El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Alegría del Varón de Dolores

NO. 498

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 8 DE MARZO DE 1863

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros. Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos; desde palacios de marfil te recrean”. Salmo 45: 7, 8.

 

Estos últimos domingos hemos estado considerando los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Le hemos seguido a través de la agonía del huerto, las penas de la traición, el cansancio y la calumnia en los diversos juicios, la vergüenza y las burlas de la soldadesca y las aflicciones de Su caminata a lo largo de las calles de la ciudad llevando la cruz. Esta mañana nos parece apropiado hacer una pausa para poder tomar aliento por un momento en esta nuestra peregrinación del dolor, y para que seamos consolados por una visión de la tierra de gloria a la que conduce la espinosa senda. Una ocasión festiva como la presente pudiera haber indispuesto sus mentes para las profundas contemplaciones de la Pasión, y pudiera ser más compatible con nuestro presente estado de ánimo de alegría, meditar sobre la gloria que reemplazó a la vergüenza. La misma persona estará en nuestra mirada, pero la veremos bajo una luz más brillante; veremos la luz de la esperanza en la negra nube de la angustia, las ricas perlas escondidas en el tormentoso abismo de Sus sufrimientos, y los días del cielo que fueron concebidos en el seno de la negra noche de Su agonía. El Varón de Dolores es la fuente de todo gozo para otros y es el poseedor de todos los goces del cielo y de la tierra en virtud de Sus triunfos. Él ha experimentado dichas en proporción a Sus aflicciones; así como una vez vadeó a través de las profundas aguas de la congoja, ahora ha ascendido a los más elevados montes de la felicidad. Por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio y ahora, habiéndose sentado a la diestra de Su Padre, disfruta de delicias para siempre. Hemos visto a nuestro David pasando el torrente de Cedrón, llorando mientras iba; ¿no le contemplaremos cuando danza de gozo delante del arca? Le vimos coronado de espinas; ¿no saldremos para recibirle y no le veremos con la corona con que le coronó Su madre en el día de Su desposorio, y el día del gozo de Su corazón? Oh, que mientras meditamos en estas cosas nuestro Padre celestial oiga la oración de nuestro grandioso Abogado que una vez clamó en favor nuestro diciendo: “Pero ahora voy a ti; y hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos”.

 

Nuestro texto describe el gozo derramado sobre nuestro glorioso Rey en una doble manera. Primero el Padre llena de gozo a nuestro Señor, “Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”. Pero hay otro gozo que no recibe de una persona, sino de muchas. Lean el siguiente versículo, “Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos; desde los palacios de marfil (ellos) te recrean”. Aquí, tanto los santos como los ángeles se unen para acrecentar el caudal del río de la alegría del Salvador, que siempre se está haciendo más ancho y más profundo. Cuando hayamos caminado junto a esas aguas de reposo y hayamos hollado esos delicados pastos, tal vez estemos preparados a decir con el apóstol: “Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación”, y seremos aptos para cantar con la esposa: “Nos gozaremos y alegraremos en ti; nos acordaremos de tus amores más que del vino; con razón te aman”.

 

I.   Vamos, hermanos míos, ponderemos esa parte del GOZO DE NUESTRO SALVADOR QUE SU PADRE LE DIO.

 

En cierta medida el Redentor poseía este gozo aun cuando se encontraba aquí en la tierra. No estamos seguros de que la primera etapa de la vida del Salvador estuviera llena de aflicciones. Conforme crecía en sabiduría y en estatura, también crecía en gracia para con Dios y con los hombres; y la gracia para con Dios y los hombres probablemente le daría al joven Jesús un grado inusual de santa felicidad. Cuando dio inicio a Su ministerio público le asediaron aflicciones en tropel, de tal manera que el semblante que una vez fue el más hermoso de los hijos de los hombres, fue desfigurado más que el de cualquier hombre, y a la edad de treinta y dos o treinta tres años se pensaba que se aproximaba a los cincuenta años como efecto del trabajo, de las privaciones y el sufrimiento. Sin embargo, aun en los días de Su aflicción, el Grandioso Doliente no era completamente desdichado; aun en medio del ajenjo y la hiel había gotas de dicha. Cuando los cielos le fueron abiertos en Su bautismo y el Espíritu descendió, ¿no trajo ninguna paz esa divina Paloma, ningún consuelo sobre sus alas? Cuando el Padre dio testimonio diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”, ¿esas aprobadoras palabras desde los cielos abiertos no produjeron ninguna satisfacción para la mente del obediente Hijo? Hermanos, la naturaleza perfecta de nuestro Redentor no podía sino regocijarse en grado sumo en la sonrisa del Padre y en el descenso del Espíritu Santo. Cuando en el desierto, después de cuarenta días de ayuno y tentación, los ángeles le ministraban, ¿no le trajeron ningún goce celestial, ninguna consolación de Dios? ¿No conoció ningún gozo secreto sobre las cumbres de los montes donde tenía comunión con Dios a la medianoche? ¿No era ningún deleite para Él hacer dulces invitaciones y proferir amorosas palabras de misericordia? Ciertamente los labios que vertían bendiciones eran benditos, y debe de haber habido algún consuelo en las manos que vendaban a los de corazón quebrantado y abrían las prisiones de los cautivos. Leemos que Jesús se regocijaba en espíritu, y decía: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó”. La doctrina del amor que elige agitó las profundidades de Su grande alma e hizo que los ríos batieran las manos. “El rey se alegra en tu poder, oh Jehová; y en tu salvación, ¡cómo se goza!”

