El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El recibimiento del hijo pródigo

NO. 588

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 4 DE SEPTIEMBRE, 1864

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó”. Lucas 15: 20

 

¡Allá está él! Su condición es tan miserable como la miseria misma; se encuentra tan inmundo como sus colegas los puercos aunque éstos podían satisfacerse con las algarrobas, mientras que él no podía hacerlo. Le cubren solamente unos cuantos andrajos y su porte exterior es la viva imagen de su condición interior. Está desacreditado a los ojos de los buenos, y los virtuosos le recuerdan con indignación. Siente algunos deseos de regresar a la casa de su padre, pero estos deseos no son suficientes para alterar su condición. Los meros deseos no han desprendido su inmundicia; ni siquiera han remendado sus ropas andrajosas. Independientemente de su deseo, está todavía inmundo, todavía desacreditado, y es todavía como un extraño para la casa de su padre; y él lo sabe, pues ha vuelto en sí. Si le hubiésemos dicho cosas como éstas antes, se habría enojado, pero ahora él sabe que no podríamos describirle con palabras demasiado negras. Con muchas lágrimas y suspiros nos asegura que es peor inclusive de lo que parece ser, y que nadie podría conocer toda la profundidad de la vileza de su conducta: ha dilapidado con rameras sus bienes, ha menospreciado el amor de un padre generoso y se ha escabullido de su sabio control; ha obrado el mal a diestra y siniestra hasta el límite de sus fuerzas y de su oportunidad.

 

Allá se encuentra él, a pesar de su confesión y tal como lo he descrito, pues aunque ha dicho dentro de sí: “He pecado”, esa confesión no ha eliminado su profunda pena. Reconoce que no es digno de ser llamado hijo, y es cierto que no lo es; pero su indignidad no es eliminada por estar consciente de ella, ni por confesarla. No tiene ningún derecho al amor del padre. Si ese padre le cerrara la puerta en su cara, estaría actuando con justicia para con él; si rehusara decirle siquiera una sola palabra, excepto palabras de censura, nadie podría culpar al padre, pues el hijo se descarrió tristemente. El hijo no objeta esto; confiesa que si es desechado para siempre, lo tiene bien merecido.

 

Este cuadro, lo sé, es la fotografía de algunas personas aquí presentes. Aunque sientes tu vileza y pecaminosidad, no podrías considerar que ese sentido de vileza atenúa tu condición o la altera de alguna manera. Aunque sientes, no puedes utilizar como argumento tus sentimientos. Confiesas esta mañana que tienes deseos de Dios pero que no tienes ningún derecho en cuanto a Él y que no puedes exigir nada de Sus manos. Si tu alma fuera enviada al infierno, Su justa ley lo aprobaría y tu propia conciencia también. Puedes ver tus harapos, puedes observar su inmundicia y aunque anhelas algo mejor, no eres mejor; no tienes más derechos de los que solías tener en cuanto a la misericordia de Dios; estás aquí hoy como un transgresor confeso en contra de la misericordia y la santidad de Dios.

 

Ruego que para quienes están en esa condición, yo pueda ser esta mañana el portador de un mensaje de Dios para su alma. Oh, ustedes que conocen al Señor, eleven sinceras y silenciosas oraciones en este instante, para que mi mensaje se adentre con poder en las conciencias atormentadas y, para su propio beneficio, yo les suplico que vuelvan su mirada al hoyo del abismo de donde fueron rescatados y al lodo cenagoso de donde fueron extraídos y que recuerden cómo los recibió Dios. Y mientras nosotros hablamos de lo que Dios quiere y puede hacer en favor de los pecadores más alejados, sus almas deben saltar con gozosa gratitud ante el recuerdo de cómo los recibió en Su amor y los hizo partícipes de Su gracia en días pasados.

 

Hay dos consideraciones en el texto: la primera es la condición de muchos buscadores: están todavía muy lejos; y luego, en segundo lugar, la incomparable benevolencia del Padre para con ellos.

 

I.   Primero, queridos amigos, veremos LA CONDICIÓN DE TAL BUSCADOR: ESTÁ TODAVÍA MUY LEJOS.

 

Él está muy lejos si consideran un par de cosas. Recuerden su falta de fuerza. Este pobre joven había pasado algún tiempo sin alimentos, y estaba tan abatido que las algarrobas con las que se alimentaban los puercos le habrían parecido bocados exquisitos si pudiera comerlas. Sufre de tanta hambre que se encuentra en los puros huesos, y para él cada kilómetro implica un cansancio de muchas leguas. Le cuesta muchos dolores y agudos sufrimientos arrastrarse por el camino, siquiera se trate de una pulgada.

