El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
El Cántico de María
NO. 606
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 25 DE DICIEMBRE, 1864
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Entonces María dijo: Engrandece mi
alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. Lucas 1: 46, 47.
María andaba de visita cuando expresó su dicha
en el lenguaje de este noble cántico. Sería bueno que todas nuestras relaciones
sociales fueran tan útiles para nuestros corazones, como esta visita lo fue
para María. “Hierro con hierro se aguza; y así el hombre aguza el rostro de su amigo”.
María, llena de fe, hace una visita a Elisabet, quien también rebosa de una
santa confianza, y al poco tiempo de estar reunidas ambas su fe se remonta a la
plena convicción y su plena convicción estalla en un torrente de sagrada loa. Esta
alabanza despertó sus poderes adormecidos y en lugar de dos aldeanas
ordinarias, vemos ante nosotros a dos profetisas y a dos poetisas, sobre
quienes el Espíritu de Dios descansó en abundancia.
Cuando nos reunamos con nuestros parientes y
conocidos, nuestra oración a Dios debe implorar que nuestra comunión sea, no
únicamente agradable, sino provechosa, que no se trate simplemente de pasar el
tiempo y de disfrutar de una hora agradable, sino que podamos aproximarnos al
cielo en la marcha de un día, y que podamos adquirir una mayor aptitud para
nuestro eterno reposo.
Observen, esta mañana, el gozo sagrado de María,
para que puedan imitarlo. Esta es una estación en la que todos esperan que
seamos dichosos. Nos felicitamos unos a otros deseando que podamos tener una
“Feliz Navidad”. Algunos cristianos que son un poco remilgados no gustan de la
palabra “feliz”. Es una buenísima palabra proveniente del antiguo sajón, que contiene
la dicha de la niñez y el júbilo de la edad adulta, que trae a nuestra mente el
antiguo canto de los coros navideños y el repique de medianoche de las campanas,
el acebo y los leños ardiendo. Yo amo esa palabra por su mención en una de las
más tiernas parábolas que describe que, cuando el hijo pródigo, perdido durante
tan largo tiempo, regresó a la casa de su padre sano y salvo, “comenzaron a
regocijarse”. Esta es la estación cuando se espera que seamos felices, y el
deseo de mi corazón es que, en el más sublime y mejor sentido, ustedes, creyentes,
sean “felices”.
El corazón de María estaba alborozado dentro de
ella; pero aquí está la señal de su alborozo: que se trataba de un regocijo
santo y cada una de sus gotas era de un alborozo sagrado. No era el alborozo
con el que los mundanos disfrutan de sus parrandas hoy y mañana, sino un júbilo
como el que los ángeles disfrutan alrededor del trono donde cantan: “Gloria a
Dios en las alturas”, mientras nosotros cantamos: “Y en la tierra paz, buena
voluntad para con los hombres”. Tales corazones dichosos gozan de un festín
continuo. Yo quiero que ustedes, ‘los que están de bodas’, posean hoy y mañana,
sí, posean todos sus días la sublime y consagrada bienaventuranza de María,
para que no solamente puedan leer sus palabras, sino que las usen en ustedes
mismos, experimentando siempre su significado: “Engrandece mi alma al Señor; y
mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
En primer lugar, observen que ella canta; en segundo lugar, ella canta dulcemente; en tercer lugar,
pregunto: ¿habrá de cantar sola?
I. Observen, primero, que MARÍA CANTA.
Su tema es
un Salvador; ella
aclama al Dios encarnado. El largamente esperado Mesías está a punto de
aparecer. Aquél a quien los profetas y los príncipes esperaron durante largo
tiempo, está a punto de venir y de nacer de la virgen de Nazaret. En verdad
nunca hubo un tema para el más dulce cántico que este: la condescendencia de la
Deidad para con la flaqueza de la humanidad. Cuando Dios manifestó Su poder en
las obras de Sus manos, las estrellas matutinas cantaron en coro y los hijos de
Dios dieron gritos de júbilo; pero cuando Dios se manifiesta Él mismo, ¿qué música bastaría para el
grandioso salmo de asombro adorador? Cuando la sabiduría y el poder son vistos,
no son vistos sino los atributos; pero en la encarnación, es la persona divina
quien es revelada en el velo de nuestra inferior arcilla: bien podía María
cantar, ya que la tierra y el cielo incluso ahora se maravillan ante la gracia
condescendiente. Digna de una música sin par es la noticia que “el Verbo fue
hecho carne, y habitó entre nosotros”. Ya no existe más un gran golfo extendido
entre Dios y Su pueblo, pues la humanidad de Cristo ha construido un puente
sobre él. Ya no pensamos más que Dios se sienta en lo alto, indiferente a las
necesidades y aflicciones de los hombres, pues Dios nos ha visitado y ha
descendido hasta la bajeza de nuestra condición. No necesitamos lamentarnos más
porque no podamos participar nunca de la gloria moral y de la pureza de Dios,
pues si Dios en gloria desciende hasta Su criatura pecaminosa, es ciertamente
menos difícil llevar a esa criatura -lavada con la sangre y purificada- a las
alturas por esa vía tachonada de estrellas, para que el redimido se siente para
siempre en Su trono.
No debemos soñar más, sumidos en sombría
tristeza, que no podemos acercarnos a Dios y que Él no oirá realmente nuestra
oración ni se compadecerá de nuestras necesidades, si vemos que Jesús se
convirtió en hueso de nuestro hueso y carne de nuestra carne: un bebé nacido
igual que nosotros, viviendo la vida que nosotros tenemos que vivir, cargando
con las mismas debilidades y aflicciones, e inclinando Su cabeza ante la misma
muerte.