 

¿Piensan ustedes, hermanos, que nuestro Salvador vivió en este mundo haciendo tanto bien, sin recibir ningún gozo por Sus actos de misericordia? Enseñar, trabajar y hacer santos a los hombres tiene que producir gozo en una mente benevolente. Hacer el bien no puede ser más que placentero para un hombre. Si Dios se deleita en la misericordia, seguramente Su imagen expresa tiene que hacer lo mismo. Devolverles los muertos a sus afligidos deudos, ¿no fue eso ninguna satisfacción? El ojo agradecido de la viuda a las puertas de Naín ¿no encendió destellos de gozo en Su corazón? ¿No inspiró ningún consuelo en el Dador de vida el agradecimiento de María y de Marta? ¿Piensan ustedes que no fue un trabajo gozoso alimentar a las hambrientas multitudes? ¿Quién podía mirar sin regocijarse a los miles que comían opíparamente? Sanar al leproso, restablecer al cojo, dar vista a los ciegos y oídos a los sordos, ¿quién podía hacer todo eso y ser infeliz distribuyendo bendiciones? Seguramente, hermanos, hubo algunos hosannas en los oídos de Jesús, y aunque siempre podía oír el grito de: “¡Crucifícale, crucifícale!”, con todo, debe de haber sentido el portentoso gozo de hacer el bien, que es uno de los deleites que acompañan a todos los abnegados amantes de otras personas.

 

Amados, reflexionen en Su carácter y sabrán que seguramente Él debe de haber conocido el gozo de ser bueno, pues hay una profunda alegría en la santidad, un bendito sosiego en la justicia. La santidad de los ángeles es su felicidad, y aunque en gran medida el Salvador dejó a un lado Su paz, con todo hay un reposo de alma del que no se puede separar la virtud. No conoció jamás las ansiedades de la conciencia; no sintió por cuenta propia la turbación mental por causa del pecado, si bien como nuestro sustituto fue hecho pecado por nosotros. Él sufrió. Fíjense que no estoy ni por un instante menoscabando Sus sufrimientos; veo altos montes de dolor; el ala del águila no puede alcanzar su cumbre, ni el pie de un ángel puede escalar sus laderas; pero, he aquí, veo saltarines torrentes de placer descendiendo por sus escarpadas faldas, y en medio de las hondonadas de las desoladas colinas contemplo profundos lagos de un gozo insondable para cualquier medición mortal.

 

Hermanos, tenemos todas las razones para creer que cuando nuestro Salvador estaba en la tierra encontraba permanentemente un solaz en la consideración de que Él estaba haciendo la voluntad de Su Padre. Él dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió”. “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” En diversas ocasiones la voz del cielo proclamó la complacencia del Padre en Su unigénito; la gloria del cielo lo cubrió una vez en el monte santo; y durante toda Su vida tuvo la presencia de Dios hasta el momento del necesario abandono, cuando le encontramos, por primera y única vez clamando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Hacer una obra que había contemplado desde toda la eternidad, involucrarse en una ocupación que había sido siempre sumamente deleitable en perspectiva, no habría podido ser única e íntegramente aflictiva. Era una pascua con muchas hierbas amargas, pero cuánto había deseado comerla. Era un bautismo, y un bautismo de sangre, pero cómo se angustiaba hasta que se cumpliera. Desde la antigüedad, en expectación, Sus delicias eran con los hijos de los hombres. ¿No había ninguna delicia en la obra? Hermanos, dejen que el Señor hable por Sí mismo: “He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”.

 

En la gloriosa perspectiva que esta grandiosa obra abría para Él cuando estuviera concluida, estoy absolutamente seguro de que nuestro Salvador encontró consuelo. No crean que hablo muy enfáticamente; tengo un fundamento escriturario. Vayan al Salmo veintidós, que es el soliloquio de Cristo en la cruz, y, después que lamentara Su desolada condición, le encuentran consolándose así, “Se acordarán, y se volverán a Jehová todos los confines de la tierra, y todas las familias de las naciones adorarán delante de ti… Comerán y adorarán todos los poderosos de la tierra; se postrarán delante de él todos los que descienden al polvo, aun el que no puede conservar la vida a su propia alma. La posteridad le servirá; esto será contado de Jehová hasta la postrera generación. Vendrán, y anunciarán su justicia; a pueblo no nacido aún, anunciarán que él hizo esto”. Él vio con ojo presciente, a través de la densa oscuridad que cubría la cruz, el ascenso del brillante sol del eterno mediodía del cielo. Vio, cuando pendía de la cruz, no sólo los ojos burlones de multitudes de enemigos, sino los amorosos ojos de millones de almas a las que redimiría del infierno; no sólo oyó los gritos de la turba obscena sino los cánticos de los espíritus redimidos con sangre. Cuando vio los leones y los oyó rugir, ¿no fue un consuelo para el pastor el haber guardado las ovejas de manera que ninguna de ellas pereciera? En verdad, hermanos míos, hay una evidencia más que suficiente para demostrar que un rico ungimiento de alegría reposaba en la cabeza del Varón de Dolores.