 

También el pecador está muy lejos de Dios cuando se considera su completa falta de fuerzas para venir a Él. Incluso la fuerza que Dios le ha dado es utilizada por el pecador muy dolorosamente. Dios le ha dado la suficiente fuerza para desear la salvación, pero esos deseos van siempre acompañados de un dolor profundo y sincero por el pecado. El punto al que ha llegado le ha consumido todo su poder, y lo único que puede hacer es postrarse delante de Jesús, y decir:

 

“¡Oh!, no tengo fuerzas para esto,

Mi fortaleza es postrarme a Tus pies”.

 

Además, el pecador está muy lejos, si consideran su falta de valor. Anhela ver a su padre, aunque es muy probable que si su padre viniera, él saldría huyendo: el simple sonido de las pisadas de su padre le impactarían como impactaron a Adán en el huerto: se escondería entre los árboles; así que, en lugar de clamar buscando a su padre, el grandioso Padre tiene que dar voces buscándolo a él: “¿Dónde estás, pobre criatura caída; dónde estás?” Por tanto, su falta de valor hace que la distancia sea mayor, pues cada paso dado hasta ahora ha sido como si se encaminara hacia las fauces de la muerte.

 

“¡Ah!”, -dice el pecador- “tiene que pasar mucho tiempo antes de que me atreva a esperar, pues mis iniquidades han cubierto mi cabeza a tal punto que no puedo alzar mi mirada”. ¿Estás entonces sumido en la alarma y el terror esta mañana? A ti mismo te parece que tus oraciones no han sido oraciones en absoluto; cuando piensas en Dios, el terror sobreviene a tu mente y sientes que estás lejos, muy lejos de Él; te imaginas que no es probable que oiga tus clamores ni que preste atención a tus palabras. Estás todavía muy lejos.

 

Estás muy lejos si consideramos la dificultad del camino del arrepentimiento. Juan Bunyan nos informa que Cristiano descubrió, cuando regresó al árbol después de haber perdido el rollo, que era muy difícil regresar. Todo rebelde se da cuenta de que así es, y todo pecador penitente sabe que hay una amargura en el luto por el pecado que es comparable a la pérdida de un hijo único.

 

El hombre que está ahogándose no siente gran dolor: algunos comentan que las sensaciones experimentadas al ahogarse pasan casi desapercibidas; es sólo cuando el hombre es restaurado a la vida, cuando la sangre provoca que las venas experimenten una efervescencia porque la vida late allí, cuando los nervios se sensibilizan una vez más, es entonces, según se nos informa, que todo el cuerpo se cubre de muchas agonías pero, en todo caso, son las agonías de la vida: y de igual manera el pobre penitente siente que la meta está a una gran distancia, pues si tuviera que sentir como siente ahora, incluso durante un solo mes, sería demasiado tiempo; y si tuviera que viajar muchas millas igual que viaja ahora, tan dolorosamente y con unos pies tan sangrantes, en verdad sería una gran distancia.

 

Vamos a inspeccionar este asunto y a mostrar que mientras el camino parece largo debido a eso, es realmente largo si lo vemos bajo ciertas luces. Hay muchos pecadores en proceso de búsqueda, que están muy lejos en su vida. Me parece que veo al hombre ahora y que le oigo lamentarse así: “he abandonado mi ebriedad. Ya no podría sentarme donde solía hacerlo durante horas. Doy gracias a Dios porque ya no seré visto tambaleándome a lo largo de las calles, pues detesto ese vicio rastrero. He renunciado a quebrantar el día domingo y ahora me encuentran en la casa del Señor; y me he esforzado por renunciar al hábito de jurar hasta donde me ha sido posible, pero todavía estoy muy lejos; no siento que pueda asirme todavía de Cristo pues no puedo dominar mis propias pasiones.

 

Me encontré con un antiguo compañero esta semana, y apenas iniciada su conversación descubrí que el hombre viejo estaba en mí, y las viejas concupiscencias desfilaron de nuevo ante mi rostro: “Vamos, amigo, el otro día un juramento vino a tocar a la puerta. Yo pensé que había superado aquello, pero no fue así: me encuentro muy lejos. Cuando leo cómo son los santos y cuando observo cómo son los verdaderos cristianos, en verdad siento que mi conducta es tan inconsistente y está tan lejos de lo que debería ser, que me encuentro muy lejos.”

 

Ah, querido amigo, lo estás; y si tuvieras que venir a Dios por la vía de tu propia justicia no llegarías a Él nunca, pues Él no puede ser encontrado así. Cristo Jesús es el camino. Él es el sendero seguro, correcto y perfecto hacia Dios. Quien ve a Jesús ha visto al Padre; pero quien se mira a sí mismo sólo verá la desesperación. El camino al cielo por el monte Sinaí es intransitable para el hombre mortal, mas el Calvario conduce a la gloria; los pasajes secretos de las escaleras están en las heridas de Jesús.

