El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
El recibimiento del hijo pródigo
NO. 588
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 4 DE SEPTIEMBRE, 1864
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Y levantándose, vino a su padre. Y
cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y
corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó”. Lucas 15: 20
¡Allá está él! Su condición es tan miserable
como la miseria misma; se encuentra tan inmundo como sus colegas los puercos aunque
éstos podían satisfacerse con las algarrobas, mientras que él no podía hacerlo.
Le cubren solamente unos cuantos andrajos y su porte exterior es la viva imagen
de su condición interior. Está desacreditado a los ojos de los buenos, y los
virtuosos le recuerdan con indignación. Siente algunos deseos de regresar a la
casa de su padre, pero estos deseos no
son suficientes para alterar su condición. Los meros deseos no han
desprendido su inmundicia; ni siquiera han remendado sus ropas andrajosas. Independientemente
de su deseo, está todavía inmundo, todavía desacreditado, y es todavía como un
extraño para la casa de su padre; y él lo sabe, pues ha vuelto en sí. Si le
hubiésemos dicho cosas como éstas antes, se habría enojado, pero ahora él sabe
que no podríamos describirle con palabras demasiado negras. Con muchas lágrimas
y suspiros nos asegura que es peor inclusive de lo que parece ser, y que nadie
podría conocer toda la profundidad de la vileza de su conducta: ha dilapidado
con rameras sus bienes, ha menospreciado el amor de un padre generoso y se ha
escabullido de su sabio control; ha obrado el mal a diestra y siniestra hasta
el límite de sus fuerzas y de su oportunidad.
Allá se encuentra él, a pesar de su confesión y
tal como lo he descrito, pues aunque ha dicho dentro de sí: “He pecado”, esa confesión no ha eliminado su profunda
pena. Reconoce que no es digno de ser llamado hijo, y es cierto que no lo
es; pero su indignidad no es eliminada
por estar consciente de ella, ni por confesarla. No tiene ningún derecho al
amor del padre. Si ese padre le cerrara la puerta en su cara, estaría actuando
con justicia para con él; si rehusara decirle siquiera una sola palabra,
excepto palabras de censura, nadie podría culpar al padre, pues el hijo se descarrió
tristemente. El hijo no objeta esto; confiesa que si es desechado para siempre,
lo tiene bien merecido.
Este cuadro, lo sé, es la fotografía de algunas
personas aquí presentes. Aunque sientes tu vileza y pecaminosidad, no podrías
considerar que ese sentido de vileza atenúa tu condición o la altera de alguna
manera. Aunque sientes, no puedes utilizar como argumento tus sentimientos.
Confiesas esta mañana que tienes deseos de Dios pero que no tienes ningún
derecho en cuanto a Él y que no puedes exigir nada de Sus manos. Si tu alma
fuera enviada al infierno, Su justa ley lo aprobaría y tu
propia conciencia también. Puedes ver tus harapos, puedes observar su
inmundicia y aunque anhelas algo mejor, no eres
mejor; no tienes más derechos de los que solías tener en cuanto a la
misericordia de Dios; estás aquí hoy como un transgresor confeso en contra de
la misericordia y la santidad de Dios.
Ruego que para quienes están en esa condición,
yo pueda ser esta mañana el portador de un mensaje de Dios para su alma. Oh,
ustedes que conocen al Señor, eleven sinceras y silenciosas oraciones en este
instante, para que mi mensaje se adentre con poder en las conciencias atormentadas
y, para su propio beneficio, yo les suplico que vuelvan su mirada al hoyo del
abismo de donde fueron rescatados y al lodo cenagoso de donde fueron extraídos
y que recuerden cómo los recibió Dios. Y mientras nosotros hablamos de lo que
Dios quiere y puede hacer en favor de los pecadores más alejados, sus almas
deben saltar con gozosa gratitud ante el recuerdo de cómo los recibió en Su
amor y los hizo partícipes de Su gracia en días pasados.
Hay dos consideraciones en el texto: la primera
es la condición de muchos buscadores:
están todavía muy lejos; y luego, en segundo lugar, la incomparable benevolencia del Padre para con ellos.
I. Primero, queridos amigos, veremos LA CONDICIÓN
DE TAL BUSCADOR: ESTÁ TODAVÍA MUY LEJOS.
Él está muy lejos si consideran un par de cosas.
Recuerden su falta de fuerza. Este
pobre joven había pasado algún tiempo sin alimentos, y estaba tan abatido que
las algarrobas con las que se alimentaban los puercos le habrían parecido
bocados exquisitos si pudiera comerlas. Sufre de tanta hambre que se encuentra
en los puros huesos, y para él cada kilómetro implica un cansancio de muchas leguas.
Le cuesta muchos dolores y agudos sufrimientos arrastrarse por el camino,
siquiera se trate de una pulgada.
