El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
No Contristéis al Espíritu Santo
NO. 738
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 3 DE MARZO DE 1867
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Y no contristéis al Espíritu Santo
de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”. Efesios 4:
30.
El hecho de que el Espíritu Santo pueda ser
contristado es una prueba muy clara de Su personalidad. Sería muy difícil
imaginar que una influencia o que una mera emanación espiritual sean
contristadas. Sólo se puede contristar a una persona, y ya que el Espíritu
Santo puede ser contristado, vemos que Él es una subsistencia distinta en la
sagrada Trinidad. No le roben nada de la gloria que le es debida, antes bien
sean siempre diligentes en rendirle el homenaje. Además, nuestro texto nos
revela la estrecha conexión que hay entre el Espíritu Santo y el creyente; Él
ha de tener un interés tierno y afectuoso en nosotros, puesto que es
contristado por nuestras imperfecciones y por nuestros pecados. No es un Dios
que reine en solitario aislamiento, separado por un gran golfo, antes bien, el
bendito Espíritu entra en un contacto tan íntimo con nosotros, hace
observaciones tan minuciosas y tiene consideraciones tan tiernas que puede ser
contristado por nuestras fallas e insensateces. Aunque la palabra “contristar”
sea dolorosa, hay miel en la roca ya que es un pensamiento inexpresablemente
deleitable que quien gobierna el cielo y la tierra y es el creador de todas las
cosas, quien es el infinito y siempre bendito Dios, condescienda a entablar
relaciones tan infinitas con Su pueblo que Su mente divina puede ser afectada
por sus acciones.
¡Qué maravilla es que se diga que la Deidad se
contrista por las faltas de seres tan completamente insignificantes como somos nosotros!
Tal vez no debamos entender la expresión literalmente, como si el sagrado Espíritu
pudiera ser afectado por una tristeza semejante a la tristeza humana, pero no
debemos renunciar a la seguridad consoladora de que Él siente el mismo interés
profundo por nosotros que el interés que siente un padre cariñoso por un amado
hijo díscolo; ¿y no es ésto algo maravilloso? Que aquellos que lo no sientan, se
queden inconmovibles, pero en cuanto a mí, no cesaré de asombrarme y de adorar.
I. El primer punto que vamos a considerar en esta
mañana es EL PASMOSO HECHO de que el
Espíritu Santo sea contristado. Ese Espíritu tierno y amoroso que, espontáneamente,
se ha responsabilizado de revivirnos de nuestra muerte en el pecado, y de ser
el educador de la nueva vida que ha implantado en nosotros; ese instructor
divino, iluminador, consolador, recordador, a quien Jesús ha enviado para que
sea nuestro guía y maestro permanente, puede ser contristado. Nosotros podemos
contristar a ese Espíritu cuya energía divina es vida para nuestras almas,
rocío para nuestras gracias, luz para nuestros entendimientos y consuelo para
nuestros corazones. La paloma celestial puede ser turbada; el fuego celestial
puede ser sofocado; el viento divino puede ser resistido; el bendito Paráclito
puede ser tratado con desprecio.
La profunda pena amorosa del Espíritu Santo es
atribuible a Su carácter santo y a Sus
perfectos atributos. La naturaleza de un ser santo es susceptible de ser
vejada por la impiedad. No puede haber concordia entre Dios y Belial. Un
Espíritu inmaculadamente puro no puede menos que sentirse agraviado por la inmundicia,
y especialmente tiene que sentirse contristado por la presencia del mal en aquellos
objetos de Sus afectos. El pecado en cualquier parte tiene que ser desagradable
para el Espíritu de santidad, pero el pecado de Su propio pueblo es aflictivo
para Él en grado sumo. Él no odiará a Su pueblo, pero odia en verdad sus
pecados y máxime cuando anidan en el pecho de Sus hijos. El Espíritu no sería
el Espíritu de verdad si aprobara lo falso en nosotros: no sería puro si no lo
contristara lo que es impuro en nosotros. No podríamos creer que fuera santo si
mirara complacido nuestra impiedad; tampoco pensaríamos que fuera perfecto si
nuestra imperfección fuera considerada por Él sin desagrado. No, como Él es lo
que es: el Espíritu Santo y el Espíritu de santidad, entonces todo lo que en
nosotros resulte ser deficiente en relación a Su propia naturaleza, tiene que
contristarle: Él nos ayuda en nuestras debilidades pero se contrista por
nuestros pecados.
Él se contrista con nosotros por nuestra propia causa, pues Él sabe
cuánta miseria nos ocasionará el pecado. “¡Ah, oveja incauta” –parece decir-
“conozco el oscuro monte sobre el que habrás de dar un traspié; veo las espinas
que te desgarrarán, y las heridas que te horadarán! ¡Oh oveja descarriada, veo
la vara que confeccionas para azotar tu propia espalda con tus insensateces! Yo
sé, pobre descarriado, en qué mar de problemas te adentrarás por esa terca voluntad,
esa irascibilidad, ese amor al yo y esa ardiente persecución de ganancias. Él
se contrista por nosotros porque ve cuánta disciplina merecemos y cuánta comunión
perdemos. Pudiendo estar sobre el monte de la comunión, nos encontramos suspirando
en el calabozo del desánimo; y todo porque por motivos de comodidad carnal,
preferimos ir por el ‘Prado de Circunvalación’, abandonando el camino indicado
porque era áspero. El Espíritu se contrista porque nos adentramos así en las
tinieblas de un aborrecible calabozo, y nos sometemos a los golpes del tolete de
manzano silvestre del gigante Desesperación. Él mira anticipadamente cuán
amargamente lamentaremos el día en que nos apartamos de Jesús y nos traspasamos
con muchas aflicciones. Él ve anticipadamente que el rebelde de corazón será
colmado de sus propios caminos, y se contrista porque mira desde antes la
aflicción del rebelde.
