El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Hacha Puesta a la Raíz

Un Testimonio Contra la Idolatría Puseyista

NO. 695

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 17 DE JUNIO DE 1866

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”.

Juan 4: 23, 24.

 

La conciencia de la mujer fue despertada por la descripción que le hizo Cristo de  su pecado. Él estaba tocando unos temas de una trascendental importancia y el depravado corazón de la mujer evadía naturalmente la lanceta. Huía de la verdad que se estaba volviendo inconvenientemente personal para parapetarse en ese refugio natural de la mente carnal, es decir, en el discurso religioso sobre puntos de una observancia externa. En vez de confesar su pecado y preguntar cómo podía ser perdonado, siente la necesidad de decir: “Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”. Al corazón carnal le horroriza el contacto con la verdad espiritual y encuentra una manera sumamente conveniente de evitarlo recurriendo a preguntas sobre santos lugares, santos tiempos y santas costumbres. Jesús, para sorpresa de ella, le informa que la pregunta que había formulado era tan sólo de una importancia temporal. Hubo un tiempo cuando estaba bien saber que la salvación venía de los judíos y que el templo rival de los samaritanos era una impostura; pero Él le dice, en efecto: “Mujer, créeme que esa pregunta no tiene ninguna importancia ahora, pues la hora viene, y ahora es, cuando lo externo habrá de ser abolido y lo ritualista habrá de ser suprimido, y una adoración más pura y más sencilla y más espiritual habrá de tomar su lugar”.

 

La adoración que nuestro Señor Jesucristo estableció involucraba un cambio. Eso está implícito en las expresiones usadas aquí. Él le anunció que acababa de llegar la hora cuando todas las preguntas en cuanto a éste o a aquél lugar debían cesar y debían ser reemplazadas por la adoración espiritual. Nuestro Señor dio una muy breve -pero creo que una muy instructiva descripción- de lo que debía ser esa adoración. Si ustedes observan cuidadosamente las palabras verán que era un tipo de adoración que hacía distinciones, pues menciona a verdaderos adoradores. Antes había habido muy poca distinción, pues en tanto que todos ellos cumplieran con la misma forma externa, todos ellos parecían ser adoradores; pero ahora se tenía que hacer una distinción clara y manifiesta. Los adoradores meramente externos eran ahora falsos adoradores, y únicamente aquellos que avanzaran a una adoración espiritual iban a ser considerados como verdaderos. El Evangelio de Cristo es un gran discernidor y un juez muy imparcial. Cristo tiene el aventador en Su mano; se sienta para afinar (Malaquías 3: 3); Él es comparado por el profeta con el “fuego purificador” y con el “jabón de lavadores” (Malaquías 3: 2); y de aquí ustedes ven que Él discierne de inmediato entre adoradores y adoradores. Ahí están ambos adoradores con sus cabezas inclinadas por igual, tal vez repitiendo ambos las mismas palabras, pero el Salvador hace una distinción: “hay” –dice- “un falso adorador, y hay un verdadero adorador, y únicamente quien es espiritual es verdadero”. Él anuncia además que según el Evangelio Dios ha de ser adorado en el carácter de un Padre: verdaderos adoradores adorarán al Padre. Ese no había sido el caso anteriormente. El Señor había sido adorado como Adonai y reverenciado como Jehová; pero decir: “Padre nuestro que estás en los cielos” sigue siendo una prerrogativa del cristiano iluminado que, habiendo creído en Cristo, ha recibido poder para convertirse en un hijo de Dios. La verdadera adoración cristiana se dirige a Dios, no simplemente como Creador y Preservador o como el grandioso Señor del Universo, sino como a Uno que es un pariente cercano nuestro, nuestro Padre, amado por nuestras almas. Jesús declara de igual manera que la adoración evangélica ha de ser de un tipo que no resulta meramente del hombre mismo, sino que viene de Dios y es una obra de gracia. Esto está implícito en la frase: “el Padre tales adoradores busca que le adoren”, como si ninguna adoración verdadera pudiera provenir del hombre a menos que Dios la buscara. La verdadera devoción bajo la dispensación cristiana no es meramente humana sino es también divina. Es la obra del Espíritu en el alma que regresa a su autor, o como lo expresa nuestro himno:

 

“La oración es el aliento de Dios en el hombre,

Que regresa de donde vino”.

 

Estos son puntos muy serios que trazan una amplia línea distintiva entre la adoración viva de los elegidos de Dios y la yerta adoración formal del mundo que está bajo el maligno.

 

Además, el Salvador continúa diciendo que quienes adoran a Dios han de adorarle “en espíritu”. Ya no han de adorarle más con el sacrificio visible de un cordero, sino confiando interiormente en Aquel que es el Cordero de la pascua de Dios; ya no han de adorarle más con la sangre rociada de machos cabríos, sino confiando de corazón en la sangre que por muchos fue derramada una vez; ya no han de adorar a Dios con efod, pectoral, y mitra, sino con un alma postrada, con una fe enaltecida, y ya no más con las facultades del cuerpo sino con las del espíritu. Los que adoramos a Dios bajo la dispensación cristiana no debemos imaginar que el ejercicio corporal en la adoración aproveche de algo, que las genuflexiones y las contorsiones sean de algún valor, sino que la adoración aceptable es enteramente mental, interior y espiritual.

