El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Consternación ante el Espectáculo del Crucificado

NO. 860

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 14 DE MARZO DE 1869

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho”.

Lucas 23: 48.

 

Muchos en aquella multitud habían presenciado la crucifixión de Jesús motivados por la más furiosa malicia. Habían perseguido y acosado al Salvador como los perros persiguen al ciervo, y al final, completamente locos de rabia, le acorralaron para matarle. Otros, suficientemente dispuestos a pasar una hora de ocio contemplando un espectáculo sensacional, hicieron crecer el gentío hasta llegar a formar una vasta asamblea congregada alrededor del pequeño monte sobre el cual fueron levantadas las tres cruces. Allí unánimemente, ya fuera por malicia o por frivolidad, todos ellos se unieron para burlarse de la víctima que pendía en la cruz colocada en el centro. Algunos le sacaban la lengua, otros meneaban sus cabezas, otros le escarnecían y se burlaban, algunos le provocaban sarcásticamente con palabras y otros con gestos, pero todos se divertían igualmente con el indefenso varón que les era dado como presa para sus dientes. La tierra nunca presenció una escena en la que tanto escarnio irrestricto y tantas expresiones de desprecio fueran derramados tan unánimemente y durante tanto tiempo sobre un hombre. Debe de haber sido espantoso en grado sumo haber visto las muecas de tantas caras y tantos ojos burlones, y haber oído tantas crueles palabras y tantos gritos de desprecio. El espectáculo fue demasiado detestable para ser soportado por mucho tiempo por el cielo. Escandalizado por la escena, el sol veló repentinamente su faz, y durante tres largas horas la procaz pandilla se sentó trémula en la medianoche de un mediodía. Mientras tanto la tierra tembló bajo sus pies, las rocas se partieron, y el santo velo del templo –por defender supersticiosamente su perpetuidad habían cometido el asesinato del justo- fue rasgado como por unas fuertes manos invisibles. Las noticias de esto, el sentimiento de horror producido por las tinieblas y el temblor de tierra provocaron sentimientos de repugnancia; ya no hubo más sarcasmos ni bromas, ya no sacaron más la lengua ni hubo crueles burlas, sino que regresaron a sus casas solitarios, individualmente, o en pequeños grupos silenciosos, mientras cada individuo -siguiendo la costumbre de los orientales cuando se ven sobrecogidos por un pavor repentino- se daba golpes de pecho. La procesión que se dirigía a las puertas de Jerusalén era muy diferente de aquella marcha de locura que había salido por ellas. ¡Observen el poder que Dios tiene sobre las mentes humanas! ¡Vean cómo puede domar a los más salvajes y cómo hace que los más maliciosos y altivos se acobarden a Sus pies cuando se manifiesta simplemente en los portentos de la naturaleza! ¡Cuánto más acobardados y aterrorizados estarán cuando desnude Su brazo y salga en los juicios de Su ira para tratar con ellos según sus merecimientos!

 

Este memorable y repentino cambio en tan vasta multitud aptamente representa otros dos notables cambios mentales. ¡Cuán semejante es a la clemente transformación que una contemplación de la cruz ha obrado a menudo de manera sumamente bendita en los corazones de los hombres! Muchos han asistido a la predicación del Evangelio resueltos a burlarse, pero regresan orando. Los motivos más ociosos e incluso los más viles han motivado a los hombres a oír una predicación, pero cuando Jesús ha sido expuesto, han sido atraídos a Él salvadoramente, y como consecuencia de ello se han golpeado el pecho en arrepentimiento, y han seguido su camino sirviendo al Salvador contra quien blasfemaron una vez. ¡Oh, el poder, el poder de esa amada cruz de Cristo que derrite, vence y transforma! Hermanos míos, sólo tenemos que atenernos a su predicación, solo tenemos que divulgar la historia sin par, y podemos esperar ver los más notables resultados espirituales. No debemos perder la esperanza por nadie ahora que Jesús ha muerto por los pecadores. Con un martillo tal como la doctrina de la cruz el corazón más empedernido será quebrantado; con un fuego tal como el dulce amor de Cristo, el témpano más compacto se derretirá. No hemos de perder nunca la esperanza por las razas paganas o supersticiosas; con solo que podamos encontrar la ocasión para poner a la doctrina de Cristo crucificado en contacto con sus naturalezas, las cambiará, y Cristo será su rey.

 

