El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La elocuencia sin par de Jesús
NO. 951
SERMÓN PREDICADO EL DOMINGO 18 DE SEPTIEMBRE DE 1870
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Los alguaciles respondieron: ¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!” Juan 7: 46.
Los principales sacerdotes y los fariseos
enviaron alguaciles para prender al Salvador con el propósito de impedir que Su
predicación les arrebatara el poder que ostentaban. Mientras los esbirros infiltrados
en la multitud esperaban una oportunidad para arrestar al Señor Jesús, quedaron
prendados con Su impresionante elocuencia; no pudieron llevarle pues quedaron
cautivados con Él, y cuando regresaron sin el prisionero, dieron estas
memorables palabras como excusa por no haberle capturado: “¡Jamás hombre alguno
ha hablado como este hombre!”
Haremos dos o tres comentarios a manera de
prefacio para nuestro discurso. Es un signo infalible de una iglesia caída que
sus líderes recurran a la ayuda del brazo secular. El dominio de los escribas y
los fariseos debe de haber sido la debilidad misma, puesto que necesitaban
blandir el garrote del magistrado civil como su único argumento suficiente contra
su antagonista. Con toda seguridad aquella iglesia que ha sido apoyada por las
bayonetas no está lejos de su fin. Pueden estar seguros de que cualquier otra
iglesia que durante mucho tiempo haya recogido sus diezmos y sus ofrendas por manos
de la policía, y por procedimientos legales y embargos, no es tampoco demasiado
fuerte. La iglesia que es incapaz de sostenerse por el poder espiritual se está
muriendo, si es que no está ya muerta. Siempre que pensamos en recurrir al
brazo de la carne para defender a la fe, deberíamos preguntarnos seriamente si
no hemos cometido un error, y si lo que puede ser apoyado por la espada no está
muy lejos del reino del Salvador, del cual dijo: “Mi reino no es de este mundo;
si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían”. Entre más se apoye
un hombre en su bordón más seguro puedes estar de su debilidad. En la proporción
en que las iglesias descansen en los Actos del Parlamento, en el prestigio
humano y en la autoridad legal, en ese preciso grado muestran su debilidad.
¡Solicita la participación del oficial de justicia y habrás invitado
virtualmente al sepulturero! Al respecto es peculiarmente cierto que: “Todos
los que tomen espada, a espada perecerán”. Cuando el sostenimiento de una
iglesia proviene de diezmos obligatorios y de cobros injustos y violentos, en
lugar de ser apoyada más bien es enterrada por el Estado.
En seguida observen que a la larga el poder
espiritual siempre frustrará al poder temporal. Los alguaciles están armados
hasta los dientes y son muy capaces de cumplir con el arresto del predicador.
Él no cuenta con ningún arma para oponérseles. Permanece desarmado en medio del
gentío. Probablemente ninguno de Sus discípulos alzaría un dedo para
defenderle, o si lo hicieran, les ordenaría que volvieran a poner su espada en
su vaina y, sin embargo, los alguaciles no pueden prender a un predicador que
no se resiste. ¿Qué es lo que ata sus manos? Ha llegado a ser un combate entre
cuerpo y mente y prevalece la mente. La lengua elocuente se mide con la espada
de dos filos y sale airosa. Ni miedos ni escrúpulos de conciencia detuvieron a
los alguaciles, pero no pudieron prenderle; se vieron encadenados al lugar
donde estaban, embelesados por el místico poder de Sus palabras. Sus propios
tonos los fascinaban, y el discurso que pronunciaba tan fluidamente los retenía
voluntariamente cautivos.
Siempre ha sido así: lo espiritual ha vencido a
lo físico. Aunque al principio pareciera un conflicto desigual, a la larga el
mayor ha servido al menor. El garrote de Caín puede hacer morder el polvo a
Abel, pero no puede imponerle el silencio; la sangre de Abel clama todavía
desde el suelo. Los mártires pueden ser consignados en prisión y ser
arrastrados de la prisión a la hoguera, al punto que según las apariencias se
cumple la exterminación de los hombres buenos, aunque “aun en sus cenizas viven
sus habituales fuegos”. En la hoguera encuentran una plataforma y un auditorio
ilimitado, y desde sus tumbas clama su enseñanza con una voz más potente que
desde el púlpito. Brotan y se multiplican como semillas sembradas en la tierra.
Otros se levantan para dar igual testimonio y, si fuera necesario, para
sellarlo de igual manera. Así como las poderosas huestes de Faraón no pudieron
combatir con el granizo ni con los rayos que plagaron los campos de Zoán, ni
toda su caballería pudo dispersar las tinieblas que podían palparse, así
también cuando Dios envía con poder Su verdad sobre una tierra, el hacha de
combate y el escudo son vanos en las manos de los oponentes. Nuestras armas de
ataque asignadas no son carnales ni pueden ser resistidas por escudo o
armadura; las cuerdas de nuestros arcos no pueden romperse, ni pierden su filo
nuestras espadas. Pero si el Señor equipa a Sus ministros -como lo hizo en
Pentecostés- con portentosas palabras en lugar de escudos, de lanzas y de espadas,
esas armas de la guerra santa comprobarán ser irresistibles.
Continúa luchando, oh predicador. Predica la
historia de la cruz. Desafía a la oposición y ríete hasta el escarnio de la
persecución, pues, a semejanza de tu Señor y como siervo suyo, ascenderás por
encima de todos tus enemigos, llevarás a tus cautivos y repartirás buenas
dádivas entre los hijos de los hombres.
