El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Los Incrédulos Tropiezan; los Creyentes
Se Gozan
NO. 571
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 22 DE MAYO DE 1864
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Como está
escrito: He aquí pongo en Sion piedra de tropiezo y roca de caída; y el que
creyere en él, no será avergonzado.”
Romanos 9: 33
Nuestro apóstol fue inspirado por Dios y, sin
embargo, era llevado a citar pasajes
tomados del Antiguo Testamento. El Espíritu de Dios hubiera podido dictarle
nuevas palabras; hubiera podido mostrarle cómo confirmar la verdad mediante
otros argumentos, pero a Él no le agrada hacer eso. Guía a Su siervo a
establecer la verdad presente por medio de verdades reveladas anteriormente, y
así nos da el ejemplo de escudriñar las Escrituras y de valorar los antiguos
oráculos de Dios.
El pasaje bajo nuestra consideración pareciera
estar compuesto por dos Escrituras entrelazadas hasta ser convertidas en una,
un método que era utilizado con frecuencia por los apóstoles. Una parte del
texto que estamos considerando se encuentra en Isaías 28: 16; el apóstol no
hace una cita literal, y más bien nos da el sentido en lugar de las palabras:
“He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada,
angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure”. Pero
Pablo inserta esa palabra de profecía en otra, citando esta vez de Isaías 8:
14: “Entonces él será por santuario; pero a las dos casas de Israel, por piedra
para tropezar, y por tropezadero para caer”.
No puedo evitar hacer una o dos observaciones
sobre estos pasajes antes de abordar el texto que vamos a considerar. En Isaías
8: 14, se percibe una sorprendente prueba de la divinidad de Cristo. Vean el
versículo decimotercero: “A Jehová de los
ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo.
Entonces él”, -esto es, Jehová de los ejércitos- “será por santuario” para los
creyentes; “pero a las dos casas de Israel, por piedra para tropezar, y por
tropezadero para caer”. Isaías expresa una profecía de Jehová de los ejércitos,
y Pablo la cita en referencia al Señor Jesucristo, con el propósito claro de
que concluyamos que el Señor Jesucristo es el propio Jehová.
Del segundo pasaje aprendemos otra verdad que
sirve para ilustrar más de cerca nuestro texto. En Isaías 8: 16, leemos, “He
aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra”. El apóstol ha omitido
las palabras “por fundamento” y ha insertado las palabras del otro pasaje, “por
piedra para tropezar, y por tropezadero para caer”. Pero la profecía original
de Isaías sirve para mostrarnos que el propósito real de Dios al poner a Cristo
en Sion no era para que los hombres se tropezaran en Él, sino para que fuera un
cimiento para sus esperanzas. El propósito real de Dios era que Cristo fuera la
piedra angular para la confianza humana, pero el resultado ha sido que para un
conjunto de hombres renovados por la gracia todopoderosa, Cristo se ha
convertido en un santuario de refugio y en una piedra de dependencia, y para
otros, dejados a su propia depravación, se ha convertido en una piedra de
tropiezo y roca de caída. Estos son algunos comentarios sobre las Escrituras
primitivas que Pablo cita. Ahora vayamos al versículo mismo.
Nuestro texto nos informa que muchos tropiezan en Cristo; y, luego, en
segundo lugar, nos asegura que quienes
reciben a Cristo y creen en Él, no tendrán motivo de ser avergonzados.
I. La primera declaración no necesita ninguna
demostración, pues la observación misma nos enseña que MUCHOS TROPIEZAN EN
CRISTO. Tan pronto Dios fue manifestado en la carne, los mortales comenzaron a
tropezar en Él. “¿No es éste el hijo del carpintero?”, era la pregunta de
quienes esperaban la pompa mundana y la grandeza imperial. “Conocemos a su
padre y a su madre y, ¿no están todas sus hermanas con nosotros?”, era la
objeción susurrada por sus propios paisanos. El más grande de todos los
profetas no tenía ningún honor en Su propia tierra. Nuestro Señor fue rechazado
por toda clase de hombres; aunque le miraban desde diferentes círculos, todos
lo hacían con el mismo ojo escarnecedor.
Los fariseos tropezaban en Él porque no era supersticioso
ni ostentoso; ciertamente no se lavaba las manos antes de comer, ni tampoco oraba
en las esquinas de las calles; entablaba relaciones con los publicanos y pecadores;
no ensanchaba sus filacterias; sanaba a los enfermos en el día de reposo; no
tenía ningún respeto por las tradiciones, y por todo ello, todo fariseo ‘justo’
le aborrecía.
El saduceo, por otra parte, a pesar de que odiaba
la superstición farisaica, despreciaba igualmente a Cristo en gran medida. Sus
objeciones eran disparadas desde otro ámbito. Para él, Cristo era demasiado
supersticioso, pues el saduceo no creía ni en ángel ni en espíritu ni en la
resurrección de los muertos, creencias todas que el profeta de Nazaret sostenía
abiertamente. El escepticismo filosófico detestaba a Jesús porque Su enseñanza
contenía mucho del elemento sobrenatural. A lo largo de toda Su vida, tanto en
las cortes superiores de Herodes o de Pilato, como entre los más bajos rangos de
la turba de Judea, Cristo fue despreciado y desechado entre los hombres. Desde
tiempos antiguos habían perseguido a todos los profetas a quienes el Señor
había enviado, y era poco sorprendente que ahora asediaran al propio Señor. “Os
tocamos flauta, y no bailasteis; os endechamos, y no lamentasteis”: esto podían
decir todos los profetas de Dios, pues Israel no recibió ni al hombre solitario
cuyo alimento consistía en langostas y miel silvestre, ni al espíritu más cordial
que llegó comiendo y bebiendo. Eliminaron a todos los profetas de Dios y no
aceptaron ninguno de sus reproches; y cuando el Hijo mismo llegó, dijeron: “Este
es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra”. Los judíos
le rechazaron a una voz, con la única excepción del remanente conforme a la
elección de gracia.
