“AY DE NOSOTROS, SI TÚ LO FUERAS TODO,
Y NO HUBIERA NADA MÁS ALLÁ, OH TIERRA”.
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UN SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 27 DE MARZO, 1864
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Si en esta vida solamente esperamos
en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres”. 1
Corintios 15: 19.
Ustedes comprenderán que el apóstol argumenta
con personas que profesaban ser cristianas pero que dudaban de la resurrección
de los muertos. Él no afirma que todos los hombres son dignos de conmiseración
ahora si no hubiera ninguna esperanza del mundo venidero,
pues tal aseveración sería falsa. Hay muchísimas personas que nunca piensan en
la otra vida, y que están sumamente contentas a su manera, se la pasan bien y están
en cierto modo muy cómodas.
Pero el apóstol habla de personas cristianas:
“Si nosotros, quienes esperamos en
Cristo, somos conducidos a dudar de la doctrina de un estado futuro y de una
resurrección, entonces somos los más
dignos de conmiseración de todos los hombres”. El argumento no tiene nada que
ver con algunos de ustedes que no son cristianos; no tiene nada que ver con los
que nunca han sido sacados de un estado natural y llevados a un estado de gracia;
sólo tiene que ver con aquellos que son reales seguidores vivificados del
Salvador y que son conocidos por ésto: esperan
en Cristo, esperan el perdón por Su sangre, la justificación por Su justicia,
el sostén de Su poder y la gloria eterna por Su resurrección. “Si en esta vida
solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos
los hombres”.
Ustedes entienden el argumento; Pablo apela a
sus conciencias; ellos, como cristianos, habían experimentado gozos reales,
“pero” –dice- “no podrían tener esos gozos si no fuera por la esperanza de otra
vida; si por una sola vez quitaran esa esperanza, -si es que pudieran permanecer
siendo cristianos y seguir teniendo los mismos sentimientos que tienen ahora, y
actuar como lo hacen ahora- se tornarían los más dignos de conmiseración de
todos los hombres”; por tanto, para justificar su propia felicidad y hacerla
completamente razonable, tienen que admitir una resurrección. No hay otro
método para explicar la gozosa paz que el cristiano posee. Nuestras riquezas
están allende el mar; nuestra ciudad con sólidos cimientos está al otro lado
del río: los destellos de la gloria provenientes del mundo espiritual reaniman
nuestros corazones y nos exhortan a seguir adelante; pero si no fuese por estas
cosas, nuestros gozos presentes languidecerían y morirían.
Esta mañana procuraremos considerar nuestro
texto de esta manera: primero, no somos
los más dignos de conmiseración de todos los hombres; pero, en segundo
lugar, sin la esperanza de otra vida lo
seríamos (estamos preparados a confesar
eso) ya que, en tercer lugar, nuestro
principal gozo radica en la esperanza de una vida venidera; y así, en
cuarto lugar, el futuro influye en el
presente; y, en último lugar, podemos
juzgar hoy lo que habrá de ser nuestro futuro.
I. Primero, entonces, NO SOMOS LOS MÁS DIGNOS DE
CONMISERACIÓN DE TODOS LOS HOMBRES. ¿Quién se aventuraría a decir eso? Quien
tenga la osadía de decir eso, no sabe nada de nosotros. Quien afirme que el
cristianismo hace miserables a los hombres, es, él mismo, un completo extraño
al cristianismo y no ha recibido nunca sus dichosas influencias. Sería algo muy
extraño, en verdad, que nos hiciera sentir desventurados, pues ¡miren a qué
posición nos exalta! Nos hace hijos de Dios. Supongan que Dios diera toda la
felicidad a Sus enemigos, y reservara toda la lamentación para Sus hijos.
¿Habrían de tener Sus enemigos júbilo y gozo, y Sus propios hijos nacidos en
casa habrían de heredar la aflicción y la desdicha? ¿Son acaso los besos para
los impíos y el ceño fruncido para nosotros? ¿Estamos condenados a colgar
nuestras arpas de los sauces, y a cantar únicamente dolientes elegías, mientras
los hijos de Satanás ríen debido al gozo
de su corazón? Nosotros somos herederos de Dios y coherederos con Cristo.
¿Acaso el pecador, que no tiene ni parte ni porción en Cristo, habría de
decirse feliz, y nosotros habríamos de ir lamentándonos como si fuésemos
mendigos indigentes? No, nosotros nos regocijaremos en el Señor siempre, y nos
gloriaremos en nuestra herencia, pues no “habéis recibido el espíritu de
esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu
de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” La vara del castigo debe
golpearnos en nuestra medida, pero para nosotros obra consoladores frutos de
justicia y, por tanto, por la ayuda del Consolador divino, nos regocijaremos en
el Señor siempre.
Hermanos míos, nosotros estamos casados con
Cristo; y, ¿acaso nuestro grandioso Esposo habría de permitir que Su esposa viva
en constante aflicción? Nuestros corazones están unidos al Suyo: somos miembros
de Su cuerpo, de Su carne y de Sus huesos, y aunque por un tiempo suframos al
igual que nuestra Cabeza sufrió una vez, somos bendecidos incluso ahora con
bendiciones celestiales en Él. ¿Reinará nuestra Cabeza en el cielo, y sufriremos
nosotros un infierno en la tierra? Dios no lo quiera: el triunfo gozoso de nuestra
Cabeza exaltada es, en cierta medida, compartido por nosotros, incluso en este
valle de lágrimas. Tenemos la garantía de nuestra herencia en los consuelos del
Espíritu, que no son ni escasos ni pequeños.