También el pecador está muy lejos de Dios cuando
se considera su completa falta de fuerzas para venir a Él. Incluso la fuerza que
Dios le ha dado es utilizada por el pecador muy dolorosamente. Dios le ha dado
la suficiente fuerza para desear la salvación, pero esos deseos van siempre
acompañados de un dolor profundo y sincero por el pecado. El punto al que ha
llegado le ha consumido todo su poder, y lo único que puede hacer es postrarse
delante de Jesús, y decir:
“¡Oh!, no
tengo fuerzas para esto,
Mi fortaleza
es postrarme a Tus pies”.
Además, el pecador está muy lejos, si consideran
su falta de valor. Anhela ver a su
padre, aunque es muy probable que si su padre viniera, él saldría huyendo: el
simple sonido de las pisadas de su padre le impactarían como impactaron a Adán
en el huerto: se escondería entre los árboles; así que, en lugar de clamar
buscando a su padre, el grandioso Padre tiene que dar voces buscándolo a él: “¿Dónde
estás, pobre criatura caída; dónde estás?” Por tanto, su falta de valor hace
que la distancia sea mayor, pues cada paso dado hasta ahora ha sido como si se
encaminara hacia las fauces de la muerte.
“¡Ah!”, -dice el pecador- “tiene que pasar mucho
tiempo antes de que me atreva a esperar, pues mis iniquidades han cubierto mi
cabeza a tal punto que no puedo alzar mi mirada”. ¿Estás entonces sumido en la alarma
y el terror esta mañana? A ti mismo te parece que tus oraciones no han sido
oraciones en absoluto; cuando piensas en Dios, el terror sobreviene a tu mente
y sientes que estás lejos, muy lejos de Él; te imaginas que no es probable que oiga
tus clamores ni que preste atención a tus palabras. Estás todavía muy lejos.
Estás muy lejos si consideramos la dificultad del camino del
arrepentimiento. Juan Bunyan nos informa que Cristiano
descubrió, cuando regresó al árbol después de haber perdido el rollo, que era
muy difícil regresar. Todo rebelde se da cuenta de que así es, y todo pecador
penitente sabe que hay una amargura en el luto por el pecado que es comparable
a la pérdida de un hijo único.
El hombre que está ahogándose no siente gran
dolor: algunos comentan que las sensaciones experimentadas al ahogarse pasan casi
desapercibidas; es sólo cuando el hombre es restaurado a la vida, cuando la
sangre provoca que las venas experimenten una efervescencia porque la vida late
allí, cuando los nervios se sensibilizan una vez más, es entonces, según se nos
informa, que todo el cuerpo se cubre de muchas agonías pero, en todo caso, son
las agonías de la vida: y de igual manera el pobre penitente siente que la meta
está a una gran distancia, pues si tuviera que sentir como siente ahora,
incluso durante un solo mes, sería demasiado tiempo; y si tuviera que viajar
muchas millas igual que viaja ahora, tan dolorosamente y con unos pies tan
sangrantes, en verdad sería una gran distancia.
Vamos a inspeccionar este asunto y a mostrar que
mientras el camino parece largo debido a eso, es realmente largo si lo vemos bajo ciertas luces. Hay muchos
pecadores en proceso de búsqueda, que están muy lejos en su vida. Me parece que veo al hombre ahora y que le oigo lamentarse
así: “he abandonado mi ebriedad. Ya no podría sentarme donde solía hacerlo
durante horas. Doy gracias a Dios porque ya no seré visto tambaleándome a lo
largo de las calles, pues detesto ese vicio rastrero. He renunciado a quebrantar
el día domingo y ahora me encuentran en la casa del Señor; y me he esforzado
por renunciar al hábito de jurar hasta donde me ha sido posible, pero todavía
estoy muy lejos; no siento que pueda asirme todavía de Cristo pues no puedo
dominar mis propias pasiones.
Me encontré con un antiguo compañero esta
semana, y apenas iniciada su conversación descubrí que el hombre viejo estaba
en mí, y las viejas concupiscencias desfilaron de nuevo ante mi rostro: “Vamos,
amigo, el otro día un juramento vino a tocar a la puerta. Yo pensé que había
superado aquello, pero no fue así: me encuentro muy lejos. Cuando leo cómo son
los santos y cuando observo cómo son los verdaderos cristianos, en verdad
siento que mi conducta es tan inconsistente y está tan lejos de lo que debería
ser, que me encuentro muy lejos.”
Ah, querido amigo, lo estás; y si tuvieras que
venir a Dios por la vía de tu propia justicia no llegarías a Él nunca, pues Él
no puede ser encontrado así. Cristo Jesús es el camino. Él es el sendero
seguro, correcto y perfecto hacia Dios. Quien ve a Jesús ha visto al Padre; pero
quien se mira a sí mismo sólo verá la desesperación. El camino al cielo por el
monte Sinaí es intransitable para el hombre mortal, mas el Calvario conduce a
la gloria; los pasajes secretos de las escaleras están en las heridas de Jesús.
