El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Los Albores del
Avivamiento
o
No.
734
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Al principio
de tus ruegos fue dada la orden, y yo he venido para enseñártela, porque tú
eres muy amado”. Daniel 9: 23.
La oración es útil de mil
maneras. Es, en el plano espiritual, lo que en el plano natural buscaban
conseguir los médicos de la antigüedad, es decir, un catolicón, un remedio de
aplicación universal. No hay ningún caso de necesidad, de dilema o de
infortunio en el que no se compruebe que la oración es una ayuda muy real. En
el caso que estamos considerando, Daniel había estado estudiando el libro de
Jeremías y había aprendido que habían de cumplirse las desolaciones de
Jerusalén en setenta semanas, pero tenía la convicción de que le faltaban más
cosas por aprender y se propuso saberlas. La suya era una mente noble y sagaz,
y con todas sus energías procuró penetrar en el significado profético; pero
Daniel no confió en su propio juicio; se entregó de inmediato a la oración. La
oración es esa grandiosa llave que abre los misterios. ¿A quién acudiremos en
busca de una explicación cuando no podemos entender un escrito, sino al autor
del libro? Daniel recurrió de inmediato al Grandioso Autor en cuya mano
Jeremías había fungido como la pluma. El profeta se puso de rodillas en
solitario retiro y clamó a Dios pidiéndole que le abriera el misterio de la
profecía para poder conocer el pleno significado de las setenta semanas y lo
que Dios tenía la intención de hacer al término de ellas, y cómo quería que se
comportara Su pueblo para obtener la liberación de su cautiverio. Daniel hizo
su petición al Señor rogándole que desatara los sellos y abriera el volumen del
libro, y fue oído y fue favorecido con el conocimiento que habría buscado en
vano por cualesquiera otros medios. Lutero solía decir que algunas de sus
mejores comprensiones de
El punto particular en
el texto al cual quisiera dirigir la atención de ustedes en esta mañana es que
la oración de Daniel fue respondida de
inmediato, mientras aun hablaba; sí, en cuanto comenzó a orar. No siempre
es así. La oración se detiene a veces cual suplicante a la puerta hasta que
sale el rey para llenar su pecho con las bendiciones que busca. Se ha sabido
que cuando el Señor ha dado una gran fe la ha probado mediante largas demoras.
Ha permitido que las voces de Sus siervos regresen a sus propios oídos cual eco
proveniente de un cielo de bronce. Han llamado a la puerta de oro que se ha
mantenido inamovible como si estuviera oxidada en sus goznes. Han clamado como
Jeremías: “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra”. Algunos
verdaderos santos han continuado así en paciente espera durante meses, y ha
habido casos en los que sus oraciones han esperado incluso años sin respuesta,
no porque no hayan sido vehementes ni porque no hayan sido aceptadas, sino
porque así le agradó a Aquel que es soberano y que da según Su buena voluntad. Si
le agrada ordenarle a nuestra paciencia que se ejercite, ¿no hará lo que quiera
con lo Suyo? Los mendigos no deben ser selectivos en lo que respecta a tiempo,
lugar o forma. Hermanos, no debemos tomar los retrasos en las respuestas a la
oración como negativas: los cheques posdatados de Dios serán honrados
puntualmente; no debemos permitir que Satanás debilite nuestra confianza en el
Dios de la verdad, señalando nuestras oraciones fallidas. Estamos tratando con
un Ser cuyos años son sin término, para quien un día es como mil años; lejos
esté de nosotros considerar que el Señor se retarda si medimos Sus actos por la
norma de nuestra diminuta hora. Las peticiones sin respuesta no son peticiones
desoídas. Dios guarda un expediente para nuestras oraciones que no se lleva el viento
sino que son atesoradas en los archivos del rey. Hay un registro en la corte del
cielo donde cada oración queda anotada. Oh atribulado creyente, tus suspiros y
tus lágrimas no son infructuosos; Dios tiene un vaso lacrimatorio donde se
guardan las costosas gotas del sagrado dolor y un libro en el que son contados
tus santos gemidos y dentro de poco tu petición prevalecerá. ¿No puedes
contentarte con esperar un poco? ¿Acaso no es mejor el tiempo de tu Señor que
tu tiempo? En su momento Él aparecerá consoladoramente para gozo de tu alma, y
hará que te despojes de tu cilicio y de la ceniza de la larga espera y que te
vistas de carmesí y del lino fino de la plena fruición.
Sin embargo, en el caso
de Daniel, el varón muy amado, no hubo ninguna espera. En el caso de Daniel esta
promesa fue cierta, “Antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo
habré oído”. Al varón Gabriel se le ordenó que volara con presteza, como si aun
el vuelo de un ángel no fuera lo suficientemente raudo para la misericordia de
Dios. ¡Oh, cuán rápidamente viaja la misericordia de Dios y cuánto tiempo se
demora Su ira! ¡“Vuela” –dijo- “espíritu fulgurante, prueba el poder supremo de
tus alas! Desciende a mi siervo que espera, y cumple su deseo”. Hermanos, los
deseos de mi corazón y mis ardientes anhelos son que al principio de nuestros
ruegos tengamos una respuesta del trono. Este es el principio de nuestros
oraciones sólo en un cierto sentido, pues la oración no ha cesado nunca aquí
-fervientes hermanos y hermanas han celebrado una reunión pública para orar
cada mañana y cada noche durante los últimos meses- pero ahora estamos al
comienzo de un mes de oración más especial, y yo anhelo vehementemente una
pronta visitación de la gracia. Sería un muy bendito incentivo para nosotros,
un estímulo para un ardor más intenso y un argumento para una mayor confianza
en Dios, si fuésemos favorecidos igual que Daniel para recibir respuestas
positivas a nuestros ruegos en cuanto comenzamos a orar.
