El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Jesucristo es Inmutable
NO. 848
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 3 DE ENERO DE 1869
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy,
y por los siglos”. Hebreos 13: 8.
Un estimado y venerable vicario de una parroquia
de Surrey me ha enviado con motivo de Año Nuevo, durante
un número muy considerable de años, un generoso testimonio de su afecto y un
reconocimiento del placer que la lectura semanal de mis sermones le proporciona.
Incluido en el paquete que su bondad me remite, hay un texto sobre el cual espera
que predique el primer domingo del nuevo año. Este año me envía esta línea de
oro: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”.
Aunque ya he predicado antes sobre este texto, no
debemos temer nunca predicar sobre el mismo texto dos veces, pues la palabra es
inagotable: puede ser pisada en el lagar muchas veces pero siempre se exprime
más vino generoso. Debemos predicar una segunda vez sobre un pasaje sin vacilar,
así como nadie se avergonzaría de ir al pozo del pueblo para meter la cubeta
dos veces o nadie se sentiría apenado por navegar dos veces por el mismo río; la
verdad del Evangelio siempre contiene frescura y, aunque el asunto sea el mismo,
hay formas de presentarlo bajo una luz renovada que traiga un nuevo gozo a
quienes meditan en esa verdad.
Además, ¿qué importa si repetimos nuestras
enseñanzas concernientes a Cristo? ¿Qué importa si oímos una y otra vez las
mismas cosas “tocantes al Rey”? Podemos
permitirnos oírlas. Las repeticiones que conciernen a Jesús son mejores que las
variedades sobre cualquier otro tema. Así como el monarca francés declaró que
prefería oír las repeticiones de Bourdaloue que las novedades de cualquier otra
persona, así también podemos aseverar en lo tocante a nuestro Señor Jesús, que
preferimos oír repetidamente las preciosas verdades que lo glorifican, que
escuchar los más elocuentes discursos solemnes sobre cualquier otro tema en
todo el mundo.
Hay unas cuantas obras de arte y maravillas de
la creación que podrías contemplar cada día de tu vida sin cansarte. Un gran
arquitecto nos dice que sólo hay unos pocos edificios de ese tipo, y da como
ejemplo de uno de ellos a la Abadía de Westminster; y todo el que ha
contemplado alguna vez el mar o las cataratas del Niágara, sabe que no importa
cuántas veces se miren, aunque se vea precisamente el mismo objeto, hay nuevos
tintes, nuevos movimientos de las olas, nuevos destellos de luz, que prohíben la
menor intrusión de la monotonía y proporcionan a la concentración de las aguas
un encanto duradero. Lo mismo ocurre con ese mar de todos los deleites que se
encuentra en el precioso Amante de nuestras almas.
Vayamos, entonces, al antiguo tema de este texto
antiguo, y pidamos que el bendito Espíritu nos dé una nueva unción mientras
meditamos en él. Hemos de notar, primero, el nombre personal de nuestro Señor: Jesucristo. Notemos, en segundo lugar,
Su memorable atributo: “Él es el mismo
ayer, y hoy, y por los siglos”, y luego vamos a decir unas cuantas palabras
acerca de Sus evidentes derechos derivados de la posesión de tal carácter.
I. Primero, entonces, notemos los nombres
personales de nuestro Señor mencionados aquí: “JESÚS CRISTO”.
“JESÚS” está primero. Ese es el nombre hebreo de
nuestro Señor, “Jesús”, o “Josué”. La palabra significa: un Salvador, “porque
él salvará a su pueblo de sus pecados”. Le fue dado en Su cuna.
“Frías en Su
cuna las gotas de rocío refulgen;
Su cabeza
descansa entre las bestias del establo;
Los ángeles
le adoran, reclinado en un profundo sueño,
Hacedor, y
Monarca y Salvador de todo”.
Siendo todavía un infante sostenido en el pecho de Su madre, fue reconocido como
Salvador, pues el hecho de que Dios se encarnara fue el compromiso seguro, la
garantía y el comienzo de la salvación humana. Al pensar simplemente en Su
nacimiento la virgen cantó: “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. Hay
esperanza de que el hombre sea elevado hasta Dios cuando Dios condesciende
bajar hasta el hombre. En el pesebre Jesús merece ser llamado el Salvador, pues
cuando puede decirse que “he aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él
morará con ellos”, hay esperanza de que a la raza caída le serán dadas todas
las cosas buenas.
Él fue llamado Jesús en Su infancia: “El Santo Niño Jesús”. Fue como Jesús que subió con
Sus padres al templo y se sentó en medio de los doctores, oyéndoles y
preguntándoles. Sí, y Jesús como un Maestro en los primeros principios de Su
doctrina es un Salvador, emancipando las mentes de los hombres de la
superstición, liberándolos de las tradiciones de los padres, esparciendo
incluso con Su mano infantil las semillas de la verdad, los elementos de una
gloriosa libertad que emancipará a la mente humana de las cadenas de hierro de
la falsa filosofía y de las supercherías sacerdotales.
Él era Jesús, también, y es comúnmente llamado
así tanto por Sus enemigos como por Sus amigos, en Su vida activa. Es como Jesús, el Salvador, que sana a los
enfermos, que resucita a los muertos, que salva a Pedro del hundimiento y que
rescata del naufragio a la barca sacudida sobre el mar de Galilea. En todas las
enseñanzas de Su vida adulta, en esos laboriosos tres años de diligente
servicio tanto en Su ministerio público como en Su oración privada, Él sigue
siendo Jesús, el Salvador, pues tanto por Su obediencia activa como por Su
obediencia pasiva, nosotros somos salvos. A lo largo de toda Su morada terrenal
Él dejó muy claro que el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había
perdido. Si Su sangre nos redime de la culpa del pecado, Su vida nos muestra
cómo vencer su poder. Si por Su muerte en el madero Él aplasta a Satanás por
nosotros, por Su vida de santidad nos enseña cómo romper la cabeza del dragón
dentro de nosotros. Él es el Salvador como un bebé, el Salvador como un niño y
el Salvador como hombre que trabaja con gran esfuerzo, que labora y que es
tentado.
