El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
¡Eben-ezer!
NO.
500
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Tomó luego
Samuel una piedra y la puso entre Mizpa y Sen, y le puso por nombre Eben-ezer,
diciendo: Hasta aquí nos ayudó Jehová”. 1 Samuel 7: 12.
Es, en verdad, algo muy
deleitable advertir la mano de Dios en las vidas de los santos de la antigüedad.
Qué ocupación tan benéfica es observar la bondad de Dios cuando libra a David
de las fauces del león y de las garras del oso; percatarnos de Su misericordia
cuando pasa por alto la transgresión, la iniquidad y el pecado de Manasés; advertir
Su fidelidad en guardar el pacto que hizo con Abraham; o reparar en Su intervención
en favor del moribundo Ezequías. Pero, amados, ¿acaso no es mucho más interesante
y benéfico que percibamos la mano de Dios en nuestras propias vidas? ¿No
deberíamos considerar nuestra propia historia y ver que está al menos tan llena
de Dios, tan llena de Su bondad y de Su verdad, ver que es una prueba tan
completa de Su fidelidad y veracidad como las vidas de cualquiera de los santos
que nos han precedido? Creo que no le hacemos justicia a nuestro Señor cuando
suponemos que Él obró Sus poderosas obras antaño, y que se mostró fuerte para
con la gente de los primeros tiempos, pero que no obra prodigios ni desnuda Su
brazo en favor de los santos que están ahora en la tierra. Revisemos, les digo,
nuestros propios diarios. Ciertamente en estas páginas modernas podemos descubrir
algunos felices incidentes que son reanimantes para nosotros mismos y que
glorifican a nuestro Dios. ¿No has experimentado tú ninguna liberación? ¿No
has vadeado ningún río siendo sostenido por la presencia divina? ¿No has caminado
a través de ningún fuego habiendo salido ileso? ¿No has sido librado en seis
tribulaciones? Sí, y en la séptima ¿no te ayudó Jehová? ¿Has carecido por
completo de manifestaciones? ¿No te
ha hablado nunca a ti el Dios que habló con Abraham en Mamre? ¿No ha luchado
nunca contigo el ángel que forcejeó con Jacob en Peniel? ¿No ha hollado nunca los
carbones encendidos a tu lado el mismo que se paseaba en el horno de fuego con
los tres santos varones? Oh amado, Él se ha manifestado a nosotros como no se
manifiesta al mundo. No te olvides de esas manifestaciones. Nunca dejes de
regocijarte en ellas. ¿No has recibido nunca ningún favor selecto? ¿Nunca te ha escuchado y no ha respondido tus
peticiones el Dios que le concedió a Salomón el deseo de su corazón? ¿No te ha saciado nunca con grosuras ese
Dios de pródiga munificencia de quien David cantó: “El que sacia de bien tu
boca de modo que te rejuvenezcas como el águila”? ¿Nunca has sido conducido a
descansar en lugares de delicados pastos? ¿No has estado jamás junto a aguas de
reposo? Ciertamente, amados, la bondad de Dios exhibida en la antigüedad se ha
repetido en nosotros. Las manifestaciones de Su gracia para con los que ya se
han ido a la gloria han sido renovadas para nosotros, y las misericordias
liberadoras tal como fueron experimentadas por ellos no son desconocidas para nosotros,
a quienes han alcanzado los fines de los siglos.
Por tanto, yo les pido,
queridos amigos, que por unos instantes en esta mañana fijen sus pensamientos
en su Dios en conexión con ustedes mismos; y, mientras rememoramos a Samuel
amontonando las piedras y diciendo: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”, pongamos el
énfasis en la palabra ‘nos’ y digamos: “Hasta aquí Jehová nos ayudó A
NOSOTROS”, y si pudieran ponerlo en singular, y pudieran decir: “Hasta aquí me
ayudó Jehová A MÍ”, sería mucho mejor.
Además, es un ejercicio
muy deleitable recordar las diversas maneras en las que los agradecidos santos
dejaron constancia de sus reconocimientos. ¿Quién podría mirar sin placer al
altar que Noé edificó después de que fue preservado del diluvio universal? ¿No
han brillado a menudo nuestros ojos al recordar que Abraham construyó un altar
y lo llamó: “Jehová-jireh: en el monte de Jehová será provisto”? ¿No hemos
leído con intensa satisfacción acerca de Jacob, cuando tomó la piedra que había
puesto de cabecera, y derramó aceite encima de ella, e invocando el nombre del
Señor, llamó el nombre de aquel lugar Bet-el, aunque Luz era el nombre de la
ciudad primero? ¿Quién no se ha regocijado con la música marcial del pandero de
María, y con las gloriosas notas del cántico de Moisés en el Mar Rojo? ¿Y no
hemos hecho una pausa y mirado a las doce piedras levantadas en medio del
Jordán por el buen Josué cuando las aguas que venían de arriba se detuvieron para
que las huestes de Israel pudieran atravesarlo a pie enjuto? Ciertamente,
hermanos, nos hemos regocijado en esta piedra que Samuel tomó y que llamó: ‘Eben-ezer’.