Pero el judío no está solo en su ofensa dirigida
a la cruz. Sabemos que cuando el Evangelio fue llevado a los gentiles posteriormente,
Cristo crucificado fue piedra de tropiezo para ellos. Los refinados griegos,
con sus diversos sistemas de filosofía, esperaban ver en el Mesías un pensamiento
profundo y un gusto clásico; pero cuando oyeron predicar a Pablo sobre la
resurrección de los muertos, no vieron nada que halagara su filosofía y entonces
se burlaron abiertamente de esa predicación. A la vez que el judío recogía su
manto de flecos extendidos y llamaba a Cristo ‘piedra de tropiezo’, el griego
marchaba a su templo clásico o a su academia científica, y daba voces diciendo:
“¡Pura necedad, los hombres que así hablan deben de estar locos!” En todo
tiempo, incluso hasta en nuestra época, siempre que Cristo es predicado, el
corazón humano ha sido provocado de inmediato a la ira contra Él; el embajador de
Dios ha encontrado hombres renuentes a recibir la paz por él proclamada; el
amado Hijo de Dios, que no vino sino con palabras de misericordia y ternura, ha
sido aborrecido y rechazado por los propios hombres a quienes ha venido a
bendecir. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”.
Sin embargo, nosotros tenemos poco que ver con esas
épocas pasadas; tenemos que ver mucho más con el presente y con nosotros
mismos; y es algo triste saber que en medio de esta concurrencia, -aunque
supongo que nos autodenominamos cristianos- hay muchas personas para quienes
Cristo es todavía piedra de tropiezo y roca de caída. Es un hecho lamentable
que hay cientos de miles de personas en Londres para quienes el Evangelio de
Cristo es tan poco conocido como si se tratara de hindúes o de tártaros. Para
éstos, Cristo no es una piedra de tropiezo, pues no lo conocen y, por tanto, no
tienen la culpa que tienen algunos de ustedes por haber oído de Él y rechazarlo.
En medio de la concurrencia presente hay algunos
que tropiezan con Cristo por causa de Su
santidad. Él es demasiado estricto para ellos; quisieran ser cristianos
pero no pueden renunciar a sus placeres sensuales; quisieran ser lavados en Su
sangre, pero desean revolcarse todavía en el cieno del pecado. Hay muchas personas
que estarían suficientemente dispuestas a recibir a Cristo si, después de recibirle,
pudieran continuar con su borrachera, con su lascivia y con su desenfreno. Pero
Cristo pone el hacha a la raíz de los árboles. Él les dice que hay que
renunciar a todo esto, porque “por estas cosas viene la ira de Dios sobre los
hijos de desobediencia”, y, además, “sin santidad nadie verá al Señor”. La
naturaleza humana da coces contra esto. “¡Cómo!, ¿no podría gozar de alguna
lascivia favorita? ¿No podría disfrutar de estas cosas al menos de vez en
cuando? ¿He de abandonar por completo mis viejos hábitos y mis antiguos
caminos? ¿Tengo que ser hecho una nueva criatura en Cristo Jesús?”
Estos son términos demasiado duros, son
condiciones demasiado severas, y así, el corazón humano regresa a las ollas de
carne de Egipto y se aferra al ajo y a las cebollas del antiguo estado de
servidumbre, y no quiere ser liberado ni siquiera debido a que uno mayor que
Moisés alza la vara para dividir al mar, y promete darle Canaán, que fluye
leche y miel. Cristo ofende a los hombres porque Su Evangelio es intolerante
con el pecado.
Otros tropiezan con nuestro bendito Señor porque
no les gusta el plan de ser salvados
entera y únicamente por medio de la fe. ¿Hay algunas de esas personas aquí?
Yo supongo que habrá algunas. Dicen: “Qué, ¿acaso no valen nada nuestras buenas
obras? ¿No hay nada que podamos hacer para ayudar en nuestra salvación? Tú nos
dices que lo que justifica al alma es confiar únicamente en Cristo, sin nada
más; entonces no lo entendemos, o aunque lo entendiéramos, no nos gusta”. Esto
es demasiado humillante, demasiado sencillo, demasiado fácil.
-“Vamos”, -dice el hombre que ha asistido
siempre a la iglesia de su distrito o a su casa de reunión, que no le debe nada
a nadie y que es generoso con los pobres-: “¡Vamos!, entonces mi posición no es
nada mejor que la de la ramera que recorre las calles a medianoche, o que la del
ladrón que cumple su mes de castigo en trabajos forzados”. No sería mejor tu
condición, mi querido oyente, en cuanto a tu salvación eterna, si rehúsas creer
en Cristo. La condenación del impío descarado es segura, pero igualmente segura
sería la tuya si, después de haber oído el plan de salvación, das la vuelta y lo
desprecias porque prefieres tu justicia propia a la justicia de Dios.
¡Ah, cuántos naufragan al estrellarse contra
esta roca y cuántos son tragados por esta arena movediza! Ellos quisieran ser
salvados pero no aceptan doblar la rodilla; no están contentos de recibir la
salvación de Dios por la fe en Cristo Jesús, y así, perecen debido a su terco
orgullo.