Pero Él resalta más claramente como Jesús cuando muere en la cruz; fue llamado así
en un escrito del cual su autor dijo: “Lo que he escrito, he escrito”, pues
sobre la cabeza del Salvador moribundo se lee: “JESÚS NAZARENO, REY DE LOS
JUDÍOS”. Allí, Él era preeminentemente el Salvador, siendo hecho
una maldición por nosotros para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios
en Él. Después de contemplar las agonías de muerte de su Maestro, el apóstol
amado dijo: “Nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al
Hijo, el Salvador del mundo”. En el Calvario se vio que el Hijo de Dios a otros
salvó, aunque, por causa de una bendita incapacidad de amor, “a sí mismo no se
pudo salvar”. Cuando fue llevado a sentir la ira de Dios por cuenta del pecado,
y sufrió dolores desconocidos como nuestro sustituto, cuando fue obligado a
atravesar la densa oscuridad y el ardiente calor de la ira divina, entonces Él
fue, de acuerdo a la Escritura, “el Salvador de todos los hombres, mayormente
de los que creen”. Sí, es en el madero que Cristo es peculiarmente un Salvador.
Si no fuera nada mejor que nuestro ejemplo, ¡ay de nosotros!
Podríamos estar agradecidos por el ejemplo si pudiéramos imitarlo, pero sin el
perdón que nos preserva y la gracia que nos otorga poder para la santidad, el
ejemplo más brillante sería una exasperación de nuestra aflicción. Que se nos
muestre lo que deberíamos ser, sin que se nos facilite un método mediante el
cual podamos alcanzarlo, sería escarnecer nuestra miseria. Pero Jesús nos saca
del horrible hoyo en el que estábamos caídos, nos saca de la arcilla cenagosa
por la eficacia de Su sacrificio expiatorio y, entonces, habiendo puesto
nuestro pie sobre una roca por el poder de Sus méritos, Él mismo guía el camino
hacia la perfección y, así, es un Salvador tanto en la vida como en la muerte.
“Que Jesús
salva del pecado y del infierno,
Es una verdad
divinamente cierta;
Y sobre esta
roca nuestra fe puede descansar
Inconmoviblemente
segura.”
Todavía con el nombre de Jesús, nuestro Señor resucitó de los muertos. Los
evangelistas se deleitan en llamarlo: Jesús, en Su aparición a Magdalena en el
huerto y en Su manifestación a los discípulos cuando estaban reunidos estando
las puertas cerradas. Él es siempre Jesús para ellos como el Resucitado.
Amados, como somos justificados por Su
resurrección, hacemos bien en considerarlo como Salvador bajo ese aspecto. La
salvación está más vinculada todavía con un Cristo resucitado, porque por Su
resurrección lo vemos destruyendo a la muerte, derribando la prisión del
sepulcro y llevándose, como otro Sansón, las puertas de la tumba. Él es un
Salvador para nosotros puesto que ha vencido al último enemigo que será
destruido, para que nosotros, habiendo sido salvados del pecado por Su muerte,
seamos salvados de la muerte por Su resurrección.
Jesús es el título con el cual Él es llamado en gloria, pues “A éste, Dios ha
exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel
arrepentimiento y perdón de pecados”. Él es hoy “el Salvador del cuerpo”. Lo adoramos
como el único sabio Dios y nuestro Salvador. “Puede también salvar
perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para
interceder por ellos”.
Como Jesús vendrá
en breve, y nosotros estamos “aguardando la esperanza bienaventurada y la
manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. Nuestro
clamor diario es, “Sí, ven, Señor Jesús”. Sí, y este es el nombre, el nombre de
“Jesús”, por el cual es conocido en el
cielo en esta hora. Así habló de Él el ángel antes de ser concebido por la
virgen; así le sirven los ángeles y cumplen Sus órdenes, pues Él le dijo a Juan
en Patmos: “Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas”.
Los ángeles profetizaron Su venida bajo ese nombre sagrado. Vinieron a quienes
estaban mirando a lo alto, y les dijeron: “Varones galileos, ¿por qué estáis
mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo,
así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Bajo este nombre los diablos le
temen, pues ¿acaso no dijeron: “A Jesús conozco, y sé quién es Pablo; pero
vosotros, quiénes sois?” Este es el encanto que ata los corazones de los
querubines con cadenas de amor, y ésta es la palabra que hace que las huestes
del infierno tiemblen y se acobarden. Este nombre es el gozo de la iglesia en
la tierra y es el gozo de la iglesia en lo alto. Es una palabra común, un
nombre de casa para nuestro amado Redentor en medio de la familia de Dios aquí
abajo, y allá arriba donde todavía es cantado:
“Jesús, el
Señor, inspira sus arpas:
¡Jesús, mi
Amor, cantan!
Jesús, la
vida de nuestros gozos,
Resuena dulce
desde cada cuerda”.