Y al considerar las diversas maneras en que los santos de Dios han registrado
Su misericordia en los tiempos antiguos, hemos sentido gran satisfacción al
contemplar la perpetuidad de la gloria de Dios, ya que una generación muestra a
otra todas Sus poderosas obras. Oh, ¿no sería igualmente placentero y más
benéfico aún para nosotros que
registremos las poderosas obras del Señor como las hemos visto? ¿No deberíamos
edificar un altar a Su nombre o entretejer Sus misericordias en un cántico? ¿No
deberíamos tomar el oro puro del agradecimiento, y las joyas de la alabanza, y
hacer con ellos otra corona para la cabeza de Jesús? ¿No deberían nuestras
almas producir una música tan dulce y tan alegre como la que alguna vez saliera
del arpa de David? ¿No deberían los pies de nuestra gratitud pisar tan levemente
como los de María cuando guió a las hijas de Israel? ¿No tenemos formas de alabar
a Dios? ¿No hay métodos a través de los cuales podamos manifestar la gratitud
que sentimos en nuestro interior? Estoy seguro de que podemos hacerle una
ofrenda a nuestro Señor. Podemos atender a nuestro Amado con el vino adobado
del mosto de las granadas, y las gotas escogidas del panal. Yo espero que en
este día nuestras almas puedan idear alguna manera en la que dejemos constancia
de las obras poderosas del Señor, y transmitamos a las generaciones venideras
nuestro testimonio de Su fidelidad y de Su verdad.
Entonces, en el espíritu
de estas dos observaciones, mirando la mano de Dios en nuestra propia vida, y
reconociendo esa mano con alguna constancia de agradecimiento, yo, ministro de
ustedes, llevado por la gracia divina a predicar esta mañana el quingentésimo
de mis sermones impresos, publicados consecutivamente semana tras semana, erijo
a Dios mi piedra de Eben-ezer. Yo le doy gracias a Él, le doy humildemente las
gracias, pero, aun así, lo hago muy gozosamente, por toda la ayuda y el apoyo
brindados en el estudio y la predicación de la palabra a estas grandísimas
congregaciones a través de la voz, y posteriormente a tantas naciones gracias a
la imprenta. Yo levanto mi piedra por señal en la forma de este sermón. Mi lema
en este día será el mismo de Samuel: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”. Y como la
piedra de mi alabanza es demasiado pesada para mí para levantarla solo, yo les
pido a ustedes, camaradas míos en el día de la batalla y compañeros
trabajadores en la viña de Cristo, que se unan conmigo en la expresión de gratitud,
mientras juntos levantamos la piedra del memorial y decimos: “Hasta aquí nos
ayudó Jehová a nosotros”.
Esta mañana hay tres
cosas de las que quiero hablar; tres cosas pero que son únicamente una. Esta
piedra de ayuda llama a la reflexión respecto al lugar de su erección, a la
ocasión de su edificación, y a la
inscripción que llevaba.
I. Primero,
entonces, se puede encontrar una muy valiosa instrucción y mucha motivación
para un devoto agradecimiento en EL SITIO DONDE FUE ALZADA
Veinte años antes Israel había sido derrotado en aquel campo.
Veinte años atrás, Ofni y Finees, los sacerdotes del Señor, fueron asesinados
en aquel terreno, y el arca del Señor fue secuestrada y los filisteos
triunfaron. Era bueno que recordaran la derrota que habían sufrido, y aun en
medio de la gozosa victoria debían recordar que la batalla se habría convertido
en una derrota si el Señor no hubiese estado de su lado. Hermanos, debemos
recordar nuestras derrotas. ¿Hemos olvidado cuando salimos en nuestra fuerza
resueltos a someter nuestras corrupciones, pero descubrimos que éramos débiles
como el agua? ¿Has olvidado cuando te apoyabas en el arca del Señor, cuando
descansabas en las ceremonias y en las ordenanzas, y no en
El campo entre Mizpa y
Sen refrescaría también sus memorias respecto a sus pecados, pues era el pecado el que los había vencido. Si sus
corazones no hubiesen sido capturados por el pecado, su tierra no habría sido
capturada nunca por los filisteos. Si no le hubiesen dado la espalda a su Dios,
no habrían vuelto la espalda delante los filisteos en el día del conflicto.
Hermanos, recordemos nuestros pecados; ellos servirán como una negra hoja de
realce sobre la cual relucirá con mayor intensidad la misericordia de Dios. La
fertilidad de Egipto es más maravillosa debido a su cercanía a las arenas de
Libia que la cubrirían por completo si no fuera por el río Nilo. Es maravilloso
que Dios sea tan bueno, pero que sea tan bueno para ti y para mí que somos tan
rebeldes, es un milagro de milagros. No conozco una palabra que pueda expresar
la sorpresa y el asombro que nuestras almas deberían sentir ante la bondad de
Dios para con nosotros. Nuestros corazones actúan como rameras; nuestras vidas están
lejos de ser perfectas; nuestra fe está casi apagada; nuestra incredulidad es a
menudo prevaleciente; nuestro orgullo yergue su maldita cabeza; nuestra
paciencia es una pobre planta enfermiza casi quemada por la helada de una
noche; nuestro valor es poco mejor que la cobardía; nuestro amor es tibio;
nuestro ardor es sólo como el hielo; oh, mis queridos hermanos, si sólo
pensáramos, cada uno de nosotros, qué masa de pecado somos; si reflexionáramos
que después de todo sólo somos, como escribe uno de los padres: “muladares
ambulantes”, nos sorprendería en verdad que el sol de la divina gracia continúe
brillando tan perpetuamente sobre nosotros, y que la abundancia de la
misericordia del cielo sea revelada en nosotros. Oh, Señor, cuando recordamos
lo que habríamos podido ser, y lo que realmente hemos sido, tenemos que decir:
“Gloria sea al benigno y misericordioso Dios que hasta aquí nos ayudó”.