He conocido a otros que tropiezan en Cristo por
causa de la doctrina que Él predica, más
específicamente, las doctrinas de la
gracia. A esta casa entra alguien que, si predicáramos un sermón sobre la
virtud cristiana, diría: “me gustó ese discurso”; pero si predicáramos a Cristo
y comenzáramos a hablar acerca de las doctrinas profundas contenidas en el
Evangelio, tales como la elección, el llamamiento eficaz y el amor eterno e
inmutable, de inmediato se enojan casi hasta el punto de crujir sus dientes.
Quisieran tener a Cristo –dicen ellos- pero no pueden aceptar estas doctrinas.
-“¡Qué, Dios salva a quien quiere y ni siquiera
le pide permiso a la criatura! ¿Hará lo que le agrade con nosotros igual que un
alfarero hace lo que quiere con la masa de arcilla? ¿Nos han de decir en
nuestra cara que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que
tiene misericordia? No podemos soportar eso. Nos dirigiremos a algún otro lugar
donde el hombre reciba mayor consideración, y donde Dios no sea colocado tan
alto sobre nuestras cabezas”.
¡Ah, pero, amigo mío!, Jesucristo no elaborará
Su doctrina para agradarte, ni diluirá la verdad de la Escritura para que se
adapte a tus gustos carnales. Observa que es en el capítulo noveno de Romanos
donde se encuentra mi texto, y en ese mismo capítulo de Romanos tienes la
declaración más clara y audaz registrada en alguna parte concerniente a la
soberanía de la gracia divina, y si tú decides hacer de la soberanía una excusa
para no creer en Cristo, perecerás para tu desgracia; y, perecerías merecidamente
también, porque quieres altercar con la Palabra de Dios y condenas a tu propia
alma a ser castigada por la soberanía de Dios.
Pero, en verdad, mis queridos amigos, cuando los
pecadores están resueltos a objetar a Cristo, lo más fácil del mundo es
encontrar algo que objetar. He conocido a algunos que tropiezan por causa del pueblo de Cristo. Dicen: “Bien, yo quisiera
creer en Cristo, pero observa a los profesantes; mira cuán inconsistentes son.
Contempla a muchos miembros de la iglesia y mira en qué caminos impíos caminan,
incluyendo a algunos ministros”, y entonces comienzan a enumerar diversas
fallas de algunos eminentes siervos de Dios, y piensan que esta es una excusa
para que los pecadores vayan al infierno porque otros no caminan rectamente en
la senda al cielo. Oh, ¿mandarás tu alma al infierno porque otra persona no es
todo lo que debería ser? Qué si David cae y David es restaurado, ¿es esa una
razón por la que tú debas caer para no ser restaurado nunca? ¿Qué importa que
algunos peregrinos que se dirigen al cielo se dirijan a la ‘Vereda Apartada del
Prado’ (By-path meadow) y tengan que regresar al camino cojeando? ¿Es ésa una
razón por la que debas seguir el camino que conduce a la ‘Ciudad de la
Destrucción’? Me parece, amigo, que esto sólo debería hacerte más diligente
para procurar hacer firme tu vocación y elección; los naufragios de los demás
deberían conducirte a navegar más cuidadosamente; las bancarrotas de otros
hombres deberían hacerte comerciar con mayor diligencia y humildad; pero citar
los defectos de los demás como una razón del por qué debas continuar en el
error de tus caminos, es el método de razonar del necio; pon mucho cuidado,
para que no descubras a tu necedad sumida en las llamas del infierno.
La objeción real del hombre natural no es, sin
embargo, ni contra el pueblo de Dios, ni contra el plan de salvación,
considerado en sí mismo, sino más bien contra Cristo. La piedra de escándalo es
Cristo: la persona de Cristo. Ustedes
no quieren aceptar que este hombre reine sobre ustedes; no están anuentes a que
Él lleve la corona y a que reciba todo el honor de la salvación suya; preferirían
perecer en su pecado antes que Jesucristo sea engrandecido por la salvación
suya. Esta es una severa acusación, me dirán; si no fuera cierto, les ruego que
me demuestren que es falsa, creyendo en Jesús. Si no tienen objeción a Cristo,
acéptenlo.
Pecador, si tú dices que no tropiezas por causa
de Cristo, yo te exhorto entonces a que te aferres a Él; si Él no es detestable
para ti, estréchalo en tus brazos ahora. Vamos, hombre, si estuvieras en tus
cinco sentidos, puesto que Cristo puede salvarte con una salvación eterna, tú
ciertamente le asirías, a menos que hubiere alguna objeción por el camino; y
como no te aferras a Él, yo te digo que hay un obstáculo en tu pecaminoso
corazón, un tropiezo en Cristo que será tu ruina a menos que Dios te libere de
ello.
Que Dios me ayude ahora a razonar unos cuantos minutos
con quienes no creen en Cristo, con quienes le han convertido en piedra de
tropiezo y roca de caída. Querido amigo, déjame que me acerque a ti y que tome
tu mano y hable contigo. ¿Has considerado
alguna vez cuánto insultas a Dios el Padre por rechazar a Cristo? Si fueras
invitado a la fiesta de alguno, y te acercaras a la mesa y rompieras todos los
platos y los arrojaras al suelo y los pisotearas, ¿acaso no sería eso un
insulto? Si fueras un pobre mendigo sentado a la puerta, y, motivado por pura
caridad, un hombre rico te invitara a su fiesta, ¿qué pensarías merecer si
trataras sus provisiones de esta manera?
