El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Resurrección con Cristo
NO. 805
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 12 DE ABRIL DE 1868
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Pero Dios, que es rico en
misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en
pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)”. Efesios
2: 4, 5.
Ha habido últimamente convenciones de todo tipo
de personas sobre toda clase de temas, pero, ¡cuán notable sería una convención,
si fuera posible hacerla, con personas que han sido resucitadas de los muertos!
Si de alguna manera u otra se pudiera juntar al hijo de la sunamita, a la hija
de Jairo, al hijo de la viuda a las puertas de Naín, a Lázaro y a Eutico, ¡cuán
extrañas confidencias podrían compartir los unos con los otros! ¡Qué preguntas
tan singulares podrían formularse, y qué notables revelaciones podrían
presentarnos a nosotros! Eso no es posible y, sin embargo, una mejor y más
notable convención podría ser convocada prestamente sobre las mismas
condiciones, y de las confesiones de sus miembros se podría obtener una
información todavía más importante.
Esta mañana celebramos una convención en esta
casa de ese mismo carácter, pues muchos de nosotros estábamos muertos en delitos
y pecados, lo mismo que los demás, pero confiamos en que por la energía divina
hemos sido vivificados de esa muerte espiritual y ahora somos seres que viven
para alabar a Dios. Sería bueno que nos reuniéramos para conversar, para repasar
el pasado, para regocijarnos en el presente y para esperar con ánimo el futuro.
“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y
pecados”; y como están participando juntos en una convención de hombres
poseedores de la vida de resurrección, ustedes constituyen un cónclave más
notable que si fueran simplemente participantes cuyos cuerpos hubieren sido
revividos, mas no sus espíritus.
La primera parte del discurso de esta mañana
será ocupada por un solemne evento en el
que los llevaremos al osario; en segundo lugar, dedicaremos algún tiempo a revisar un milagro, y observaremos que los muertos reviven; luego
nos volveremos para observar una afinidad
indicada en el texto; y concluiremos con un cántico, pues el texto se lee
de alguna manera como música: está lleno de agradecimiento, y el agradecimiento
es la esencia del verdadero canto; está lleno de un asombro santo y adorador;
es siempre verdadera poesía aunque esté expresada en prosa.
I. Celebremos primero una gran ACTIVIDAD SOLEMNE, y
descendamos al osario de nuestra pobre humanidad.
Conforme a la enseñanza de la sagrada Escritura,
los hombres están muertos, muertos espiritualmente. Ciertas personas vanas
opinan que los hombres quedaron un poco desordenados y magullados por la caída,
heridos en algunos miembros significativos, pero no mortalmente lesionados.
Sin embargo, la palabra de Dios es muy explícita
en este asunto y declara que nuestra raza no está herida, que no está meramente
lesionada, sino que está categóricamente muerta y que permanece muerta en
delitos y pecados. Hay quienes fantasean opinando que la naturaleza humana
caída sufre únicamente de una especie de síncope o desmayo y que sólo necesita
de un proceso que la reanime para devolverle la normalidad. Sólo tienen que poner
en movimiento sus torrentes vitales por medio de la educación y por otras
manipulaciones, y excitar en su interior
algún grado de acción, y entonces la vida se desarrollará rápidamente. Hay
muchas cosas buenas en todo hombre, dicen, y sólo tienen que extraerlo por
medio del entrenamiento y del ejemplo.
Esta es una ficción que es exactamente opuesta a
la enseñanza de la sagrada Escritura. Dentro de esas páginas veraces no leemos
de ningún desmayo ni de ninguna parálisis temporal, antes bien, el nombre para
la condición de la naturaleza es: muerte, y su gran necesidad es la
vivificación. El hombre no está parcialmente muerto, como lo está el marinero
medio ahogado en quien podría permanecer todavía alguna chispa de vida si es
atendido debidamente y es cuidado sabiamente. En el hombre no queda ninguna
chispa de vida espiritual; su condición es la de un absoluto cadáver para todas
las cosas espirituales. “El día que de él comieres, ciertamente morirás”, les
dijo Dios a nuestros primeros padres, y en verdad murieron una muerte
espiritual; y de igual manera, todos sus hijos yacen en esta muerte espiritual,
no una muerte fingida, o metafórica, sino una muerte real, absoluta y
espiritual. Sin embargo, se preguntarán: “¿acaso no están vivos?” En verdad sí,
pero no espiritualmente. Hay diferentes grados de vida. Primero te encuentras
la vida vegetal; pero el vegetal es algo muerto comparado con la vitalidad del
animal. Por encima de la vida animal se ubica la vida mental, una vida
vastamente superior; la criatura que es únicamente un animal está muerta tanto
a los gozos como a las aflicciones de la vida mental. Luego, muy por encima de
la vida mental, y en la misma proporción que la vida mental está por encima de
la vida animal, se levanta lo que la Escritura llama: la vida espiritual, la
vida en Cristo Jesús.