Noten, además, que Dios puede recibir
testimonios de la majestad de Su Hijo de los lugares más inverosímiles. Yo no
sé quiénes eran esos alguaciles o de dónde fueron reclutados, pero generalmente
las autoridades civiles no emplean a los hombres más refinados e intelectuales
para fungir como alguaciles; estos no requieren mucha delicadeza de espíritu
para ese tipo de trabajo: una mano ruda, un ojo avizor y un espíritu valeroso
son los principales requisitos con los que debe cumplir un alguacil. Para
prender al grandioso Maestro, los sacerdotes y los fariseos seleccionarían
naturalmente a quienes fueran menos tendientes a quedar prendados por Su
enseñanza; y, sin embargo, esos hombres que sin duda tenían hábitos brutales y estaban
entrenados para cumplir las órdenes de su jefe, revelaron que en su interior
tenían la suficiente capacidad mental para sentir el poder de la incomparable
oratoria de Jesucristo. Aquellos que habían sido enviados como enemigos
regresaron para recitar Sus alabanzas y vejar así a Sus adversarios.
Ciertamente el Señor podría hacer que la piedra
clamara desde la pared y que la viga de madera respondiera, si así lo quisiera.
Él puede transformar los instrumentos disponibles para la oposición en abogados
voluntarios de Su justa causa. No sólo puede dirigir hacia el sendero correcto
a un personaje notable, como sucedió en el caso de Saulo de Tarso, sino que
puede levantar a los que se revuelcan y poner un testimonio en sus bocas. Hace
que la ira de los hombres le alabe. Obliga a Sus adversarios a rendirle
homenaje.
Conserven un buen ánimo, entonces, oh ustedes,
soldados de la cruz; no permitan que ningún pensamiento de desaliento se deslice
por sus espíritus; mayor es quien está por nosotros que todos los que se oponen
a nosotros. Él puede glorificar y glorificará a Su Hijo Jesús. Hasta los
demonios reconocerán Su poder omnipotente. Su palabra ha salido y Su juramento
la ha confirmado: “Así ha dicho Jehová el Señor: Vivo yo que verá toda carne la
salvación de Dios”. Dios será glorificado incluso por las lenguas de Sus
enemigos. Enarbolemos nuestros estandartes con esta esperanza.
El texto nos introduce a la elocuencia de
nuestro Señor Jesucristo, y sobre ese tópico procuraremos hablar. Pedimos que
el Espíritu Santo nos dé la capacidad de hacerlo. Habremos de notar primero, sus cualidades peculiares, que justifican
ampliamente el encomio de los alguaciles; en segundo lugar, recuerdos personales de esa elocuencia, atesorados por nosotros; y en tercer
lugar, las anticipaciones proféticas del
tiempo en el que nuestras almas oirán Su voz todavía más claramente, y dirán de
nuevo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
I. Notemos las CUALIDADES PECULIARES de la
elocuencia de nuestro Señor. Así como entre los reyes Él es el Rey de reyes, y
entre los sacerdotes Él es el grandioso Sumo Sacerdote, y entre los profetas Él
es el Mesías, así también es el Príncipe de los predicadores, el Apóstol de nuestra profesión. Los más
excelentes como predicadores son aquellos que más se asemejan a Él, pero
incluso ésos que por ser más semejantes a Él se han vuelto eminentes, se quedan
todavía muy cortos en relación a Su excelencia. “Sus labios” –dice la esposa-
“como lirios que destilan mirra fragante”. Él es varón profeta, poderoso en
obra y en palabra.
Para formarnos una opinión correcta del
ministerio de nuestro Señor, es preciso considerarlo íntegramente y podemos
hacerlo sin apartarnos del texto, pues aunque los alguaciles no oyeron todo lo
que dijo Jesús, no tengo ninguna duda de que muchas de las cualidades que
brillaron a lo largo de Su ministerio fueron evidentes en el mensaje que
predicó en aquella precisa ocasión. Síganme, por tanto, conforme vaya revisando
las principales cualidades de su elocuencia sin par.
El lector más desinteresado de los sermones de
Cristo podría observar que su estilo es singularmente claro y perspicuo, y sin embargo su tema no es de ninguna manera
trivial o superficial. ¿Habló jamás hombre alguno como este hombre, Cristo
Jesús, en materia de llaneza? Los niñitos se congregaban en torno a Él pues
mucho de lo que decía resultaba interesante incluso para ellos. Si hay
eventualmente una palabra difícil en alguno de los sermones de Cristo, fue
porque debió estar allí debido a la imperfección del lenguaje humano, pero
nunca vemos insertada una palabra difícil sólo por el gusto de insertarla,
cuando se pudo haber empleado una palabra más fácil. Nunca vemos a nuestro
Señor, por un propósito de ostentación, remontarse sobre las alas de la
retórica; nunca expresa dichos oscuros para que Sus oyentes descubran que Su
conocimiento es vasto y Su pensamiento es profundo. Él es profundo, y en ese sentido: “¡Jamás hombre alguno ha hablado
como este hombre!” Él descubre los misterios de Dios, trae a la luz los tesoros
de las tinieblas de épocas pasadas que los profetas y los reyes deseaban ver,
pero que no los vieron. Hay en Su enseñanza una profundidad tan inmensa que el
mayor intelecto humano no puede vislumbrarla, pero habla todo el tiempo como el
“santo niño Jesús”, con frases cortas, con palabras claras, en parábolas con
abundantes ilustraciones del tipo más natural: acerca de huevos y de peces y de
velas y fanegas y casas que son arrastradas y monedas perdidas y ovejas
encontradas. Él nunca hace gala de las rancias y enmohecidas metáforas de los
simples retóricos, tales como estas: “arroyuelos ondeantes, verdeantes
praderas, cielos tachonados de estrellas”, y no sé qué otras cosas más. Las
gastadas propiedades de los parlamentos teatrales no van con Él. Su discurso
abunda en las imágenes más veraces y más naturales, y no está nunca construido para
lucirse, sino para dejar muy clara la verdad que fue enviado a revelar: “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!”
