones del Espíritu Santo en nosotros.

 

La justificación por fe es un asunto acerca del cual no debe haber ninguna oscuridad y mucho menos equivocación alguna; y al mismo tiempo tenemos que insistir llana y resueltamente en el hecho de que la regeneración es necesaria para toda alma que ha de entrar al cielo. “Os es necesario nacer de nuevo” es una verdad, así como lo es también esa clara declaración evangélica: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Es de temerse que algunos hermanos celosos han predicado la doctrina de la justificación por fe no sólo muy denodada y claramente, sino también tan toscamente y tan desvinculada de otras verdades, que han conducido a los hombres a confianzas presuntuosas, y han dado la impresión de apoyar una especie de antinomianismo que debe ser muy temido.

 

Acerca de una fe muerta, estéril e ineficaz, podemos pedir sinceramente: “Buen Dios, líbranos”, y, sin embargo, podríamos estar fortaleciéndola inconscientemente. Además, ponerse de pie y clamar: “Crean, crean, crean”, sin explicar en qué se debe creer, poner todo el énfasis de la salvación en la fe, sin explicar qué es la salvación, y sin mostrar que significa liberación tanto del poder del pecado como de la culpa del pecado, podría parecerle a un ferviente partidario del avivamiento ser lo apropiado para la ocasión, pero quienes han vigilado el resultado de tal enseñanza han tenido un serio motivo para preguntarse si no se podría hacer más daño que bien.

 

Por otro lado, estamos sinceramente convencidos de que hay un peligro igual en el otro extremo. Nos queda sumamente claro que un hombre tiene que ser hecho una nueva creación en Cristo Jesús, o no es salvo; pero algunos han visto tan claramente la importancia de esta verdad que están por siempre y para siempre insistiendo en el gran cambio de la conversión, en sus frutos y sus consecuencias, y difícilmente parecieran recordar las buenas nuevas que declaran que todo aquel que cree en Cristo Jesús tiene vida eterna. Tales maestros son propensos a establecer un estándar tan elevado de experiencia, y a ser tan exigentes en cuanto a las marcas y señales de un verdadero hijo de Dios, que desalientan grandemente a los buscadores sinceros, y caen en una especie de legalidad de la cual podemos decir de nuevo: “Buen Dios, líbranos”. Nunca debemos dejar de testificar de manera sumamente clara la indudable verdad de que la verdadera fe en Jesucristo salva el alma, pues si no lo hiciéramos, retendríamos en una servidumbre legal a muchos que deberían haber gozado de la paz desde hace tiempo, y que deberían haber entrado en la libertad de los hijos de Dios.

 

Podría no ser tan fácil guardar estas dos cosas en su debida posición, pero debemos apuntar a eso si queremos ser sabios edificadores. Juan hizo eso en su enseñanza. Si buscan en el tercer capítulo de su Evangelio, es muy significativo que mientras registra extensamente la exposición que del nuevo nacimiento hace nuestro Salvador a Nicodemo, en ese mismo capítulo nos da lo que es tal vez la exposición más clara del Evangelio en todas las Escrituras: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Así también, en el capítulo que estamos considerando, insiste en que el hombre debe ser nacido de Dios; trae esto a colación una y otra vez, pero siempre atribuye una eficacia portentosa a la fe; menciona a la fe como el indicativo de que hemos nacido de nuevo, dice que la fe vence al mundo, que la fe posee el testimonio interior y que la fe tiene vida eterna; en verdad, pareciera que no podía acumular suficiente honor sobre la fe, mientras que al mismo tiempo insiste sobre la suma importancia de la experiencia interior vinculada al nuevo nacimiento.

 

Ahora, si una dificultad de esa naturaleza le ocurre al predicador, no debe sorprendernos que también se le presente al oyente y le provoque muchos cuestionamientos. Hemos conocido a muchos que, por oír continuamente la más preciosa doctrina de que la fe en Cristo Jesús es salvadora, han olvidado otras verdades y han concluido que eran salvos cuando no lo eran; han imaginado que creían cuando todavía eran totales extraños a la experiencia que siempre acompaña a la fe verdadera. Han imaginado que la fe es lo mismo que una presuntuosa confianza de seguridad en Cristo, que no está cimentada sobre la palabra divina cuando es entendida correctamente, ni está demostrada por cualesquiera hechos en sus propias almas. Siempre que se les ha propuesto el autoexamen lo han evitado como si se tratase de un asalto contra su seguridad, y cuando han sido exhortados a probarse mediante pruebas evangélicas, han defendido su falsa paz pensando que tener dudas acerca de su cierta salvación sería incredulidad.

 

Así, me temo que la presunción de una supuesta fe en Cristo los ha colocado en una posición casi desesperada, puesto que las advertencias y las amonestaciones del Evangelio son desechadas por su fatal persuasión de que es innecesario prestarles atención, y que sólo es necesario aferrarse tenazmente a la creencia de que todo ha sido hecho desde hace mucho tiempo para nosotros por Cristo Jesús, y que el temor piadoso y el caminar cuidadoso son superfluidades, si no es que son, en realidad, una ofensa contra el Evangelio.

