El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Primera Palabra desde la Cruz
NO. 897
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 24 DE OCTUBRE DE 1869
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Y Jesús
decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lucas 23: 34.
Nuestro Señor estaba soportando en aquel momento
los primeros dolores de la crucifixión; los verdugos acababan de meter entonces
los clavos en Sus manos y pies. Además, Él debe de haber estado grandemente deprimido
y reducido a una condición de extrema debilidad por la agonía de la noche en
Getsemaní, y por los azotes y las crueles burlas que había soportado de Caifás,
de Pilato, de Herodes y de los guardias pretorianos a lo largo de toda aquella
mañana. Sin embargo, ni la debilidad del pasado ni el dolor del presente
impidieron que continuara en oración. El Cordero de Dios guardaba silencio con
los hombres mas no con Dios. Enmudeció como oveja
delante de Sus trasquiladores, y no tenía ni una palabra que decir en defensa
propia ante hombre alguno, pero continúa clamando a Su Padre en Su corazón, y
ni el dolor ni la debilidad pueden acallar Sus santas suplicaciones.
Amados, ¡qué gran ejemplo nos presenta nuestro
Señor en este punto! Hemos de continuar en oración en tanto que nuestro corazón
palpite; ningún exceso de sufrimiento debe apartarnos del trono de la gracia,
sino que más bien debe acercarnos a él.
“Los
cristianos han de orar en tanto vivan,
Pues sólo
cuando oran, viven”.
Dejar de orar es renunciar a las consolaciones
que nuestro caso requiere.
En todas las perturbaciones del espíritu y
opresiones del corazón, grandioso Dios, ayúdanos a seguir orando, y que
nuestras pisadas no se alejen nunca del propiciatorio, llevadas por la
desesperación.
Nuestro bendito Redentor perseveró en oración
aun cuando el hierro cruel desgarraba Sus nervios sensibles y los repetidos
golpes del martillo hacían trepidar todo Su cuerpo con angustia; y esta
perseverancia se explica por el hecho de que tenía un hábito tan acendrado de
orar que no podía dejar de hacerlo; Él había adquirido una poderosa velocidad
de intercesión que le impedía detenerse. Esas largas noches en la fría ladera
del monte, los muchos días que había pasado en soledad, esas perpetuas
jaculatorias que solía elevar al cielo, todas esas cosas habían desarrollado en
Él un hábito tan arraigado que ni siquiera los más severos tormentos podían
detener su fuerza.
Sin embargo, era algo más que un hábito. Nuestro
Señor fue bautizado en el espíritu de oración; vivía en ese espíritu y ese
espíritu vivía en Él; había llegado a ser un elemento de Su naturaleza. Él era
como esa preciosa especia que al ser machacada no cesa de exhalar su perfume y
que más bien lo produce con mucha mayor abundancia debido a los golpes del mazo,
ya que su fragancia no es una cualidad externa y superficial sino un virtud interior
esencial a su naturaleza, que es extraída por los golpeteos sobre el mortero
que hacen que revele su alma secreta de dulzura.
Como produce su aroma un manojo de mirra o como cantan los pájaros porque no pueden
hacer otra cosa, así también ora Jesús. La oración cubría Su propia alma como
si fuera un manto, y Su corazón salía vestido de esa manera. Yo repito que este
debe ser nuestro ejemplo y no debemos cesar de orar nunca, bajo ninguna
circunstancia, por grande que sea la severidad de la tribulación o por
deprimente que sea la dificultad.
Además, observen en la oración que estamos
considerando que nuestro Señor permanece en el vigor de la fe en cuanto a Su condición
de Hijo. La extrema prueba a la que se sometía ahora no podía impedir que se
aferrara firmemente a Su condición de Hijo. Su oración comienza así: “Padre”.
No fue algo desprovisto de significado que nos enseñara a decir cuando oramos:
“Padre nuestro”, pues nuestro predominio en la oración dependerá en mucho de
nuestra confianza en nuestra relación con Dios. Bajo el peso de grandes
pérdidas y cruces, uno es propenso a pensar que Dios no está tratando con
nosotros como un padre con su hijo, sino más bien como un juez severo con un
criminal condenado; pero el clamor de Cristo, cuando es conducido al extremo
que nosotros nunca experimentaremos, no delata ninguna vacilación en el
espíritu de Su condición de hijo.
Cuando el sudor sangriento caía raudamente sobre
el suelo en Getsemaní, Su clamor más amargo comenzó así: “Padre mío”, pidiendo que si fuera posible, la copa de hiel pasara
de Él; argumentaba con el Padre como Su Padre, tal como le llamó una y otra vez
en aquella oscura y doliente noche. Aquí dice otra vez, en ésta, la primera de
las siete palabras pronunciadas cuando expiraba: “Padre”.