La gente común, con sentido común, le oía con
gusto, pues aunque no siempre podían entender el pleno alcance de Su enseñanza,
en la superficie de Su sencillo discurso resplandecían terrones de mineral de
oro muy dignos de ser atesorados. Por esta cualidad, nuestro Salvador permanece
sin rival y es perspicuo y, sin embargo, es profundo.
Su discurso tenía como característica una autoridad inusual. Era un magistral
expositor de dogmas. No se trataba de: “podría ser así”, o “podría
demostrarse”, o “es altamente probable”, sino que se trataba de: “De cierto, de
cierto os digo”. Y, sin embargo, codo a codo con esto había un grado
extraordinario de renuncia personal. El
Maestro hablaba dogmáticamente, pero nunca con una altiva autosuficiencia, a la
manera de los hijos de la soberbia; nunca los importuna con ínfulas de
superioridad ni argumenta una dignidad oficial. No recurría a la ayuda de la
sotana sacerdotal o de algún título imponente. Él era manso como Moisés e igual
que Moisés hablaba la palabra del Señor con absoluta autoridad. Era manso y humilde
de corazón y no se exaltaba jamás ni daba testimonio de Sí mismo porque, como
Él mismo dice, Su testimonio no habría sido verdadero. Empero, era un resuelto
ministro de justicia que hablaba con
poder, porque el Espíritu del Señor le había ungido. Habiendo salido de los
palacios de marfil, recién salido del seno del Padre, habiendo inspeccionado lo
invisible y habiendo oído el oráculo infalible, no habló con aliento entrecortado
ni con irresolución, ni debatía como los escribas y los intérpretes de la ley, ni
habló con argumentos ni razonamientos como los sacerdotes y los fariseos, que
creaban perplejidad y proyectaban tinieblas en las mentes de los hombres. “De
cierto, de cierto os digo”, era Su palabra favorita. Él decía lo que
efectivamente sabía y testificaba de lo que había visto, y exigía ser aceptado
como enviado del Padre. Él no debatía sino que declaraba. Sus sermones no eran
suposiciones sino testimonios. Sin embargo, nunca se engrandece; deja que Sus
obras y Su Padre den testimonio de Él. Afirma la verdad a partir de Su propio
conocimiento positivo y también porque tiene una comisión del Padre para
hacerlo, pero nunca como lo hacen los meros dogmatizadores, que exaltan sus
propios egos como si ellos debieran ser glorificados y no el Dios que envió la
verdad y el Espíritu, por medio del cual es aplicada esa verdad.
Además, en la predicación de nuestro Señor había
una maravillosa combinación de fidelidad
y ternura. Él era en verdad el príncipe de los predicadores fieles. Ni
siquiera Natán, cuando compareció delante del Rey David y dijo: “Tú eres aquel
hombre”, podía ser más fiel a la conciencia humana de lo que fue Cristo.
Seguramente esas cortantes palabras suyas deben de haber resonado como balas de
rifle cuando fueron lanzadas por primera vez contra la respetabilidad de la
época: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!” “¡Ay de vosotros,
intérpretes de la ley!”, y así sucesivamente. No dejó de hablar con franqueza,
ni disimuló la maldad sólo porque estuviera asociada con la grandeza, ni excusó
el pecado porque se vistiera con la santurronería de la religión; no aduló a
los grandes ni alcahueteó al populacho. Jesús censuró en su cara a todas las
clases en lo concerniente a sus pecados. Nunca se le ocurrió tratar de agradar
a los hombres. Buscaba involucrarse en los negocios de Su Padre, y como esos
negocios implicaban a menudo ajustar el juicio a cordel y a nivel la justicia, cumplió
con todo eso.
Tal vez ningún predicador haya usado jamás palabras
más terribles en relación al destino de los impíos como lo hizo nuestro Señor; tendrían
que saquear los registros medievales y aun así no encontrarían descripciones
más atrozmente sugerentes de los tormentos del infierno. Esas terribles
sentencias que brotaron de los labios del Amigo de los pecadores demuestran que
era su amigo en sumo grado como para permitirse adularlos, su amigo en sumo
grado como para dejarlos perecer sin una grave advertencia de su condenación. Y
sin embargo, aunque tronaba como Sus propios Boanerges escogidos, ¡qué Bernabé
era el Salvador! ¡Qué Hijo de Consolación era! ¡Cuán delicadas eran Sus
palabras! No quebró la caña cascada, ni apagó el pábilo que humeaba. Para la
mujer sorprendida en adulterio no tuvo ninguna palabra de condenación; para las
madres de Jerusalén que le llevaban a sus bebés no pronunció ninguna sílaba de
reprensión. Amable, gentil, tierno y amoroso, la palabra que una vez resonó
como la voz de Jehová que quebranta los cedros del Líbano, que desgaja las
encinas, estaba, en otros momentos, modulada a la música, suavizada hasta
convertirse en un suspiro, y solía animar al desconsolado y sanar a los
corazones quebrantados. “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”,
tan fiel y sin embargo, tan tiernamente afectuoso, tan atento al menor bien que
pudiera ver en el hombre, y sin embargo, tan resuelto a atacar a la hipocresía
en dondequiera que Su ojo santo la descubriera.
Observarán en la predicación del Salvador una
notable combinación de celo y prudencia. Él está lleno de ardor; el celo
de la casa de Dios le ha consumido. Nunca predicó un sermón frío o insulso en
toda su vida. Él era una columna de luz y de fuego. Cuando hablaba, Sus
palabras ardían y se abrían paso en las mentes de los hombres en razón del
sagrado entusiasmo con que las decía, pero Su fervor nunca degeneró en fuego
fatuo como el celo del ignorante o de las mentes excesivamente equipadas.