 

Pero para que no nos quede la impresión de una omisión en la descripción, agrega: “en espíritu y en verdad es necesario que adoren”; pues si bien debemos profesar adorar a Dios solamente con el espíritu, despreciando así las formas, con todo, a menos que el alma ame verdaderamente y adore realmente y se postre sinceramente, nuestra adoración sería tan inaceptable como si fuera formal y externa. Vean entonces, hermanos, que poniendo las tres cosas juntas, la adoración bajo la dispensación cristiana que Dios ordena y que acepta por medio de Cristo Jesús, es una adoración que se distingue de la adoración exterior de la mente carnal por una vitalidad interior. Es la adoración de un hijo hacia su padre que siente en su interior un parentesco con lo divino; es una adoración obrada en nosotros por Dios el Espíritu Santo debido a que el Padre nos ha buscado y nos ha enseñado cómo adorarle. Es una adoración que no es externa, sino que proviene del hombre interior, y no ocupa manos, ni ojos, ni pies, sino corazón y alma y espíritu: y es una adoración que no es profesional y formal, sino real, ferviente, sincera y por eso mismo aceptable delante de Dios.

 

Permítanme darles un esbozo de esta adoración tal como se muestra en la realidad. Un hombre pudiera haber asistido a un lugar de adoración desde su juventud, y pudiera haber adoptado el hábito de repetir una fórmula sagrada cada mañana y cada noche; incluso pudiera haber sido un lector tolerablemente diligente de la Palabra de Dios, y sin embargo, aunque eso podría haber continuado durante más de sesenta años, pudiera ser que no hubiera adorado a Dios ni una sola vez según la manera prescrita en el texto. ¡Pero véanlo! El Padre le busca, la verdad penetra en su alma, y a la luz de esa verdad se siente un pecador, y sintiéndose así, clama: “Padre, he pecado”. Esa es su primera adoración verdadera. Vean, hermanos, que su espíritu lo siente y sus palabras salen del corazón. Todo lo que decía antes era como nada, pero ese primer clamor “he pecado” contiene la vitalidad de la adoración. Oye la historia de la cruz, la plena expiación hecha por el sacrificio designado por Dios, y ora diciendo: “Señor, yo creo en Jesús, y confío en Él”; aquí tenemos otro ejemplo de una verdadera adoración; aquí el espíritu está confiando en el sacrificio designado, y al aceptarlo, está reverenciando el camino de salvación de Dios. Siendo salvado por la sangre preciosa de Jesús, exclama: “Padre, yo te bendigo porque he sido salvado y te doy gracias porque mis pecados han sido limpiados”. Esta es una verdadera adoración. Ya sea que un hombre entone himnos en la asamblea, o cante solo; ya sea que ore en voz alta, o que ore en silencio, si siente gratitud para con Dios por el perdón recibido, ofrece una verdadera adoración. La vida integral del cristiano que consiste, como debe ser, en los tratos de su corazón con el Dios invisible por medio de Jesucristo, es una vida de adoración, y cuando al final llega al trance de la muerte, se percibe que su adoración no cesará con su deceso porque siempre fue espiritual y no dependía del cuerpo. De manera que si bien el hombre exterior sucumbe, el hombre interior, el hombre espiritual, se vuelve más fuerte que nunca en su devoción, y cuando por fin el espíritu abandona su tabernáculo terrenal y se vuelve incorpóreo, tiene todavía un canto para Dios y su adoración espiritual continúa a lo largo de toda la eternidad; esa adoración habría tenido que ser suspendida si hubiese estado conectada al cuerpo y no a la parte inmortal del hombre.

 

Si entiendo las palabras del Salvador -y espero hacerlo, no sólo teóricamente sino prácticamente- Él quiere decir que aquellos de nosotros que somos Sus verdaderos adoradores tenemos que adorarle con nuestra mejor parte, con nuestra parte más noble, y nuestra alma, con todo el poder que tenga, debe rendir reverencia al Dios invisible. Hermanos, este es el tipo de adoración que los hombres no quieren rendir a Dios; ellos le rendirán cualquier otra forma de adoración menos esa; y mientras la gracia divinamente eficaz no obre tal adoración en el corazón del hombre, resulta odiosa para él; el hombre quiere adorar a Dios con ornamentos, incienso, flores y pendones, pero no accederá a adorarle en espíritu y en verdad.

 