 

Aun así, queridos amigos, algunos pueden ver esto como un punto discutible; nosotros concedemos que hay espacio para una diferencia de opiniones, pero no lo hay en cuanto al gran gozo que Cristo experimentó después que hubo padecido la cruz, despreciando la vergüenza. Entremos en los secretos goces de nuestro Amado. Consideren, hermanos míos, la obra consumada: Cristo experimentó la ira de Dios; Dios fue reconciliado con Su pueblo; la muerte ha sido destruida; Cristo resucitó de los muertos; la cabeza del dragón fue aplastada; los poderes del pecado han sido doblegados; nuestro Señor asciende al cielo con voz de mando, con trompeta de arcángel; los espíritus glorificados le ofrecen un recibimiento triunfal. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria”. Él se sienta en Su trono a la diestra de Su Padre y entonces es ungido con el óleo de la alegría más que a Sus compañeros.

 

No puedo dejar de comentar que nuestro Redentor, como Dios, siempre poseyó plenitud de gozo y que hubo delicias a Su diestra para siempre. Estamos hablando acerca de Él en Su compleja persona como hombre y Dios y en Su carácter oficial como Mediador, y es en esa condición que consideramos Su deleite ahora.

 

El gozo del Mediador resucitado radicaba, ante todo, en que realizó entonces una obra sobre la que había meditado desde toda la eternidad. Antes de que la estrella matutina indicara la aurora; antes que la calma del espacio hubiera sido agitada por el ala del ángel o que la solemnidad del silencio se hubiera sobresaltado por el canto del serafín, Cristo se había propuesto redimir a Su pueblo. Estaba en el eterno propósito de la grandiosa Segunda Persona en la Divina Unidad, antes de todos los mundos, redimir para Sí mismo un pueblo por precio. Qué gozo debe darle ahora que puede decir: “He terminado la prevaricación, he puesto fin al pecado, he expiado la iniquidad, y he traído la justicia perdurable”.

 

Su corazón no sólo había meditado, sino que se había aplicado poderosamente a Su obra. Él había atado los nombres de Su pueblo a Su pecho; los había grabado en las palmas de Sus manos. Sus oídos habían sido perforados pues tenía la intención de servir hasta la muerte. ¡No importa si digo que desde antes de todos los mundos estaba sediento y anhelante de cumplir la voluntad del Padre y de redimir a Su pueblo de su ruina! Ahora, hermanos, ese deseo que había estado en Él como brasas de enebro, inextinguible, es cumplido ahora en grado sumo; ¿cómo puede dejar de ser ungido con el óleo de la alegría más que a Sus compañeros, puesto que nadie más se lo había propuesto tan firmemente ni había tenido éxito tan perfectamente?

 

Consideren también cuán grandes fueron los dolores que soportó, y tenemos que creer que el gozo fue proporcional al dolor. En el cumplimiento del gran propósito de Su vida, Él descendió a la cruz de la más profunda aflicción. ¿No he tratado de pintar, a mi pobre manera, las misteriosas agonías de nuestro bendito Salvador? Pero siento que he fracasado. Ahora bien, cuando hubo sufrido todo eso, ¡qué gozo es volver la mirada allá! El día más brillante es el que reemplaza a la negra oscuridad; la calma más dulce es la que sigue al huracán y a la tempestad; nunca el terruño es más deleitable como cuando el peregrino ha estado exilado mucho tiempo. Entre más profunda es la aflicción, más intenso el gozo; entre más indecible es el dolor, más inefable la bienaventuranza.

 

Amados hermanos, recuerden a los enemigos que Él había vencido y no se sorprenderán de que Su gozo fuera incomparable. ¿Acaso no había derrotado a Muerte –encarnizado tirano- vencedor de toda la humanidad? ¿No había quebrantado la cabeza de la serpiente antigua que había retenido y estrujado a un universo de almas en sus anillos sofocantes? ¿No derrotó en batalla a todos los diablos en el infierno? ¿No fue destronado para siempre el mal? ¿No se sentó la bondad en un glorioso trono alto? ¿No fue exaltada la virtud hasta el más alto cielo, y no fue arrojado el pecado al más profundo infierno en aquel día del juicio de este mundo, cuando el Príncipe de las Tinieblas fue expulsado? “He aquí” –habría podido decir- “Yo veo a Satanás caer del cielo como un rayo; veo al dragón atado con una gran cadena. He aquí, las puertas del infierno están cerradas para los santos, la tumba ha sido saqueada de su botín, el cielo se ha abarrotado con los salvos y la tierra ha sido purificada del pecado”. ¡Oh Jesús, poderoso conquistador, Tus gloriosas victorias seguramente tienen que darte, al igual que a nosotros, un bendito ungimiento con el óleo de la alegría!

 

Nuestro Señor posee ahora en el cielo, como un hombre perfecto, el gozo de volver la mirada a una vida sin mancha ni arruga ni cosa semejante; tiene la satisfacción de ver que esta perfecta obediencia cubre a todo Su pueblo, que llega a verse hermoso en Su hermosura; goza del deleite similar de observar la eficacia de Su sangre para lavar a los más sucios y hacerlos más blancos que la nieve a la vez que Su intercesión esparce misericordia en una lluvia eterna sobre los hijos de los hombres. Como Su corazón era amor, Su gozo tiene que estar en los actos de amor, y como Él se ha convertido en una fuente siempre desbordante de amorosos dones para los hijos elegidos de los hombres, Su deleite tiene que ser inmutable como Su naturaleza e ilimitado como Su divinidad. “Por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”.