Además, sientes que estás muy lejos en lo
tocante al conocimiento. “Vamos”,
-dices- “antes de sentirme así yo me consideraba un maestro de toda la
teología: yo podía manejar las doctrinas con mis dedos. Cuando escuchaba un
sermón me sentía muy capaz de criticarlo y de dar mi juicio. Ahora veo que mi
juicio era casi tan valioso como la crítica de un ciego sobre un cuadro, pues
estaba desprovisto de la vista espiritual. Ahora siento que soy un necio. Sé lo
que significa el pecado, pero sólo en cierto grado. Incluso ahora siento que no
estoy consciente de la atrocidad de la culpa humana. He escuchado la doctrina
de la expiación de Cristo, y doy gracias a Dios porque la conozco en alguna
medida, pero confieso que no comprendo plenamente la excelencia y la gloria del
sacrificio sustitutivo ofrecido por Cristo”.
El pecador confiesa ahora que en lugar de entender
la Escritura se da cuenta de que necesita ir a la escuela como un niño para
aprender el ABC de la misma. “Oh, caballero”, -dice él- “estoy muy lejos de
Dios, pues soy tan ignorante y tan necio, que me parezco a una bestia cuando
pienso en las cosas profundas de Dios”. ¡Ah, pobre alma!, pobre joven hermano
descarriado, no me sorprende que te dé la impresión de que así es, pues la
ignorancia del hombre carnal es tremenda, en verdad, y únicamente Dios puede
darte la luz; pero Él puede dártela en un instante, y la distancia entre tú y
Él, en razón de la ignorancia, puede ser salvada de inmediato y tú serías capaz
de comprender, incluso hoy, con todos los santos, cuál sea la profundidad y la
altura y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento.
Muchos buscadores sinceros están aún muy lejos
en otro punto, y me refiero a su
arrepentimiento. “¡Ay!”, -dice el buscador- “no puedo arrepentirme como
debería hacerlo. ¡Que pudiera yo sentir el quebrantamiento de corazón del que
he oído y que he visto en otras personas! ¡Qué no daría por los suspiros
penitenciales; cuán agradecido estaría si mi cabeza se hiciese aguas, y mis
ojos fuentes de lágrimas, si pudiera siquiera sentir que soy tan humilde como
el pobre publicano, y que pudiera estar sin alzar los ojos al cielo y golpearme
el pecho y decir: ‘Dios, sé propicio a mí, pecador’! Pero, ¡ay!, he sido un
oyente de la Palabra durante años, y todo el progreso que he logrado es tan
insignificante que, aunque sé que el Evangelio es verdadero, no lo siento. Sé
que soy un pecador, y algunas veces me lamento por ello, pero mi lamentación es
tan superficial que mi arrepentimiento es un arrepentimiento del que necesito
arrepentirme. Oh, caballero, si Dios usara el martillo más pesado que tuviera,
si quebrara mi corazón, cada trozo bendeciría Su nombre. Quisiera tener un arrepentimiento
genuino. ¡Oh, cómo suspiro por ser conducido a sentir que estoy perdido, y a
desear a Cristo con un deseo tan vehemente que no acepte una negativa; pero en
este punto mi corazón parece ser duro como acero endurecido por el infierno y
frío como un témpano de hielo, pues no quiere someterse y no puede hacerlo,
aunque sea cortejado por el amor divino! El propio diamante podría deshacerse
en líquidos torrentes, pero mi alma no cede ante nada. ¡Señor, quebrántala!
¡Señor, quebrántala!” ¡Ah, pobre corazón!, veo que estás muy lejos, pero,
¿sabes que si mi Señor se te apareciera esta mañana y te dijera: “Con amor
eterno te he amado”, tu corazón se quebrantaría en un instante?
“La ley y los
terrores no hacen sino endurecer;
Todo el
tiempo trabajan solos;
Pero un
sentido del perdón comprado con sangre,
Puede
disolver al corazón de piedra”.
Por lejos que estés, si el Señor te perdona
cuando todavía estás endurecido y estás consciente de poseer un corazón
empedernido, ¿no caerás entonces a Sus pies y ensalzarás ese grandioso amor con
el que te ha amado, incluso cuando estabas muerto en delitos y pecados?
Sí, pero me parece que oigo a alguien que dice:
“Hay otro punto en el que siento que estoy muy lejos, pues tengo muy poca o
ninguna fe. He oído predicaciones
sobre la fe cada día domingo; sé lo que es, creo que lo sé, pero no puedo
alcanzarla. Yo sé que si me arrojo enteramente sobre Cristo, seré salvado.
Entiendo muy bien que Él no me pide nada, ni deseos, ni actos ni sentimientos;
yo sé que Cristo está dispuesto a recibir al peor pecador que esté todavía fuera
del infierno, si ese pecador sólo viene y simplemente confía en Él. Yo he
intentado hacerlo; algunas veces he pensado que tenía fe, pero cuando he mirado
de nuevo a mis pecados, he dudado tan espantosamente, que percibo que no tengo
ninguna fe en absoluto. Hay momentos de sol reluciente en mi vida cuando pienso
que puedo decir:
“Mi fe está
edificada nada menos,
Que sobre la
sangre y la justicia de Jesús”.
Pero, ¡oh!, cuando siento que mis corrupciones
se levantan dentro de mí, oigo una voz que dice: “¡Sansón, los filisteos contra
ti!”, y al instante descubro mi propia debilidad. No tengo la fe que necesito;
estoy muy alejado de ella, y temo que nunca la poseeré.