Conocemos a algunos cuyo celo, si fuera mitigado por el conocimiento, sería
útil para la iglesia, pero por estar completamente sin conocimiento se torna
peligroso tanto para ellos como para su causa. El fanatismo puede brotar de un
deseo real de la gloria de Dios; sin embargo, no hay ninguna necesidad de que
el celo degenere en desvaríos. Nunca sucedió así en el caso del Salvador. Su
celo estaba al rojo vivo, pero Su prudencia era serena e inmutable. No temía a
los herodianos, pero, ¡cuán tranquilamente les respondió en esa trampa
concerniente al dinero del tributo! Ellos nunca olvidarían la moneda y la
pregunta: “¿De quién es esta imagen, y la inscripción?” Estaba listo para
enfrentarse a los saduceos en cualquier momento, pero se mantenía en guardia
para que no lo atraparan en Sus palabras. Estaba muy seguro de escapar de sus
redes y de sorprenderlos en su propia astucia. Si le hacían alguna pregunta que
por el momento no tuviera la intención de responder, Él sabía cómo hacerles
otra pregunta que ellos tampoco podrían responder, para enviarlos de regreso a
lo suyo cubiertos de vergüenza.
Es algo grandioso cuando un hombre puede ser
cálido y sabio, cuando está revestido de un temperamento inconmovible que, no
obstante, contiene la fuerza para estimular a otros: siendo él mismo
inconmovible, el hombre de prudencia se convierte en poder para conmover a
otros. Así era el Salvador. Pero no he de permitir que esa última frase mía
pase sin ningún reto –en el sentido más elevado, Él siempre estuvo más
conmovido que el pueblo- pero me refiero en cuanto a temperamento y espíritu Él
no era turbado con facilidad. Tenía autocontrol y era prudente, sabio y, sin
embargo, cuando hablaba, destellaba, quemaba y resplandecía con una sagrada
vehemencia que mostraba que Su alma entera ardía de amor para las almas de los
hombres. El celo y la prudencia se encontraban en Jesús en extraordinarias
proporciones, y “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
De igual manera, todo el que haya leído los
discursos de nuestro Señor y observado Su carácter, habrá percibido que el amor se encontraba entre las
principales características de Su estilo como predicador. Estaba lleno de
ternura, rebosaba simpatía y desbordaba afecto. Aquel llanto por Jerusalén, a
cuyos hijos habría querido reunir, no fue sino un ejemplo de lo que sucedió
muchas veces en Su vida. Su corazón se identificaba con la aflicción siempre
que Sus ojos la contemplaban. No podía tolerar que el pueblo fuera como ovejas
sin un pastor, y realizó muchos actos de benevolencia y dijo muchas palabras de
instrucción, porque los amaba. Pero el discurso de nuestro Salvador no era
nunca afectado ni complejo. No usaba miel rancia en absoluto y no había nada de
eso… –no sé qué palabra usar- de aquella repugnante calidad de empalagoso que
en algunas personas es desagradablemente perceptible. Él estaba muy lejos del
afeminamiento que, en demasiados casos, pasa por amor cristiano. Yo detesto, en
lo más íntimo de mi alma, la conversación de aquellos que llaman a todo mundo:
“querido” esto o “querido” lo otro, tratando con cariño a quienes, tal vez, no
conocieron nunca, y a quienes no les darían ni un centavo aunque lo
necesitaran. Odio ese azúcar de plomo. Ese besuqueo y arrullo espiritual. Allí
donde existe lo mínimo de sustancia de la verdadera caridad, encontramos la
mayor parte del perejil o del hinojo que son utilizados como condimentos. La
botella está vacía y entonces le ponen una etiqueta para que parezca como si
estuviera llena.
¡No, denme un hombre, denme un hombre! Necesito
oír un discurso franco, no una perorata afeminada, ni lloriqueos, ni un lenguaje empalagoso, ni
pretendidos éxtasis de afecto. En nueve de cada diez casos, el mayor
intolerante del mundo es el hombre que predica la liberalidad, y el hombre que
puede odiarte más es aquel que se dirige a ti con las frases más zalameras. No,
que un hombre me ame, pero que sea con el amor de un hombre; que ningún hombre
haga a un lado lo que es masculino, enérgico y dignificado, bajo el concepto de
que se está obrando mejor si se adopta la naturaleza de un molusco o de un
bebé.
No fue así con el Salvador. Él condenaba a este
o a aquel mal sin medir los términos. No andaba pidiendo disculpas, no se
guardaba de las expresiones, no recurría a la adulación ni usaba palabras
blandas. Aquellos que son sacudidos por el viento y afectan frases lisonjeras,
están en los palacios de los reyes; pero Él, el predicador del pueblo, uno
elegido de entre el pueblo, moraba entre los muchos, un hombre entre los hombres.
Él era por completo viril. El amor abundaba en Él, un amor insuperado, pero
también moraba la virilidad del tipo más noble. Muy por encima de las artes
rastreras de los oradores profesionales y de los argumentos superficiales de
los sofistas, Su enseñanza esparcía la verdad con valerosa fidelidad y generoso
afecto. Él mantenía Su propia posición, pero no hollaba a nadie. No se
comprometía con nadie, pero estaba dispuesto a bendecir a todo hombre. Su amor
no era ninguna imitación ni tampoco filigrana, sino más bien un sólido lingote
de oro de Ofir. Nadie más ha encontrado el punto medio en este asunto, y por
tanto, “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Una característica memorable de la predicación
de nuestro Señor es Su notable
combinación de las excelencias que son encontradas separadamente en Sus
siervos. Ustedes conocen, tal vez, a un predicador que es admirable cuando
predica a la mente, que puede explicar y exponer muy lógicamente y muy claramente,
y sienten que han sido instruidos siempre que lo han escuchado; pero la luz,
aunque clara, es fría como luz de luna y cuando te retiras, sientes que sabes
más, y sin embargo, no eres nada mejor por lo que sabes. Sería bueno que
aquellos que iluminan la mente tan magistralmente recordaran que el hombre también
tiene un corazón.