¡Oh, que el Espíritu que nos hace clamar: “Abba,
Padre”, no deje nunca Sus operaciones! Que nunca seamos conducidos a la
servidumbre espiritual por la sugerencia: “si eres Hijo de Dios”; o si el
tentador nos asedia, que podamos triunfar como lo hizo Jesús en el páramo
hambriento. Que el Espíritu que clama: “¡Abba, Padre!”, repela cada miedo
incrédulo. Cuando somos disciplinados, como hemos de serlo (porque ¿qué hijo es
aquel a quien el padre no disciplina?), que podamos estar en una amorosa
sujeción al Padre de nuestros espíritus, y vivir, pero que nunca nos volvamos
cautivos del espíritu de servidumbre como para dudar del amor de nuestro
clemente Padre, o de nuestra porción en Su adopción.
Más notable, empero, es el hecho de que la
oración de nuestro Señor a Su Padre no pedía algo para Sí mismo. Es cierto que
en la cruz continuó orando por Sí mismo, y que Su palabra de lamento: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, muestra la personalidad de Su
oración; pero la primera de las siete grandiosas palabras pronunciadas desde la
cruz no tiene ni siquiera una escasa referencia indirecta a Sí mismo. Dice:
“Padre, perdónalos”. La petición es
enteramente para otros, y aunque hay una alusión a las crueldades que estaban
aplicándole es, sin embargo, remota; y ustedes observarán que no dice: “Yo los
perdono” –eso se da por sentado-; pareciera perder de vista el hecho de que le
estaban haciendo daño; en Su mente está el mal que le estaban haciendo al Padre,
el insulto que estaban lanzando al Padre en la persona del Hijo; no piensa en
Sí mismo para nada. El clamor: “Padre, perdónales”, es completamente desinteresado.
Él propio es, en la oración, como si no fuera; tan completa es su
autoaniquilación que pierde de vista Su persona y Sus aflicciones.
Hermanos míos, si hubiera habido un tiempo en la
vida del Hijo del hombre cuando pudo haber confinado rígidamente Su oración
para Sí mismo, sin merecer ninguna crítica por hacerlo, seguramente habría sido
cuando estaban comenzando Sus angustias de muerte. Si un hombre fuera sujetado
en la hoguera o clavado en una cruz, no podría asombrarnos si su primera
oración, e incluso su última, y todas sus oraciones fueran peticiones personales
de apoyo bajo una tribulación tan ardua.
Pero vean, el Señor Jesús comenzó Su oración
pidiendo por otros. ¿No ven qué grandioso corazón es revelado aquí? ¡Qué alma
de compasión había en el Crucificado! ¡Cuán semejante a Dios, cuán divino! ¿Hubo
alguien jamás antes que Él, que, aun en los propios dolores de muerte,
ofreciera como su primera oración una intercesión por otros? Ese mismo espíritu
de abnegación debe estar en ustedes también, hermanos míos. Que nadie mire por
sus propias cosas, antes bien, todo hombre debe mirar por las cosas de los
demás. Amen a sus semejantes como a ustedes mismos, y como Cristo ha puesto
ante ustedes este excelente modelo de abnegación, procuren seguirle pisando
sobre Sus pasos.
Sin embargo, hay una joya suprema en esta
diadema de glorioso amor. El Sol de Justicia se oculta en el Calvario en un
portentoso esplendor; pero en medio de los brillantes colores que glorifican Su
partida, hay uno en particular: la oración no era sólo por otros, sino que
pedía por Sus más crueles enemigos. Sus enemigos, dije, pero hay que considerar
algo más. No era una oración por enemigos que le habían hecho un mal años
antes, sino que era por quienes estaban allí asesinándole en ese momento. No a
sangre fría oró el Salvador, después de haber olvidado el daño y de poder
perdonarlo más fácilmente, sino que oraba mientras las primeras gotas rojas de
sangre manchaban las manos que metían los clavos, cuando el martillo estaba
todavía salpicado de coágulos de color carmesí, Su boca bendita pronunciaba la
fresca oración cálida: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Digo que esa oración no estaba limitada a Sus
verdugos inmediatos. Yo creo que era una oración de gran alcance que incluía a
los escribas y a los fariseos, a Pilato y a Herodes, a los judíos y a los
gentiles, sí, a toda la raza humana en un cierto sentido, pues todos estábamos
involucrados en ese asesinato; pero ciertamente las personas inmediatas, sobre
quienes fue pronunciada esa oración como precioso perfume de nardo, eran aquellas
que estaban allí en aquel momento cometiendo el acto brutal de clavarlo en el
madero maldito.
¡Cuán sublime es esta oración cuando es
considerada bajo esa luz! Es única y está sobre un monte de gloria solitaria.
Ninguna otra oración como esa había sido musitada antes. Es cierto que Abraham,
y Moisés y los profetas habían orado por los malvados; pero no por hombres
perversos que habían perforado sus manos y pies. Es cierto que los cristianos
han ofrecido esa misma oración desde aquel día, tal como Esteban clamó: “No les
tomes en cuenta este pecado”; y las últimas palabras de muchos mártires en la
hoguera han sido palabras de piadosa intercesión por sus perseguidores; pero
ustedes saben dónde aprendieron esto. Mas déjenme preguntarles: ¿dónde lo
aprendió Él? ¿No fue Jesús el
original divino? Él no lo aprendió en ninguna parte; brotó de Su propia
naturaleza semejante a Dios. Una compasión peculiar hacia Sí mismo dictó la
originalidad de esta oración; la íntima realeza de Su amor le sugirió una intercesión
tan memorable que puede servirnos de modelo, pero de la cual no existía ningún
modelo anteriormente. Pienso que sería mejor que me arrodillara en este momento
delante de la cruz de mi Señor en vez de estar parado en este púlpito
dirigiéndome a ustedes. Quiero adorarle, quiero venerarle en el corazón por esa
oración; aunque no conociera nada más excepto esta oración, debo adorarle, pues
esa súplica sin par pidiendo misericordia me convence de la deidad de quien la
ofreció, de manera sumamente contundente, y llena mi corazón de reverente
afecto.