Todos los hombres gozan en mayor o menor
proporción de la vida mental, y es bueno que la cultiven, que obtengan lo más
que puedan de ella, que la apliquen a los mejores usos y que la hagan servir a
los más excelsos fines. El hombre, aún considerando que vive meramente
mentalmente, no ha de ser despreciado ni tratado con ligereza, pero aún así, la
vida mental no puede elevarse por sí misma a la vida espiritual, no puede
penetrar más allá de esa pared mística que separa por siempre la mera vida de
la mente, de la vida de ese nuevo principio, el Espíritu, que es el vástago de
Dios, y que es lo vivo y lo incorruptible que Él deposita en el alma. Si
ustedes pudieran concebir a un hombre que fuera en todos los sentidos como
ustedes mismos pero con esta única diferencia: que su alma no estuviera
presente; que poseyera únicamente sus facultades animales, pero que careciera
de facultades intelectuales, de tal manera que pudiera respirar y caminar,
dormir y comer, beber y hacer ruidos, pero que todo el poder mental hubiere
desaparecido, entonces se referirían a él como a alguien enteramente muerto
para las ocupaciones mentales. Podría ser un animal sumamente vigoroso y bien
desarrollado, pero su condición humana estaría muerta. No serviría de nada
explicarle una proposición, o resolver algún problema en el pizarrón para su
instrucción, u ofrecerle siquiera el libro escolar más sencillo, pues si no tuviera
una mente para entenderlo, ¿cómo podrías impartirle el conocimiento?
Ahora bien, espiritualmente, ésta es la
condición de todo hombre no regenerado. Es enteramente inútil, aparte del
Espíritu de Dios, esperar lograr que el hombre entienda las cosas espirituales,
pues son discernidas espiritualmente, dice el apóstol. La mente carnal no puede
entender las cosas que son de Dios pues, después de su mejor instrucción, no
tiene ninguna vislumbre del sentido interior de las cosas espirituales;
tropieza con la letra y pierde el significado real, no por falta de capacidad
mental, sino debido a la ausencia de vida espiritual.
Oh hijos de los hombres, si quieren conocer a
Dios, “Os es necesario nacer de nuevo”; “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”, no puede
entenderlo, no puede conocerlo. El hombre carnal no puede entender las cosas
que son de Dios, porque son eternas e invisibles, de la misma manera que un
buey no puede entender astronomía, o un pez admirar a los clásicos. La pobre
humanidad está muerta, no en un sentido moral, ni en un sentido mental, sino en
un sentido espiritual, y así la describe la palabra de Dios una y otra vez de
manera sumamente clara.
Caminemos juntos, entonces, al camposanto, y
¿qué observas en aquellos cuerpos que están dormitando allí? ¿Están totalmente
inconscientes? Cualquier cosa que suceda en torno suyo no les causa gozo ni les
provoca aflicción. Ejércitos triunfantes podrían marchar sobre las tumbas de
los muertos sin que ellos gritaran con los que triunfaron. Algunos amigos que
han dejado atrás podrían sentarse allí y regar con sus lágrimas el pasto sobre
el verde montículo, pero ningún suspiro de respuesta provendría de la lúgubre
caverna de la tumba.
Lo mismo sucede con los hombres muertos
espiritualmente; no son afectados por las cosas espirituales. Pueden oír acerca
de un Salvador agonizante cuyos gemidos conmueven al más empedernido y hacen
que las rocas se disuelvan, pero permanecen inconmovibles. Incluso no pueden
percibir al Espíritu presente en todo, ni pueden reconocer Su poder. Los
ángeles, los hombres santos, los ejercicios piadosos, las aspiraciones devotas,
todo esto está más allá y por encima de su mundo. Los terrores del infierno no
los alarman, y los gozos del cielo no los seducen. Oyen en un sentido mental,
pero el oído del espíritu está cerrado por completo y no oyen nada. Están
inconscientes de todas las cosas que son de un carácter espiritual: tienen
ojos, pero no ven, y oídos, pero no oyen. Podrías interesarlos en los hechos de
la geología o en los descubrimientos del arte, pero no puedes ganar sus
corazones para las emociones y ocupaciones espirituales, porque están tan
inconscientes de su significado como una ostra o un caracol de mar están poco
familiarizados con la separación entre la iglesia de Irlanda y el Estado. Los
hombres carnales se confunden con las primeras palabras del conocimiento
espiritual, tal como le sucedió a Nicodemo quien, cuando se le dijo que le era
necesario nacer de nuevo, comenzó a preguntar: “¿Cómo puede un hombre nacer
siendo viejo?” O, como la mujer samaritana, quien, cuando se le informó del
agua viva, no pudo entender la verdad espiritual y exclamó asombrada: “No
tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua
viva?” Los hombres están espiritualmente inconscientes de la verdad espiritual,
y están muertos para ella.
Observen aquel cadáver: podrían golpearlo,
podrían magullarlo, pero no gritaría; podrían apilar pesados bultos sobre él,
pero no se cansaría; podrían encerrarlo en una completa oscuridad, pero no se
percataría de la lobreguez. Así el hombre inconverso está cargado con el peso
de su pecado, pero no se siente cansado por ese peso; está encerrado en la
prisión de la justicia de Dios, pero no anhela la libertad; está bajo la
maldición de Dios, como está escrito: “Maldito todo aquel que no permaneciere
en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”, pero esa
maldición no le causa ninguna conmoción en su espíritu, porque está muerto. Bien
pueden algunos de ustedes estar tranquilos porque no están conscientes de los
terrores que los rodean. Un hombre que es completamente sordo, no se asusta con
los estruendos del trueno; si es completamente ciego, no se alarma por los
fulgores del rayo, ni teme a la tempestad que es incapaz de reconocer.