¡Piensen en un cristiano! Es un rey y, ¿acaso el
rey ha de ser el más taciturno de los hombres? Es un sacerdote para Dios, y ¿no
ha de ofrecer ningún dulce incienso de santo gozo y de gratitud? Somos idóneos
compañeros de los ángeles: nos ha hecho aptos para ser partícipes de la
herencia de los santos en luz; y, ¿no habríamos de tener nunca días de cielo en
la tierra? ¿Acaso Canaán es nuestra posesión desde Dan hasta Beerseba, pero no
hemos de comer ningún fruto de la viña de Escol de este lado del Jordán? ¿No
habríamos de probar ninguno de los higos, ni de las manzanas, ni nada de la
leche y de la miel que fluyen? ¿No hay arroyos en el desierto? ¿Acaso no hay
rayos de luz que anuncien nuestro eterno amanecer? ¿Siendo herederos del gozo
para siempre, no habríamos de gozar de ningún anticipo de nuestra porción? Digo,
nuevamente, que sería lo más extraño del mundo que los cristianos fueran más
dignos de conmiseración que los demás, y no más felices.
¡Además, piensen en lo que Dios ha hecho por ellos! El cristiano sabe que sus pecados
han sido perdonados; en el libro de Dios no hay un solo pecado registrado
contra el creyente. “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus
pecados”. En adición a eso, el creyente es considerado por Dios como si hubiera
guardado perfectamente la ley, pues le es imputada la justicia de Cristo, y
está vestido con ese hermoso manto de blanco lino fino que es la justicia de los
santos. ¿Y acaso el hombre aceptado por Dios ha de ser desdichado? ¿Ha de ser
menos feliz el ofensor perdonado que el hombre sobre el cual permanece la ira
de Dios? ¿Podrían concebir algo así? Además, hermanos míos, hemos sido
convertidos en templos del Espíritu Santo y, ¿acaso el templo del Espíritu
Santo ha de ser un lugar lóbrego y lleno de dolor, un lugar de alaridos y
gemidos, y de gritos, como la grutas de los druidas de los tiempos antiguos?
Nuestro Dios no es así. Nuestro Dios es un Dios
de amor, y en Su propia naturaleza está hacer felices a Sus criaturas; y
nosotros, que somos Sus criaturas creadas doblemente, que somos partícipes de
la naturaleza divina y hemos escapado de la corrupción que hay en el mundo
debido a la concupiscencia, ¿ha de suponerse que por un severo decreto estemos
obligados a ir lamentándonos todos nuestros días?
¡Oh!, si conociesen el privilegio del cristiano,
si entendieran que el secreto del Señor permanece abierto para él, que la
heridas de Cristo son su refugio, que la carne y la sangre de Cristo son su
alimento, que Cristo mismo es su dulce compañero y su amigo permanente, ¡oh!,
si supiesen eso, nunca soñarían de nuevo, insensatamente, que los cristianos
constituyen una raza infeliz. “Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú,
pueblo salvo por Jehová?” ¿Quién podría ser comparado con el hombre que ha sido
“saciado de favores, y lleno de la bendición de Jehová”? Bien puede exclamar el
malvado profeta de Petor: “Muera yo la muerte de los rectos, y mi postrimería
sea como la suya”.
Daremos un paso al frente. No solamente diremos
que un cristiano debe ser feliz por la naturaleza de su posición y de sus
privilegios, sino declaramos que lo es, y que entre todos los hombres no hay
nadie que goce de una constante paz mental
como la que gozan los creyentes en Cristo. Nuestro gozo no podría ser semejante
al del pecador, ruidoso y lleno de algarabía. Ustedes saben lo que dice
Salomón: “Porque la risa del necio es como el estrépito de los espinos debajo
de la olla”, es decir, muchas llamaradas y mucho ruido pero luego sólo queda un
puñado de cenizas y todo acaba. “¿Para quién será el ay? ¿Para quién el dolor?
¿Para quién las rencillas? ¿Para quién las quejas? ¿Para quién las heridas en
balde? ¿Para quién lo amoratado de los ojos? Para los que se detienen mucho en
el vino, para los que van buscando la mistura”. El cristiano, en verdad, no
conoce mucho de la excitación de la copa, de la viola y de la danza y no desea
conocerlo; está contento porque posee un apacible reposo profundamente
cimentado en el alma. “No tendrá temor de malas noticias; su corazón está
firme, confiado en Jehová”. No es turbado por ningún miedo súbito: sabe que “a
los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que
conforme a su propósito son llamados”. En cualquier compañía en que se
encuentre tiene el hábito de alzar su corazón a Dios, y por tanto, puede decir
con el salmista: “Pronto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está dispuesto;
cantaré, y trovaré salmos”.
“Espera en
secreto en su Dios;
Su Dios ve en
lo secreto;
No importa
que la tierra se alce en armas,
Pues él mora
en la paz celestial.
Sus placeres
provienen de cosas invisibles
Más allá de
este mundo y del tiempo,
Donde ni ojos
ni oídos han estado,
Ni escalan
los pensamientos de los pecadores.
No necesita
ni pompa ni trono real
Para alzar su
figura aquí:
Contento y
encantado está de vivir siendo desconocido,
Hasta que
Cristo, su vida, aparezca.