Un segundo y más terrible cambio es predicho también por el incidente en nuestro texto, es decir, el efecto que tendrá el espectáculo de Cristo entronizado sobre los altivos y obstinados que en esta vida se rebelaron contra Él. Aquí se mofaban impertérritamente de Él, y preguntaban insultantes: “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz?” Aquí ellos se unieron osadamente en una conspiración para romper Sus ligaduras, y echar de ellos Sus cuerdas, pero cuando se despierten al sonido de la trompeta y vean el gran trono blanco, que, como un espejo, reflejará su conducta sobre ellos, ¡qué cambio habrá en sus mentes! ¿Dónde están ahora sus burlas y sus mofas, donde están ahora sus maliciosas frases y sus palabras persecutorias? ¡Qué! ¿No hay nadie entre ustedes que pueda demostrar hombría insultando al Hombre de Nazaret en Su cara? ¡No, no hay ni uno! ¡Como perros cobardes se escabullen! ¡La lengua fanfarrona del infiel está callada! ¡El altivo espíritu del ateo está quebrantado! Con gritos de espanto y clamorosos alaridos de terror, les suplican a los montes que los cubran y a las montañas que los oculten del rostro de Aquel preciso Varón cuya cruz fue una vez el objeto de su escarnio. Oh, pongan atención, pecadores, pongan atención, se los ruego, y pidan ser cambiados en este día por gracia, no vaya a ser que sean cambiados pronto por el terror, pues el corazón que no sea doblegado por el amor de Cristo será quebrantado por el terror de Su nombre. Si Jesús en la cruz no los salva, Cristo en el trono los condenará. Si la muerte de Cristo no es tu vida, la vida de Cristo será tu muerte. Si Cristo no es tu cielo en la tierra, la venida de Cristo desde el cielo será tu infierno. Oh, que la gracia de Dios obre un bendito cambio de gracia en cada uno de nosotros, para que no seamos enviados al infierno en el terrible día de la rendición de cuentas.

 

Ahora vamos a abordar el texto, y en primer lugar, analizaremos la consternación general en derredor de la cruz; en segundo lugar, con la ayuda de Dios, haremos esfuerzos por unirnos al consternado coro; y entonces, antes de concluir, les recordaremos que al pie de la cruz nuestra aflicción debe mezclarse con gozo.

 

I.   Primero, entonces, ANALICEMOS LA CONSTERNACIÓN GENERAL que este texto describe.

 

“Y toda la multitud de los que estaban presentes en este espectáculo, viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho”. Todos ellos se golpeaban el pecho, pero no todos lo hacían por la misma causa. Todos ellos tenían miedo, pero no por la misma razón. Las manifestaciones externas eran semejantes en toda la multitud, pero los grados de diferencia en el sentimiento eran tantos como las mentes que regía. Había muchos, sin duda, que eran movidos meramente por una emoción pasajera. Habían visto las agonías de la muerte de un notable varón, y los portentos que las acompañaron los habían persuadido de que Él no era un ser ordinario, por lo que tuvieron miedo. Con una especie de temor indefinido que no estaba basado en un razonamiento muy inteligente, estaban alarmados porque Dios estaba airado, porque había cerrado el ojo del día para ellos y había hecho que las rocas se partieran; y abrumados por este miedo indistinguible, siguieron su camino hasta sus respectivos hogares temblando y humillados; pero es posible que antes de que hubiera brillado la luz de la mañana siguiente lo hubieran olvidado todo, y el siguiente día los encontró ávidos de otro espectáculo sangriento y listos para clavar a otro Cristo a la cruz, si hubiera habido alguien semejante que se encontrara en la tierra. Sus golpes de pecho no eran un quebrantamiento de corazón. Eran una lluvia de Abril, una gota del rocío de la mañana, una blanca escarcha que se disolvió cuando el sol salió. Cual una sombra la emoción pasó por sus mentes, e igual que una sombra no dejó ninguna traza en pos de sí. ¡Cuán a menudo en la predicación de la cruz este ha sido el único resultado para decenas de miles! En esta casa donde tantas almas han sido convertidas, muchas más han derramado lágrimas que han sido enjugadas, y la razón de sus lágrimas ha sido olvidada. Un pañuelo ha secado sus emociones. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!, porque mientras puede resultar difícil mover al llanto a los hombres con la historia de la cruz, es todavía más difícil hacer que esas emociones sean permanentes. “He visto algo maravilloso esta mañana”, dijo uno que había escuchado a un fiel predicador denodado, “he visto a la congregación entera bañada en lágrimas”. “¡Ay!”, -respondió el predicador- “hay algo más maravilloso todavía, pues la mayoría de ellos seguirá su camino para olvidar que alguna vez derramaron una lágrima”. Ah, mis oyentes, ¿será así siempre, será siempre así? Entonces, oh, ustedes impenitentes, vendrá una lágrima a sus ojos que goteará por siempre, un gota hirviente que ninguna misericordia enjugará jamás, una sed que jamás será saciada, un gusano que jamás morirá y un fuego que jamás se apagará. ¡Por el amor que le tienen a sus almas, yo les ruego que escapen de la ira venidera!