Y, sin embargo, ese es precisamente tu caso. No
tienes ningún merecimiento ante Dios, tú eras un pobre pecador sin ningún
derecho sobre Él y, sin embargo, a Él le agradó preparar una mesa, Sus novillos
y Sus animales engordados han sido sacrificados, y ahora no quieres venir; es más,
haces peor todavía, pues pones objeciones a la fiesta; desprecias la tierra
deleitosa y la buena provisión de Dios. Solamente considera con cuántos gastos
se ha realizado la provisión de salvación. El Padre
eterno entregó a Su Hijo. ¡Pon atención! Su bienamado, lo más querido de Su
corazón, Su único Hijo, fue entregado a la muerte, ¿y tú desprecias un don como
éste? ¿No te haría sonrojar si entregaras a tu único hijo para pelear por tu
país y aquellos a quienes lo entregases te despreciaran a ti y a tu don? Si por
causa de algún patriotismo sobrehumano por el bien de tu país, llegaras incluso
a matar a tu hijo, ¿no te heriría en lo más vivo si los hombres se rieran de ti
e hicieran escarnio del acto? Y, sin embargo, eso es lo que haces para con el
Padre eterno, quien por amor a los hombres apartó de Su pecho a Su amado, lo
clavó al madero y lo cubrió de dolores indecibles. Tú desprecias el don
indecible, el acto más rico de generosidad que incluso el corazón infinito de
Dios hubiera podido imaginar, o la mano infinita de Dios hubiera podido llevar
a cabo. Tú desprecias todo eso; tocas a Dios, permíteme decirte, en la niña de
Sus ojos; le has herido en la parte más sensible; mejor sería que corrieras
sobre el filo de Su espada o te arrojaras sobre las protuberancias de Su adarga
que despreciar y rechazar a Su unigénito Hijo, inmolado por la culpa humana.
Considera, de nuevo, qué prueba hay de tu pecaminosidad, y cuán prestamente serías
condenado al final cuando este pecado esté escrito sobre tu frente. Vamos, hombre,
no habría necesidad de denunciar ningún otro pecado contra ti; el libro en el
que tus fallas han sido registradas escasamente necesitaría ser abierto, pues
esta prueba bastaría. Tú has hecho de Cristo una piedra de tropiezo, has
objetado al amado Hijo de Dios; entonces, ¿por qué necesitaríamos otros
testigos? Por el testimonio de esta sola boca serías condenado: “tú aborreciste
al Príncipe de gloria, tú le rehusaste tu corazón”; por tanto, llévenselo al
lugar de donde vino. ¿Qué importa que no haya sido nunca un adúltero ni un
proxeneta, pues, no basta esto? ¿No muestra esto la negrura del corazón del
traidor y la vileza de su carácter? No quiso recibir a Cristo y más bien
convirtió el cimiento que Dios puso en Sion “en piedra de tropiezo y roca de
caída”. ¿Qué piensas de esto, tú que me estás escuchando?
Además, como esto será un pronto testigo para
condenarte, ¿cómo aumentará tu miseria? ¿Piensas
que Dios será tierno contigo cuando tú no has sido tierno con Su Hijo? Cuando
te arroje al infierno, ¿hará que las llamas sean menos ardientes? ¿Piensas que
Su venganza será refrescante para con el hombre que tropezó con Su Hijo? Para
nada; eso más bien afilará la hoja de Su espada. “Este traidor en efecto despreció
la sangre de Cristo”. Eso derramará combustible sobre las llamas. “Este hombre
hizo de mi unigénito Hijo una piedra de tropiezo, y ahora voy a demostrarle que
‘el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere,
le desmenuzará”. ¿Piensas tú que un rey estaría más inclinado a ser
misericordioso para con un traidor si supiera que ese traidor ha despreciado a
su hijo? No; me parece más bien que la sentencia sería mucho más severa.
¡Ah, pecador!, aunque todos los pecadores
escaparan, tú, que has oído el Evangelio, no escaparás; aunque las flechas de Dios
evadieran a otros pecadores, se clavarán en ti; tú serás el blanco especial de
la venganza todopoderosa, porque fuiste desobediente y tropezaste con esta
piedra de tropiezo. Reflexiona, hombre, ¿no
sellará esto la eternidad de tu dolor? ¿Cómo podrías escapar si descuidaras
una salvación tan grande? Tú has suprimido el único puente que habría podido
conducirte a la seguridad; has desmantelado el único refugio que habría podido
protegerte de la ira divina. “Ya no queda más sacrificio por los pecados”.
¿Cómo podría quedar alguno? Cuando estés en el infierno, ¿piensas que Cristo
vendría una segunda vez para morir por ti? ¿Derramaría Su sangre de nuevo para
sacarte del lugar de tormento? Hombre, ¿tienes una imaginación tan vana como
para soñar que habrá un segundo rescate ofrecido para quienes no han escapado
de la ira venidera, y que Dios el Espíritu Santo vendrá de nuevo y tratará con
los pecadores que anteriormente le rechazaron tercamente?
No, en la medida que tu Salvador sea objetado, y
deseches la vida eterna, y el cimiento mismo sea una piedra de tropiezo, no
puede quedar nada para ti sino una terrible espera del juicio y de la fiera
indignación.
Y ahora otra palabra más para ti. ¿No hace
temblar tu corazón esta perspectiva del caso? ¿No es suficiente haber
quebrantado la ley de Dios? ¿Por qué has llegado al punto de despreciar a Su Hijo?
