El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Del muladar al trono
NO. 658
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 5 DE NOVIEMBRE, 1865
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“El levanta del polvo al pobre, y al
menesteroso alza del muladar, para hacerlos sentar con los príncipes, con los
príncipes de su pueblo.” Salmo 113: 7, 8.
La magnificencia y la majestad del Dios Altísimo
son enteramente inconcebibles. Las mentes más magistrales, aun encontrándose en
su estado más espiritual y pese al máximo ejercicio de su imaginación, se
han visto imposibilitadas de vislumbrar
la magnificencia de Dios. Nuestras más excelsas concepciones del universo se
quedan definitivamente muy cortas en cuanto a qué es realmente. Las investigaciones
de la astronomía han revelado hechos que sobrepasan todos los poderes de la
mente humana, a pesar de todos los esfuerzos para descifrarlos. El pensamiento,
la razón, el entendimiento e incluso la imaginación se quedan azorados en los
vastos e ilimitados campos del espacio en medio de las maravillas de la obra de
Dios. Sin embargo, todos los portentos que el ojo humano ha visto o que el
espíritu mortal ha adivinado, no son sino partes de Sus caminos. No hemos oído
sino una estrofa del salmo sin fin de la creación. No hemos visto sino una
piedra en el vasto mosaico de las obras del Hacedor. Un imperceptible átomo de
vida en una gota de agua podría saber tanto del gran océano, como lo que
sabemos nosotros del universo como un todo. Una hormiga que se arrastra sobre un
montón de arena junto al mar no debe jactarse de haber contado los granos que
limitan el océano: tampoco ha de imaginar el mortal más estudioso que tiene una
idea completa de la vasta creación de Dios.
Sin embargo, por encima de todo esto, está el
hecho de que todas estas obras portentosas no guardan una mayor proporción con
el Dios todopoderoso e invisible, que la que guardaría una línea escrita por la
pluma de Milton en relación con su mente magistral. Cuando Dios ha hecho todo
lo que decide crear, y cuando hemos visto todo lo que ha hecho, en Él
permanecen todavía infinitas posibilidades de creación. El alfarero es mucho
mayor que el vaso que hizo, y el Señor es infinitamente mayor que todas Sus
obras. Él llena todas las cosas, pero todas las cosas no pueden llenarlo a Él.
Él contiene a la inmensidad, Él abarca a la eternidad, pero ni la inmensidad ni
la eternidad pueden abarcarlo a Él.
“¡Grandioso
Dios, cuán infinito eres Tú!
¡Cuán
insignificantes gusanos somos nosotros!”
Muy atinadamente le canta el salmista como el
Dios ‘que se humilla a mirar en el cielo’. Esos seres majestuosos, los querubines
y serafines, que se desplazan con alas de fuego para cumplir las órdenes del
Eterno, no han de ser observados por Él a menos que, en condescendencia -hablando
a la manera de los hombres- se incline para verlos. Cantamos acerca del cielo,
incluso del cielo de los cielos, como propiedad del Señor, y decimos de esos
gloriosos lugares que constituyen Su morada peculiar, y eso es lo que son; y,
sin embargo, el cielo de los cielos no puede contenerle, y los espíritus
celestiales no son nada comparados con Él.
¡Consideren, entonces, la condescendencia del
Señor al visitar a los hijos de los hombres! ¡Cuánta condescendencia hay aquí,
hermanos míos! ¡Del trono del Infinito a las viviendas de arcilla del hombre! Seguramente
en un momento percibirán que todas las escalas de rango entre nuestra raza de
gusanos han de ser menos que nada, e incluso despreciables para Él. Él no
frecuenta la compañía de los reyes cuando desciende a la tierra, pues ¿qué es
su pompa ridícula para Él? Él no busca para Sí la sociedad imperial, como si
fuera algo más acorde con Su dignidad que la asociación con la pobreza, pues
¿qué es el juego de niños de la grandiosidad cortesana para Él? ¡Un rey! ¿Qué
es un rey sino un gusano coronado? ¡Un rey! ¿Qué es un rey sino polvo y cenizas
colocados encima del restante montón de cenizas y polvo? El Señor, por tanto,
tiene en muy poca consideración el honor proveniente del hombre cuyo aliento
está en su nariz.
“Con escarnio
divino Él aparta Sus ojos
De las torres
de reyes altivos”.
Cuando Su terrible carro desciende rodando de
los cielos, hace que los hombres observen Su condescendencia cuando visita a
los hombres de baja condición. Él se tendría que rebajar para visitar un
palacio, pero no se rebaja más si visita el muladar. Cuando está involucrado en
diligencias de misericordia, habiéndose rebajado tanto como para entrar en un
salón de sesiones del gabinete, se requiere escasamente un paso más para llegar
a la guarida de la pobreza y a la madriguera del vicio. Tengan ánimo, ustedes, que
son los más humildes de los hijos de los hombres, pues quien reina en la gloria
no desprecia a nadie.
“El levanta del polvo al pobre, y al menesteroso
alza del muladar”. Esto ha ocurrido frecuentemente en la providencia. En Sus
arreglos, Dios altera singularmente la posición de los hombres. La historia no
carece de ejemplos en los que quienes están más arriba han quedado más abajo, y
los de abajo han terminado colocados arriba. He aquí, “hay postreros que serán
primeros, y primeros que serán postreros”. Salomón dijo: “Vi siervos a caballo,
y príncipes que andaban como siervos sobre la tierra”; y lo mismo se ha visto
incluso en estos modernos tiempos, cuando los reyes han huido de sus tronos y
los hombres que andaban merodeando sumidos en pobreza, se han remontado al
poder imperial. Dios, en la providencia, se ríe a menudo del linaje y de los
ancestros, y mancha el honor y la dignidad de todo aquello de lo que se jacta la
naturaleza humana. El ascenso del cuchitril al palacio es fácil cuando el cielo
favorece.