“Del río sus corrientes alegran la ciudad de
Dios, el santuario de las moradas del Altísimo”. Los creyentes beben de ese río
y no tienen sed de los deleites carnales. Son conducidos a “descansar en
lugares de delicados pastos” y son pastoreados “junto a aguas de reposo”. Ahora,
este gozo y esta paz, sólidos y duraderos, colocan al cristiano tan por encima
de todos los demás mortales, que yo testifico audazmente que no hay gente en el
mundo comparable a él en cuanto a felicidad.
Pero no supongan que nuestro gozo no se eleva
nunca por encima de esta firme calma, pues déjenme decirles –y hablo por
experiencia- que tenemos nuestras épocas de un extasiado deleite y de rebosante bienaventuranza. Hay momentos para
nosotros en los que ninguna música podría igualar la melodía del dulce himno de
gozo de nuestro corazón. Para poder comprar una sola onza de nuestro deleite,
se tendrían que vaciar las arcas que contienen cada centavo del gozo de los
demás. No se figuren que Pablo fuera el único hombre que pudiera decir: “(Si en
el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe)”, pues esos
éxtasis los experimentan usualmente los creyentes, y en sus días de radiante
sol, cuando su incredulidad es desechada y su fe es sólida, casi caminan a lo
largo de las calles de oro y pueden decir: “Si no hemos atravesado por las puertas
de perla, al menos hemos llegado junto a ellas; y si no nos hemos acercado a la
asamblea general de los primogénitos que están inscritos en los cielos, si no
nos hemos unido a la gran congregación de los perfeccionados en un cuerpo real,
con todo:
“Incluso
ahora unimos por la fe nuestras manos
Con aquellos
que nos precedieron,
Y saludamos a
los grupos de los rociados con la sangre
En la playa
eterna”.
Yo no cambiaría ni cinco minutos del sumo gozo
que mi alma ha experimentado algunas veces, por mil años del más escogido
júbilo que los hijos de este mundo pudieran darme.
Oh amigos, hay una felicidad que puede provocar
que el ojo resplandezca y que el corazón palpite aceleradamente, y el hombre
entero quede rebosante de un impulso vital como los carros de Aminadab. Hay
embelesos y elevados éxtasis que les son permitidos gozar a los santos en los
días festivos como los que el Señor asigna a Su pueblo. No he de dejar de
recordarles que el cristiano es el más feliz de los hombres por esta razón: que
su gozo no depende de las circunstancias. En medio de las
condiciones más aflictivas hemos visto a los seres más felices.
El señor Renwick, el último de los mártires
escoceses, dijo poco antes de morir: “Los enemigos se consideran satisfechos porque
somos reducidos a vagar por las ciénagas y sobre los montes, pero aun en medio
de la tormenta de estas últimas dos noches, no puedo expresar cuán dulces
momentos he experimentado a pesar de no haber contado con nada que me cubriera,
excepto las oscuras cortinas de la noche: sí, en la silenciosa vigilia, mi
mente ha sido invitada a admirar el profundo e inexpresable océano de gozo en
el que se sumerge la familia entera del cielo. Cada estrella me lleva a
preguntarme cómo será aquel Ser que es la estrella de Jacob, y de quien todas
las estrellas toman prestado su brillo”. Aquí tenemos a un mártir echado fuera
de casa y de hogar y despojado de todas las comodidades, y que, sin embargo,
gozaba de tan dulces momentos bajo las cortinas de la negra noche, que ni los
propios reyes los han conocido a pesar de estar debajo de sus cortinas de seda.
Un ministro de Cristo que fue a visitar a un hombre
muy, muy pobre, nos da la siguiente descripción. Dice: “Lo encontré solo, pues
su esposa había ido a solicitar la ayuda de algún vecino. Me vi sorprendido por
el espectáculo de ese hombre pálido y escuálido que era la viva imagen de la
muerte, erguido en su silla, atado por medio de un rudo mecanismo de cuerdas y
de bandas que colgaban del techo, siendo completamente incapaz de mover una
mano o un pie, y que había estado enteramente privado del uso de sus miembros
por más de cuatro años, y sufría de un extremo dolor por la inflamación de sus
articulaciones. Yo me acerqué a él, lleno de compasión y le pregunté: “¿te
dejan solo, amigo mío, en esta deplorable situación?” Parecía que sus labios
eran la única parte de su cuerpo que tenían el poder de moverse y de ellos
brotó una suave voz: “No, señor, no estoy solo, porque el Padre está conmigo”.
Comencé a hablar con él, y pronto observé cuál era la fuente de su consuelo, pues
justo frente a él estaba una Biblia sobre una almohada que su esposa había
dejado abierta en algún escogido Salmo de David, para que pudiera leerlo
mientras ella se ausentaba puesto que no tenía fuerzas para pasar las páginas.