 

Por otro lado hemos conocido a otros que han recibido la doctrina de la justificación por la fe como una parte de su credo, y sin embargo, no la han aceptado como una evidencia práctica de que el creyente es salvo. Sienten tanto que deben ser renovados en el espíritu de sus mentes, que siempre están buscando evidencias dentro de sí, y se convierten en los sujetos de perpetuas dudas. Su cántico natural y frecuente es:

 

“Es un punto que anhelo conocer,

Y que con frecuencia provoca un pensamiento ansioso;

¿Amo al Señor o no?

¿Soy Suyo o no lo soy?”

 

Estas son una clase de personas de las que hay que compadecerse más bien que condenarlas. Aunque yo sería el último en diseminar la incredulidad, yo sería el primerísimo en inculcar una santa ansiedad. Una cosa es que una persona sea cuidadosa para saber que realmente está en Cristo, y otra cosa muy diferente es que dude de las promesas de Cristo, suponiendo que realmente le fueron hechas a él. Hay una tendencia en algunos corazones a mirar demasiado hacia el interior, y a pasar más tiempo estudiando sus evidencias externas y sus sentimientos internos, que en aprender la plenitud, la libertad y la completa suficiencia de la gracia de Dios en Cristo Jesús. Ellos oscurecen demasiado la grandiosa verdad evangélica que establece que la aceptación del creyente ante Dios no está en él mismo, sino en Cristo Jesús, que somos limpiados por medio de la sangre de Jesús, que somos revestidos con la justicia de Jesús, y que somos, en una palabra, “aceptos en el Amado”. Yo anhelo sinceramente que estas dos doctrinas estén bien balanceadas en sus almas. Únicamente el Espíritu Santo puede enseñarles eso. Éste es un sendero angosto que el ojo del águila no ha detectado, y que el cachorro del león no ha pisado. Aquel a quien el Espíritu Santo instruye no cederá a la presunción ni despreciará la obra interior del Espíritu, ni tampoco olvidará que la salvación es del Señor Jesucristo, “el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”. Me parece que el texto mezcla estas dos verdades en una armonía muy deleitable, y vamos a tratar de hablar de ellas, con la ayuda de Dios.

 

“Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”. Esta mañana vamos a considerar, primero que nada, la fe a la que se alude aquí; y luego, en segundo lugar, cómo es una prueba segura de la regeneración; y luego, en tercer lugar, haciendo hincapié por un momento en la parte final del versículo, vamos a mostrar cómo se convierte en un argumento para el amor cristiano: “Todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él”.

 

I.   ¿CUÁL ES LA FE A LA QUE SE ALUDE EN EL TEXTO? Estamos persuadidos, ante todo, de que la fe a la que se hace referencia aquí es la fe que tanto nuestro Señor como Sus apóstoles exhortaban a los hombres a ejercitar, y a la cual se le agrega siempre la promesa de salvación en la palabra de Dios; como por ejemplo, esa fe que Pedro inculcaba cuando le dijo a Cornelio: “De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre”; esa fe que nuestro Señor mandó cuando vino a Galilea, diciéndoles a los hombres: “Arrepentíos, y creed en el evangelio” (Marcos 1: 15). Ciertas personas se han visto obligadas a admitir que los apóstoles mandaron y exhortaron y suplicaron a los hombres que creyeran, pero nos dicen que el tipo de fe que los apóstoles mandaban que los hombres ejercitaran, no era una fe salvadora. Ahora, Dios no quiera nunca que en nuestro celo por defender una posición favorita, seamos conducidos a una aseveración tan monstruosa. ¿Podemos imaginar por un momento a unos apóstoles que, con fogosidad y celo ardiente, inspirados internamente por el Espíritu de Dios, iban por el mundo exhortando a los hombres a ejercitar una fe que, después de todo, no los salvaría? ¿Con qué propósito se apresuraron a cumplir una misión tan estéril, tan atractiva para la necesidad humana y tan infecunda en resultados? Cuando nuestro Señor ordenó a Sus discípulos que fueran por todo el mundo y predicaran el Evangelio a toda criatura, les dijo que: “el que creyere y fuere bautizado, será salvo”; esa fe que debía ser predicada evidentemente no era otra que la fe salvadora, y sería frívolo afirmar cualquier otra cosa.

 

Debo confesar que me sentí sorprendido el otro día cuando leí en un cierto sermón un comentario que afirmaba que las palabras de Pablo al carcelero: “fueron expresadas en una conversación sostenida a la medianoche bajo circunstancias peculiares, y el evangelista que las escribió no estaba presente en la entrevista”. Vamos, aunque hubiese sido en pleno mediodía y aunque el mundo entero hubiese estado presente, el apóstol no habría podido dar una respuesta más apropiada a la pregunta: “¿qué debo hacer para ser salvo?”, que la respuesta que dio: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Decir que la fe ordenada por los apóstoles era una mera fe humana que no salva, y que no hay certeza de que tal fe salve al alma, es, repito, una mera frivolidad o algo peor. La causa que tiene que recurrir a una defensa de tal naturaleza ha de ser una causa desesperada.