Esta mañana no tengo el propósito de explayarme
sobre la providencia. Mi texto tiene una especial conexión con los actos de la
gracia de Dios. Es aquí donde vemos por encima de todo la soberanía
condescendiente de Sus tratos. Él toma lo vil del mundo, y lo que no es, para
deshacer lo que es. Selecciona para Sí a los que los hombres habrían repudiado
con escarnio. Cubre Su tabernáculo del testimonio con pieles de tejones, elige piedras
sin labrar para usarlas como materiales para Su altar, una zarza es el lugar
para Su manifestación flameante, y escoge un muchacho pastor para ser el varón
conforme a Su corazón. Aquellas personas y cosas que desprecian los hombres, son
a menudo de gran estima a los ojos de Dios.
Al considerar el texto esta mañana, hemos de
notar los objetos de la selección de Dios. Primero, dónde se encuentran algunos de esos hombres; en segundo lugar, cómo los toma de su condición degradada; en
tercer lugar, cómo los alza; y en
cuarto lugar, dónde los coloca.
Será la historia de un hijo de Dios: del muladar al trono.
Los novelistas embadurnan nuestras paredes con
títulos sensacionales, pero hay uno que podría satisfacerlos en su ambición de
deleitar a los mórbidos anhelos de esta época. “Del muladar al trono”, es un tema que debería atraer su atención,
y si no lo hiciera, la culpa, en verdad, sería mía, pues en él habrá siempre la
bendita novedad del interés; y, sin embargo, damos gracias a Dios porque es una
descripción correcta de la experiencia del ascenso de todo el pueblo de Dios. El
Señor encuentra a decenas de miles de personas colocadas en el muladar y las
transporta a lo alto con los brazos de Su misericordia y las lleva a sentarse
entre los príncipes de Su pueblo.
I. Vamos a comenzar allí donde Dios comenzó con
nosotros. DÓNDE ESTÁN LOS ELEGIDOS DE DIOS CUANDO SE REÚNE CON ELLOS.
La expresión usada en el texto implica, en
primer lugar, que muchos de ellos se
encuentran en la más baja escala social. La gracia soberana tiene un pueblo
en todas partes, en todos los rangos y condiciones de hombres. Su fuéremos
transportados al cielo y si los espíritus celestiales llevaren cualquier
indicativo de su rango en la tierra, diríamos al regresar: “Por aquí y por allá
vi un rey; observé unos cuantos príncipes de linaje real, y un puñado de pares
del reino; observé un pequeño grupo de personas prudentes y una camarilla de
los ricos y famosos; pero vi a un gran grupo de pobres y de desconocidos, que
eran ricos en fe y conocidos para el Señor”. El Señor no excluye de Su elección
a nadie, en razón de su rango o condición. No erramos si decimos:
“A la vez que
la gracia es dada al príncipe,
El pobre
recibe su parte;
Ningún mortal
tiene una justa excusa
Para morir en
la desesperación”.
Sin embargo, ¡cuán cierto es que muchos de
aquellos a quienes Dios ha elegido, son encontrados, no simplemente entre los
obreros, sino en los rangos más pobres de los hijos del esfuerzo! Hay algunos
cuya faena diaria difícilmente les proporciona el suficiente alimento para
mantener el alma en el cuerpo, y sin embargo, se han alimentado opíparamente
con el pan del cielo. Muchos están vestidos con ropas del tipo más burdo,
parchada y remendada por todas partes, y sin embargo, están tan gloriosamente
vestidos a los ojos de Dios y de los santos ángeles, como los santos más
resplandecientes: “Pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se
vistió así como uno de ellos”. Algunas de las biografías más conmovedoras de
algunos cristianos han sido las vidas de los más humildes, entresacadas de las
“Crónicas de los pobres”. ¿Quién no ha leído “La joven de la cabaña” y “La hija
del lechero”? ¿Quién no ha encontrado el mayor placer al visitar a quienes
están recluidos en cama en las salas de los asilos, esos santos de Dios que
deben a la caridad su alimento diario porque la enfermedad los ha privado de
los medios de ganar su pan?
Oyente pobre, mientras estás sentado en esa
banca esta mañana, podrías sentir como si no fueras lo suficientemente
respetable para estar en un lugar de adoración, pero te ruego que no permitas
que tu pobreza obstaculice tu recepción del Evangelio, cuya gloria peculiar es
ser predicado a los pobres. Puede ser que no tengas absolutamente nada en el
mundo, ni una vara de terreno que pudieras llamar propia; podrías haber estado
luchando contra la adversidad en una lucha mortal, año tras año, y sin embargo,
podrías ser todavía tan pobre como la pobreza misma; no voy a ensalzar ni a
vituperar tu pobreza, pues no hay nada necesariamente bueno o moralmente malo
en cualquier condición de vida, pero te ruego que no permitas que tus
circunstancias te desalienten en el asunto de tu interés espiritual delante de
Dios. Ven como un mendigo, si eres un mendigo. Ven en andrajos, si no tienes
otra cosa con qué cubrirte. “Los que no tienen dinero, venid, comprad y comed.
Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche”.
La expresión en el texto no se refiere meramente
a escalas sociales; no tengo ninguna duda de que tiene un significado más
espiritual. El muladar es un lugar donde los
hombres arrojan sus cosas sin valor. Cuando has utilizado un artículo y no
puedes usarlo ya más, lo tiras a la basura. Le has dado dos o tres usos desde
que fue empleado por primera vez para su propósito original, y ahora estorba el
paso y no puede guardarse más; no sirve para ser vendido ni siquiera como metal
viejo, y por tanto lo tiras en el muladar para ser eliminado con el resto de la
basura. ¡Cuán a menudo los propios elegidos de Dios se han sentido como meros desechos
y basura, como inútiles que han de ser echados fuera!