De esta manera les he presentado la primera
oración vocal de nuestro Señor en la cruz. Ahora, con la ayuda del Espíritu
Santo de Dios, voy a darle una aplicación. Primero, la veremos como una oración
ilustrativa de la intercesión de nuestro
Salvador; en segundo lugar, consideraremos el texto como instructivo para la obra de la iglesia; en
tercer lugar, la consideraremos como sugestiva
para los inconversos.
I. Primero, mis queridos hermanos, veamos este texto
tan maravilloso como ILUSTRATIVO DE LA INTERCESIÓN DE NUESTRO SEÑOR.
Él oró entonces por Sus enemigos, y sigue orando
por Sus enemigos ahora; el pasado en la cruz fue la señal del presente en el
trono. Está ahora en un lugar más encumbrado y en una condición más noble, pero
Su ocupación es la misma; Él continúa todavía delante del trono eterno
presentando súplicas a favor de los hombres culpables, clamando: “Padre,
perdónalos”. Toda Su intercesión es, en una medida, como la intercesión en el
Calvario, y las palabras del Calvario pueden ayudarnos a adivinar el carácter
de toda Su intercesión en lo alto.
El primer punto en que podemos ver el carácter
de Su intercesión es éste: que es sumamente
misericorde. Aquellos por quienes nuestro Señor oró, de acuerdo al texto,
no merecían Su oración. No habían hecho nada que pudiera motivar en Él una
bendición como recompensa por sus esfuerzos en Su servicio; por el contrario,
eran personas sumamente indignas que habían conspirado para sentenciarlo a
muerte. Lo habían crucificado, y lo habían hecho injustificable y malignamente;
estaban incluso quitándole en aquel momento Su vida inocente. Sus clientes eran
personas que, muy lejos de ser meritorias, eran completamente indignas de un
solo buen deseo del corazón del Salvador. Ellos ciertamente nunca le pidieron
que orara por ellos; el último pensamiento de su mente era decirle: “¡Intercede
por nosotros, moribundo Rey! ¡Ofrece peticiones a favor nuestro, Hijo de Dios!”
Me aventuraría a creer que la propia oración, cuando fue escuchada por ellos,
fue ignorada o pasada por alto con despreciativa indiferencia, o tal vez fuera
tomada como un tema de burla. Admito que pareciera demasiado severo para con la
humanidad suponer que sea posible que semejante oración pudiera haber sido tema
de risas burlonas, y, sin embargo, hubo otras cosas implementadas en torno a la
cruz que fueron igualmente brutales, y entonces puedo imaginar que esto pudo
haber sucedido también.
Sin embargo nuestro Salvador oró por personas que
no merecían la oración, y, por el contrario, merecían una maldición: eran
personas que no solicitaron la oración e incluso se burlaron de ella cuando la
oyeron. De igual manera el grandioso Sumo Sacerdote está allá en el cielo
suplicando por hombres culpables: por hombres culpables, queridos oyentes. No suplica por nadie basándose en la
suposición de que en verdad lo merece. Está allá para interceder como el Justo
a favor de los injustos. No intercede como si alguien fuera justo, sino que “si
alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre”.
Recuerden también que nuestro grandioso
Intercesor suplica por aquellos que nunca le pidieron que intercediera por ellos.
Sus elegidos son el objeto de Sus intercesiones compasivas estando todavía
muertos en delitos y pecados y, mientras ellos se burlan incluso de Su
Evangelio, Su corazón de amor está implorando el favor del cielo para ellos. Vean,
entonces, amados, si tal es la verdad, cuán seguros están de tener éxito con
Dios aquellos que le piden sinceramente al Señor Jesucristo que interceda por
ellos. Algunos de ustedes, con muchas lágrimas y mucha vehemencia, han estado
pidiéndole al Salvador que sea su abogado. ¿Acaso los rechazará? ¿Es lógico
pensar que pueda hacerlo? Él intercede por aquellos que rechazan Sus súplicas;
con mucha más razón lo hará por ti que las valoras más que el oro.
Recuerda, mi querido oyente, que si no hay nada
bueno en ti y que hay todo lo concebible que es maligno y malo, nada de eso puede
ser una barrera para impedir que Cristo ejerza el oficio de Intercesor por ti.
Él suplicará incluso por ti. Vamos, pon tu caso en Sus manos, pues Él encontrará
súplicas que tú no podrías descubrir por ti mismo, y presentará tu caso ante
Dios como lo hizo por Sus asesinos: “Padre, perdónalos”.