El dolor de una madre por las acciones indebidas
de su hijo pródigo no es tanto el sufrimiento que le ha sido causado
directamente a ella, como la aflicción que ella sabe que su hijo atraerá sobre
sí. David no lamentaba tanto su propia pérdida de su hijo, como lamentaba la
muerte de Absalón, con todos sus terribles resultados para Absalón mismo. “¡Hijo
mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón!” Aquí vemos una profunda aflicción;
pero la siguiente frase nos muestra que no era de ninguna manera egoísta, pues
estaba anuente a experimentar un mayor dolor en sí mismo: “¡Quién me diera que
muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” Tal es el santo
contristarse del Espíritu de Dios por aquellos en quienes mora: es por causa de
ellos que está apesadumbrado.
Además, es sin duda por causa de Jesucristo que el Espíritu está contristado. Nosotros
somos la compra hecha por la muerte de Jesús en el madero. Él nos ha comprado
con un precio muy caro y debe poseernos enteramente para Sí; y si no nos posee
por completo como Suyos, pueden concebir muy bien que el Espíritu de Dios esté
contristado. Hemos de glorificar a Cristo en estos cuerpos mortales; el único
fin y el propósito de nuestro deseo han de ser coronar con joyas esa cabeza que
una vez fue coronada de espinas; es lamentable que fallemos tan frecuentemente
en este servicio razonable. Jesús merece lo mejor nuestro: cada herida Suya nos
reclama, y cada dolor que soportó y cada gemido que escapó de Sus labios es un
renovado motivo para una perfecta santidad y una completa devoción a Su causa;
y, debido a que el Espíritu Santo nos ve ser tan traidores al amor de Cristo, tan
falsos para con esa sangre redentora, tan olvidadizos de nuestras solemnes
obligaciones, Él se contrista por nosotros porque deshonramos a nuestro Señor.
¿Me equivocaría si dijera que se contrista por
nosotros en razón de la Iglesia? ¡Cómo
podrían ser útiles algunos de ustedes si sólo vivieran de conformidad con sus
privilegios! ¡Ah, hermanos míos, cómo ha de contristarse seguramente el
Consolador por nuestra causa -siendo ministros- cuando nos pone como atalayas
pero no vigilamos y la Iglesia es invadida! ¡Cuando nos asigna la comisión de
ser sembradores de la buena semilla, y nuestras manos están llenas a medias, o
cuando esparcimos hierbas malas y cizaña en lugar de sembrar el buen trigo! ¡Cómo
ha de contristarse por nosotros porque no tenemos esa ternura de corazón, ese
derretimiento de amor, esa vehemencia de celo, esa entrega de alma que deberíamos
exhibir! Cuando la iglesia de Dios sufre daño por causa nuestra -el Espíritu
ama a la Iglesia y no puede soportar verla robada y despojada, ver que sus
hijos anden descarriados, que sus hijos heridos no reciban socorro, y que sus
corazones quebrantados no sean sanados- porque somos indiferentes a nuestro
trabajo y descuidados en nuestra labor por la Iglesia, el Espíritu Santo está
muy desasosegado.
Pero no es únicamente con los ministros, sino
con todos ustedes, pues hay un nicho que cada uno de ustedes debe llenar, y si
queda vacante, entonces la Iglesia pierde por culpa de ustedes, el reino de
Cristo sufre daño, el ingreso que debía percibirse en Sion se agota, y el
Espíritu Santo se contrista. Su falta de oración, su carencia de amor, su falta
de generosidad, todas estas cosas podrían ser tristes lesiones para la Iglesia
de Dios y, por tanto, el amoroso Espíritu de Dios se desasosiega.
Además, recuerden que el Espíritu de Dios
deplora los defectos de los cristianos, en
razón de los pecadores, pues el oficio del Espíritu es convencer al mundo
de pecado, de justicia y de juicio; pero el rumbo de muchos creyentes es
directamente contrario a esta obra del Espíritu. Sus vidas no convencen al mundo
de pecado, antes bien tienden a consolar a los transgresores en su iniquidad.
Hemos oído de las acciones de algunos profesantes que son citados por los
mundanos como una excusa para sus pecados. Personas abiertamente profanas han
dicho: “¡Miren a esos cristianos! Hacen esto y lo otro, y ¿por qué no podríamos
hacerlo nosotros?” No es bueno que Jerusalén consuele a Sodoma, ni que los
crímenes de los paganos encuentren precedentes en los pecados de Israel.
La obra del Espíritu es convencer al mundo de
justicia, pero muchos profesantes convencen al mundo de lo opuesto. “No” –dice
el mundo- “no se puede tener mayor justicia en Cristo que en cualquier otra parte,
pues, miren a quienes le siguen o pretenden hacerlo, y ¿dónde está su justicia?
No es mayor que la de los escribas o de los fariseos”.
El Espíritu de verdad convence al mundo del
juicio venidero; pero ¡cuán pocos de nosotros le ayudamos en esa grandiosa
obra! Vivimos y actuamos y hablamos como si no hubiera un juicio venidero;
trabajamos arduamente por obtener riquezas como si este mundo no se preocupara
por las almas, como si el infierno fuera un sueño. Impasibles ante las realidades
eternas, inconmovibles frente los terrores del Señor, indiferentes a la ruina
de la humanidad, muchos profesantes viven como viven los mundanos, y están tan
lejos de ser cristianos como lo están los infieles. Éste es un hecho
indisputable, pero es un hecho que debe lamentarse con lágrimas de sangre.