 

Hacemos una pausa momentánea, habiendo tratado de meditar sobre el gozo, para notar su causa. “Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios”. Parece, entonces, que la primera causa por la que Jesucristo ha recibido plenitud de gozo radica en que ha amado la justicia. Hizo esto necesariamente debido a la pureza sin mancha de Su naturaleza; hizo esto prácticamente en la santa sinceridad e integridad de Su vida. ¿De quién si no de nuestro Señor se podía decir tan verdaderamente que la ley de Dios estaba en Su corazón? Cuán abundantemente demostró Su amor por la justicia vindicándola en Su muerte, cumpliendo en Su propia persona toda la sentencia de la ira divina, tomando sobre Sí todas las maldiciones que cayeron sobre los ofensores. No pueden suponer que la justicia sea manifestada más claramente que en las obras vivientes de Jesús, ni que sea vengada más completamente que en los estertores de Su muerte. Cuán soberana es esa justicia ante la cual aun el Hijo inclinó Su cabeza y entregó el espíritu. El mundo se inundó de agua, las llanuras de Sodoma humearon de azufre, la tierra de Egipto fue vejada con las plagas; todas esas cosas terribles en justicia manifiestan la justicia de Dios, pero ninguna de ellas la manifiesta tan solemnemente como el sacrificio voluntario de Jesús. Nuestro Bienamado amó en verdad la justicia cuando derramó todos los fluidos vitales de Su corazón para hacernos justos. Además, así como vemos que amó la justicia en Su vida y en Su muerte, también lo advertimos en el efecto constante de Su obra. Su Evangelio hace justos a los hombres. ¿Acaso no les da una justicia legal por imputación, una justicia real por infusión, una justicia que los cubre con lino fino por fuera y los hace gloriosos por dentro? El espíritu del Evangelio que predicamos es magnificar lo que es puro, amable y de buen nombre. Dondequiera que el Señor Jesús exhibe Su misericordioso poder, el pecado cede el trono, la pureza gana el cetro y la gracia reina por medio de la justicia para vida eterna gracias al perfecto sacrificio, el poder vivo de Jesús.

 

El texto añade: “has aborrecido la maldad”. El carácter de un hombre no está completo sin un perfecto odio al pecado. “Airaos, pero no pequéis”. Difícilmente podría haber algo bueno en un hombre si no estuviera airado con el pecado; el que ama la verdad tiene que odiar toda vía falsa. ¡Cómo la odió nuestro Señor Jesús cuando llegó la tentación! Tres veces le asedió en diferentes formas, pero Él siempre dijo: “Vete de mí, Satanás”. Cómo la odiaba cuando la veía en otros; no menos fervientemente porque mostrara Su odio con más frecuencia en lágrimas de compasión que en palabras de reproche; con todo, qué lenguaje pudiera ser más duro, más semejante a Elías, que estas palabras, “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque devoráis las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones”. Él odiaba tanto la maldad que se desangró para herirla en el corazón; Él murió para que la maldad muriera; Él fue enterrado para enterrarla en Su sepulcro y resucitó para hollarla por siempre bajo Sus pies. Cristo está en el Evangelio, hermanos míos, y ustedes saben cuán completamente opuesto es ese Evangelio a la maldad en toda forma. No importa cómo se pudiera vestir la maldad con ropas finas e imitar el lenguaje de la santidad; los preceptos de Jesús, igual que Su famoso azote de cuerdas, echan fuera del templo a la maldad y no le permitirán tener un pacífico alojamiento en la Iglesia. Así también, en el corazón donde reina Jesús, ¡qué guerra hay entre Cristo y Belial! Y cuando nuestro Redentor venga para ser nuestro juez, en estas tronantes palabras, “Apartaos de mí, malditos”, que son, ciertamente, sólo una prolongación de la enseñanza de toda Su vida concerniente al pecado, entonces se verá, digo, que odiaba la maldad. Tan cálido como es Su amor por los pecadores, así de ardiente es Su odio por el pecado; tan perfecta como es la justicia que Él cumplió, así de perfecta será la destrucción de toda forma de maldad. Oh, Tú, glorioso adalid de lo recto y destructor del mal, por esta razón te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros.

 

Pero, amados, debemos reflexionar por un momento en otro pensamiento que aporta el texto. El carácter de este goce es sugerido mediante una comparación: “Te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”. ¿Y quiénes son Sus compañeros? Supongan que Sus compañeros fueran los reyes y los príncipes de este mundo, pues el Salmo describe a Cristo en Su realeza. Bien, ¿no es ungido con alegría más que todos ellos? Los reyes se regocijan en sus dominios, en su extensión y población: nuestro Rey mira de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra, y de Su señorío no hay término. Los príncipes se deleitan en la fama y honor que su oficio y sus actos pudieran acarrearles; pero delante del Señor Jesucristo la fama de los monarcas mengua hasta convertirse en nada. Su nombre permanecerá para siempre; a lo largo de todas las generaciones la gente le alabará. Los monarcas se deleitan en las riquezas y el tesoro que sus dominios producen; Cristo recibe una riqueza de amor y homenaje de Su pueblo, delante de la cual las riquezas de Creso se convierten en la pobreza misma. “Las hijas de Tiro vendrán con presentes; implorarán tu favor los ricos del pueblo”. Los reyes son dados a regocijarse en las victorias que han logrado. Pero el que viene de Edom, de Bosra, con vestidos rojos, que marcha en la grandeza de Su poder, siente más gozo que ellos. Ellos se jactan de la firmeza de su trono; pero “Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo”. El pensamiento en el interior de algunos reyes pudiera ser que son invencibles en poder, y que su voluntad es ley; pero ante el nombre de Jesús toda rodilla se doblará, y Sus enemigos se volverán como la grosura de los carneros; en humo se consumirán, en humo se convertirán. Los buenos reyes se regocijan en la beneficencia de su gobierno y en la felicidad de sus súbditos; nuestro Rey puede gloriarse ciertamente en los favores que ha esparcido desde su cetro. Pero no nos alcanzaría el tiempo si fuéramos a completar el contraste aquí. Reyes de la tierra, pueden quitarse sus coronas, y permanecer sin ellas en la presencia del Rey Jesús, pues sobre Su cabeza hay muchas coronas. ¡Oh, ustedes, señores y varones valientes, pueden despojarse de sus dignidades y honores, pues ustedes están sin honra ni dignidad en la presencia de Aquel que está por encima de Sus compañeros!