Lo mismo sucede con ustedes, que se sienten a
sus anchas en sus pecados; ustedes no pueden discernir el peligro de su pecado,
no perciben el terror que asciende de él, pues, permítanme decirles que de otra
manera no habría sueño para esos ojos libidinosos, ni descanso para esos frívolos
espíritus; ustedes gritarían de dolor en el preciso momento en que recibieran
la vida, y no descansarían hasta ser liberados de aquellos males que ahora les
garantizan una segura condenación. ¡Oh!, si estuvieran vivos, nunca estarían
tranquilos mientras no fueran salvados de la ira venidera. El hombre permanece
inconsciente de las cosas espirituales, y es inconmovible por ellas porque está
muerto en un sentido espiritual.
Invita a aquel cadáver para que te ayude en las
obras de filantropía más necesarias. La pestilencia se ha desatado: pídele al
hombre sepultado que se arrodille contigo y que invoque el poder del cielo para
que ordene el regreso del terrible mensajero; o, si lo prefieres, pídele que te
ayude a purificar el aire y que atienda los arreglos sanitarios. Le pedirías en
vano pues, sin importar cuán necesario o sencillo sea el acto, no podría
ayudarte con eso.
Y en las cosas espirituales sucede lo mismo con
aquellas personas que carecen de la gracia. El hombre carnal puede ponerse en
la postura para orar, pero no puede orar; puede abrir su boca y producir dulces
sonidos de una música que es producto de la tierra, pero es un perfecto extraño
en cuanto a la verdadera alabanza. Incluso el arrepentimiento, esa dulce y meliflua
gracia que debería ser natural para el pecador, está más allá de su alcance.
¿Cómo se arrepentiría de un pecado cuyo peso no puede sentir? ¿Cómo podría orar
pidiendo una bendición cuyo valor no tiene el poder de percibir? ¿Cómo podría
alabar a Dios, por quien no siente ningún interés y en cuya existencia no se
deleita? Yo afirmo que, para todas las cosas espirituales, ese hombre es tan
incapaz como son incapaces los muertos de realizar los trabajos y servicios
naturales de la vida cotidiana.
“Y, sin embargo”, -dirá alguien- “el domingo
pasado te oímos decirles a estos muertos que se arrepintieran y se
convirtieran”. Yo sé que me oyeron hacerlo, y me oirán de nuevo decir lo mismo.
Pero ¿por qué les hablo así a los muertos y les digo que realicen acciones que
no pueden realizar?
Porque mi Maestro me lo ordena, y cuando
obedezco el encargo de mi Maestro, sale un poder con la palabra hablada, y los
muertos se sobresaltan en su sueño y se despiertan por causa del poder vivificador
del Espíritu Santo, y aquéllos que no pueden arrepentirse y creer naturalmente,
en efecto se arrepienten y creen en
Jesús, y escapan de sus pecados pasados y viven; sin embargo, créanme que no es
un poder propio el que los lleva a sobresaltarse dentro de su sueño de muerte,
y que no es ningún poder mío el que se apodera de la conciencia culpable y
adormilada; es un poder divino que Dios ha enyugado con la palabra y que da
cuando esa palabra es predicada fiel y plenamente. Por eso nos hemos ejercitado
en nuestro llamamiento diario de ordenarles a los muertos que vivan, porque la
vida llega con el mandato divino.
Pero ellos están muertos, están completamente
muertos, y entre más tiempo vivimos más sentimos que así es; y entre más
concienzudamente revisamos nuestra propia condición antes de nuestra conversión,
y entre más escudriñamos cuidadosamente nuestra propia condición incluso ahora,
más plenamente sabemos que el hombre está muerto en el pecado, y que la vida es
un don, un don del cielo, un don del amor inmerecido y de la gracia soberana,
de tal forma que los vivos, cada uno de ellos, deben alabar a Dios y no a sí
mismos.
Una de las reflexiones más tristes acerca de la
pobre naturaleza humana muerta es: en qué se ha de convertir. La muerte en sí
misma, aunque es un asunto solemne, no es tan terrible como lo que resulta de
ella. Muchas veces, cuando ese amado cadáver es abandonado por el alma,
aquéllos que han perdido a un ser querido han estado dispuestos a imprimir
todavía sobre esa frente fría muchos besos. El semblante se veía incluso más
encantador que en vida, y cuando los amigos le han echado la última mirada, no
había nada repugnante sino más bien había mucho que era atractivo. Nuestros
muertos sonreían como ángeles dormidos incluso cuando estábamos a punto de
colocarlos en la tumba. ¡Ah!, pero no podemos desprendernos de un desventurado
sentido de lo que con certeza habrá de revelarse muy pronto. Es sólo un asunto
de tiempo, y la corrupción habrá de adueñarse y traerá con ella a su hija: la
putridez, y pronto todo será tan malsano que si lo hubieras conservado junto a
ti por más tiempo, clamarías vehementemente con Abraham: “¡Sepultaré mi muerta
de delante de mí!”, pues el resultado natural e inevitable de la muerte es la
corrupción.