 

Además, sientes que estás muy lejos en lo tocante al conocimiento. “Vamos”, -dices- “antes de sentirme así yo me consideraba un maestro de toda la teología: yo podía manejar las doctrinas con mis dedos. Cuando escuchaba un sermón me sentía muy capaz de criticarlo y de dar mi juicio. Ahora veo que mi juicio era casi tan valioso como la crítica de un ciego sobre un cuadro, pues estaba desprovisto de la vista espiritual. Ahora siento que soy un necio. Sé lo que significa el pecado, pero sólo en cierto grado. Incluso ahora siento que no estoy consciente de la atrocidad de la culpa humana. He escuchado la doctrina de la expiación de Cristo, y doy gracias a Dios porque la conozco en alguna medida, pero confieso que no comprendo plenamente la excelencia y la gloria del sacrificio sustitutivo ofrecido por Cristo”.

 

El pecador confiesa ahora que en lugar de entender la Escritura se da cuenta de que necesita ir a la escuela como un niño para aprender el ABC de la misma. “Oh, caballero”, -dice él- “estoy muy lejos de Dios, pues soy tan ignorante y tan necio, que me parezco a una bestia cuando pienso en las cosas profundas de Dios”. ¡Ah, pobre alma!, pobre joven hermano descarriado, no me sorprende que te dé la impresión de que así es, pues la ignorancia del hombre carnal es tremenda, en verdad, y únicamente Dios puede darte la luz; pero Él puede dártela en un instante, y la distancia entre tú y Él, en razón de la ignorancia, puede ser salvada de inmediato y tú serías capaz de comprender, incluso hoy, con todos los santos, cuál sea la profundidad y la altura y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento.

 

Muchos buscadores sinceros están aún muy lejos en otro punto, y me refiero a su arrepentimiento. “¡Ay!”, -dice el buscador- “no puedo arrepentirme como debería hacerlo. ¡Que pudiera yo sentir el quebrantamiento de corazón del que he oído y que he visto en otras personas! ¡Qué no daría por los suspiros penitenciales; cuán agradecido estaría si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, si pudiera siquiera sentir que soy tan humilde como el pobre publicano, y que pudiera estar sin alzar los ojos al cielo y golpearme el pecho y decir: ‘Dios, sé propicio a mí, pecador’! Pero, ¡ay!, he sido un oyente de la Palabra durante años, y todo el progreso que he logrado es tan insignificante que, aunque sé que el Evangelio es verdadero, no lo siento. Sé que soy un pecador, y algunas veces me lamento por ello, pero mi lamentación es tan superficial que mi arrepentimiento es un arrepentimiento del que necesito arrepentirme. Oh, caballero, si Dios usara el martillo más pesado que tuviera, si quebrara mi corazón, cada trozo bendeciría Su nombre. Quisiera tener un arrepentimiento genuino. ¡Oh, cómo suspiro por ser conducido a sentir que estoy perdido, y a desear a Cristo con un deseo tan vehemente que no acepte una negativa; pero en este punto mi corazón parece ser duro como acero endurecido por el infierno y frío como un témpano de hielo, pues no quiere someterse y no puede hacerlo, aunque sea cortejado por el amor divino! El propio diamante podría deshacerse en líquidos torrentes, pero mi alma no cede ante nada. ¡Señor, quebrántala! ¡Señor, quebrántala!” ¡Ah, pobre corazón!, veo que estás muy lejos, pero, ¿sabes que si mi Señor se te apareciera esta mañana y te dijera: “Con amor eterno te he amado”, tu corazón se quebrantaría en un instante?

 

“La ley y los terrores no hacen sino endurecer;

Todo el tiempo trabajan solos;

Pero un sentido del perdón comprado con sangre,

Puede disolver al corazón de piedra”.

 

Por lejos que estés, si el Señor te perdona cuando todavía estás endurecido y estás consciente de poseer un corazón empedernido, ¿no caerás entonces a Sus pies y ensalzarás ese grandioso amor con el que te ha amado, incluso cuando estabas muerto en delitos y pecados?

 

Sí, pero me parece que oigo a alguien que dice: “Hay otro punto en el que siento que estoy muy lejos, pues tengo muy poca o ninguna fe. He oído predicaciones sobre la fe cada día domingo; sé lo que es, creo que lo sé, pero no puedo alcanzarla. Yo sé que si me arrojo enteramente sobre Cristo, seré salvado. Entiendo muy bien que Él no me pide nada, ni deseos, ni actos ni sentimientos; yo sé que Cristo está dispuesto a recibir al peor pecador que esté todavía fuera del infierno, si ese pecador sólo viene y simplemente confía en Él. Yo he intentado hacerlo; algunas veces he pensado que tenía fe, pero cuando he mirado de nuevo a mis pecados, he dudado tan espantosamente, que percibo que no tengo ninguna fe en absoluto. Hay momentos de sol reluciente en mi vida cuando pienso que puedo decir:

 

“Mi fe está edificada nada menos,

Que sobre la sangre y la justicia de Jesús”.

 

Pero, ¡oh!, cuando siento que mis corrupciones se levantan dentro de mí, oigo una voz que dice: “¡Sansón, los filisteos contra ti!”, y al instante descubro mi propia debilidad. No tengo la fe que necesito; estoy muy alejado de ella, y temo que nunca la poseeré.