I.   Voy a proceder a mi labor dando UNA BREVE RESEÑA DE LA HISTORIA DE LA ADORACIÓN, en conexión con la doctrina de que ahora hemos de adorar más manifiestamente que nunca en espíritu y en verdad. Partiendo de la Escritura pareciera que la adoración antes del diluvio era de una forma sumamente sencilla. Las ordenanzas externas eran muy pocas; la principal de ellas era la ofrenda de sacrificios. Probablemente eso fue instituido por Dios cuando vistió a Adán y a su esposa con túnicas de pieles; se ha pensado que fue entonces cuando les indicó la matanza de animales para los sacrificios. Cierto es que la primera adoración del hombre caído fue mediante un sacrificio. Estaba vinculado a esto, sin duda, la reunión de unos piadosos corazones para practicar la oración y también para la ministración de la verdad, pues también Enoc, el séptimo desde Adán, profetizó concerniente a la venida del Señor; de manera que da la impresión que tenían algo equivalente a un ministerio, y los hijos de Dios tenían tiempos establecidos para congregarse. Pero esta sencilla forma de adoración pareciera haber sido demasiado excelsa, demasiado espiritual para el hombre caído en un inicio; de cualquier manera, la simiente de la serpiente no podía tolerarla, pues Caín comenzó un cisma en el propio principio; en vez de presentar un sacrificio cruento quiso presentar un sacrificio de los frutos de la tierra. Tal vez era un hombre de buen gusto y deseaba ofrecer algo que tuviera un aspecto más decoroso que una pobre víctima sangrante; quería poner esas ricas uvas, esos frutos maduros sobre el altar, y seguramente podría consagrar esas bellas flores que enjoyaban el seno de la tierra. De cualquier manera fue el primer hombre que erigió el gusto y el ‘yo’ como los guías en la adoración religiosa, pero Dios no miró con agrado su sacrificio. Los dos estuvieron de pie junto a sus altares; Abel por fe, practicando una adoración espiritual, ofreció un sacrificio más aceptable que Caín; la ofrenda de Caín posiblemente tuviera un aspecto más hermoso pero era el producto de su propia invención; Abel fue aceptado, pero Caín fue desechado. El resultado final de la pecaminosidad del hombre en conexión con aquel tipo primitivo de adoración fue el abandono general de toda religión. Los hijos de Dios parecen haber mantenido su sencillez por un tiempo, pero finalmente, debido a alianzas profanas con la raza impía, surgió un abandono generalizado de todo pensamiento de Dios, de manera que se casaban y se daban en casamiento, comían y bebían hasta el día en que vino el diluvio y barrió con todos ellos. La naturaleza depravada rehusó así rendir una adoración espiritual. Después del diluvio vemos que la adoración fue restaurada básicamente de la misma manera; distingámosla como el método patriarcal de adoración. El jefe de familia solía ofrecer sacrificios, y sin duda, si se tomara a Job como un tipo de ella, se conservaron la oración familiar y la religión del hogar. Pero se puede ver muy pronto la indicación de que el hombre, si bien no podía olvidar a Dios pues el diluvio había infundido en el propio corazón de la humanidad un terrible temor del Altísimo, comenzó a interponer símbolos y objetos visibles entre Dios y él mismo. El uso de los terafines se volvió muy común, de manera que aun en los hogares de los ancestros de Abraham se encontraban terafines; y cuando llegamos al tiempo de Jacob, vemos a una de sus esposas robando las imágenes de su padre, demostrando así que Labán, un miembro de una familia que una vez temió a Dios, se había vuelto un adorador de Dios por medio de imágenes. Esto ocurría en medio de los que todavía tenían algún conocimiento de Dios; pero habiendo sido dispersadas las naciones, pronto perdieron la pura idea del Invisible, y adoraron a dioses de su propia invención. Por las plagas de Egipto, que sin duda tenían la intención de ser un golpe en contra de todos los dioses de Egipto, descubrimos que, en adición a la adoración del becerro o del toro, los egipcios rendían una reverencia religiosa a las moscas, al río Nilo, a los elementos, a los escarabajos, y a todo tipo de criaturas; y a través de todo el mundo, como regla general, debido a la introducción de símbolos visibles del Ser invisible, el propio Señor había sido olvidado, y la adoración espiritual casi había cesado, excepto en un hogar escogido; y aun ahí, ¡ay, cómo había decaído la espiritualidad!

 

Siguiendo con la línea de la gracia, vamos a introducirlos ahora a la forma ceremonial de adoración que Dios instituyó después que el método más espiritual había fallado por completo. Vio que los hijos de Israel, a quienes Él amaba, no eran más que una turba de esclavos; sus espíritus habían sido doblegados por una amarga esclavitud; igual que la pobre raza africana del presente día, parecían incapaces en su conjunto de elevarse de una vez a la dignidad mental, y necesitaban que transcurrieran una o dos generaciones más antes de que pudieran alcanzar, como nación, un gobierno autónomo y maduro. Entonces cuando sacó a Su pueblo de Egipto el Señor no los probó con una forma enteramente espiritual de adoración; por la dureza de sus corazones, entre otras razones, si bien todavía debía ser adorado como un espíritu, les dio ciertos signos externos gracias a los cuales serían capacitados a entender Su carácter. Se le ha dado gran importancia a la adoración simbólica de los judíos, como si fuera una excusa para el simbolismo artificial del Anticristo de las iglesias romana y anglicana. Quisiéramos comentar que no se le debería asignar ningún valor a eso ahora, puesto que muchas veces es declarado perentoriamente en la Escritura que la edad de la sombra pasó y que reina ahora la edad de la sustancia. Cualquiera que pudiera haber sido la excelencia de la antigua economía judaica, -y siendo ordenada divinamente, Dios no quiera que digamos una sola palabra en su contra- con todo el apóstol Pablo habla siempre de ella como siendo sólo un yugo de esclavitud a la cual no hemos de someternos más, teniendo sólo la sombra y no la imagen misma de los bienes venideros; y se refiere a ella como a algo tan superado que regresar a eso sería regresar a los rudimentos, y no seguir adelante hasta la plena madurez del cristianismo. Aunque no hubiese ningún otro pasaje, mi texto bastaría para mostrar que el ceremonialismo de los judíos no es ninguna excusa en absoluto para el ceremonialismo de ahora, sino que tenemos que oponernos a eso, oyendo que el Salvador declara que sin importar lo que pudiera haber sido antes de Su tiempo, había venido la hora cuando el verdadero adorador debe adorar al Padre en espíritu y en verdad.

 

Recuerden que la adoración simbólica era apropiada meramente para la infancia de la iglesia de Dios, y que habiendo recibido ahora el Espíritu de Dios para que more en nosotros sería tan inapropiada como lo serían los pañales de la edad de la lactancia en hombres plenamente desarrollados. Además, aun mientras existía se hablaba de ella como de algo que pronto sería reemplazado por un pacto nuevo y mejor. Con frecuencia no era tomada en cuenta por la autoridad divina. Aunque Elías no era para nada de la casa de Leví ofrecía sacrificios, y conforme surgían un profeta tras otro manifestaban y declaraban por sus acciones que Dios no tenía la intención de dar un peso indiviso a la forma levítica de adoración, sino que cuando Él derramaba Su Espíritu sobre varones especiales ellos debían crear una ruptura en todas las regulaciones rituales con el objeto de mostrar que no tenían la intención de ser fijas y permanentes.