Hablando de tal misericordia,
es indispensable que consideremos dos puntos: primero, razones para esperar justamente una bendición tan temprana; y en
segundo lugar, formas en las que deseamos
ardientemente la bendición y la esperamos confiadamente.
I. Primero,
¿tenemos algunas RAZONES PARA ESPERAR QUE AL PRINCIPIO DE NUESTROS RUEGOS
SALDRÁ EL MANDAMIENTO DE MISERICORDIA?
Tengan la seguridad de
que las tenemos si somos encontrados en la misma postura de Daniel, pues Dios
actúa para con Sus siervos según una regla determinada. Pongamos en práctica un
vigilante autoexamen mientras nos comparamos con el exitoso profeta.
Dios oirá a Su
pueblo al principio de sus oraciones si la condición del suplicante es
apropiada para ello. Es posible deducir la naturaleza de la idoneidad del
estado mental de Daniel y de su modo de proceder. Sobre esto nuestra primera
observación digna de consideración es que Daniel estaba resuelto a obtener la bendición que buscaba. Noten cuidadosamente
la expresión que usó en el tercer versículo: “Y volví mi rostro a Dios el Señor,
buscándole en oración y ruego”. Este volver del rostro expresa un propósito
decidido, una firme determinación, una concentrada atención, una resuelta
perseverancia inflexible. “Volví mi rostro a Dios”. Nosotros no haremos nada en
este mundo mientras no volvamos completamente nuestro rostro a ese asunto. Los
guerreros que ganan batallas son aquellos que están resueltos a vencer o morir.
Los héroes que emancipan naciones son aquellos que no consideran los riesgos y
no calculan las probabilidades, sino que han resuelto que deben quitar el yugo
de la cerviz de su país. Los comerciantes que prosperan en este mundo son aquellos
que realizan sus actividades de todo corazón y velan por la riqueza con
entusiasmo. El hombre poco entusiasta no está en ninguna parte en la carrera de
la vida; es usualmente despreciable a los ojos de los demás, y es una desgracia
para sí mismo. Si hay algo que valga la pena hacer, vale la pena que se haga
bien; y si no vale la pena que se haga cabalmente, los varones sabios prefieren
no involucrarse. Esto es especialmente cierto en la vida espiritual. Los
hombres que duermen en sus lechos o que siguen estando dormidos fuera de sus
lechos, no realizan maravillas para Dios. Los hombres que a duras penas saben
que son salvos o a quienes no les importa serlo, no salvan almas. Los errores
no son derribados de sus pedestales por quienes son descuidados con respecto a
la verdad y la valoran poco. Las reformas no han sido realizadas en este mundo
por personas de espíritu tibio y política contemporizadora. Un fogoso Lutero es
de mayor valor que veinte varones semejantes al indiferente Erasmo, que sabía
infinitamente más de lo que sentía, y que tal vez sentía más de lo que se
atrevía a expresar. Si alguien quisiera hacer algo por Dios, por la verdad, por
la cruz de Cristo, tiene que volver su rostro y resolver servir a Dios con toda
la fuerza de su voluntad. El soldado de Cristo tiene que poner su rostro como
un pedernal contra toda oposición, y al mismo tiempo tiene que volver su rostro
hacia el Señor con el ojo atento de la sierva que mira hacia su señora. Si
somos llamados a sufrir por la verdad, tenemos que volver nuestro rostro hacia
el conflicto al igual que Jesús afirmó Su rostro para ir a Jerusalén. ¡Quien
quiera ganar en esta gloriosa guerra y vencer al Señor en el propiciatorio, tiene
que tener resolución! Tiene que estar resuelto con toda su alma -después de
considerar el asunto seriamente- resuelto por razones que son demasiado
perentorias para que las evada, resuelto a que no se alejará del trono de la
gracia sin la bendición. Nunca, nunca será infructuoso en la oración el hombre
que esté resuelto a ganar la misericordia prometida. Suponiendo que están
buscando lo que deberían buscar, que lo están buscando a través de Jesucristo y
por fe en Él, el único requisito recomendado para el éxito, hermanos, es que
afirmen sus rostros hacia su consecución. Si hubiese una docena de varones en
esta iglesia nuestra que hubieren vuelto sus rostros a tener un avivamiento,
con seguridad lo tendremos; mi corazón no alberga ninguna duda al respecto.
Aunque sólo hubiese una media docena, como los hombres de Gedeón que lamieron, si
no hubiese sino seis que no vacilan y que no se desanimarán por las dificultades
ni huirán por las desilusiones, tan ciertamente como que Dios es Dios, Él oirá
las oraciones de tales personas. Es más, si sólo fueran dos o tres, la promesa
es para dos de nosotros que estemos de acuerdo en lo tocante a algo
concerniente al reino; sí, más aún, si no pudieran encontrarse dos personas y
sólo quedara un santo fiel, siempre y cuando estuviere provisto del espíritu y
del ardor de Daniel, aun así prevalecería como lo hizo Daniel en la antigüedad.