Además, ese sitio les
recordaría sus aflicciones. Qué
triste capítulo en la historia de Israel es aquel que sigue a la derrota
inflingida por los filisteos. El buen anciano Elí, ustedes recordarán, cayó
hacia atrás y se desnucó; y su nuera en sus dolores de parto clamó con respecto
a su hijo: “Llámenlo Icabod, pues traspasada es la gloria de Israel, por haber
sido tomada el arca de Dios”. Sus cosechas fueron arrebatadas por los ladrones;
sus viñas fueron cortadas por manos extrañas. Israel experimentó veinte años de
una aflicción profunda y amarga. Habrían podido decir con David: “Pasamos por
el fuego y por el agua; los hombres efectivamente cabalgaron sobre nuestra
cabeza”. Bien, amigos, que el recuerdo de nuestras
aflicciones nos inspire también a
nosotros a sentir un agradecimiento más profundo mientras erigimos la
piedra de Eben-ezer. Hemos tenido nuestras aflicciones como Iglesia. ¿Habré de
recordarles acerca de nuestro lúgubre y negro día? Nunca podría ser borrado de
nuestra memoria el tiempo de nuestra aflicción y tribulación. La muerte penetró
por nuestras ventanas, y la consternación se apoderó de nuestros corazones. ¿No
hablaron mal de nosotros todos los hombres? ¿Quién nos daría una palabra de
aliento? El propio Señor nos afligió, y nos quebrantó en el día de Su ira. Así
nos pareció entonces. Ah, Dios, Tú sabes cuán grandes han sido los resultados
que fluyeron de aquella terrible calamidad, pero el recuerdo no podría borrarse
de nuestras almas ni siquiera en el propio cielo. Al evocar aquella noche de
confusión y aquellas largas semanas de calumnias y de abusos, rodemos una gran
piedra delante del Señor, y escribamos sobre ella: “Hasta aquí nos ayudó
Jehová”. Poco, creo, logró el diablo mediante aquel golpe maestro. Pequeño fue el
triunfo que consiguió por ese acto de malicia. Más grandes multitudes que nunca
se reunieron para escuchar la palabra, y algunos de los aquí presentes, que de
otra manera no habrían asistido nunca a la predicación del Evangelio,
permanecen como monumentos vivientes del poder de Dios para salvar. De todas
las cosas malas de las que ha provenido un bien, podemos señalar siempre la
catástrofe del Surrey Hall como uno de los bienes más grandes que haya acontecido
jamás en este vecindario a pesar de las aflicciones que trajo consigo. Este
hecho en particular es sólo una muestra de otros, pues la regla del Señor es extraer
bien del mal para así demostrar Su sabiduría y enaltecer Su gracia. Oh, ustedes
que se han levantado de lechos de languidez, ustedes que han sido doblegados
por la duda y el miedo, y ustedes que han sido consumidos por la pobreza, o que
han sido calumniados, o que han sido aparentemente abandonados por su Dios, si
en este día la gloria de la gracia de Dios descansa en ustedes, tomen la piedra
y derramen aceite encima de ella, y escriban allí: “Eben-ezer, hasta aquí nos
ayudó Jehová”.
Mientras consideramos la
peculiaridad de la ubicación, debemos observar que así como había sido el sitio
de su derrota, de su pecado y de su aflicción, así ahora, ante la victoria, era
el lugar de su arrepentimiento. Observen
ustedes, amados, que fueron convocados para arrepentirse, para confesar sus
pecados, para deshacerse de sus falsos dioses y para echar fuera de sus casas y
de sus corazones a Astarot. Fue allí que vieron la mano de Dios y que fueron inducidos
a decir: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”. Cuando ustedes y yo somos más
diligentes en darle caza al pecado, entonces Dios hace huir con valentía a
nuestros enemigos. Ustedes cuidan de la obra en el interior y vencen el pecado,
y Dios cuidará de la obra exterior y vencerá sus problemas y sus tribulaciones
por ustedes. Ah, queridos amigos, al levantar esta piedra recordando cómo Dios
nos ayudó, derramemos lágrimas de aflicción rememorando cuán ingratos hemos
sido. La penitencia y la alabanza deben cantar siempre a coro en la tierra. Así
como en algunas de nuestras tonadas hay dos o tres partes, vamos a necesitar
siempre que ‘Arrepentimiento’ asuma las notas bajas en tanto que estamos aquí,
mientras que ‘Fe’, en alabanza, se remonta hasta las notas más altas de la
divina escala musical de ‘Gratitud’. Sí, con nuestro gozo por la culpa perdonada
lamentamos haber horadado al Salvador, y con nuestro gozo por las gracias
fortalecidas y por una madurante experiencia, tenemos que lamentar la
ingratitud y la incredulidad. Hasta aquí te ayudó el Señor y, sin embargo, tú
dijiste una vez, “Mi Dios me ha olvidado”. Hasta aquí te socorrió el Señor, y,
con todo, tú murmuraste y te quejaste de Él. Hasta aquí te socorrió el Señor, y
con todo, tú lo negaste una vez como Pedro. Hasta aquí te socorrió el Señor, y,
con todo, tu ojo se ha extraviado en pos de la vanidad, y tu mano ha tocado el
pecado y tu corazón ha sido lascivo. Arrepintámonos, hermanos míos, pues es a
través de nuestras lágrimas que percibiremos mejor la belleza de estas agradecidas
palabras: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”.