 

No se recuerda lo suficiente que la mayoría del pueblo de Dios en la nación judía tenía poco que ver con esta adoración simbólica. Cuando todos ellos estaban en el desierto, y se congregaban alrededor de la tienda llamada el tabernáculo, todos ellos podían ver la columna de fuego; pero cuando entraron en la tierra que Dios les había dado, ¿qué era lo que podía ver la mayoría de ellos? Vamos, la mayoría de ellos sólo veía al templo mismo una o dos veces al año. Casi ninguno de ellos vio jamás el arca, los querubines o el candelero de oro; esas cosas estaban siempre detrás del velo y sólo una vez al año el sumo sacerdote entraba en ese sagrado recinto. Aun en el lugar donde los sacrificios eran ofrecidos continuamente, nadie entraba salvo los sacerdotes; de manera que al menos para once tribus de las doce, las ceremonias eran básicamente invisibles. Poco se hacía fuera del atrio de los sacerdotes, pero la mayor parte de los sacrificios y de la tipología del judaísmo, era una cosa tan oculta como son para nosotros las cosas espirituales de Dios en el presente día; y así había un gran ejercicio de las facultades espirituales, y comparativamente poco de la exhibición externa. Además, es preciso recordar que no había nada visible, de ningún tipo, para la adoración del judío. No es así en la simbología de esa falsa Iglesia que está tratando de levantar y de revivir esos míseros elementos; allí los hombres se inclinan delante de un cruz; un trozo de pan dentro de un estuche es reverenciado y tratado con adoración; paños raídos y andrajos podridos, llamados reliquias, son el blanco de la adoración; pero no había nada parecido a eso entre los judíos; ellos adoraban viendo hacia el templo, pero no adoraban al templo, o al propiciatorio, o al altar, o a ningún otro emblema. ¿Acaso no se dice expresamente: “Ninguna figura visteis”? Cuando Dios descendió sobre el Sinaí y todo el pueblo adoró allí, no vieron nada que se atrevieran a adorar; Dios seguía siendo invisible para ellos, y tenían que ejercitar sus facultades mentales en la adoración del Dios invisible. Cuando una vez se pensó que los poderes milagrosos de la serpiente de bronce le daban el derecho a la adoración, Ezequías la llamó Nehustán, esto es, cosa de bronce, y la hizo pedazos. De manera que con todo su esplendor de imágenes, ornamentos bordados, y pectoral reluciente, había en gran medida un poderoso elemento de espiritualidad aun en cuanto a la adoración aarónica; sólo me refiero, por supuesto, a los hombres espirituales. El propio David dejó completamente atrás lo externo cuando declaró: “Sacrificio y ofrenda no te agrada”; y también cuando dijo: “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría”. El profeta declara que Dios está hastiado de sus sacrificios, y en otro lugar el Señor mismo dice que si pudiéramos presentarnos delante de Él con ríos de aceite, o con diez mil porciones del sebo de animales gordos, no nos aceptaría con esas cosas. Que obedecer es mejor que el sacrificio es lo que se nos dice incluso bajo la ley. De manera que aun allí, aunque no tan claramente como ahora, se enseñaba y se declaraba la espiritualidad de la adoración.

 

Pero, queridos amigos, ¿qué pasó con ese acoplamiento de la adoración con la niñez de la iglesia? Ustedes saben que después que Israel salió de Egipto muy pronto dijeron: “Haznos dioses que vayan delante de nosotros”. No podían pasarse sin un Dios visible. No piensen que cuando erigieron un becerro tenían la intención de adorar al becerro en vez de adorar a Jehová; eso sería una calumnia en contra de ellos; ellos adoraron a Jehová por medio del becerro; esa era su excusa, pues dijeron: “Mañana será fiesta para Jehová”. Concibieron representar a Jehová con un becerro, y “Así cambiaron su gloria por la imagen de un buey que come hierba”. Aunque fueron severamente reprendidos, el pecado constante de Israel fue desear adorar a Dios bajo el favorito emblema egipcio del becerro. Al final se habían adentrado tanto en la idolatría que fueron dispersados muy lejos, y en la cautividad fueron tan castigados y además se vieron obligados a tener tal contacto con las abominaciones de la idolatría, que se hastiaron de ella y ningún judío desde entonces ha sido ya más un idólatra. Aun así, no querían rendir una adoración espiritual y por tanto cayeron en un rígido ritualismo, reverenciando la mera letra de la ley y peleando sobre nimios refinamientos con respecto a regulaciones y observancias, de manera que en el día de Cristo ensanchaban sus filacterias y extendían los flecos de sus mantos, pero olvidaron al Grandioso Espíritu que ha de ser adorado en espíritu y en verdad.