 

Otros en medio de esa gran multitud exhibían emociones basadas en una reflexión más seria. Veían que habían participado en el asesinato de una persona inocente. “¡Ay!”, -decían- “todo lo vemos muy claro ahora. Ese hombre no era ningún transgresor. En todo lo que hemos oído o visto acerca de Él, hizo el bien y únicamente el bien; sanó siempre a los enfermos, dio de comer a los hambrientos y resucitó a los muertos. No hay ni una sola palabra de toda Su enseñanza que sea realmente contraria a la ley de Dios. Él era un varón puro y santo. Todos nosotros hemos sido engañados. Esos sacerdotes nos han incitado a dar muerte a alguien a quien sería mil misericordias restaurar a la vida de inmediato. Nuestra raza a dado muerte a su benefactor”. “Sí” –dice uno- “yo le saqué la lengua, me resultaba casi imposible refrenarme cuando todos los demás se reían y burlaban de Sus torturas; pero me temo que me he burlado del inocente, y tiemblo no sea que las tinieblas que Dios ha enviado sean Su reprobación de mi maldad al oprimir al inocente”. Esos sentimientos prevalecerían, pero puedo suponer que no podrían llevar a los hombres a un sincero arrepentimiento, pues mientras pudieran sentirse mal por haber oprimido al inocente, con todo, no percibiendo en Jesús algo más que una mera virtud maltratada y una humanidad sufriente, la emoción natural podría pasar pronto y el resultado moral y espiritual no sería de gran valor. ¡Con cuánta frecuencia hemos visto en nuestros oyentes la descripción de esa misma emoción! Han lamentado que le dieran muerte a Cristo, han sentido lo mismo que aquel antiguo rey de Francia que dijo: “Me hubiera gustado estar allí con diez mil de mis soldados, pues les habría cortado el cuello antes de que le hubiesen tocado”; pero esos mismos sentimientos han sido una evidencia de que no sentían su participación en la culpa como deberían haberlo hecho, y que para ellos la cruz de Jesús no era un espectáculo más salvador que la muerte de un mártir común. Queridos oyentes, eviten que la cruz se convierta en un lugar común para ustedes. Miren más allá de los sufrimientos de la inocente humanidad de Jesús, y vean sobre el madero el sacrificio expiatorio de Cristo, pues de otra manera mirarían la cruz en vano.

 

Sin duda había en la multitud unos cuantos que se golpeaban el pecho porque sentían: “Hemos dado muerte a un profeta de Dios. Así como en la antigüedad nuestra nación mató a Isaías y dio muerte a otros siervos del Señor, así hoy clavaron en la cruz a uno de los últimos profetas, y Su sangre será sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Es posible que algunos de ellos dijeran: “Este hombre profesaba ser el Mesías, y lo milagros que acompañaron a Su muerte comprobaron que lo era. Su vida lo anuncia y Su muerte lo declara. ¡Qué va a ser de nuestra nación si hemos dado muerte al Príncipe de Paz! ¡Cómo nos visitará Dios si hemos dado muerte a Su profeta! Tal consternación aventajaba a otras formas; mostraba un pensamiento más profundo y un conocimiento más claro, y hubiera podido ser una admirable preparación para la escucha posterior del Evangelio; pero no bastaría por sí misma como una evidencia de gracia. Yo estaré contento si mis oyentes en esta casa quedan persuadidos hoy, gracias al carácter de Cristo, que tiene que haber sido un profeta enviado por Dios y que Él era el Mesías prometido en la antigüedad; y me sentiré gratificado si ellos, por tanto, lamentan las vergonzosas crueldades que Él recibió de parte de nuestra raza apóstata. Tales emociones de compunción y lástima son sumamente encomiables, y con la bendición de Dios pueden demostrar ser los surcos de su corazón en los que el Evangelio puede echar raíces. Aquel a quien dieron muerte tan cruelmente era Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos, el Redentor del mundo y el Salvador de aquellos que ponen su confianza en Él. Que puedan aceptarlo hoy como su liberador, y que sean salvos así, pues si no, los más poderosos remordimientos concernientes a Su muerte, por mucho que indiquen su iluminación, no manifestarán su verdadera conversión.

 

En el abigarrado grupo de todos los que regresaron a casa golpeándose el pecho esperemos que hubiese algunos que dijeran: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”, y que les consternara pensar que hubiese sufrido por sus transgresiones, y que hubiese padecido por sus iniquidades. Los que llegaron a ese punto fueron salvados. Bienaventurados los ojos que miraron al Cordero inmolado de esa manera, y dichosos los corazones que en ese mismo momento fueron quebrantados porque Él fue herido y sujetado a padecimiento por causa de ellos. Amados, aspiren a eso. Que la gracia de Dios los lleve a ver en Jesucristo a ningún otro que a Dios hecho carne, pendiendo del madero en agonía, para morir, el justo por los injustos, para que pudiéramos ser salvados. Oh, vengan y depositen su confianza en Él, y luego dense golpes de pecho al pensar que fue necesaria una víctima así para su redención; entonces dejen de golpearse el pecho y comiencen a aplaudir de puro gozo, pues quienes así lloran a un Salvador pueden regocijarse en Él, pues Él es suyo y ellos son de Él.

 

II.   Ahora vamos a pedirles que SE UNAN EN LA LAMENTACIÓN, cada quien de acuerdo a su sinceridad de corazón, contemplando la cruz y golpeándose el pecho.  