Sí, hermanos míos, yo percibo la dificultad de
ustedes, pues yo mismo he sentido esa pena; pero, ¡oh!, mi Señor, que es el
dador de la fe, que es exaltado en lo alto para dar arrepentimiento y remisión
de pecados, puede darles la fe que tanto desean, y esta mañana puede hacer que
reposen con una confianza perfecta en la obra que Él ha realizado para ustedes.
Resumiendo todo en una palabra, el pecador
verdaderamente penitente siente que él está aún muy lejos en todo. No hay ni un solo punto sobre el que puedas hablar con él,
que no lo lleve a confesar su deficiencia. Comienza a ponerlo en las balanzas
del santuario, y clama: “¡Ay!, puedo decirte que antes de ser pesado, seré
hallado falto”. Ponlo a prueba y se rehusará; “No”, -comenta- “no puedo
soportar ningún tipo de prueba,
‘Todo profano
e inmundo,
No soy nada
más que pecado’”.
Mira, mira cuán bien ha descrito mi Maestro tu
caso en esta parábola: “Y cuando aún estaba lejos”, todavía cubierto de
andrajos, todavía contaminado con la inmundicia, todavía estando en desgracia,
todavía siendo un extraño para con la casa de tu Padre, sólo hay este único
punto con respecto a ti, que tienes tu rostro orientado hacia tu Padre, que
tienes un anhelo por Dios, y querrías, ¡oh!, querrías si pudieras, aferrarte a
la vida eterna. Pero te sientes demasiado lejos para albergar cualquier cosa
semejante a una esperanza consoladora; ahora he de confesar que siento muchos
miedos acerca de ti, que te encuentras en ese estado; temo que ya hayas
avanzado tanto y sin embargo, que todavía te regreses; pues hay muchos de
quienes pensamos que habían avanzado hasta este punto y sin embargo, se
regresaron después de todo. ¡Oh!, recuerda que los deseos que tienes de Dios no
te han de cambiar como para salvarte. Debes encontrar a Cristo. Recuerda que
decir: “Me levantaré” no basta ni siquiera para levantarse; no debes descansar
nunca hasta que tu Padre te haya besado, hasta que te ponga el mejor vestido.
Tengo miedo de que te quedes tranquilo y digas: “me encuentro en un buen
estado; el ministro nos dice que muchos son llevados a un estado así antes de
ser salvados. Haré un alto aquí”.
Querido amigo mío, es un buen estado para atravesarlo, pero es un mal estado para permanecer en él. Te ruego que
nunca te contentes con un sentido de pecado, que nunca estés satisfecho con
saber meramente que no eres lo que deberías ser. Saber que tiene fiebre no cura
al hombre; su conocimiento es en cierta medida un buen signo, pues demuestra
que la fiebre no le ha conducido al delirio; pero el hecho de saber que está
enfermo nunca le proporciona al hombre una perfecta salud. Es bueno que lo
sepa, pues de otra manera no solicitaría al médico; pero a menos que lo conduzca
a eso, morirá, ya sea que se sienta enfermo o no. Una mera conciencia de que
tienes hambre mientras los jornaleros de tu padre tienen suficiente pan y
todavía les sobra, no calmará tu hambre, pues necesitas más que eso. Tú estás
todavía muy lejos y te ruego que recuerdes cuál es el peligro, para que no te
quedes allí ni pierdas la sensibilidad que ya posees.
Tal vez te sobrevenga la desesperación. Algunos
se han suicidado bajo un sentido de la grandísima distancia de Dios en la que
están, porque no se atrevieron a mirar al Salvador. Elevaremos nuestras preces
a Dios para que la segunda parte de nuestro texto sea una realidad para
ustedes, y que tanto la rebeldía como la desesperación puedan prevenirse por la
pronta venida de Dios revestido con las ropas de la gracia, para reunirse con
su alma culpable y para proporcionarles gozo y paz por medio de la fe.
II. En segundo lugar –y, oh, que el Maestro nos
ayude- tenemos que considerar LA INCOMPARABLE BENEVOLENCIA DEL PADRE CELESTIAL.
Debemos hacer una reflexión sobre cada una de estas palabras.
Ante todo, tenemos aquí una observación divina. “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre”. Es verdad que Él
siempre le ha visto. Dios ve al pecador en cada estado y en cada posición. Sí,
y le ve también con un ojo de amor, -a un pecador escogido como el que es
descrito en el texto- no con complacencia, pero aun así con afecto. Dios mira a
Sus elegidos descarriados. Yo digo que aquel padre veía a su hijo cuando
dilapidaba sus bienes con rameras, le veía con profunda tristeza cuando
anhelaba vehementemente llenarse con las algarrobas que los puercos sí podían
comer; pero ahora, si pudiese existir tal cosa como que la omnisciencia se
volviera más exacta, el padre le ve con un ojo lleno de un amor más tierno, de
un mayor cuidado. “Lo vio su padre”.