 

Sí, hermanos míos, yo percibo la dificultad de ustedes, pues yo mismo he sentido esa pena; pero, ¡oh!, mi Señor, que es el dador de la fe, que es exaltado en lo alto para dar arrepentimiento y remisión de pecados, puede darles la fe que tanto desean, y esta mañana puede hacer que reposen con una confianza perfecta en la obra que Él ha realizado para ustedes.

 

Resumiendo todo en una palabra, el pecador verdaderamente penitente siente que él está aún muy lejos en todo. No hay ni un solo punto sobre el que puedas hablar con él, que no lo lleve a confesar su deficiencia. Comienza a ponerlo en las balanzas del santuario, y clama: “¡Ay!, puedo decirte que antes de ser pesado, seré hallado falto”. Ponlo a prueba y se rehusará; “No”, -comenta- “no puedo soportar ningún tipo de prueba,

 

‘Todo profano e inmundo,

No soy nada más que pecado’”.

 

Mira, mira cuán bien ha descrito mi Maestro tu caso en esta parábola: “Y cuando aún estaba lejos”, todavía cubierto de andrajos, todavía contaminado con la inmundicia, todavía estando en desgracia, todavía siendo un extraño para con la casa de tu Padre, sólo hay este único punto con respecto a ti, que tienes tu rostro orientado hacia tu Padre, que tienes un anhelo por Dios, y querrías, ¡oh!, querrías si pudieras, aferrarte a la vida eterna. Pero te sientes demasiado lejos para albergar cualquier cosa semejante a una esperanza consoladora; ahora he de confesar que siento muchos miedos acerca de ti, que te encuentras en ese estado; temo que ya hayas avanzado tanto y sin embargo, que todavía te regreses; pues hay muchos de quienes pensamos que habían avanzado hasta este punto y sin embargo, se regresaron después de todo. ¡Oh!, recuerda que los deseos que tienes de Dios no te han de cambiar como para salvarte. Debes encontrar a Cristo. Recuerda que decir: “Me levantaré” no basta ni siquiera para levantarse; no debes descansar nunca hasta que tu Padre te haya besado, hasta que te ponga el mejor vestido. Tengo miedo de que te quedes tranquilo y digas: “me encuentro en un buen estado; el ministro nos dice que muchos son llevados a un estado así antes de ser salvados. Haré un alto aquí”.

 

Querido amigo mío, es un buen estado para atravesarlo, pero es un mal estado para permanecer en él. Te ruego que nunca te contentes con un sentido de pecado, que nunca estés satisfecho con saber meramente que no eres lo que deberías ser. Saber que tiene fiebre no cura al hombre; su conocimiento es en cierta medida un buen signo, pues demuestra que la fiebre no le ha conducido al delirio; pero el hecho de saber que está enfermo nunca le proporciona al hombre una perfecta salud. Es bueno que lo sepa, pues de otra manera no solicitaría al médico; pero a menos que lo conduzca a eso, morirá, ya sea que se sienta enfermo o no. Una mera conciencia de que tienes hambre mientras los jornaleros de tu padre tienen suficiente pan y todavía les sobra, no calmará tu hambre, pues necesitas más que eso. Tú estás todavía muy lejos y te ruego que recuerdes cuál es el peligro, para que no te quedes allí ni pierdas la sensibilidad que ya posees.

 

Tal vez te sobrevenga la desesperación. Algunos se han suicidado bajo un sentido de la grandísima distancia de Dios en la que están, porque no se atrevieron a mirar al Salvador. Elevaremos nuestras preces a Dios para que la segunda parte de nuestro texto sea una realidad para ustedes, y que tanto la rebeldía como la desesperación puedan prevenirse por la pronta venida de Dios revestido con las ropas de la gracia, para reunirse con su alma culpable y para proporcionarles gozo y paz por medio de la fe.

 

II.   En segundo lugar –y, oh, que el Maestro nos ayude- tenemos que considerar LA INCOMPARABLE BENEVOLENCIA DEL PADRE CELESTIAL. Debemos hacer una reflexión sobre cada una de estas palabras.

 

Ante todo, tenemos aquí una observación divina. “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre”. Es verdad que Él siempre le ha visto. Dios ve al pecador en cada estado y en cada posición. Sí, y le ve también con un ojo de amor, -a un pecador escogido como el que es descrito en el texto- no con complacencia, pero aun así con afecto. Dios mira a Sus elegidos descarriados. Yo digo que aquel padre veía a su hijo cuando dilapidaba sus bienes con rameras, le veía con profunda tristeza cuando anhelaba vehementemente llenarse con las algarrobas que los puercos sí podían comer; pero ahora, si pudiese existir tal cosa como que la omnisciencia se volviera más exacta, el padre le ve con un ojo lleno de un amor más tierno, de un mayor cuidado. “Lo vio su padre”. ¡Oh, qué espectáculo era para el padre! Era su hijo, es verdad, pero era su hijo réprobo, que había deshonrado el nombre de su padre, que había desprestigiado el nombre de una casa honorable al hacer que fuera mencionado entre las heces y la escoria de la tierra. ¡Allá está! ¡Qué espectáculo para los ojos de un padre! Está inmundo, como si hubiese estado revolcándose en el cieno; y sus coloridas vestiduras habían perdido desde hacía tiempo sus bonitos colores, y colgaban de él convertidas en andrajos lastimosos. El padre no da la vuelta y trata de olvidarle, sino que fija atentamente su mirada en el hijo.