Oh, ¿no podemos venir con osadía por este camino
vivo y nuevo y acceder al trono de la gracia celestial, cuando Jesús se reúne
con nosotros como Emanuel, Dios con nosotros? Los ángeles cantaron sin casi
saber por qué. ¿Podían entender por qué Dios se había hecho hombre? Deben de
haber sabido que ahí había un misterio de condescendencia; pero todas las
amorosas consecuencias que la encarnación conllevó, ni sus agudas mentes habrían
podido adivinarlas; pero nosotros vemos
el todo, y comprendemos más plenamente el grandioso designio. El pesebre de Belén
era grande con gloria; en la encarnación estaba envuelta toda la
bienaventuranza mediante la cual un alma, arrebatada de las profundidades del
pecado, es levantada a las alturas de la gloria. ¿No nos conducirá nuestro
mayor conocimiento a alturas de canto que las conjeturas angélicas no podían
alcanzar? ¿Acaso los labios de los querubines han de ser movidos a decir
sonetos ardientes y nosotros, que somos redimidos por la sangre del Dios
encarnado, vamos a quedarnos traicionera y desagradecidamente callados?
“¿No cantaron
los arcángeles Tu venida?
¿No
aprendieron los pastores Su dirección?
La vergüenza
me cubriría por ingrato,
Si mi lengua
se rehusara a alabar”.
Este, sin embargo, no fue el tema completo de su
santo himno. Su peculiar deleite no era que un Salvador debía nacer, sino que debía nacerle a ella. Ella era bendita
entre las mujeres y altamente favorecida del Señor; pero nosotros podemos gozar del mismo favor; es más, nosotros debemos gozar de él o la venida del
Salvador no nos serviría de nada a nosotros. Yo sé que Cristo en el Calvario
quita el pecado de Su pueblo. Pero nadie ha conocido jamás el poder de Cristo
en la cruz, a menos que el Señor sea formado en el individuo como la esperanza
de gloria.
El énfasis del cántico de la virgen está puesto
sobre la gracia especial de Dios para con ella. Esas breves palabras, esos
pronombres personales, nos informan que se trataba realmente de un asunto
personal con ella. “Engrandece mi alma
al Señor; y mi espíritu se regocija
en Dios mi Salvador”. El Salvador
era, de forma peculiar y en un sentido especial, suyo. Al cantar, ella no dijo:
“Cristo para todos”, sino que su alegre tema fue: “Cristo para mí”.
Amados, ¿está Cristo Jesús en su corazón? Una
vez lo miraron desde un punto distante, y esa mirada los curó de todas sus enfermedades
espirituales, pero, ¿viven ahora descansando en Él, y le reciben en sus propias
entrañas como su alimento y bebida espirituales? Frecuentemente ustedes se han
alimentado de Su carne y han bebido de Su sangre en santa comunión; han sido
sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo; ustedes se han
entregado en sacrificio a Él y le han tomado como el sacrificio para ustedes;
pueden cantar acerca de Él como lo hizo la esposa: “Su izquierda está debajo de
mi cabeza, y su derecha me abraza… Mi amado es mío, y yo suya; Él apacienta
entre lirios”.
Este es un feliz estilo de vida, y todo lo que
no llegue a eso es un pobre trabajo de esclavos. ¡Oh!, ustedes no pueden
conocer el gozo de María a menos que Cristo se convierta en suyo real y verdaderamente;
pero, oh, cuando Él es suyo, suyo interiormente y reina en su corazón, y controla
todas sus pasiones, y transforma su naturaleza, y subyuga sus corrupciones
inspirándoles santas emociones, suyo interiormente, siendo un gozo indecible y
lleno de gloria; oh, entonces pueden cantar,
tienen que cantar; ¿quién podría
acallar su lengua? Aunque todos los burladores y los escarnecedores de la tierra
les pidieran que callaran, ustedes tendrían
que cantar, pues su espíritu debe regocijarse
en Dios su Salvador.
Perderíamos mucha instrucción si pasáramos por
alto el hecho de que el poema escogido que tenemos ante nosotros es un himno de fe. Todavía no había nacido
el Salvador, ni, hasta donde podemos juzgarlo, tampoco la virgen tenía ninguna
evidencia del tipo requerido por el sentido carnal para hacerla creer que un
Salvador nacería de ella. ¿Cómo podría ser esto?, era una pregunta que naturalmente
habría podido suspender su cántico mientras no recibiera una respuesta
convincente para carne y sangre; pero no se había producido tal respuesta.
Sabía que para Dios todas las cosas son posibles y un ángel le había entregado
esa promesa, y esto le bastaba: por la fuerza de la Palabra que salió de Dios,
su corazón saltó de alegría y su lengua glorificó Su nombre.
Cuando considero qué es lo que ella creyó, y cómo
recibió la palabra sin dudar, estoy dispuesto a darle como mujer, un lugar casi
tan prominente como el que Abraham ocupó como hombre; y si no me atrevo a
llamarla la madre de los fieles, por lo menos ha de recibir el honor debido
como una de las más excelentes madres en Israel. María merecía con creces la
bendición de Elisabet: “Bienaventurada la que creyó”. Para ella “la certeza de
lo que se espera fue su fe, y fe fue también su “convicción de lo que no se ve”;
ella sabía, por la revelación de Dios, que debía llevar la simiente prometida
que heriría la cabeza de la serpiente; pero no tenía ninguna otra prueba.