Yo le pregunté de qué vivía, y descubrí que era de una miserable pitanza que
escasamente bastaba para mantener unidos al alma y al cuerpo, “pero” –me dijo-
“nunca me falta nada pues el Señor ha dicho: ‘Se te dará tu pan, y tus aguas
serán seguras’, y yo confío en Él, y no me faltará nada mientras Dios sea fiel
a Su promesa”. El ministro nos sigue informando: “Yo le pregunté si no se
quejaba a menudo a causa de sufrir tan agudamente durante tantos años”. “Señor”
–respondió él- “al principio me quejaba, pero ya no lo he hecho durante los
últimos tres años, bendito sea Dios por ello, pues yo sé a quién he creído, y
aunque siento cada vez más mi propia debilidad e indignidad, estoy persuadido
de que nunca me desamparará ni me dejará; y me consuela tan misericordiosamente,
que cuando mis labios están cerrados por algún espasmo de los músculos de mis
mandíbulas y no puedo decir ni una sola palabra durante largas horas, Él me
capacita para cantar Su loas en mi corazón muy dulcemente”. Ahora, allí tenemos
a un hombre para quien se había ocultado el sol de todo consuelo terrenal, y
sin embargo, el sol del cielo brillaba pleno en su rostro, y estaba más
sosegado y feliz en su profunda pobreza y torturante dolor, de lo que todos
nosotros hemos estado a pesar de gozar de salud y de la fortaleza de la
juventud.
John Howard pasó su vida visitando las cárceles
y yendo de una guarida de la fiebre a otra, y cuando le fue preguntado cómo
podía encontrar alguna razón para ser feliz mientras vivía en las miserables
aldeas rusas, o cuando moraba incómodamente en un hospital o en una cárcel, la
respuesta del señor Howard fue muy hermosa: “Yo tengo” –respondió- “una fuente
de gozo que no depende del lugar particular en que habito. Una mente
correctamente cultivada bajo el poder de la gracia divina y por el ejercicio de
una disposición benevolente, proporciona una base de satisfacción que no se ve
afectada por los “aquí” y los “allí”. Cada cristiano te podría dar
testimonio de que ha descubierto que sus tiempos de tristeza han sido realmente
sus tiempos de alegría, que sus pérdidas han sido sus ganancias y que sus
enfermedades han sido los medios de promover la salud de su alma. Nuestro
verano no depende del sol, ni nuestra marea creciente depende de la luna.
Podemos regocijarnos incluso en la muerte. Vemos con esperanza aquella hora
feliz en la que hemos de cerrar nuestros ojos en los apacibles sueños de la
muerte, creyendo que nuestro último día será nuestro mejor día. Incluso
atravesar el río Jordán resultará ser una fácil tarea, ya que le oiremos decir:
“No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios; cuando
pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán”. Nos
atrevemos a decir, entonces, muy audazmente, que no somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres; nos
no cambiaríamos con los hombres inconversos aunque pusieran en el platillo de
la balanza todas sus riquezas, y su pompa y honor.
“Anda tú, que
te jactas de todas tus posesiones,
Y di cuán
refulgentemente brillan;
Tus montones
de polvo reluciente son tuyos,
Y mi Redentor
es mío”.
II. Ésto nos conduce al segundo punto: SIN LA
ESPERANZA DE OTRA VIDA, LO ADMITIMOS, SERÍAMOS LOS MÁS DIGNOS DE CONMISERACIÓN
DE TODOS LOS HOMBRES.
Ésto fue especialmente cierto en relación a los
apóstoles. Ellos fueron rechazados por sus paisanos; perdieron todas las
comodidades del hogar; pasaron sus vidas involucrados en una dura lucha, y
diariamente estaban expuestos a una muerte violenta. Todos ellos sufrieron el
martirio, excepto Juan, que pareciera haber sido preservado no del martirio, sino en el martirio. Ellos serían ciertamente los doce hombres más dignos
de conmiseración, si se prescindiera de esa esperanza del mundo venidero que
los hizo los hombres más felices de todos.
Pero ésto es válido, queridos amigos, no
solamente acerca de los cristianos perseguidos y despreciados y sumidos en la
pobreza, sino acerca de todos los creyentes. Estamos dispuestos a conceder que
si se nos quitara la esperanza del mundo venidero, seríamos más dignos de
conmiseración que los hombres sin religión. La razón es muy clara cuando se
piensa que el cristiano ha renunciado a
esas fuentes de gozo comunes y ordinarias de las que beben los hombres. Debemos
tener algún placer: es imposible que los hombres vivan en este mundo sin algún
placer, y yo quiero decir de manera sumamente veraz que nunca he exhortado a
ninguno de ustedes a hacer algo que los hiciera infelices. Hemos de tener algún
placer. Bien, entonces, hay una vasija llena de agua lodosa y muy sucia que las
patas de los camellos han agitado: ¿debería beberla? Luego veo por allá una ondeante
corriente de agua límpida, pura como el cristal y refrescante como la nieve del
Líbano, y me digo: “No, no voy a beber de ese líquido sucio y lodoso; voy a
dejárselo a las bestias; beberé del agua de aquel arroyo”.
Pero si estuviera equivocado, si no hubiera un
arroyo por allá, si se tratara sólo de un engañoso espejismo, si he sido embaucado, entonces me encontraría en una
peor condición que en la que encuentran aquellos que están contentos con el
agua lodosa, pues al menos pueden tomar unos tragos refrescantes, pero yo no he
dado un solo trago. Este es precisamente el caso del cristiano. Pasa por alto
los placeres del pecado y de las diversiones de los hombres carnales porque
dice: “No me importan, pues no encuentro placer en ellos; mi felicidad fluye
por otro río que brota en el trono de Dios y fluye hacia mí a través de
Jesucristo; beberé de allí”, pero si no hubiese un más allá, si se demostrara
que eso es un engaño, entonces seríamos más miserables que los libertinos y que
los disolutos.