Varones hermanos, no me atrevo a pensar cuánto
de la ruina del mundo ha de ser puesto a la puerta de la Iglesia, pero me
atrevo a decir ésto: que aunque los propósitos divinos serán cumplidos y Dios no
perderá a ninguno de Sus elegidos, el hecho de que nuestra ciudad de Londres
sea ahora una ciudad más bien pagana que cristiana, no puede ser puesto a la
puerta de nadie sino a la puerta de la Iglesia profesante de Dios y a la de sus
ministros. ¿Adónde más podría estar? ¿Está la ciudad envuelta en tinieblas? No
tendría que haber sido así. Si hubiéramos sido fieles, no habría sido así: si
somos fieles en el futuro, no permanecerá siendo así por largo tiempo. No puedo
imaginar a una iglesia apostólica, establecida en medio de Londres y llena del
ardor de los primeros discípulos, que permanezca por largo tiempo sin
testimoniar sensiblemente a las masas. Yo sé que el incremento de nuestra
población es inmenso; yo sé que estamos agregando cada año un nuevo poblado a
esta ciudad agigantada; pero no voy a aceptar la idea –no me atrevo- de que el celo
de la Iglesia de Dios, si estuviera en su nivel correcto, fuera demasiado débil
para adaptarse al caso. Es más, hay suficiente riqueza entre nosotros, si fuera
consagrada, para construir tantas casas de oración como fueran necesarias. Hay
suficiente habilidad entre nosotros, si fuera dedicada al ministerio de la
Palabra, para producir una suficiencia de predicadores de la cruz. Tenemos todo
el vigor mental y pecuniario que se requiere. El punto en que fallamos es éste:
somos limitados en poder espiritual, somos miserables en gracia, tibios en
celo, magros en devoción, tambaleantes en fe. No estamos estrechos en nuestro
Dios; estamos estrechos en nuestras entrañas.
Hermanos, yo creo que el Espíritu de Dios es
grandemente contristado por muchas iglesias en razón de los pecadores en sus
congregaciones que reciben escasos cuidados, escasas oraciones, y ninguna
lágrima. ¡Quisiera que este pensamiento nos moviera a nosotros y a nuestros
hermanos a enmendar nuestros caminos!
II. En segundo lugar, hemos de referirnos a LAS
CAUSAS DEPLORABLES que motivan que el Espíritu
Santo se contriste.
El contexto nos sirve de ayuda. Aprendemos que los pecados de la carne, la inmundicia y la
maledicencia de cualquier tipo, lo contristan. Noten el versículo
precedente: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca”. Cuando un
cristiano cae en el hábito de hablar de una manera inmoral y poco comedida,
cuando se deleita en cosas que son indecorosas aunque no se sumergiera en la
comisión de alguna inmundicia externa, el Espíritu de Dios no se agrada de él.
El Espíritu Santo descendió sobre nuestro Señor
como paloma, y una paloma se deleita en los ríos de agua pura, pero rehuye todo
tipo de inmundicia. En los días de Noé, la paloma no halló donde sentar la
planta de su pie por todos los cadáveres que flotaban en los desperdicios; y de
igual manera, la paloma celestial no encuentra reposo en las cosas muertas y
corruptas de la carne. Si vivimos en el Espíritu, no obedeceremos los deseos de
la carne; quienes caminan en pos de la carne no saben nada del Espíritu.
Según el versículo treinta y tres, nos da la
impresión de que el Espíritu Santo es contristado si albergamos amargura, enojo, ira, gritería y
maledicencia, y toda malicia. Si en la Iglesia cristiana hay disensiones y
divisiones, si un hermano habla mal de su hermano, y si la hermana habla mal de
su hermana, el amor está ausente y el Espíritu de amor no estará presente por
largo tiempo. La paloma es el emblema de la paz. Uno de los tempranos frutos
del Espíritu es la paz.
Mis queridos amigos, yo espero que, como una
Iglesia, si hubiera algún sentimiento maligno y secreto entre nosotros, si
hubiera alguna raíz oculta de amargura aunque todavía no hubiere brotado para
turbarnos, puede ser quitada y destruida de inmediato. Yo no tengo conocimiento
de una cosa así de abominable, y me siento feliz de poder decirlo; confío en
que caminamos juntos en santa unidad y concordia de corazón; y si alguien está
consciente de alguna amargura, aunque fuera en un medida muy pequeña, ha de
deshacerse de ella, para que el Espíritu de Dios no sea contristado por su
culpa, y contristado por la Iglesia de Dios debido a esa persona.
No tengo ninguna duda de que el Espíritu se contrista
grandemente cuando ve en los creyentes algún grado de amor al mundo. Su celo celestial es provocado por ese tipo de amor
impío. Si una madre viera que su hijo está encariñado con otra persona que no
es ella, si supiera que es más feliz en la compañía de un extraño que en la
suya propia, consideraría eso una pena muy dura de sobrellevar. Ahora bien, el
Espíritu de Dios nos da a nosotros, los creyentes, gozos y consuelos
abundantes; y si nos ve que damos la espalda a todas esas cosas para unirnos a
la compañía mundana, para alimentarnos ávidamente de los mismos vanos gozos que
satisfacen a los mundanos, siendo un Dios celoso, consideraría eso como un gran
desprecio contra Él. ¡Cómo! ¿Acaso el Buen Pastor adereza la mesa con las exquisiteces
mismas del cielo y nosotros preferimos devorar las algarrobas que comen los
cerdos? Cuando pienso en un cristiano que trata de encontrar su gozo allí donde
los mundanos más viles encuentran los suyos, difícilmente puedo imaginar que
sea cristiano, o, si lo fuera, seguramente contrista grandemente al Espíritu de
Dios.