¡Oh, qué espectáculo era para el padre! Era su hijo, es verdad, pero era su
hijo réprobo, que había deshonrado el nombre de su padre, que había
desprestigiado el nombre de una casa honorable al hacer que fuera mencionado entre
las heces y la escoria de la tierra. ¡Allá está! ¡Qué espectáculo para los ojos
de un padre! Está inmundo, como si
hubiese estado revolcándose en el cieno; y sus coloridas vestiduras habían
perdido desde hacía tiempo sus bonitos colores, y colgaban de él convertidas en
andrajos lastimosos. El padre no da la vuelta y trata de olvidarle, sino que
fija atentamente su mirada en el hijo.
Pecador, tú sabes que Dios te ve esta mañana;
estando sentado en esta casa tú eres observado por el Dios del cielo. No hay un
solo deseo en tu corazón que no hubiere sido leído por Él, ni una sola lágrima
en tus ojos que no sea observada por Él. Te digo que Él ha visto tus pecados de
medianoche; ha oído tus maldiciones y tus blasfemias y, no obstante, te ha
amado a pesar de todo lo que has hecho. Difícilmente habrías podido ser más
rebelde en contra de Él, y sin embargo, te ha anotado en Su libro de amor, y ha
resuelto salvarte y el ojo de Su amor te ha seguido a dondequiera que has ido.
¿Acaso no hay consuelo en ello? ¿Por qué no podía él ver a su padre? ¿Fue el efecto de las lágrimas en sus ojos lo
que le impedía ver? ¿O acaso se debía a que su padre tenía una vista más ágil
que él?
Pecador, tú no puedes ver a Dios, pues eres
incrédulo, carnal y ciego, pero Él puede verte; tus lágrimas penitentes nublan
tu vista, pero tu Padre tiene ojos veloces y Él te contempla y te ama ahora; en
cada mirada hay amor. “Lo vio su padre”.
Fíjense que se trataba de una observación
amorosa, pues está escrito: “Lo vio su
padre”. No le veía como un mero observador casual; no le notaba, como un
hombre podría notar al hijo de su amigo, con alguna piedad y benevolencia, sino
que le observaba como sólo un padre puede hacerlo. ¡Qué mirada tan aguda tiene
un padre! Vamos, he conocido a algún joven que llega a casa, tal vez por unas
breves vacaciones. Aunque su madre no se ha enterado de nada y ni siquiera ha
habido un susurro en cuanto a la conducta de su hijo, sin embargo, no puede
evitar comentarle a su esposo: “Hay algo acerca de Juan que me hace sospechar
que no está procediendo como debería. No sé, amado esposo”, -afirma ella- “de
qué se trata, pero, no obstante, estoy segura de que se ha involucrado con
malas compañías”. Ella puede leer su carácter al instante. Y el padre nota
también algo; no sabe decir de qué se trata, pero sabe que es motivo de
ansiedad. Pero aquí tenemos a un Padre que puede verlo todo, y que tiene tanto
prontitud de amor como certeza de conocimiento. Por eso puede ver cada mancha y
cada raspón y notar cada herida putrefacta. Ve a su hijo al revés y al derecho
como si fuese un jarrón de cristal; lee en su corazón, no meramente los
vestidos que lo delatan, no meramente la aflictiva historia del rostro sin
lavar y de esos zapatos remendados, sino que puede leer su alma y puede
entender la totalidad de su miserable condición.
Oh pobre pecador, no hay ninguna necesidad de
que le des información alguna a tu Dios, pues Él ya lo sabe todo; no necesitas
escoger tus palabras en oración para plantear tu caso llana y perspicazmente, pues
Dios puede verlo, y todo lo que tienes que hacer es descubrir tus heridas, tus
raspones y tus llagas putrefactas, y decir: “Padre mío, Tú lo ves todo, Tú lees
mi negra historia en un instante; Padre mío, ten piedad de mí”.
El siguiente pensamiento que hemos de considerar
debidamente es la compasión divina. “Lo
vio su padre, y fue movido a misericordia”. ¿Acaso la palabra com-pasión no significa sufrir-con o sufrimiento-que acompaña? ¿Qué es la compasión, entonces, sino ponerte
en el lugar del que sufre y sentir su dolor? Si me permiten decirlo, el padre
se introdujo en los andrajos del hijo, y entonces sintió tanta piedad por él
como la que ese pobre hijo pródigo andrajoso podría haber sentido por sí mismo.
Yo no sé cómo generar su compasión esta mañana excepto suponiendo que se trata
del propio caso de ustedes. Voy a suponer, padre, que se trata de un hijo tuyo.