 

Vamos a ponernos por fe al pie de la pequeña loma del Calvario: allí vemos en el centro, en medio de dos ladrones, al Hijo de Dios encarnado, clavado de manos y pies, y muriendo en una angustia que las palabras no pueden describir. Miren bien, se los ruego; miren atenta y devotamente, contemplando a través de sus lágrimas. El que está muriendo ahora por los hijos de los hombres es Aquel que era adorado por los ángeles; siéntense y contemplen la muerte del Destructor de la muerte. Les voy a pedir primero que se den golpes de pecho al recordar que ven en Él sus propios pecados. ¡Cuán grande es Él! Esa cabeza coronada de espinas una vez fue coronada con todas las regalías del cielo y de la tierra. Quien muere ahí no es ningún hombre común. Rey de reyes y Señor de señores es Aquel que pende de esa cruz. Vean luego la gravedad de sus pecados que exigieron un sacrificio tan grande. Tienen que ser pecados infinitos los que requieren que una persona infinita entregue Su vida para que puedan quitados. Tú no puedes medir nunca ni captar la grandeza de tu Señor en Su carácter y dignidad esenciales, ni serás capaz de comprender jamás la negrura y la atrocidad del pecado que exigió Su vida como una expiación. Hermano, date golpes de pecho, y di: “Dios, sé propicio a mí, el peor de los pecadores, pues yo soy ese”. ¡Miren bien en el rostro de Jesús, y vean cuánto le han envilecido! Han manchado esas mejillas con salivazos; han azotado esos hombros con el látigo destinado para los criminales; le hicieron morir una muerte que sólo se asignaba a los más bajos esclavos romanos; le han colgado entre el cielo y la tierra, como si no fuera apto para ninguno de los dos lugares; ¡lo desnudaron por completo y no dejaron que le cubriera ni un solo harapo! Ve allí entonces, oh creyente, la vergüenza de tus pecados. ¡Qué cosa tan vergonzosa tiene que haber sido tu pecado; qué cosa tan ignominiosa y abominable, ya que Cristo tuvo que ser reducido a tal vergüenza por ti! ¡Oh, avergüénzate de ti mismo pensando que tu Señor tuvo que ser escarnecido así y ser reducido a nada por ti! ¡Mira cómo agravan Sus aflicciones! No bastó con que lo crucificaran, tenían que insultarle; no bastando tampoco con eso, tenían que mofarse de Sus oraciones y convertir Sus clamores de muerte en temas de burla mientras le ofrecían vinagre para que bebiera. ¡Vean, amados, cuán graves eran sus pecados y el mío! Vamos, hermano mío, démonos golpes de pecho los dos y digamos: “¡Oh, cómo han amontonado su culpabilidad nuestros pecados! No fue simplemente que quebrantamos la ley, sino que pecamos en contra de la luz y del conocimiento y a pesar de reproches y advertencias. ¡Ah, Sus aflicciones son agravadas, y lo mismo son nuestros pecados!” Sigan mirando Su amado rostro, y vean las líneas de angustia que indican la aflicción interior más profunda que transciende por mucho el simple dolor y padecimiento corporales. Dios, Su Padre, le ha desamparado. Dios le ha hecho una maldición por nosotros. Entonces, ¿cuál habría sido la maldición de Dios contra nosotros? ¿Qué habrían merecido nuestros pecados? Si cuando el pecado sólo le fue imputado a Cristo y sólo fue colocado sobre Él por un momento, Su Padre apartó Su rostro e hizo que Su Hijo clamara: “¡Lama sabactani!” ¡Oh, qué cosa tan maldita tiene que ser nuestro pecado y qué maldición habría recaído sobre nosotros; qué rayos, qué brasas de fuego, qué indignación e ira del Altísimo tendría que haber sido nuestra porción si Jesús no se hubiera interpuesto! Si Jehová no perdonó a Su Hijo, ¡cuán poco habría perdonado a hombres culpables e indignos si hubiera tratado con nosotros según nuestros pecados y si nos hubiera recompensado de acuerdo a nuestras iniquidades!

 

Mientras seguimos sentados mirando a Jesús, recordamos que Su  muerte fue voluntaria: Él no tenía que morir a menos que así lo hubiese querido; aquí entonces tenemos otra impactante característica de nuestro pecado, porque nuestro pecado fue también voluntario. Nosotros no pecamos como por compulsión, sino que escogimos deliberadamente el mal camino. Oh, pecador, sentémonos juntos y digámosle al Señor que no tenemos ninguna justificación, o atenuación o excusa que ofrecer, que hemos pecado intencionadamente en contra de la luz y del conocimiento, en contra del amor y la misericordia. Démonos golpes de pecho al ver sufrir voluntariamente a Jesús, y confesemos que hemos ofendido intencionadamente contra las justas y rectas leyes de un Dios sumamente bueno y misericordioso. Gustosamente les pediría que siguieran mirando esas cinco heridas, estudiando ese rostro desfigurado y contando cada gota púrpura  que fluía de Sus manos y pies y costado, pero el tiempo se nos agota. Únicamente que permanezca con ustedes esta herida: dense golpes de pecho porque ven en Cristo el pecado de ustedes.