Lo mismo sucede con todos nosotros. ¡Algunos son
manifiestamente corruptos, ah, cuán pronto! Cuando todavía son jóvenes los
vemos sumergirse en el vicio infame. Son corruptos en la lengua con palabras
mentirosas y conversación lasciva; son corruptos en el ojo con miradas licenciosas;
son ciertamente corruptos en el corazón y luego son enteramente corruptos en la
vida. Cada día hay muchas personas a nuestro alrededor, en las calles, cuya
corrupción apesta y nos fuerza a echarlos fuera de la sociedad, pues nosotros
somos muy decentes; incluso los mismos que están muertos son muy escrupulosos
de no asociarse con quienes se han adentrado demasiado en la corrupción. Los
muertos entierran a sus muertos, y ruedan la piedra y recluyen a los depravados
y a los disolutos. Nosotros no invitamos a los pecadores corruptos a nuestros
hogares, porque podrían corrompernos demasiado rápido; y nos adulamos porque
somos muy superiores, pero la verdad es que ellos se encuentran únicamente en
una etapa o dos adelante en una carrera en la que están corriendo todos los
hombres no regenerados. Aunque esta corrupción no está desarrollada
visiblemente en todos al mismo grado, será lo suficientemente clara al final,
en el otro mundo. Cuando Dios nos encuentre muertos, nos echará fuera donde el gusano
no muere y el fuego no se apaga.
Cuál habrá de ser el desarrollo de un carácter
no regenerado en el infierno yo no podría decirlo, pero estoy seguro de que
será algo que mi imaginación no se atreve ahora a intentar bosquejar, pues
todas las restricciones de esta vida, que han mantenido a los hombres siendo
decentes y morales, se habrán esfumado cuando entren en el mundo futuro de
pecado; y así como el cielo habrá de ser la perfección de la santidad de los
santos, así el infierno será la perfección de la repugnancia del pecador, y
allí descubrirá él, y otros descubrirán también lo que es el pecado cuando
alcance su peor condición. “La concupiscencia, después que ha concebido, da a
luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte”; y ésto,
querido oyente, te lo recordamos solemnemente, será tu porción por los siglos
de los siglos, a menos que Dios se agrade en revivirte. A menos que recibas
vida conjuntamente con Cristo, estarás muerto en este mundo, y tal vez corrupto
en este mundo, pero ciertamente lo estarás en el mundo venidero, donde todas
las terribles influencias del pecado serán desarrolladas y manifestadas en su
plenitud, y serás echado fuera de la presencia de Dios y de la gloria de Su
poder. No puede haber muerte en el cielo; tampoco la corrupción puede heredar
la incorrupción, y si no has sido renovado en el espíritu de tu mente, no puedes
tener nunca tu porción dentro de esas puertas de perla, y tu suerte no puede
ser echada nunca donde la luz del cielo brilla en un perpetuo mediodía. Sopesa
estos pensamientos, te lo suplico; si no son acordes con este libro, te ruego
que los rechaces, pero como muy ciertamente lo son, rehúsalos bajo tu propio
riesgo, pero más bien déjalos que tomen posesión de tu espíritu cuidadoso y que
te conduzcan a buscar y a encontrar la vida eterna en Cristo Jesús, el Señor.
II. Cambiamos ahora el tema por otro más agradable,
y les pido que observen UN MILAGRO, o sea, muertos que son vivificados.
El gran propósito del Evangelio de Cristo es
crear hombres nuevos en Cristo Jesús. Apunta a la resurrección, y la lleva a
cabo. El Evangelio no vino a este mundo para restringir meramente las pasiones
o para educar los principios de los hombres, sino para infundir en ellos una
nueva vida que, como hombres caídos, no poseían.
Vi ayer lo que me pareció ser un cuadro de esos
predicadores cuyo único objetivo y propósito es el de moralizar a sus oyentes,
pero que no han aprendido la necesidad de la vida sobrenatural. No muy lejos de
la costa estaba en el mar una docena o más de barcos dragando en busca de dos
cadáveres. Estaban usando sus cadenas y sus ganchos de hierro, y en parte
remando arduamente y en parte navegando hábilmente, estaban haciendo lo mejor
que podían y lo hacían muy encomiablemente, para rescatar del despiadado mar a
los ahogados. Yo no sé si tendrían éxito, pero si lo tuvieron, ¿qué más podrían
hacer con los dos cadáveres sino depositarlos decentemente en la madre tierra?
El proceso de educación y todo lo demás, aparte
del Espíritu Santo, es un dragado en busca de hombres muertos, sólo para dejarlos
tendidos, uno al lado del otro en el orden y decoro de la muerte, pero el
hombre no puede hacer nada más por el hombre.
El Evangelio de Jesucristo tiene una tarea muy
diferente y más excelsa: no niega el valor de los esfuerzos del moralista ni
denuncia los resultados de la educación, pero pregunta qué más puedes hacer tú
y la respuesta es: “Nada”. Luego les ordena a los que portan el féretro que se
aparten y que dejen pasar a Jesús, a cuya voz los muertos se levantan. El
predicador del Evangelio no puede estar satisfecho con lo que se hace al sacar
a los hombres fuera del mar del pecado visible; anhela ver que la vida perdida
sea restaurada, desea que sea infundida en ellos una vida nueva, una vida
superior a la que poseían antes.
Sigue tu camino, educación, haz lo mejor que
puedas, pues tú también eres útil a tu propia manera; pero cuando se trata de
lo que el hombre realmente necesita para la eternidad, tú, considerándolo todo,
vales muy poco; el Evangelio, y sólo el Evangelio, responde a los
requerimientos de los hombres: el hombre debe ser regenerado, vivificado, y
hecho nuevo, ha de tener un fresco aliento del cielo infundido en él, o la obra
su salvación no ha comenzado. El texto nos informa que Dios ha hecho esto por
Su pueblo, por quienes confían en Él. Observemos los huesos secos cuando se
agitan y se ponen en pie delante del Señor, y observando, alabemos al Señor,
porque según Su gran amor con el que nos amó, nos dio vida juntamente con
Cristo.