Yo vi, no hace muchas horas, a un joven que trajo a mi mente al hijo pródigo de
este caso: su rostro estaba marcado con innumerables líneas de pecado y
desgracia, su cuerpo estaba enflaquecido y en los puros huesos, sus vestidos
correspondían a una talla mucho mayor y su apariencia general era el propio
espejo de la calamidad. Llamó a mi puerta. Yo conocía su caso; no puedo hacerle
daño si cuento esto. Había deshonrado a su familia, no una ni dos veces, sino
muchas veces. Al final sacó el dinero que tenía en el negocio de una respetable
familia, vino a Londres con cuatrocientas libras esterlinas, y en unas cinco semanas
lo gastó todo; y, sin un solo centavo con el que ayudarse, a menudo carece de
alimento, y me temo que con frecuencia se ha arrastrado por los parques en la
noche para dormir, y así ha traído dolores y aflicciones a sus huesos que
permanecerán allí hasta que muera. Vaga por las calles durante el día como un
vagabundo y un réprobo. Yo les he escrito a sus amigos y el caso ha sido
presentado reiteradamente a la atención de ellos pero no quieren reconocerle y,
considerando su conducta vergonzosa, no me sorprende en lo absoluto. Ya no tiene
padre ni madre. Si le ayudaran más allá del mero alimento y alojamiento, hasta
donde podríamos juzgar, sería un dinero tirado a la calle; nos parece que, como
está tan establecido en la maldad, si le ayudaran, haría lo mismo de nuevo. Sin embargo, sólo
deseo ver que pueda tener una oportunidad más por lo menos, y la tendría sin
duda, si su padre viviera todavía;
pero los demás sienten que las fuentes de su amor están bloqueadas. Al pensar
en él no puedo dejar de pensar que si fuera un hijo mío y yo fuera su padre y
lo viera venir en tal condición a mi puerta, independientemente del crimen que
hubiere cometido, yo me echaría a su cuello y le besaría; el peor pecado no
podría apagar para siempre las chispas del amor paternal. Yo podría condenar el
pecado en los términos más punzantes y más severos; podría lamentar que hubiere
nacido jamás, y clamar con David: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío
Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti!”, pero no podría
correrlo de mi casa, ni rehusar llamarlo mi hijo. Es mi hijo, y será mi hijo
hasta que muera. Tú sientes precisamente ahora que si fuera tu hijo harías lo
mismo.
Así es como siente Dios para contigo, Su
elegido, Su hijo arrepentido. Tú eres Su
hijo; así lo espero, confío que así sea; esos deseos que tienes en tu alma
hacia él, me hacen sentir que tú eres uno de Sus hijos, y cuando te mira desde
el cielo sabe cuál es tu intención. ¿Cuál es? ¿Qué diré? No, no necesito hacer
una descripción, sino: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece
Jehová de los que le temen”. Él tendrá compasión de ti; Él te recibirá en Su
pecho ahora. Ten buen ánimo, pues el texto dice: “Fue movido a misericordia”.
Noten y observen cuidadosamente la celeridad de este amor divino: “corrió”.
Probablemente estaba caminando en la azotea de la casa oteando el horizonte por
su hijo, cuando una mañana pudo vislumbrar a una pobre y triste figura en la
distancia. Si no hubiera sido su padre, no habría sabido que se trataba de su
hijo, pues estaba muy cambiado; pero miró una y otra vez, hasta que al fin
dijo: “¡Es él! ¡Oh! ¡Qué evidencias de hambre hay en él, y de sufrimiento
también!” Y el viejo caballero desciende; me parece verle corriendo al bajar
las escaleras, y los siervos se asoman junto a las ventanas y en las puertas, y
diciendo: “¿Adónde va nuestro señor? No le he visto correr tan rápido en mucho
tiempo”. Vean, allá va; no sigue el camino, pues da muchos rodeos; pero hay una
brecha a través de uno de los vallados y salta por ese lugar; elige el camino
más recto que pueda encontrar; y antes de que el hijo tuviera tiempo de
advertir quién es, el padre está sobre el hijo, y le rodea con sus brazos,
echándose sobre su cuello y besándole.
Yo recuerdo a un joven pródigo que fue recibido
de la misma manera. Aquí mismo está, soy yo, yo mismo. Yo estaba sentado en una
pequeña capilla, sin imaginarme que mi
Padre me veía; ciertamente yo estaba muy lejos. Yo sentía algo de mi
necesidad de Cristo, pero no sabía qué tenía que hacer para ser salvo; aunque
había sido instruido en la letra de la Palabra, yo era espiritualmente un
ignorante del plan de salvación; aunque instruido en la Palabra desde mi más
temprana edad, no la conocía. Yo sentía, pero no sentía lo que deseaba sentir.
Si hubo jamás un alma que sabía que estaba muy alejada de Dios, yo era esa
alma; y, sin embargo, en un momento, en un solo instante, tan pronto hube oído
las palabras: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra”, tan
pronto volví mis ojos a Jesús crucificado, sentí mi perfecta reconciliación con
Dios, y supe que mis pecados eran perdonados. No hubo tiempo para apartarme del
camino de mi Padre celestial; fue consumado, y consumado en un instante; y en
mi caso, al menos, Él corrió y se echó sobre mi cuello y me besó.
Yo espero que ése sea el caso para muchos esta
mañana; antes de que salgan de este lugar, antes de que regresen a sus viejas
dudas, y temores, y suspiros y lamentos, yo espero que el Señor de amor corra
aquí y se encuentre con ustedes, y se eche sobre sus cuellos y los bese.