¡Oh, ojos míos!, si pudieran llorar por siempre no llorarían suficientes
lágrimas, porque una vez rehusaron mirarle a Él, que es ahora el gozo diario de
ustedes. ¿No es este uno de los peores pecados que tendremos que confesar? Y,
oh pecador, ¿no lo confesarás ahora? ¿No quebrantará tu corazón este
pensamiento: que tú has despreciado hasta aquí a Quien es dulcísimo y todo Él
codiciable? Que el Espíritu de Dios introduzca eso en ustedes como un clavo en
lugar seguro; me parece que se van a volver al Redentor diciéndole: “Mi Señor y
mi Dios, perdóname por haber sido tan rudo contigo; acéptame, recíbeme en Tu
pecho, lávame con Tu sangre, tómame como Tu siervo, y sálvame con una gran
salvación”. Feliz es el hombre que es conducido por la gracia divina a confesar
así su falta, y no tropieza más. Después
de todo, ¿qué obstáculo hay para que tropecemos? Oh, mi querido oyente,
¿por qué habrías de rechazar a Cristo? Él no es un duro capataz: “Su yugo es
fácil, y ligera Su carga”; ¿por qué habrías de rehusar tu propia misericordia? ¿Acaso
ser salvado es una desgracia? ¿Acaso ser limpiado del pecado es una calamidad? ¿Acaso
ser hecho un hijo de Dios es una desventaja? Escapar del infierno y volar al
cielo, ¿no es acaso la más deseable de todas las misericordias? ¿Por qué,
entonces, despreciar a Cristo? Eso es irrazonable. Que Dios te libre de este
irrazonable pecado y te conduzca a aceptar ahora a Cristo con un corazón
perfecto, y Él recibirá la alabanza por ello eternamente.
II. Ahora voy a procurar explicar, con la ayuda del
Espíritu de Dios, la segunda parte: la parte más consoladora del texto: “EL QUE
CREYERE EN ÉL, NO SERÁ AVERGONZADO”. Se sentirá avergonzado al pensar que no
creyó antes; será avergonzado al pensar que no cree más firmemente ahora; con
frecuencia sentirá vergüenza y confusión de rostro por cuenta de su ingratitud,
y de su pecaminosidad y de su descarrío de corazón; pero el texto quiere decir
que no será avergonzado por haber confiado en Cristo. Quien cree en Cristo nunca
tendrá causa alguna de avergonzarse por haberlo hecho.
1. Al tratar esto, antes que nada voy comentar cuándo aquéllos que confían en Cristo
podrían ser avergonzados por haber confiado en Él. Bien podrían
avergonzarse si Cristo los abandonara
alguna vez. Si alguna vez se llegara a esto: que Él, el esposo de mi
corazón, me abandonara y me dejara como una viuda solitaria en el mundo; si
después de haber dicho: “No te desampararé, ni te dejaré”, se apartara después
de todo y nunca le dedicara a Su siervo ninguna sonrisa de Su rostro, entonces
tendría razón, en verdad, de verme avergonzado por haber puesto mi confianza en
un Salvador tan voluble.
El Cristo del arminiano es alguien de quien
tienen buena base de avergonzarse, porque redime a los hombres con la sangre
preciosa y, sin embargo, se van al infierno. El Cristo del arminiano ama hoy
pero odia mañana; salva por gracia, pero esa gracia depende del uso que el
hombre haga de ella; rescata a los hombres de un estado de condenación y los
justifica; pero, después de todo, los deja regresar al estado de condenación y,
después de todo, perecen.
Pero el Cristo de los cristianos es una persona
muy diferente: una vez que los ama nunca los abandona;
donde ha comenzado una buena obra la sigue haciendo y la perfecciona. El Cristo
del cristiano dice: “Yo doy a mis ovejas vida eterna; y no perecerán jamás, ni
nadie las arrebatará de mi mano”. Mientras el cristiano no descubra que la
gracia de Dios se ha ido por completo, que el amor de Cristo ha cesado, no
tendrá ninguna causa de ser avergonzado.
Además, el cristiano tendría causa de dudar si Cristo fuera a fallarle, ya sea en
cuanto a la providencia o a la gracia, en
sus tiempos de tribulación y tentación. Si el Señor no me sostuviera cuando
esté en medio de los ríos, tendría causa de sonrojarme por mi esperanza. Si
caminando a través de la hoguera las llamas me quemaran, y no encontrara que el
Señor fuera mi pronto auxilio en las tribulaciones, entonces sería avergonzado.
Oh, amados, ¿cuándo podría suceder esto? ‘En
seis tribulaciones te ha librado, y en la séptima no te tocará el mal’. Han
sido muy abatidos y no habrían podido estar más bajo a menos que hubiesen
estado en su tumba; han sido muy pobres, teniendo escasamente pan para comer o
vestidos que ponerse; todo aquello en lo que confiaban ha dejado de ser su
sostén; se han quedado huérfanos en el mundo, con la excepción de su Padre que
está en el cielo; pero aun así, a pesar de todo ello, ¿no les ha sido
suministrado el pan? ¿No ha estado asegurada su agua? Y, ¿no ha de ser su testimonio
hoy, en lo concerniente a Dios, que ha sido un amigo que ha permanecido más
cercano que un hermano? Bien, entonces no serás avergonzado nunca, porque nunca
te llegará un tiempo cuando te deje perecer a través de la presión de las
tribulaciones, o cuando permita que seas destruido por la fuerza de las
tentaciones.