En este día hay algunos en medio de nosotros que
tienen poco o ningún goce consciente de la presencia del Salvador; caminan en
tinieblas y no ven ninguna luz; gimen por el pecado innato y se lamentan porque
prevalecen las corrupciones; deben confiar ahora en el Señor, y recordar que si
creen en el Hijo de Dios, Cristo Jesús está en ellos, y por fe, muy bien pueden
cantar gloriosamente el aleluya del amor adorador. Aunque el sol no brille hoy,
las nubes y la niebla no han apagado su luz, y aunque el Sol de Justicia no
brille sobre ti en este instante, mantiene Su lugar en esos cielos y no conoce
variabilidad ni la sombra de un cambio. Si a pesar de todas tus excavaciones el
pozo no brota, has de saber que una constante plenitud permanece en esa
profundidad, que se agazapa tras el corazón y el propósito de un Dios de amor.
Si como David, estás muy abatido, como él, di a tu alma: “Espera en Dios;
porque aún he de alabarle, salvación mía y Dios mío”. Entonces, alégrate con el
gozo de María: es el gozo de un Salvador que es completamente suyo, pero que es
evidenciado como tal, no por el sentido, sino por la fe. La fe tiene su música
igual que el sentido, pero es de una clase más divina: si las viandas en la
mesa hacen que los hombres canten y dancen, los festejos de una naturaleza más
refinada y etérea llenan a los creyentes de una santa plenitud de deleite.
Escuchando aún el cántico de la virgen
favorecida, permítanme observar que su
bajeza no la hace detener su cántico; es más, inserta en él una nota más
dulce. “Porque ha mirado la bajeza de su sierva”. Querido amigo, tú estás
sintiendo más intensamente que nunca la profundidad de tu natural depravación,
y eres abatido bajo el sentido de tus muchas fallas, y estás tan muerto y tan
ligado a la tierra aun en esta casa de oración que no puedes levantarte a Dios;
Has estado triste y deprimido mientras nuestros villancicos de Navidad han
resonado en tus oídos; te sientes hoy tan inútil para la Iglesia de Dios, tan
insignificante, tan completamente indigno, que tu incredulidad te susurra: “En
verdad, en verdad, no tienes ningún motivo para cantar”.
Vamos, hermano mío, vamos, hermana mía, imiten a
esta bendita virgen de Nazaret, y conviertan a esa propia bajeza e
insignificancia que sienten tan dolorosamente, en una razón más para una loa
incesante. Hijas de Sion, digan dulcemente en sus himnos de amor: “Ha mirado la
bajeza de su sierva”. Entre más indigno soy de Sus favores, más dulcemente
cantaré de Su gracia. Qué importa que yo sea el más insignificante de todos Sus
escogidos; yo alabaré a Aquel que con ojos de amor me ha buscado, y ha puesto
Su amor en mí. “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los
niños. Sí, Padre, porque así te agradó”.
Queridos amigos, estoy seguro de que el recuerdo
de que hay un Salvador y de que este Salvador es suyo, debe hacerles cantar; y si ponen junto a eso el pensamiento de
que una vez fueron pecadores, inmundos, viles, odiosos y enemigos de Dios,
entonces sus notas se remontarán más alto, y llegarán hasta el tercer cielo
para enseñar la alabanza de Dios a las arpas de oro.
Es muy digno de advertirse que la grandeza de la bendición prometida no
le dio a la dulce cantante un argumento para suspender su agradecida tonada.
Cuando medito sobre la gran bondad de Dios al amar a Su pueblo antes de que la
tierra existiera, al entregar Su vida por nosotros, al interceder por nuestra
causa delante del trono eterno, al disponer un paraíso de reposo para nosotros
para siempre, un negro pensamiento me ha turbado: “Ciertamente este es un
privilegio demasiado sublime para un insecto de un día como es esta pobre
criatura, el hombre”. María no contempló este asunto incrédulamente, sino que
se regocijó más intensamente por eso mismo. “Porque me ha hecho grandes cosas
el Poderoso”.
Vamos, alma, es algo grandioso ser un hijo de
Dios, pero como tu Dios hace grandes portentos, no vaciles motivado por la
incredulidad, sino triunfa en tu adopción aunque sea una gran misericordia. ¡Oh!,
es una portentosa misericordia, más alta que los montes, ser elegido por Dios
desde toda la eternidad, pero es una verdad que Sus redimidos son elegidos así,
y por tanto, canta motivado por ello. Es una profunda e indecible bendición ser
redimidos con la preciosa sangre de Cristo, pero tú eres redimido así más allá
de toda duda. Por tanto, no dudes, antes bien, da voces en alto por la alegría
de tu corazón. Es un pensamiento arrobador que mores arriba, y que lleves la
corona, y agites la rama de palma por siempre; que ninguna desconfianza
interrumpa la melodía de tu salmo de expectación, y más bien:
“Para la loa
sonora del amor divino,
Pide a cada
cuerda que despierte”.
Qué plenitud de verdad hay en estas pocas
palabras: “Me ha hecho grandes cosas el Poderoso”. Es un texto a partir del
cual un espíritu glorificado en el cielo podría predicar un sermón sin fin. Te
pido que guardes los pensamientos que te he sugerido de esta pobre manera, y
que trates de llegar al sitio donde estuvo María gozando de santa exultación. La
gracia es grande pero también lo es su dador; el amor es infinito, pero también
lo es el corazón del cual brota; la bienaventuranza es indecible, pero también
lo es la divina sabiduría que lo planeó desde tiempos antiguos. Que nuestros
corazones se apropien del ‘magnificat’, el ‘hágase’ de la Virgen, y loen al
Señor muy alegremente en esta hora.