 

Además, la fe a la que se alude aquí es un deber de todos los hombres. Lean el texto de nuevo: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”. Creer la verdad nunca puede ser menos que un deber del hombre; que Jesús es el Cristo es una verdad, y es deber de todo hombre creer eso. Yo entiendo aquí que “creer”, quiere decir confiar en Cristo, y es ciertamente un deber de todas las personas confiar en lo que es digno de confianza, y que Jesucristo es digno de la confianza de todas las personas es cierto; por tanto, es un deber de los hombres confiar en Él.

 

Considerando que el mandamiento del Evangelio: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”, está dirigido a toda criatura por la autoridad divina, es un deber de todo hombre cumplirlo. ¿Qué dijo Juan? “Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo”, y nuestro Señor mismo nos asegura: “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”. Yo sé que hay algunos que negarán esto, y lo negarán sobre la base de que un hombre no tiene la habilidad espiritual para creer en Jesús, a lo cual yo replico que es un completo error imaginar que la medida de la habilidad moral del pecador es la medida de su deber. Hay muchas cosas que los hombres deberían hacer, pero ahora han perdido el poder moral y espiritual -aunque no el físico- para hacerlas. Un hombre debe ser casto, y aunque haya sido tan inmoral por tanto tiempo que ya no pueda restringir sus pasiones, no queda por ello libre de la obligación. El deber de todo deudor es pagar sus deudas, pero si ha sido tan gran derrochador que se ha conducido él mismo a una pobreza desesperada, no queda por ello exonerado de sus deudas. Todo hombre debe creer lo que es verdad, pero si su mente se ha vuelto tan depravada que ama a una mentira y no acepta recibir la verdad, ¿queda excusado por ese motivo? Si la ley de Dios tuviera que ser mitigada de acuerdo con la condición moral de los pecadores, tendrían ustedes una ley aplicable de acuerdo a una ‘severidad variable’ para adecuarse a los grados de la pecaminosidad humana; de hecho, el peor individuo estaría entonces bajo la ley más benigna, y se convertiría por consiguiente en el menos culpable. Los requerimientos de Dios serían una cantidad variable y, en verdad, no estaríamos bajo ninguna regla del todo. El mandamiento de Dios permanece siendo válido sin importar cuán malos puedan ser los hombres, y cuando Él manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan, ellos están obligados a arrepentirse, ya sea que su pecaminosidad haga imposible que estén dispuestos a arrepentirse o no. En todos los casos el deber del hombre es hacer lo que Dios le ordena.

 

Al mismo tiempo, esta fe, dondequiera que existe, es en cada caso y sin excepción, el don de Dios y la obra del Espíritu Santo. Nunca hasta ahora nadie creyó en Jesús con la fe a la que se alude aquí, a menos que el Espíritu Santo le condujera a hacerlo. Él ha obrado todas nuestras obras en nosotros, y también nuestra fe. La fe es una gracia demasiado celestial para que brote en la naturaleza humana mientras no sea renovada: la fe es en cada creyente “el don de Dios”. Tú me preguntarás: “¿son consistentes estas dos cosas?” Yo te respondo: “Ciertamente, pues ambas cosas son verdad”. “¿Qué tan consistentes?” preguntas. “¿Qué tan inconsistentes?” respondo yo, y tú tendrías tanta dificultad para demostrar que son inconsistentes como yo la tendría para demostrar que son consistentes. La experiencia las hace consistentes, aunque la teoría no las hiciera. El Espíritu Santo convence a los hombres de pecado: “De pecado” –dice Cristo- “por cuanto no creen en mí”; aquí tenemos una de las verdades; pero el mismo Espíritu les enseña a esos mismísimos corazones que la fe es por el poder de Dios (Colosenses 2: 12).

 

Hermanos, deben estar dispuestos a ver ambos lados del escudo de la verdad. Elévense por encima de la condición infantil que no puede creer en dos doctrinas hasta no ver el eslabón que las vincula. Hombre, ¿no tienes dos ojos? ¿Tienes que sacarte un ojo para ver claramente? ¿Es imposible para ti usar un estereoscopio espiritual y mirar dos perspectivas de la verdad hasta que se disuelvan en una, y esa única perspectiva se vuelva más real y verdadera porque está constituida por dos? Muchos hombres rehúsan ver más de un solo lado de una doctrina, y persistentemente luchan contra cualquier cosa que no sea visiblemente consistente con la propia idea que tienen.

 

En el presente caso no encuentro difícil creer que la fe sea al mismo tiempo un deber del hombre y un don de Dios, y si otros no pueden aceptar las dos verdades, no soy responsable por ese rechazo; yo cumplo con mi deber al dar honestamente testimonio ante ellos.

 

Hasta aquí sólo hemos estado limpiando el camino. Debemos avanzar. La fe a la que se alude en el texto descansa evidentemente sobre una persona: descansa sobre Jesús. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”. No es una creencia acerca de una doctrina, ni una opinión, ni una fórmula, sino una creencia concerniente a una persona. Traduzcan la palabras: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo”, y quedarían así: “Todo aquel que cree que el Salvador es el Ungido, es nacido de Dios”. Seguramente con esto no se quiere decir que todo aquel que profesa creer es nacido de nuevo, pues muchas personas profesan eso pero sus vidas demuestran que no son regeneradas; pero todo aquel que cree que eso es un hecho, y recibe verdaderamente y de hecho a Jesús según Dios lo ha expuesto y lo ha ungido, es un hombre regenerado.