Han de recordar,
también, que Eben-ezer fue el lugar de lamentación
por el distanciamiento del Señor. Se juntaron para orar a Dios pidiéndole
que regresara a ellos. Ciertamente veremos a Dios si lo anhelamos con ansia.
Cuán deleitable es ver a una Iglesia ansiosa de avivamientos, clamando,
pidiéndole a Dios que venga a ella. Cuando ustedes saben, hermanos, que sin
Dios las ordenanzas no son nada, cuando no se pueden quedar satisfechos con la
letra muerta y seca sino que realmente quieren tener el poder y la presencia de
Dios, entonces no pasará mucho tiempo antes de que lo tengan. Entonces,
mientras ustedes y yo expresamos gratitud por el pasado, musitemos otra oración
a Dios pidiendo una gracia renovada. Si tú personalmente has perdido la luz de
Su rostro, ora pidiendo ésto esta mañana:
“¡Retorna, oh santa Paloma! ¡Retorna,
Dulce mensajera del reposo!
Odio los pecados que hacen que te contristes,
Y que te apartaron de mi pecho”.
Y si se tratara de
“Salvador, visita Tu plantación;
¡Concédenos, Señor, una agraciada lluvia!
Todo vendrá a ser desolación,
A menos que Tú regreses de nuevo;
Señor, vivifícanos,
¡Toda nuestra ayuda ha de venir de Ti!
El lugar de avivamiento
debe ser el lugar de un piadoso agradecimiento.
En aquel día, también,
Mizpa fue el lugar de un pacto renovado, y
su nombre significa la torre vigía. Estas
personas, digo, se juntaron para renovar su pacto con Dios y para esperarlo
como en una atalaya. Siempre que el pueblo de Dios vuelve su mirada al pasado
debería renovar su pacto con Dios. Pon de nuevo tu mano en la mano de Cristo, tú,
santo del Altísimo, y entrégate a Él de nuevo. Sube a tu atalaya y está atento
a la venida de tu Señor. Mira si hay pecado en tu interior, si hay tentación afuera
de ti, algún deber descuidado o algún letargo que repta cautelosamente hacia
ti. Ven a Mizpa, a la atalaya; ven a Mizpa, el lugar de renovación del pacto, y
luego toma tu piedra y di: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”.
Me parece que el sitio
donde Samuel dijo: “Eben-ezer”, era en muchos sentidos sobremanera similar a la
posición que ocupamos nosotros en este día. No creo que los hijos de Israel
pudieran decir con un gozo más intenso que nosotros: “¡Eben-ezer!” Hemos cometido
muchos pecados, hemos tenido una porción de aflicciones y algunas derrotas en
razón de nuestra propia locura. Espero que nos hayamos humillado delante de
Dios, y que nos hayamos lamentado por Él, y que deseemos contemplarlo y morar
muy cerca de Él, y que nuestra alma bendiga en verdad Su nombre mientras
renovamos el pacto en este día, mientras venimos a la atalaya y esperamos oír
lo que Dios el Señor nos dirá. Vamos, entonces, en esta gran casa que el favor
del Señor ha edificado para nosotros, cantemos juntos: “Hasta aquí nos ayudó
Jehová”.
II. Cambiemos
ahora el tema para considerar
Las tribus desarmadas se
habían reunido para adorar. Cuando los filisteos se enteraron de la reunión,
sospecharon una revuelta. Un levantamiento no estaba contemplado en aquel momento,
aunque sin duda los corazones del pueblo albergaban la esperanza de que serían
liberados de una manera o de otra. Siendo los filisteos, como nación, muy
inferiores en número a los hijos de Israel, tenían la desconfianza natural que
invade a los opresores débiles. Si ha de haber tiranos, que sean fuertes, pues
nunca son tan recelosos o crueles como esos pequeños déspotas que siempre están
temiendo alguna rebelión. Oyendo que el pueblo se había reunido, los filisteos
resolvieron atacarlos; fíjense: atacar a un grupo desarmado que se había
reunido para adorar. La gente estaba alarmada; era natural que lo estuviera.