Además -puesto que no hemos agotado la melodía- la santidad de Dios ha enfriado el ardor del
gozo del creyente; pero no fue así en el caso de María. Ella se regocija en
él; “Santo es su nombre”. Incorpora ese brillante atributo a su cántico. ¡Santo
Señor!, cuando olvido a mi Salvador, el pensamiento de Tu pureza me hace
estremecerme; cuando estoy donde estuvo Moisés en el santo monte de Tu ley, estoy
espantado y temblando. Para mí, consciente de mi culpa, ningún trueno podría
ser más terrible que el himno del serafín: “¡Santo, Santo, Santo, Señor Dios de
los ejércitos!” ¿Qué es Tu santidad sino un fuego consumidor que tiene que
destruirme completamente, siendo yo un pecador? Si los cielos no son puros
delante de Tus ojos, y notas necedad en Tus ángeles, ¿cuánto menos entonces
puedes soportar al hombre vano y rebelde, nacido de mujer? ¿Cómo puede ser puro
el hombre, y cómo pueden mirarle Tus ojos sin consumirle rápidamente en tu ira?
Pero, oh Tú, el Santo de Israel, cuando mi espíritu está en el Calvario y puede
ver a Tu santidad vindicarse a sí misma en las heridas del hombre que nació en
Belén, entonces mi espíritu se regocija en esa gloriosa santidad que una vez
fue su terror. ¿Se inclinó hasta el hombre el tres veces santo Dios y asumió la
carne del hombre? ¡Entonces, en verdad, hay esperanza! ¿Soportó un santo Dios
la sentencia que Su propia ley pronunció contra el hombre? ¿Extiende ese santo
Dios encarnado Sus heridas e intercede por mí? Entonces, alma mía, la santidad
de Dios ha de ser una consolación para ti. Extraeré aguas vivas de este pozo
sagrado, y agregaré a todas mis notas de júbilo esta otra: “Santo es su
nombre”. Él ha jurado por Su santidad, y no mentirá, guardará Su pacto con Su
ungido y con Su simiente para siempre.
Cuando como sobre alas de ángeles nos remontamos
al cielo en santa alabanza, la perspectiva se abre debajo de nosotros; de igual
manera, cuando María se cierne con el ala poética, mira a lo largo de los
pasadizos del pasado, y contempla los poderosos actos de Jehová en edades
transcurridas hace ya mucho tiempo. Observen cómo la melodía adquiere majestad;
se trata más bien del vuelo sostenido de Ezequiel, el de alas de águila, que del
aleteo de la tímida paloma de Nazaret. Ella canta: “Y su misericordia es de
generación en generación a los que le temen”. Mira más allá de la cautividad, a
los días de los reyes, a Salomón, a David, a través de los jueces y hasta
llegar al desierto, y a través del Mar Rojo a Jacob, a Abraham, y sigue su
recorrido hasta que, deteniéndose en la puerta de Edén, oye el sonido de la
promesa: “La simiente de la mujer herirá la cabeza de la serpiente”. Cuán
magnificentemente resume el libro de las guerras del Señor, y repasa los
triunfos de Jehová: “Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el
pensamiento de sus corazones”. Cuán deleitablemente la misericordia es
entremezclada con el juicio en el siguiente canto de su salmo: “Quitó de los
tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de
bienes, y a los ricos envió vacíos”.
Hermanos y hermanas míos, cantemos también
nosotros del pasado, glorioso en fidelidad, temible en juicio, fecundo en
portentos. Nuestras propias vidas nos proporcionarán un himno de adoración.
Hablemos de las cosas que hemos experimentado tocantes al Rey. Estábamos
hambrientos y Él nos llenó de cosas buenas; se encorvó sobre el muladar con el
mendigo, y nos ha entronizado entre los príncipes; hemos sido sacudidos por la
tempestad, pero con el Eterno Piloto al timón, no hemos tenido miedo de naufragar;
hemos sido echados dentro de un horno de fuego ardiendo, pero la presencia del
Hijo del Hombre apaciguó la violencia de las llamas.
Proclamen, oh, ustedes, hijas de la música, la
larga historia de la misericordia del Señor para con Su pueblo en las
generaciones tiempo ha idas. Las muchas aguas no pudieron apagar Su amor, ni
ahogarlo los ríos; la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la
espada, nada de esto ha separado a los santos del amor de Dios, que es en
Cristo nuestro Señor. Los santos, bajo el ala del Altísimo, han estado siempre
seguros. Cuando han sido más asediados por el enemigo, han morado en perfecta
paz: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las
tribulaciones”. Atravesando a veces la ola color rojo sangre, el barco de la
Iglesia no se ha desviado nunca de su predestinado sendero de progreso. Cada
tempestad la ha favorecido; el huracán que buscaba su ruina se ha visto
obligado a llevarla adelante más rápidamente. Su bandera ha desafiado estos mil
ochocientos años la batalla y la agitación, y no teme para nada lo que pudiera
sobrevenir todavía. Pero, ¡he aquí!, se aproxima al puerto; está amaneciendo el
día cuando le dirá adiós a las tormentas; las olas se han calmado debajo de
ella; el reposo largamente prometido está a la mano; su Jesús mismo se
encuentra con ella, caminando sobre las aguas; entrará en su puerto eterno y
todos los que van a bordo cantarán de gozo con su Capitán, y triunfarán y
cantarán victoria por medio de Aquel que la ha amado y ha sido su libertador.
Cuando María afinó así su corazón para
glorificar en ella a Dios por Sus maravillas del pasado, enfatizó
particularmente la nota de la elección. La
nota más alta de la escala de mi alabanza es alcanzada cuando mi alma canta: “Yo
le amo a Él, porque Él me amó primero”. Kent lo expresa muy bien de esta
manera:
“Un monumento
a la gracia,
Es un pecador
salvado por la sangre;
Yo rastreo
los raudales del amor
Hasta su
fuente: Dios;
Y en Su
poderoso pecho veo,
Eternos
pensamientos de amor por mí”.