 

Mirando de nuevo –cambiando, por decirlo así, nuestro punto de vista- pero manteniendo siempre nuestros ojos en el mismo amado Crucificado, veamos allí el desatendido y despreciado remedio para nuestro pecado. Si el pecado mismo, en su primera condición como rebelión no trajo ninguna lágrima a nuestros ojos, ciertamente debería hacerlo en su segunda manifestación, como ingratitud. El pecado de rebelión es vil; pero el pecado de menospreciar al Salvador es todavía más vil. Aquel que pende del madero en gemidos y aflicciones indecibles, es Aquel en quien algunos de ustedes no han pensado nunca, a quien no aman, a quien nunca le piden nada en oración, en quien no ponen ninguna confianza y a quien no sirven nunca. Yo no voy a acusarlos; les voy a pedir a esas amadas heridas que lo hagan dulce y tiernamente. Prefiero acusarme a mí mismo pues, ¡ay!, ¡ay!, hubo un tiempo cuando oía acerca de Él con un oído sordo; cuando me hablaban de Él y entendía el amor que tuvo para los pecadores, y sin embargo, mi corazón era como una piedra en mi interior y permanecía inconmovible. Tapé mis oídos y no quise ser fascinado, ni siquiera con una fascinación de tanto peso como el amor desinteresado de Jesús. Yo creo que si se me hubiera permitido vivir la vida de un hombre impío durante treinta, cuarenta o cincuenta años, y fuera convertido al final, no habría sido capaz de culparme lo suficiente por rechazar a Jesús durante todos esos años. Vamos, aun aquellos que fuimos convertidos en nuestra juventud, y casi en nuestra niñez, no podemos evitar culparnos al pensar que un amigo tan querido que hizo tanto por nosotros, fue menospreciado durante tanto tiempo por nosotros. ¿Quién podía haber hecho más por nosotros que Él, puesto que se entregó por nuestros pecados? ¡Ah, cómo le hicimos daño cuando le negábamos nuestros corazones! Oh, ustedes pecadores, ¿cómo pueden mantener cerradas las puertas de sus corazones para el Amigo de los Pecadores? ¿Cómo podemos cerrarle la puerta a Aquel que clama: “Mi cabeza está llena de rocío, mis cabellos de las gotas de la noche; ábreme, amada mía, ábreme”? Yo estoy persuadido de que hay algunos aquí que son Sus elegidos; ustedes fueron escogidos por Él desde antes de la fundación del mundo y estarán un día con Él en el cielo para cantar Sus alabanzas, y con todo, en este momento, aunque oyen Su nombre, no le aman y, aunque se les informa acerca de lo que Él hizo, ustedes no confían en Él. ¡Cómo! ¿Acaso esa barra de hierro cerrará siempre firmemente la puerta de su corazón? ¿Seguirá siempre trancada esa puerta? ¡Oh, Espíritu del Dios viviente, consigue una entrada para el bendito Cristo esta mañana! Si algo puede hacerlo ciertamente tiene que ser una mirada al Crucificado; ese espectáculo sin par hará que un corazón de piedra se ablande y se derrita doblegado por el amor de Jesús. Oh, que el Espíritu Santo obre este misericordioso derretimiento, y Él recibirá todo el honor.

 

Manteniéndolos todavía al pie de la cruz, queridos amigos, cada creyente aquí presente bien podría darse golpes de pecho esta mañana al pensar en quién fue que se dolió tanto en la cruz. ¿Quién fue? Fue Aquel que nos amó antes de que el mundo fuera creado. Fue Aquel quien es hoy el Esposo de nuestras almas, nuestro Bienamado; Aquel que nos ha llevado a la casa del festín y que agitó Su pendón de amor por nosotros; Aquel que nos ha hecho uno consigo mismo, y que se ha comprometido a presentarnos sin mancha ante Su Padre. Es Él, nuestro Esposo, nuestro Ishi, quien nos ha llamado Su Hefzi-bá porque Su alma se deleita en nosotros. Es Aquel que sufrió así por nosotros. El sufrimiento no siempre provoca el mismo grado de compasión. Tienes que conocer algo del individuo antes de que las profundidades más íntimas del alma sean agitadas; y así nos sucede que entre más elevado sea el carácter y entre más seamos capaces de apreciarlo, más íntima es la relación y más afectuosamente correspondemos al amor, y más profundamente impacta al alma el sufrimiento. Algunos de ustedes se están acercando hoy a Su mesa, y participarán del pan: yo les ruego que recuerden que representa la carne estremecida que estaba llena de dolor en el Calvario. Ustedes sorberán de esa copa; entonces asegúrense de recordar que anuncia para ustedes la sangre de Uno que los ama más de lo que podrían ser amados por una madre, o por un esposo, o por un amigo. Oh, siéntense y dense golpes de pecho porque Él tuviera que padecer; que el Sol del cielo tuviera que eclipsarse; que el Lirio del cielo tuviera que mancharse de sangre y que la Rosa del cielo tuviera que ser blanqueada con la palidez mortal. Lamenten que la perfección fuera acusada, la inocencia golpeada, y el amor asesinado; y que Cristo, el dichoso y el santo, el siempre bendito que había sido el deleite de los ángeles por los siglos, tuviera que convertirse ahora en el varón de dolores, experimentado en quebranto, en el sangrante y el moribundo. ¡Creyentes, dense golpes de pecho y sigan su camino!