Samuel, sin embargo, el profeta de Dios, estuvo a la altura de la ocasión. Les
mandó que trajeran un cordero. No sé si el cordero fuera ofrecido según los
ritos de Levítico, sin embargo, los profetas en todas las épocas tenían el
derecho de prescindir de las leyes ordinarias. Esto era para mostrar que la
dispensación legal no era permanente, que había algo que era superior al
sacerdocio de Aarón, de tal manera que Samuel y Elías, hombres en quienes Dios moraba
expresamente, eran más poderosos que los sacerdotes que oficiaban
ordinariamente en el santuario. Samuel toma el cordero, lo coloca sobre el altar,
lo ofrece, y cuando el humo se eleva al cielo, Samuel ofrece una oración. La
voz del hombre recibe una respuesta de la voz de Dios; un gran trueno deja
consternados a los filisteos que salen huyendo.
Me parece que nosotros
hemos estado en circunstancias similares. Oigan el paralelo. El cordero obtuvo la victoria. Tan pronto como el cordero fue
inmolado y el humo subió al cielo, la bendición comenzó a descender sobre los
israelitas y la maldición cayó sobre los enemigos. “Siguieron a los filisteos”
–noten las palabras- “hiriéndolos hasta debajo de Bet-car”, que al traducirse
significa “la casa del Cordero”. Al ofrecerse el cordero los israelitas
comenzaron a pelear contra los filisteos y los mataron hasta llegar a la casa
del cordero. Hermanos, si hemos hecho algo por Cristo, si hemos alcanzado algunas
victorias, si algunas almas en esta casa han sido convertidas, si algunos
corazones han sido santificados, si algunos espíritus abatidos han sido
consolados, den testimonio de que todo ha sido gracias al Cordero. Cuando nos
hemos representado a Cristo inmolado, y hemos descrito las agonías que soportó
sobre la cruz, y hemos intentado predicar íntegra aunque débilmente la gran
doctrina de Su sacrificio sustitutivo, cuando lo hemos expuesto como la
propiciación por los pecados, es entonces que las victorias han comenzado. Y
cuando hemos predicado a Cristo ascendiendo a lo alto, llevando cautiva la
cautividad, y cuando nos hemos gloriado en el hecho de que Él vive siempre para
interceder por nosotros, y que vendrá para juzgar a vivos y muertos, si algún
bien se ha logrado ha sido por medio del Cordero, del Cordero inmolado, o
también del Cordero exaltado. Observen, queridos amigos, que cuando levantamos
nuestro Eben-ezer esta mañana, lo hacemos honrándolo a Él. “Al Cordero una vez
inmolado sea gloria por los siglos de los siglos”. Ustedes han vencido a sus
enemigos, han hecho morir sus pecados y han dominado sus dificultades. ¿Cómo ha
sido? Desde el altar de aquel cordero sangrante prosiguiendo hasta el trono de
Aquel que ha de reinar por los siglos de los siglos, el camino entero ha sido
manchado con la sangre carmesí de sus enemigos: ustedes han vencido gracias a
la sangre del Cordero. El Cordero los vencerá. El que cabalga en el caballo
blanco va delante de nosotros; Su nombre es el Cordero. Y todos los santos
habrán de seguirle sobre caballos blancos, y saldrán venciendo y para vencer.
“Eben-ezer; hasta aquí nos ayudó Jehová”. Pero la ayuda ha sido siempre por
medio del Cordero, el sangrante, el viviente, el reinante Cordero.
Así como en aquella
ocurrencia el sacrificio fue exaltado, así también fue reconocido el poder de la oración. Los filisteos se dieron a la
fuga exclusivamente en virtud de la oración. Samuel oró al Señor. Le habían
dicho: “No ceses de clamar por nosotros a Jehová nuestro Dios”. Hermanos, demos
nuestro testimonio esta mañana de que si se ha logrado algún bien aquí, ha sido
el resultado de la oración. A menudo he solazado mi corazón con el recuerdo de
las oraciones ofrecidas en nuestra antigua casa de reunión en la calle de New
Park. Qué suplicaciones escuché allá; qué gemidos de espíritus que forcejeaban
en oración; hemos conocido tiempos en los que el ministro no ha tenido el ánimo
para decir ni una palabra, porque las oraciones de ustedes a Dios lo han
derretido, han impedido su expresión, y de buena gana ha pronunciado una
bendición y los ha enviado a casa, porque el Espíritu de Dios estaba tan
presente que difícilmente era el tiempo de hablarle al hombre, sino únicamente
de hablarle a Dios. No creo que tengamos siempre aquí el mismo espíritu de
oración, y con todo, en esto he de regocijarme y lo hago: no sé dónde se pueda
encontrar más ejercitado el espíritu de oración que en este lugar. Yo sé que
ustedes sostienen mis manos en alto, que ustedes son como Aarón y Hur sobre la
cumbre del collado. Yo sé que ustedes interceden ante Dios para la conversión de
este vecindario y para la evangelización de esta gran ciudad. Jóvenes y viejos,
ustedes en verdad se esfuerzan juntos para que venga el reino y se haga la
voluntad del Señor. Pero, oh, no debemos olvidar, al mirar a esta vasta Iglesia
-dos mil miembros y fracción que caminan en el temor de Dios- no debemos
olvidar que este incremento vino como resultado de la oración, y que es todavía
en la oración donde nuestra fortaleza se debe apoyar. Yo los exhorto delante
del Altísimo que no dependan nunca de mi ministerio.