Difícilmente podríamos volar más alto que la
fuente del amor en el monte de Dios. María sostiene la doctrina de la elección
en su cántico: “Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A
los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos”. Allí vemos a la
gracia que distingue, a la consideración que discrimina; allí, a algunos se les
permite que perezcan; allí están otros, los menos merecedores y los más
oscuros, que son hechos objetos especiales del afecto divino.
No tengas miedo de hacer hincapié en esta
excelsa doctrina, amado hermano en el Señor. Permíteme asegurarte que cuando tu
mente esté más triste y decaída, descubrirás que esto es una botella que
contiene el más exquisito cordial. Aquellos que dudan de estas doctrinas o que
las arrojan a la fría sombra, se pierden de los más ricos racimos de Escol; se
pierden de los vinos refinados y de los gruesos tuétanos; pero ustedes que, en
razón de los años, han tenido sus sentidos ejercitados para discernir entre el
bien y el mal, ustedes saben que no hay miel como ésta, no hay una dulzura
comparable a ella. La miel en el bosque de Jonatán -cuando era tocada-
iluminaba los ojos para ver, pero esta es miel que iluminará tu corazón para
amar y aprender los misterios del reino de Dios.
Coman, entonces, y no tengan miedo del
empalagamiento; aliméntense de esta selecta exquisitez, y no tengan miedo de
cansarse de ella, pues entre más sepan, más querrán saber; entre más llena esté
su alma, más desearán que su mente sea expandida, para poder comprender más el
amor de Dios que es eterno, imperecedero, y discriminador.
Pero haré un comentario más sobre este punto.
Ustedes ven que ella no terminó su cántico hasta no haber llegado al pacto. Cuando te remontas hasta un
punto tan alto como la elección, demórate en su monte hermano, que es el pacto
de gracia. En el último verso de su cántico, ella canta: “De la cual habló a
nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre”. Para ella,
ese era el pacto; para nosotros, que
tenemos una luz más clara, el antiguo pacto hecho en la cámara del consejo de
la eternidad, es el tema del mayor deleite. El pacto con Abraham fue en su
mejor sentido sólo una copia menor de ese pacto de gracia hecho con Jesús, el
Padre eterno de los fieles, antes que los cielos azules fueran extendidos. Los
compromisos del pacto son una suaves almohadas para una cabeza adolorida; los
compromisos del pacto con la fianza, Cristo Jesús, son los mejores sustentos de
un espíritu trémulo.
“Su juramento,
Su pacto, Su sangre,
Me sostienen
en la fiera inundación;
Cuando todo
sostén terrenal se derrumba,
Sigue siendo
mi fortaleza y mi sostén”.
Si Cristo en efecto juró llevarme a la gloria, y
si el Padre juró entregarme al Hijo para formar parte de la infinita recompensa
por la aflicción de Su alma, entonces, alma mía, mientras Dios mismo no sea
infiel, mientras Cristo no cese de ser la verdad, mientras el consejo eterno de
Dios no se vuelva una mentira y el rojo pergamino de Su elección no sea consumido
por el fuego, tú estás seguro. Descansa, entonces, en perfecta paz, venga lo
que venga; descuelga tu arpa de los sauces y que tus dedos no cesen de tocarla
siguiendo los acordes de la más rica armonía. Oh, que recibamos gracia de
principio a fin para unirnos a María en su cántico.
II. En segundo lugar, ELLA CANTA DULCEMENTE. Ella
alaba a Dios con todo su corazón. Observen
cómo se sumerge hasta el centro del tema. No hay un prefacio, sino “Engrandece
mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”. Cuando
algunas personas cantan, da la impresión de que tienen miedo de ser escuchadas.
Nuestro poeta declara:
“Con todos
mis poderes de corazón y de lengua
Alabaré a mi
Hacedor en mi canto;
Los ángeles
oirán las notas que elevo,
Aprobarán el
canto, y se unirán en la alabanza”.
Me temo que los ángeles frecuentemente no
escuchan esos pobres susurros, débiles y desfallecientes, que a menudo brotan
de nuestros labios simplemente por la fuerza de la costumbre. María es todo
corazón; evidentemente su alma está ardiendo; mientras ella medita, el fuego
arde; luego expresa su emoción con palabras. Nosotros también hemos de recoger
nuestros pensamientos dispersos, y hemos de despertar a nuestros poderes
somnolientos para alabar al amor redentor. Ella usa una noble palabra: “Engrandece mi alma al Señor”. Yo
supongo que esto significa: “Mi alma se esfuerza por engrandecer a Dios por
medio de la alabanza”. Él es tan grande como pudiera serlo en Su ser; mi bondad
no puede magnificarle, pero mi alma quisiera engrandecer a Dios en los
pensamientos de los demás, y engrandecerlo en mi propio corazón. Yo quisiera
darle al cortejo de Su gloria un mayor alcance; yo quisiera reflejar la luz que
Él me ha dado; quisiera convertir en amigos a Sus enemigos; yo quisiera volver
los pensamientos ásperos acerca de Dios en pensamientos de amor. “Engrandece mi
alma al Señor”. El viejo Trapp dice: “mi alma quisiera crear un mayor espacio
para Él”. Es como si María quisiera absorber más de Dios, como Rutherford,
cuando dice: “¡Oh, que mi corazón fuera tan grande como el cielo, para que yo
pudiera contener a Cristo en él!”; y luego, se pone un alto a sí mismo: “Pero
los cielos y la tierra no pueden contenerle. Oh, que tuviera un corazón tan
grande como siete cielos, para poder contener a todo Cristo dentro de él”. En
verdad, este es un deseo más grande del que podríamos esperar jamás que fuese
cumplido; sin embargo, nuestros labios cantarán todavía: “Engrandece mi alma al
Señor”. ¡Oh, si pudiera coronarle; si pudiera propulsarle más arriba! Si el
hecho de que fuera quemado en la hoguera pudiera añadir tan sólo una chispa más
de luz para Su gloria, yo sería feliz por sufrirlo. Si el hecho de que yo fuese
aplastado pudiera levantar una pulgada a Jesús, ¡feliz sería la destrucción que
añadiera a Su gloria! Tal es el espíritu de entrega del cántico de María.