En esta idea de la vivificación hay un misterio. ¿Qué es ese algo invisible que
da vida a un hombre? ¿Quién podría descorrer el velo del secreto? ¿Quién podría
rastrear la vida hasta su oculta fuente? Hermano, tú eres un hijo viviente de
Dios: ¿qué fue lo que te hizo vivir? Tú sabes que fue por el poder del Espíritu
Santo. En el lenguaje del texto, lo rastreas hasta Dios; tú crees que la nueva
vida viene por la implantación divina. Tú eres un creyente en lo sobrenatural;
tú crees que Dios te ha visitado como no ha visitado a otros hombres, y que ha
soplado en ti la vida. Lo crees correctamente, pero no puedes explicarlo. En
cuanto al viento, no sabemos de dónde viene ni a dónde va: lo mismo sucede con
todo aquél que es nacido del Espíritu. Quien se siente deliberadamente para
intentar explicar la regeneración, y su fuente, podría estar sentado hasta
llegar a convertirse en una estatua de mármol antes de que pudiera cumplir su
tarea. El Espíritu Santo entra en nosotros, y quienes antes estábamos muertos
para las cosas espirituales, comenzamos a vivir por Su poder y por Su morada en
nosotros. Él es el grandioso operador, pero cómo obra el Espíritu Santo es un
secreto que está reservado para Dios mismo. No necesitamos desear entender el
modo; nos basta participar del resultado.
Entonces es un gran misterio, pero a la vez que
es un misterio, es una gran realidad. Nosotros
sabemos y efectivamente damos testimonio y tenemos el derecho de ser creídos,
pues confiamos que no hemos falsificado nuestro carácter; sabemos y
efectivamente testificamos que ahora somos poseedores de una vida que
desconocíamos hace algunos años, que hemos llegado a existir en un nuevo mundo,
y que la apariencia de todas las cosas fuera de nosotros es diferente
totalmente de lo que solía ser. “Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son
hechas nuevas”. Yo doy testimonio de que soy objeto en este día de aflicciones
que antes de conocer al Señor no eran aflicciones para mí, y que soy alzado con
gozos de los que me habría reído al simplemente pensar en ellos, si alguien me
hubiera susurrado su nombre a mi oído antes de que la vida divina me hubiera
vivificado. Este es el testimonio de cientos de nosotros, y aunque otros no nos
creen, no tienen ningún derecho de negar nuestro estado de conciencia por no
haber experimentado algo semejante. Si nunca lo han probado, ¿qué podrían saber
al respecto? Si hubiera una reunión de ciegos, y uno de ellos tuviera sus ojos
abiertos y comenzara a hablar de lo que estuviera viendo, puedo imaginar a
todos los demás ciegos diciendo: “¡qué insensato es ese hombre! No existen
tales cosas”. “Yo he vivido en este mundo setenta años”, -dice uno- “y nunca vi
eso que él llama ‘color’, y no creo en su absurda necedad acerca del color
escarlata y el violeta, del negro y el blanco; todo eso es una solemne tontería”.
Otro sabihondo declara: “yo he andado de arriba para abajo en el mundo, por
todas partes, durante cuarenta años, y declaro que nunca tuve la más remota
idea del azul o del verde, ni tampoco mi padre la tuvo antes que yo. Él era un
alma muy buena, y siempre defendió la grande y vieja oscuridad. ‘Denme’,
-decía- ‘un buen bastón y un perro entrenado y todas su ideas descabelladas acerca
de estrellas y de soles y lunas, las dejo a los necios como ellos”. El hombre
ciego no ha entrado en el mundo de la luz y del color, y el hombre no
regenerado no ha entrado en el mundo del espíritu y de aquí que ninguno de
ellos sea capaz de juzgar correctamente.
Yo me encontraba un día en una comida pública,
enfrente de un caballero clasificable como glotón, que parecía un hombre de
vasta erudición en cuanto a los vinos y licores y a todas las viandas que
estaban sobre la mesa; juzgaba y criticaba a tal velocidad que pensé que
debería ser empleado por nuestros comerciantes de provisiones como un probador
en general. Tenía labios sutilmente desarrollados, y los chasqueaba
frecuentemente. Su paladar se encontraba en una buena condición crítica. Era
también muy competente en la cantidad así como en la calidad, y consumía los
alimentos y las bebidas al por mayor. Su frente hundida, su nariz morada, y sus
labios protuberantes le hacían, al menos mientras comía, más semejante a un
animal que a un hombre. Por fin, oyendo un poco de la conversación en torno
suyo sobre asuntos religiosos, abrió sus pequeños ojos y su gran boca, y pronunció
esta sabia frase: “yo he vivido sesenta años en este mundo, y nunca sentí o
creí en algo espiritual en toda mi vida”. El discurso fue una innecesaria
distracción de sus energías entregadas al pato asado. No necesitábamos que nos
dijera eso. Yo, por lo menos, estaba muy claro al respecto de éso antes de que
hablara. Si el gato echado bajo la mesa saltara súbitamente a una silla y dijera
lo mismo, yo le habría atribuido la misma importancia a la expresión del uno
como a la declaración del otro; y así, por un pecado en un hombre y por otro
pecado en otro hombre, se delata su muerte espiritual. Mientras una persona no
haya recibido la vida divina, sus comentarios al respecto, así sean de un
arzobispo, no valen nada. No sabe nada al respecto de esa vida de conformidad a
su propio testimonio; entonces, ¿por qué debía continuar intentando hacer
morder el polvo con burlas y sarcasmos a quienes confiesan solemnemente que
poseen tal vida, y que su vida se ha vuelto real para ellos, tan real que la
vida mental es obligada a relegarse a una condición subordinada comparada con
la vida espiritual que reina dentro de su alma?