Una segunda cualidad de Su intercesión es: su espíritu cuidadoso. Lo notan en la
oración: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Por decirlo así,
nuestro Salvador esculcó a Sus enemigos para encontrar en ellos algo que
pudiera ser argumentado en su favor; pero no pudo ver nada hasta que Sus ojos
sabiamente afectuosos se posaron en su ignorancia: “no saben lo que hacen”. ¡Cuán
cuidadosamente inspeccionó las circunstancias y los caracteres de aquellos por
quienes importunaba! Lo mismo hace ahora en el cielo. Cristo no es un abogado
negligente para con Su pueblo. Él conoce tu precisa condición en este momento y
el estado exacto de tu corazón en relación a la tentación por la que
atraviesas; más aún, Él ve anticipadamente la tentación que está esperándote, y
en Su intercesión toma nota del evento futuro que Su mirada ya contempla.
“Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti,
que tu fe no falte”.
¡Oh, la condescendiente ternura de nuestro
grandioso Sumo Sacerdote! Él nos conoce mejor de lo que nos conocemos a
nosotros mismos. Él entiende cada dolor y cada gemido secretos. No necesitas
preocuparte acerca de la fraseología de tu oración, pues Él rectificará su
texto. E incluso en cuanto al entendimiento de la petición exacta, aunque tú
falles en entenderla, Él no puede fallar, puesto que conoce la mente de Dios y
conoce también lo que está en tu mente. Él puede atisbar alguna razón para
tener misericordia de ti que tú mismo no podrías detectar, y cuando todo está
tan oscuro y nublado en tu alma que no puedes discernir un punto de apoyo para
una petición que pudieras solicitar ante el cielo, el Señor Jesús tiene
preparadas las súplicas que han de ser formuladas, y tiene las peticiones redactadas,
y puede presentarlas de manera aceptable delante del propiciatorio. Observarán,
entonces, que Su intercesión es muy clemente y en segundo lugar, muy ponderada.
A continuación debemos notar su vehemencia. Quienquiera que lea estas
palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, no puede dudar que
traspasaban el cielo en su fervor.
Hermanos, ustedes están seguros, incluso sin
pensarlo, de que Cristo era terriblemente vehemente en esa oración. Pero hay un
argumento para demostrarlo. Las personas vehementes son usualmente ingeniosas y
de rápido entendimiento para descubrir cualquier cosa que les ayude en su
propósito. Si están pidiendo por su vida, y se les solicitara un argumento para
ser perdonadas, les garantizo que pensarían en uno cuando nadie más podría
hacerlo.
Ahora, Jesús estaba tan ávido de la salvación de
Sus enemigos que recurrió a un argumento para la misericordia que un espíritu
menos ansioso no habría podido concebir: “No saben lo que hacen”. Vamos,
señores, eso fue, en la más estricta justicia, una escasa razón para la
misericordia; y en verdad, la ignorancia, si es deliberada, no atenúa el pecado
y, sin embargo, la ignorancia de muchos que estaban al pie de la cruz era una ignorancia
deliberada. Ellos deberían haber sabido que Él era el Señor de gloria. ¿Acaso
no fue Moisés lo suficientemente claro? ¿Acaso Isaías no había sido muy
valiente en su mensaje? ¿No eran los signos y señales tan claros que dudar de
los argumentos de que Jesús es el Mesías era como dudar de cuál es el sol en el
firmamento? Sin embargo, a pesar de todo eso, el Salvador, con maravillosa
vehemencia y consiguiente destreza, convierte en un argumento lo que no habría
podido ser un argumento, y lo expresa así: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¡Oh, entonces,
cuán poderosos en su vehemencia son Sus argumentos en el cielo! No supongan que
Su entendimiento es menos rápido allá, o que Sus peticiones son menos intensas
en la vehemencia. No, hermanos míos, el corazón de Cristo todavía labora
arduamente con el Dios eterno. Él no es un intercesor adormecido, antes bien,
por la causa de Sion, no calla y no descansa, ni descansará, hasta que salga
como resplandor Su justicia, y Su salvación se encienda como una antorcha.
Es interesante notar, en cuarto lugar, que la
oración allí ofrecida nos ayuda a juzgar Su intercesión en el cielo en lo
tocante a su persistencia, perseverancia
y perpetuidad. Como comenté antes, si nuestro Salvador tuvo una oportunidad de
hacer una pausa en Su oración intercesora, ciertamente fue cuando lo clavaron
al madero; cuando eran culpables de actos directos de violencia mortal contra
Su divina persona, habría podido cesar entonces de presentar peticiones en
favor de ellos. Pero el pecado no puede atar la lengua de nuestro Amigo
intercesor. ¡Oh, cuánto consuelo hay aquí!
Tú has pecado, creyente, tú has contristado al
Espíritu, pero no has detenido a esa poderosa lengua que intercede por ti. Tú
has sido infructuoso, tal vez, hermano mío, y como el árbol estéril, mereces
ser derribado; pero tu falta de fertilidad no ha retirado al Intercesor de Su
lugar. Él interviene en este momento, clamando: “Déjala todavía este año”.