Ese hombre de Dios, el señor Henry Craik, de
Bristol, quien, para nuestra gran tristeza fue llamado a su reposo
recientemente, en su pequeña obra sobre el estudio de la lengua hebrea, -como
un ejemplo de cuánto puede ser extraído de una sola palabra hebrea- nos dice que
el nombre de ‘Jesús’ es particularmente rico y sugerente para la mente del
estudioso del hebreo. Proviene de una raíz que significa amplitud,
espaciosidad, y luego llega a significar: dejar suelto, dejar libre, liberar y
así llega a su uso común entre nosotros, es decir, el de Salvador.
Hay dos palabras en el nombre de Jesús. Una es
una contracción de la palabra “Jehová”, y la otra es la palabra que acabo de
explicarles, que termina significando: “salvación”. Si desarmamos la palabra,
Jesús significa: JEHOVÁ-SALVACIÓN. Revela para ustedes la gloriosa esencia y la
naturaleza de Cristo como Jehová, “Yo soy el que soy”, y luego revela, en la
segunda parte de Su nombre, Su grandiosa obra en favor de ustedes al dejarlos
en libertad y liberarlos de toda su angustia.
Amado compañero cristiano, piensa en la
amplitud, en la espaciosidad, la anchura, la abundancia y la autosuficiencia
ilimitada que están concentradas en la persona del Señor Jesús. “Agradó al
Padre que en él habitase toda plenitud”. No tienen a un Cristo contraído, no
tiene a un Salvador estrecho. ¡Oh, la infinitud de Su amor, la abundancia de Su
gracia, la suma grandeza de las riquezas de Su amor hacia nosotros! No hay
palabras en ninguna lengua que pudieran expresar suficientemente el alcance
infinito e ilimitado de las riquezas de la gloria de Cristo Jesús nuestro
Señor. La palabra que yace en la raíz de Su nombre “Jesús”, o “Josué”, tiene a
veces el significado de riquezas; y ¿quién podría decir cuántas riquezas de
gracia y de gloria están concentradas en Emanuel?
El señor Craik nos informa que otra forma de la
misma palabra significa “un clamor”. “Está atento a la voz de mi clamor, Rey
mío y Dios mío”. Así, salvación, riquezas, un clamor, todo ello se deriva de la
misma raíz, y todo ello encuentra su respuesta en nuestro Josué o Cristo.
Cuando Su pueblo clama desde sus prisiones, entonces Él viene y lo deja libres,
viene con toda la amplitud y la riqueza de Su gracia eterna, con toda la
plenitud de desbordante poder y, liberándolos de toda forma de esclavitud, les
permite gozar de las riquezas de la gloria atesorada en Él mismo. Si esta
interpretación hiciera más amado el nombre de Jesús aunque fuera sólo una
partícula, seguramente me alegraría mucho.
Si hay tanto contenido en un solo nombre, ¡piensen
cuánto más no habrá acumulado en Él mismo! Y si podemos decir con honestidad
que sería difícil explicar el pleno sentido de este solo nombre hebreo que
pertenece a Cristo, ¿cuánto más difícil sería dar jamás el pleno sentido de
todo Su carácter? Si Su solo nombre es esa mina de excelencia, ¿qué no será Su
persona? Si esto, que no es sino una parte de Su vestidura, huele de tal manera
a mirra, y áloes y casia, oh, ¿qué no será Su bendita persona sino un manojo de
mirra que estará para siempre en medio de nuestro pecho para ser el perfume de
nuestra vida y el deleite de nuestra alma?
“Precioso es
el nombre de Jesús,
¿Quién podría
desentrañar ni la mitad de su valor?
Más allá de
las preces angélicas,
Dulcemente
cantado con arpas de oro.
Precioso
cuando gimiendo rumbo al Calvario
Él sostenía
el maldito madero;
Precioso
cuando Su muerte expiatoria,
Puso un
término al pecado por mí.
Precioso
cuando los sangrientos azotes
Provocaron
que las gotas sagradas rodaran;
Precioso
cuando las oleadas de ira
Abrumaron Su
alma santa.
Precioso
cuando fue victorioso en Su muerte,
Él derrota a
las huestes del infierno;
En Su
resurrección glorioso,
Fue coronado
victorioso sobre todos Sus enemigos.
¡Precioso
Señor! Más allá de toda expresión,
Son Tus
bellezas todas divinas;
Gloria,
honor, poder y bendición,
Sean Tuyas
desde ahora y para siempre”.
Todo esto hemos dicho acerca del nombre hebreo. Ahora
consideren reverentemente el segundo título: Cristo. Ese es un nombre griego, un nombre gentil: Ungido. Así pueden
ver que tienen el nombre hebreo: Josué, Jesús, y luego el nombre griego: ‘Christos’,
Cristo; así que podemos ver que ya no hay judío ni griego porque todos son uno
en Cristo Jesús. La palabra Cristo, como todos ustedes saben, significa ‘ungido’,
y como tal nuestro Señor es llamado a veces “el Cristo”, “el propio Cristo”;
otras veces, “el Cristo del Señor”, y a veces, “el Cristo de Dios”. Él es el
ungido del Señor, nuestro Rey y nuestro Escudo.
Esta palabra “Cristo” nos enseña tres grandes
verdades: primero, indica Sus oficios. Él
ejerce oficios en los que es necesaria la unción, y son tres: el oficio de Rey,
el de Sacerdote y el de Profeta. Él es Rey en Sion, ungido con óleo de alegría
más que a Sus compañeros, tal como se dijo en la antigüedad: “Hallé a David mi
siervo; lo ungí con mi santa unción. Mi mano estará siempre con él, mi brazo
también lo fortalecerá… Asimismo pondré su mano sobre el mar, y sobre los ríos
su diestra… Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes
de la tierra”. Saúl, el primer rey de Israel, fue ungido con un frasco de
aceite, pero David fue ungido con un cuerno de aceite, como para significar la
mayor plenitud de su poder y la excelencia de su reino; pero en cuanto a
nuestro Señor, Él ha recibido el espíritu de unción sin medida, Él es el Ungido
del Señor, para quien es ordenada una lámpara que no se apaga. “Allí haré
retoñar el poder de David; he dispuesto lámpara a mi ungido”.