Esta vida trae consigo el ejercicio de unas facultades renovadas. El hombre que comienza a
vivir para Dios tiene ahora poderes que nunca tuvo antes: poder para orar
realmente, poder para alabar de todo corazón, poder para tener de verdad
comunión con Dios, poder para ver a Dios, poder para hablar con Dios, poder
para recibir buenas nuevas desde el mundo invisible, y poder para enviar
mensajes a lo alto a través del velo que oculta lo invisible que lleguen hasta
el propio trono de Dios. Ahora, en vez de que el hombre diga: “¿Existe Dios?”,
siente que no hay un lugar donde Dios no esté, ve a Dios en todo, le oye en el
viento y le discierne en cada criatura que le rodea. Ahora, en vez de que el
hombre tenga miedo de Dios, y en vez de practicar sólo formas externas, ceremonias,
y otras maneras exteriores de empujar a Dios para alejarlo más, desecha sus
ceremonias, echa fuera los míseros elementos que algún día pudieron agradarle,
y se acerca a su Dios en espíritu y habla con Él. “Padre”, -dice- y Dios
reconoce a su familiar. Yo desearía que todos poseyéramos esta vida, y si no la
tenemos, ruego que Dios nos la envíe a nosotros, pues si no la poseemos, el
testimonio de la palabra es que estamos muertos a pesar de dar una clara
impresión de estar vivos.
Sin embargo, no los voy a detener más tiempo
hablando sobre esta vivificación, excepto para decirles que ustedes podrían
imaginarse fácilmente la experiencia interna de un hombre que recibe la nueva
vida estando entre los muertos. Podrían concebirlo mediante el siguiente
cuadro.
Supongan que un hombre ha estado muerto, y que
ha estado enterrado como todos los demás, en alguna gran necrópolis, en alguna
ciudad de los muertos, en las catacumbas. Un ángel lo visita, y por el toque de
la misericordia, vive. Ahora, ¿pueden ustedes concebir la primera emoción de
ese hombre cuando comienza a respirar? Allí está en el féretro; siente que se
asfixia, se siente encerrado. Había estado allí durante veinte años, pero nunca
se sintió incómodo hasta ahora. Se sentía lo suficientemente a gusto en su
estrecha celda si es que pudiera haber holgura donde no hay vida. En el
instante en que vive, experimenta un horripilante sentido de sofocación pues la
vida no tolera estar tan horriblemente comprimida, y comienza a luchar para
liberarse. ¡Levanta con todo su poder esa terrífica tapa del féretro! ¡Qué
alivio experimenta cuando el tablón podrido cede a su presión!
De igual manera, el hombre impío está lo
suficientemente contento con su pecado, con su quebrantamiento del día domingo,
con su avaricia y con su mundanalidad, pero al momento que Dios lo revive, al
tener vida, su pecado es como sepulcro, se siente indeciblemente desgraciado,
no se encuentra en una posición agradable y lucha para escapar. Con frecuencia,
al primer esfuerzo, la gran tapa negra de la blasfemia se despega volando, y ya
no es sustituida nunca más. Satanás pensaba que estaba atornillada muy
firmemente, y sí lo estaba para un muerto, pero la vida la desatornilla
rápidamente, y muchas otras iniquidades siguen la misma suerte.
Pero regresando a nuestra resurrección en la
bóveda: el hombre jadea un minuto y se siente refrescado por el aire que la
catacumba le suministra; pero pronto experimenta una humedad pegajosa en torno
suyo, y siente desvanecerse y estar a punto de expirar. Así el hombre renovado
siente un poco al principio su incapacidad, y gime anhelando poder y clama:
“necesito arrepentirme; necesito creer en Jesús; necesito ser salvado”. ¡Pobre
desgraciado! Nunca había sentido eso antes, -por supuesto que no lo había
sentido- porque estaba muerto; ahora está vivo, y de aquí que anhele las
señales, los signos, los frutos y los refrigerios de la vida.
¿Acaso no ven a nuestro pobre amigo que acaba de
resucitar? Se ha deslizado hacia abajo desde su nicho en la pared, donde lo
habían colocado, y descubriéndose en una bóveda oscura, se frota los ojos para
verificar que realmente está vivo o si sólo se trata de un sueño, pues es una
cosa muy novedosa; y como por medio de un pequeño destello de luz que penetra, detecta
que hay cientos de otras personas que permanecen en el último sueño, se dice:
“¡Grandioso Dios!, qué horrible lugar es éste para una persona viva! ¿Podré
acaso estar vivo?” Comienza a deambular en busca de una puerta a través de la
cual escapar. Desprecia esas vendas con las que lo envolvieron; comienza a
desatarlas; están húmedas y enmohecidas; no son apropiadas para una persona viva.
Pronto grita; tal vez alguien pase por ahí y le oiga, y podría ser liberado de
su confinamiento.