¿Qué soy yo? ¿Qué hay en mí? Yo hablo, y cuando Dios habla por mi medio, yo
hablo con un poder desconocido para los hombres en quienes no mora el Espíritu;
pero si Él me deja, no sólo soy tan débil como otros hombres, sino más débil
que ellos, pues no tengo la sabiduría que dan los años, no tengo el
conocimiento humano, no he recibido ningún título en la universidad, y no tengo
el reconocimiento de doctos honores. Si Dios habla por mi medio, Él debe
recibir toda la gloria; si Él salva almas por medio de un ser tan frágil, Él
debe recibir toda la gloria. ‘Dad a Jehová la gloria y el poder’; pongan cada
partícula de la honra a Sus pies. Pero continúen orando; intercedan ante Dios
por mí para que Su poder sea visto todavía, y que Su brazo siga interviniendo con
poder en esta obra. Debemos recordar la oración que ha sido escuchada cuando
levantamos nuestro Eben-ezer y decimos: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”.
Además, así como hubo
oración y sacrificio, han de recordar que en respuesta al olor grato del cordero
y a la dulce fragancia de la intercesión de Samuel, Jehová salió para derrotar a Sus enemigos. Yo no leo que Israel
haya prorrumpido en un grito de guerra. No, no se habría escuchado su grito en
medio de aquellos fuertes truenos. Nos enteramos de que se lanzaron a la
batalla; pero no fue su arco, ni su lanza, ni su espada, los que lograron la
victoria. ¡Escuchen, hermanos míos, se oye la voz de Dios! ¡Aplasten, aplasten!
¿¡Dónde están ahora ustedes, hijos de Anac!? Los cielos se estremecen, la
tierra tiembla, los collados antiguos se humillan, los pájaros del aire vuelan
a las guaridas del bosque para ocultarse allí, las tímidas cabras sobre los
montes buscan las hendiduras de los peñascos. Los truenos ruedan entre retumbos
hasta que un monte responde al otro con un sonoro alboroto de espanto. De risco
en risco salta el candente rayo y los filisteos se quedan enceguecidos por él,
y se quedan horrorizados y luego ponen pies en polvorosa y huyen. ‘Esforzaos,
oh filisteos, y sed hombres, para que no sirváis a los hebreos’. Resistan como
hombres, pero a menos que sean dioses, ahora deben temblar. ¿Dónde están sus
escudos y sus tachones de adorno? ¿Dónde están sus lanzas y su lustre? ¡Hagan ahora
que sus espadas relumbren fuera de sus vainas; envíen ahora a sus gigantes y a
sus escuderos! ¡Hagan ahora que sus Goliats desafíen al Señor Dios de los
ejércitos! ¡Ajá! ¡Ajá! ¡Ustedes son ahora como mujeres! ¡Tiemblan, desfallecen!
¡Vean, vean! Ellos vuelven la espalda y huyen delante de los hombres de Israel,
a quienes sólo consideraban como esclavos. Huyen. El guerrero huye y el de
soberbio corazón se acobarda, y el hombre valiente huye como una tímida paloma
a su escondite. “Gloria sea al Señor Dios de Israel: Su propia diestra y Su
santo brazo le han obtenido la victoria”.
Amados, si algún bien se
ha logrado, o si ustedes y yo hemos derrotado al pecado, ¿cómo ha sido? No por nuestra fuerza ni por nuestro poder, sino por la gloriosa voz
de Dios. Dios truena cuando el Evangelio es predicado verdaderamente. Cuando hablamos
de Jesús crucificado, el sonido producido pudiera ser tan débil como la voz de
un niño, pero Dios truena, y yo les digo, amigos, que los truenos de Dios nunca
hirieron el corazón de los filisteos como hiere el Evangelio de Cristo el
corazón de los pecadores convictos. Cuando predicamos y Dios bendice la
predicación, ésta se convierte en los rayos de Dios, en los destellos del fuego
divino de Dios, en el brillo de Su lanza, pues nunca fueron tan heridos los
filisteos con el resplandor del relámpago en sus rostros como lo son los
pecadores cuando la ley de Dios y el Evangelio brillan en sus entenebrecidos
ojos. ¡Pero a Dios sea la gloria, a Dios, a Dios y solo a Dios! Ni una sola
palabra para el hombre, ni una sola sílaba para el hijo del hombre. “Al que nos
amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria”. Este es el
cántico de los santos perfectos en lo alto; ¿acaso no habría de ser el cántico
de los seres imperfectos aquí abajo? “No a nosotros, no a nosotros”, los
serafines claman al tiempo que cubren sus rostros con sus alas y arrojan sus
coronas a los pies de Jehová. Hemos de decir: “No a nosotros, no a nosotros”, mientras
nos exultamos en Su poder y enaltecemos al Dios de nuestra salvación.