Vamos, antepones al mundo, que profesas haber
encontrado vacío, y vano y engañoso, antepones éso a las cosas más escogidas
del reino de la gracia; y aunque profesas que te “hizo sentar en los lugares
celestiales con Cristo Jesús”, todavía te revuelcas en el polvo como lo hacen
los demás. ¿Qué dice el mundo? “¡Ah, ah” –dice- “aquí está uno de esos
cristianos que viene en pos de un poco de felicidad! ¡Pobre alma! Su religión
no le proporciona ningún gozo y, por tanto, busca un poco de dicha en otra
parte. Denle un espacio, pobre tipo, pues se la pasa mal los domingos”. Entonces
se corre la voz de que los cristianos no tienen gozo en Cristo; que nos tenemos
que negar a nosotros mismos toda verdadera felicidad, y que sólo podemos lograr
un poco de deleite a hurtadillas, cuando hacemos lo mismo que hacen los demás.
¡Qué calumnia es ésa! Y sin embargo, ¡cuántos profesantes son responsables por
ello! Si viviéramos en comunión con Jesús no apeteceríamos lo que el mundo
ofrece; despreciaríamos su júbilo y hollaríamos sus tesoros. La mundanalidad,
en cualquiera de sus versiones, tiene que ser muy aflictiva para el Espíritu de
Dios: no solamente el amor del placer, sino el amor de las ganancias. La
mundanalidad de los hombres y mujeres cristianos al imitar al mundo en el vestido,
la mundanalidad en el lujo o en la conversación, tiene que desagradar al Espíritu
de Dios, porque Él nos define como un pueblo peculiar, y nos dice: “Salid de en
medio de ellos, y apartaos… y no toquéis lo inmundo”; y luego nos promete: “Y
seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas”; pero si no
queremos apartarnos, ¿cómo podríamos esperar que no sea contristado? Israel fue
constreñido a dejar Egipto para ir al desierto, y Dios dice: “Me he acordado de
ti… del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto”.
Pareciera amar mucho la temprana separación de Israel para Sí; y así, yo creo
que el Señor se deleita en ver a Su pueblo rompiendo vínculos afectivos,
renunciando a los placeres carnales y saliendo del campamento para llevar el
vituperio de Cristo. El corazón de Jesús se embelesa cuando ve que Su iglesia
abandona el mundo. Aquí tenemos Sus propias palabras para Su esposa: “Oye,
hija, y mira, e inclina tu oído; olvida tu pueblo, y la casa de tu padre; y
deseará el rey tu hermosura”. Le encanta que Sus santos sean enteramente para
Él. Él es un Salvador celoso, y de aquí que Pablo diga que laboraba para “presentar
a la Iglesia como una virgen pura a Cristo”. Jesús quiere que nuestra castidad
para Él sea guardada más allá de toda sospecha, para que lo escojamos como
nuestra única posesión y dejemos las cosas ruines de la tierra a quienes las
aman. Hermanos míos, eviten contristar al Espíritu Santo en razón de la
mundanalidad.
Además, el Espíritu de Dios es contristado
grandemente por la incredulidad. Querido
amigo, ¿qué podría contristarte más que tu hijo sospechara de tu veracidad?
“¡Ay!”, -da voces el padre- “¿podríamos haber llegado al punto de que mi propio
hijo no me crea?” ¿Ha de ser mi promesa rechazada en mi cara y me ha de decir
mi propio hijo: ‘padre mío, no puedo confiar en ti’? Ninguno de nosotros, como
padres, ha llegado todavía a ese punto, y sin embargo, ¿habrá llegado a ese
punto nuestro Dios? ¡Ay!, ha sucedido; hemos despreciado al Espíritu de verdad al
dudar de la promesa y desconfiar de la fidelidad de Dios. De todos los pecados,
seguramente éste ha de ser uno de los más provocadores. Si permaneciera en algo
el virus de la culpa diabólica, ha de ser en la incredulidad, no en la de los
pecadores, sino en la del propio pueblo de Dios, pues los pecadores no han
visto nunca lo que los santos han visto; no han sentido nunca lo que nosotros
hemos sentido, no han sabido nunca lo que hemos sabido; y, por tanto, si dudan,
no pecan contra tal luz, ni desprecian a tales argumentos invencibles a favor
de la confianza, como lo hacemos nosotros. Que Dios perdone nuestra
incredulidad, y que nunca más contristemos a Su Espíritu.
Adicionalmente, el Espíritu es contristado sin
duda por nuestra ingratitud. Cuando
Jesús nos revela Su amor, si abandonáramos la cámara de comunión para hablar
con ligereza y olvidar ese amor; o si, cuando hemos sido levantados del lecho
de la enfermedad, no estuviéramos más consagrados que antes; o si, cuando
nuestro pan nos es dado, y nuestra agua es segura, nuestro corazón nunca agradeciera
al dador generoso; o si, siendo preservados en medio de la tentación, falláramos
en magnificar al Señor, seguramente, en cada caso, ésto sería un pecado que
provoca a Dios.
Cuando agregamos altivez a la ingratitud, entonces
contristamos gravemente al Espíritu bendito. Cuando un pecador salvado se
vuelve altivo, insulta a la sabiduría del Espíritu de Dios por su necedad;
pues, ¿qué podría haber en nosotros para estar orgullosos? El orgullo es una
hierba mala que crece en cualquier tipo de suelo. ¡Orgullosos de las
misericordias de Dios! ¡Es como si estuvieras orgulloso de estar endeudado!