Así un hombre que ha sido renovado por la
gracia, cuando descubre parcialmente dónde está, grita: “Este no es un lugar
para mí”. Ese frívolo salón de baile, vamos, estaba bien para alguien que no
conocía nada mejor. La silla de la cantina era apropiada para un alma no
regenerada; pero, ¿qué puede hacer un heredero del cielo en un lugar así?
Señor, líbrame. Dame luz y libertad. Saca a mi alma de la prisión, para que pueda
vivir y alabar Tu nombre. El hombre añora la libertad y si, por fin, a
tropezones llega hasta la puerta de la bóveda y accede al aire libre, ¡pienso
que bebe profundas bocanadas del bendito oxígeno! Qué feliz está de mirar los
verdes campos y las frescas flores. No nos podemos imaginar que desearía retornar
de nuevo a las bóvedas. Abandonará por completo esas lúgubres moradas. Se
estremece ante el recuerdo del pasado, y por nada del mundo experimentaría de
nuevo aquello por lo que tuvo que pasar. Está vivamente afectado por cada
recuerdo del pasado, y especialmente atento pues podría haber otras personas recién
vivificadas como él mismo que podrían necesitar la mano de un hermano para
liberarlas. Desprecia el lugar donde durmió una vez tan tranquilamente.
De igual manera, el hombre convertido tiene
terror ante el pensamiento de regresar a los goces que una vez lo fascinaron de
manera tan absorbente. “No”, -dice- “no son gozos para mí. Fueron muy buenos
para mi antiguo estado de existencia, pero ahora, habiendo ingresado en una
nueva vida, en un mundo nuevo, ya no son más goces para mí, de la misma manera
que las vendas y el sudario no son gozos para un vivo, y sólo puedo pensar en
ellos con dolor, y pensar en mi liberación con gratitud.
III. He de proseguir muy brevemente al tercer punto.
El texto nos indica una AFINIDAD. “Nos dio vida juntamente con Cristo”. ¿Qué significa eso? Significa que la vida
que vive en un hombre salvo es la misma vida que mora en Cristo. Para expresarlo
sencillamente: después de que Eliseo estuvo enterrado unos cuantos años, leemos
que arrojaron a un hombre que estaba muerto en el sepulcro en el que se
encontraban los huesos de Eliseo, y tan pronto como el muerto tocó los huesos
del profeta, se levantó de inmediato sobre sus pies.
Allá está la cruz de Cristo, y el alma vive de
inmediato tan pronto como toca al Salvador crucificado, pues el Padre le ha
dado tener vida en Sí mismo, y vida para comunicar a los demás. Todo aquél que
confíe en Cristo, le ha tocado, y al tocarlo recibe el poder de la vida eterna:
confiar en el Salvador del mundo es ser vivificado por medio de Él.
Hemos recibido vida juntamente con Cristo en
tres sentidos: el primero, representativamente.
Cristo nos representa ante el trono eterno. Él es el segundo Adán para Su
pueblo. En tanto que el primer Adán vivía, la raza vivía, y en tanto que el
segundo Adán vive, la raza representada por Él vive delante de Dios. Cristo es
aceptado y los creyentes son aceptados; Cristo es justificado, y los santos son
justificados; Cristo vive, y los santos gozan de una vida que está escondida
con Cristo en Dios.
A continuación, nosotros vivimos por la unión con Cristo. Si la cabeza vive,
los miembros tienen vida. A menos que un miembro sea separado de la cabeza, o a
menos que el cuerpo sea mutilado, vive en tanto que haya vida en la cabeza. Porque
Jesús vive, cada alma que está vitalmente unida a Él y es un miembro de Su
cuerpo, vive según la propia palabra de nuestro Señor: “Porque yo vivo,
vosotros también viviréis”. La pobre Marta estaba muy sorprendida porque Cristo
resucitaría a su hermano de los muertos, pero Él le dijo como para sorprenderla
más: “Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?” Ésta
es una de las cosas que hemos de creer: que cuando recibimos la vida
espiritual, lo hacemos por la unión con la vida de Cristo, y por consiguiente,
no podemos morir nunca; porque Cristo vive, nuestra vida permanecerá
eternamente en nosotros.
Luego, también vivimos juntamente con Cristo en
cuanto a semejanza. Somos vivificados
juntamente con Cristo, esto es, de la misma manera. Ahora, la resurrección de
Cristo fue de esa manera. Él murió por causa de la ley, pero la ley no tiene
más dominio sobre Él, ahora que vive de nuevo. Así también, tú, cristiano, eres
maldecido por la antigua ley del Sinaí, pero esa ley no tiene ningún poder para
maldecirte ahora, pues has resucitado en Cristo. No estás bajo la ley; sus
terrores y sus amenazas no tienen nada que ver contigo. De nuestro Señor está
escrito: “En cuanto vive”, -se dice- “para Dios vive”. La vida de Cristo es una
vida para Dios. Así es la vida de ustedes. A partir de ahora no han de vivir para
la carne ni para involucrarse en sus cosas; sólo Dios, que les dio la vida, ha
de ser el gran propósito de su vida; en Él
viven, y para Él viven. Además, está
escrito: “Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, yo no muere;
la muerte no se enseñorea más de él”.