Pecador, tú has provocado a Dios al rechazar por largo tiempo Su misericordia y
al ir de mal en peor, pero ni la blasfemia, ni la injusticia ni la infidelidad
habrán de detener al Cristo de Dios de litigar el caso del primerísimo de los
pecadores. Él vive, y en tanto que vive Él intercede; y mientras haya un
pecador en la tierra que deba ser salvado, habrá un intercesor en el cielo que
argumente en favor de él. Estos son sólo fragmentos de pensamiento, pero les
ayudarán a entender, espero, la intercesión de su grandioso Sumo Sacerdote.
Además, piensen que esta oración de nuestro
Señor en la tierra es semejante a Su oración en el cielo, en razón de su sabiduría. Él busca lo mejor y lo que
Sus clientes necesitan: “Padre, perdónalos”.
Este fue un gran punto entre manos; ellos necesitaban, allí y entonces, el
perdón de Dios. Él no dice: “Padre, ilumínalos, pues no saben lo que hacen”,
pues la simple iluminación no habría creado sino tortura de conciencia y habría
acelerado su infierno: pero clama: “Padre, perdona”; y al tiempo que usaba Su
voz, las preciosas gotas de sangre que estaban destilando entonces de las
heridas de los clavos, estaban intercediendo también, y Dios oyó, y sin duda
perdonó.
La primera misericordia que es necesaria para
los pecadores culpables es el perdón del pecado. Cristo ora sabiamente por la
bendición más necesaria. Lo mismo sucede en el cielo; Él intercede sabia y
prudentemente. Déjenlo tranquilo; Él sabe qué es lo que ha de pedir de la mano
divina. Vete tú al propiciatorio, y derrama allí tus deseos de la mejor manera
que puedas, pero cuando hayas hecho eso, exprésalo siempre así: “Oh, mi Señor
Jesús, no respondas a ningún deseo mío si no es acorde con Tu juicio; y si en
algo que he pedido he fallado en buscar lo que necesito, enmienda mi súplica,
pues Tú eres infinitamente más sabio que yo”. Oh, es dulce tener un amigo en la
corte que perfecciona nuestras peticiones antes de que lleguen al grandioso
Rey.
Yo creo que lo único que se le presenta a Dios
ahora es una perfecta oración; quiero decir que delante del grandioso Padre de
todos nosotros, ninguna oración de Su pueblo sube de manera imperfecta; no
queda nada afuera, y no hay nada que deba ser borrado; y esto, no porque las
oraciones suyas fueran perfectas en sí mismas originalmente, sino porque el
Mediador las hace perfectas por medio de Su infinita sabiduría, y se elevan
delante del propiciatorio moldeadas de acuerdo a la mente del propio Dios, y Él
responderá con seguridad a esas oraciones.
Además, esta memorable oración de nuestro Señor
crucificado era semejante a Su intercesión universal en el asunto de su predominio. Aquéllos por quienes oró
fueron, muchos de ellos, perdonados. ¿Recuerdan que Él les dijo a Sus
discípulos cuando les ordenó predicar: “comiencen en Jerusalén”, y en aquel día
cuando Pedro se puso en pie con los once, y acusó al pueblo de que con manos
impías habían crucificado e inmolado al Salvador, tres mil personas que fueron
así justamente acusadas de Su crucifixión se convirtieron en creyentes en Él, y
fueron bautizadas en Su nombre? Esa fue una respuesta a la oración de Jesús.
Los sacerdotes estaban en el fondo del asesinato de nuestro Señor, y ellos eran
los más culpables; pero se dice que: “Muchos de los sacerdotes obedecían a la
fe”. Aquí está otra respuesta a la oración. Puesto que todos los hombres
participaron representativamente, gentiles así como judíos, en la muerte de
Jesús, el Evangelio fue predicado pronto a los judíos y en un breve tiempo fue
predicado también a los gentiles. ¿No fue esta oración: “Padre, perdónalos”,
como una piedra arrojada en un lago, que forma primero un estrecho círculo, y
luego un anillo más amplio, y pronto una esfera más grande, hasta que todo el
lago queda cubierto con olas en forma de círculos?
Una oración como ésta, arrojada en todo el
mundo, creó primero un pequeño anillo de judíos y de sacerdotes convertidos, y
luego un círculo más amplio de quienes estaban bajo la influencia romana; y hoy
su circunferencia es tan amplia como el globo entero, de tal forma que decenas
de miles son salvados por medio del predominio de esta precisa intercesión: “Padre,
perdónalos”. Sucede exactamente así con Él en el cielo; nunca intercede en
vano. Con manos sangrantes, tuvo éxito; con pies clavados al madero, fue
victorioso; desamparado por Dios y despreciado por el pueblo, triunfó con Sus
argumentos; ¡cuánto más ahora que la tiara ciñe Sus sienes, que Su mano
sostiene el cetro universal y Sus pies están calzados con sandalias de plata, y
que Él es coronado Rey de reyes y Señor de señores! Si las lágrimas y los
clamores producidos por la debilidad son omnipotentes, mucho más poderosa tiene
que ser –si fuera posible- esa sagrada autoridad que, como Sacerdote
resucitado, intercede cuando está delante del trono del Padre y menciona el
pacto que el Padre hizo con Él.