 

Hermanos míos, ¿dónde se encontrarán Sus compañeros? Busquen entre los sabios, y ¿quién igualará la alegría de la sabiduría encarnada? Pues la sabiduría del hombre trae mucha molestia. Vayan ustedes, y viajen en medio de los famosos, ¿y quién se comparará con Su ilustre nombre? ¿Dónde más hay un nombre tan lleno de gozo? Revisen entre los fuertes, y ¿quién tiene un brazo como el Suyo? Vayan ustedes y busquen entre los buenos y los excelentes, ¿y quiénes han bendecido a sus semejantes por medio de la filantropía; quién entre ellos es tan ungido como el Hombre de Nazaret? Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes. Se destaca en altura sobre el resto de los hombres como los cielos son más altos que la tierra. Él es ungido ciertamente con el óleo de alegría más que Sus compañeros. Encuentro que algunos intérpretes lo leen así: “El óleo de alegría para sus compañeros”. Esa traducción es probablemente incorrecta, pero contiene un pensamiento muy verdadero, dulce y consolador. Si los santos son Sus compañeros y Él no se avergüenza de llamarlos ‘hermanos’, entonces el óleo de la alegría fue derramado primero sobre Su cabeza, para que bajara hasta el borde de Sus vestiduras y para que todos los santos fueron hechos partícipes de Su gozo.

 

Pensamos que hemos dicho lo suficiente sobre este primer punto, aunque aquí hay material para mucha meditación. Escudriñen, hermanos míos, y aprendan cómo el Señor, nuestro Dios, ha glorificado a Su Hijo Jesús.

 

II.   Consideremos ahora LA ALEGRÍA APORTADA POR LA IGLESIA. “Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos; desde palacios de marfil te recrean”. Sus vestidos han sido saturados de olores muy preciosos y fragantes; ésta es la obra de Su Iglesia. En la frase: “palacios de marfil” la alusión es a ciertas estructuras costosas que algunos reyes orientales erigían, incrustadas en marfil por dentro y por fuera. Leemos acerca de Acab que construyó una casa de marfil; y ésta fue una solemne amenaza de labios de Amós: “las casas de marfil perecerán”. Yo supongo que estas casas de marfil se relacionan ya sea con los atrios de gloria, o, más consistentemente con nuestra interpretación en esta mañana, con los corazones de los creyentes; o, mejor todavía, con las iglesias, que son como palacios de marfil, por su gloria y majestad, por su riqueza y por su pureza. Las gracias de los santos, su amor, su alabanza, sus oraciones y su fe, son como mirra, casia y áloes, y los vestidos del Salvador están tan perfumados con ellos, que cuando va en Su carro triunfal esparce exquisitos aromas a Su alrededor. Es una verdad grande y cierta que Cristo encuentra una intensa satisfacción en Su Iglesia. “Se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos”. Él encuentra satisfacción en los miembros de Su pueblo como los objetos de Su elección; es cierto que no hay nada en ellos naturalmente; ellos son por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás; pero habiendo puesto Su amor en ellos, habiendo resuelto hacerlos Su pueblo, Él se deleita en los objetos de Su elección en razón de esa elección. Nada en nosotros pudo haber sido el origen del primer deleite del Salvador en nosotros. Ahora que somos hechura Suya sin duda, Él se deleita en las obras de Sus propias manos; pero cuando éramos como tiestos quebrados, arrojados en el muladar de la caída, si vio algo en nosotros tuvo que haber estado en Sus propios ojos.

 

Pero, queridos amigos, así como los hombres siempre se interesan profundamente en lo que les ha costado mucho, así, desde aquel día triunfal cuando Jesús extendió Sus manos sobre el madero y pagó el precio por Su pueblo, ha encontrado solaz y deleite infinitos en ellos. Él ve en el rostro de cada creyente un recuerdo de Sus gemidos; ve en los ojos de cada penitente y ve allí Sus propias lágrimas; oye el grito de cada doliente, y vuelve a oír allí Sus propios gemidos; ve el fruto de la aflicción de Su alma en cada corazón regenerado, y por eso, como compra hecha con Su sangre, le recreamos.