De esa misma manera vive el cristiano; nunca
regresará a su muerte espiritual: habiendo recibido una vez la vida divina, nunca
la perderá. Dios no juega al estira y afloja con Sus
elegidos; Él no salva hoy y condena mañana. Él no nos vivifica con la vida
interior, para luego dejar que perezcamos; la gracia es una simiente viva e
incorruptible que vive y permanece para siempre. “El agua que yo le daré”,
-dice Jesús- “será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. Gloria
sea dada a Dios, entonces, porque ustedes que viven por la fe en Cristo, viven
una vida inmortal, una vida dedicada a Dios, una vida de liberación de la
servidumbre de la ley; ¡regocíjense en ello, y denle a su Dios toda la
alabanza!
IV. Y ésto nos lleva a la última palabra, que fue UN
CÁNTICO.
No tenemos tiempo para cantarlo; sólo
escribiremos la partitura ante sus ojos, y les pedimos que lo canten en sus
momentos de sosiego, y que sus corazones canten una melodía para Dios.
Hermanos y hermanas, si han recibido una vida
así, a diferencia de otros que no la han recibido, en el lenguaje del texto,
antes que nada tienen que alabar el gran
amor de Dios, grande más allá de todo precedente. Fue el amor el que le
condujo a soplar en Adán el aliento de vida, y hacer que la pobre arcilla
caminara y hablara; pero es un amor mucho mayor el que le conduce ahora,
después de que la caída nos ha corrompido, a renovarnos con una segunda vida
que es más excelsa.
Él pudo haber creado millones de nuevas
criaturas de la nada. Sólo tenía que hablar, y los ángeles habrían atestado el
aire, o, seres como nosotros, sólo que puros y no caídos, habrían sido
multiplicados por miríadas sobre el césped. Si Él hubiera dejado que nos
hundiéramos en el infierno como los ángeles caídos se hundieron antes que
nosotros, ¿quién habría podido impugnar Su justicia?
Pero Su grandioso amor no le permitió dejar
perecer a Sus elegidos. Él amó a Su pueblo, y por tanto, haría que nacieran de
nuevo. Su gran amor con el que nos amó, desafió a la muerte, al infierno y al
pecado. ¡Reflexionen sobre este tema, ustedes que han participado de este amor!
Él nos amó, a los más indignos, que
no teníamos ningún derecho a tal amor: no había nada que amar en nosotros y,
sin embargo, Él nos amó, y nos amó cuando estábamos muertos. Aquí Su grandioso
amor parece henchirse y elevarse a dimensiones gigantescas: amor a pecadores
miserables, amor a pecadores despreciables, amor por los muertos y los
corruptos. Oh, alturas y profundidades de la gracia soberana, ¿dónde están las
notas que podrían proclamar de manera suficiente tu alabanza? Canten, oh
ustedes, los redimidos, acerca de Su grandioso amor con el que nos amó, incluso
cuando estábamos muertos en pecados.
Y no cesen ustedes de alabar a Dios, cuando
piensen en las riquezas de Su misericordia, pues se nos dice que Él es rico en
misericordia, rico en Su naturaleza en cuanto a misericordia, rico en Su pacto
en cuanto a misericordia atesorada, rico en la persona de Su amado Hijo en
cuanto a misericordia comprada, rico en misericordia providencial, pero es el
más rico de todos en la misericordia que salva al alma.
Amigos, si pueden, exploren las minas de la
riqueza de Jehová. Tomen la llave y abran los graneros de su Dios, y vean los
acopios de amor que ha almacenado para ustedes. Toquen sus más dulces notas
para la alabanza de Dios, que es rico en misericordia, por Su gran amor con el
que nos ha amado.
Y que la última nota y la más excelsa y la más
fuerte de su canto sea la nota con la que concluye el texto: “Por gracia sois
salvos”. Oh, nunca tartamudeen allí; hermanos y hermanas, sin importar lo que
hagan, si sostienen la nota o no la sostienen, nunca sean lentos para decir
ésto: “si soy salvado, soy salvado por gracia; gracia en contraste con el
mérito humano, pues yo no tengo ningún mérito; gracia en contraste con mi
propio libre albedrío, pues mi propio libre albedrío me habría conducido más y
más lejos de Dios. La gracia preventiva me llevó cerca de Él”.
Bendigan y engrandezcan la gracia de Dios, y
puesto que todo se lo deben a ella, clamen: “Que perezca todo pensamiento
altivo”. Conságrense enteramente al Dios a quien le deben todo. Deseen ayudar a
esparcir el olor de esa gracia que les ha acarreado tantas cosas buenas, y hagan
votos, en el nombre del Espíritu vivificador, de que Aquel que les ha dado vida
por la fe tendrá, a partir de este día y hasta que entren en el cielo, lo mejor
de sus pensamientos, y de sus palabras y de sus acciones, pues ustedes no se
pertenecen; ustedes han sido resucitados de los muertos, y han de vivir en
novedad de vida.
Que el Señor los bendiga, queridos amigos; si no
han vivido jamás espiritualmente, que el Señor les dé gracia para creer en Jesús
esta mañana, y entonces vivan entre los muertos; y si ya están vivos, que los
vivifique más y más por Su eterno Espíritu, hasta que los lleve a la tierra de
los vivos al otro lado del Jordán. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
Efesios 2.
Nota del
traductor:
Osario: la expresión del pastor Spurgeon es: ‘charnel house’, es decir, una bóveda o construcción donde son almacenados restos de huesos humanos. Usualmente los osarios se construyen cerca de iglesias y allí se depositan los huesos que son desenterrados accidentalmente por excavaciones para construir nuevas tumbas.
Traductor: Allan
Román
18/Marzo/2010
www.spurgeon.com.mx