 

Amados en el Señor, si un dolor así se encendiera en ustedes, sería bueno que le dieran seguimiento al tema, y que reflexionaran en cuán incrédulos y cuán crueles hemos sido para con Jesús desde el día en que le conocimos. ¡Cómo!, ¿acaso se desangra Él por mí y yo he dudado de Él? ¿Es Él el Hijo de Dios, y yo he sospechado de Su fidelidad? ¿He permanecido inconmovible al pie de la cruz? ¿He hablado de mi agonizante Señor con un espíritu frío e indiferente? ¿He predicado alguna vez a Cristo crucificado con ojos secos y un corazón duro? ¿Doblo mi rodilla en la oración privada y divagan mis pensamientos cuando deberían estar atados de pies y manos a Su amado ser sangrante? ¿Estoy acostumbrado a pasar las páginas de los evangelistas que registran el portentoso sacrificio de mi Señor, y no he regado nunca esas páginas con mis lágrimas? ¿No he hecho nunca una pausa, embelesado por la sagrada frase que registró este milagro de milagros, esta maravilla de maravillas? ¡Oh, corazón duro, debería darte vergüenza! Que Dios te golpee con el martillo de Su Espíritu, y te haga pedazos. Oh, tú, corazón de piedra, alma de granito, espíritu de pedernal, bien pudiera golpear el pecho que te alberga, al pensar que sea yo tan torpe en presencia de un amor tan sorprendente, tan divino.

 

Hermanos, pueden darse golpes de pecho al contemplar la cruz, y lamentarse por haber hecho tan poco por su Señor. Pienso que si alguien hubiera podido bosquejar mi vida futura en el día de mi conversión, y hubiera dicho: “¡Serás sordo y frío en las cosas espirituales y exhibirás poco denuedo y poca gratitud!”, yo habría dicho como Hazael: “Pues, ¿qué es tu siervo, este perro, para que haga tan grandes cosas?” ¡Yo supongo que leo sus corazones cuando digo que la mayoría de ustedes están desilusionados por su propia conducta cuando se compara con las demasiado halagadoras profecías de ustedes mismos! ¡Qué!, ¿he sido perdonado realmente? ¿Soy en verdad lavado en ese tibio arroyo que brotó del costado traspasado de Jesús, y sin embargo no estoy enteramente consagrado a Cristo? ¡Cómo!, ¿llevo  en verdad en mi cuerpo las señales del Señor Jesús, y sin embargo, puedo vivir prácticamente sin un pensamiento sobre Él? ¿He sido arrancado del fuego como un tizón y a pesar de todo, tengo poco cuidado de librar a otros de la ira venidera? ¿Se inclinó Jesús para ganarme pero yo no trabajo para ganar a otros para Él? ¿Fue Él muy solícito conmigo pero yo sólo soy a medias solícito con Él? ¿Me atrevo a desperdiciar un minuto? ¿Me atrevo a malgastar una hora? ¿Dispongo de una noche para gastarla en vanas pláticas y ociosas frivolidades? Oh, corazón mío, hago bien en darte golpes, porque ante el espectáculo de la muerte del amado Amante de mi alma no me enciendo con el más arrebatado celo, y no soy impelido por el más ardiente amor a una perfecta consagración de cada poder de mi naturaleza, de cada afecto de mi espíritu, de cada facultad de mi ser entero. Esta veta de congoja podría extenderse a mayores distancias todavía. Podríamos seguir con nuestras confesiones, dando golpes todavía, acusando todavía, lamentando todavía, deplorando todavía. Podríamos continuar con las notas graves por siempre, y sin embargo, pudiéramos ser incapaces de expresar suficiente contrición por la vergonzosa manera en la que hemos tratado a nuestro bendito Amigo. Podríamos decir con uno de nuestros escritores de himnos:

 

“Señor, que no llore por nada sino por el pecado,

Y que no llore por nadie sino por Ti;

Y entonces –oh que pudiera hacerlo-

¡Me la pasaría llorando!”

 

Uno desearía convertirse en una Níobe y realizar el deseo de Jeremías, “¡Oh, si mi cabeza si hiciese aguas!”. Incluso la santa extravagancia de George Herbert no nos sorprende, pues quisiéramos cantar con él el canto de DOLOR:

 

“Oh, ¿quién habrá de darme lágrimas? Acudan, torrentes todos,

Moren en mi cabeza y en mis ojos; ¡vengan, nubes y lluvia!

Mi dolor necesita de todas las cosas acuosas

Que la naturaleza haya producido. Que cada vena

Chupe un río que alimente a mis ojos,

A mis ojos llorosos y cansados; demasiado secos para mí

A menos que consigan nuevos conductos, nuevos suministros,

Que los hagan llorar y así reflejen mi estado.

¿Qué son dos vados poco profundos, dos pequeños surtidores

De un mundo menor? Uno mayor sigue siendo pequeño.

Un estrecho armario para mis dolores y dudas,

Que necesitan provisión en medio de todo.

Versos, ustedes son demasiado finos, demasiado sabios,

Para mis ásperas aflicciones. ¡Cesen!, cállense y enmudezcan;

Entreguen sus pies y su prisa a mis ojos,

Y guarden sus rimas para el laúd de algún amante,

Cuyo dolor le permite el uso de música y de rima;

Pues el mío excluye el ritmo, la tonada y el tiempo.