No debemos dejar de volver nuestro rostro hacia el Señor. Amados míos en el
Señor Jesús, yo le pido humilde pero devotamente a Dios, el Espíritu Santo, que
dé tanto a los hombres como a las mujeres miembros de esta iglesia la solemne
resolución de que en la obra en la que estamos comprometidos para Dios no
estarán satisfechos a menos que nos sean concedidas las más grandes respuestas.
Esta fue la primera prueba de que Dios podía dar a Daniel la bendición de
inmediato pues el corazón del profeta había adoptado una inmutable resolución y
no había forma de que cambiara de opinión; entonces, si un menesteroso está resuelto
a recibir su petición, harías bien en darle de inmediato lo que te pida, pues
es una pérdida de tiempo tanto para él como para ti darle largas con retrasos;
pensamos que lo mejor es darle la ayuda de inmediato, y lo mismo hace nuestro
Padre celestial con nosotros.
A continuación, Daniel sentía profundamente la miseria del pueblo
por el que intercedía. Lean esa expresión, “Nunca fue hecho debajo del
cielo nada semejante a lo que se ha hecho contra Jerusalén”. La condición de
aquella ciudad que yacía en ruinas, sus habitantes cautivos, sus hijos más
selectos desterrados hasta los confines de la tierra le aquejaban muy severamente.
No tenía un ligero conocimiento superficial de los sufrimientos de su pueblo, sino
que lo más íntimo de su corazón estaba amargado con el ajenjo y la hiel de la
copa de ellos. Hermanos, si Dios tiene la intención de darnos almas, Él nos
preparará para ese honor haciendo que sintamos la profunda ruina de nuestros
semejantes y la terrible condenación que implicará esa ruina a menos que
escapen de ella. Yo quisiera que ustedes se prepararan hasta ser dominados por
un horror del pecado del pecador; ¡seguramente esa no es una tarea tan extraña
si recuerdan su estado previo y sus tendencias presentes! ¡Cuán ardiente era aquel
horno a través del cual pasó tu espíritu cuando la mano de Dios se agravó sobre
ti tanto de día como de noche! Hermanos y hermanas míos en el Señor Jesús,
quiero que ustedes tengan una clara visión de la ira de Dios que amenaza a sus
propios hijos, a sus propios amigos, a sus compañeros de asiento en la iglesia,
a sus vecinos y a su parentela, a menos que sean salvados. Si pudieran insertar
en su corazón así como en su credo la sincera convicción de que “los malos
serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios”; si
pudieran recordar que aun aquellos que oyen el Evangelio no tienen vía de
escape si permanecen en la impenitencia, y que si rechazan a Cristo no queda
nada para ellos sino “una horrenda expectación de juicio, y de hervor de
fuego”; si tu alma pudiera ser conducida a derretirse por el abatimiento por
causa de los ayes de los espíritus perdidos y por causa de que tantos de tus
semejantes se perderán en breve, que estarán irrevocablemente perdidos como los
otros lo están, más allá de toda esperanza o de todo sueño de alivio,
seguramente te volverías pasmosamente denodado por las almas. Oiríamos
oraciones de una naturaleza poderosa si los creyentes se identificaran con los
hombres en su ruina; entonces las lágrimas y los gemidos no serían tan escasos;
entonces sería algo muy ordinario que el alma se derramara en gemidos inefables.
Cuando sintamos intensamente la necesidad del pecador prevaleceremos con Dios
merced a la sangre preciosa de Jesús. Si hubiera algunos aquí que realmente
sienten los terrores del mundo venidero y están atados por esos terrores y son
llevados a esperar y a luchar en el propiciatorio hasta que las almas sean
rescatadas de sus pecados, tenemos la confianza de que en cuanto comencemos a
orar saldrá el mandamiento para bendecirnos.