Además, su alabanza es muy gozosa: “Mi espíritu se
regocija en Dios mi Salvador”. La palabra en el griego es muy notable. Yo
creo que es la misma palabra que es usada en el pasaje: “Gozaos en aquel día, y
alegraos”. Solíamos tener una antigua palabra en inglés que describía a un
cierto baile de celebración, “a galliard”, “una gallarda”. Era un baile en el
que se daban brincos; los antiguos comentaristas lo llaman un levalto. María, en efecto, declara: “Mi
espíritu habrá de danzar como David delante del arca, dará saltos, brincará,
retozará y se regocijará en Dios mi Salvador”. Cuando nosotros alabamos a Dios,
no debería ser con notas dolorosas o lúgubres. Algunos de mis hermanos alaban
siempre a Dios con la nota más baja, o en el profundo, profundo bajo; no pueden
sentirse santos mientras no estén melancólicos. ¿Por qué algunos hombres no
pueden adorar a Dios excepto con una cara larga? Los conozco por su simple
manera de caminar cuando vienen a la adoración; ¡qué paso tan terrible es el
suyo! No entienden el Salmo de David:
“A sus
atrios, con gozos desconocidos,
Las sagradas
tribus acuden”.
No, estos individuos suben a la casa de su Padre
como si se dirigiesen a la cárcel, y adoran a Dios los domingos como si fuese
el día más lúgubre de la semana. Se dice de un cierto habitante de las zonas
altas de Escocia -cuando los habitantes de esa región eran muy piadosos- que
una vez fue a Edimburgo, y cuando regresó de su viaje comentó que había visto
un terrible espectáculo el día domingo, pues había visto a ciertas personas en
Edimburgo que iban a la iglesia con rostros felices. Él consideraba que era perverso
verse feliz los domingos. Ese mismo concepto existe en las mentes de ciertas buenas
personas de por aquí; se imaginan que cuando los santos se reúnen deben
sentarse, y experimentar una pequeña y cómoda desdicha y sólo un poco de
deleite. En verdad, gemir y languidecer no es el camino señalado para adorar a
Dios. Debemos tomar a María como una norma. Yo la recomiendo todo el año como
un ejemplo para los que están turbados y tienen un corazón desfalleciente. “Mi
espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
Cesen de regocijarse en las cosas sensuales, y
no tengan ninguna comunión con los placeres pecaminosos, pues todo ese regocijo
es maligno, pero no pueden regocijarse demasiado en el Señor. Yo creo que el
problema con nuestra adoración pública es que somos demasiado sobrios,
demasiado fríos, demasiado formales. Yo no admiro precisamente los exabruptos
de nuestros amigos metodistas primitivos cuando se desenfrenan, pero no pondría
ninguna objeción a oír un “¡aleluya!” dicho de todo corazón de vez en cuando.
Una entusiasta explosión de exultación podría calentar nuestros corazones; el
grito de “¡Gloria!” podría encender nuestros espíritus.
Esto sé, que no me siento nunca más listo para
la verdadera adoración que cuando estoy predicando en Gales, cuando a lo largo
de todo el sermón el predicador es auxiliado más que interrumpido por gritos
de: “¡Gloria a Dios!” y “¡Bendito sea Su nombre!” Vamos, en ese momento la
sangre comienza a arder y el alma de uno es sacudida, y esta es la verdadera
manera de servir a Dios con gozo. “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez
digo: ¡Regocijaos!” “Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
En tercer lugar, ella canta dulcemente porque
canta confiadamente. No se detiene a
preguntarse: “¿Tengo algún derecho de cantar?”, sino más bien dice: “Engrandece
mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha
mirado la bajeza de su sierva”. “Si”, es un triste enemigo de toda felicidad
cristiana; “pero”, “por ventura”, “duda”, “conjeturar”, “sospechar”, estos
constituyen una raza de salteadores de caminos que acechan a los pobres peregrinos
tímidos y les roban el dinero de sus gastos. Las arpas pronto se desentonan y
cuando sopla el viento desde el reducto de la duda, las cuerdas se rompen al
por mayor. Si los ángeles del cielo pudieran albergar alguna duda, eso
convertiría el cielo en un infierno. “Si eres Hijo de Dios” fue el arma cobarde
blandida por el antiguo enemigo en contra de nuestro Señor en el desierto.
Nuestro gran enemigo conoce bien cuál arma es la más peligrosa.