Además, el cristiano ha aprendido la vanidad de todos los goces terrenales. Cuando
contemplamos la pompa sabemos que es algo vacío. Caminamos a lo largo del
mundo, no con el escarnio de Diógenes, el filósofo cínico, pero sí con algo de
su sabiduría, y contemplamos las cosas comunes con las que se regocijan los
hombres, y decimos con Salomón: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. ¿Y por
qué decimos esto? Bien, porque hemos elegido las cosas eternas en las que no
hay ninguna vanidad, y que satisfacen el alma. Pero, hermanos míos, saber que
este mundo es vano y que no hay otro mundo que compense abundantemente todos
nuestros males, sería el conocimiento más infeliz que un hombre pudiera
adquirir.
Hay un pobre demente en Bedlam, que trenza una
corona de paja y se la pone sobre su cabeza, y se inviste como rey, y erige su
trono de parodia y piensa que él es un monarca sobre todas las naciones y es
perfectamente feliz en su sueño. ¿Piensan que yo lo desengañaría? No, de
ninguna manera; y si pudiera, no lo haría. Si el engaño hace feliz al hombre, sin
duda hemos de dejarle que se entregue a él; pero, queridos amigos, ustedes y yo
hemos sido desengañados; nuestro
sueño de bienaventuranza perfecta debajo de los cielos se ha esfumado para
siempre; ¿qué pasaría entonces si no hubiera un mundo venidero? Entonces sería
la cosa más aflictiva para nosotros ser despertados de nuestro sueño, a menos
que esta mejor cosa que hemos elegido, esta buena parte que no nos será
quitada, demuestre ser real y verdadera, como creemos que lo es.
Además, el cristiano es un hombre que ha tenido expectativas grandes, nobles y elevadas, y
sería algo muy triste para nosotros que nuestras expectativas no se vieran
cumplidas, pues nos convertiría en los más dignos de conmiseración de todos los
hombres. He conocido a hombres pobres que esperaban una herencia. Tenían el
derecho de esperarla, y esperaron, y esperaron y soportaron la pobreza, y
cuando el pariente se ha muerto no les ha dejado nada; su pobreza desde
entonces les ha parecido un peso más difícil de arrastrar que antes.
Sería algo desafortunado que un hombre tuviera
grandes ideas y grandes deseos, y no pudiera verlos cumplidos. Yo creo que la
pobreza es infinitamente mejor soportada por aquellos seres que siempre fueron
pobres que por quienes han sido ricos pero han tenido que descender a la
penuria, pues echan de menos aquello que los otros nunca tuvieron, y aquello
que, los que fueron originalmente pobres considerarían como un lujo, ellos lo
consideran como algo necesario para su existencia.
El cristiano ha aprendido a pensar en la
eternidad, en Dios, en la comunión con Jesús, y si en verdad todo eso fuera
falso, ciertamente habría soñado la más magnificente de todas las visiones
mortales. En verdad, si alguien pudiera demostrar que se trata de una visión,
lo mejor que podría hacer sería sentarse y llorar para siempre al pensar que no
era cierto, pues el sueño es tan espléndido, el cuadro del mundo venidero es
tan espléndido que sólo podría decir, si no fuera cierto, que debería serlo; si
no fuera cierto, entonces no hay nada aquí por lo que valga la pena vivir,
hermanos míos, y seríamos unos seres frustrados y desilusionados y los más
dignos de conmiseración de todos los hombres.
También el cristiano ha aprendido a mirar todo lo de tierra como pasajero. Debo confesar
que este sentimiento crece dentro mí cada día. Difícilmente miro a mis amigos
como a seres vivientes. Camino como en tierra de sombras, y no encuentro nada
duradero en torno mío. La ancha flecha del gran rey de los esqueletos está,
para mi vista, visiblemente clavada por doquier. Yo voy con tanta frecuencia al
sepulcro con aquellos que menos esperaba tener que acompañarlos allá, que
parecería que se trata más bien de un mundo de muertos que de vivos.
Bien, esto es algo muy desdichado. Encontrarse
en ese estado mental sería algo muy desventurado, si no hubiera un mundo
venidero. Si no hubiera resurrección de los muertos, entonces el cristiano estaría
entregado a un estado mental de lo más deplorable y lastimoso. Pero, oh
hermanos míos, si hay un mundo venidero, como la fe nos asegura que lo hay,
¡cuán gozoso es ser destetado del mundo y estar listo para partir de él! Estar
con Cristo es muchísimo mejor que retardarse en este valle de lágrimas.
“Las cuerdas
que atan mi corazón a la tierra
Han sido
rotas por Sus manos;
Delante de la
cruz me encuentro,
Siendo un
extranjero en la tierra.
Mi corazón
está con Él en Su trono,
Y
difícilmente puede soportar demoras;
Cada momento
espero oír la voz:
‘Date prisa,
y ven’.”
¿No habría yo de estar impaciente por estar en
mi propio dulce país, con mi propio hermoso Señor, para verle cara a cara? Sin
embargo, si no fuera así, si no hubiese resurrección de los muertos, “somos los
más dignos de conmiseración de todos los hombres”.
III. NUESTRO PRINCIPAL GOZO ES LA ESPERANZA DEL MUNDO
VENIDERO. Piensen en el mundo venidero, hermanos míos, y dejen que sus gozos
comiencen a encenderse y a convertirse en llamas de deleite, pues el cielo les
ofrece a ustedes todo lo que pudieran desear. Muchos de ustedes están cansados por
los trabajos pesados; tal vez están tan fatigados que difícilmente pueden gozar
del servicio matinal por causa de las largas horas que tuvieron trabajar durante
la noche anterior.