Vamos, algunos de nosotros somos tan insensatos que Dios no puede exaltarnos,
pues si lo hiciera, pronto sufriríamos de mareos en el cerebro y caeríamos
irremediablemente. Si el Señor pusiera aunque fuera una pieza de oro del
consuelo en nuestros bolsillos, nos consideraríamos tan ricos que
estableceríamos nuestro negocio por cuenta propia, y cesaríamos de depender de
Él. No puede consentirnos con un pequeño gozo: tiene que guardarnos como el
padre de la parábola guardó al hermano mayor, que se quejaba: “Nunca me has
dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos”. ¡Oh!, es triste que seamos tan
necios como para volvernos orgullosos de nuestras gracias. Ésto contrista
grandemente al Espíritu en una persona individual, y con mayor razón cuando se
convierte en la falta de una iglesia entera. Si ustedes, como iglesia, se
jactaran de que son numerosos, o generosos, o ricos, todo habría terminado para
ustedes. Dios abate a quienes se exaltan. Si su alma se jactara en el Señor,
pueden jactarse tanto como quieran; pero si se gloriaran en cualquier otra
cosa, Dios escondería su rostro, y serían turbados aunque su monte hubiera
estado firme alguna vez, de tal forma que soñaron que no podía ser conmovido.
Yo no podría darles una lista completa de todos
los males que contristan al Espíritu de Dios, pero permítanme mencionarles
aquí, particularmente, a uno: la falta de
oración. ¿No se aplica ésto a algunos? ¡Cuán poco oramos algunos de
nosotros! Que cada conciencia sea ahora su propio acusador.
Mi querido hermano, ¿qué hay en cuanto al
propiciatorio? ¿Qué hay en cuanto al aposento y a la secreta comunión con Dios?
¿Qué hay en cuanto a la lucha pidiendo por tus hijos? ¿Qué hay en cuanto a
suplicar por el pastor? ¿Has sido renuente a interceder por la conversión de tu
vecino? ¿Podrías leer la historia de la intercesión de Abraham por Sodoma y
decir que tú has intercedido por Londres de la misma manera? ¿Podrías leer
sobre Jacob en el arroyo de Jaboc, y decir que tú pasaste, ya no digamos una
noche, sino una hora luchando con el ángel alguna vez? La falta de oración de
esta época es uno de sus peores signos, y la falta de oración de algunas de
nuestras iglesias cristianas hace pensar como si Dios estuviera a punto de
retirarse de la tierra, pues en muchas iglesias -según me informan- experimentan
dificultades para lograr que un suficiente número de hombres asista a las
reuniones de oración para siquiera continuarlas. Sé de algunas iglesias –“No lo
anunciéis en Gat, ni deis las nuevas en las plazas de Ascalón”- sé de algunas
iglesias que han renunciado a las reuniones de oración porque nadie asiste.
¡Ah!, si éste fuera un caso solitario, debería ser lamentado cotidianamente,
pero hay muchísimas iglesias en una condición semejante; que el Señor tenga
misericordia de ellas y de la tierra en la que moran tales iglesias.
Para resumir muchas cosas que podrían ser
dichas, pienso que el Espíritu Santo será contristado por cualquiera de
nosotros si nos entregáramos a cualquier
pecado conocido, sea cual sea; y voy a agregar a eso que también será
contristado, si alguno de nosotros descuida cualquier deber conocido, sea cual
sea. No puedo imaginar que el Espíritu de Dios se agrade con un hermano que
conoce la voluntad de su Maestro y no la hace: yo sé que la Palabra dice que
recibirá muchos azotes. Seguramente, dar azotes ha de ser el resultado de la
pesadumbre de parte de la mano que administra tales azotes. Si alguna persona o
alguna iglesia conocen el bien y no lo hace, para ella o para la iglesia
constituirá un pecado; y aquello que podría no ser pecado en el ignorante, se
convertirá en pecado para los que son bendecidos con la luz. Tan pronto como tu
conciencia es iluminada y conoces la senda del deber, no necesitas decir:
“Otros deben hacerlo” (deben hacerlo, pero se sostendrán o caerán ante su
propio Señor). Si tu juicio es iluminado, apresúrate y no te demores en guardar
los mandamientos de Dios.
John Owen, en su tratado sobre el Espíritu
Santo, hace un comentario diciendo que él cree que el Espíritu de Dios fue
grandemente contristado en Inglaterra debido a la declaración pública hecha en
los artículos de la doctrina, en el sentido de que la Iglesia de Dios tiene el poder
para decretar ritos y ceremonias por ella misma. La Palabra de Dios es la única
regla de la Iglesia de Dios: en la medida en que la Iglesia de Inglaterra, así
llamada, reclama ser su propio legislador, contrista al Espíritu. Cuando una
iglesia reclama para sí el derecho de juzgar cuáles han de ser sus propias
ordenanzas, en lugar de reconocer voluntaria y obedientemente que no tiene
ningún derecho de elección de ningún tipo, sino que está obligada a obedecer la
voluntad revelada de su Grandiosa Cabeza, peca terriblemente. El deber de todos
los cristianos es escudriñar la Palabra para conocer cuáles son las ordenanzas
que Dios ha establecido y mandado, y una vez estando claros de la regla de la
Palabra, nos corresponde obedecerla. Si vieran el bautismo infantil en la
Palabra, no lo descuiden; si no estuviere allí, no lo consideren.