 

¿Qué significa la expresión: “Jesús es el Cristo”, o, Jesús es el Ungido? Primero, que Él es el Profeta; en segundo lugar, que Él es el Sacerdote; en tercer lugar, que Él es el Rey de la iglesia, pues en todos esos tres sentidos Él es el Ungido. Ahora, yo podría hacerme esta pregunta: ¿Creo hoy que Jesús es el grandioso Profeta ungido por Dios para revelarme el camino de salvación? ¿Lo acepto como mi maestro, y admito que Él tiene palabras de vida eterna? Si yo creo eso, voy a obedecer Su Evangelio y a tener vida eterna. ¿Lo acepto para que sea a partir de ahora el revelador de Dios para mi alma, el mensajero del pacto, el Profeta ungido del Altísimo?

 

Pero Él es también un Sacerdote. Ahora, un sacerdote es ordenado de entre los hombres para ofrecer sacrificios. ¿Creo yo firmemente que Jesús fue ordenado para ofrecer Su único sacrificio por los pecados de la humanidad, y con la ofrenda de ese sacrificio de una vez por todas consumó la expiación e hizo una completa propiciación? ¿Acepto que Su expiación fue por mí, y recibo Su muerte como una propiciación sobre la cual baso mi esperanza del perdón de todas mis transgresiones? ¿Creo yo de hecho que Jesús es el único y exclusivo Sacerdote propiciador, y lo acepto para que actúe como sacerdote para mí? Si es así, entonces he creído en parte que Jesús es el Ungido.

 

Pero Él es también Rey, y si deseo saber si poseo la fe correcta, debo preguntarme adicionalmente: “Jesús, que ahora es exaltado en el cielo y que una vez se desangró en la cruz, ¿es el Rey para mí? ¿Es Su ley mi ley? ¿Deseo someterme enteramente a Su gobierno? ¿Odio lo que Él odia, y amo lo que Él ama? ¿Vivo para alabarlo? ¿Deseo ver, como un súbdito leal, que venga Su reino y que Su voluntad sea hecha, como en el cielo, así también en la tierra?”

 

Mi querido amigo, si tú puedes decir de corazón y con sinceridad: “Yo acepto a Jesucristo de Nazaret para que sea Profeta, Sacerdote y Rey para mí, porque Dios le ha ungido para ejercer esos tres oficios, y yo confío en Él sinceramente en cada uno de esos tres caracteres”, entonces, querido amigo, tú tienes la fe de los elegidos de Dios, pues está escrito: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”.

 

Ahora vamos a avanzar un poco más. La verdadera fe es confianza. Consulten cualquier diccionario de griego que quieran, y encontrarán que la palabra pisteueinno significa meramente creer, sino confiar, tener confianza en, entregar a, encomendar a, y así sucesivamente, y la médula del significado de la fe es confianza en, dependencia de.

 

Permítanme preguntar, entonces, a cada profesante aquí presente que profesa tener fe: ¿Es tu fe una fe de confianza? Tú das crédito a ciertos enunciados; ¿pones también tu confianza en la única persona gloriosa que puede redimir? ¿Tienes confianza así como también creencia? Un credo no te salvará, pero la confianza en el Salvador ungido es el camino de la salvación. Recuerda, te lo suplico, que si pudieras comprender una ortodoxia sin la adulteración del error, y pudieras aprender un credo escrito por la pluma del propio Dios Eterno, sin embargo, una mera fe conceptual tal como la que los hombres ejercitan cuando creen en la existencia de hombres en la luna, o nebulosas en el espacio, no podría salvar tu alma. De esto estamos seguros, porque vemos en torno nuestro a muchos seres que tienen una fe así, y sin embargo, evidentemente no son hijos de Dios.

 

Además, la verdadera fe no es una presunción aduladora, por la cual dice un hombre: “Yo creo que soy salvo pues tengo sentimientos muy deleitables; he tenido un sueño maravilloso; he sentido sensaciones muy maravillosas”; pues toda esa confianza podría no ser nada sino pura suposición. La presunción, en vez de ser fe, es el reverso de la fe; en vez de ser la certeza de lo que se espera, es un mero espejismo. La fe es tan correcta como la razón, y si son considerados sus argumentos, es tan segura en sus conclusiones como si las obtuviera por medio de reglas matemáticas. Guárdense, se los suplico, de una fe que no tenga ninguna base excepto la propia imaginación suya.

 

La fe, además, no es la seguridad de que Jesús murió por mí. Algunas veces siento que estoy en desacuerdo con este verso:

 

“Tal como soy, sin ningún argumento

Excepto que Tu sangre fue derramada por mí”.

 

Es eminentemente apropiado para un hijo de Dios, pero no estoy tan seguro de que sea la manera precisa de exponer el asunto para un pecador. Yo no creo en Jesús por estar persuadido de que Su sangre fue derramada por mí, sino que más bien descubro que Su sangre fue derramada especialmente por mí por el hecho de que he sido conducido a creer en Él. Me temo que hay miles de personas que creen que Jesús murió por ellas, pero que no son nacidas de Dios, sino que más bien han sido endurecidas en su pecado por sus infundadas esperanzas de misericordia. No hay una eficacia particular en el hecho de que un hombre asuma que Cristo murió por él, pues sería una mera perogrullada si fuera cierto, como enseñan algunos, que Jesús murió por todo el mundo. Basados en tal teoría, todo creyente en una expiación universal necesariamente sería nacido de Dios, lo cual está muy lejos de ser el caso.