Además, Daniel estaba listo
para recibir la bendición porque sentía
profundamente su propia indignidad al respecto. Yo no creo que ni aun el
Salmo cincuenta y uno sea más penitencial que el capítulo en el que está
contenido nuestro texto. Yo les pedí que observaran, mientras lo leíamos, cómo
confiesa el profeta el pecado del pueblo y lo designa por medio de tres,
cuatro, cinco o más epítetos descriptivos, todos expresivos de su profundo
sentido de su negrura. Lean el capítulo y noten cómo reconoce humildemente
pecados de comisión, pecados de omisión, y especialmente pecados contra las
advertencias de la palabra de Dios y las súplicas de los siervos de Dios. El
profeta es muy explícito. Desnuda su corazón delante del Señor; arranca cada
membrana de la corrupción de la gente; expone la herida para la inspección del
Gran Cirujano y le pide que le envíe salud y alivio. Yo creo que Dios está a
punto de bendecir personalmente al hombre a quien le ha dado un profundo sentido
de pecado; y ciertamente aquella iglesia que esté dispuesta a hacer una
confesión de su propia pecaminosidad e indignidad está en vísperas de una
visitación de amor. Acudamos, entonces, a nuestro Dios –yo oro pidiendo que el
Espíritu Santo nos capacite para acudir a Él- cada hombre y cada mujer haciendo
una confesión por sí mismo aparte. Se necesita la confesión individual. Yo
tengo pecados que tal vez ustedes no descubran en mí, pecados que no sería
posible que ustedes cometieran porque no están ubicados en mi esfera. Ustedes,
también, tienen en sus familias, en sus negocios, en sus vidas privadas y públicas,
pecados con los que no estoy familiarizado. Cada ser humano tiene un punto de
pecado donde es separado de sus congéneres; por tanto, cada individuo tiene que
hacer su propia confesión, aparte, con la máxima honestidad, con la más
profunda humillación; y cada uno tiene que agregar a sus reconocimientos la
humilde oración: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce
mis pensamientos”. Mis queridos compañeros, miembros de la iglesia, ¿está
consciente cada uno de ustedes de su propia iniquidad personal para con el
Señor su Dios? Entonces no permitan que transcurra este día sin que hubieren
hecho una plena confesión; y queridos hermanos, si hubiera aún en nosotros,
como iglesia, alguna transgresión inconfesada, yo espero que el Señor nos
conduzca a confesarla. Si hemos estado orgullosos de nuestros números, si hemos
sido exaltados por el éxito, si hubiese algunos altercados entre nosotros, si
algún cristiano aquí presente sintiera algún resentimiento hacia otro miembro
de la iglesia, que no pase este día sin que se haya quitado ese mal. Yo estoy
muy consciente de que mucho pecado puede permanecer encubierto en una iglesia
tan grande. ¡Oh, que hubiese grandes propósitos del corazón!
Amados, ustedes
ciertamente frustrarán nuestras esperanzas y harán que nos perdamos de la
bendición a menos que todo mal sea quitado. Sea este un día de purificar la
vieja levadura para que podamos celebrar la fiesta, no con la levadura de
malicia, sino en santidad, como conviene a los discípulos de Jesús. Los ídolos
tienen que ser abolidos por completo y mientras no los hayamos quitado a todos,
no podemos esperar recibir una bendición del Señor nuestro Dios. “Venid,
adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor”.
Bendigamos Su nombre por Su bondad grande sobremanera para con nosotros como iglesia,
y cantemos a todas Sus misericordias que ha mostrado para nosotros estos trece
años. Confesemos nuestra indignidad, nuestra frialdad, nuestra insensibilidad y
letargo y descarríos del corazón y la rebelión de muchos entre nosotros, y
luego, habiendo confesado nuestras faltas, podemos esperar que Dios nos visite
cuando comenzamos a orar. Cuando el cántaro esté vacío, la fuente del cielo lo
llenará; cuando el suelo esté seco y agrietado y comience a abrir su boca por
la sed, caerá la lluvia que enriquece a la tierra. Cuando sintamos un sentido
de necesidad, profundo y aplastante, entonces saldrá una refulgente bendición
procedente de la presencia del Altísimo. “Al principio de tus ruegos fue dada
la orden”.
Pero además, queridos
amigos, no hemos agotado los puntos que en Daniel merecen nuestra imitación;
notarán que Daniel tenía una clara
convicción del poder de Dios para ayudar a su pueblo en su aflicción; su
vital sentido del poder divino se basaba en lo que Dios había hecho en la antigüedad.
¡Es interesante advertir en la historia de los judíos cómo en cada oscura y
tormentosa hora sus mentes revertían a un punto en particular de su historia!
Tal como los griegos recordaban las Termópilas y Maratón en los días cuando
Grecia era
Hermanos y hermanas míos
en los lazos del Señor Jesús, ustedes y yo podemos extraer consuelo en este
momento del hecho de que este Dios que dividió el Mar Rojo es nuestro Dios por
los siglos de los siglos, y es tan poderoso en esta hora como cuando echó en el
mar al caballo y al jinete. Adoramos al Dios que ama ahora a Sus elegidos igual
que lo hizo en la antigüedad. Escrito está: “Hizo salir a su pueblo como
ovejas”, y así nos conduce a nosotros. Él los condujo a través del desierto y
los llevó al reposo prometido y de igual manera nos llevará a nuestro hogar
eterno. ¡Oh Dios, Tú que saliste delante de Tu pueblo, sal delante de nosotros de la misma manera! ¡Aunque el
vaivén de las dudas y de los temores sea delante de nosotros como un mar,
suprímelo, te suplicamos! ¡Aunque nuestras iniquidades clamen detrás de
nosotros, húndelas en el Mar Rojo de la sangre de Jesús! ¡Aunque marchemos a
través del yermo, danos el maná del cielo y que la roca destile vivos
torrentes! Aunque no merezcamos ser visitados por Tu amor, ¿acaso no somos
pueblo Tuyo y ovejas de Tu prado? ¿No llevamos Tu nombre? ¿No nos compraste con
Tu sangre? ¡Llévanos a la tierra prometida! Danos la herencia de Tu pueblo, y
bendícenos con las bendiciones de Tus elegidos. Nosotros también, si somos
sensibles a las pasadas misericordias para con
Pero, además, el punto
más aparente acerca de la oración de Daniel es su peculiar denuedo. Multiplicar expresiones tales como: “¡Oh Señor!