¡Oh, ustedes, trémulos creyentes, confíen a Él
sus preocupaciones! Acérquense, ustedes que son culpables, y pídanle que interceda
por ustedes. Oh, ustedes, que no pueden orar, vamos, pídanle que interceda por
ustedes. Corazones quebrantados, y cabezas rendidas y pechos desconsolados, acérquense
a Aquel que pondrá Sus méritos en el incensario de oro, y que luego colocará
las oraciones suyas junto a Sus méritos, de tal forma que se elevarán como el
humo del perfume, como una fragante nube para la nariz del Señor Dios de los
ejércitos, que olerá un dulce aroma, y te aceptará a ti y a tus oraciones en el
Amado. Hemos abierto ahora un espacio más que suficiente para sus meditaciones
en casa esta tarde, y, por tanto, dejamos este primer punto. Hemos recibido una
ilustración, en la oración de Cristo en la cruz, de lo que son siempre Sus
oraciones en el cielo.
II. En segundo lugar, el texto es ALECCIONADOR PARA
LA OBRA DE LA IGLESIA.
Como fue Cristo, así tiene que ser Su iglesia en
este mundo. Cristo vino a este mundo no para ser servido, sino para servir, no
para ser honrado sino para salvar a otros. Su iglesia, cuando entienda su obra,
percibirá que no está aquí para acumular para sí riqueza u honor, o para buscar
cualquier engrandecimiento y posición temporales; la iglesia está aquí para
vivir abnegadamente, y si fuese necesario, para morir abnegadamente para la
liberación de las ovejas perdidas, para la salvación de los hombres perdidos.
Hermanos, les dije que la oración de Cristo en
la cruz fue completamente desinteresada. Él no se incluye en ella. Así debería
ser la vida de oración de la iglesia, la activa intervención de la iglesia en
favor de los pecadores. No ha de vivir nunca para sus ministros o para sí
misma, sino que ha de hacerlo siempre para los hijos perdidos de los hombres.
¿Se imaginan acaso que las iglesias son formadas para mantener ministros?
¿Conciben ustedes que la iglesia existe en esta tierra para que simplemente se
pueda dar un cierto salario a los obispos y diáconos, y prebendas y curatos, y
no sé qué otras cosas más?
Hermanos míos, sería bueno que la institución
entera fuera abolida si ése fuera su único objetivo. El objetivo de la iglesia
no es proveer alivio externo para los más jóvenes hijos de la nobleza; cuando
no tengan el suficiente cerebro para ganar de alguna otra manera su sustento,
deben permanecer en las viviendas familiares. Las iglesias no son establecidas
para que los hombres de fácil palabra se pongan en pie los domingos y hablen, y
así obtengan de sus admiradores el pan diario.
Es más, hay otro fin y objetivo distintos a
éste. Estos lugares de adoración no son construidos para que ustedes puedan
sentarse aquí confortablemente, y oír algo que les haga pasar sus domingos
placenteramente. Una iglesia en Londres que no exista para hacer el bien en los
barrios bajos, y en las guaridas y cubiles de la ciudad, es una iglesia que no
tiene razón para justificar su existencia por más tiempo. Una iglesia que no
existe para rescatar al paganismo, para luchar contra el mal, para destruir el
error, para derribar la falsedad, una iglesia que no existe para ponerse del
lado de los pobres, para denunciar la injusticia y sostener en alto a la
justicia, es una iglesia que no tiene derecho de existir.
No para ti misma, oh iglesia, existes tú, así
como tampoco Cristo existió para Sí mismo. Su gloria consistió en que hizo de
lado Su gloria, y la gloria de la iglesia se da cuando hace de lado su
respetabilidad y su dignidad, y considera que su gloria es atraer a los
desechados, y que su más excelso honor es buscar, en medio del cieno más inmundo,
las joyas invaluables por las que Jesús derramó Su sangre. Su ocupación
celestial es rescatar del infierno a las almas y conducirlas a Dios, a la
esperanza, al cielo. ¡Oh, que la iglesia sintiera esto siempre! Que tenga sus
obispos y sus predicadores, y que sean sostenidos, y que todo sea hecho
decentemente y en orden por Cristo, pero el fin debe ser considerado, es decir,
la conversión de los descarriados, la instrucción de los ignorantes, la ayuda
de los pobres, el mantenimiento del bien, el abatimiento del mal y el
sostenimiento a cualquier riesgo de la corona y el reinado de nuestro Señor
Jesucristo.