 

Pecador, tú sabes que Dios te ve esta mañana; estando sentado en esta casa tú eres observado por el Dios del cielo. No hay un solo deseo en tu corazón que no hubiere sido leído por Él, ni una sola lágrima en tus ojos que no sea observada por Él. Te digo que Él ha visto tus pecados de medianoche; ha oído tus maldiciones y tus blasfemias y, no obstante, te ha amado a pesar de todo lo que has hecho. Difícilmente habrías podido ser más rebelde en contra de Él, y sin embargo, te ha anotado en Su libro de amor, y ha resuelto salvarte y el ojo de Su amor te ha seguido a dondequiera que has ido. ¿Acaso no hay consuelo en ello? ¿Por qué no podía él ver a su padre? ¿Fue el efecto de las lágrimas en sus ojos lo que le impedía ver? ¿O acaso se debía a que su padre tenía una vista más ágil que él?

 

Pecador, tú no puedes ver a Dios, pues eres incrédulo, carnal y ciego, pero Él puede verte; tus lágrimas penitentes nublan tu vista, pero tu Padre tiene ojos veloces y Él te contempla y te ama ahora; en cada mirada hay amor. “Lo vio su padre”.

 

Fíjense que se trataba de una observación amorosa, pues está escrito: “Lo vio su padre”. No le veía como un mero observador casual; no le notaba, como un hombre podría notar al hijo de su amigo, con alguna piedad y benevolencia, sino que le observaba como sólo un padre puede hacerlo. ¡Qué mirada tan aguda tiene un padre! Vamos, he conocido a algún joven que llega a casa, tal vez por unas breves vacaciones. Aunque su madre no se ha enterado de nada y ni siquiera ha habido un susurro en cuanto a la conducta de su hijo, sin embargo, no puede evitar comentarle a su esposo: “Hay algo acerca de Juan que me hace sospechar que no está procediendo como debería. No sé, amado esposo”, -afirma ella- “de qué se trata, pero, no obstante, estoy segura de que se ha involucrado con malas compañías”. Ella puede leer su carácter al instante. Y el padre nota también algo; no sabe decir de qué se trata, pero sabe que es motivo de ansiedad. Pero aquí tenemos a un Padre que puede verlo todo, y que tiene tanto prontitud de amor como certeza de conocimiento. Por eso puede ver cada mancha y cada raspón y notar cada herida putrefacta. Ve a su hijo al revés y al derecho como si fuese un jarrón de cristal; lee en su corazón, no meramente los vestidos que lo delatan, no meramente la aflictiva historia del rostro sin lavar y de esos zapatos remendados, sino que puede leer su alma y puede entender la totalidad de su miserable condición.

 

Oh pobre pecador, no hay ninguna necesidad de que le des información alguna a tu Dios, pues Él ya lo sabe todo; no necesitas escoger tus palabras en oración para plantear tu caso llana y perspicazmente, pues Dios puede verlo, y todo lo que tienes que hacer es descubrir tus heridas, tus raspones y tus llagas putrefactas, y decir: “Padre mío, Tú lo ves todo, Tú lees mi negra historia en un instante; Padre mío, ten piedad de mí”.

 