¡Oh Señor! ¡Oh Señor!”, pudiera no ser siempre correcto. Pudiera haber mucho
pecado en tales repeticiones por ser equivalentes a tomar el nombre de Dios en
vano. Pero no sucede así con Daniel. Sus repeticiones salen con fuerza desde
las profundidades de su alma: “¡Oh Señor, escucha! ¡Oh Señor, perdona! ¡Oh
Señor, oye y responde!” Estas son las ardientes erupciones volcánicas de un
alma que se quema, que está terriblemente agitada. Es simplemente el alma del
hombre que necesita un escape. Jesús mismo, cuando oraba más vehementemente,
oraba tres veces usando las mismas palabras. La variedad de expresión muestra
algunas veces que la mente no está completamente enfocada en el objetivo, sino
que todavía es capaz de considerar su modo de expresión; pero cuando el corazón
queda sumergido enteramente en el deseo no puede detenerse para pulir y dar
forma a sus palabras, sino que se apodera de las expresiones más cercanas a su
disposición y continúa sus súplicas con ellas. La mente turbada no tiene ansiedad
acerca de sus usos del lenguaje en tanto que Dios los entienda. Daniel, con lo
que los viejos teólogos habrían llamado múltiples reiteraciones, gime aquí a lo
alto hasta ganar la cima de sus deseos. ¿A qué asemejaré los ruegos del varón
muy amado? Me parece como si tronara y lanzara rayos a la puerta del cielo.
Estuvo allí delante de Dios y le dijo: “Oh Altísimo, Tú me has traído a este
Ulai como llevaste a Jacob al Jaboc, y contigo pretendo quedarme toda la noche
y luchar hasta que raye el alba. No puedo dejarte y no te dejaré si no me
bendices”. Ninguna oración tiene una probabilidad de hacer descender una
respuesta inmediata si no es una oración ferviente. “La oración eficaz del
justo puede mucho”; pero si no es ferviente no podemos esperar encontrar que
sea eficaz o prevalente. Tenemos que deshacernos de los trozos de hielo que
penden de nuestros labios. Tenemos que pedirle al Señor que derrita las
cavernas de hielo de nuestra alma y que haga que nuestros corazones sean como
un horno de fuego calentado siete veces más de lo acostumbrado. Si nuestros
corazones no arden en nuestro interior haríamos bien en cuestionarnos si Jesús
está con nosotros. Él ha amenazado con vomitar de Su boca a los que no son ni
fríos ni calientes; ¿cómo podemos esperar Su favor si caemos en una condición
tan odiosa para Él? Nuestro Dios es un fuego consumidor y no tendrá comunión
con nosotros hasta que nuestras almas crezcan para ser también como fuegos
consumidores. A menos que tengamos el calor del amor a Dios no podemos esperar
que el amor de Dios se manifieste en nosotros en su máximo grado. Ahora bien,
yo sé que algunos de ustedes son muy fríos. Le doy gracias a Dios porque
contamos con un gran número de cristianos denodados de cálido corazón,
vinculados con esta iglesia, cristianos de quienes tendré el valor de decir
aquí que nunca creí vivir para ver a unos santos tan verdaderos y amables. He
visto en esta iglesia una vital piedad apostólica; diré como delante del trono
de Dios que he visto una piedad tan sincera y verdadera como la que hubieren
testimoniado jamás Pablo o Pedro. He visto en algunos que están presentes aquí tal
piadoso celo, tal santidad, tal devoción para los negocios del Maestro, que
Cristo mismo miraría con gozo y satisfacción. Pero hay otros que son miembros
de la iglesia que nunca entran de corazón en nuestros proyectos de trabajo, ni
se unen todavía a nuestras solemnes asambleas de oración. ¿Qué diré de ellos?
Si fuera a hablar rigurosamente sólo dirían que los reprendí con severidad y
eso no me serviría pues deseo sus mejores intereses. Sería mejor que les dijera:
“Mis queridos hermanos y hermanas, si en verdad están con nosotros, si tienen
comunión con nosotros, y verdaderamente nuestra comunión es con el Padre y con
Su hijo Jesucristo, les suplicamos que le pidan al Señor que los haga más
denodados de lo que haya sido jamás el más denodado de nosotros, y si han ido
rezagados, que los haga tomar la vanguardia. Si han sido tibios, ya sea en la
generosidad de sus dádivas o en el fervor de sus ruegos, pídanle al Señor que a
partir de ahora redoblen su paso, y que en el tiempo que les queda de vida hagan
más que lo que pudieran hacer otros que previamente no
han sido tan lentos como ustedes.
Este es un resumen de
las cosas que hemos hablado: si la iglesia entera en este lugar fuera conducida
a afirmar su rostro, a estar consciente de la profunda necesidad de los
pecadores, a confesar su propio pecado, a tener presente la misericordia de
Dios, y a estar vehementemente, apasionadamente resuelta a perseverar pidiendo
una bendición, no veo por mi parte la más mínima razón por la que al principio
de los ruegos no deba salir el mandamiento.
“¡Oremos! El Señor está dispuesto,
Esperando siempre para oír la oración;
Listo, cumpliendo Sus misericordiosas palabras,
Para ayudar y animar a los corazones fogosos”.
Hasta aquí llegamos con
esa primera razón. Podemos esperar una pronta respuesta a la oración cuando la
condición del suplicante sea como Dios quiere que sea.