¡Ay, Dios mío!

 

III.   Tal vez habiendo dicho lo suficiente sobre este punto, suficiente si Dios lo bendice y demasiado si es sin Su bendición, permítanme invitarlos, en tercer lugar, a recordar que EN EL CALVARIO, LAS NOTAS DOLOROSAS NO SON LA ÚNICA MÚSICA APROPIADA.

 

Nosotros admiramos a nuestro poeta cuando, en el himno que acabamos de cantar, da la impresión de preguntarse cuál sería la tonada más apropiada para el Gólgota.

 

“Consumado es’; ¿haremos brotar

Cantos de aflicción o de alabanza?

¿Consternarnos al ver morir al Salvador,

O proclamar Su victoria?

 

Si hablamos del Calvario,

¿Cómo pueden surgir cantos de triunfo?

Si del hombre redimido de la calamidad,

¿Cómo fluirán notas de duelo?

 

Él muestra que como nuestro pecado traspasó el costado de Jesús, hay motivo para una lamentación ilimitada, pero como la sangre que fluyó de la herida ha limpiado nuestro pecado, hay una base para dar gracias ilimitadamente; y, por tanto, el poeta, después de haber sopesado el asunto en unos cuantos versos, concluye con esto:

 

‘“Consumado es’, entonemos

Cantos de acción de gracias y de alabanza”.

 

Después de todo, ustedes y yo no estamos en la misma condición de la multitud que había rodeado el Calvario, pues en aquel tiempo nuestro Señor estaba muerto todavía, pero ahora Él en verdad ha resucitado. Faltaban todavía tres días a partir de aquel jueves por la noche (pues hay mucha razón para creer que nuestro Señor no fue crucificado el viernes), en los que Jesús tenía que morar en las regiones de los muertos. Nuestro Señor, por tanto, hasta donde podían verle ojos humanos, era un objeto apropiado de lástima y de duelo y no de acción de gracias; pero ahora, amados, Él vive y reina gloriosamente para siempre. Ningún osario encarcela ese bendito cuerpo. Él no vio ninguna corrupción, pues en el momento en que despuntó el tercer día ya no pudo ser retenido más por los lazos de la muerte, sino que se manifestó vivo a Sus discípulos. Se quedó en este mundo durante cuarenta días. Pasó parte de Su tiempo con aquellos que le conocían en la carne; tal vez una gran parte del tiempo lo pasó con esos santos que salieron de sus tumbas después de Su resurrección, pero es cierto que Él ascendió, como la primicia de los muertos. Él subió a la diestra de Dios, el Padre. No deploren esas heridas pues son radiantes con un esplendor sobrenatural. No lamenten Su muerte; Él vive para no morir más. No lamenten esa vergüenza y esos salivazos:

 

“La cabeza que una vez fue coronada de espinas,

Está ahora coronada de gloria”.

 

Miren arriba y agradezcan a Dios porque la muerte no se enseñorea más de Él. Vive siempre para interceder por nosotros, y pronto vendrá rodeado de compañías de ángeles para juzgar a los vivos y a los muertos. El argumento para tener gozo opaca al motivo de aflicción. Así como una mujer después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo, así, en el pensamiento del Salvador resucitado que ha tomado posesión de Su corona olvidaremos la lamentación de la cruz, y las aflicciones del quebrantado corazón del Calvario.

 

Además, escuchen la estridente voz de los retumbantes címbalos, y que sus corazones se regocijen en su interior pues en Su muerte nuestro Redentor venció a las huestes del infierno. Vinieron furiosamente en contra Suya, sí, vinieron contra Él para devorar Su carne pero tropezaron y cayeron. Le rodearon, y le asediaron como abejas, mas en el nombre de Dios el Adalid los destruyó. Contra toda la multitud de pecados y contra todos los batallones del pozo del abismo se plantó el Salvador, un solitario soldado luchando contra innumerables batallones, pero Él los mató a todos. “La cabeza del dragón ha sido aplastada”. Jesús llevó cautiva la cautividad. Él venció cuando cayó; las notas de victoria han de ahogar para siempre los gritos de aflicción.

 

Además, hermanos, debe recordarse que los hombres han sido salvados. Que esta mañana desfile ante sus alegres ojos la innumerable compañía de los elegidos. Vestidos de blanco vienen en una larga procesión; vienen de tierras distantes, procedentes de todos los climas; previamente de color escarlata por el pecado y negros por la iniquidad, ahora están para siempre completamente blancos, y puros, y sin mancha delante del trono; más allá de la tentación, beatificados, y hechos semejantes a Jesús. ¿Y cómo? Todo fue gracias al Calvario. Allí fue quitado su pecado; allí fue introducida y consumada su justicia eterna. Que los ejércitos que están delante del trono, al agitar sus palmas y tocar sus arpas de oro, los exciten a un gozo como el de ellos, y que esa música celestial acalle las voces más delicadas que consternadamente exclaman:

 

“¡Ay!, ¿y mi Salvador se desangró?