Aquí he de expresar un pensamiento que me ha perseguido
por largo tiempo. Tal vez la triste condición presente de la iglesia cristiana,
y el predominio del dogma de la “regeneración bautismal” puedan ser rastreados
al descuido que reina casi universalmente en la Iglesia, en relación a la
grandiosa ordenanza cristiana del bautismo de los creyentes. Los hombres se
ríen de cualquier plática con respecto a ésto, como si el tema no tuviera
ninguna importancia; pero me permito decir que independientemente de cuál sea
la verdad sobre esa ordenanza, vale la pena que cada creyente la descubra. Me
reúno constantemente con personas que no tienen ningún tipo de fe en el
bautismo infantil, y han renunciado a él desde hace mucho tiempo; y sin
embargo, aunque admiten que deberían ser bautizados como creyentes, descuidan
el deber como si fuera algo sin importancia. Ahora observen que cuando el gran
día revele todas las cosas, estoy persuadido de que revelará ésto: que la
suplantación que ha hecho la iglesia del bautismo de los creyentes por el
bautismo de los infantes, no solamente fue un gran instrumento en el
establecimiento original del Papado, sino que el mantenimiento de esa perversa
ordenanza en nuestra iglesia protestante es la raíz principal y la causa del
presente avivamiento del Papado en esta tierra. Si quisiéramos poner el hacha a
las raíces del sacramentalismo, debemos regresar al viejo método escritural de
dar ordenanzas solamente a los creyentes: ordenanzas que vienen después de la
fe, no antes de la fe. Hemos de renunciar a bautizar para regenerar, y hemos de
administrar el bautismo solamente a quienes profesan ser ya regenerados. Cuando
todos lleguemos a éso, no oiremos más acerca de la “regeneración bautismal”, y
otras mil doctrinas falsas desaparecerían. Si establecieran la regla de que los
incrédulos no tienen ningún derecho a la ordenanza de la iglesia, entonces le
estarían quitando a los hombres el poder de establecer la profana institución de
una iglesia del estado; pues, fíjense, no sería posible ninguna ‘iglesia
nacional’ sobre el principio del bautismo de los creyentes, un principio que es
demasiado exclusivo para adecuarse a la mezclada multitud de una nación entera.
Una iglesia del estado tiene que
aferrarse al bautismo infantil; necesariamente tiene que recibir a todos los
miembros del Estado en sus números; tiene
que hacerlo o de lo contrario no podría esperar la paga del Estado. Hagan
de la Iglesia un cuerpo que conste únicamente de hombres que profesan ser
creyentes en el Señor Jesús, y que la Iglesia diga a todos los demás: “ustedes
no tienen arte ni parte en este asunto mientras no sean convertidos”, y
entonces habría un término a la alianza profana entre la Iglesia y el mundo,
que es ahora una plaga que marchita a nuestra tierra. Los errores de doctrina,
de práctica y de gobierno podrían provocar que no caiga el rocío del cielo.
Ustedes dirán: “Esos errores no impidieron los avivamientos en otros días”. Tal
vez no, pero Dios no siempre pasa por alto nuestra ignorancia. En estos días
nadie necesita ser ignorante acerca del misterio del “bautismo infantil”; el
error ha evolucionado hasta su pleno desarrollo, y ha alcanzado tal clímax que
cada cristiano debe darle su más sincera consideración. La culpa se apoderará
de nosotros si no somos sinceros en buscar las raíces de un mal que es la causa
de un daño tan letal en la tierra. Si, como iglesia, somos claros en nuestro
testimonio sobre este punto, les imploro que verifiquen si hay algún otro error
del que pudieran ser acusados. ¿Hay alguna parte de la Escritura que no hayamos
atendido? ¿Hay alguna verdad que hayamos descuidado? Hemos de estar dispuestos
a renunciar a nuestras más preciadas opiniones al mandato de la Escritura, cualesquiera
que pudieran ser. Les digo lo mismo que digo a los demás: que si la forma de
gobierno de nuestra iglesia, si la manera de nuestra administración de las
ordenanzas cristianas, si las doctrinas que sostenemos no son justificadas por
la Palabra de Dios, debemos ser fieles a nuestras conciencias y a la Palabra, y
estar dispuestos a cambiar según la luz que hemos recibido. Debemos renunciar a
la idea de estereotipar cualquier cosa; debemos estar listos en cualquier
momento y en todo momento, a hacer justo aquello que el Espíritu de Dios quiere
que hagamos, pues, si no lo hacemos, no podemos esperar que el Espíritu de Dios
permanezca en nosotros.
¡Oh, que tengamos un corazón que sirva a Dios
perfectamente! ¡Oh, que un corazón así sea dado a todo Su pueblo, de tal manera
que esté dispuesto a renunciar a toda autoridad, antigüedad, gusto y opinión, y
a inclinarse únicamente ante del Espíritu Santo! ¡Que la Iglesia camine todavía
según la simple regla del Libro de Dios y de conformidad con la luz del
Espíritu de Dios, y entonces cesaremos de contristar al Espíritu Santo!
III. En tercer lugar, y muy brevemente –demasiado
brevemente- veremos EL LAMENTABLE RESULTADO de
que el Espíritu Santo sea contristado.
Estando en el hijo de Dios, eso no conducirá a
su entera destrucción, pues ningún heredero del cielo puede perecer; tampoco le
será retirado completamente el Espíritu Santo, pues el Espíritu de Dios nos es
dado para que permanezca con nosotros para siempre. Pero los efectos nocivos
son, sin embargo, sumamente terribles.
Mis queridos amigos, ustedes perderían todo sentido de la presencia del Espíritu
Santo: Él se ocultaría de ustedes, y no habría rayos de consuelo, ni
palabras de paz, ni pensamientos de amor; habría lo que Cowper llama: “un
doloroso vacío que el mundo no puede llenar jamás”. Si contristaran al Espíritu
Santo perderían todo gozo cristiano; la
luz les sería retirada, y tropezarían en la oscuridad; los propios medios de la
gracia que una vez fueron un deleite, no tendrían ninguna música para su oído.