 

Cuando el Espíritu Santo nos conduce a confiar en el Señor Jesús, entonces la verdad que Dios entregó a Su unigénito Hijo para que todo aquel que creyera en Él pudiera ser salvo, se abre para nuestras almas, y vemos que para nosotros que somos creyentes, Jesús murió con el especial propósito de que fuéramos salvos. Que el Espíritu Santo nos asegure que Jesús derramó Su sangre por nosotros en particular es una cosa, pero concluir meramente que Jesús murió por nosotros basados en el concepto que Él murió por todas las personas, está tan lejos de ser una fe real en Jesucristo como el oriente está lejos del occidente.

 

Tampoco es fe que yo esté confiado en que soy salvo, pues pudiera darse el caso de que no sea salvo, y la fe no puede ser nunca creer en una mentira. Muchas personas han concluido precipitadamente que eran salvas cuando estaban todavía en hiel de amargura. Esa no fue la exhibición de confianza en Cristo sino la exhibición de una abyecta presunción destructiva en grado sumo.

 

Volviendo a donde comenzamos, la fe, en una palabra, es confianza en Jesucristo. Ya sea que el Redentor murió en especial y en particular por mí o no, no es la pregunta que debamos hacer en primer lugar; encuentro que Él vino al mundo para salvar a los pecadores; bajo ese carácter general acudo a Él; descubro que todo aquel que confía en Él será salvado; por tanto, confío en Él, y habiendo hecho eso, aprendo por Su palabra que yo soy objeto de Su amor especial y que soy nacido de Dios.

 

En mi primera venida a Jesús podría no tener ningún conocimiento de algún interés personal y especial en la sangre de Jesús; pero puesto que está escrito: “Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”, yo vengo y me entrego a esa propiciación; ya sea que me hunda o que nade, yo me arrojo sobre el Salvador.

 

‘Grandioso Hijo de Dios, Tú has vivido y has muerto, Tú te desangraste y sufriste, e hiciste expiación por el pecado para todos los que confían en Ti, y yo confío en Ti, me apoyo sobre Ti, me arrojo sobre Ti’.

 

Ahora, todo aquel que posea una fe así es nacido de Dios, y tiene una fe verdadera que es una prueba positiva del nuevo nacimiento. Juzguen ustedes, por tanto, si tienen esta fe o no.

 

Permítanme detenerme sólo un minuto más sobre este asunto. La fe verdadera es expuesta en la Escritura por medio de figuras, y vamos a mencionar una o dos de esas figuras. Es un eminente tipo de fe cuando el padre de familia hebreo, en Egipto, inmoló al cordero y puso la sangre tibia en el tazón, luego tomó un manojo de hisopo y lo hundió en la sangre y marcó los dos postes de su puerta, y luego embadurnó una marca roja a lo largo del dintel. Ese acto de embadurnar la puerta representaba a la fe. La liberación fue obrada por la sangre; y la sangre fue útil a través del hecho de que el jefe de la familia embadurnó personalmente su puerta. La fe hace eso; toma de las cosas de Cristo, se las apropia, rocía el alma con la sangre preciosa, por decirlo así, y acepta la manera de la misericordia por la cual el Señor pasa sobre nosotros y exenta a Su pueblo de la destrucción.

 

La fe fue mostrada también a los judíos de otra manera. Cuando una bestia era ofrecida en sacrificio por el pecado, el sacerdote y algunas veces los representantes de las tribus o el individuo, ponían sus manos sobre la víctima en señal de que deseaban que sus pecados fueran transferidos a la víctima, para que sufriera por ellos como un tipo del gran Sustituto. La fe pone sus manos sobre Jesús deseando recibir el beneficio de Su muerte sustitutiva.

 

Una representación todavía más notable de la fe fue la de la mirada sanadora de los israelitas mordidos por las serpientes. Moisés alzó una serpiente de bronce sobre el gran estandarte ubicado en medio del campamento. Esta serpiente brillaba intensamente bajo el sol, muy en alto sobre las tiendas, y todo aquel que la mirara de entre las huestes moribundas, era conducido a vivir. Mirar era un acto muy simple, pero indicaba que la persona era obediente al mandato de Dios. Miraba según se le había ordenado, y el poder de salvación provenía de la serpiente de bronce a través de una mirada.

 

Así es la fe. Es la cosa más sencilla del mundo, pero indica muchísimas cosas más de las que son vistas sobre su superficie:

 

“Hay vida por una mirada al Crucificado”.

 

Creer en Jesús no es sino dirigir el ojo de la fe hacia Él y confiar en Él con tu alma.

 

Aquella pobre mujer que vino por detrás entre la multitud, nos ofrece otra figura de lo que es la fe. Ella decía: “Si tocare tan solamente su manto, seré salva”. Sin tomar ninguna medicina, sin hacer ninguna profesión ni celebrar ceremonias, ella simplemente tocó el borde del manto del Salvador, y fue sanada de inmediato.