Amados, al pensar en ese nombre: Cristo, hemos
de entregarle nuestras almas a Él, a quien Dios ha ungido para ser Rey. Defendamos
Sus derechos sobre Su iglesia, pues Él es Rey en Sion, y nadie tiene el derecho
de gobernar sino en sujeción a la grandiosa Cabeza de todo y bajo ella, quien
en todas las cosas ha de tener preeminencia. Defendamos Sus derechos dentro de
nuestros propios corazones, buscando echar fuera todos los objetos rivales,
deseosos de conservar castas nuestras almas para Cristo, y de hacer que cada
miembro de nuestro cuerpo, aunque pudo haberse entregado al pecado anteriormente,
se subordine al Rey ungido que tiene un derecho a gobernar sobre él.
Además, el Señor Cristo es Sacerdote. Los
sacerdotes eran ungidos. No debían asumir ese oficio por sí mismos, ni podían
hacerlo sin haber cumplido con la ceremonia que los consagraba. Jesucristo,
nuestro Señor, tiene una gracia dada a Él que ningún otro sacerdote tuvo jamás.
El ungimiento exterior de los sacerdotes era solamente simbólico, pero el Suyo
es el verdadero y real. Él ha recibido aquello que el óleo sólo establecía como
tipo y sombra; Él tiene la unción real del Altísimo.
Amados, hemos de mirar siempre a Cristo como el
Sacerdote ungido. Alma mía, tú no puedes venir nunca a Dios excepto a través
del único Sumo Sacerdote, siempre vivo y verdaderamente ungido, de nuestra
profesión. Oh, no busques ni por un momento venir sin Él, ni a través de
cualquier embaucador que se llame a sí mismo: ‘un sacerdote’. Sumo Sacerdote de
la casa de Dios, te vemos ordenado así, y ponemos nuestra causa en Tus manos.
Ofrece nuestros sacrificios por nosotros, presenta nuestras oraciones, toma Tú
nuestras alabanzas y ponlas en el incensario de oro, y Tú mismo ofrécelas
delante del trono de Tu Padre. Regocíjense, hermanos míos, cada vez que oigan
el nombre de Cristo, porque Aquel que lo lleva es ungido para ser Sacerdote.
Lo mismo sucede en relación con el oficio
profético. Vemos a Eliseo ungido para profetizar, y así es Jesús el profeta
ungido en medio de Su pueblo. Pedro le habló a Cornelio de “cómo Dios ungió con
el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo
bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con
él”.
Él fue ungido para predicar las buenas nuevas y
para sentarse como Maestro de Israel. Nosotros sostenemos que ninguna enseñanza
de hombre es autoritativa entre nosotros, excepto el testimonio de Cristo. La
enseñanza del Cristo del Señor es nuestro credo, y nada más. Doy gracias a Dios
porque en esta iglesia no tenemos que dividir nuestra lealtad entre algún
venerable conjunto de artículos y la enseñanza de nuestro Señor. Uno es nuestro
Maestro, y no reconocemos ningún derecho de nadie para obligar la conciencia de
otro; aunque fueran grandes en piedad y profundos en conocimiento, como Agustín
y Calvino, cuyos nombres honramos pues Dios los honró, aun así no tienen
dominio sobre el juicio privado en relación al pueblo de Dios. Jesucristo es el
Profeta de la Cristiandad. Sus palabras tienen que ser siempre la primera y la
última apelación. Este, entonces, es el significado de la palabra “Cristo”
(“Christos”). Él es ungido como Rey, Sacerdote y Profeta.
Pero significa algo más que eso. El nombre
Cristo declara Sus derechos a esos
oficios. Él no es Rey porque se erija como tal. Dios lo ha establecido como
Rey sobre Su santo monte de Sion, y lo ha ungido para gobernar. Él es también
Sacerdote, pero no ha asumido el sacerdocio por Sí mismo, pues Él es la
propiciación a quien Dios ha designado para el pecado humano. Él es el mediador
a quien Dios ha nombrado, y lo ha establecido para ser el único mediador entre
Dios y el hombre. Y en cuanto a Su oficio de profeta, Él no habla por Sí mismo;
lo que ha aprendido del Padre, eso nos ha revelado. No llega como un profeta
que asume el oficio, sino que Dios lo ha ungido para predicar las buenas nuevas
a los pobres, y para venir en medio de Su pueblo con las bienvenidas nuevas del
amor eterno.
Además, esta unción significa una tercera cosa:
que así como Él tiene el oficio, y es Suyo por derecho, así también Él tiene las calificaciones para la obra.
Él es ungido para ser rey. Dios le ha dado poder regio, y sabiduría, y
gobierno; lo ha hecho apto para gobernar en la iglesia y para reinar sobre el
mundo. Ningún rey es mejor que Cristo, nadie es tan majestuoso como Aquel que
llevó la corona de espinas pero que pondrá sobre Su cabeza la corona de la
monarquía universal. Tiene también las calificaciones para ser sacerdote, y son
calificaciones tales como no las tuvo Melquisedec; tales como no pueden ser
encontradas en toda la casa de Aarón, en toda la larga línea de su estirpe.