 

Además, como hechura Suya, al vernos día a día más conformados a Su imagen, Él se regocija en nosotros. Tal como ven al escultor con su cincel esculpiendo la estatua que permanece escondida en el bloque de mármol, quitando una esquina por aquí y un fragmento por allá, y una pedazo aquí –vean cómo se sonríe cuando hace que aparezcan las características de la divina forma- así nuestro Salvador, conforme prosigue con Su cincel obrando por medio de la operación del Espíritu y haciéndonos a semejanza Suya, encuentra mucho deleite en nosotros. El pintor hace unos borradores al principio, y pone los colores toscamente; algunos no entienden qué está haciendo, y durante unas tres o cuatro sesiones el cuadro es muy diferente al modelo que pretende dibujar; pero el pintor puede discernir las facciones en el lienzo; lo ve emergiendo a través de la neblina y la bruma del color; él sabe que la belleza va a destellar desde esos trazos y borrones. Así Jesús, aunque todavía somos unos meros bosquejos de Su imagen, puede descubrir Su propia perfección en nosotros donde ningún otro ojo sino el Suyo, como el Poderoso Artista, puede percibirlo. Queridos amigos, Él se deleita en nosotros por esta razón: porque somos la obra de Sus manos.

 

¿No saben que somos Sus hermanos –y que los hermanos deben deleitarse en los hermanos? Es más, nosotros somos Su esposa, ¿y dónde debe encontrar el esposo el consuelo sino en su esposa? Nosotros somos Su cuerpo, ¿acaso la cabeza no ha de estar contenta con los miembros? Nosotros somos uno con Él, vitalmente, personalmente, sempiternamente uno; y no ha de sorprender, por tanto, que tengamos un gozo mutuo el uno en el otro, de tal manera que Sus vestidos huelen a mirra, áloe y casia, desde los palacios de mármol de Su Iglesia donde le han recreado.

 

Pensemos en cómo podemos recrearle. Hermanos, pensamos que nuestro amor por Cristo, ¡oh!, es tan frío, tan pequeño, y, en verdad, tenemos que confesar tristemente que así es, pero es muy dulce para Cristo. No podemos comparar nunca nuestro amor por Cristo con Su amor por nosotros, y con todo, Él no lo desprecia. Oigan Su propio panegírico de Su Iglesia en el Cantar, “Prendiste mi corazón, hermana, esposa mía; has apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla en tu cuello. ¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía! ¡Cuánto mejores que el vino tus amores, y el olor de tus ungüentos que todas las especias aromáticas!” “Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa; de desear, como Jerusalén; imponente como ejércitos en orden. Aparta tus ojos de delante de mí, porque ellos me vencieron”. Vean, vean, hermanos míos, Su deleite en ustedes. Cuando apoyan su cabeza en Su pecho, no sólo reciben gozo, sino que le dan gozo; cuando miran con amor su bello rostro, no sólo reciben consuelo, sino que dan deleite. Nuestra alabanza, también, le recrea, cuando desde nuestros corazones cantamos Su nombre, y cuando agradecidamente, aunque calladamente, musitamos un canto a Su trono. Así como los príncipes se deleitan con incienso, así se deleita Cristo con la alabanza de Su pueblo. Y también nuestros dones le deleitan. Así como el hijo de nuestra buena reina acepta las ricas muestras de amabilidad de la gente de su tierra, así nuestro Señor Jesús queda encantado con las ofrendas de Su pueblo. A Él le encanta ver que depositamos nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestra riqueza sobre Su altar, no por el valor de lo que damos, sino por causa del motivo del que procede el don. Él se deleita mucho más en lo que hacemos por Él de lo que se deleita el hijo de nuestra reina en los espléndidos arcos, o en el glorioso desfile de ayer. Para Cristo los gritos de Su pueblo son mejores que los vítores del más entusiasta populacho, y para Él las humildes ofrendas de Sus santos son más aceptables que miles de piezas de oro y plata. Si perdonan a su enemigo, alegran a Cristo; si distribuyen su riqueza a los pobres, Él se regocija; si son el instrumento de salvar almas, lo hacen ver el fruto de la aflicción de Su alma; si predican Su Evangelio, son un olor grato para Él; si van en medio de los ignorantes y en medio de los desesperanzados y tratan de levantarlos, le darán gran satisfacción. Yo te digo, hermano, que está en tu poder en este preciso día quebrar el vaso de alabastro y derramar el precioso perfume sobre Su cabeza, tal como lo hizo la mujer en la antigüedad, cuyo memorial es proclamado hasta este día. Pueden ungirlo con óleo de alegría más que a Sus compañeros.

 

Me parece ver una gran procesión. Es Jesucristo que desfila a través de las decenas de miles de almas a las que ha redimido con Su propia sangre. Me parece verle mirando a diestra y siniestra conforme desfila a lo largo de los siglos. ¡Vean cómo están atestadas las ventanas de cada época! Los espíritus glorificados miran desde las azoteas del cielo: la Iglesia militante mira hacia arriba desde las calles de la tierra; multitudes y multitudes de almas que le aman y le llaman Rey, le saludan como el Redentor. Noto que conforme avanza en esta gran procesión, Sus ojos brillan de gozo. Nos complació ver felices al príncipe y a la princesa ayer, pero su gozo equivale a nada comparado con el de Cristo cuando pasa en triunfo. Cómo le deleitan las multitudes; los millones de millones, ¿quién podría decir a cuántos ha redimido Cristo? Su número está más allá de todo conteo humano; son tantos que, cuando aplauden con sus manos y gritan Su nombre, oigo una voz como muchas aguas, o como grandes truenos, mientras dan voces diciendo: “¡Aleluya, dulce Príncipe! ¡Desfila triunfantemente, y reina por los siglos de los siglos!” Hay una cosa que Cristo siente al mirar a la multitud que le rodea, que nuestro príncipe no podía sentir ayer. Él sabe que cada uno de ellos daría la vida por Él. De todos aquellos que Jesús compró con sangre, entre aquellos que han sido renovados en el corazón, no hay uno que no derramaría su sangre por Él. Caminan a la hoguera y cantan en medio de las llamas. Van al calabozo, y le alaban mientras se pudren en la oscuridad. Son arrastrados junto a las patas de los caballos, son apedreados, y son aserrados en dos mitades, andan de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, y se glorían en todas estas cosas con tal de mostrar su amor por Cristo. Cada ojo en la vasta multitud que se reúne en torno al carro triunfal de Cristo brilla con intenso amor por Él; y cuando gritan, cada uno grita más fuerte que el vecino; cada uno en toda esa multitud siente que le debe más al grandioso Rey que cualquier otra persona; hay algo especial en cada rostro que el Rey mira, y al recordar las circunstancias especiales, percibe la razón de ese amor especial. Ya sea que mucho le ha sido perdonado, o de lo contrario es que mucha tribulación le fue prevenida, o que mucha fuerza le fue conferida para desempeñar una labor. Yo estoy seguro de que cuando ustedes y yo estamos mirándole en medio de ese gentío, podemos decir verdaderamente:

 

“Seré el que cante entonces más fuerte en la multitud,

Mientras retumban las resonantes mansiones del cielo

Con gritos de soberana gracia”.

 

Ustedes hicieron bien en aplaudir a su príncipe ayer, pero ¿qué hizo por ustedes jamás? ¿Cuál es su deuda para con él? ¿Acaso él no les debía más? Pero cuando nuestro Rey desfila en medio de las alegres huestes de los comprados con sangre, tiene esto en Su mente: “Yo compré a todas estas almas con mi sangre”. Recuerda, al mirarlos, dónde habrían estado si no hubiera sido por Su gracia, y los propios tormentos del infierno deben de agregar gozo a Su alma cuando recuerda que Él los salvó de caer en el abismo. Recuerda también lo que una vez fueron ellos, cuán llenos de pecado, qué enemigos en contra de Dios, cómo le crucificaron, cómo pisotearon Su sangre preciosa; y ahora los ve postrándose delante de Él, en extremo alegres de avistarle brevemente cuando pasa junto a ellos, en extremo felices de ser como el polvo de Sus pies si Él quisiera honrarlos hollándolos para ser alzado más en alto. Oh, hermanos míos, nosotros amamos al Señor Jesucristo, y nuestros corazones le brindan una recepción tal como nunca le fue concedida a un príncipe terrenal. ¡Multipliquen los arcos! ¡Multipliquen los arcos! ¡Que los corazones derramen su sangre si es que de ninguna otra manera los pendones pueden teñirse de rojo! ¡Engalanen con flores las calles; quítense sus ropas si es que de ninguna otra manera el desfile puede volverse más ilustre! ¡Saquen la diadema real y que cada santo renuncie a la riqueza y al consuelo si es que de ninguna otra manera Jesús puede ser coronado! Vacíen el cielo si es que de ningún otro modo Jesús puede ser acompañado de una guardia de honor. ¡Vengan, todos ustedes, hijos e hijas de Su grandiosa familia, y ofrézcanse como un sacrificio vivo, si es que no pudiera disponerse de ningún otro incienso! Todos nosotros estamos preparados –hablo por la hueste sacramental de los elegidos de Dios- todos nosotros estamos preparados por Su gracia para seguirle a través de las correntadas y a través de las llamas. Estamos preparados para darle todo el honor que el corazón pueda concebir. Estamos preparados para besar Sus pies así como para coronar Su cabeza. Saquen hoy la diadema real y corónenle como Señor de todo; y que cada día al desfilar, hasta entregarle el reino a Dios, el Padre, sea coronado como Rey de reyes y Señor de señores.

 

III.   Ahora vamos a tomar otro texto, pero no es para otro sermón. Está en el versículo cuatro del primer capítulo del Cantar de Salomón: “NOS GOZAREMOS Y ALEGRAREMOS EN TI”.

 

Dios ha alegrado al rey y Sus santos lo alegran. Alegrémonos también nosotros. Pero asegurémonos de que nuestra alegría sea del tipo correcto. “Nos gozaremos y alegraremos en ti”. Aquel hombre está alegre en su finca, aquel otro en su mercancía; aquel que está por allá en su riqueza; esa mujer en sus joyas; aquella otra en su belleza; “Nosotros nos gozaremos y alegraremos en ti”. ¿Pero en qué? Nos gozaremos, más especialmente, en Su amor por nosotros. Ustedes recuerdan que Jesucristo le dijo a Simón Pedro, “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?” Los intérpretes leen eso de dos maneras. Algunos piensan que quiso decir: “¿Me amas más de lo amas estas redes, y esta pesca, y tu llamamiento terrenal, y de lo que amas a tus amigos?” Me parece que oigo que Jesucristo habla esta mañana y dice: “Pueblo mío, yo los amo más que a estos”. Señala a los espíritus que una vez estuvieron alrededor de Su trono, ángeles que pecaron; ellos cayeron como rayo desde el cielo, y allí yacen en llamas, y Cristo dice: “Yo los amé más que a éstos; dejé que éstos perecieran, pero a ustedes los salvé”. Señalando a los reyes y a los príncipes de este mundo, a los hombres grandes, poderosos e ilustrados, y a todas las naciones que están asentadas en tinieblas, dice: “Yo los amo más que a éstos; di a Etiopía y a Seba por ustedes”. Y luego, tomando en cuenta una mayor extensión, señala al cielo. Allí se sientan los ángeles delante del trono, y dice: “Yo los amé más que a éstos; dejé su compañía por la de ustedes”. Les pide que oigan sus arpas y sus cánticos, y dice: “Yo los amé más que a éstos; dejé todas estas melodías para encontrarme con los gemidos de ustedes”. Sí, señala Su propio trono, tan brillante de gloria que los ojos mortales no se atreven a posarse en él, y dice: “yo los amé más que a éstos, pues abandoné la gloria de mi trono para redimirlos a ustedes con mi sangre”. Santo, ¿no te unirás a mí? ¿No diremos ambos: “Salvador, bendito sea tu amor sin igual? ¡Nos gozaremos y alegraremos en Ti!”