¡Ah!, hay una tierra de reposo, de perfecto reposo, en la que el sudor de la labor ya no
moja más la frente del trabajador, y la fatiga está proscrita para siempre.
Para quienes están fatigados y cansados, la palabra “reposo” está llena de
cielo. ¡Oh!, feliz verdad es ésta: que queda un reposo para el pueblo de Dios. “Descansarán
de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. Algunos de ustedes están
siempre en el campo de batalla; son tentados en su interior y son tan asediados
por los enemigos que los rodean, que tienen muy poca o ninguna paz. Yo sé dónde
radica su esperanza. Radica en la victoria,
cuando el estandarte sea ondeado en alto y la espada sea envainada, y oigan
decir a su Capitán: “Bien, buen siervo y fiel; has peleado la buena batalla, has
acabado la carrera; recibe la corona incorruptible de gloria”. Algunos de
ustedes son sacudidos de un lado a otro por muchas tribulaciones; van de
preocupación en preocupación, de pérdida en pérdida; les da la impresión como
si todas las ondas y las olas de Dios estuvieran pasando sobre ustedes; pero
pronto arribarán a la tierra de la
felicidad, donde bañarán sus almas cansadas en mares de reposo celestial.
No tendrán ninguna pobreza nunca; no tendrán tugurios hechos de barro, ni
andrajos, ni hambre. “En la casa de mi Padre muchas moradas hay”, y allí
habitarán, saciados de favores y llenos de toda bendición. Han sufrido luto
tras luto; la esposa ha sido depositada en la tumba, los hijos la han seguido
allí, el padre y la madre han partido, y les quedan pocos seres queridos aquí;
se dirigen a la tierra donde las tumbas son cosas desconocidas, donde nunca se
ve un sudario y no se escucha nunca el sonido de la piqueta ni de la espada;
van a la casa de su Padre ubicada en la tierra de los inmortales, en el país del más allá, al hogar de los
bienaventurados en la habitación del Altísimo, en la Jerusalén que está arriba,
la madre de todos nosotros.
¿Acaso no este su mejor gozo: que no han de
quedarse aquí para siempre, que no han de morar eternamente en este desierto,
sino que pronto heredarán Canaán? La peor aflicción del pueblo de Dios es el
pecado. A mí no me importaría ninguna aflicción si pudiera vivir sin pecar.
¡Oh!, si me viera librado de los apetitos de la carne y de sus concupiscencias,
y de los deseos que continuamente se descarrían, me bastaría con permanecer en
un calabozo y pudrirme allí, con tal de ser liberado de la corrupción del
pecado.
Bien, pero, hermanos, pronto alcanzaremos la perfección. El cuerpo de esta muerte morirá
con este cuerpo. No hay ninguna tentación en el cielo, pues el cancerbero del
infierno no puede cruzar el río de la muerte; no hay corrupciones allá, pues
han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero. En
aquel reino no entrará de ninguna manera nada que contamine.
Al oír el canto gozoso de los glorificados en
esta mañana, al captar el sonido de esa música que desciende del cielo que es
como muchas aguas y como un estruendoso trueno, y al escuchar la armonía de
esas notas que son dulces como de arpistas tocando sus arpas, me parece que mi
alma desea abrir sus alas y volar directamente hacia esos mundos de gozo. Yo sé
que a ustedes les sucede lo mismo, mis hermanos en la tribulación de Cristo, al
tiempo que se limpian el sudor de su frente, y, ¿acaso no es éste el consuelo:
que hay reposo para el pueblo de Dios? Cuando se enfrentan a la tentación y
sufren por causa de Cristo, ¿acaso no éste su consuelo?: “Si padecemos
juntamente con él, también reinaremos con él”. Cuando son calumniados y
despreciados por los hombres, ésta es su esperanza: “Se acordará de mí cuando
venga en Su reino”. Me sentaré sobre Su trono, ya que ha vencido y se sienta en
el trono de Su Padre”. ¡Oh, sí!, ésa es la música con la que bailan los
cristianos; éste es el vino que alegra sus corazones; este es el banquete con
el que festejan. Hay otra tierra mejor, y nosotros, aunque durmamos con
terrones del valle, en nuestra carne veremos a Dios, cuando nuestro Redentor
esté en la tierra en los días postreros. Pienso que captan mi sentido: no somos los más dignos de conmiseración
de todos los hombres; aparte de la esperanza futura lo seríamos, pues nuestra
esperanza en Cristo para el futuro es el sostén principal de nuestro gozo.
IV. Ahora, queridos amigos, ésto me lleva a una
observación práctica en cuarto lugar, la cual es, que ASÍ EL FUTURO OPERA SOBRE
EL PRESENTE.
Hace algún tiempo tuve una conversación con un
hombre muy eminente cuya fama es conocida por todos ustedes, pero cuyo nombre
no me siento justificado a mencionar; antes fue un creyente profesante pero ahora
está lleno de escepticismo. Él me dijo en el curso de nuestra argumentación:
“Vamos, cuán insensatos son ustedes, y toda la compañía de predicadores.