El siguiente pensamiento que hemos de considerar debidamente es la compasión divina. “Lo vio su padre, y fue movido a misericordia”. ¿Acaso la palabra com-pasión no significa sufrir-con o sufrimiento-que acompaña? ¿Qué es la compasión, entonces, sino ponerte en el lugar del que sufre y sentir su dolor? Si me permiten decirlo, el padre se introdujo en los andrajos del hijo, y entonces sintió tanta piedad por él como la que ese pobre hijo pródigo andrajoso podría haber sentido por sí mismo. Yo no sé cómo generar su compasión esta mañana excepto suponiendo que se trata del propio caso de ustedes. Voy a suponer, padre, que se trata de un hijo tuyo. Yo vi, no hace muchas horas, a un joven que trajo a mi mente al hijo pródigo de este caso: su rostro estaba marcado con innumerables líneas de pecado y desgracia, su cuerpo estaba enflaquecido y en los puros huesos, sus vestidos correspondían a una talla mucho mayor y su apariencia general era el propio espejo de la calamidad. Llamó a mi puerta. Yo conocía su caso; no puedo hacerle daño si cuento esto. Había deshonrado a su familia, no una ni dos veces, sino muchas veces. Al final sacó el dinero que tenía en el negocio de una respetable familia, vino a Londres con cuatrocientas libras esterlinas, y en unas cinco semanas lo gastó todo; y, sin un solo centavo con el que ayudarse, a menudo carece de alimento, y me temo que con frecuencia se ha arrastrado por los parques en la noche para dormir, y así ha traído dolores y aflicciones a sus huesos que permanecerán allí hasta que muera. Vaga por las calles durante el día como un vagabundo y un réprobo. Yo les he escrito a sus amigos y el caso ha sido presentado reiteradamente a la atención de ellos pero no quieren reconocerle y, considerando su conducta vergonzosa, no me sorprende en lo absoluto. Ya no tiene padre ni madre. Si le ayudaran más allá del mero alimento y alojamiento, hasta donde podríamos juzgar, sería un dinero tirado a la calle; nos parece que, como está tan establecido en la maldad, si le ayudaran,  haría lo mismo de nuevo. Sin embargo, sólo deseo ver que pueda tener una oportunidad más por lo menos, y la tendría sin duda, si su padre viviera todavía; pero los demás sienten que las fuentes de su amor están bloqueadas. Al pensar en él no puedo dejar de pensar que si fuera un hijo mío y yo fuera su padre y lo viera venir en tal condición a mi puerta, independientemente del crimen que hubiere cometido, yo me echaría a su cuello y le besaría; el peor pecado no podría apagar para siempre las chispas del amor paternal. Yo podría condenar el pecado en los términos más punzantes y más severos; podría lamentar que hubiere nacido jamás, y clamar con David: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti!”, pero no podría correrlo de mi casa, ni rehusar llamarlo mi hijo. Es mi hijo, y será mi hijo hasta que muera. Tú sientes precisamente ahora que si fuera tu hijo harías lo mismo.

 

Así es como siente Dios para contigo, Su elegido, Su hijo arrepentido. Tú eres Su hijo; así lo espero, confío que así sea; esos deseos que tienes en tu alma hacia él, me hacen sentir que tú eres uno de Sus hijos, y cuando te mira desde el cielo sabe cuál es tu intención. ¿Cuál es? ¿Qué diré? No, no necesito hacer una descripción, sino: “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen”. Él tendrá compasión de ti; Él te recibirá en Su pecho ahora. Ten buen ánimo, pues el texto dice: “Fue movido a misericordia”.

 

Noten y observen cuidadosamente la celeridad de este amor divino: “corrió”. Probablemente estaba caminando en la azotea de la casa oteando el horizonte por su hijo, cuando una mañana pudo vislumbrar a una pobre y triste figura en la distancia. Si no hubiera sido su padre, no habría sabido que se trataba de su hijo, pues estaba muy cambiado; pero miró una y otra vez, hasta que al fin dijo: “¡Es él! ¡Oh! ¡Qué evidencias de hambre hay en él, y de sufrimiento también!” Y el viejo caballero desciende; me parece verle corriendo al bajar las escaleras, y los siervos se asoman junto a las ventanas y en las puertas, y diciendo: “¿Adónde va nuestro señor? No le he visto correr tan rápido en mucho tiempo”. Vean, allá va; no sigue el camino, pues da muchos rodeos; pero hay una brecha a través de uno de los vallados y salta por ese lugar; elige el camino más recto que pueda encontrar; y antes de que el hijo tuviera tiempo de advertir quién es, el padre está sobre el hijo, y le rodea con sus brazos, echándose sobre su cuello y besándole.

 

Yo recuerdo a un joven pródigo que fue recibido de la misma manera. Aquí mismo está, soy yo, yo mismo. Yo estaba sentado en una pequeña capilla, sin imaginarme que mi Padre me veía; ciertamente yo estaba muy lejos. Yo sentía algo de mi necesidad de Cristo, pero no sabía qué tenía que hacer para ser salvo; aunque había sido instruido en la letra de la Palabra, yo era espiritualmente un ignorante del plan de salvación; aunque instruido en la Palabra desde mi más temprana edad, no la conocía. Yo sentía, pero no sentía lo que deseaba sentir. Si hubo jamás un alma que sabía que estaba muy alejada de Dios, yo era esa alma; y, sin embargo, en un momento, en un solo instante, tan pronto hube oído las palabras: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra”, tan pronto volví mis ojos a Jesús crucificado, sentí mi perfecta reconciliación con Dios, y supe que mis pecados eran perdonados. No hubo tiempo para apartarme del camino de mi Padre celestial; fue consumado, y consumado en un instante; y en mi caso, al menos, Él corrió y se echó sobre mi cuello y me besó.

 

Yo espero que ése sea el caso para muchos esta mañana; antes de que salgan de este lugar, antes de que regresen a sus viejas dudas, y temores, y suspiros y lamentos, yo espero que el Señor de amor corra aquí y se encuentre con ustedes, y se eche sobre sus cuellos y los bese.