 

Oh alma, si te puedes poner en contacto con Cristo a través de simplemente confiar en Él, aunque esa confianza sea sumamente débil, tú tienes la fe de los elegidos de Dios; tú tienes la fe que en cada caso es la señal del nuevo nacimiento.

 

II.   Tenemos que proceder a mostrar ahora que DONDEQUIERA QUE EXISTA ESA FE, ES LA PRUEBA DE LA REGENERACIÓN. Nunca hubo un grano de una fe como esa en este mundo, excepto en un alma regenerada, y nunca lo habrá mientras el mundo permanezca. Eso es así de acuerdo al texto, y si no tuviéramos otro testimonio, este único pasaje bastaría para demostrarlo. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”.

 

“¡Ah!”, -te oigo decir, pobre alma- “el nuevo nacimiento es un gran misterio; yo no lo entiendo; me temo que no soy partícipe de él”. Tú eres nacido de nuevo si crees que Jesús es el Cristo; si confías en un Salvador crucificado, ciertamente eres engendrado de nuevo para una esperanza viva. Misterio o no misterio, el nuevo nacimiento es tuyo si eres un creyente. ¿No has notado nunca que los más grandes misterios en el mundo se revelan por las indicaciones más simples? La simplicidad y la aparente facilidad de la fe no son razones para que yo no considere su existencia como una indicación infalible del nuevo nacimiento interior. ¿Cómo sabríamos nosotros que el niño recién nacido vive si no fuera por su llanto? Sin embargo, el llanto de un niño, ¡cuán simple sonido es! ¡Cuán fácilmente podría ser imitado! Un obrero ingenioso podría engañarnos fácilmente con tubos y cuerdas; sin embargo, nunca hubo un llanto de un niño en el mundo que no indicara los misterios de la respiración, los latidos del corazón, el torrente sanguíneo, y todas las otras maravillas que acompañan a la vida misma.

 

¿Ves aquella persona que acaba de ser sacada del río? ¿Está viva? Sí, la vida está allí. ¿Por qué? Porque los pulmones todavía se expanden. Pero, ¿acaso no parece algo fácil hacer que los pulmones se expandan? Un par de fuelles conectados a los pulmones, ¿no podrían producir el movimiento? Ah, sí, la cosa es fácilmente imitable de alguna manera, pero ningún pulmón se expande excepto donde hay vida y nada de sangre se bombea hacia y desde el corazón, excepto donde hay vida.

 

Tomen otro ejemplo. Vayan a una oficina de telégrafos en cualquier momento, y verán ciertas agujas moviéndose hacia la derecha y hacia la izquierda con un incesante ruidito seco. La electricidad es un gran misterio, y no puedes verla o sentirla, pero el operador te dice que la corriente eléctrica está pasando a lo largo del cable. ¿Cómo lo sabe? “Lo sé por la aguja”. ¿Cómo está eso? Yo podría mover tus agujas fácilmente. “Sí; pero ¿no ves que la aguja ha hecho dos movimientos a la derecha, uno a la izquierda, y dos hacia la derecha de nuevo? Yo estoy leyendo un mensaje. “Pero”, -dices tú- “no puedo ver nada en ello; yo podría imitar ese ruidito y ese movimiento muy fácilmente”. Sin embargo, aquel a quien se le enseña el arte ve ante sí en esas agujas, no sólo la acción eléctrica, sino un misterio todavía más profundo; percibe que una mente está dirigiendo la fuerza invisible, y que está hablando por ese medio. No a todos, pero a los iniciados les es dado ver el misterio oculto dentro de la simplicidad.

 

El creyente ve en la fe -que es simple como los movimientos de la aguja- una indicación de que Dios está operando en la mente humana, y el hombre espiritual discierne que hay un secreto interior intimado mediante eso que el ojo carnal no puede descifrar. Creer en Jesús es un mejor indicador de la regeneración que cualquier otra cosa, y en ningún caso engaña a nadie. La fe en el Dios viviente y en Su Hijo Jesucristo es siempre el resultado del nuevo nacimiento, y no puede existir nunca excepto en los regenerados. Todo aquel que tenga fe es un hombre salvo.

 

Les ruego que me sigan un poco en este argumento. Un cierto teólogo ha dicho últimamente: “El acto de creer de un hombre no equivale a que sea salvo; únicamente indica que va en la dirección de ser salvado”. Esto es equivalente a una negación que todo creyente en Cristo es salvo de inmediato y la inferencia es que un hombre no puede concluir que es salvo por creer en Jesús.

 

Ahora, observen cuán opuesto es eso a la Escritura. Es un hecho a partir de la Palabra de Dios que el hombre que cree en Jesús no es condenado. Lean Juan 3: 18 y muchos otros pasajes. “El que en él cree, no es condenado”. Ahora, ¿no es condenado todo hombre no regenerado? Y un hombre que no es condenado ¿acaso no es un hombre salvo? Cuando sobre la base de la autoridad divina estás seguro de que el creyente no es condenado, ¿cómo, en el nombre de todo lo que es racional, podrías negar que el creyente sea salvo? Si no es condenado, ¿qué habría de temer? ¿No ha de concluir correctamente que siendo justificado por fe, tiene paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo?