Bendito Hijo de Dios, perfecto en Ti mismo, que
no necesitas un sacrificio para Tu propia causa; Tú le has presentado a Dios
una ofrenda que ha perfeccionado para siempre a quienes has apartado, y ahora,
sin necesidad de hacer otro sacrificio, Tú has quitado para siempre el pecado.
Lo mismo sucede con el oficio de profeta del
Señor. Él tiene poder para enseñar. “La gracia se derramó en tus labios; por
tanto, Dios te ha bendecido para siempre”. Todas las palabras de Cristo son
sabiduría y verdad. La sustancia de la verdadera filosofía y del conocimiento
cierto han de encontrarse en Él, que es la sabiduría y el poder de Dios. ¡Oh,
esa palabra “Cristo”! Pareciera crecer en nosotros cuando reflexionamos en
ella; nos muestra los oficios de Cristo, Su derecho a ejercer dichos oficios, y
Sus calificaciones para ellos.
“¡Cristo,
ante Ti se inclinan nuestros espíritus!
¡Profeta,
Sacerdote y Rey eres Tú!
Cristo,
ungido del Señor,
Por siempre
has de ser adorado”.
Ahora, junten los dos títulos y hagan resonar la
armonía de las dos melodiosas notas: Jesucristo, Salvador-ungido. ¡Oh, cuán
bendito! ¿No ven que nuestro Amado es un Salvador debidamente designado, un
Salvador abundantemente calificado? Alma mía, si Dios designa a Cristo como
Salvador de los pecadores, ¿por qué preguntas? Dios lo erigió como el Salvador
de los pecadores. Vengan, entonces, ustedes, pecadores, tómenlo, acéptenlo y
descansen en Él. ¡Oh, cuán necios somos cuando comenzamos a hacer preguntas, y
a levantar objeciones y dificultades! Dios declara que Cristo es un Salvador
para todos los que confían en Él. Mi pobre corazón confía en Él: tiene paz.
Pero, ¿por qué algunos de ustedes imaginan que no puede salvarlos, o preguntan:
“Cómo pudiera ser que este hombre me salve?” Dios lo ha designado, tómalo y
descansa en Él. Además, Dios lo ha habilitado, dándole la unción de un
Salvador. Qué, ¿piensas que Dios no lo ha ceñido con suficiente poder, o que no
lo ha provisto con el suficiente mérito con el que pueda salvarte tal como
eres? ¿Habrás de limitar lo que Dios ha hecho? ¿Habrás de pensar que Su unción
es imperfecta y que no puede habilitar a Jesús para resolver tu caso? ¡Oh, no calumnies
así la gracia del cielo! No desprecies de esa manera la sabiduría del Señor;
mas honra al Salvador ungido por Dios viniendo ahora, tal como eres, y poniendo
tu confianza en Él.
II. Ahora hemos de examinar el segundo punto, SUS
MEMORABLES ATRIBUTOS.
Se dice que Él es el mismo. Ahora, Jesucristo no
ha sido el mismo en todo tiempo, en cuanto a Su condición, pues una vez fue
adorado por los ángeles pero posteriormente fue escupido por los seres viles.
Él canjeó los esplendores celestiales de la corte de Su Padre por la pobreza de
la tierra, la degradación de la muerte y la humillación del sepulcro.
Jesucristo no es y no será siempre el mismo en cuanto a ocupación. Una vez vino
a buscar y a salvar lo que se había perdido, pero nosotros, en verdad,
cantamos: “El Señor vendrá, pero no el mismo que una vez vino en humildad”.
Vendrá con un propósito muy diferente; vendrá para esparcir a Sus enemigos y
para quebrantarlos con vara de hierro. Entonces, no hemos de tomar la expresión
“el mismo” en el más ilimitado sentido concebible. Revisando el texto griego,
uno advierte que pudiera ser leído así: “Jesucristo, Él mismo, ayer, y hoy, y por los siglos”. El Salvador ungido es
siempre Él mismo. Él es siempre Jesucristo; y la palabra “mismo”me parece que
muestra la más íntima relación con los dos títulos del texto, y es lo mismo que
si dijera que Jesucristo es siempre Jesucristo, ayer, y hoy, y por los siglos.