 

Después de haber considerado de esta manera la observación, la compasión y la ligereza, no se olviden de la cercanía: “Se echó sobre su cuello, y le besó”. Entiendo esto por experiencia, pero es demasiado inefable para poder explicarlo: “Se echó sobre su cuello”. Si hubiera permanecido a una distancia y dijera: “Juan, me daría mucho gusto besarte, pero estás demasiado inmundo; no sé qué pueda haber debajo de esos inmundos andrajos; no me siento inclinado a echarme sobre tu cuello justamente ahora; estás demasiado perdido para mí. Yo te amo, pero hay un límite para la manifestación del amor. Cuando te haya puesto en la condición propicia, entonces podré manifestarte mi afecto, pero no puedo hacerlo ahora, mientras estás tan asqueroso”. ¡Oh, no!, pero incluso antes de ser lavado, se echa sobre el cuello del hijo. Allí está lo maravilloso. Puedo entender cómo Dios manifiesta Su amor hacia un alma que ha sido lavada en la sangre de Jesús, y lo sabe; pero ¡cómo puede echarse sobre el cuello de un pecador asqueroso e inmundo como ése! Allí está, no como un santificado, no como teniendo algo bueno en él, sino solamente como un rebelde inmundo, pestífero y desesperado, y a pesar de ello, Dios se echa sobre su cuello y le besa. ¡Oh, qué extraño milagro de amor! El acertijo es descifrado al recordar que Dios no había mirado nunca a ese pecador, tal como era en sí, sino que siempre le miró como era en Cristo; y cuando se echó sobre el cuello del hijo pródigo, de hecho, simplemente se echó sobre el cuello de Su Hijo que sufrió una vez, Jesucristo, y besó al pecador porque lo vio en Cristo, y por tanto, no vio lo aborrecible del hijo pródigo, sino que sólo vio la donosura de Cristo, y por tanto, le besó como habría besado a su sustituto.

 

Observen cuánto se acerca Dios al pecador. Se decía de aquel eminente santo y mártir, el Obispo Hooper, que en una ocasión un hombre sumido en una profunda angustia, recibió permiso de ir a visitarlo en su prisión para contarle los remordimientos de su conciencia; pero el Obispo Hooper le miró tan severamente y se dirigió a él tan ásperamente al principio, que el pobre individuo salió huyendo, y no pudo obtener consuelo hasta no haber buscado a otro ministro de un aspecto más benévolo. Ahora, Hooper tenía realmente un alma agraciada y amorosa, pero la severidad de su trato mantuvo al penitente a la distancia.

 

No hay un comportamiento severo así en nuestro Padre celestial. A Él le encanta recibir a Sus hijos pródigos. Cuando se aparece, no dice al pecador: “¡Aléjate!”, “¡Guarda tu distancia!”, sino que se echa sobre su cuello y le besa.

 

Hay todavía otro pensamiento que ha de ser extraído de la metáfora del beso; no debemos pasar por alto eso sin hundir nuestra copa en la miel. Besando a su hijo el padre reconoce la relación. Dijo con énfasis: “Tú eres mi hijo”, y el pródigo fue

 

“Estrechado en el pecho de su Padre,

Y reconocido como hijo de una vez por todas”.

 

Además, ese beso fue el sello del perdón. No le habría besado si hubiera estado enojado con él; le perdonó, y le perdonó todo. Hubo, además, algo más que un perdón. Hubo aceptación: “Te recibo de nuevo en mi corazón como si fueras digno de todo lo que le doy a tu hermano mayor, y, por tanto, te beso”. Ciertamente, éste fue también un beso de deleite, como si se agradara en él, deleitándose en él, recreando sus ojos con la vista de él, y sintiéndose más feliz de verle a él que de ver todos sus campos, y sus becerros gordos y todos los tesoros que poseía. Su deleite consistía en ver a este pobre hijo restaurado. En verdad, todo eso está resumido en un beso.

 

Y si esta mañana mi Padre, su Padre, sale para encontrarse con penitentes que se lamentan, en un instante les mostrará que ustedes son sus hijos y ustedes dirán: “¡Abba, Padre!”, de camino de regreso a su propia casa; sentirán que su pecado es perdonado por completo, que cada partícula de él es echado tras la espalda de Jehová; sentirán hoy que son aceptados; al mirar su fe en Cristo, verán que Dios los acepta porque Cristo, su sustituto, es digno del amor de Dios y del deleite de Dios. Es más; yo confío que esta misma mañana ustedes se deleitarán en Dios, porque Dios mismo se deleita en ustedes, y le oirán susurrar en su oído: “Serás llamada Hefzi-bá… porque el amor de Jehová estará en ti”. Yo quisiera poder describir un texto como éste como debería ser; se requiere de un corazón tierno y compasivo; se necesita un hombre que sea el alma misma de la ternura para explicar los tiernos matices de un versículo como éste.