Su alma no sería más como un huerto regado, sino como un aullante páramo. Si
contristaran al Espíritu Santo, perderían todo poder; si oraran, sería una oración muy débil y no prevalecerían
con Dios. Cuando leyeran las Escrituras, no serían capaces de descorrer el
pestillo y forzar su paso para adentrarse en los misterios de la verdad. Cuando
subieren a la casa de Dios no experimentarían nada de ese devoto alborozo, de
ese correr sin cansarse, de ese caminar sin desfallecer. Se sentirían como se
sintió Sansón cuando perdió su cabello: débil, cautivo y ciego. Si el Espíritu
Santo se apartara, y la seguridad se
fuera, se presentarían las dudas, y surgirían los cuestionamientos y las
sospechas.
“¿Amo al
Señor o no?
¿Soy Suyo o
no lo soy?
Si contristaran al Espíritu de Dios, la utilidad cesaría: el ministerio no
rendiría ningún fruto; su trabajo en la escuela dominical sería estéril;
hablarles a otros y trabajar para otras almas sería como sembrar en el viento.
Si una iglesia contrista al Espíritu de Dios, ¡oh, las plagas vendrán y
marchitarán su hermoso jardín! Entonces sus días de solemne asamblea no tendrían
ninguna aceptación en el cielo; sus hijos, aunque todos ellos fueran ordenados
como sacerdotes para Dios, no ofrecerían ningún incienso aceptable. Si la
iglesia contrista al Espíritu, no podría bendecir a la época en que vive; no
proyectaría ninguna luz en las tinieblas circundantes; ningún pecador sería
salvado por su medio; habría solamente unas cuantas adiciones a su número; sus
misioneros cesarían de partir a otros lugares; no habría desposorios de
comunión en su casa; tinieblas y muerte reinarían donde todo era gozo y vida.
Hermanos, amados en el Señor, que el Señor evite que como iglesia contristemos
a Su Espíritu, y haga que seamos denodados, celosos, veraces, unidos y santos,
de tal forma que podamos retener entre nosotros a este huésped celestial que nos
abandonaría si lo contristamos.
IV. Por último, el texto usa un ARGUMENTO PERSONAL para
prohibirnos que contristemos al Espíritu: “Con el cual fuisteis sellados para
el día de la redención”.
¿Qué significa éso? Hay muchos significados
atribuidos por diferentes comentaristas: nos contentaremos con los siguientes: Se
pone un sello sobre algo para atestiguar
su autenticidad y autoridad. ¿Por qué
medio puedo saber si soy realmente lo que profeso ser? Soy un cristiano por
profesión. ¿Cómo sé si realmente soy un cristiano o no? Dios pone un sello
sobre cada santo genuino: ¿cuál es? Es la posesión del Espíritu Santo. Si
tienes al Espíritu Santo, mi querido amigo, ése es el sello que Dios ha puesto
sobre ti para indicar que tú eres Su hijo. ¿No ves, entonces, que si contristaras
al Espíritu, perderías tu sello y serías como una comisión con el sello
suprimido; serías como una nota escrita a mano sin una firma? Tu evidencia de ser
hijo de Dios es el Espíritu, pues “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no
es de él”. Si no tienes en ti al Espíritu, ésa sería para ti una evidencia
decisiva de que no perteneces a Cristo, pues carecerías del cimiento de la
verdadera seguridad, que es la presencia permanente, el poder y el gozo del
Espíritu.
Además, he dicho que el sello se usa para testificación; y eso es lo que es, no
sólo para ti, sino para los demás. Le dices al mundo que te rodea: “yo soy un
hijo de Dios”. ¿Cómo habrían de saberlo? Ellos sólo pueden juzgar como tú te
debes juzgar, es decir, mirando el sello. Si posees el Espíritu de Dios, pronto
verán que eres un cristiano; y si no lo tienes, sin importar qué otra cosa
tengas, pronto se descubriría que eres una falsificación, pues carecerías del
sello.
Amados, toda la historia de la Iglesia demuestra
ésto: que cuando la Iglesia cristiana ha sido llena del Espíritu de Dios, el
mundo ha confesado su linaje porque no podía evitar hacerlo; pero cuando la
Iglesia ha perdido su entusiasmo y fervor porque ha perdido su fuego celestial,
entonces el mundo se ha preguntado: “¿Qué más es esta iglesia cristiana que una
sinagoga de los judíos o que la compañía de Mahoma?” El mundo conoce el sello
de Dios; y si no lo ve, pronto desprecia a esa sociedad que pretende ser la
Iglesia de Dios, pero que no tiene ni la marca ni la prueba de ello. La misma
verdad es válida en todos los casos; por ejemplo, en el tema del ministerio cristiano.
Cuando vine a Londres por primera vez, hubo
algunas pláticas acerca de mi ordenación al ministerio. “Si soy ordenado por
Dios, no necesito la ordenación de los hombres; y, por otro lado, si Dios no me
ha llamado a la obra, ningún hombre o conjunto de hombres podría hacerlo”. Pero
se me dijo: “¡Tiene que haber un servicio de reconocimiento, para que otros
puedan expresar su aprobación!” “No” –dije- “si Dios está conmigo, me
reconocerán lo suficientemente rápido como un hombre de Dios; y si me es negada
la presencia del Señor, la aprobación humana es de poco valor”.