Después de haber considerado de esta manera la observación, la compasión y la ligereza, no
se olviden de la cercanía: “Se echó
sobre su cuello, y le besó”. Entiendo esto por experiencia, pero es demasiado
inefable para poder explicarlo: “Se echó sobre su cuello”. Si hubiera
permanecido a una distancia y dijera: “Juan, me daría mucho gusto besarte, pero
estás demasiado inmundo; no sé qué pueda haber debajo de esos inmundos
andrajos; no me siento inclinado a echarme sobre tu cuello justamente ahora; estás
demasiado perdido para mí. Yo te amo, pero hay un límite para la manifestación
del amor. Cuando te haya puesto en la condición propicia, entonces podré
manifestarte mi afecto, pero no puedo hacerlo ahora, mientras estás tan
asqueroso”. ¡Oh, no!, pero incluso antes de ser lavado, se echa sobre el cuello
del hijo. Allí está lo maravilloso. Puedo entender cómo Dios manifiesta Su amor
hacia un alma que ha sido lavada en la sangre de Jesús, y lo sabe; pero ¡cómo
puede echarse sobre el cuello de un pecador asqueroso e inmundo como ése! Allí está, no como un
santificado, no como teniendo algo bueno en él, sino solamente como un rebelde
inmundo, pestífero y desesperado, y a pesar de ello, Dios se echa sobre su
cuello y le besa. ¡Oh, qué extraño milagro de amor! El acertijo es descifrado
al recordar que Dios no había mirado nunca a ese pecador, tal como era en sí,
sino que siempre le miró como era en Cristo; y cuando se echó sobre el cuello
del hijo pródigo, de hecho, simplemente se echó sobre el cuello de Su Hijo que
sufrió una vez, Jesucristo, y besó al pecador porque lo vio en Cristo, y por
tanto, no vio lo aborrecible del hijo pródigo, sino que sólo vio la donosura de
Cristo, y por tanto, le besó como habría besado a su sustituto.
Observen cuánto se acerca Dios al pecador. Se
decía de aquel eminente santo y mártir, el Obispo Hooper, que en una ocasión un
hombre sumido en una profunda angustia, recibió permiso de ir a visitarlo en su
prisión para contarle los remordimientos de su conciencia; pero el Obispo Hooper
le miró tan severamente y se dirigió a él tan ásperamente al principio, que el
pobre individuo salió huyendo, y no pudo obtener consuelo hasta no haber
buscado a otro ministro de un aspecto más benévolo. Ahora, Hooper tenía
realmente un alma agraciada y amorosa, pero la severidad de su trato mantuvo al
penitente a la distancia.
No hay un comportamiento severo así en nuestro
Padre celestial. A Él le encanta recibir a Sus hijos pródigos. Cuando se
aparece, no dice al pecador: “¡Aléjate!”, “¡Guarda tu distancia!”, sino que se
echa sobre su cuello y le besa.
Hay todavía otro pensamiento que ha de ser
extraído de la metáfora del beso; no debemos pasar por alto eso sin hundir
nuestra copa en la miel. Besando a su hijo el padre reconoce la relación. Dijo con énfasis: “Tú eres mi hijo”, y el
pródigo fue
“Estrechado
en el pecho de su Padre,
Y reconocido
como hijo de una vez por todas”.
Además, ese beso fue el sello del perdón. No le habría besado si hubiera
estado enojado con él; le perdonó, y le perdonó todo. Hubo, además, algo más
que un perdón. Hubo aceptación: “Te
recibo de nuevo en mi corazón como si fueras digno de todo lo que le doy a tu
hermano mayor, y, por tanto, te beso”. Ciertamente, éste fue también un beso de
deleite, como si se agradara en él, deleitándose en él, recreando sus ojos con
la vista de él, y sintiéndose más feliz de verle a él que de ver todos sus
campos, y sus becerros gordos y todos los tesoros que poseía. Su deleite
consistía en ver a este pobre hijo restaurado. En verdad, todo eso está
resumido en un beso.
Y si esta mañana mi Padre, su Padre, sale para
encontrarse con penitentes que se lamentan, en un instante les mostrará que
ustedes son sus hijos y ustedes dirán: “¡Abba, Padre!”, de camino de regreso a
su propia casa; sentirán que su pecado es perdonado por completo, que cada
partícula de él es echado tras la espalda de Jehová; sentirán hoy que son
aceptados; al mirar su fe en Cristo, verán que Dios los acepta porque Cristo,
su sustituto, es digno del amor de Dios y del deleite de Dios. Es más; yo
confío que esta misma mañana ustedes se deleitarán en Dios, porque Dios mismo
se deleita en ustedes, y le oirán susurrar en su oído: “Serás llamada Hefzi-bá…
porque el amor de Jehová estará en ti”. Yo quisiera poder describir un texto como
éste como debería ser; se requiere de un corazón tierno y compasivo; se
necesita un hombre que sea el alma misma de la ternura para explicar los
tiernos matices de un versículo como éste.