 

Pero, ¡oh!, aunque no pueda describirlo, espero que ustedes lo sientan, y eso es mejor que una descripción. Yo no vengo aquí para pintar la escena, excepto para ser el pincel en la mano de Dios para que lo pinte en sus corazones. Algunos de ustedes pueden decir: “yo no necesito descripciones; lo he sentido; yo acudí a Cristo y le conté mi caso, y le rogué que se encontrara conmigo; ahora creo en Él, y he seguido mi camino regocijándome en Él”.

 

Sólo diremos estas palabras y habremos concluido. En resumen, uno podría notar que este pecador, aunque aún estaba muy lejos, no fue recibido a un perdón pleno y adopción y aceptación mediante un proceso gradual, sino que fue recibido de inmediato. No se le permitió entrar primero a dependencias accesorias de la casa, y posteriormente se le permitió venir algunas veces y comer con los siervos en la cocina, y luego se le permitió sentarse al fondo de la mesa para que gradualmente se fuera acercando. No; el padre se echó sobre su cuello y le besó desde el primer momento; se aproxima tanto a Dios desde el principio como lo hará siempre. Así, pudiera ser que un alma salva no goce ni conozca mucho, pero está tan cerca de Dios y es tan querida para Él desde el primer momento que cree, como siempre lo será: un verdadero heredero de todas las cosas en Cristo, y de manera tan cierta, como lo será cuando se remonte al cielo para ser glorificado y ser semejante a su Señor.

 

¡Oh, qué portento es este! Recién salido de su chiquero, y sin embargo, de inmediato en el seno de su padre; acababa de estar con los cerdos y sus gruñidos todavía retumbaban en sus oídos, y ahora oye las palabras amorosas de un padre; sólo unos cuantos días atrás estaba llevándose las algarrobas a la boca, y ahora son los labios de un padre los que están en sus labios. Qué cambio, y todo en un instante. Yo afirmo que no hay un proceso gradual en esto, sino que el asunto es llevado a cabo de inmediato: en un instante viene a su padre, su padre viene a él, y está en los brazos de su padre.

 

Observen, además, que así como no hubo un recibimiento gradual, no hubo tampoco un recibimiento parcial. No fue perdonado con condiciones; no fue recibido en el corazón de su padre con la condición de que hiciera tal y tal cosa. No; no hubo ningún condicional: “si” y ningún “pero”; fue besado, y vestido y festejado sin que hubiera ni una sola condición de ningún tipo. No se hicieron preguntas; su padre había echado tras su espalda las ofensas del hijo en un instante, y fue recibido sin una censura o un regaño. No fue un recibimiento parcial. No fue recibido para algunas cosas y rechazado para otras. Por ejemplo, no se le permitió que se llamara hijo pero que se considerara un inferior. No; lleva puesto el mejor vestido; tiene el anillo en su dedo; tiene los zapatos en sus pies; participa en la comida del becerro gordo; y de igual manera, el pecador no es recibido en un lugar de segunda categoría, sino que es llevado a la plena posición de un hijo de Dios. No es un recibimiento gradual y ni siquiera parcial.

 

Y además, no es un recibimiento temporal. Su padre no le besó para sacarlo luego por la puerta de atrás. No le recibió durante un tiempo, para decirle posteriormente: “Prosigue tu camino; he tenido compasión de ti; ahora tienes un nuevo principio, vete al país lejano y enmienda tus caminos”. No; sino que el padre le diría lo que ya le había dicho al hermano mayor; “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas”.

 

En la parábola, los bienes no podían serle restaurados, pues había derrochado su parte; pero en la misma verdad y de hecho, Dios equipara al hombre que viene a la hora undécima con el que vino a la primera hora del día. Da a cada hombre el denario; y da al hijo más descarriado los mismos privilegios y al final la misma herencia que da a los Suyos que han estado todos estos años con Él, y que no han transgredido Sus mandamientos. Hay un pasaje muy notable en uno de los profetas, en el que Él dice: “Ecrón será como el jebuseo”, queriendo decir que el filisteo, al ser convertido, será tratado tal como los habitantes originales de Jerusalén; que las ramas del olivo que fueron injertadas tienen los mismos privilegios que las ramas originales. Cuando Dios toma a los hombres que son herederos de ira y los convierte en herederos de la gracia, tienen justo tantos privilegios desde el principio como si hubiesen sido herederos de la gracia durante veinte años, porque a los ojos de Dios siempre fueron herederos de la gracia, y desde toda la eternidad Él vio a Sus hijos más descarriados.

 

“No cuando estaban caídos en Adán,

Cuando el pecado y la ruina cubrían todo;

Sino como estarán en otro día,

Más hermosos que el rayo meridiano del sol”.

 

Oh, quiera Dios, en Su infinita misericordia, traer a casa a algunos de Sus amados hijos en este día, y Él recibirá la alabanza, mundo sin fin. Amén.

       

 

Traductor: Allan Román

8/Octubre/2009

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