Cristiano, ponte el escudo de la fe siempre que
veas la daga envenenada a punto de ser usada contra ti. Me temo que algunos de
ustedes alientan sus dudas y temores. Bien podrían incubar jóvenes víboras y
criar a un basilisco. Piensan que es una señal de gracia tener dudas, aunque más
bien es una señal de debilidad. Si dudan de la promesa de Dios, eso no
demuestra que no posean nada de gracia, pero demuestra, en verdad, que
necesitan más gracia, pues si tuviesen más gracia, recibirían la Palabra de
Dios tal como Él la da, y se diría de ustedes como se dijo de Abraham, que “tampoco
dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe,
dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para
hacer todo lo que había prometido”. Que Dios les ayude a deshacerse de sus
dudas. ¡Oh, esas son cosas diabólicas! ¿Es esta una palabra muy dura? Me
encantaría encontrar una más dura. Son criminales, son rebeldes que buscan
robarle a Cristo Su gloria; son traidoras que arrojan cieno sobre el escudo de
armas de mi Señor. ¡Oh, son viles traidoras; cuélguenlas de la horca que debe
ser tan alta como la de Amán; arrójenlas a la tierra, y dejen que se pudran
como carroña, o entiérrenlas con el entierro de un asno! Las dudas son
aborrecidas por Dios y también han de ser aborrecidas por los hombres. Son
crueles enemigas de sus almas, lesionan la utilidad suya y los despojan en
todos los sentidos. ¡Elimínenlas con la espada del Señor y de Gedeón! Por fe en
la promesa busquen echar fuera a estos cananeos y posean la tierra. Oh,
ustedes, hombres de Dios, hablen con confianza, y canten con sagrado júbilo.
Hay algo más que confianza en su cántico. Ella
canta con gran familiaridad, “Engrandece
mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador… Porque me ha
hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre”. Este es el cántico de
alguien que se aproxima muy cerca de su Dios en amorosa intimidad. Yo siempre
tengo una idea cuando escucho la lectura de la liturgia: que es la adoración de
un esclavo. Las palabras y las frases no son un problema para mí. Tal vez, de
todas las composiciones humanas, el servicio litúrgico de la Iglesia de
Inglaterra sea, con algunas excepciones, el más noble, pero sólo es bueno para
esclavos o, suponiendo lo mejor, para súbditos. A lo largo de todo el servicio,
uno siente que hay un cerco que rodea la montaña, tal como en el Sinaí. Su
‘letanía’ es el lamento de un pecador, y no el feliz triunfo de un santo. El
servicio engendra una esclavitud, y no contiene nada del espíritu confiado de
la adopción. Contempla al Salvador desde muy lejos, como alguien que ha de ser
temido más bien que amado, y que ha de ser considerado temible en lugar de
deleitarse en Él. No tengo duda de que se adecua a aquellos cuya experiencia
los conduce a poner los diez mandamientos cerca de la mesa de la comunión, pues
evidencian por esto que sus tratos con Dios son todavía sobre los términos de
siervos y no de hijos.
En lo que a mí respecta, yo necesito una forma
de adoración en la que pueda acercarme a mi Dios, y aproximarme incluso a Sus
pies, exponiendo mi caso delante de Él, y ordenando mi causa con argumentos,
hablando con Él como un amigo habla con su amigo, o un hijo habla con su padre;
de otra manera, la adoración vale muy poco para mí.
Nuestros amigos de la Iglesia Episcopal, cuando
vienen aquí, son naturalmente impactados por nuestro servicio viéndolo como
irreverente porque es mucho más familiar y atrevido que el suyo. Hemos de
guardarnos cuidadosamente de tener que merecer realmente esa crítica, y
entonces no deberíamos temerla, pues un alma renovada desea vivamente
precisamente ese trato que el formalista llama irreverente. Hablar con Dios
como mi Padre, tratar con Él como con Uno cuyas promesas son verdaderas para
mí, y a quien yo, un pecador lavado en la sangre y vestido con la justicia
perfecta de Cristo, puedo venir con valor, sin tener que quedarme lejos. Yo
digo que esto es algo que el adorador de los atrios exteriores no puede
entender.
Hay algunos de nuestros himnos que hablan de
Cristo con tal familiaridad que el crítico impasible dice: “A mí no me gustan
tales expresiones. Yo no podría cantarlas”. Estoy plenamente de acuerdo
contigo, señor crítico, ya que el lenguaje no te vendría bien a ti, puesto que
eres un extraño; pero un hijo puede decir mil cosas que un siervo
no debe decir. Recuerdo que un ministro alteró uno de nuestros himnos que dice:
“Que rehúsen
cantar
Quienes no
conocieron nunca a nuestro Dios;
Pero los
favoritos del Rey celestial
Pueden
expresar libremente sus gozos”.
Él lo cambió de esta manera:
“Pero los súbditos del Rey celestial”.
Sí; y cuando lo expresó, yo pensé: “eso es
correcto; tú estás cantando lo que sientes; tú no sabes nada de la gracia que
discrimina ni de las manifestaciones especiales, y, por tanto, te apegas a tu
nivel innato, que es: ‘súbditos del
rey celestial’”. Pero, oh, mi corazón necesita una adoración que pueda sentir y
expresar el sentimiento de que soy un favorito del rey celestial, y por tanto,
que pueda cantar de Su amor especial, de Su favor manifiesto, de Sus dulces
relaciones y de Su misteriosa unión con mi alma. Nunca estarás bien mientras no
te hagas la pregunta: “Señor, ¿cómo es que te manifiestas a nosotros, y no al
mundo?” Hay un secreto que nos es revelado, y que no es revelado al mundo
exterior; un entendimiento que las ovejas reciben pero que no reciben las
cabras. Yo apelo a cualquiera de ustedes que durante la semana ocupan una
posición oficial: un juez, por ejemplo. Tú tienes un asiento en el tribunal y
no estás revestido de una insignificante dignidad cuando estás allí. Cuando
llegas a casa, hay un pequeñito que tiene muy poco miedo de tu investidura de
juez, aunque tiene mucho amor por tu persona, y que se sube a tus rodillas, te
besa en la mejilla y te dice mil cosas que son adecuadas y correctas porque
salen de él, pero que no tolerarías
en la corte si provinieran de cualquier otro ser viviente. Esta parábola no
necesita interpretación.