Jesucristo es siempre Él mismo; de cualquier manera, si esa no fuera la
traducción correcta, es una frase muy correcta y bendita: es dulcemente cierto
que Jesucristo es siempre Él mismo. La inmutabilidad es atribuida a Cristo y nosotros
comentamos que Él fue por siempre para Su
pueblo lo que es ahora, pues Él era el mismo ayer. Se han establecido
distinciones, por ciertos hombres sumamente sabios (medidos por su propia
estimación de sí mismos), entre el pueblo de Dios que vivió antes de la venida
de Cristo, y aquellos que vivieron posteriormente. ¡Hemos llegado a oír que se
afirma incluso que aquellos que vivieron antes de la venida de Cristo no
pertenecen a la iglesia de Dios! No se sabe qué nuevas cosas oiremos, y tal vez
es una misericordia que estas cosas absurdas sean reveladas una a la vez, para
que seamos capaces de soportar su estupidez sin morirnos de asombro. Vamos,
cada hijo de Dios en cada lugar está parado sobre la misma base; el Señor no
tiene algunos hijos preferidos, otra prole de segunda clase, y otros de los que
casi no se preocupa. Esos que vieron el día de Cristo antes de que llegara,
tenían una gran diferencia en cuanto a lo que sabían, y tal vez, en la misma
medida, una diferencia en cuanto a lo que gozaron mientras vivieron en la
tierra al meditar sobre Cristo; pero todos ellos fueron lavados en la misma
sangre, todos fueron redimidos con el mismo precio de rescate, y fueron hechos
miembros del mismo cuerpo. Israel en el pacto de gracia no es el Israel
natural, sino todos los creyentes de todas las épocas. Antes de la primera
venida, todos los tipos y sombras apuntaban en una dirección: apuntaban a
Cristo, y todos los santos lo miraban a Él con esperanza. Aquellos que vivieron
antes de Cristo no fueron salvados con una salvación diferente de la salvación
que vendrá a nosotros. Ellos ejercieron la fe igual que nosotros debemos
hacerlo; esa fe luchó como lucha la nuestra, y esa fe obtuvo su recompensa como
la obtendrá la nuestra. Tan semejante como es el rostro de un hombre al rostro
que ve en el espejo, así es semejante la vida espiritual de David a la vida
espiritual del creyente de ahora. Tomen el libro de los Salmos en su mano, y
olvidando por un instante que tienen la representación de la vida de una
persona de tiempos antiguos, podrían suponer que David lo acabó de escribir
ayer. Incluso en lo que escribe de Cristo, pareciera como si vivió después de
Cristo en vez de antes de Él, y tanto en lo que ve de sí mismo como en lo que
ve de su Salvador, pareciera ser más bien un escritor cristiano que uno judío;
quiero decir que viviendo antes de Cristo tiene las mismas esperanzas y los
mismos temores, los mismos gozos y las mismas aflicciones, y hay la misma
estimación de su bendito Redentor que ustedes y yo tenemos en estos tiempos. Jesús
era el mismo ayer como un Salvador ungido para Su pueblo como lo es hoy, y ellos
recibieron de Él dones igualmente preciosos. Si la apreciable agrupación de los
profetas pudiera estar aquí hoy, todos les testificarían que Él fue el mismo en
cada oficio en los tiempos de ellos como lo es en nuestros días.
Jesucristo
es ahora el mismo que fue en tiempos idos, pues el texto dice: “El mismo ayer, y
hoy, y por los siglos”. Él es hoy el mismo que era desde la vieja eternidad.
Antes de todos los mundos Él planeó nuestra salvación y estableció un pacto con
Su Padre para llevarla a cabo. Sus deleites eran con los hijos de los hombres
en prospecto, y ahora, hoy, está tan inconmovible en cuanto a ese pacto como
siempre. Él no perderá a quienes le fueron dados entonces,
ni fallará ni será desanimado antes de que cada estipulación de ese pacto sea
cumplida. Todo lo que había en el corazón de Cristo antes de que las estrellas
comenzaran a brillar, ese mismo infinito amor está allí hoy. Jesús es hoy el
mismo que fue cuando estuvo aquí en la tierra. Hay mucho consuelo en este
pensamiento. Cuando Él habitó entre los hombres, estaba sumamente dispuesto a
salvar. “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados”, fue el peso de
Su clamor; Él sigue llamando todavía a los trabajados y cargados para que
vengan a Él. En los días de Su carne no quiso maldecir a la mujer encontrada en
adulterio, ni tampoco quiso rechazar a los publicanos y pecadores que se reunían
para oírle; Él todavía está lleno de piedad para los pecadores, y les dice
todavía: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Esa deleitable frase que
tan agraciadamente salió de Sus labios: “Tus muchos pecados te son perdonados”,
es todavía Su expresión favorita en los corazones humanos.
Oh, no piensen que Cristo se ha vuelto distante
y reservado en el cielo, de tal manera que no pueden acercarse a Él. Tal como
era aquí, un Cordero manso y apacible, un hombre a quien los hombres se
acercaban sin dudarlo ni un instante, así es Él ahora. Vengan valerosamente a
Él, ustedes que son los más viles y los más culpables, acérquense a Él con
corazón quebrantado y ojos llorosos. Aunque Él sea Rey y Sacerdote y esté
rodeado de un esplendor desconocido, todavía retiene el mismo corazón amoroso y
las mismas generosas simpatías para con los hijos de los hombres. Él es todavía
el mismo en Su habilidad así como en Su disposición para salvar. Él es todavía
Jesucristo, el Salvador ungido. En Sus días terrenales tocó al leproso y le dijo:
“Quiero; sé limpio”; llamó a Lázaro de la tumba, y Lázaro salió; pecador, Jesús
es todavía capaz de sanarte o revivirte ahora como lo hacía entonces. “Puede
también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo
siempre para interceder por ellos”. Ahora que la sangre ha sido realmente
derramada y que el sacrificio ha sido ofrecido plenamente, no hay límite para
la habilidad de salvar de Cristo. Oh, ven y confía en Él, y encuentra salvación
en Él ahora.
Creyente, te servirá de ánimo recordar también
que cuando nuestro Señor estaba aquí en la tierra, mostró una gran perseverancia
en Su arte de salvar. Podía decir: “De los que me diste, no perdí ninguno”.
Regocíjense porque Él es el mismo hoy. No echará fuera a ninguno de ustedes, ni
permitirá que Sus pequeñitos perezcan. Él salvó a todos en los días de Su
carne; Él se cuida de guardar a todos seguramente en estos días de Su gloria.
Él es el mismo hoy, entonces, como lo era en la tierra.