En segundo lugar, yo
creo que tenemos suficiente base para esperar una bendición cuando consideramos
la misericordia misma. Si entiendo
bien sus corazones y el mío propio, lo que buscamos como iglesia es
precisamente esto: queremos ver que nuestra propia piedad personal sea vivificada
y llevada a mayores profundidades, y queremos ver que los pecadores sean salvados.
Bien, ¿acaso no es algo tan bueno en sí mismo que no podamos esperar que el
dador de toda buena dádiva y todo don perfecto nos otorgue eso? No necesitamos
pedirle al sol que brille; ¿acaso su función no es precisamente hacerlo? Le pedimos
a Dios que nos dé esta buena dádiva: ¿acaso no es algo acorde con la naturaleza
del Padre de las luces concedernos tales misericordias? Buscamos lo que es para
el bien de Su iglesia, de la iglesia que compró con Su propia sangre.
Un hermano comentó en
oración en una ocasión que ninguno de nosotros dejaría que nuestro cónyuge pidiera
repetidamente alguna buena dádiva pero que se la negaríamos; si estuviera en
nuestro poder darle cualquier cosa bajo el cielo, sentiríamos que hacerlo sería
nuestro mayor deleite; ¿y acaso la novia, la esposa del Cordero, habrá de descubrir
que su esposo es menos amable de lo que somos nosotros, pobres mortales
malvados, con nuestras esposas? No. Si la iglesia de Cristo le implora algo a
su propio Esposo, no puede recibir una negativa. Tengan la seguridad de que su
regio Esposo le dará conforme a Su infinita plenitud.
Lo que pedimos es para
la gloria de Dios. No estamos buscando una bendición que nos glorifique o que exalte a algunos de nuestros semejantes. No
ansiamos la victoria para las armas de un guerrero; no pedimos el éxito para
las investigaciones de un filósofo; no buscamos nada que pueda redundar en
honra para algunas proezas humanas o para la sabiduría humana; buscamos aquello
que pondrá coronas sobre la cabeza de nuestro bendito Dios, y buscamos eso con
el único y puro deseo de que Él sea glorificado. Por encima de todo pedimos lo
que es valorado por el corazón de Cristo. Él es el amigo de los pecadores:
vivió por los pecadores, murió por los pecadores, resucitó por los pecadores, intercede
por los pecadores y por los pecadores reina en gloria; y si venimos a Dios y le
decimos: “¡Por la sangre y las heridas de Jesús, por las aflicciones de
Getsemaní y por los gemidos del Calvario, óyenos!”, ¿cómo es posible que nos
quedemos esperando? No, yo entiendo que si tal es la carga de la oración,
recibiremos respuesta al principio.
En tercer lugar, hay
algo más que me anima, es decir, la
naturaleza de las relaciones que existen entre Dios y nosotros. ¿Acaso no
son estas unas palabras selectas: “Muy amado”? “Sí” –tal vez dirás- “es fácil
entender por qué Dios envía una respuesta tan rápida a Daniel, pues él era un
varón muy amado”. ¡Ah!, ¿acaso tu incredulidad te ha hecho olvidar que tú también eres muy amado? Tú, mi
querido hermano, como un creyente en Jesucristo, no serías del todo presuntuoso
si te aplicaras a ti mismo el título de “Varón muy amado”. Voy a hacerte unas
cuantas preguntas que reivindicarán tu título. ¿No debiste ser grandemente
amado ya que fuiste comprado con la sangre preciosa de Cristo como de un
cordero sin mancha y sin contaminación? Si Dios no perdonó a Su propio Hijo,
sino que lo entregó por ti, ¿no debiste ser grandemente amado? Déjame
preguntarte acerca de tu experiencia. Tú vivías en pecado y te entregabas desenfrenadamente
a los vicios. ¿No debiste ser grandemente amado por Dios ya que tuvo paciencia
contigo? Fuiste llamado por la gracia y fuiste conducido a un Salvador y fuiste
hecho un hijo de Dios y convertido en un heredero del cielo. Vamos, eso
demuestra un amor muy grande y sobreabundante, ¿no es cierto? Desde entonces ya
sea que tu ruta fuera áspera con problemas o llana con bondad, no tengo ninguna
duda de que ha estado saturada de evidencias de que eres un varón muy amado. Si
el Señor te ha disciplinado, no lo ha hecho airado; si te ha hecho pobre, has
sido grandemente amado en tu pobreza. Cuando considero mi vida pasada, sé que debo
confesar mi indignidad y reconocer mi pecado de manera sumamente sincera, y,
con todo, me atrevo a sentir y a decir que soy un varón muy amado por mi Dios,
pues Él me ha dado a gozar mercedes muy distinguidas aun cuando no he merecido
ni siquiera la más mínima de ellas, por lo que no puedo evitar decir: “Él me
corona de favores y misericordias”. Yo me glorío en la entrañable misericordia
de mi Dios con entera libertad porque estoy seguro de que tú, amado hermano,
eres también especialmente amado por el cielo. Entre más indignos se sientan
ustedes, más evidencia tienen entonces de que nada sino un amor indecible pudo
haber llevado al Señor Jesús a salvar a unas almas tales como las suyas. Entre
más indignidad sienta el santo, mayor prueba tiene del grande amor de Dios al
haberlo elegido a él y haberlo llamado y haberlo hecho un heredero de la
bienaventuranza. Ahora, si hay tal amor entre Dios y nosotros, pidamos con
mucha osadía. No vayamos a Dios como si fuésemos extraños, o como si Él
estuviese renuente a dar. Nosotros somos muy amados. “El que no escatimó ni a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
también con él todas las cosas?” Ven audazmente, hermano; ven audazmente,
hermana, pues a pesar de los susurros de Satanás y de las dudas de su propio
corazón, ustedes son muy amados; y Jesús dice: “Pidan lo que quieran, y Yo se
los concederé”. ¿Quién rehusaría pedir cuando son sugeridos tales estímulos
para nuestras mentes?