 

Pero algunos intérpretes leen el texto así: “¿Me amas más que éstos?” “¿Me amas tú más de lo que me aman estos otros?” Jesús nos habla hoy: “Te he amado más que éstos; tu madre te amó; fuertes fueron sus dolores cuando tú naciste, y ansiosos sus cuidados cuando te nutrió en su pecho, pero yo te he amado más que éstos; y más de lo que tus hermanos y tus hermanas te amaron; nacidos de los mismos padres, ellos te cuidaron con deleite, y han estado dispuestos a ayudarte en el tiempo de tu necesidad, pero yo te he amado más que éstos; y tu esposo te amó, te amó como a su propia alma, te ha halagado y ha estado dispuesto a dar su vida para devolverte la salud cuando has estado enferma; pero Yo te he amado más que éstos; tus hijos, también, te han amado, ellos se han subido a tus rodillas y te han sonreído por toda tu benevolencia para con ellos, y han fortalecido tu ancianidad, y tú te has apoyado en ellos, como en un báculo cuando has estado tambaleándote por la debilidad; pero yo te he amado más que éstos; y tú has tenido un alegre compañero, un querido amigo que ha estado contigo desde tu juventud, y que nunca ha levantado su calcañar contra ti; y tus has tenido tus íntimos y tus familiares que subían a la casa de Dios contigo, y hablaban alegremente por el camino, pero yo te he amado más que éstos”. Me parece que oigo que Él me dice: “Hay algunos en esta congregación que se sacarían sus propios ojos para dártelos; ellos te aman, pues tú eres su padre espiritual, pero yo te he amado más que éstos”. Y señala a todos los hombres buenos que han tratado de enseñarles alguna vez, a todos los consoladores que les han dado gozo, a todos los ayudadores que les han ayudado en el camino a la inmortalidad; y dice: “Yo los he amado más que todos éstos”. Bien, si Su amor es incomparable como esto, nos gozaremos y alegraremos en Él. Yo no tengo ninguna otra cosa en la que alegrarme, el Señor lo sabe. No puedo gozarme en mí mismo pues hay en mí tantos pecados y tantas dudas; pero voy a gozarme y alegrarme en Él ya que me ama así. Él ha concluido la obra por mí, me ha dado una perfecta justicia, me ha lavado en Su sangre, se ha quitado Su manto para cubrirme, dio Su vida para hacerme vivir, entró al sepulcro para sacarme de él, y dijo que pronto voy a ser entronizado con Él arriba del cielo. Me gozaré y alegraré en Él. Cuando el rey Salomón fue coronado, toda la gente se regocijó; ¿y estaremos enlutados nosotros cuando Cristo se sienta en el trono? El de corazón más afligido ha de comenzar a saltar; y si tienes que llevar tus cargas mañana, deshazte de ellas hoy. “Nos gozaremos y alegraremos en él”. No me gustaría que ningún cristiano se aleje por esos pasillos esta mañana sin ninguna luz del brillo del cielo en sus mejillas, sin ninguna nota de la música del cielo en su oído. “¡Oh!”, -dice el cristiano- “Sí, lo haré; la cruz es pesada, pero voy a esperar aun debajo de ella; el horno está ardiente, pero voy a cantar en él; el camino es áspero, pero voy a pisarlo con pasos ligeros, pues voy a gozarme y alegrarme en Aquel que me amó y se entregó por mí”. Bien, ustedes ven que hay un Cristo alegre en el cielo y he aquí una Iglesia alegre en la tierra; allá está Cristo ungido por Su Padre y aquí está Su pueblo compartiendo ese ungimiento; aquí está Cristo dándoles gozo, y ustedes dándole gozo a Cristo. Ciñan al mundo con felicidad; disparen salvas con gozo. Levanten la escalera de sus cantos; mientras la base descansa en la tierra, que el extremo superior alcance el cielo; y ustedes, ángeles de Dios, tengan comunión hoy con Dios y con nosotros por medio del gozo y la paz que Dios el Padre nos da, mientras nos gozamos y alegramos en Él.

 

Yo querría que todos ustedes entendieran este tema, ¡pero algunos de ustedes son completamente extraños a él! Recuerden que no hay ningún gozo en ninguna parte excepto en Cristo. Lo que obtienen en cualquier otra parte es una burla. Hay que tener a Jesucristo, y todo el que crea en Él no perecerá, sino que tendrá vida eterna.

 

Que el Señor les dé Su bendición por Jesucristo nuestro Señor. Amén.    

 

 

Traductor: Allan Román

13/Febrero/2014

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