Ustedes, queridos amigos, se encuentran en un
caso semejante, pues han descubierto su propia y total inutilidad. Mirándose a
ustedes mismos a la luz recibida del cielo, su valor imaginario se ha esfumado.
Ustedes fueron alguna vez muy importantes en su propia estima, pero ahora
perciben que si se perdieran, lejos de afectar al cielo y a la tierra, no
tendría una más grave consecuencia para el mundo en su conjunto que el
lanzamiento de una fruta podrida en el muladar, o que la caída de una hoja seca
de un árbol del bosque en medio de una miríada de hojas. En su propia
estimación hay en ustedes una falta de adecuación para cualquier propósito
útil; no tienen mayor utilidad que la sal que ha perdido su sabor. No pueden
glorificar a Dios como lo desearían; tampoco lo desean como deberían hacerlo. Ni
puedes orar con el fervor que desearías, ni alabar con la gratitud que
desearías sentir. Al examinar tu vida pasada, te sientes avergonzado de
corazón. Te lamentas en un rincón: “¡Señor, qué indigno pedazo de madera he
sido en este mundo! ¡Cómo he inutilizado la tierra! ¡Qué siervo tan inútil he
sido!” Has sido útil para tu familia, o para tu país, y pensabas antes que eso
bastaba; pero ahora te mides como a la luz de Dios; y en tanto que no has glorificado
nunca a tu Hacedor y nos has honrado a tu amable y benevolente Preservador, te
sientes tan indigno que, si el Señor te arrojara al muladar y dijera: “¡Échenlo
fuera! ¡Es tan indigno como la escoria o el estiércol!”, sólo te estaría
tratando como lo mereces con creces.
Mi querido amigo, esta opinión de ti mismo,
aunque te acarrea mucha infelicidad, es un signo muy saludable. Cuando nos
consideramos poca cosa, Dios tiene un alto concepto de nosotros. “Dios resiste
a los soberbios, y da gracia a los humildes”. ¡Él no te quebrará, oh caña
cascada! ¡Él no te apagará, oh pábilo humeante! Pero aunque sólo sirvas para
ser arrojado al muladar, Su benevolencia tendrá una tierna misericordia de ti,
y te exaltará entre los príncipes de Su pueblo.
Además, el
muladar es un lugar de desprecio. El desprecio dice a veces burlonamente de
sus víctimas: “es una persona tal que yo no la levantaría aunque lo viera en un
muladar”. El escarnio del mundo condena a algunas personas así: “¡Oh, son unos
buenos para nada! El muladar sería algo demasiado bueno para ellos”. Posiblemente,
persona que me escuchas, pudieras estar colocado en una familia donde eres muy
despreciado. Tal vez no tengas la habilidad ni la agudeza de otras personas del
hogar, y por tanto te ven de menos, y eres considerado un pobre tonto al que no
vale la pena tomar en cuenta. A diferencia de otros, no has tenido éxito en la
vida y, por consiguiente, eres visto con gran desprecio por quienes han
prosperado mucho y rápidamente.
Es más, sientes esta mañana como si merecieras
el desprecio derramado sobre ti. Has estado diciendo: “¡Ah!, tú me desprecias,
pero si me conocieras como yo me conozco, me despreciarías más. Piensas que no
soy nada, y soy menos que nada. Me pones un mal nombre, pero si pudieras ver el
engaño de mi vil corazón, entenderías que el nombre es muy apropiado aunque me
lo pusiste en son de burla”.
Bien, amigo despreciado, permíteme recordarte
que el Señor se ha fijado con frecuencia en aquellos a quienes el hombre ha
despreciado; y aunque tus propios padres pudieran haberse sentido frustrados
contigo, y la sociedad pudiera burlarse de ti, y tú mismo pudieras sentir ahora
como si el escarnio fuera muy merecido, sin embargo, ten confianza y ten buen
ánimo, pues Dios visita muladares cuando no visita palacios, y levantará a los
humildes y a los mansos del polvo en el que desfallecen y languidecen.
El siguiente comentario, tal vez, proporcione
más consuelo: el muladar es el lugar para
las cosas inmundas y ofensivas. Decimos de las cosas de mal olor y sabor:
“es algo demasiado malo para tenerlo en casa, por tanto, debe ser desechado;
tírenlo a la basura; cúbranlo”. Cuando la materia se torna fétida, pútrida y
ofensiva, necesitamos que sea removida de inmediato. ¡Ah!, es triste que
tengamos que decir eso de cualquiera de nuestros semejantes, pero debemos
decirlo. Hay algunas personas cuyos pecados son terriblemente graves; sus iniquidades
son tan viles que constituyen una ofensa para los ojos y los oídos de todos los
hombres decentes y el Dios Santo mira sus acciones con ira y aborrecimiento.
Algunos pecadores se han vuelto de un carácter tan infame que son dañinos para
todos los que tienen que ver con ellos; no pueden reunirse con nadie sin
esparcir el contagio de su pecado; su ejemplo es tan malo que basta para
envenenar el distrito en el que viven. Sólo son aptos para ser botados como una
masa de podredumbre, de porquería y pudrición en el muladar donde la inmoralidad
exhala su hora abominable. Pero, ¡oh, el amor de mi Señor! Él ha condescendido
a menudo a rescatar del muladar a los abandonados. En el cielo veo a quienes
lavaron sus ropas y las emblanquecieron en la sangre del Cordero, aunque una
vez fueron rameras como Rahab, adúlteros como David e idólatras como Manasés.
Delante del trono de Dios, entre los pares de Dios, están hoy aquellos que, en
sus días de perdición, fueron ladrones, borrachos y blasfemos. Los atrios del
cielo son hollados por muchos que una vez fueron los peores pecadores, pero que
ahora son los santos más resplandecientes.