¡Ustedes le dicen a la gente que piense acerca del mundo venidero cuando lo
mejor que pudieran hacer sería que se comportaran de la mejor manera posible en
este mundo! Acepté la verdad de esa observación. Sería muy insensato hacer que
la gente descuidara el presente, pues es de suma importancia, pero yo procedí a
mostrarle que el mejor método para hacer que la gente ponga atención al presente
es enfatizarle los excelsos y nobles motivos con relación al futuro. La potente
fuerza del mundo venidero nos proporciona el vigor, por medio del Espíritu Santo,
para el apropiado cumplimiento de los deberes de esta vida.
Allá vemos a un hombre que tiene una máquina
para la fabricación de cierto equipo. Necesita la fuerza del vapor para operar
esa máquina. Entonces un ingeniero pone una máquina de vapor en un cobertizo a
una considerable distancia. “Bien”, -dice el primer hombre- “te pedí que
trajeras fuerza de vapor para poder operar mi máquina”. “Eso es precisamente lo
que hice”, responde el ingeniero. Puse la máquina de vapor allá, y sólo tienes
que conectarla por medio de una banda y tu máquina va a operar tan rápido como
quieras; no es necesario que ponga la caldera, ni el fuego, ni la máquina cerca
de la obra, justo debajo de tu nariz; basta con que conectes las dos máquinas,
y una operará ligada a la otra”.
Así Dios se ha agradado en convertir a nuestras
esperanzas del futuro en una gran máquina con la que el cristiano puede
encender la máquina ordinaria de la vida cotidiana, pues la banda de la fe las conecta
a ambas, y hace que todas las ruedas de la vida ordinaria giren con rapidez y
regularidad. Es absurdo hablar en contra de la predicación sobre el futuro como
si hiciera que la gente descuide el presente. Es como si alguien dijera:
“Vamos, quiten a la luna, y tapen al sol. ¿De qué nos sirven, pues no están en
este mundo?” Exactamente, pero si quitaras a la luna habrías suprimido a las
mareas, y el mar se convertiría en un estanque estancado y pútrido. Luego, si
quitaras al sol, ya que no está en este mundo, si lo quitaras, entonces habrías
desaparecido a la luz, y al calor, y a la vida. Lo que el sol y la luna son
para este mundo natural, eso mismo es la esperanza del futuro para el cristiano
en este mundo. Es su luz; mira a todas las cosas bajo esa luz, y las ve verdaderamente. Es su calor; le proporciona celo y
energía. Es su mismísima vida: su cristianismo, su virtud, expirarían si no
fuera por la esperanza del mundo venidero.
¿Creen, hermanos míos, que los apóstoles y los
mártires habrían sacrificado nunca sus vidas por causa de la verdad si no hubiesen
esperado en un más allá? En el calor de la excitación es posible que el soldado
muera por el honor, pero morir a sangre fría en medio de torturas y mofas requiere
de una esperanza más allá de la tumba. ¿Habría de trabajar aquel pobre hombre
año tras año rehusando sacrificar su conciencia a cambio de alguna ganancia;
rehusaría aquella pobre muchacha costurera convertirse en esclava de la
lascivia si no viera algo más radiante de lo que la tierra pudiera pintarle
como recompensa del pecado?
Oh hermanos míos, la esperanza del mundo
venidero es lo más práctico de todo el mundo; y pueden ver que el texto enseña
ésto, pues es precisamente ésto lo que nos guarda de ser dignos de
conmiseración; y guardar a alguien de ser digno de conmiseración, permítanme
decirles, es hacer algo muy grande para él, pues un cristiano digno de
conmiseración, ¿de qué serviría? Manténganlo en un armario donde nadie lo vea;
atiéndanlo en el hospital, pues no sirve para nada en el campo de trabajo.
Construyan un monasterio y coloquen allí a todos los cristianos dignos de
conmiseración, y déjenlos que mediten allí sobre la misericordia hasta que
aprendan a sonreír; pues realmente no pueden hacer nada más en el mundo.
Pero el hombre que tiene una esperanza del mundo
venidero cumple con vigor su tarea, pues el gozo del Señor es nuestra
fortaleza. Enfrenta con poder la tentación, pues la esperanza del mundo
venidero repele los dardos de fuego del adversario. Puede trabajar
prescindiendo de toda recompensa presente, pues espera una recompensa en el
mundo venidero. Puede aguantar la censura y puede tolerar morir siendo
calumniado, porque sabe que Dios vengará a Sus propios elegidos que claman día
y noche a Él.
Por medio del Espíritu de Dios la esperanza de
otro mundo es la fuerza más potente para producir la virtud; es una fuente de
gozo; es el propio canal de utilidad. Es para el cristiano lo que el alimento
es para la fuerza vital en el cuerpo físico. Que se diga de nosotros que
estamos soñando acerca del futuro y que estamos olvidando el presente, pero que
el futuro santifique al presente para los usos más excelsos.
Me temo que nuestros hermanos que son proféticos
yerran en esto. Están leyendo continuamente acerca de las últimas copas, de las
setenta semanas de Daniel, y de una cantidad de otros misterios; yo desearía
que se pusieran a trabajar en lugar de especular tanto, o que especularan
incluso más si así lo quisieran, pero que dieran a sus profecías un uso
práctico. Las especulaciones proféticas apartan a los hombres a menudo del
presente deber urgente, y especialmente de contender ardientemente por la fe que
ha sido una vez dada a los santos; pero una esperanza del mundo venidero es, yo
creo, el mejor poder práctico que un cristiano puede tener.
V. Y ahora, para concluir, ésto nos permitirá ver
muy claramente CUÁL HA DE SER NUESTRO FUTURO.