III. Entonces,
esa fue la ocasión. No necesito demorarme más tiempo aquí, antes bien debo ir
de inmediato a
Tienes que leer, antes
que nada, la palabra que está en el centro, la palabra de la que depende todo
el sentido y en la que se concentra su plenitud. “Hasta aquí nos ayudó Jehová”. Noten, amados, que no
se quedaron quietos ni rehusaron usar sus armas, sino que mientras Dios estaba
tronando ellos estaban peleando, y mientras los relámpagos estaban centelleando
en los ojos del enemigo, ellos les hacían sentir la potencia de su acero. Así
que a la vez que glorificamos a Dios no debemos negar ni descartar la agencia
humana. Nosotros tenemos que luchar
porque Dios lucha por nosotros. Debemos golpear, pero tanto el poder para golpear
como el resultado de golpear tienen que venir de Él. Adviertan que ellos no
dijeron: “Hasta aquí nos ayudó nuestra espada, hasta aquí nos animó Samuel”.
No, no, “hasta aquí nos ayudó Jehová”. Tienen que admitir ahora que todo lo que
es verdaderamente grande tiene que ser del Señor. No pueden suponer que algo
tan grande como la conversión de los pecadores o el avivamiento de una Iglesia puedan
ser jamás la obra de un hombre. En el río Támesis, cuando la marea se aleja, se
puede ver que hay un largo trecho de cieno fétido y pútrido, pero más tarde la
marea regresa. Pobre incrédulo, tú que pensabas que el río se iba a quedar sin
agua hasta estar completamente seco y que los barcos iban a encallar, mira, una
vez más la marea regresa llenando alegremente otra vez la corriente. Pero tú
estás muy seguro de que un río tan grande como el Támesis no ha de ser llenado
excepto por las mareas del océano. Entonces no puedes ver grandes resultados y
atribuirlos al hombre. Cuando se realiza una pequeña obra, los hombres a menudo
se otorgan el crédito, pero cuando se realiza una gran obra, no se atreven a
hacerlo. Si Pedro hubiera estado lanzando su anzuelo sobre un costado del barco
y hubiera capturado un gran pez, habría podido decir: “¡Bien hecho, pescador!”
Pero cuando el bote estaba lleno de peces de tal manera que comenzaba a
hundirse, no podía pensar en él entonces. No, antes bien cae de rodillas y
dice: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador”. La grandeza de
nuestra obra nos compele a confesar que debe ser de Dios, que debe ser sólo del
Señor. Y, queridos amigos, ha de ser así si consideramos lo poco con lo que
comenzamos. Jacob, cuando se aprestaba a cruzar el Jordán, dijo: “Con mi cayado
pasé este Jordán, y ahora estoy sobre dos campamentos”. Ciertamente el hecho de
que estuviera sobre dos campamentos debía ser obra de Dios, pues él sólo tenía su
cayado. ¿Y no recuerdan, unos cuantos de ustedes aquí presentes, que una mañana
pasamos este Jordán con un cayado? ¿Éramos un centenar cuando les prediqué por
primera vez? Qué cantidad de reclinatorios vacíos, cuán escaso puñado de
oyentes. Con el cayado pasamos ese Jordán. Pero Dios ha multiplicado a la gente
y ha multiplicado el gozo, hasta convertirnos no sólo en dos campamentos, sino
en muchos campamentos; y muchos en este día se están reuniendo para oír el
Evangelio predicado por los hijos de esta iglesia, que han sido engendrados por
nosotros y enviados por nosotros para ministrar la palabra de vida en muchas
aldeas y villorrios a lo largo de estos tres reinos. Gloria sea a Dios porque
esto no puede ser una obra del hombre. ¿Cuál esfuerzo hecho por la sola
fortaleza del hombre habría de igualar lo que es alcanzado por Dios? Entonces,
el nombre del Señor ha de ser inscrito sobre la piedra del memorial. Yo soy
siempre muy celoso acerca de este asunto. Si como una Iglesia y como una
congregación, si como individuos no le damos siempre la gloria a Dios, es
totalmente imposible que Dios obre por medio de nosotros. He visto muchos
prodigios, pero no he visto todavía a un hombre que se arrogara el honor de su
obra para sí, a quien Dios no dejara solo tarde o temprano. Nabucodonosor dijo:
“¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?” Contemplen aquel pobre lunático
cuyo pelo creció como plumas de águila y sus uñas como las de las aves: ese es
Nabucodonosor. Y eso habrán de ser ustedes, y eso
habré de ser yo, cada uno a su manera, a menos que nos contentemos con darle
toda la gloria a Dios. Ciertamente, hermanos, seremos una pestilencia en la nariz
del Altísimo, algo ofensivo, algo incluso como carroña delante del Señor de los
Ejércitos, si nos arrogamos cualquier honor. ¿Para qué envía Dios a sus santos?
¿Para que sean semidioses? ¿Hizo Dios fuertes a los hombres para que se
autoexaltaran hasta llegar a Su trono? ¿Cómo, acaso el Rey de reyes te corona
con misericordias para que tú pretendas tener señorío sobre Él? ¿Cómo, acaso te
dignifica para que usurpes las prerrogativas de Su trono? No; tienes que venir
con todos los favores y honores que Dios ha puesto en ti, y arrastrarte hasta
el pie de Su trono y decir: ‘¿Quién soy yo, y qué es la casa de mi padre para
que te hayas acordado de mí? “Hasta aquí nos ayudó Jehová”.