 

Desde aquel día el Señor ha sido tratado por los hombres carnales en una de tres maneras; a) Dios es adorado por símbolos externos como sucede en el brahmanismo, en el catolicismo romano, en el puseyismo y en otros grupos idólatras; b) por otra parte es adorado por medio de ritualismos, como sucede entre muchísimas personas que alegan ser ortodoxas, pero que contienden por formas prefijadas e inflexibles, escritas o no según sea el caso; c) de lo contrario los hombres muestran una total indiferencia a Dios, y entonces se apresuran a rendir una supersticiosa reverencia a una cosa u otra que es maligna, y por tanto que ha de ser temida y de la que se debe hablar con espanto. Esta es la historia de la adoración religiosa: que sea cual sea la forma que asuma la adoración espiritual, el hombre, si puede, se alejará siempre de ella y olvidará a su Dios y erigirá algo visible, en vez de postrarse delante de lo invisible; de aquí la necesidad del segundo mandamiento en el Decálogo: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, etcétera”. Este no es un mandamiento en contra de adorar a otro Dios, pues eso le corresponde al primer mandamiento, sino que es un mandamiento en contra de adorar a Dios bajo cualquier forma o a través de cualquier medio o bajo cualquier símbolo, pues Él es espíritu y debe ser adorado en espíritu y en verdad y no por símbolos. La mente humana está acometiendo siempre en contra de este mandamiento y en una forma u otra la idolatría es la religión gobernante de la humanidad.

 

Cristo viene para decirnos que Su adoración debe ser ahora enteramente espiritual; aun el altar que pertenece a los tiempos antediluvianos ha desaparecido, pues tenemos un altar de otro tipo; aun el sacrificio que pertenecía al período primitivo se ha desvanecido como una sombra, porque tenemos el sacrificio de Cristo en el cual confiar. En cuanto a las instituciones que se adecuaban a la infancia de la iglesia, esas también han desaparecido, pues ahora Jesús quiere recibir la adoración de hombres iluminados por la presencia del Espíritu Santo; quiere que entendamos lo que una revelación perfecta exige de nosotros: que debemos adorar al Dios invisible en la plenitud de nuestros poderes espirituales sin la interferencia de signos visibles. Ahora quiere que nos despojemos de todos los tipos y signos externos, menos de los dos que Él mismo ha ordenado, y aun esos son tipos de la humanidad del Salvador, y no de Su Deidad, que han de ser valorados únicamente por la comunión espiritual que permiten que tengan nuestros corazones con Jesús; el bautismo está destinado a hombres espirituales, para que entren en la muerte y en la sepultura del Salvador, y la cena del Señor tiene el propósito de que las mismas personas recuerden Su cuerpo partido y Su sangre derramada por ellas; el agua, el pan y el vino, siendo meros emblemas, no han de ser tratados con reverencia, sino que se les ha de dar su apropiado uso emblemático.

 

II.   Ahora, en segundo lugar, voy a tratar de EXPLICAR LA EXTREMA RAREZA DE LA ADORACIÓN ESPIRITUAL. La razón se debe, hermanos míos, a que el hombre ha caído. Si el hombre fuera lo que fue una vez, puro y santo, no puedo concebir que necesite santos lugares y cruces, capas magnas y dalmáticas, báculos y casullas. No puedo concebir la tentación de postrarse delante de un becerro, o de una Virgen María, o de una hostia. La noble criatura camina allá en el paraíso y si se reclina debajo de un árbol sombreado, alza sus ojos y dice: “Padre mío, Tú has hecho esta sombra gratificante, aquí te voy a adorar”; o si camina bajo el pleno calor del sol, dice: “Dios mío, es Tu luz la que brilla sobre mí, yo Te adoro”. Por allá en las faldas de la montaña, o abajo por el resplandeciente río, o en el lago plateado, no necesita construir ningún altar pues su altar está en su interior; no necesita hacer ningún templo pues su templo está en todas partes. La mañana es santa y la noche es santa; no tiene ninguna hora prescrita de oración ya que se entrega a la devoción a lo largo de todo el día; su baño matutino es su bautismo; su comida es su Eucaristía. Pueden estar seguros de que entre más nos acerquemos a la desnudez de la adoración, más nos acercamos a su verdad y pureza; es debido a que el hombre ha caído que así como viste a su cuerpo necesitado de ropas, así está vistiendo siempre a su religión.

 

Además, es mucho más difícil adorar a Dios en espíritu que en forma. Musitar mecánicamente una docena de Ave Marías o Padre nuestros es tan fácil, que casi podría quedarme dormido al decirlas; repetir una forma de oración en la mañana y en la noche es un asunto insignificante, y uno podría estar pensando en el taller todo el tiempo; ir a la iglesia o a la capilla tantas veces a la semana es un deber fácil, y con todo uno podría seguir siendo un ladrón o un hipócrita; pero es difícil, es muy difícil hacer que el corazón se rebaje a una humilde penitencia, y el alma a una santa meditación. Lo último que la mayoría de la gente haría es pensar. La parte más noble de nuestra naturaleza sigue siendo la menos ejercitada. Temblar humildemente delante de Dios, confesar el pecado delante de Él, creer en Él, amarle, ¡eso es la adoración espiritual! Debido a que esto es tan difícil, los hombres dicen: “¡No, no, déjenme arrastrarme sobre mis rodillas en torno a un santuario! Déjenme arrodillarme delante de un copón, permítanme ayudar a confeccionar una capa magna o fabricar algunos bellos bonetes para uso del sacerdote. Déjenme que vaya cada mañana a la iglesia y salga media hora después, y sienta que he cumplido con mi religión”. Eso es muy fácil, pero la parte difícil de la religión es la parte de la adoración espiritual.