Por otro lado, conocemos a otros cuyo ministerio
íntegro está dirigido a las pasiones y a las emociones; durante sus sermones
derramas cualquier cantidad de lágrimas y pasas a través de un horno de
sensaciones, pero en cuanto a lo que queda que está calculado para beneficiarte
permanentemente, sería difícil descubrirlo; cuando el sermón ha terminado, la
lluvia y la luz del sol han partido por igual, el hermoso arcoíris ha
desaparecido de la vista y, ¿qué queda? Sería bueno que aquellos que hablan
siempre al corazón recordaran que los hombres tienen también una cabeza.
Ahora, el Salvador era un predicador cuya cabeza
estaba en Su corazón, y cuyo corazón estaba en Su cabeza. Nunca se dirigía a
las emociones excepto por motivos justificados para la razón, ni tampoco
instruía la mente sin influenciar al mismo tiempo el corazón y la conciencia.
El poder de nuestro Salvador como conferencista era integral. Él despertaba la
conciencia y, ¿quién más que Él? Con una simple frase condenaba a quienes
venían para tentarle de tal manera que, comenzando por el mayor y terminando por
el menor, todos salían avergonzados. Pero Él no era un simple abridor de heridas,
un cortador y un matador; Él era igualmente grande en las artes de la santa
consolación. Con entonaciones de una incomparable música podía decir: “Vete;
tus muchos pecados te son perdonados”. Él sabía cómo consolar a un amigo que
lloraba y también cómo confrontar a un enemigo que amenazaba. Su superioridad
era sentida por todo tipo de hombres. Su artillería tenía un alcance integral.
Su mente respondía según cada emergencia; en algunos casos era como la espada
del querubín a las puertas del Edén para impedir la entrada del mal, mientras
que en otros casos se revolvía por todos lados para mantener abiertas las
puertas de la vida para aquellos que anhelaran vehementemente entrar allí.
Hermanos míos, he abordado un tema que es
ilimitado; yo simplemente toco el borde de las vestiduras de mi Maestro; en
cuanto a Él mismo, si quisieran saber cómo hablaba, deben oírle. Uno de los
personajes antiguos solía decir que habría deseado ver a Roma en todo su
esplendor, estar con Pablo en todas sus labores y oír a Cristo cuando predicaba.
Ciertamente valdría mundos enteros poder captar aunque fuera una sola vez, el
sonido de esa voz serena que llegaba hasta el alma, contemplar una sola vez la
mirada de esos ojos sin par cuando penetraban a través del corazón, y ese
semblante celestial cuando resplandecía de amor.
Sin embargo, Su elocuencia tenía esto como principal
característica: que concernía a las mayores verdades que jamás fueran manifestadas
a los hombres. Trajo la luz y la inmortalidad para alumbrar, aclaró lo que
había sido dudoso, resolvió lo que había sido misterioso, declaró lo
relacionado con la gracia, con lo que salva al alma y glorifica a Dios. Ningún
predicador estuvo jamás tan lleno de un mensaje tan divino como Cristo.
Nosotros, que traemos las mismas buenas nuevas, traemos noticias de segunda
mano, y sólo parciales; pero Él salió del seno del Padre con toda la verdad y,
por tanto, “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
II. En segundo lugar, trataremos de despertar en los
santos algunos RECUERDOS PERSONALES de la elocuencia del Salvador.
Acompáñenme con sus recuerdos, miembros del
pueblo de Dios. ¿Recuerdan cuando le oyeron
hablar por primera vez? No hablaremos de palabras que rasgan el aire, sino de
aquellas palabras con espíritu que estremecen el corazón y mueven el alma.
Síganme, entonces, y traigan a su más preciada memoria Sus palabras de compasión, de las cuales realmente puedo decir:
“¡Jamás hombre alguno me ha hablado
como este hombre!” Fue en la tenue alborada de mi vida espiritual, antes de que
hubiese luz, antes de que el sol hubiese salido plenamente; sentí mi pecado, me
dolí bajo su peso, perdí la esperanza, estaba a punto de perecer, y entonces Él vino a mí. Recuerdo muy bien unos
acentos que escasamente podía entender entonces, y que, sin embargo, animaron
mi espíritu. Resonaban de manera semejante a estos: “Venid a mí todos los que
estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”; “al que a mí viene, no
le echo fuera”. Tenues y dulces eran los tonos y trémulos con una suave
ansiedad. Provenían como de alguien que se había desangrado y que había muerto.
¿Recuerdas cuando tú también los oíste? No me refiero a cuando los oíste desde
el púlpito, del ministro, sino en tu corazón, desde Getsemaní, desde la cruz y
el trono. Fue muy dulce saber que Jesús tenía compasión de ti. Tú no eras salvo
y temías que nunca lo serías, pues el mar se agitó y se volvió tempestuoso,
pero Él dijo: “Yo soy; no temáis”. Tú comenzaste a percibir que había
misericordia y que podías obtenerla, que un tierno corazón latía
por ti y un brazo fuerte estaba listo para ayudarte. Ya no podías lamentarte
diciendo: “No hay quien cuide de mi vida”, pues percibiste que había un Salvador,
y uno grandioso por cierto. Eran dulces los sonidos que de vez en cuando se
oían por encima del tumultuoso abismo que llamaba a otro abismo a la voz de las cascadas de Dios. Nadie más
habló jamás como Él lo hizo.