Les dije que este texto
puede leerse de tres maneras. Lo hemos leído una vez poniendo el énfasis en la
palabra que está en el centro. Ahora ha de ser leído mirando en retrospectiva. Las palabras “hasta aquí” parecieran ser
una mano que apunta en esa dirección. Miren el pasado, miren el pasado. ¡Veinte
años, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, ochenta, “hasta aquí”!
Diga eso cada uno de ustedes. A través de la pobreza, a través de la riqueza, a
través de la enfermedad, a través de la salud, en casa, fuera de casa, en tierra,
en el mar, en honor, en deshonra, en perplejidad, en gozo, en tribulación, en
triunfo, en oración, en la tentación, “hasta aquí”. Junten
todas esas cosas. A veces me gusta contemplar una larga avenida de árboles. Es
muy deleitable fijar la mirada desde un extremo hasta el otro del largo paisaje,
una suerte de templo frondoso con sus pilares de ramas y sus arcos de hojas. ¿No puedes mirar los
largos pasillos de tus años, mirar las verdes ramas de la misericordia en lo
alto, y los sólidos pilares de benignidad y de fidelidad que sostienen tus goces? ¿No hay pájaros cantando en
aquellas ramas? Seguramente debe de
haber muchos. Y un sol radiante y un cielo azul
están allá; y si volteas a lo lejos, puedes ver el brillo del cielo y un trono
de oro. “¡Hasta aquí! ¡Hasta aquí!”
Luego el texto puede
leerse de una tercera manera: de cara al
futuro. Pues cuando un hombre se acerca a una determinada señal y escribe:
“hasta aquí”, mira en retrospectiva a mucho de lo que representa el pasado,
pero “hasta aquí” no es el fin, pues todavía se ha de recorrer una mayor
distancia. Más pruebas, más dichas; más tentaciones, más triunfos; más
oraciones, más respuestas; más arduos trabajos, más fortaleza; más luchas, más
victorias; más calumnias, más consuelos; más leones y osos con los que luchar,
más zarpazos del león para los Davides de Dios; más aguas profundas, más montes
altos; más tropas de demonios, más huestes de ángeles todavía. Y luego viene la
enfermedad, la ancianidad, los achaques, la muerte. ¿Ya se acabó todo? ¡No, no,
no! Vamos a levantar otra piedra cuando entremos en el río; vamos a gritar
Eben-ezer allí: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”, pues aún viene algo más. Un
despertar a Su semejanza, un ascenso por esferas estrelladas, arpas, cantos,
palmas, vestiduras blancas, el rostro de Jesús, la compañía de los santos, la
gloria de Dios, la plenitud de la eternidad, la infinitud de la
bienaventuranza. Sí, tan seguramente como Dios
nos ayudó hasta aquí hoy, nos ayudará hasta el final. “No te desampararé, ni te
dejaré”. Entonces, ánimo, hermanos; y al tiempo que amontonamos las piedras,
diciendo: “Hasta aquí nos ayudó Jehová”, ciñamos los lomos de nuestra mente, y
seamos sobrios, y esperemos recibir la gracia que ha de ser revelada en
nosotros hasta el fin, pues así como ha sido, así será por todos los siglos.
Necesito un poco de
aceite para derramarlo sobre esta señal de piedra; necesito algo de aceite.
Jacob derramó aceite sobre ella e invocó el nombre del Señor. ¿Dónde obtendré
yo mi aceite? Agradecidos corazones, ¿tienen ustedes algo de aceite? Espíritus
de oración, ¿tienen algo de aceite? Compañeros de Jesús, ¿tienen algo de
aceite? Ustedes que tienen comunión con Él de día y de noche, ¿tienen algo de
aceite? Derrámenlo, entonces. Rompan sus frascos de alabastro, oh, ustedes,
Marías. Viertan sus oraciones junto con la mía en esta mañana. Ofrezcan sus
acciones de gracias junto con mis agradecidas expresiones de reconocimiento.
Acérquese cada uno de ustedes, y derrame hoy ese aceite sobre este Eben-ezer. Necesito algo de aceite y me pregunto
si puedo obtenerlo de aquel corazón que está por allá. Oh, dice uno, mi corazón
es un duro pedernal. Yo leo en
Y a Dios sea la gloria
por siempre. Amén.
“Gran Dios, cantamos esa poderosa mano,
Que continuamente nos sostiene;
El principio del año muestra Tu misericordia;
Que la misericordia lo corone hasta su cierre.
De día, de noche, en casa, fuera de casa,
Seguimos siendo guardados por nuestro Dios;
Alimentados por Su incesante abundancia,
Guiados por Su inerrante consejo.
Con agradecidos corazones reconocemos el pasado;
El futuro, desconocido para todos nosotros,
Entregamos a tu cuidado guardián,
Y tranquilos lo ponemos ante Tus pies.
En circunstancias de exaltación o depresión,
Sé Tú nuestro gozo y Tú nuestro reposo;
Tu bondad avivará todas nuestras esperanzas,
Adorámoste en todos nuestros cambiantes días.
Cuando la muerte interrumpa estos cánticos,
Y selle nuestras lenguas en silencio mortal,
Dios, nuestro ayudador, en quien confiamos,
A mejores mundos nuestras almas elevará”.
Traductor: Allan Román
28/Febrero/2013
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