 

Y además, para adorar a Dios espiritualmente los hombres tendrían que apartarse de sus pecados. No hay ningún efecto que se produzca en la conciencia de un hombre porque sea rociado, o porque tome los sacramentos; puede hacer todo eso y ser en igual medida un amante del placer, o un adorador de Mamón, como lo era antes; pero, para adorar a Dios espiritualmente, un hombre tiene que renunciar a sus pecados, tiene que vencer su orgullo y lascivia, y su malvada concupiscencia tiene que ser echada fuera de él. Muchas personas podrían declarar honestamente: “a mí no me importaría adorar a Dios si consistiera en hacer penitencia, o en abstinencia de carne los viernes; pero si tengo que renunciar a mis pecados, y amar a Dios, y buscar a Cristo y confiar en Él, no puedo aplicarme a hacer eso”. Además, el hombre, en general, de alguna manera no puede meterse en la cabeza  la idea de esta adoración espiritual. Oh, cuántas veces he intentado predicar la adoración espiritual aquí, y, sin embargo, estoy consciente de que cuando lo intento no logro interesar a muchos de ustedes, y algunos piensan: “si sólo nos diera más metáforas, más anécdotas, y así sucesivamente”; les digo que haré eso, pues yo creo que debemos hablar en parábolas, pero algunas veces no sé cómo revestir estas cosas espirituales sin hacer que miren al revestimiento en vez de mirar al espíritu. No es su adoración a Dios con palabras en himnos y oraciones, ni es sentarse en un cierto lugar, o cubrir sus rostros en ciertos momentos lo que es aceptable a Él; la verdadera adoración consiste en que su corazón le rinda reverencia, en que su alma le obedezca, y en que su naturaleza interior llegue a ser conforme a Su propia naturaleza, por la obra de Su Espíritu en el alma; y debido a que los hombres difícilmente pueden entender esto mientras el Espíritu Santo no se los conceda, esta es una razón por la que es tan rara, tan sobremanera rara. Hay otra razón, queridos amigos, por la que la adoración espiritual es inusual, y es porque el hombre no puede traficar con la religión espiritual. El sacerdote está sumamente indignado. “Oh” –dice él- “¡espiritual, espiritual! Vamos, van a prescindir de mí uno de estos días. Espiritual, vamos, si les dices a esas personas que todo lugar es santo y que no hay lugares santos; y que un creyente es tan sacerdote como cualquier otro, y que la oración es tan aceptable en el hogar como lo es en un lugar en particular, vamos”, dice él, “ése es mi fin”. Sí, amigo, es tu fin, y entre más pronto venga mejor será para el mundo, pues de todas las maldiciones que han caído jamás sobre la raza humana el sacerdocio es la peor. Sus reclamos son una impostura, y sus acciones están llenas de engaño. En la época de brujas y fantasmas, el sacerdocio podía ser tolerado, pero aquel que ahora se erige como un sacerdote es un perjuicio común equiparable a un adivino. Nada ha sido comparable a esa pesadilla para el intelecto humano; nada se ha sentado como el viejo Simbad el Marino sobre el lomo de la humanidad, como las pretensiones del sacerdocio. ¡Dios no quiera que el cristianismo endose esa mentira ni siquiera por un instante! Cristo ha derribado todo eso. Cristo dice: “Todos vosotros sois hermanos”, y dice con respecto al cuerpo entero de Sus elegidos: “Vosotros sois real sacerdocio”. En cuanto a todos los santos la Escritura declara: “Vosotros sois clero de Dios”, pues esa es la palabra griega en el pasaje: “Vosotros sois la herencia de Dios”. No conocemos la división entre clérigos y laicos; no sabemos absolutamente nada ahora acerca de un sacerdocio y de gente común, pues ustedes son hechos sacerdotes y reyes para Dios para ofrecer un sacrificio espiritual, santo y aceptable a Dios por Jesucristo.

 

III.   Pasando de ese punto, un tercer tema es este: ¿POR QUÉ HA DE RENDIRSE UNA TAL ADORACIÓN? ¿Por qué no ordenó Dios la adoración por molinos de viento como en el Tíbet? ¿Por qué no ha escogido ser adorado por hombres especiales vestidos de púrpura y lino fino, actuando piadosamente como en las iglesias de Roma e Inglaterra? ¿Por qué no? Él da dos razones que deberían bastarnos. La primera es que Él mismo busca la adoración espiritual. Es Su propio deseo que la adoración sea espiritual. Y en segundo lugar, Él mismo es Espíritu, y ha de ser adorado espiritualmente. Cualquiera que sea el tipo de adoración que el grandioso Soberano desee, debe recibirla, y sería impertinencia de mi parte si yo le dijera: “No, esa no, sino ésta”. Es cierto que puedo decir: “Yo soy muy sincero en todo esto, muy denodado en esto. Se adecua a mi gusto. Hay una belleza contenida en eso; provoca ciertas emociones que considero que son devotas”. ¿Qué es todo eso sino decir: “Grandioso Dios, Tú has escogido tal y tal manera de ser adorado, pero yo no voy adorarte de esa manera?” ¿No equivale a decir en efecto: “No te voy a adorar del todo”; pues la adoración, para que sea adoración, acaso no ha de ser la que la persona adorada acepte? Inventar nuestras propias formas de adoración es insultar a Dios; y cada misa que es ofrecida sobre un altar de la iglesia católica es un insulto al cielo, y una blasfemia contra Dios que es Espíritu. Siempre que es ofrecida a Dios cualquier forma de adoración mediante una procesión, una celebración o ceremonias de la invención del hombre, es ofrecida en desafío a esta palabra de Cristo, y no puede ser aceptada y no lo será; sin importar cuán fervorosas pudieran ser las personas, han violado el canon imperativo de la Palabra de Dios; y al pelear por las tradiciones han ido en contra del eterno precepto que establece que Dios, como Espíritu, debe ser adorado en espíritu y en verdad.