Te ruego, amado, que nunca pienses que el
Evangelio de Cristo salvó a grandes ofensores en días idos, pero que ahora es
sólo para los que no han caído y para los morales. Los morales son libremente invitados
a Cristo, de quien nunca olvidamos testificar, pero los inmorales son invitados también. El Señor vino a
nuestra tierra como un Médico, y no vino a llamar a los justos, sino a los
pecadores al arrepentimiento; no vino a sanar a quienes gozan de una buena
salud, sino a los enfermos.
Oh, amado oyente, si estás tan enfermo por el
pecado que toda tu cabeza está enferma y todo tu corazón está desfallecido, y
desde la coronilla de tu cabeza hasta la planta de tu pie no hay un lugar sano
en ti, sino sólo heridas y raspones y llagas putrefactas, ¡aún así el amor de
mi Señor se inclinará hasta ti! Si has agregado lujuria al robo, y has añadido
asesinato a la lujuria, y si estás manchado de sangre con una infame iniquidad,
empero, el sagrado baño carmesí que fue llenado por el corazón de Jesús, puede
limpiar “todo pecado y blasfemia”. Todo aquel que crea en Él es justificado de
todas las cosas de las que no podría ser justificado por la ley de Moisés.
Las mentes refinadas pensaron justo ahora que yo
estaba usando una expresión muy fea cuando hablé de rescatar a la podredumbre
del muladar, pero la expresión es extremadamente limpia cuando se compara con
el pecado; pues toda la inmundicia y repugnancia que hayan ofendido jamás al ojo
y a la nariz, es dulzura comparada con el pecado. La cosa más sucia y más
detestable en todo el universo es el pecado. Es eso lo que mantiene ardiendo el
fuego del infierno como la gran necesidad sanitaria de Dios. Tiene que haber un
Tofet permanente allí donde hay un constante pecado.
Leemos que ciertas ciudades francesas encendían
grandes hogueras públicas en tiempos del cólera. ¡El cólera! ¿Qué es el cólera
comparado con el pecado? Dios hace que las llamas ardientes del tormento eterno
asciendan por los siglos de los siglos, pues es sólo por ese terrífico castigo
que la plaga del pecado puede ser restringida del todo dentro de los límites.
El pecado es un horrible mal, es un veneno letal; y sin embargo, pecador,
aunque tú estés tan lleno de él como un huevo está lleno de nutrientes, y
destiles su olor del modo que la pieza más pestilente de materia nociva exhala
malos olores, sin embargo, la infinita misericordia de Dios en Cristo Jesús
puede levantarte de esta extrema degradación, y hacer que brilles como una
estrella en Su reino al fin de los tiempos.
Además, el muladar puede ser considerado
espiritualmente como el lugar de
condenación. Por ejemplo, considera un cierto artículo alimenticio. El ama
de casa que es ahorrativa no desea desperdiciar nada. Bien, si no sirve para la
alimentación, ¿no podría ser útil para otra cosa? Por fin, cuando ve que no
sirve, la sentencia de condenación es: “debe tirarse al muladar”.
Nabucodonosor, en su memorable proclamación concerniente al Señor Jehová, dijo
que cualquiera que dijera una palabra contra Él, sería hecho pedazos y su casa
sería convertida en un muladar. Entonces, hay una conexión entre el muladar y
la condenación.
Ahora, podría haber en esta audiencia, esta
mañana, un hombre que se sintiera bajo sentencia de condenación. Has tenido con
mucha frecuencia remordimientos de conciencia; a menudo te han mostrado mejores
caminos, y sin embargo, has pecado contra la luz y el conocimiento al punto que
ahora consideras que has pecado más allá del alcance de la misericordia. Esta
mañana, muy probablemente, mi voz rechina en tu oído; aunque tiene el propósito
de transmitirte las noticias más halagüeñas que jamás hubiere proclamado una
trompeta de plata al pecador en quiebra en el día del Jubileo, sin embargo, suena
para ti como la voz que proclama tu condenación. Bien, pobre pecador, si tú
estás condenado en ti mismo y una áspera voz ha dicho: “¡Arrójenlo al muladar!
¡Arrójenlo a las llamas del infierno!”, empero, yo vengo a ti en el nombre de
Jehová, y te pido que oigas esta palabra esta mañana: “El levanta del polvo al
pobre, y al menesteroso alza del muladar, para hacerlos sentar con los
príncipes”. ¿Qué dices a esto? ¿Qué tal si Dios te perdonara esta mañana? ¿Qué
tal si te convirtiera en Su hijo? ¿Qué tal si te da una corona incorruptible de
vida?
“¡Oh!”, -dices tú- “si hiciera eso, yo le amaría
y le bendeciría”.
Pecador, Él lo hará si crees ahora en el Señor
Jesús, cuya sangre nos limpia de todo pecado. Por la muerte de Jesús te suplico
que confíes en el sacrificio expiatorio del Calvario, y vivirás para alabar Su
amor redentor.
Sin embargo, no debo dejar fuera un pensamiento
que acaba de atravesar la mente de alguien. Algo que yace en el muladar está en contacto con repugnantes asociados; y,
por tanto, el texto podría representar a aquellos que han vivido hasta aquí
entre asociaciones malignas. Cuando estas puertas son abiertas, entran aquí a
menudo, por curiosidad, personas que no asisten regularmente a lugares de
adoración –debo aclarar que es la clase más esperanzadora de aquellas a las que
me dirijo- pues algunos de ustedes han oído mi voz y las voces de otros
ministros durante tanto tiempo, que casi están desahuciados; casi podríamos
darnos por vencidos, pues hemos argumentado con ustedes tan frecuentemente, y
hemos puesto la verdad delante de ustedes tan constantemente, que seguramente
si fuera a ser bendecida para ustedes, ya lo habría sido. Pero ocasionalmente
nos visitan algunas personas para quienes el Evangelio es algo nuevo, y algunas
de estas personas provienen de la peor sociedad: recién salidos del teatro, del
palacio de la ginebra, y de peores lugares todavía; el nombre de Jesús es casi
desconocido excepto cuando es usado en la blasfemia, y la persona del Dios
Altísimo está completamente olvidada, excepto como invocación en una maldición.