Pero, ¡oh!, aunque no pueda describirlo, espero
que ustedes lo sientan, y eso es mejor que una descripción. Yo no vengo aquí
para pintar la escena, excepto para ser el pincel en la mano de Dios para que
lo pinte en sus corazones. Algunos de ustedes pueden decir: “yo no necesito
descripciones; lo he sentido; yo acudí a Cristo y le conté mi caso, y le rogué
que se encontrara conmigo; ahora creo en Él, y he seguido mi camino
regocijándome en Él”.
Sólo diremos estas palabras y habremos
concluido. En resumen, uno podría notar que este pecador, aunque aún estaba muy
lejos, no fue recibido a un perdón pleno
y adopción y aceptación mediante un proceso gradual, sino que fue recibido de
inmediato. No se le permitió entrar primero a dependencias accesorias de la
casa, y posteriormente se le permitió venir algunas veces y comer con los
siervos en la cocina, y luego se le permitió sentarse al fondo de la mesa para
que gradualmente se fuera acercando. No; el padre se echó sobre su cuello y le
besó desde el primer momento; se aproxima tanto a Dios desde el principio como
lo hará siempre. Así, pudiera ser que un alma salva no goce ni conozca mucho,
pero está tan cerca de Dios y es tan querida para Él desde el primer momento
que cree, como siempre lo será: un verdadero heredero de todas las cosas en
Cristo, y de manera tan cierta, como lo será cuando se remonte al cielo para
ser glorificado y ser semejante a su Señor.
¡Oh, qué portento es este! Recién salido de su
chiquero, y sin embargo, de inmediato en el seno de su padre; acababa de estar
con los cerdos y sus gruñidos todavía retumbaban en sus oídos, y ahora oye las
palabras amorosas de un padre; sólo unos cuantos días atrás estaba llevándose
las algarrobas a la boca, y ahora son los labios de un padre los que están en
sus labios. Qué cambio, y todo en un instante. Yo afirmo que no hay un proceso
gradual en esto, sino que el asunto es llevado a cabo de inmediato: en un
instante viene a su padre, su padre viene a él, y está en los brazos de su
padre.
Observen, además, que así como no hubo un
recibimiento gradual, no hubo tampoco un recibimiento
parcial. No fue perdonado con condiciones; no fue recibido en el corazón de
su padre con la condición de que hiciera tal y tal cosa. No; no hubo ningún
condicional: “si” y ningún “pero”; fue besado, y vestido y festejado sin que
hubiera ni una sola condición de ningún tipo. No se hicieron preguntas; su
padre había echado tras su espalda las ofensas del hijo en un instante, y fue
recibido sin una censura o un regaño. No fue un recibimiento parcial. No fue
recibido para algunas cosas y rechazado para otras. Por ejemplo, no se le
permitió que se llamara hijo pero que se considerara un inferior. No; lleva
puesto el mejor vestido; tiene el anillo en su dedo; tiene los zapatos en sus
pies; participa en la comida del becerro gordo; y de igual manera, el pecador
no es recibido en un lugar de segunda categoría, sino que es llevado a la plena
posición de un hijo de Dios. No es un recibimiento gradual y ni siquiera
parcial.
Y además, no
es un recibimiento temporal. Su padre no le besó para sacarlo luego por la
puerta de atrás. No le recibió durante un tiempo, para decirle posteriormente:
“Prosigue tu camino; he tenido compasión de ti; ahora tienes un nuevo
principio, vete al país lejano y enmienda tus caminos”. No; sino que el padre
le diría lo que ya le había dicho al hermano mayor; “Hijo, tú siempre estás
conmigo, y todas mis cosas son tuyas”.
En la parábola, los bienes no podían serle
restaurados, pues había derrochado su parte; pero en la misma verdad y de
hecho, Dios equipara al hombre que viene a la hora undécima con el que vino a
la primera hora del día. Da a cada hombre el denario; y da al hijo más
descarriado los mismos privilegios y al final la misma herencia que da a los
Suyos que han estado todos estos años con Él, y que no han transgredido Sus
mandamientos. Hay un pasaje muy notable en uno de los profetas, en el que Él
dice: “Ecrón será como el jebuseo”, queriendo decir que el filisteo, al ser
convertido, será tratado tal como los habitantes originales de Jerusalén; que
las ramas del olivo que fueron injertadas tienen los mismos privilegios que las
ramas originales. Cuando Dios toma a los hombres que son herederos de ira y los
convierte en herederos de la gracia, tienen justo tantos privilegios desde el
principio como si hubiesen sido herederos de la gracia durante veinte años,
porque a los ojos de Dios siempre fueron herederos de la gracia, y desde toda
la eternidad Él vio a Sus hijos más descarriados.
“No cuando
estaban caídos en Adán,
Cuando el
pecado y la ruina cubrían todo;
Sino como
estarán en otro día,
Más hermosos
que el rayo meridiano del sol”.
Oh, quiera Dios, en Su infinita misericordia,
traer a casa a algunos de Sus amados hijos en este día, y Él recibirá la
alabanza, mundo sin fin. Amén.
Traductor: Allan Román
8/Octubre/2009
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