Bendito sea Su nombre, Jesucristo es hoy el mismo
que era en los días apostólicos. Entonces, Él dio la plenitud del Espíritu;
entonces, cuando ascendió a lo alto, dio dones a los hombres: apóstoles,
predicadores, maestros de la palabra. No pensemos que no veremos ahora días tan
buenos como ellos los vieron en Pentecostés. Él es el mismo Cristo. Él podría
convertir tan fácilmente a tres mil personas con un sermón hoy, como en el
tiempo de Pedro; Su Santo Espíritu no está exhausto, pues Dios no le da el
Espíritu por medida. Tenemos que orar para que Él levante entre nosotros
hombres eminentes para proclamar el Evangelio. Nosotros no oramos por el
ministerio lo suficiente. El ministerio es peculiarmente el don de la
ascensión. Cuando Él ascendió a lo alto recibió dones para los hombres y ¿qué
les dio? Pues, apóstoles, maestros, predicadores. Cuando pedimos la salvación,
argumentamos la sangre. ¿Por qué no pedimos ministros y no argumentamos la
ascensión? Si hiciéramos más esto, veríamos que entre nosotros se levantan más
Whitefields y Wesleys, más Luteros y Calvinos, más hombres de cepa apostólica y
entonces la iglesia reviviría. Jesús es el mismo para enriquecer a Su pueblo
con todos los dones espirituales en este año de 1869, como lo era en el año
cuando ascendió a Su trono. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los
siglos”.
Él es hoy el mismo como lo fue para con nuestros
padres. Ellos partieron a su descanso, pero antes de irse nos dijeron lo que
Cristo era para ellos; cómo los socorrió en su tiempo de peligro; cómo los
liberó en su hora de aflicción. Él hará por nosotros justo lo que hizo por
ellos. Algunos que vivieron antes de nosotros fueron al cielo en un carro de
fuego, pero Cristo fue muy precioso para ellos en la hoguera. Nosotros tenemos
nuestros martirologios que leemos con asombro. ¡Cuán sustentadora fue la
compañía de Cristo para quienes estuvieron en prisión, para aquellos que fueron
arrojados a los leones, para aquellos que anduvieron de acá para allá cubiertos
de pieles de ovejas y de cabras! Inglaterra, Escocia –todos los países donde Cristo
fue predicado- se han teñido con sangre
y se han ennoblecido con los testimonios de los fieles. Todo lo que Jesús fue
para estos seres dignos que han partido, lo es todavía para Su pueblo. Sólo
tenemos que pedírselo a Dios, y recibiremos el mismísimo beneficio.
“Jesucristo es el mismo hoy”, dice el texto.
Entonces Él es el mismo hoy como lo ha sido para nosotros en el pasado. Hemos
experimentado grandes deleites por la presencia de Dios; en verdad recordamos
el amor de nuestros esponsales, y si no tenemos los mismos gozos hoy, no es por
culpa Suya. Está todavía la misma agua en el pozo, y si no la hemos sacado, es
culpa nuestra. Nos hemos apartado del fuego y por eso estamos fríos; hemos
caminado en dirección contraria a Él, y por tanto, Él camina en dirección
contraria a nosotros. Retornemos a Él y Él estará tan contento de recibirnos
como en nuestro primer momento de arrepentimiento. Retornemos a Él. Su corazón
está tan lleno de amor, y está tan dispuesto a llorar sobre nuestro cuello como
cuando venimos por primera vez y buscamos el perdón de Sus manos. Hay mucha
dulzura en el texto, pero no puedo demorarme más sobre esa parte del tema;
bástenos recordar que Jesucristo es el mismo hoy como lo fue siempre.
Ahora, prosiguiendo, Cristo será mañana lo que ha sido ayer y es hoy. Nuestro Señor
Jesucristo no cambiará en ningún respecto a lo largo de toda nuestra vida.
Podría pasar mucho tiempo antes de que descendamos a nuestras tumbas, pero
aunque estos cabellos se tornen todos grises, y estos miembros comiencen a tambalearse
y estos ojos se debiliten, Jesucristo tendrá el rocío de Su juventud en Él, y
la plenitud de Su amor fluirá todavía hacia nosotros. Y después de la muerte, o
si no morimos, en la venida de Cristo y en Su glorioso reino, Jesús será el
mismo para Su pueblo entonces como ahora. Pareciera que circula ampliamente una
noción entre algunos, que después de Su venida Cristo tratará de manera
diferente con Su pueblo de como lo hace ahora. He sido informado por una
escuela moderna de inventores (y, como les digo, vivimos para aprender) que
algunos de nosotros seremos excluidos del reino cuando Cristo venga. ¡Salvados
por la sangre preciosa y llevados muy cerca, y
adoptados como miembros de la familia, y nuestros nombres escritos sobre el
pectoral de Cristo y, sin embargo, algunos de nosotros seremos excluidos del
reino! Tonterías. Yo no veo nada en la palabra de Dios, aunque pudiera haber
mucho en las fantasías de los hombres, para apoyar estas novedades.
El pueblo de Dios, igualmente comprado con
sangre, e igualmente amado por el corazón de Jesús, será tratado sobre la misma
base y la misma balanza; ellos nunca serán puestos bajo la ley, nunca vienen a
Cristo para encontrar que Él los gobierna como un Juez legal que los golpea con
muchos golpes en un estado futuro, o los excluye de Su estado de Majestad
milenial. Él no dará a nadie, como un mero asunto de recompensa, una regla y un
gobierno que excluyan a otros de los miembros de Su familia redimida; siempre van
a encontrarlo tratándolos a todos conforme a los dictados del amor que no
cambia y de la gracia inmutable; y las recompensas del estado milenial serán
siempre las de la gracia, serán tales que no excluirán al más insignificante de
todos los miembros de la familia, sino que todos tendrán muestras de recompensa
procedentes de la mano del amado Señor. Yo sé que no me amará hoy, dándome vislumbres
de Su rostro y dejándome deleitarme en Su nombre y, sin embargo, después de
todo, que me diga cuando venga que he de quedarme afuera en el frío, sin entrar
en Su reino. Yo no tengo ni una sombra de fe en el purgatorio del destierro,
que ciertos despreciadores del ministerio han decidido erigir. Me maravilla que
en una denominación protestante surja un dogma tan villano como el dogma del
purgatorio, y eso, también, proveniente de aquellos que dicen que no son
sectarios. Todos estamos equivocados excepto ellos, hermanos; ellos son
profundamente cultos y pueden descubrir lo que los más capaces teólogos no han
visto nunca. Que Jesús amará a Su pueblo en el tiempo venidero tan fuertemente
como lo hace ahora, parece ser una doctrina que si es destruida o es negada,
arrojaría aflicción sobre toda la familia de Dios.