Hermanos, si profesan ser llamados a cualquier
forma de ministerio, su única manera de demostrar su llamamiento sería
mostrando el sello de Espíritu; cuando ese sello está estampado en sus labores,
no requerirán de ningún otro reconocimiento. El campamento de Dan pronto
reconoció a Sansón cuando el Espíritu vino sobre él; y cuando fue entre los
enemigos –los filisteos- con la quijada de un asno, pronto lo reconocieron
cuando lo vieron amontonando a los muertos unos sobre otros.
Así es como el cristiano o el ministro han de forzar el reconocimiento de su status y llamamiento.
Los caballeros de la cruz tienen que ganar sus reconocimientos en el campo de
batalla. La única manera en que un cristiano puede ser identificado como
cristiano, o en que la iglesia puede manifestarse como una iglesia de Dios, es
teniendo el Espíritu de Dios, y en el nombre del Espíritu de Dios hacer proezas
para Dios, y dar gloria a Su santo nombre.
Además, se usa también un sello para preservar, así como para atestiguar. El
oriental sella sus bolsas de dinero para asegurar el oro que va dentro, y
nosotros sellamos nuestras cartas para guardar su contenido. El sello es puesto
para seguridad. Ahora, amados, como la única manera por la que pueden ser
reconocidos como cristianos es por poseer realmente el poder sobrenatural del
Espíritu Santo, así, también, la única manera por la que pueden ser preservados
siendo cristianos, y preservados de regresar al mundo, es por continuar
poseyendo el mismo Santo Espíritu. ¿Qué serían ustedes si el Espíritu de Dios
se fuera? La sal que ha perdido su sabor, ¿con qué será salada? “Árboles dos
veces muertos y desarraigados… estrellas errantes, para las cuales está
reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas”.
El Espíritu Santo no es un lujo para ustedes,
sino una necesidad: tienen que poseerlo, o morirán; tienen que poseerlo, o
están condenados, sí, y con una doble condenación. Aquí interviene esa promesa
escogida que el Señor no los dejará ni los abandonará; pero si los dejara para
siempre, no quedaría ningún sacrificio más por el pecado; sería imposible renovarlos
otra vez para arrepentimiento, viendo que habrían crucificado al Señor de
nuevo, y lo habrían puesto en una visible vergüenza.
No contristes, entonces, a ese Espíritu de quien
eres tan dependiente: Él es tu credencial como cristiano; Él es tu vida como
creyente. Valóralo más allá de todo precio; habla de Él con tu cabeza
inclinada, con asombro reverente; descansa en Él con una confianza amorosa e
infantil; obedece Sus amonestaciones más delicadas; no descuides Sus susurros
interiores; no te apartes de Sus enseñanzas contenidas en la Palabra, o de las dadas
por medio de Sus ministros; y has de estar tan presto a sentir Su poder como
las olas del mar están dispuestas a ser movidas por el viento, o una pluma a
ser transportada por la brisa. Has de estar listo a cumplir Sus órdenes. Así
como los ojos de la criada están atentos a su ama, así tus ojos han de estar
atentos a Él. Cuando conozcas Su voluntad, no hagas preguntas, no cuentes los
costos, enfrenta todos los peligros, desafía todas las circunstancias. La
voluntad del Espíritu ha de ser tu ley absoluta, independientemente de ganancia
o pérdida, independientemente de tu propio juicio o de tu propio gusto. Una vez
que percibas claramente la voluntad del Espíritu, has de obedecer instantáneamente,
y has de tratar de seguir percibiendo esa voluntad. No cierres intencionalmente
tus ojos a un deber desagradable, ni cierres tu entendimiento a una verdad que
no es bien recibida. No te apoyes en tu propio entendimiento; considera que
sólo el Espíritu Santo puede enseñarte, y que aquellos que no quieren ser
enseñados por Él, han de permanecer siendo necios irremediablemente.
¡Oh!, que viviera para ver que la Iglesia de
Dios reconoce el poder del Espíritu Santo; que pudiera verla hacer a un lado la
mortaja que ha persistido en llevar durante tan largo tiempo; que pudiera ver
que no pone ninguna confianza en el Estado o en el poder, que no confía más en
la elocuencia y en el conocimiento; que pudiera verla depender del Espíritu
Santo, aunque sus ministros fueran de nuevo pescadores, y sus seguidores fueran
de nuevo “lo vil del mundo y lo que no es”; aunque tenga que ser bautizada en
sangre; aunque el hijo varón provoque la ira del dragón, y arroje agua como un
río contra ella, no obstante, el día de su victoria final habrá de amanecer. Si
sólo obedeciera al Espíritu, si sus directrices, credos y reglas, sus libros de
oración, rúbricas y cánones fueran lanzados a los vientos, y el Espíritu libre
del Dios vivo gobernara por doquier; si, en vez de los decretos de sus
concilios, y la servidumbre esclavizada del sacerdocio y del ritual, sólo
abrazara la libertad con la que Cristo la ha hecho libre, y caminara según Su
Palabra y según las enseñanzas del Maestro celestial, entonces podríamos oír el
grito del Rey en nuestro medio, ¡y las almenas del error caerían! ¡Que Dios lo
envíe, y que lo envíe en nuestro tiempo, y Suya será la alabanza!
Me temo que hay algunos aquí que no contristan al Espíritu, pero hacen algo
peor que eso; ellos apagan al
Espíritu, ellos resisten al Espíritu.
¡Que el Señor les conceda el perdón de este grave pecado, y que sean conducidos
a la cruz de Cristo para encontrar el perdón para cada pecado! En la cruz, y
únicamente allí, puede ser encontrada la vida eterna. Que Dios los bendiga, por
Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
Efesios 4: 17-32 y
5: 1-7.
Traductor: Allan Román
10/Junio/2010
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