Amigo, nos alegra que estés aquí; tú has estado
en el muladar y sigues allí; has estado viviendo con los publicanos y las
rameras; has frecuentado una triste compañía; no has sido alimentado entre los
escogidos y la élite de la humanidad;
por el contrario, gozas de una hipoteca entre los tiestos y moras junto a los
vallados. Ahora, es así, tal como estás, que Jesucristo te invita a la reunión.
“Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad y trae acá a todos los que
encuentres”, y trajeron a los mancos, a los cojos y a los ciegos y tomaron sus
lugares y festejaron mientras que otros que habían sido invitados rehusaron
venir.
Yo los llamo a ustedes, entonces, si hay
personas con este perfil en mi auditorio, a ustedes, que no atraviesan con
frecuencia las puertas del santuario de Dios, a ustedes que viven entre los
profanos y los libertinos, ¡vuélvanse a Jesucristo, se los ruego! ¡Que el
eterno Espíritu los vuelva este día y que sean encontrados entre los escogidos
de Dios! ¡Ay, y ay de mí, que tenga que decirlo: algunos de ustedes, mis
oyentes, que han sido morales y excelentes y han oído la Palabra todos estos
años, yo temo solemnemente que perecerán en sus pecados, pues, en verdad, en
verdad les digo que los publicanos y las rameras entrarán en el reino del cielo
delante de algunos de ustedes, que oyen la Palabra, pero no la hacen, que la
escuchan, pero no sienten su poder, que conocen su gozoso sonido, pero no la
reciben en sus corazones.
Esto basta, entonces, en cuanto a dónde son
encontradas algunas personas del pueblo de Dios. Permítanme decirles que, en un
cierto sentido, allí es donde están todos: todos en el muladar de la caída de
Adán, todos en el muladar de la presunción, de la justicia propia, de la
depravación, del pecado y de la corrupción; pero la misericordia soberana viene
a ellos tal como yacen pudriéndose en montones de ruina, y los rescata por
medio de la gracia eficaz.
II. En segundo lugar, deseamos describir CÓMO LOS
ALZA DEL MULADAR EL SEÑOR.
Él alza del muladar a los necesitados. Se trata
de un peso muerto y nadie sino el brazo eterno podría hacerlo. Es una proeza de
la omnipotencia alzar a un pecador desde su natural degradación; todo es hecho
por el poder del Espíritu Santo a través de la Palabra saturada de la energía
de Dios. La operación es más o menos de este modo. Cuando el Señor comienza a
tratar con el pecador necesitado, el primer alzamiento levanta sus deseos. El hombre no está satisfecho de estar donde ha
estado y de ser lo que ha sido. No había percibido que el muladar fuera tan
inmundo como realmente lo es; y el primer signo de vida espiritual es el horror
por su condición perdida, y un ansioso deseo de escapar de esa condición.
Querido oyente, ¿has llegado hasta ese punto?
¿Sientes que todo está mal en relación a ti? ¿Deseas ser salvado de tu presente
estado? En tanto que puedas decir: “todo está bien conmigo”, y te jactes de que
no eres peor que los demás, no tengo ninguna esperanza contigo. Dios no alza a
aquellos que ya están alzados; pero cuando tú comienzas a sentir que tu
presente condición es de degradación y ruina y que desearías ardientemente
escapar de ella, entonces el Señor ha puesto la palanca debajo de ti, y ha
comenzado a alzarte.
El siguiente signo es generalmente que para un individuo así, el pecado pierde toda
dulzura. Cuando el Señor comienza a obrar contigo, incluso antes de que
encuentres a Cristo para gozo de tu alma, descubrirás que el gozo del pecado ha
desaparecido. Un alma revivida que siente el peso del pecado, no puede
encontrar placer en él. Aunque el mal del pecado no puede ser percibido
claramente y evangélicamente sin fe en Jesús, sin embargo, la conciencia de un
pecador que ha despertado, al percibir el carácter terriblemente corruptor de
algunos pecados, le obliga a renunciar a ellos. La taberna ya no es visitada;
la silla del escarnecedor se queda vacía; las lujurias de la carne son
abandonadas: y aunque esto no alza al pecador del muladar es, sin embargo, un
signo de que el Señor ha comenzado Su obra de gracia. Cuando el pecado se
vuelve amargo, la misericordia se vuelve dulce. Oh, amigo mío, que el Señor te
destete de los dulces venenos del mundo, y te lleve a los verdaderos placeres
que están ocultos en Cristo Jesús.
Otro bendito signo de que el hombre está siendo
alzado del muladar, es que comienza a
sentir que su propia justicia no es de ninguna ayuda para él; cuando,
habiendo orado, contempla sus oraciones con arrepentimiento, y habiendo ido a
la casa de Dios, no descansa en las formas exteriores. Es bueno que el hombre
sea cortado enteramente de toda confianza en sí mismo. Podría estar todavía en
el muladar, pero estoy seguro de que no estará por mucho tiempo, pues cuanto tú
y tú mismo han contendido, Dios y tú mismo comienzan a estar en paz; cuando tú
puedes ver a través de esa justicia de telaraña tuya, que una vez pareció ser
un hermoso vestido de seda; cuando puedes odiar esa moneda falsa que una vez pareció
brillar y sonar como oro legítimo; cuando estás hundido en la zanja y tus
propios vestidos te aborrecen, no ha de pasar mucho tiempo antes de que seas
salvado con una salvación eterna. Ahora viene el verdadero alzamiento que te
sacará del muladar. Ese individuo pobre, culpable, perdido, indigno, oye de Jesucristo que vino al mundo para
salvar a los pecadores: esa pobre alma lo
mira con una mirada que quiere decir: “¡Señor, Tú eres mi último recurso! Si
Tú no me salvas, pereceré; y Tú has de salvarme completamente, pues yo no puedo
ayudarte. Yo no puedo aportar ni siquiera un hilo para completar Tu perfecta
justicia. Si no estuviera terminada, yo no podría contribuir ni siquiera con un
centavo para completar mi propio rescate: si Tú no me hubieras rescatado
completamente, entonces Tu redención no me serviría. Señor, soy un hombre que
está hundiéndose, ahogándose, y me aferro a Ti al momento de hundirme; ¡oh,
sálvame por Tu misericordia!”