Hay algunas personas aquí presentes para quienes
mi texto no tiene absolutamente nada que decir. Supongan que no hubiera un más
allá; ¿serían entonces los más dignos de conmiseración? Claro que no; serían
más felices. Si alguien pudiera probarles que la muerte es un sueño eterno,
sería la mayor consolación que pudieran recibir. Si pudiera demostrarse, con
una clara comprobación, que tan pronto como la gente muere se pudre en la tumba
y hay un término para todos, entonces, algunos de ustedes podrían retirarse a
la cama confortablemente; su conciencia no los turbaría; no serían molestados
por ninguno de esos terribles miedos que ahora los persiguen.
Mira entonces, que ésto nos demuestra que no
eres un cristiano; ésto demuestra tan claramente como dos más dos son cuatro,
que no eres un creyente en Cristo; pues si lo fueras, y se suprimiera el más
allá, ésto te haría digno de conmiseración. Puesto que creer en un estado
futuro no tendería a hacerte feliz, esto
demuestra que no eres un creyente en Cristo.
Bien, entonces, ¿qué tengo que decirte? Pues
ésto: que en el mundo venidero, tú serás
el más digno de conmiseración de todos los hombres. Un infiel le preguntó
una vez a un cristiano: “¿Qué sería de ti si supusiéramos que no existiera el
cielo?” “Bien” –respondió él- “me gusta que mi arco tenga dos cuerdas. Si no
hubiera un más allá, estoy tan bien como lo estás tú; pero si hubiese un más
allá, yo estoy infinitamente mejor que tú. Pero, ¿dónde estás tú? ¿Dónde estás
tú?”
Bien, entonces tenemos que leer este texto en el
futuro: “Si en esta vida hubiera un esperanza de una vida venidera, entonces tú
serías el más digno de conmiseración de todos los hombres”. ¿Ves dónde estarás?
Tu alma se presenta ante el grandioso Juez y recibe su condenación y comienza
su infierno. La trompeta suena; el cielo y la tierra están atónitos; el
sepulcro se sacude; aquella lámina de mármol es alzada, y te levantas en esa
misma carne y sangre en la que pecaste, y allí estás en medio de una aterrada
multitud, todos reunidos para esperar su sentencia. El Juez ha llegado. El gran
Juicio final ha comenzado. Allí en el gran trono blanco se sienta el Salvador
que una vez dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo
os haré descansar”; pero ahora se sienta allí como un Juez y abre con mano
severa el terrible volumen. Lee página tras página, y conforme va leyendo da la
señal: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno”, y los ángeles atan la
cizaña en manojos para quemarla. Allí estás tú, y tú conoces tu condenación; ya
comienzas a sentirla. Clamas a los elevados Alpes y les pides que caigan sobre
ti y te escondan. “Oh, ustedes, montes, ¿no podrían encontrar en sus entrañas
rocosas alguna caverna amigable donde me pueda esconder del rostro de Aquel que
se sienta en el trono?” En terrible silencio los montes rehúsan tu petición y
las rocas rechazan tus gritos. Quisieras sumergirte en el mar, pero es lamido
por lenguas de fuego; de buena gana harías tu cama en el infierno si pudieras
escapar de esos terribles ojos, pero no puedes hacerlo; pues ahora ha llegado
tu turno, y se llega a esa página que registra tu historia; el Salvador lee con
una voz de trueno y con ojos de rayo. Lee y cuando agita Su mano eres echado
fuera de la esperanza. Entonces sabrás qué es ser el más digno de conmiseración de los hombres. Tuviste tu placer;
tuviste tu hora de aturdimiento; tuviste tus momentos de júbilo; tú
despreciaste a Cristo, y no quisiste arrepentirte a pesar de Su reprensión; no
quisiste que reinara sobre ti; viviste como Su adversario; moriste
irreconciliado, y ahora, ¿dónde estás? Ahora, ¿qué harás, tú, que olvidas a
Dios, en aquel día cuando te despedace y no haya quien te libre? En el nombre
de mi Dios y Señor yo te exhorto que vayas a Cristo y busques allí refugio. “El
que en él cree, será salvo”. Creer es confiar; y todo aquél que esta mañana sea
habilitado por la fe para apoyarse en Cristo, no debe temer vivir, ni debe
temer morir. No serás digno de conmiseración aquí; serás tres veces
bienaventurado en el más allá si confías en mi Señor.
“Vamos, almas
culpables, huyan
A Cristo, y
Él sanará sus heridas;
En este día
el Evangelio les da la bienvenida
Y les ofrece
abundante gracia inmerecida”.
¡Oh, que fueran sabios y consideraran su último
fin! ¡Oh, que reflexionaran que esta vida no es sino un breve lapso, y que la
vida venidera dura para siempre! Les ruego que no menosprecien la eternidad; no
jueguen al tonto con cosas tan solemnes como éstas, antes bien, aférrense a la
vida eterna con seria dedicación. ¡Miren al Salvador sangrante; vean allí Sus
cinco heridas, y Su rostro rociado con sudor sangriento! Confíen en Él, confíen
en Él, y son salvos. En el momento en que confían en Él, desaparecen sus
pecados. La justicia de Él les pertenece; son salvados al instante y serán
salvados cuando venga en Su reino para resucitar de los sepulcros a los
muertos. Oh, que el Señor nos conduzca a todos a descansar de esta manera en
Jesús, ahora y para siempre. Amén.
Traductor: Allan Román
24/Junio/2010
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