¿Recuerdas cómo en aquellos días oíste Su voz
con palabras de persuasión? Habías
oído con frecuencia las invitaciones del Evangelio como llamadas del hombre,
pero entonces vinieron a ti como la voz de Dios oída en el silencio de tu
corazón, diciendo: “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué
moriréis, oh casa de Israel?” “Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si
vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos”.
¿Recuerdas cómo se siguieron la una a la otra, cada palabra adecuándose a tu condición
particular, y acumulando además poder sobre tu mente? ¿No pensaste que Jesús
parecía decirte con frecuencia: “Cede ahora, pobre pecador, depón tus armas de
rebelión; no destruyas a tu propia alma? Mírame a Mí y sé salvo; pues Yo te he
amado y he hecho expiación por tu pecado”. Esas eran unas súplicas maravillosas
que por fin ganaron tu corazón con la fuerza del amor. Tú te fatigabas mucho
para resistir esas persuasiones, y las resististe en efecto por un tiempo y
como la esposa del Cantar, permitiste que el amante de tu alma esperara afuera
de tu puerta y dijera: “Ábreme, porque mi cabeza está llena de rocío, mis
cabellos de las gotas de la noche”. Sin embargo, te diste cuenta de que era
difícil resistirle, pues las persuasiones de Su amor eran muy fuertes para
contigo cuando te atraía con cuerdas de amor, con lazos de hombre, hasta que no
pudiste resistir más.
Amados, ustedes seguramente recuerdan cuando las
palabras de persuasión fueron seguidas pronto por ¡palabras de poder! “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este
hombre!”, cuando dijo a mi alma entenebrecida: “Sea la luz”. Recuerdo muy bien la
admonición: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz. Despiértate, tú
que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo”. ¿Recuerdas
cuando pasó junto a ti y te vio embadurnado en tu sangre y te dijo: “¡Vive!”; y
extendió el manto del pacto de amor sobre ti, y te lavó, y te limpió, y te
colocó en Su pecho y te hizo suyo para siempre? “¡Jamás hombre alguno ha
hablado como este hombre!” ¿Recuerdas cuando hizo que todas tus tinieblas y tu
aflicción se disiparan en un instante al decirte: “Yo soy tu salvación”? ¿Has
olvidado esa palabra de perdón? Yo no
puedo olvidarla nunca aunque viviera más años que Matusalén; permanecerá fresca
en mi memoria, pues la palabra vino con poder cuando miré a la cruz y escuché
las palabras absolutorias: “Tus pecados te son perdonados”. “¡Jamás hombre
alguno ha hablado como este hombre!” Ningún sacerdote podría otorgar descanso a
una conciencia despierta, ni nadie más, salvo el grandioso Sumo Sacerdote,
Jesús, Melquisedec, el perdonador del pecador. No hay palabras de esperanza ni
pensamientos de consolación que pudieran generar tal paz dentro del espíritu
como las que proporciona la sangre de Jesús cuando habla dentro del corazón
mucho mejores cosas que la sangre de Abel. Nos reconcilia con nuestro Dios y
así nos proporciona perfecta paz.
Desde que oímos por primera vez Su voz
perdonadora, le hemos oído hablar muchas veces con palabras que provienen de un
Rey y hemos dicho: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” ¡Cuán
dulce ha sido estar sentado en la asamblea de los santos cuando el Evangelio
fue en verdad Su palabra para
nuestras almas! ¡Oh, la médula y la grosura, el banquete de manjares
suculentos, de gruesos tuétanos con los que nos hemos alimentado, cuando el Rey
está sentado a la mesa! Cuando nuestro Amado pronuncia Su palabra de promesa, ¡cómo ha revivido nuestro espíritu decaído!
Llegó como rocío sobre la tierna hierba. Tocó nuestro labio como un carbón
tomado del altar. Nos dio salud, consolación, gozo. Amados, ¿no pueden volver
su mirada al pasado, a las muchas ocasiones en las que no tenían alimento para
su alma excepto la promesa, cuando su alma no conocía otra música sino la
palabra de Su amor? Bendito Maestro, háblame de esta manera por siempre.
“Cada momento
aparta de la tierra
Mi corazón,
que humildemente espera Tu llamado;
Habla a lo
íntimo de mi alma, y di:
‘¡Yo soy tu
Amor, tu Dios, tu Todo!’
Sentir Tu
poder, oír Tu voz,
Probar Tu amor,
sé Tú toda mi elección.”
Y cuando has gozado de Su presencia en tu
soledad, cuando has tenido comunión con Él, y Él te ha revelado Su antiguo,
inmutable, infinito e ilimitado amor, ¿no has valorado Sus palabras muy por
encima de los gozos más preciosos de la tierra? Cuando has confesado tus
pecados con un dolor penitente y Él te ha devuelto la palabra de la completa
remisión de tus pecados; cuando has revelado tu aflicción y has recibido la
seguridad de Su tierna simpatía; cuando has puesto al desnudo tu debilidad y
has recibido la palabra que da fuerzas, ¿no has estado preparado para retar a
todo el cielo a que se compare con Él, y exclamaste: “¡Jamás hombre alguno ha
hablado como este hombre!”?
Para aquellos que son incrédulos y para aquellos
profesantes que viven distanciados de Cristo, esto va a sonarles como mera
fantasía, pero créanme que no lo es. Si hay algo real bajo los cielos, es la
comunión que Cristo tiene con Su pueblo por Su Espíritu. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su
Hijo Jesucristo”. Oímos Su voz, aunque no con estos oídos, y la oímos de tal
manera que la reconocemos -como una oveja discierne la voz de su pastor y no
sigue al extraño- y no conocemos la voz de los extraños. Con los oídos abiertos
por el Espíritu, podemos decir a esta hora: “Yo duermo, pero mi corazón vela;
es la voz de mi amado, mi alma se derrite mientras Él habla”.