Además, un cristiano tendría motivos de ser
avergonzado si las promesas de Cristo no
fuesen cumplidas. Son muy ricas y muy plenas, y hay muchísimas de ellas, y
si yo tomo estas promesas y actúo según la Palabra de Dios, y luego, después de
todo, encuentro que la promesa es un mero papel de desecho; si el Señor
rompiera Su propio juramento, entonces yo sería avergonzado por haber creído en
un Dios infiel. Pero, ¿cuándo será eso?
Cristiano, ¿no te ha llegado todavía ese tiempo?
Tú has visto promesas aplicadas con poder a tu corazón, y las has llevado a
Dios en oración. Permíteme apelar a tu experiencia. ¿No han sido cumplidas más
allá de tu expectativa o de tu fe? ¿No ha hecho Dios por ti cosas sumamente
abundantes, que sobrepasan lo que puedas pedir o pensar? Y, sin embargo, esta
mañana tal vez tengas miedo de que Su promesa no sea cumplida; has asistido
aquí con un espíritu abatido, has tenido tantos problemas durante la semana que
realmente comienzas a estar avergonzado por haber confiado en Dios.
Avergüénzate de ti mismo por estar avergonzado, pero puedes estar seguro de que
tu confianza no es algo de que debas avergonzarte.
Pero, oh hermanos míos, ¡cuán avergonzado
estaría el cristiano si cuando llegase al
momento de la muerte no encontrase apoyo, no viera a ningún ángel amable
junto a su lecho, a ningún Salvador que sostuviera su cabeza en alto en medio
de las olas! Pero ¿has oído jamás de algún cristiano que se avergonzara en la
hora de su muerte? ¿No es más bien el claro testimonio de todos los que han
partido que sus últimos momentos han sido dorados con la luz del sol del cielo?
¿No han cantado en sus lechos de muerte, con David: “Sí, aunque ande en valle
de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y
tu cayado me infundirán aliento? Si en verdad pudiéramos despertar en la
resurrección y descubrirnos sin un Salvador; si pudiéramos estar en el tribunal
de Dios y descubrir que la sangre de Cristo no nos hubiera limpiado; si después
de toda nuestra fe en Él le oyéramos decir: “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno”, entonces podríamos ser avergonzados. Pero nuestro texto nos asegura que
nunca tendremos que sufrir eso. Entonces podemos apoyarnos plenamente sobre
este dulce consuelo: que habiendo creído en Cristo nunca nos veremos en la
necesidad de avergonzarnos de nuestra esperanza, ni en esta vida ni en la vida
venidera.
2. Habiendo notado cuándo el cristiano p0dría ser avergonzado, notemos por qué podría ser avergonzado si tales
cosas se dieran. Algunas veces he pensado, queridos amigos, que en algún
sentido, si se llegara a demostrar que la Biblia es falsa, nunca me vería avergonzado
por haber creído en ella. Si no hubiera un Salvador, pienso que cuando estuviera
delante del trono de Dios no sería avergonzado por haber creído el Evangelio,
porque, me parece que podría atreverme a decirle incluso al Dios eterno:
“Grandioso Dios, yo creí de Ti eso que reflejaba el más excelso honor sobre Tu
carácter; te creí capaz de un grandioso acto de gracia: la entrega de Tu propio
Hijo; te creí tan justo que no perdonarías sin un castigo y, sin embargo, tan
misericordioso que preferirías entregar a Tu Hijo a no tener misericordia de
los hombres; creí de Ti cosas más excelsas que las que creían los judíos, o lo
musulmanes o los paganos, y mi alma te amó por ello en verdad; yo en efecto
prediqué aquello que pensé que honraría Tu nombre, y ahora que resulta ser una
equivocación, no me veo avergonzado por haberlo creído, pues era algo que
tendría que haber sido verdadero, que Tu naturaleza y Tu carácter hacían
probable que fuera verdad, y lamento al ver que no lo es, pero no soy
avergonzado. Quisiera que hubiese sido cierto; te haría más glorioso, gran
Dios, de lo que eres”.
Amados, no estamos bajo ninguna aprensión de que
esto suceda, ‘porque sabemos a quién hemos creído, y estamos seguros que es
poderoso para guardar nuestro depósito’. ¿Por qué se avergonzaría un cristiano
si el Evangelio fuera falso? Deberíamos avergonzarnos, antes que nada, porque
hemos aventurado nuestro todo en su verdad. Hemos
arriesgado nuestro todo en Cristo. El mundo dice que no debes poner nunca
todos tus huevos en una sola canasta; y cuando un hombre especula en una sola
cosa, y todo se derrumba, la gente sabia alza su cabeza y dice: “¡Ah!, es muy
imprudente, es muy imprudente; es mejor tener tres o cuatro cuerdas para tu
arco; no debes depender de una sola cosa”. El mundo está muy en lo cierto en
las cosas humanas. Pero henos aquí, poniendo toda nuestra dependencia en un
hombre; mi alma no tiene ni una sombra de esperanza en ninguna otra parte
excepto en Cristo, y yo sé que sus espíritus no tienen ni siquiera la sombra de
un fantasma de dependencia en ninguna otra parte, excepto en la sangre y en la
justicia de ese divino Redentor, que ha consumado nuestra salvación y ha
ascendido a lo alto. Si pudiera fallarnos, entonces todas nuestras esperanzas
se habrían desvanecido, y seríamos los más dignos de conmiseración de todos los
hombres; si nuestra esperanza resultara ser un engaño, seríamos en verdad
necios, y tendríamos razón de vernos avergonzados por nuestra esperanza.