 

La segunda razón dada es que Dios es Espíritu. Si Dios fuese material, sería correcto adorarle con sustancias materiales; si Dios fuera semejante a nosotros, pudiera ser bueno que ofreciéramos un sacrificio afín a la humanidad; pero siendo como es, un Espíritu puro, tiene que ser adorado en espíritu. Me gusta la observación que hizo Trapp en su comentario sobre este pasaje, cuando dice que tal vez el Salvador incluso aquí está haciendo descender a Dios para nuestra comprensión; “pues” –dice él- “Dios está por encima de toda noción, de todo nombre”. Ciertamente, esto sabemos, que todo aquello que lo asocie con lo burdo del materialismo está infinitamente alejado de la verdad. Dijo Agustín: “Cuando no me preguntan lo que Dios es, creo que lo sé, pero cuando trato de responder a esa pregunta, descubro que no sé nada”. Si el Eterno fuera alguien como tú, oh hombre, podría agradarse con tus vitrales. ¡Pero qué juguete de niño debe ser para Dios un vitral! Puedo sentarme y contemplar una catedral con toda su magnificencia de arquitectura, y pensar cuán maravillosa exhibición de habilidad humana es; ¿pero qué será eso para Dios, que puebla los cielos, que cava los cimientos del abismo, que guía a la Osa Mayor con sus hijos? Vamos, ha de ser para Él la mayor insignificancia, un mero montón de piedras. Me encanta oír el estruendo de los órganos, la armonía de las dulces voces, el canto gregoriano, ¿pero qué es este sonido artístico para Él sino metal que resuena o címbalo que retiñe? Como espectáculo, yo admiro a los cantores del coro y a los sacerdotes, y todo el show de una grandiosa ceremonia; ¿pero ustedes creen que Dios se queda impresionado por esos ornamentos y esas vestimentas de blanco, y de azul, y de escarlata y lino fino? Me parece como si tal noción hiciera bajar a Dios al nivel de una mujer tonta que es aficionada a la elegancia exagerada. El Dios infinito que extiende los cielos y dispersa a las estrellas con ambas manos, a quien el cielo y la tierra no pueden contener, para quien el espacio no es sino una manchita, y el tiempo es como nada, ¿crees que Él mora en templos hechos con manos, es decir, edificados por el hombre? ¿Y ha de ser adorado con los órganos de ustedes, y con sus crucifijos y con su llamativa colección de bonetes? Él se ríe de esas cosas, las pisotea como siendo menos que nada y vanidad. Lo que a Él le agrada es la adoración espiritual porque Él es Espíritu. Hermanos míos, si pudieran juntar una procesión de mundos, si pudieran hacer que las estrellas caminaran a lo largo de las calles de alguna grande y nueva Jerusalén, vestidas con sus más brillantes ropas; si en vez de los cantos de unos cuantos muchachos u hombres pudieran captar los sonetos de las eternas edades; si en vez de unos cuantos hombres que oficien como sacerdotes pudieran alistar al tiempo, y a la eternidad, al cielo y a la tierra para que constituyeran el sacerdocio, con todo, todo eso sería para Él tan solo como un grupo de saltamontes, y Él tomaría todo eso como una cosita muy pequeña. Pero permítanme decirles que aun Dios mismo, grandioso como es, no desprecia la lágrima que rueda de un ojo arrepentido, ni desatiende el suspiro que viene del alma de un pecador. Él valora más su arrepentimiento que su incienso, y más sus oraciones que sus sacerdocios. Él ve con placer su amor y su fe, pues esas son cosas espirituales en las que se deleita; pero su arquitectura, su música y sus bellas artes, aunque prodiguen sus tesoros a Sus pies, son menos que nada y vanidad. Ustedes no saben de qué espíritu son. Si piensan adorar a mi Dios con todas esas invenciones del hombre, sueñan como necios. Siento arder dentro de mí el viejo espíritu iconoclasta. Ojalá tuviéramos ahora hombres como Knox o Lutero, quienes con santa indignación harían pedazos esas malvadas burlas en contra del Altísimo, contra las que nuestra alma siente una santa indignación cuando pensamos en Su excelsitud y en esas indignas cosas con las que los hombres degradan Su nombre.

 

IV.   ¿QUÉ, PUES? ¿Cuál es el significado práctico de esto? Pues dos cosas.

 