Ahora, mis queridos amigos, hay algunas palabras
de nuestro Salvador, habladas hace mucho tiempo, que, desde que le hemos
conocido han sido tan vivificadas por Su presencia que las contamos a partir
ahora entre los recuerdos personales. Aquellas palabras: “Con amor eterno te he
amado”, es cierto que están escritas en la Biblia y que son una declaración
muy, muy antigua, pero yo podría decir y lo mismo podrían decir muchos de
ustedes, que han sido una declaración nueva para nosotros. Por medio de la fe,
hemos sido habilitados para oírla como dicha para nosotros, y el Espíritu del bendito Dios la ha grabado de tal
manera en nuestros corazones que es como si Cristo no las hubiese dicho nunca
antes, sino que las expresó para nosotros personalmente. Sí, “Con amor eterno te he amado”.
Hay muchas personas aquí presentes que le han
oído decir: “Te escogí, y no te deseché”. El Espíritu de Dios ha hecho que
muchas frases antiguas sean una declaración del Jesús viviente para nosotros.
En relación a esas palabras Suyas cuando dijo: “He aquí, vengo; en el rollo del
libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado”, podemos
decir que nuestra fe ha estado junto al pesebre de Belén y que hemos visto el
cuerpo preparado para Él y a Él mismo llevando la forma de un siervo. Su venida
para buscar y salvar lo que se había perdido se ha convertido en una venida
personal para nosotros, y nos hemos regocijado en ella en grado sumo. La voz
que vino antiguamente procedente del mar, cuando dijo: “Yo soy; no temáis”, ¿no
ha sido una voz para ti? Y la voz desde Jerusalén: “Cuántas veces quise
juntarte”, ¿no se ha lamentado nunca por los que perecen en torno a ti? La voz
desde Betania: “Yo soy la resurrección y la vida”, ¿no ha sido oída nunca en el
entierro de tu hermano? La voz desde la mesa cuando lavó los pies de Sus
discípulos, y pidió que se levaran los pies los unos a los otros, ¿no te ha
conducido al humilde servicio de los hermanos? ¿No hemos oído una y otra vez el
clamor de Getsemaní: “No sea como yo quiero, sino como tú”? No puedo
convencerme de que no escuché realmente al Redentor decir eso; de cualquier
modo me he alegrado cuando, en el espíritu de resignación, su eco ha sido
escuchado en mi propio espíritu. ¿Acaso no le oigo en este preciso día, aunque
lo dijo ya hace mucho tiempo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen”? Su intercesión por mi alma culpable, ¿qué es sino la continuación de
esa gentil oración? Y con seguridad esa última frase concluyente: “¡Consumado
es!”, “Consummatum est”, mis oídos
pudieran no haberla oído, pero mi alma la oye ahora y se alegra al repetir esa
palabra. ¿Quién es el que me acusará ya que Cristo ha consumado mi liberación
de la muerte, del infierno, y del pecado, y ha traído una perfecta justicia
para mí? Sí, estas antiguas declaraciones de Cristo, oídas hace muchos años,
las hemos oído en espíritu, y después de oírlas a todas ellas nuestro testimonio
es: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Nadie, en su mejor condición,
puede compararse a Él; Sus ministros no pueden rivalizar con Él, no hacen sino
servir de eco a Sus declaraciones.
III. Para concluir voy a mencionar ciertas
ANTICIPACIONES PROFÉTICAS que se alojan en nuestras almas con relación a esa
elocuencia en el futuro.
Hermanos, ustedes han oído la voz de Jesús, y
esperan oírla. En tanto que vivan han de hablar por Jesús, pero la esperanza por
Su reino no está basada en el discurso de ustedes sino en Su voz. Él puede hablar al corazón, Él puede hacer que la verdad
que ustedes sólo declaran al oído, penetre en la mente. Esperamos que nuestro
exaltado Señor hable en breve con una voz más fuerte que en el pasado. El carro
del Evangelio se rezaga un poco y todavía no ha salido venciendo, y para
vencer, pero Él todavía se ceñirá Su espada sobre Su muslo, y Su voz será oída
guiando a Sus huestes a la batalla. Basta que Cristo diga la palabra, y la
compañía de aquellos que la publicarán será sumamente grande; basta que envíe
la palabra de Su poder desde Sion, y miles nacerán en aquel día, sí, naciones
nacerán de inmediato. Los elegidos de Dios que hoy son aparentemente sólo unos
cuantos, saldrán de sus escondites, y Cristo verá el fruto de la aflicción de
Su alma, y quedará satisfecho.
No obstante la creencia pesimista de algunos, de
que el mundo llegará a un fin con un Dios derrotado y con sólo unos cuantos que
son salvados, yo, empero, estoy seguro de la Escritura que garantiza esperanzas
más luminosas. Un día “la tierra será llena del conocimiento de la gloria de
Jehová”. “Se manifestará la gloria de Jehová, y toda carne juntamente la verá”,
esto sabemos pues el Señor lo ha dicho. En todas las cosas Cristo ha de tener
la preeminencia, y, por tanto, en el asunto de la salvación de las almas Él
tendrá la preeminencia sobre Satanás y las almas que se pierden.
¡Oh, anhelamos una hora de esa voz del Señor que
está llena de majestad, esa voz que quebranta los cedros del Líbano y los hace
saltar como becerros, al Líbano y al Sirión como hijos de búfalos! ¿Cuándo hará
temblar la voz del Señor el desierto de Cades y desnudará los bosques? Todavía
será oída, y en Su templo todos hablarán de Su gloria. Jehová preside en el
diluvio, y se sienta Jehová como rey para siempre.