Además, seríamos avergonzados porque hemos renunciado a esta vida por la
venidera; creyendo en el mundo venidero, hemos dicho: “este no es nuestro
reposo; no tenemos aquí una ciudad permanente”. El proverbio del mundo reza:
“Más vale pájaro en mano que cien volando”; pero nosotros, por otro lado, hemos
dicho que el pájaro en mano no es nada en absoluto, que los cien pájaros volando
lo son todo. Nuestra alma dice: “¡Dicha! No la esperamos aquí, es allá que la dicha ha de ser encontrada”.
“¡Riqueza! Nadie es rico en la tierra, las riquezas están en el cielo, el
verdadero tesoro está en la gloria”. “¡Amor! El amor no encuentra un objeto
apropiado aquí; nuestro afecto está puesto en las cosas de arriba, donde Cristo
mora a la diestra de Dios”.
Ahora, si las cosas resultaran mal, y hubiéremos
creído en vano, entonces seríamos avergonzados por nuestra esperanza, pero no
hasta entonces, no hasta entonces, amados, y eso no sucederá nunca. Sabemos en
quién hemos creído, y tenemos confianza que al renunciar a esta tierra, sólo
hemos renunciado a un puñado de cenizas, para poder gozar de las riquezas y de
la gloria para siempre.
Además, si Cristo nos fallara, seríamos
avergonzados porque comenzamos
jactándonos antes de haber terminado la batalla. “En Jehová se gloriará mi
alma”. Espero que digan, queridos amigos, que aunque no han entrado en el
cielo, y todavía no han visto a Cristo cara a cara, han aprendido a gloriarse
en la cruz de Cristo, y nadie ha sido capaz de detenerlos en su gloriarse.
Te has gloriado en Cristo; tú has dicho que Él
es un cimiento seguro, que Él es un precioso esposo, que Él es todo en todo
para ti y digno de tu mejor amor: pero si Él te fallara, entonces estarías en
la posición de un hombre que se jactó antes de tiempo. Pero nosotros nunca
seremos avergonzados; hacemos bien en jactarnos con toda la boca. Hemos de
gloriarnos en Cristo, pero, ¡oh!, si Él nos fallara –cosa que no haría-
entonces seríamos en verdad avergonzados.
Además, hemos hecho algo más que jactarnos;
ustedes y yo en realidad dividimos el
botín; y, ¡oh!, si la batalla se perdiera, entonces seríamos avergonzados.
Se nos informa que en una de las grandes batallas del continente europeo en
tiempos antiguos, los franceses, antes de que se iniciara la batalla,
comenzaron a vender a los cautivos ingleses entre ellos, y calculaban cuánto
del botín le correspondería a cada soldado; mas, afortunadamente, nunca se
llevaron la victoria. Pero ustedes y yo ya hemos entrado en nuestro reposo;
hemos recibido el sello de nuestra herencia; hemos comenzado, incluso en la
tierra, a comer los racimos de Escol; y si todo fuera un engaño, seríamos
avergonzados, pero no hasta entonces. ¡Valor, queridos amigos! Podemos
proseguir valerosamente, dividiendo todavía el botín; pues como Cristo es veraz
y Dios es fiel, no habrá razón para ser avergonzados.
He conocido a algunas personas que son
avergonzadas por haber hecho una mala especulación, porque han inducido a otros a arriesgarse en ella; han sido más
avergonzadas al darles la cara a sus amigos que han perdido dinero, de lo que
fueron por reconocer que ellas mismas perdieron. Ustedes y yo hemos estado
induciendo a otros a embarcarse en esta grandiosa aventura; hemos enseñado a
otros a creer en Cristo; y algunos de nosotros escasamente pasamos un día sin
ganar a otras almas para tener confianza en Cristo. Oh, tenemos una dulce
seguridad de que no hemos predicado fábulas astutamente ideadas y de que nunca
seremos avergonzados.
3. He de ambicionar su paciencia sólo por un
momento más mientras prosigo ahora a comentar quiénes son aquéllos que nunca serán avergonzados. La respuesta es
general y especial. El texto dice: “El
que creyere”, cualquier hombre que haya vivido, o que viva, que crea en
Cristo, no será avergonzado. Si ha sido un pecador descarado o un moralista; si
es educado o iletrado; si es un príncipe o un mendigo, no importa: “El que
creyere en Cristo, no será avergonzado”.
Tú, hombre, que estás por allá, aunque asistas
muy poco a la casa de Dios, pero si crees en Cristo hoy, nunca serás
avergonzado debido a Él. Ustedes, que han asistido a la casa de Dios durante
años, y se sienten culpables por haber rechazado a Cristo, si confían en Él
ahora, no serán avergonzados. Pero hay una particularidad, que es, “El que creyere”. Otros serán avergonzados.
Tiene que haber una fe real y sentida; tiene que haber una confianza simple en
la persona y en la obra de Jesús: siempre que esté presente esa confianza, no
habrá vergüenza.
-“¡Ah!”, -dice alguien- “pero yo tengo tan poca
fe; tengo miedo de que seré confundido”. No, tú caes bajo la condición: “el
que”; “El que creyere”, aunque su fe sea muy poca, nunca será avergonzado.
-“¡Ah!”, -dice otro- “pero yo tengo muchas
dudas”. Aun así, querido corazón, puesto que tú crees, no serás avergonzado;
todas tus dudas y tus miedos nunca te condenarán, pues tu fe ha de prevalecer.