A lo largo de toda la eternidad, en el cielo,
Jesucristo será siempre el mismo, con el mismo amor para Su pueblo, y ellos
tendrán el mismo trato familiar con Él; es más, le verán cara a cara, y se
regocijarán por siempre en Él como su Salvador inmutable y ungido.
III. Nuestro tiempo se ha acabado, y por tanto, sólo
diré dos o tres palabras sobre LOS DERECHOS EVIDENTES de nuestro Señor.
Si nuestro Señor es “el mismo ayer, y hoy, y por
los siglos”, de acuerdo al contexto de nuestro texto, Él ha de ser seguido hasta el fin. Observen el versículo séptimo: “Acordaos
de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya
sido el resultado de su conducta, e imitad su fe”; el significado es que estos
santos hombres terminaron sus vidas con Cristo; su salida fue para ir a Jesús,
y para reinar con Él.
Amados, si el Señor es todavía el mismo, síganlo
hasta alcanzarlo. Su salida de esta vida los llevará donde Él está, y lo
encontrarán entonces como siempre fue. Lo verán tal como es. Si Él fuera un
fuego fatuo, por siempre cambiando, sería peligroso seguirlo, pero puesto que
Él es siempre e igualmente digno de su admiración y ejemplo, síganlo por
siempre. El discurso que pronunció Enrique Sexto de Francia fue muy elocuente,
cuando en la víspera de la batalla, les dijo a sus soldados: “Caballeros,
ustedes son franceses, y yo soy su rey. ¡Allí está el enemigo!” Jesucristo
dice: “Ustedes son mi pueblo; Yo soy su líder. ¡Allí está el enemigo!” ¿Cómo
nos atreveremos a hacer cualquier cosa indigna de un Señor tal como Él es, o de
tal ciudadanía como la que nos ha otorgado? Si somos en verdad Suyos, y si Él
es en verdad inmutable, perseveremos hasta el fin por el poder de Su Santo
Espíritu, para que obtengamos la corona.
El siguiente derecho evidente de Cristo sobre
nosotros es que hemos de estar firmes en
la fe. Noten el versículo noveno: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y
por los siglos. No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas”. No hay
nada nuevo en teología salvo aquello que es falso. Todo lo que es verdadero es
antiguo, aunque no digo que todo lo que es antiguo sea verdadero. Algunos
hablan de desarrollos como si no estuviera descubierta todavía la religión
cristiana completa; pero la religión de Pablo es la religión de todo hombre que
es enseñado por el Espíritu Santo. Por tanto, no debemos consentir ni por un
momento la idea de que se ha descubierto algo que pudiera corregir la enseñanza
de Cristo; de que ha surgido alguna nueva filosofía o descubrimiento de la
ciencia para corregir el declarado testimonio de nuestro Redentor. Sostengamos
firmemente lo que hemos recibido, y no nos apartemos nunca de “la verdad que ha
sido una vez dada a los santos” por el propio Cristo.
Si Jesús es inmutable, tiene un derecho evidente para nuestra más solemne adoración. La
inmutabilidad es únicamente el atributo de Dios. Quien es “el mismo ayer, y
hoy, y por los siglos”, tiene que ser divino. Entonces, creyente, lleva siempre
tu adoración a Jesús; arroja tu corona a los pies de Aquel que fue crucificado.
Brinda honores divinos y regios a Aquel que se sometió a la ignominia de la
crucifixión. Te ufanas del Hijo de Dios hecho hombre para ti; que nadie te
impida gloriarte de eso. Adórale como a Dios sobre todo, bendito por siempre.
Además, Él exige de nosotros que confiemos en Él. Si Él es siempre el
mismo, aquí hay una roca que no puede ser conmovida; construye sobre ella. Aquí
hay un ancla; arroja tu ancla de esperanza sobre ella y aférrate sólidamente en
tiempo de tormenta. Si Cristo fuera variable, no sería digno de tu confianza.
Puesto que Él es eternamente inmutable, apóyate en Él sin miedo.
Y, por último, si Él es siempre el mismo,
regocíjate en Él, y regocíjate siempre. Si alguna vez tuviste una causa de
regocijarte en Cristo, siempre tienes una causa, pues Él no cambia nunca. Si
ayer podías cantar acerca de Él, hoy puedes cantar acerca de Él. Si Él
cambiara, tu gozo podría cambiar; pero si el torrente de tu alegría brota única
y exclusivamente de este grandioso abismo de la inmutabilidad de Jesús, entonces
nunca detendrá su corriente.
Amados, “regocijaos en el Señor siempre. Otra
vez digo: regocijaos”; y, hasta que apunte el día, y huyan las sombras, hasta
que llegue la bendita hora cuando le veamos cara a cara y seamos hechos
semejantes a Él, éste ha de ser nuestro gozo: que “Él es el mismo ayer, y hoy,
y por los siglos”. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
Hebreos 13.
Traductor: Allan Román
28/Enero/2010
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