 

Noten, en segundo lugar, que en el versículo cuarto del capítulo que estamos considerando, se dice que la fe “vence al mundo”. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”. Vamos, entonces, ¿acaso la fe vence al mundo en personas que no son salvas? ¿Cómo puede ser posible eso, cuando el apóstol dice que lo que vence al mundo es nacido de Dios? Lean el versículo cuarto: “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo”; y la fe vence al mundo, por tanto, el hombre que tiene fe es regenerado; y ¿qué significa eso sino que es salvo, y que su fe es el instrumento mediante el cual él obtiene victorias?

 

Además, la fe acepta el testimonio de Dios, y aún más, el hombre que tiene fe, tiene en sí mismo el testimonio de la verdad de Dios. Lean el versículo décimo del capítulo: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo”. No dice: “el que hace esto o siente aquello”, sino que dice: “El que cree… tiene el testimonio en sí mismo”, su corazón da testimonio de la verdad de Dios. ¿Tiene algún hombre no salvo un testimonio experimental interior? ¿Me dirás que la experiencia interior de un hombre da testimonio del Evangelio de Dios y, sin embargo, que el hombre está en un estado perdido, o que solamente está esperanzado de ser salvado al final? No, amigo, eso es imposible. El que cree tiene ese cambio que ha sido obrado en él que le permite, por su propio estado de conciencia, confirmar el testimonio de Dios, y un hombre así tiene que estar en un estado de salvación. No es posible decir de él que es un hombre no salvo.

 

Además, noten en este capítulo, en el versículo trece, que doquiera que hay fe, hay vida eterna; ese es el sentido de las palabras: “Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna”. Nuestro propio Señor, y Sus apóstoles, han declarado en varios lugares que: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”. No me digan que un pecador que cree en Jesús ha de realizar un avance antes de que pueda decir que es salvo, que un hombre que confía en Cristo sólo está en el camino de la salvación, y que tiene que esperar hasta haber usado las ordenanzas, y haber crecido en gracia, antes de poder saber que es salvo.

 

No, en el instante en que la confianza del pecador es puesta en la obra consumada de Jesús, es salvo. El cielo y la tierra pueden pasar, pero ese hombre no perecerá jamás. Si confié en el Salvador hace sólo un segundo, yo soy salvo; tan salvo como el hombre que ha creído en Jesús durante cincuenta años, y que ha caminado rectamente todo ese tiempo. Yo no digo que el recién convertido sea tan feliz, ni tan útil, ni tan santo, ni tan maduro para el cielo, pero digo, de cierto, que la frase: “El que cree en Él tiene vida eterna”, es una verdad con implicaciones generales, y se refiere tanto al bebé en la fe como al hombre que ha alcanzado la plenitud de la estatura en Jesucristo.

 

Como si este capítulo hubiera sido escrito a propósito para enfrentar el grave error que afirma que la fe no proporciona una salvación inmediata, exalta a la fe, una y otra vez, sí, y yo podría agregar que nuestro propio Señor corona a la fe, porque la fe no lleva nunca una corona pero rinde toda la gloria al amado Redentor.

 

Ahora, permítanme decir una palabra o dos en respuesta a ciertas preguntas. ¿Pero no debe arrepentirse un hombre así como también debe creer? Respuesta: Ningún hombre creyó jamás que no se hubiere arrepentido al mismo tiempo. La fe y el arrepentimiento van juntos. Deben ir juntos. Si yo confío en que Cristo me salva del pecado, me estoy arrepintiendo del pecado al mismo tiempo, y mi mente es cambiada en relación al pecado y a todo lo demás que tenga que ver con su estado. Todos los frutos dignos del arrepentimiento están contenidos en la propia fe. Nunca encontrarán que un hombre que confía en Cristo permanece siendo un enemigo de Dios o un amante del pecado. El hecho de que acepte la expiación provista es una prueba positiva de que odia el pecado, y que su mente ha sido cambiada completamente en referencia a Dios.

 

Además, en lo tocante a todas las gracias que son producidas en la etapa cristiana posterior, ¿acaso no han de ser encontradas todas en embrión en la fe? “Cree solamente, y serás salvo”, es el clamor que muchos escarnecen y otros malentienden; pero, ¿sabes qué significa “Cree solamente”? ¿Sabes qué mundo de significado encierran esas palabras? Lean aquel famoso capítulo de la Carta a los Hebreos, y vean lo que la fe ha hecho y es capaz de hacer todavía, y verán que no son minucias. Siempre que haya fe en un hombre, sólo dejen que se desarrolle y ese hombre se alejará del pecado, se separará del mundo, y experimentará un conflicto con el mal y una lucha por la gloria de Cristo, que nada más podría producir.

 

La fe es, en sí misma, una de las más nobles de las gracias; es el compendio de todas las virtudes; y así como algunas veces hay suficiente grano en una sola espiga para fertilizar un huerto entero, así, esa sola palabra: “fe”, contiene suficiente poder para bendecir a la tierra y suficiente gracia, si el Espíritu la hace crecer, para convertir a los seres caídos en seres perfectos. La fe no es la cosa fácil y ligera que los hombres piensan. Lejos estamos nosotros de atribuir la salvación a la profesión de un simple credo; odiamos esa idea; tampoco atribuimos la salvación a una cálida persuasión, sino que atribuimos la salvación a Jesucristo, y su obtención, a esa confianza simple de carácter infantil que amorosamente se arroja en los brazos de Aquel que entregó Sus manos a los clavos y que sufrió hasta morir por los pecados de Su pueblo. Entonces, el que cree es salvo, pueden estar seguros de ello. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”.