La primera es, mis queridos hermanos y hermanas, y me refiero a ustedes que han aprendido a adorar a Dios en espíritu y en verdad, que han superado los míseros elementos de lo externo, y que pueden adorarle en espíritu y en verdad, ¿qué, pues? Vamos, en primer lugar, seamos particularmente celosos de cualquier cosa que parezca que regresa al ceremonialismo. Como un asunto de gusto a mí me gusta mucho la noble arquitectura. Muchas horas me he quedado en las ruinas de alguna espléndida abadía o en nuestros propios edificios majestuosos que son usados todavía para la sagrada adoración. Un buen vitral me produce un gran deleite. No puedo decir que me gusten la mayoría de los vitrales de los disidentes, porque me parece que son un tipo de lo que ellos aspirarían ser si pudieran. No puedo decir que sienta algún tipo de simpatía por la mayor parte de nuestro arte gótico disidente, pues me parece una mísera cosa construir una fachada justo como la de San Pablo o de la Abadía de Westminster, y luego como si fuera para engañar al Señor, dejar desaliñada la parte de atrás. No puedo decir que me importa ese tipo de cosas. Pero yo admiro un lugar verdaderamente espléndido de adoración, como un asunto de buen gusto. A mí me gusta mucho un órgano, como asunto de gusto musical. Pero, hermanos míos, siento que estos son tiempos en los que debemos manifestarnos en contra aun de las cosas permisibles, no sea que dando un paso adelante, luego demos un segundo paso. Les ruego, por tanto, que si tienen alguna influencia en alguna parte la usen siempre a favor de la sencillez, y si ven en cualquier momento en las iglesias de las cuales ustedes son miembros una tendencia a arrastrarse a algo que sea un poco más cercano a, un poco más a imitación de Roma, clamen “¡Alto!” Es preferible que vayamos de regreso a los establos en los que adoraron nuestros padres, o mejor aun a un costado del monte y al verde césped, que seguir adelante a cualquier cosa como el simbolismo, que tentará al alma a alejarse de la adoración espiritual. Debemos ponernos en guardia en contra de caer en el formalismo por medio de la sencillez, pues muy bien podemos caer en el formalismo de una manera o de otra, poniendo como regla que un servicio tiene que comenzar con una oración o comenzar con cantos, que el predicador tiene que predicar en un momento dado del servicio, que el servicio debe comenzar, continuar y concluir de alguna manera establecida; eso me parece a mí que tiene una tendencia a engendrar otra forma de ritualismo inconsistente con la adoración a Dios en espíritu y en verdad. Me temo que a duras penas tengo la gracia para adorar a Dios durante dos o tres horas seguidas en silencio como lo hacen nuestros amigos cuáqueros. Yo ciertamente disfruto de un cuarto de hora de silencio muy de vez en cuando; quedarse inmóvil me parece que es una manera admirable de ponerse en contacto con Dios. Nuestro servicio consiste en tantas palabras, palabras, palabras que casi tengo miedo de que lleguen a valorar las palabras como otras personas valoran los pendones, y las banderas y así sucesivamente. Ahora, quedarse quieto, apartarse de las palabras, si así su corazón se apega a Dios, es mejor aun que predicar y cantar. Juan de Valdés, un católico, pero un buen protestante a pesar de todo, comenta que el vulgo que busca recordar a Cristo por el crucifijo no ejercita su mente sino que se detiene en el crucifijo, y por tanto, lo que tenía la intención de ser una ayuda se convierte en un obstáculo; así los letrados tienen sus Biblias que deberían ayudarles a pensar en las cosas divinas, pero contentándose con haber leído la letra de la Escritura a menudo dejan de alcanzar la verdad espiritual que ella contiene, y así, después de todo, no adoran a su Dios. Recuerden que si bien debemos ser celosos de cualquier elemento que facilite que se adopte la adoración formal, después de todo podríamos perdernos de lo principal, que es la adoración a Dios en espíritu y en verdad.

 

Propongámonos escudriñar nuestros corazones para saber si nosotros mismos hemos tenido el hábito de adorar al Padre en espíritu y en verdad. Queridos amigos, siento gran celo por algunos de ustedes porque temo que no hacen esto. Si sucede que el predicador está lejos no se sienten en una disposición tan buena; alguien más toma mi lugar, y hay ciertas personas débiles entre ustedes que sienten como si el domingo hubiera perdido su goce. Pero Dios está aquí, y ustedes podrían adorar a Dios con tanta seguridad sin mí como conmigo; y aunque la instrucción recibida de un hombre no pareciera ser tan edificante como aquella que proviene de otro hombre, y posiblemente no lo sea, con todo si su objetivo fuera la adoración a Dios, lo cual debería ser el principal objetivo de nuestras reuniones, seguramente deberían hacer eso tanto bajo el ministerio del señor A. como del señor B. Tengo miedo también de que muchos de ustedes se contenten con cantar el himno completo; ahora todo canto que no sea un canto que salga del corazón, no sirve de nada; pudieran tener voces muy dulces, pero Dios no considera su voz, Él oye su corazón, y si su corazón no canta, ustedes no han cantado del todo. Cuando nos ponemos de pie para orar pudiera ser que diera la casualidad que las palabras del predicador fueran apropiadas a su caso, pero no sería oración para ustedes, aunque fuera oración para él, a menos que se unan a ella. Recuerden que si no ponen sus corazones en la adoración a Dios, daría lo mismo que se quedaran en casa o que vinieran aquí; están mejor aquí que en casa por otras razones, porque están en el lugar donde podría venirles algún bien; pero en lo tocante a la adoración daría lo mismo que estuvieran en cama o que estuvieran aquí. Los que no tienen ninguna adoración espiritual pudieran incluso bloquear las devociones de aquellos que la tienen; un invisible olor de muerte para muerte pudiera emanar de ustedes, ayudando a contaminar o a matar a la adoración de aquellos que verdaderamente adoran a Dios. De cualquier manera, mis queridos oyentes, si no han amado y adorado a Dios con todo su corazón, arrepiéntanse de ello y pídanle al Espíritu Santo que los haga espirituales. Vayan a la cruz de Cristo, y confíen en Él; entonces, y sólo entonces, serán capaces de adorar al Dios Altísimo en un estilo en el que Él puede aceptar su adoración. Que Dios nos conceda que esto quede grabado en los corazones de todos nosotros, para que adoremos a Dios en espíritu y en verdad.

 

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Juan 4: 1-30.

 

Notas del traductor:

 

Puseyismo, puseyista: Se refiere a Edward B. Pusey, uno de los líderes del movimiento de Oxford, del siglo 19, de fuertes tendencias afines a la Iglesia de Roma, que lo llevaron a favorecer la confesión privada y a apoyar el avivamiento del ritualismo.

 

Capa magna: (o capa consistorial), la que usan los obispos y arzobispos en las grandes solemnidades.

 

Dalmática: Vestidura eclesiástica de seda y en general ricamente adornada.

                    

 

Traductor: Allan Román

30/Agosto/2013

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