Cuando leo algunas de las oraciones de Martín
Lutero, me escandalizo, pero argumento conmigo mismo así: “Es cierto que no
puedo hablar con Dios de la misma manera que Martín pero, tal vez, Martín
Lutero sintió y comprendió su adopción más de lo que yo lo hago, y por tanto,
no era menos humilde porque fuera más arrojado. Pudiera ser que usó expresiones
que estarían fuera de lugar en la boca de cualquier hombre que no hubiera
conocido al Señor como él lo hizo”.
Oh, amigo mío, canta en este día de nuestro
Señor Jesús como de alguien cercano a nosotros. Acércate a Cristo, lee Sus
heridas, mete tu mano en Su costado y mete tu dedo en la señal de los clavos, y
luego tu canto adquirirá una sagrada dulzura y una melodía que no se puede
lograr en ninguna otra parte.
Debo concluir observando que aunque su cántico
era todo esto, sin embargo, cuán humilde
fue, en verdad, y cuán lleno de gratitud. Los papistas la llaman: “Madre de
Dios”, pero ella no susurra nunca tal cosa en su cántico. No, ella dice más
bien: “Dios mi Salvador”; justo las
mismas palabras que el pecador que les habla podría usar, y tales expresiones
como las que ustedes, pecadores, que están oyéndome, podrían usar también. Ella
necesita un Salvador; siente que lo necesita y su alma se regocija porque hay
un Salvador para ella. Ella no habla como si pudiera recomendarse ante Él, sino
que espera ser acepta en el amado. Procuremos, entonces, que nuestra
familiaridad esté mezclada siempre con la postración más humilde de espíritu,
cuando recordamos que Él es Dios sobre todo, bendito para siempre, y nosotros
no somos nada sino polvo y cenizas. Él llena todas las cosas, y nosotros somos menos
que nada y vanidad.
III. Lo último debía ser la pregunta: ¿HA DE CANTAR
SOLA? Sí, debe hacerlo, si la única música que podemos traer es la de los
deleites carnales y de los placeres mundanos. Habrá mucha música mañana que no
encajaría con la suya. Habrá mucho júbilo mañana, y mucha risa, pero me temo
que la mayor parte de eso no iría acorde con el cántico de María. No será
“Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador”.
No querríamos impedir el retozo de los espíritus animales en los jóvenes ni en
los viejos; no moderaríamos en lo más mínimo su goce de las misericordias de
Dios, en tanto que no quebranten su mandamiento por causa del desenfreno, o la
borrachera o el exceso; pero, aun así, cuando han practicado la mayor parte de
este ejercicio corporal, de poco aprovecha, pues es sólo el disfrute de la hora
pasajera y no la felicidad del espíritu que es permanente; y, por tanto María
debe cantar sola en lo que a ustedes concierne. El gozo de la mesa es demasiado
bajo para María; el gozo de la fiesta y de la familia es rastrero comparado con
el suyo.
Pero, ¿ha de cantar sola? Ciertamente no, si en
este día cualquiera de nosotros, por la simple confianza en Jesús, pudiera
recibir a Cristo para ser suyo. ¿Te conduce el Espíritu de Dios a decir en este
día: “Confío mi alma a Jesús”?
Mi querido amigo, entonces tú has concebido a
Cristo; en el mejor sentido y en el sentido místico de esa palabra, Cristo
Jesús es concebido en tu alma. ¿Lo comprendes como el que cargó con el pecado y
quitó la transgresión? ¿Puedes verle sangrando como el Sustituto de los
hombres? ¿Lo aceptas como tal? ¿Pone tu fe toda su dependencia en lo que Él
hizo, en lo que es y en lo que hace? Entonces Cristo es concebido en ti, y
puedes proseguir tu camino con todo ese júbilo que conoció María -y yo estaba casi
listo a decir con algo más- pues la concepción natural del santo cuerpo del
Salvador fue, como tema de congratulación, sólo la décima parte si se le
compara con la concepción espiritual del santo Jesús dentro de tu corazón,
cuando Él sea en ti la esperanza de gloria.
Mi querido amigo, si Cristo es tuyo, no hay cántico
en la tierra tan sublime y tan santo para ser cantado; es más, no hay ningún
cántico conmovedor procedente de los labios de los ángeles, ni ninguna nota
conmovedora de la lengua del arcángel, a los que tú no pudieras unirte. Incluso
en este día, lo más santo, lo más feliz, lo más glorioso de las palabras, de
los pensamientos y de las emociones, te pertenecen. ¡Úsalos! Que Dios te ayude
a gozar de todo eso, y Suya sea la alabanza y tuyo sea el consuelo para
siempre. Amén.
Notas del
traductor:
Acebo: árbol de hojas brillantes y con espinas
en los bordes y pequeños frutos en forma de bolitas rojas. Se usa en las
decoraciones de Navidad.
Gallarda: un baile que se bailaba abrazado, en
el que el hombre ayudaba a la mujer a realizar un gran salto.
En la página 12 el pastor Spurgeon dice: no
entienden el Salmo de David: They do no
understand David’s Psalm:
Up to her courts with joys unknown,
The sacred tribes repair”
No encontré por
medio de mis herramientas usuales a qué Salmo se refiere, por lo que la
traducción es mía.
Este cántico se
conoce ampliamente como el ‘Magnificat’, en latín, que quiere decir
‘Engrandece’.
Traductor: Allan Román
26/Noviembre/2009
www.spurgeon.com.mx