Entonces, tengan esperanza. Sus anticipaciones
han de ser de tiempos más relucientes, pues Él hablará –Él que sacude a los
cielos y a la tierra cuando le place- y cuando hable ustedes dirán: “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Nosotros esperamos personalmente, si Jesús no
viniera antes de que partamos, oírle hablarnos dulcemente en la hora de nuestra
muerte. Hablemos de esto solemne y suavemente, pues pongámoslo a la luz que lo
pongamos, es un acto terrible morir; pero cuando estemos agonizando, y los
sonidos de la tierra estén excluidos del aposento solitario, y la voz del
afecto esté ahogada en sollozos de lamentación, entonces Jesús vendrá y hará
nuestra cama, y hablará como no habló nadie jamás, diciendo: “No temas, porque
yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios; cuando pases por las
aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán”. Los cristianos
moribundos, por los cánticos que han elevado y por el gozo que ha resplandecido
en sus ojos, han demostrado que la voz de Jesús es tal que “¡Jamás hombre
alguno ha hablado como este hombre!”
Oh amados, ¿qué será esa voz para nuestros
espíritus incorpóreos cuando nuestras almas dejen esta arcilla, y vuelen por
sendas desconocidas para ver al Salvador? No sé con qué palabras de bienvenida
se dirigirá a nosotros entonces. Podría reservar Sus expresiones más escogidas
para el día de Su aparición, pero no nos llevará a Su seno sin una palabra de
amor, ni nos recibirá en nuestros tranquilos lugares de descanso sin un
recibimiento cordial. Qué será ver Su rostro, oír Su voz en el cielo. Entonces
sabremos que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Y entonces, cuando el tiempo ordenado desde
tiempos antiguos sea cumplido, cuando llegue el día en que los muertos oirán la
voz de Dios, cuando la Resurrección y la Vida hable con tonos de trompeta, y
los justos sean levantados de sus tumbas, ¡oh!, entonces se verá, cuando todos
obedezcan la palabra vivificadora, que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como
este hombre!” Aquel que habla la palabra de la resurrección es hombre tanto
como Dios. “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un
hombre la resurrección de los muertos”. Y entonces cuando ustedes y yo estemos
a Su diestra, cuando el cuerpo y el alma reunidos reciban la recompensa final,
y Él diga en tonos inimitables: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo”, no necesitaremos decir:
“¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Cuando entremos con Él en el reposo eterno,
cuando Él entregue el reino de miediación a Dios, el
Padre, y Dios sea todo en todo, nosotros, en la visión retrospectiva de todo lo
que dijo en la tierra y dijo en el cielo, nosotros, oyendo constantemente la
voz de Aquel que llevará Su sacerdocio perpetuamente y parecerá todavía como un
cordero que ha sido inmolado, daremos entonces pleno testimonio de que “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Fíjense bien, mis oyentes, que cada una de las
almas de ustedes tendrá que unirse a esa confesión. Pueden vivir como enemigos
de Cristo, y pueden morir como extraños para con Él, pero serán conducidos a
sentir que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Si hoy no reconocieran
que Su misericordia para con ustedes es ilimitada, que Su condescendencia al
invitarlos a venir hoy a Él es digna de una admiración amorosa, si no quieren
someterse, sino que cierran sus oídos a la invitación de Su misericordia cuando
dice: “Venid a mí y yo os haré descansar”, al final será extraído de ustedes un
asentimiento involuntario. Cuando Él diga: “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno preparado para el diablo y sus ángeles”, el trueno de esa palabra los
atormentará de tal manera, el terror de Su declaración los sacudirá de tal
manera y los disolverá tan completamente que ustedes, asombrándose todo el
tiempo de que haya sido un hombre quien pudo hablar así, sentirán que “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Algunas veces han censurado al predicador por
hablar demasiado severamente, pero entonces sabrán que no fue lo
suficientemente severo; algunas veces se han sorprendido de que el ministro les
proporcionara tan terribles descripciones de la ira venidera, y pensaron que fue
demasiado lejos, pero cuando se abra ampliamente la boca del abismo y las
llamas devoradoras se alcen para devorarlos obedeciendo a la palabra del
crucificado Salvador que una vez fue inmolado, entonces dirán, por terror y por
ira, por horror sobrecogedor: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este
hombre!” Los labios que dijeron: “Venid a mí, los que estáis cansados”, dirán
“Apartaos de mí, malditos”, en tonos que nadie, salvo esos labios, podrían
pronunciar. Una vez que el amor se enoja se convierte en ira, intensa y
terrible. ¡El aceite es suave, pero cuán fieramente arde! Tengan cuidado de que
el furor de Jehová no se encienda sobre ustedes, pues quemará incluso hasta el
más bajo infierno. El Cordero de Dios es como un león para quienes rechazan Su
amor. No lo provoquen más. Que el Espíritu Santo los conduzca al
arrepentimiento. Que Dios conceda que en un sentido mucho más feliz que este
último, aprendan a decir: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”,
pero, de una forma o de otra, toda alma aquí presente y toda alma nacida de
mujer, reconocerá que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”
Yo los encomiendo a Dios. Hasta pronto.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
Salmo 45.
Nota del
traductor:
El señor Spurgeon dice: “clear and perspicuous”, “claro y perspicuo”.
Perspicuo: claro, transparente y terso. En
sentido figurado, dícese de la persona que se explica con claridad, y del mismo
estilo inteligible.
Traductor: Allan Román
1/Octubre/2009
www.spurgeon.com.mx