Ahora, la oración de Cristo tenía una gran espiritualidad de propósito. Ustedes
notarán que no se busca nada para estas personas excepto aquello que concierne
a sus almas: “Padre, perdona a
ellos”. Y yo creo que la iglesia haría bien en recordar que lucha no con carne
ni sangre, ni con principados y potestades, sino con la maldad espiritual, y
que lo que debe ofrecer no es la ley y el orden por los cuales los magistrados
puedan ser respaldados, o las tiranías demolidas, sino el gobierno espiritual
por el cual los corazones son conquistados para Cristo, y los juicios son
sometidos a Su verdad. Yo creo que entre más se esfuerce la iglesia de Dios,
ante Dios, por el perdón de los pecadores, y entre más busque en su vida de oración
enseñar a los pecadores lo que es el pecado, y lo que es la sangre de Cristo, y
el infierno que les espera si el pecado no es limpiado, y lo que es el cielo
que es garantizado a todos aquellos que son limpiados del pecado, entre más se
apegue a esto, será mejor.
Prosigan como un solo hombre, hermanos míos, para
asegurar la raíz del asunto en el perdón de los pecados. En cuanto a todos los
males que afligen a la humanidad, cueste lo que cueste, participen en la lucha
contra ellos; la temperancia ha de ser mantenida, la educación ha de ser
apoyada; las reformas políticas y eclesiásticas han de ser llevadas adelante en
la medida del tiempo y del esfuerzo disponibles, pero la primera ocupación de
cada cristiano y de cada cristiana está con los corazones y las conciencias de
los hombres en cuanto a su posición delante del Dios eterno. Oh, que nada los
aparte de su divina encomienda de misericordia para almas imperecederas. Éste
debe ser su único negocio: deben decirles a los pecadores que el pecado los condenará,
que sólo Cristo puede quitar el pecado, y deben hacer de esto la única pasión
de sus almas: “¡Padre, perdónalos, perdónalos! Hazles saber cómo han de ser
perdonados. Haz que sean realmente perdonados, y que yo no descanse a menos que
sea el instrumento de conducir a los pecadores a ser perdonados, incluso a los
más culpables de ellos”.
La oración de nuestro Salvador le enseña a la
iglesia que si bien es cierto que su espíritu debe ser de abnegación y que su
propósito debe ser espiritual, el alcance
de su misión debe ser ilimitado. ¡Cristo oró por los malvados, y qué si
digo que fue por los más malvados de los malvados, esa turba procaz que rodeaba
Su cruz! Él oró por los ignorantes. ¿Acaso no dice: “No saben lo que hacen”? Él
oró por Sus perseguidores; las propias personas que estaban más enemistadas con
Él, estaban más cerca de Su corazón.
Iglesia de Dios, tu misión no está encaminada
hacia los pocos seres respetables que se congregan en torno a tus ministros
para escuchar respetuosamente sus palabras; tu misión no es para la élite y para los eclécticos, los
inteligentes que criticarán tus palabras y harán juicios sobre cada sílaba de
tu enseñanza; tu misión no es para aquellos que te tratan amablemente,
generosamente, afectuosamente, quiero decir, no solamente para éstos, aunque
ciertamente es para éstos como parte del resto; pero tu gran encargo es para la
ramera, para la prostituta, para el ladrón, para el blasfemo y para el
borracho, para los más depravados y pervertidos. Aunque nadie más se preocupe
por ellos, la iglesia siempre debe hacerlo, y si alguien ha de ocupar el primer
lugar en sus oraciones deberían ser éstos que, ¡ay!, son generalmente los
últimos en nuestros pensamientos. Debemos considerar diligentemente a los
ignorantes. No basta que el predicador predique de tal manera que quienes son
instruidos desde su juventud puedan entenderle; tiene que pensar en aquéllos
para quienes las frases más comunes de la verdad teológica son tan carentes de
significado como la jerga de un lenguaje desconocido; él tiene que predicar con
el objeto de conseguir la más mínima comprensión; y si los muchos ignorantes no
se acercan a oírlo, él debe usar los mejores medios que pueda para inducirlos,
es más, para forzarlos a oír las buenas nuevas.
El Evangelio está dirigido también para aquéllos
que persiguen a la religión; apunta sus flechas de amor contra los corazones de
sus enemigos. Si hay algunos a quienes debemos buscar primero para llevarlos a
Jesús, deben ser justamente aquéllos que están más lejos y más opuestos al
Evangelio de Cristo. “Padre, perdónalos; aunque
no perdones a nadie más, agrádate en perdonarlos a ellos”.
De igual manera, la iglesia debe ser vehemente como Cristo lo fue; y si lo
fuera, advertiría rápidamente cualquier base de esperanza en aquéllos con
quienes trata y observaría rápidamente cualquier argumento que pudiera usar
para su salvación.
Tiene que estar también llena de esperanzas, y ciertamente ninguna
iglesia tuvo jamás una esfera más esperanzadora que la iglesia de la época
presente. Si la ignorancia es un argumento para con Dios, miren a los paganos
de este tiempo: millones de ellos nunca oyeron el nombre del Mesías.
Perdónalos, grandioso Dios, en verdad ellos no saben lo que hacen. Si la
ignorancia es alguna base para la esperanza, hay suficiente esperanza en esta
gran ciudad de Londres, pues ¿acaso no tenemos cientos de miles para quienes
las verdades más sencillas del Evangelio serían las novedades más grandes?