Pero ya es suficiente.
Me temo que voy a cansarlos sobre este punto, y necesitaría mucho tiempo para
el segundo punto. Pero como el tiempo se ha agotado, unos cuantos minutos bastarán.
Oh tiempo de raudas alas, de buena gana te detendría cuando traemos entre manos
un tema como éste.
II. Si
hemos de ganar la bendición al principio, ¿DE QUÉ FORMA PREFERIRÍAMOS TENERLA?
Si pudiera ver cumplidos
los deseos de mi corazón, yo ansiaría una bendición para cada uno de ustedes. Yo quisiera que la bendición recayera
sobre mí al principio para que pudiera predicar con mayor poder y orar con más
fervor, y que mi propia vida espiritual fuera de un carácter más saludable y
vigoroso. Desearía que la bendición recayera sobre ustedes, mis queridos
hermanos diáconos y ancianos, pues en la administración de una iglesia como
ésta ustedes necesitan mayor gracia que la que les corresponde a los hombres
ordinarios. Oro pidiendo que ustedes sean constituidos en verdaderos ejemplos
para este rebaño, en verdaderos guías en este Israel nuestro. Yo deseo que el
Espíritu Santo venga a todos ustedes que son obreros de Cristo y que estén aquí
esta tarde. Que el Señor los bendiga, maestros de la escuela dominical. ¡Que lloren
hoy en sus clases! ¡Oren por sus niños antes de que comiencen a hablar con
ellos! ¡Que mis queridos amigos que enseñan a nuestras concurridas clases de
hombres y mujeres tengan una rica bendición esta tarde! ¡Que pueda verse en la
clase de la señora Bartlett y en la clase del señor Hanks, y en las otras
clases, que el Señor está en verdad con ustedes! Sería una buena señal de bien
si en este preciso día sintiéramos las primeras ondas de un gran avivamiento.
Yo deseo que venga el poder del Señor sobre algunos miembros de Su pueblo que
no hacen nada, para que se sientan terriblemente miserables esta tarde, para
que sean tan infelices que no se puedan quedar en casa sino que sean forzados a
salir y hacer el bien. Ustedes que están trabajando, que Dios les ayude a
trabajar con alma y corazón, no haciéndolo oficialmente como por rutina, sino
haciéndolo con su propia vida, como si la sangre de su corazón se calentara en
la obra y el aliento de su alma estuviera en cada palabra que hablaran. A ustedes
que hacen tan poco, oh que el Señor los constriña a enmendar sus caminos. Sería
una señal muy bendita de gracia si cada uno de nosotros sintiera en este día lo
siguiente: “Tal vez haya algo más que yo pudiera hacer por Cristo; lo haré de
inmediato. Tal vez haya algo que yo pudiera darle a Cristo: algún departamento
de la obra cristiana recibirá una donación especial de parte mía. Tal vez tenga
un talento que no he usado nunca como una vieja espada que cuelga sin pulir, y
en este día de batalla cada arma debe ser usada y yo no he usado la mía. Ahora,
delante del Señor alzo mi mano al cielo y pido que si tengo cualquier cosa,
aunque sea el más mínimo talento, que no haya usado, que Él me ayude a usarlo
de inmediato”. Este es un mundo tan oscuro que no debemos desperdiciar la más
pequeña linterna. La noche es tan oscura que incluso una luciérnaga no debe
rehusar proyectar su débil rayo. Cada uno de nosotros debe prestar un servicio
personal a Cristo. ¿No saben que todos los miembros del pueblo de Dios son sacerdotes?
Estos sacerdotes mentirosos de hoy en día se ponen sus llamativos atavíos tal
como los sacerdotes de Baal, y pasan al frente diciendo: “Nosotros somos
sacerdotes”. Serán sacerdotes de Dagón, sacerdotes de Baal o sacerdotes del
infierno, pero no sacerdotes de Dios. Los sacerdotes de Dios son aquellos que
viven de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo, y todo varón y toda
mujer aquí presentes que amen a Jesús son sacerdotes para Dios. Oh hermanos,
Dios quiere que todos ustedes actúen como sacerdotes, y no que digan: “Tenemos
un ministro, que sirva él a Dios por nosotros”. Yo no tengo nada que ver con
las responsabilidades de ustedes. Sirvan ustedes mismos a Dios; lo mío es todo
lo que puedo hacer para servirle; sólo por Su gracia soy sustentado bajo mi
propia carga; de hecho, mis propias responsabilidades son tan pesadas que no
puedo sostenerlas; pero en cuanto a ser un sustituto para cualquiera de
ustedes, no puedo ser nada de ese tipo. Ustedes fueron comprados con sangre
personalmente; ustedes esperan entrar en el cielo personalmente; personalmente,
entonces, conságrense al Señor en este día, y si lo hicieran, ¡oh, qué
bendición sería! Que Dios envíe una nueva vida vivificada a Su pueblo en cuanto
comience a orar.