 

III.   Ahora, ¿qué fluye de esto? ¡El contenido legítimo que fluye es el amor! Si somos nacidos de Dios, hemos de amar a todos aquellos que también son nacidos de Dios. Sería un insulto para ustedes si yo fuera a demostrarles que un hermano debería amar a su hermano. ¿Acaso no nos enseña eso la propia naturaleza? Entonces, los que son nacidos de Dios deberían amar a los de la misma casa. ¿Y quiénes son ellos? Pues bien, todos aquellos que han creído que Jesús es el Cristo, y que están basando sus esperanzas donde nosotros basamos las nuestras, es decir, en Cristo el Ungido de Dios. Tenemos que amarlos a todos ellos. Tenemos que hacer eso porque somos de la familia. Nosotros creemos y por ello hemos nacido de Dios. Actuemos como quienes pertenecen a la familia divina; consideremos que es nuestro privilegio ser recibidos en la casa, y regocijémonos de cumplir las hermosas obligaciones de nuestra excelsa posición. Miramos en torno nuestro y vemos a muchas otras personas que han creído en Jesucristo. Hemos de amarlas porque estamos emparentados.

 

“Pero, algunas de esas personas no tienen doctrina sana, y cometen graves errores en cuanto a las ordenanzas del Maestro”. No hemos de amar sus fallas, ni tampoco hemos de esperar que ellas amen las nuestras, pero, no obstante, debemos amar sus personas, pues “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios”, y por tanto, es un miembro de la familia, y así como amamos al Padre que engendró, hemos de amar a todos aquellos que han sido engendrados por Él. Primero, amo a Dios y, por tanto, deseo promover la verdad de Dios y mantener el Evangelio de Dios libre de contaminación. Pero luego tengo que amar a todos aquellos a quienes Dios ha engendrado, a pesar de las debilidades y errores que vea en ellos, estando yo mismo también circundado de debilidades. La vida es la razón para el amor y esa vida común que es indicada por la fe común en el amado Redentor, debe ligarnos unos a otros. Yo debo confesar, -aunque rendiría toda deferencia a todo juicio de conciencia de cada hermano- que yo no sé cómo podría conducir a mi alma, como un hijo de Dios, a rehusar a cualquier persona la comunión a la mesa de mi Señor, si esa persona creyera que Jesús es el Cristo. Yo tengo prueba mediante su acción, si fuera sincero (y yo sólo puedo juzgar al respecto por su vida) de que es nacido de Dios; ¿y no tiene todo hijo el derecho de venir a la mesa del Padre? Yo sé que en los tiempos antiguos, los padres solían hacer que los hijos se quedaran sin comer como un castigo, pero todo el mundo nos dice ahora que esto es cruel e insensato, pues privarlos de la comida necesaria, daña la constitución de los muchachos. Hay varas en la casa del Señor, y no hay ninguna necesidad de mantener alejados de la cena a los hijos desobedientes. Que vengan a la cena del Señor, y que coman y beban con el Señor Jesús y con todos Sus santos, en la esperanza de que cuando su constitución se fortalezca, se librarán de la enfermedad contra la cual se enfrentan ahora, y vendrán a ser obedientes a todo el Evangelio que dice: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”.

 

Permítanme rogarles a los miembros de esta iglesia que exhiban un mutuo amor los unos para con los otros. ¿Hay algunos débiles entre ustedes? Consuélenlos. ¿Hay algunos que necesitan instrucción? Proporcionen el conocimiento suyo en ayuda de ellos. ¿Hay algunos que están en angustia? Ayúdenlos. ¿Algunos se están rebelando? Restáurenlos. “Hijitos, amaos unos a otros” es la regla de la familia de Cristo; debemos observarla. Que el amor de Dios que ha sido derramado abundantemente en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado, se manifieste por nuestro amor para con todos los santos. Y recuerden que Él tiene otras ovejas que todavía no son de Su redil; a ellas también tiene que traer. Tenemos que amar a aquellos que todavía van a ser traídos, y amorosamente hemos de salir de inmediato para buscarlos; en cualquier otra forma de servicio que Dios nos haya dado, busquemos con ojos amorosos a los hermanos pródigos, y quién sabe, podríamos traer a la familia en este preciso día a algunos por quienes habrá gozo en la presencia de los ángeles de Dios, porque los perdidos han sido hallados. Que Dios los bendiga y los consuele, por Jesucristo nuestro Señor, Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: 1 Juan 5.

 

Nota del traductor:

 

Estereoscopio: instrumento con el cual se observan, cada una con un ojo, dos imágenes planas de un mismo objeto, las cuales, al superponerse por la visión binocular, dan la imagen en relieve del mismo.

 

Perogrullada: algo evidente. Dicho propio de Perogrullo, personaje supuesto al que se atribuyen humorísticamente las sentencias o afirmaciones de contenido tan sabido y natural que es una tontería decirlas.

 

 

 

Traductor: Allan Román

13/Enero/2011

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