“Toda mi
ayuda descansa en Ti;
Toda mi
confianza obtengo de Ti;
Cubre mi
cabeza indefensa
Con la sombra
de Tu ala”.
Cuando un alma llega a ese punto, entonces está
fuera del muladar, pues en el instante en que un pecador confía en Jesucristo,
sus pecados cesan de existir; Dios los ha tachado con Su pluma; han
desaparecido. Ya no es culpable a los ojos de Dios: es absuelto por medio de la
expiación, y justificado por medio de la justicia de Jesucristo. Es un hombre
salvado. Puede levantarse de su cilicio y de las cenizas, y caminando
libremente, puede cantar de la misericordia comprada con la sangre que le ha
liberado completamente. Así, por el don del unigénito Hijo llevado
personalmente al corazón, el Señor levanta a Sus elegidos de su condición de
ruina; les hace ver que se trata de un muladar; les hace sentir que no pueden
salir por sí mismos; les señala a Cristo; los conduce a confiar en Su sangre
preciosa, y así son liberados.
III. El tercer punto es: CÓMO LOS LEVANTA.
Es algo bendito ser alzado de la degradación
pero, alabado sea Jehová, porque no se detiene allí. El Señor no hace nada a
medias. ¡Oh, las longitudes y las anchuras del amor! Cuando ha descendido hasta
el punto en el que nos encontramos, sólo ha completado la mitad de Su trayecto:
le falta transportarnos hasta el punto en que Él está. ¡Oh, es algo bendito ser
alzado del muladar, aunque nuestra porción sólo fuera de ser jornaleros en la
casa de nuestro Padre!; pero esto no satisface al infinito corazón de Jehová:
Él alzará a Su pueblo por encima de los goces comunes, y los llevará más alto,
y más alto, y más alto, como sobre alas de águilas, hasta colocarlos en los
lugares de los príncipes, y hacerlos reinar con Él.
Ahora hemos de considerar por unos minutos cómo
alza nuestro Señor a Su pueblo desde el nivel común de la humanidad para
ponerlos al nivel de los príncipes.
En primer lugar, son alzados por una completa justificación. Cada cristiano aquí
presente esta mañana, independientemente de lo que hubiere sido su vida pasada,
es perfecto en este instante a los ojos de Dios por medio de Jesucristo. La
justicia inmaculada de Cristo es imputada a ese pecador creyente en Él, así
que, esta mañana, es “acepto en el amado”.
Ahora, amado, sopesa esto, dale vueltas, y
medita en ello. Pobre, necesitado, pero creyente pecador, tú eres tan acepto
delante de Dios en este momento presente por medio de Cristo Jesús, como si
nunca hubieses pecado, como si hubieses hecho y llevado a cabo cada obra de Su sumamente
justa ley sin la menor falla. ¿No es esto sentarse con los príncipes? La plena
justificación le depara al creyente un trono tan seguro como excelso, tan feliz
como glorioso. ¡Ah, ustedes, vástagos de casas imperiales, algunos de ustedes
no saben nada de esto! Esta es una nota que muchos emperadores no podrían haber
cantado nunca: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que
justifica. ¿Quién es el que condenará?” Hablando de sentarse en los pabellones
del placer, o en los divanes del estado, con nobles, príncipes, reyes, Césares,
vamos, la figura se tambalea, se queda corta del blanco, pues el estado del
alma completamente justificada sobrepasa en brillo a todo eso, como el sol
brilla más que aquella vela vacilante.
Demos el siguiente paso. Muchos de los hijos de
Dios que han sido alzados del muladar, gozan de una plena seguridad de fe. Tienen la certeza de que son salvos;
pueden decir conjuntamente con Job: “Yo sé que mi Redentor vive”. En cuanto a
que si son hijos de Dios o no, no tienen ninguna duda; el testimonio infalible
del Espíritu Santo da testimonio con su espíritu de que son nacidos de Dios.
Cristo es el hermano mayor, Dios es su Padre, y ellos respiran el espíritu
filial por el cual claman: “¡Abba, Padre!” Ellos conocen su propia seguridad;
están convencidos de que “ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo
profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que
es en Cristo Jesús Señor nuestro”. Yo le pregunto a cada quien que posea un
corazón que entiende, si esto no es sentarse con los príncipes.
Amados, yo no daría un centavo por el trono de
un príncipe, pero daría todo lo que poseo aunque me lo pidieran mil veces, si pudiera
gozar siempre de la plena seguridad de la fe, pues la plena seguridad de la fe
es un gozo mayor que el gozo que jamás podrían producir el palacio de lirios de
Susa, o la casa del bosque del Líbano de Salomón. Un sentido de la misericordia
divina es mejor que la vida misma: es un joven cielo madurando abajo, para ser
plenamente desarrollado arriba. Saber que mi Amado es mío y que yo soy Suyo, y
que me amó y se entregó por mí, es mucho mejor que ser heredero legítimo de
muchos imperios.