¿Y mi Soberano murió?

¿Quiso entregar esa cabeza sagrada

Por un gusano como yo?”

 

Y eso no es todo. Tú mismo eres salvo. Oh, hermano, este será siempre uno de tus mayores gozos. Que otros sean convertidos por medio de tu instrumentalidad es ocasión para mucha acción de gracias, pero el consejo de tu Salvador es: “Pero no os regocijéis de que los espíritus se os sujetan, sino regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos”. Tú, un espíritu que merecía ser desechado, tú, cuya porción tuvo que haber sido con los demonios, eres perdonado en este día, adoptado, salvado, en camino al cielo. ¡Oh!, mientras piensas que eres salvado del infierno, que eres izado a la gloria, no puedes sino regocijarte de que tu pecado te sea quitado gracias a la muerte de Jesucristo, tu Señor.

 

Por último, hay algo por lo que siempre debemos recordar con gozo la muerte de Cristo, y es que aunque la crucifixión de Jesús pretendía ser un golpe contra la honra y la gloria de nuestro Dios, aunque en la muerte de Cristo el mundo dio muerte –hasta donde pudo- a Dios mismo y así se ganó el detestable título “un mundo deicida”, con todo, nunca recibió Dios tal honra y gloria como la que obtuvo gracias a los sufrimientos de Jesús. ¡Oh, ellos pensaron escarnecerlo, pero izaron Su nombre en lo alto! Ellos pensaron que Dios era deshonrado cuando fue más glorificado. ¿No habían desfigurado la imagen del Invisible? ¿No habían profanado la expresa imagen de la persona del Padre? ¡Ah, eso dijeron ellos! Pero el que se sienta en los cielos bien puede reírse y burlarse de ellos, pues ¿qué hicieron? Sólo rompieron el frasco de alabastro y todas las benditas gotas de la infinita misericordia salieron para perfumar a todos los mundos. No hicieron sino rasgar el velo, y entonces la gloria que había estado oculta entre los querubines resplandeció en todas las tierras. Oh naturaleza, que adoras a Dios con tus antiguos montes sacerdotales, que le exaltas con tus árboles que aplauden, y que le adoras con tus mares que rugen en su plenitud proclamando la alabanza de Jehová; a pesar de todas tus tempestades y llamas de fuego, de tus dragones y tus abismos, de tu nieve y tu granizo, tú no puedes glorificar a Dios como Jesús le glorificó cuando se hizo obediente hasta la muerte. Oh cielo, con todos tus jubilosos ángeles, con tus querubines y serafines que siempre están cantando, con tus himnos tres veces santos, con tus calles de oro y tus armonías sin fin, tú no puedes revelar a la Deidad como Jesucristo la reveló en la cruz. Oh, infierno, con todos tus infinitos horrores y tus llamas inextinguibles, y dolores y aflicciones y alaridos de espíritus torturados, aun tú no puedes revelar la justicia de Dios como Cristo la reveló en Su corazón traspasado sobre el sangriento madero. ¡Oh, tierra y cielo e infierno! Oh tiempo y eternidad, cosas presentes y cosas por venir, visibles e invisibles, ustedes son opacos espejos de la Deidad comparados con el Cordero sangrante. Oh, corazón de Dios, yo no te veo en ninguna parte como en el Gólgota, donde la Palabra encarnada revela la justicia y el amor, la santidad y la ternura de Dios en una llamarada de gloria. Si cualquier mente creada quisiera ver la gloria de Dios, no necesita contemplar los cielos estrellados ni remontarse al cielo de los cielos; sólo tiene que inclinarse al pie de la cruz y ver los torrentes carmesíes que salen a borbotones de las heridas de Emanuel. Si tú quisieras contemplar la gloria de Dios, no necesitas atisbar entre las puertas de perla, sólo tienes que mirar más allá de las puertas de Jerusalén y ver expirar al Príncipe de Paz. Si quisieras recibir el más noble entendimiento de la misericordia y de la grandeza y de la clemencia que llenara jamás a la mente humana, y a la vez, de la justicia y de la severidad y de la ira de Dios, no necesitas alzar tus ojos, ni bajarlos, ni mirar al paraíso, ni contemplar el Tofet; sólo tienes que mirar en el corazón de Cristo completamente traspasado y quebrantado y magullado, y lo habrás visto todo. ¡Oh, el gozo que brota del hecho de que Dios ha triunfado después de todo! Muerte no es el vencedor; el mal no es el amo. No hay dos reinos rivales, uno gobernado por el Dios del bien, y el otro por el Dios del mal; no, el mal está atado, encadenado, y es conducido cautivo; sus músculos están cortados, su cabeza está aplastada; su rey está atado al terrible carro de Jehová-Jesús, y al tiempo que los caballos blancos del triunfo transportan al Vencedor a lo alto de los eternos montes en esplendor de gloria, los monstruos del pozo del abismo se encogen junto a las ruedas de Su carruaje. Por tanto, amados, concluimos este discurso con esta frase de una adoración humilde pero gozosa: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo; como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos”. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Lucas 23: 27-56.   

 

 

 

Traductor: Allan Román

6/Marzo/2014

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