Hermanos, es triste pensar que este país todavía
esté bajo el palio de la ignorancia, pero el aguijón de un hecho tan terrible
es entorpecido por la esperanza, cuando leemos correctamente la oración del
Salvador; nos ayuda a esperar mientras clamamos: “Perdónalos, porque no saben
lo que hacen”. La actividad de la iglesia tiene que ser buscar a los más caídos
y a los más ignorantes, y buscarlos perseverantemente. No debe nunca detener su
mano de hacer el bien. Si el Señor viniera mañana, no hay razón para que
ustedes, personas cristianas, se conviertan en meros habladores y lectores,
reuniéndose para el consuelo mutuo, y olvidándose de miríadas de almas que
perecen. Si fuera cierto que este mundo se puede hacer pedazos en un par de
semanas y que Luis Napoleón es la bestia apocalíptica, o si no fuera cierto, no
me importa en absoluto, eso no modifica mi deber en nada, ni cambia mi
servicio. Que mi Señor venga cuando quiera, pues mientras yo trabaje para Él, estoy
listo para Su venida. El propósito de la iglesia sigue siendo todavía mirar por
la salvación de las almas. Si se quedara contemplando, como los profetas
modernos quisieran que lo hiciera, si estuviera anuente a entregarse a
interpretaciones especulativas, haría bien en temer la venida de su Señor; pero
si continúa haciendo su trabajo, y con una labor agotadora busca las preciosas
joyas de su Señor, no será avergonzada cuando venga el Esposo.
Mi tiempo ha sido demasiado breve para un tema
tan vasto como el que he abordado, pero quisiera poder pronunciar unas palabras
que fueran tan fuertes como el trueno, con un sentido y una vehemencia tan poderosos
como el rayo. Quisiera poder motivar a cada cristiano aquí presente, y avivar
en él una idea correcta de lo que es su trabajo como una parte de la iglesia de
Cristo.
Hermanos míos, no han de vivir para ustedes; la
acumulación de dinero, la educación de sus hijos, la edificación de casas, la
obtención de su pan diario, todo esto pueden hacerlo; pero tiene que haber un
propósito más grande que este si han de ser semejantes a Cristo, como deberían
serlo, puesto que han sido comprados con la sangre de Jesús. Comiencen a vivir
para otros, hagan evidente para todos los hombres que ustedes mismos no son el
fin de todo ni el ser de todo de su propia existencia, sino que gastan lo suyo
y aun ustedes mismos se gastarán del todo para que por el bien que hacen a los
hombres Dios sea glorificado y Cristo vea en ustedes Su propia imagen y quede
satisfecho.
III. El tiempo se me ha agotado, pero el último punto
es una palabra de SUGERENCIA PARA LOS INCONVERSOS.
Escuchen atentamente estas frases. Las haré tan
tersas y condensadas como sea posible. Algunos de los presentes no son salvos.
Ahora, algunos de ustedes han sido muy ignorantes, y cuando pecaron no sabían
lo que hacían. Ustedes sabían que eran pecadores, sabían eso, pero no conocían
el gran alcance de la culpa del pecado. No han asistido a la casa de oración
por largo tiempo, no han leído su Biblia, no tienen padres cristianos. Ahora
están comenzando a estar ansiosos por sus almas. Recuerden que su ignorancia no
los excusa; de otra manera Cristo no diría: “Perdónalos”; tienen que ser
perdonados incluso aquellos que no saben lo que hacen; de ahí que sean individualmente
culpables; pero aún así esa ignorancia suya les da justo un pequeño rayo de
esperanza. Dios pasó por alto los tiempos de su ignorancia, pero ahora manda a
todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan. Haced, pues, frutos dignos
de arrepentimiento. El Dios a quien han olvidado ignorantemente está dispuesto
a perdonar y listo a absolver. El Evangelio es justamente esto: confíen en
Jesucristo que murió por los culpables, y serán salvos. Oh, que Dios los ayude
a hacer esto esta misma mañana, y se convertirán en hombres nuevos y nuevas
mujeres; un cambio tendrá lugar en ustedes igual a un nuevo nacimiento; serán
nuevas criaturas en Cristo Jesús.
Pero, ¡ah!, amigos míos, hay algunos presentes
para quienes Cristo mismo no podría hacer esta oración, al menos en el sentido
más amplio: “Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen”, pues ustedes saben
lo que hacen y cada sermón que oyen, y especialmente cada impresión que es
grabada en su entendimiento y en su conciencia por el Evangelio, aumenta su
responsabilidad, y les suprime la excusa de no saber lo que hacen. ¡Ah!, señores,
ustedes saben que está el mundo y está Cristo y que no pueden tener ambos.
Ustedes saben que está el pecado y está Dios, y que no pueden servir a ambos.
Ustedes saben que están el placer del mal y los placeres del cielo, y que no
pueden tener a los dos. ¡Oh!, a la luz que Dios les ha dado, que se una Su
Espíritu también y les ayude a escoger aquello que la verdadera sabiduría los
induciría a escoger. Decidan hoy por Dios, por Cristo, por el cielo. Que el
Señor los conduzca a decidir eso por causa de Su nombre. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
Lucas 23: 1-34.
Traductor: Allan Román
18/Febrero/2010
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