Prosigamos. A los hijos de Dios, favorecidos por
la gracia divina, se les permite tener entrevistas
con Jesucristo. Como Enoc, nosotros caminamos con Dios. Justo como un niño
camina con su padre, poniendo su mano en la mano de su padre, mirando hacia
arriba con ojos de amor, así el pueblo elegido camina con su Padre Dios muy
amorosamente, confiadamente, familiarmente, hablándole, contándole sus
aflicciones, y oyendo de Su benevolente boca los secretos de Su amor. Son gente
feliz pues tienen comunión con Jesús de una naturaleza más íntima y más tierna
que la que incluso los ángeles conocen. Somos miembros de Su cuerpo, de Su
carne, y de Sus huesos; estamos casados con Él; Él se ha desposado con nosotros
en fidelidad y en justicia; somos más preciados para Él que Su propia carne y
sangre –que entregó a la muerte- y ninguno de nosotros perecerá jamás, ni nadie
nos arrebatará de Su mano.
Ahora, ¿acaso no es esto sentarse con los
príncipes? ¡Príncipes! ¡Príncipes! ¡Miramos con desdén su pompa desde la
eminencia en que la gracia nos ha colocado! ¡Pónganse sus coronas! ¡Vístanse
con su púrpura! ¡Arréglense con toda su pompa real! Pero cuando nuestras almas
puedan sentarse con Jesús y reinar como reyes y sacerdotes con Él, sus
esplendores no valdrán ni siquiera un pensamiento. La comunión con Jesús es la
gema más preciosa de las que hubieren resplandecido en una diadema imperial. La
unión con el Señor es una guirnalda de belleza que brilla más que todas las
coronas de la tierra.
Y esto no es todo: los elegidos de Dios, en
adición a recibir una completa justificación, una plena seguridad, y la
comunión con Cristo, son favorecidos con la santificación
del Espíritu Santo. Dios el Espíritu Santo mora en cada cristiano; sin
importar cuán humilde sea, es un templo móvil en el que reside la Deidad. Dios
el Espíritu Santo mora en nosotros, y nosotros en Él; y ese Espíritu santifica
las acciones diarias del cristiano, de tal manera que hace todo como para Dios;
si vive es para Cristo, y si muere es ganancia.
Oh, amados, es, en verdad, sentarse con los
príncipes cuando sienten las influencias santificadoras del Espíritu Santo. Oh,
Dios mío, si yo pudiera sentir siempre que Tu Espíritu vence mi corrupción y
constriñe mi alma a la santidad, ni siquiera pensaría en un príncipe para
compararlo con mi propio gozo. Oh, mis queridos hermanos y hermanas en
Jesucristo, estoy seguro de que pueden dar testimonio que cuando caen en pecado
en cualquier momento, eso los abate mucho, pues les recuerda el olor de ese vil
muladar una vez más, y sienten que están a punto de morir bajo su terrible
fetidez; pero cuando el Espíritu Santo los habilita para vencer el pecado y
para vivir como Cristo vivió, sienten en verdad que tienen una posición real, y
un privilegio más que imperial al ser santificados en Cristo Jesús.
Además, muchos santos reciben, en adición a la
santificación, la bendición de la
utilidad; y pongan atención a esta palabra: cada hombre útil es de un rango
principesco. No estoy exagerando ahora, sino nada más diciendo la sobria
verdad; el que bendice a sus semejantes es el verdadero príncipe entre los
hombres. Ser capaz de dejar caer perlas de tus labios podría hacerte un
príncipe en una historieta de hadas, pero cuando esos labios bendicen a las
almas de los hombres conduciéndolos a Jesús, esto es ser un príncipe
verdaderamente. Alimentar al hambriento, vestir al desnudo, rescatar al caído,
enseñar al ignorante, darle ánimo al deprimido, inspirar al inconstante y
conducir a los santos hasta la diestra de Dios, hermanos míos, esto es llevar
un lustre que ni estrellas ni galones, ni órdenes ni distinciones, podrían
conferir jamás. Este es el privilegio de cada uno de ustedes según el Espíritu
de Dios les haya dado la medida de fe. Ustedes, que una vez hicieron el mal,
ahora sirven el interés de la virtud; ustedes, que convirtieron a sus miembros
en siervos de la injusticia, ahora hacen que esos mismos miembros sean siervos
de la justicia para alabanza y gloria de Dios. Las cortes de los soberanos no
pueden otorgar ningunos honores como los que consisten en morar en santidad,
caridad y celo.
Y además, Dios alza a Su pueblo en otro sentido:
a la vez que les da santificación y utilidad, también los unge con gozo. ¡Oh, el gozo de ser cristiano! Yo sé que la idea
del mundo es que somos un pueblo miserable. Si leen las páginas de la historia,
los escritores hablan de los alegres caballeros como hombres de un elevado
espíritu y gozo sobreabundante; pero los pobres ‘puritanos’, qué desdichado
grupo era, blasfemando el día de Navidad, aborreciendo los juegos y los
deportes, y andando por el mundo y mostrándose tan terriblemente miserables,
que ¡sería una lástima que fueran al infierno, pues ya tuvieron suficiente
tormento aquí! Ahora, esos comentarios son totalmente falsos o por lo menos son
una burda caricatura. Los hipócritas, entonces como ahora, mostraban una cara
larga y un semblante deplorable; en cambio se encontraban entre los ‘puritanos’
huestes de hombres cuya santa jovialidad y gozo eran sin igual, es más, que no
podía ser ni imaginado ni comprendido por aquellos pobres necios burlones que
revoloteaban en torno al libertino sin corazón, cuyas hipocresías le habían alzado
al trono de Inglaterra. Un profundo e inextinguible gozo moraba en los pechos
de aquellos puritanos, pero la jovialidad de los caballeros no era más que un
crepitar de espinas bajo la olla, hombres que:
“Formaban el
cortejo de los altivos y de los fuertes,
Que se
saciaban en los lugares altos, y mataban a los santos de Dios”.