Le daba vueltas en mi mente
a la idea de cuán temprana y dulce bendición sería si el Señor nos diera hoy, en
esta mañana, en esta noche, en esta tarde, algunas conversiones. ¿Por quién rogaremos especialmente? ¿Qué tipo de
conversiones deseamos? Qué tal si el Señor llamara por gracia a algunos de los
hijos de los miembros de la iglesia; ¡qué bendición sería! ¡Oh que fueran
salvados nuestros hijos y nuestras hijas! Oren por ellos, padres, oren por
ellos; oren ahora, y el Señor los oirá. O supongan que Él fuera a dar a algún
querido hermano aquí presente el alma de su esposa por quien ha estado orando
durante tanto tiempo; o que a algunas de ustedes, hermanas mías, les dé a sus
esposos que están todavía en hiel de amargura. Consideraría como un favor
especial si el Señor nos diera a nuestros más queridos amigos. Yo albergo la
esperanza de que en este mes veamos que son salvados algunos en nuestros
hogares, nuestros sirvientes, nuestros hijos, y nuestros inconversos amigos y
conocidos. Pero no somos egoístas; debemos considerar una bendición
inapreciable si algunos de ustedes que han tenido un asiento reservado durante
años en esta iglesia fueran a ceder a la gracia soberana. Temo por muchos de
ustedes, porque han sentido en alguna medida el poder del Evangelio, pero hay
un pecado favorito al que no pueden renunciar y ese pecado será su ruina
eterna. Recuerdo que M’Cheyne dice: “Cristo llama una última vez a la puerta”.
Ese es un pensamiento aflictivo. Él llama a la puerta, pero hay algo así como
una última vez, y algunos de ustedes recibirán la última llamada a la puerta en
breve; Él no llamará de nuevo nunca; no tendrán ninguna otra advertencia ni
otra invitación, sino que dirá: “Dejadlo, dejadlo”. Tal vez te quedes muy
despreocupado, pero ¡ah!, si no despiertas aquí, te despertarás en el infierno;
y si antes de que pase mucho tiempo Dios no te alarma para conducirte al arrepentimiento,
te alarmarás cuando seas transportado a la eterna desesperación. ¡Oh, que Dios
nos dé sus almas en este día! No sería una insignificante merced que el Señor
nos diera a muchos de los oyentes casuales que estarán aquí esta noche, o que
están aquí esta mañana. No puedo entender a qué se deba que estos pasillos estén
siempre abarrotados, y por qué la noche del domingo las puertas tengan que ser
cerradas y miles de personas se queden fuera; por qué los hombres se apresuran
a entrar en esta casa tan ávidamente como si vinieran a buscar oro o algún
tesoro; parecen tan sinceros y tan ávidos, y se empujan y se pisan unos a
otros. Seguramente Dios ha de bendecir a algunos de ellos. No sabemos nunca
quiénes están aquí, hombres provenientes de los últimos confines de la tierra,
de todas las naciones, razas y lenguas; muchedumbres que nunca oyeron el
Evangelio en absoluto. Estoy muy agradecido al pensar en ellos, porque cuando
oyen el Evangelio, si no lo oyeron nunca antes, son, tal vez, más probables de
ser bendecidos que aquellos que se han endurecido bajo su predicación. ¡Oh, que
hubiera un fuerte clamor! ¡Un clamor prevaleciente! ¡Un clamor que conmoviera
al cielo! ¡Un clamor que hiciera que las puertas del cielo se abrieran! Un
clamor que el brazo de Dios no pudiera resistir; el clamor de todos los santos
aquí presentes, entretejido en amor, emitido con santa vehemencia, usando el
gran argumento del sacrificio expiatorio, y haciendo de esto el peso de su
clamor: “Oh Jehová, aviva tu obra en medio de los tiempos… En la ira acuérdate
de la misericordia”. Que la benéfica visitación comience en este lugar si así
le agradara a Dios, si bien estaríamos igualmente contentos si comenzara en
cualquier otra parte. Que Él lance la piedra en la piscina estancada de Su
iglesia, y puedo ver el primer círculo extendiéndose alrededor de estos
balcones y a muchos de ustedes salvados; puedo ver el siguiente círculo
ampliándose a las iglesias vecinas; puedo verlo dispersarse sobre Londres y
puedo ver que el anfiteatro se amplía y se apodera de todo este Reino Unido;
puedo verlo cruzar el Atlántico para propagar el reino de Dios alrededor del mundo,
y puedo ver que vienen días de refrigerio procedentes de la presencia del
Señor. Ahora digamos delante de Su presencia que si no le place oírnos al
principio de los ruegos, es nuestro deseo esperar en Él hasta que lo haga. Oh
Tú, amado nuestro, si no apunta el día y no huyen las sombras, si has de
permanecer oculto detrás de los montes de la separación, a pesar de ello
nosotros esperamos más que los vigilantes a la mañana, y anhelamos y velamos
como espera el sereno la salida del sol. ¡Pero no te demores, oh Dios nuestro!
Apresúrate, Amado nuestro; “sé semejante al corzo, o como el cervatillo sobre
los montes de Beter”, por causa de Tu nombre. Amén
Porción de
Traductor: Allan Román
8/Mayo/2013
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