-“¡Oh!, pero”, -dice alguien más- “mi corrupción
es muy fuerte; he asistido esta mañana lamentándome debido a mis
imperfecciones; ellas han alcanzado el control de mi fe, y yo he caído durante
la semana”. Sí, alma, completamente caída como estás, si tú crees, nunca serás
avergonzada. ¿Te mira el pecado a la cara? ¿Te sientes muy abatido bajo un
sentido de tu propia indignidad? Atrévete a creer en Cristo tal como eres, con pecados
y todo: arriésgate en Él sin ninguna otra confianza. Cuando las perspectivas
son oscuras y las gracias muertas, cuando las evidencias son negras, cuando
todo se mira ceñudo y como una maldición, atrévete a creer en Él; tómalo ahora
para que sea tu amigo cuando no cuentas con ningún amigo; huye ahora a este
refugio cuando toda otra puerta está cerrada; ahora que el invierno ha congelado
todo torrente, ven ahora y bebe ahora de este torrente que fluye por siempre;
este pozo de Belén que está dentro de la puerta no puede fallarte nunca; y no
necesitas poner tu vida en peligro para alcanzarlo, es libre para ti en este
instante; agáchate y bebe confiadamente, agáchate y bebe y no tendrás más sed;
pues “el que creyere en él, no será avergonzado”.
4. Para concluir, el texto significa más de lo que
dice; pues si bien es cierto que dice que no será avergonzado, significa además
que será glorificado y colmado de honor. Si tú confías en Cristo hoy, te
acarreará la vergüenza de los hombres, te asegurará tribulaciones y
aflicciones, pero también te garantizará honor a los ojos de los santos ángeles
de Dios y gloria al fin a los ojos del universo reunido. ¿Dónde está el hombre
que confía en Cristo hoy? Allí está en el cepo, y los hombres dicen: “¡Ajá!
¡Ajá! ¡El necio! ¡El necio! ¡El necio! Confía en Dios, a quien no puede ver;
cree en un Cristo de quien hemos oído pero que nunca nos ha hablado; confía en
la sangre de un galileo crucificado. El mundano da voces: “nosotros somos
demasiado sabios para eso; nosotros vamos a creer en las teorías geológicas, en
el espiritualismo o en la metafísica; ¡vamos a creer en el diablo mismo antes
que creer en Cristo!” Así se burlan del hombre que confía en Cristo.
La escena es cambiada, la generación de los
vivos se ha marchado, y el mundo se ha convertido en un gran camposanto. Allí
yacen; innumerables montículos indican dónde están durmiendo los cuerpos de los
hombres. La trompeta resuena, timbra claramente a lo largo del cielo y de la
tierra, y de las tumbas surgen los cuerpos que una vez fueron alimento del
gusano, y las almas regresan a esas estructuras corporales: y ahora, ¿dónde
está el hombre que confió en Cristo? La trompeta los ha despertado a todos de
sus tumbas y se despiertan juntos: “¿Dónde está el hombre que confió en
Cristo?” ¿Quién es el que pregunta por él? El Rey mismo en el trono ha hecho la
pregunta; el Rey Jesús, sentado en Su tribunal, busca a Su amigo: “¿Dónde está
el hombre que confió en Mí? Tráiganlo aquí”. Vean el cambio, no hay abucheos,
ni voces, ni risas ni calumnia ahora, un escuadrón triunfante de espíritus
resplandecientes transporta al creyente a la diestra de Jesús, y allí se sienta
entronizado como Cristo, sentado con Él para juzgar a los hombres y a los
ángeles, reinando sobre el trono de Cristo en todo el esplendor de Cristo: “Así
se hará al varón cuya honra desea el rey”; así se hará al varón que pone su
confianza en Cristo.
Vamos, cristiano, sin importar cuál sea tu
estado hoy, sin importar cómo resuene en tus oídos la burla del mundo, ¡piensa
en ese honor obligado que la turba de pecadores tendrá que rendirte en el
último gran día! ¡Piensa en cómo tu fama y tu reputación se levantarán
conjuntamente con tus huesos! Y así como los gusanos no pueden devorar tu
cuerpo para impedir tu resurrección, tampoco la calumnia ni la censura
devorarán tu carácter para impedir su resurrección también. La gloria será
tuya, gloria eterna, mientras que tus enemigos serán revestidos de vergüenza y
desprecio eternos.
Bien, ¿qué dicen ustedes, queridos oyentes, de
cuál lado están esta mañana? ¿Es Cristo una piedra de tropiezo para ustedes?
¿Proseguirán tropezando con Él y objetándole? ¿Dicen más bien: “No, queremos
tener a Cristo y confiar en Él”? ¡Oh!, si el Señor los ha conducido hasta ese
punto, aplaudiré de gozo; y ustedes, ustedes ángeles, toquen sus arpas; ustedes
serafines, afinen de nuevo sus liras; pues hay gozo en el cielo como hay gozo
en la tierra cuando un alma llega a poner su confianza en Cristo.
Que el Señor nos conduzca a hacerlo a cada uno
de nosotros, por Jesucristo nuestro Señor.
Nota del
traductor:
By-path meadow: ‘Vereda Apartada del Prado’ ha
sido traducido también como: ‘Campo de la Vereda’. En el Progreso del peregrino de Bunyan es una vereda aparentemente más
cómoda de seguir pero que llevaba a los peregrinos a extraviarse.
Traductor: Allan Román
23/Diciembre/2009
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