¡Oh!, muy por encima de la risa de los galantes
de la corte, estaba el poderoso y profundo gozo de aquellos que regresaron del
campo victorioso cantando al Señor que los había hecho triunfar gloriosamente.
Los llamaban los “Ironsides”, o “Costados de hierro”, y eso eran, pero tenían
corazones de acero, quienes a la vez que no vacilaban en el día de peligro no
se olvidaban de brillar de gozo igual que el acero resplandece ante el brillo
del sol. Créanme que sin importar lo que ellos
fueran, nosotros, los que confiamos en Jesús, somos las personas más felices,
no constitucionalmente, pues algunos de nosotros somos muy atribulados y somos
conducidos a los abismos de la pobreza, pero internamente, verdaderamente y
realmente, el gozo de nuestros corazones, créanme, no ha de ser sobrepasado. Yo
no estaría aquí para mentirles ni por el doble del valor de las Indias, sino
que diré la verdad: si tuviera que morir como un perro mañana, no cambiaría mi
lugar con nadie bajo los atrios del cielo por el gozo y la paz de la mente;
pues ser un cristiano y saberlo, beber profundamente de esa copa, conocer tu
elección, entender tu llamamiento, yo les aseguro que produce mayor paz y
bienaventuranza en diez minutos de lo que se encontraría en cien años en todos
los atrios del pecado, aunque el desenfreno se desboque y el placer no conozca
ninguna licencia.
“Sólido gozo
y perdurable placer
Nadie sino
los hijos de Sion los conocen”.
Así que cuando leo el texto que dice que Él nos
coloca con los príncipes, no me impresiona la figura, cojea, renquea, pues el
Señor nos coloca muy por encima de todos los príncipes terrenales; y si no
fuera por la siguiente frase yo preferiría que la figura se desvaneciera por
completo, pero esa cláusula la endereza: “Con los príncipes de su pueblo” –esto
pone alma y fuerza- éstos son los príncipes de otra sangre, éstos son pares de
otro reino, y entre ellos Dios coloca a Su pueblo.
IV. Para concluir, hemos de notar en último lugar,
DÓNDE ES QUE NUESTRO SEÑOR COLOCA A SU PUEBLO.
“Con los príncipes”, se nos informa. Hemos ya
reflexionado sobre ese mismo pensamiento, pero vamos a examinar otra de sus
facetas. “Con los príncipes”, es el lugar
de la sociedad selecta. Ellos no admiten a cualquiera en ese círculo
encantado. El pobre plebeyo no debe aventurarse en medio de la aristocracia. La
sangre azul corre en un canal más bien estrecho, y no puede esperarse que se le
permita al carmesí común vigorizar la lánguida corriente. El verdadero
cristiano vive en una sociedad muy selecta. ¡Escuchen! “Nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo”. ¡Cuando se habla de
una sociedad selecta, no hay ninguna como ésta! Somos una generación escogida,
un pueblo peculiar, un sacerdocio real. “Porque no nos hemos acercado al Monte
Sinaí, sino que nos hemos acercado a la sangre rociada y a la congregación de
los primogénitos que están inscritos en los cielos”. Esta es una sociedad
selecta.
A continuación, ellos tienen una audiencia en la corte: se espera que el príncipe
tenga derecho de admisión ante la realeza cuando la gente común como nosotros
debemos permanecer lejos. Ahora, el hijo de Dios tiene libre acceso a la
realeza del cielo. Nuestros privilegios cortesanos son del orden más elevado.
¡Escuchen! “Porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un
mismo Espíritu al Padre”. “Acerquémonos, pues, confiadamente”, -dice el
apóstol- “al trono de la gracia, para
alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”. Tenemos una
audiencia en la corte y una sociedad peculiarmente selecta.
Junto a esto se supone que entre los príncipes
hay riqueza abundante, pero ¿qué es
la riqueza de los príncipes comparada con las riquezas de los creyentes?,
porque “todo es vuestro… y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”. “El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará también con él todas las cosas?”
Entre los príncipes, además, habita un poder peculiar. Un príncipe tiene
influencia; blande un cetro en su propio dominio: y “nos ha hecho para nuestro
Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos por los siglos de los siglos”. Nosotros
no somos reyes de Inglaterra, Escocia e Irlanda, y sin embargo, tenemos un
triple dominio; reinamos sobre espíritu, alma y cuerpo. Reinamos sobre el reino
unido del tiempo y de la eternidad; reinamos en este mundo, y hemos de reinar
en el mundo venidero, pues reinaremos por los siglos de los siglos.
Los príncipes, además, tienen un honor especial. Todos los presentes
en la multitud desean contemplar al príncipe, y se deleitarían en servirle. Él ha de ocupar la primera posición en
el imperio; es un príncipe de sangre, y ha de tenérsele estima y respeto.
Amados, oigan esta palabra: “Juntamente con él
nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo
Jesús”, de tal manera que compartimos el honor de Cristo así como compartimos
Su cruz. Pablo fue tomado del muladar de la persecución, pero no es inferior a
nadie en la gloria; y a ti, aunque pudieras haber sido el primero de los pecadores,
no te irá peor cuando el Señor venga en Su reino; pero así como los reconoció
en la tierra y los redimió con Su sangre preciosa, así los reconocerá en el
estado futuro, y los hará sentarse con Él y reinar con los príncipes, por los
siglos de los siglos. Que el Señor bendiga estas palabras por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
1 Samuel 2: 1-10 y Salmo 113.
Nota del
traductor:
“La joven de la cabaña” y “La hija del lechero”
son unas breves narraciones de Legh Richmond (1772-1827). De “La hija del
lechero” circularon 4 millones de copias y se tradujo a 19 idiomas antes de
1849. Sus historias fueron recopiladas y publicada bajo el título de “Crónicas
de los pobres”.
Traductor: Allan Román
21/Octubre/2009
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