El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
498
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Has amado la
justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con
óleo de alegría más que a tus compañeros. Mirra, áloe y casia exhalan todos tus
vestidos; desde palacios de marfil te recrean”. Salmo 45: 7, 8.
Estos últimos domingos hemos
estado considerando los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Le hemos
seguido a través de la agonía del huerto, las penas de la traición, el
cansancio y la calumnia en los diversos juicios, la vergüenza y las burlas de
la soldadesca y las aflicciones de Su caminata a lo largo de las calles de la
ciudad llevando la cruz. Esta mañana nos parece apropiado hacer una pausa para
poder tomar aliento por un momento en esta nuestra peregrinación del dolor, y
para que seamos consolados por una visión de la tierra de gloria a la que conduce
la espinosa senda. Una ocasión festiva como la presente pudiera haber
indispuesto sus mentes para las profundas contemplaciones de
Nuestro texto describe
el gozo derramado sobre nuestro glorioso Rey en una doble manera. Primero el
Padre llena de gozo a nuestro Señor, “Has amado la justicia y aborrecido la
maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a
tus compañeros”. Pero hay otro gozo que no recibe de una persona, sino de
muchas. Lean el siguiente versículo, “Mirra, áloe y casia exhalan todos tus
vestidos; desde los palacios de marfil (ellos)
te recrean”. Aquí, tanto los santos como los ángeles se unen para
acrecentar el caudal del río de la alegría del Salvador, que siempre se está
haciendo más ancho y más profundo. Cuando hayamos caminado junto a esas aguas
de reposo y hayamos hollado esos delicados pastos, tal vez estemos preparados a
decir con el apóstol: “Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios
por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación”,
y seremos aptos para cantar con la esposa: “Nos gozaremos y alegraremos en ti;
nos acordaremos de tus amores más que del vino; con razón te aman”.
I. Vamos,
hermanos míos, ponderemos esa parte del GOZO DE NUESTRO SALVADOR QUE SU PADRE LE
DIO.
En cierta medida el
Redentor poseía este gozo aun cuando se
encontraba aquí en la tierra. No estamos seguros de que la primera etapa de
la vida del Salvador estuviera llena de aflicciones. Conforme crecía en
sabiduría y en estatura, también crecía en gracia para con Dios y con los
hombres; y la gracia para con Dios y los hombres probablemente le daría al
joven Jesús un grado inusual de santa felicidad. Cuando dio inicio a Su
ministerio público le asediaron aflicciones en tropel, de tal manera que el
semblante que una vez fue el más hermoso de los hijos de los hombres, fue
desfigurado más que el de cualquier hombre, y a la edad de treinta y dos o
treinta tres años se pensaba que se aproximaba a los cincuenta años como efecto
del trabajo, de las privaciones y el sufrimiento. Sin embargo, aun en los días
de Su aflicción, el Grandioso Doliente no era completamente desdichado; aun en
medio del ajenjo y la hiel había gotas de dicha. Cuando los cielos le fueron
abiertos en Su bautismo y el Espíritu descendió, ¿no trajo ninguna paz esa
divina Paloma, ningún consuelo sobre sus alas? Cuando el Padre dio testimonio
diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”, ¿esas
aprobadoras palabras desde los cielos abiertos no produjeron ninguna satisfacción
para la mente del obediente Hijo? Hermanos, la naturaleza perfecta de nuestro
Redentor no podía sino regocijarse en grado sumo en la sonrisa del Padre y en
el descenso del Espíritu Santo. Cuando en el desierto, después de cuarenta días
de ayuno y tentación, los ángeles le ministraban, ¿no le trajeron ningún goce
celestial, ninguna consolación de Dios? ¿No conoció ningún gozo secreto sobre
las cumbres de los montes donde tenía comunión con Dios a la medianoche? ¿No
era ningún deleite para Él hacer dulces invitaciones y proferir amorosas
palabras de misericordia? Ciertamente los labios que vertían bendiciones eran
benditos, y debe de haber habido algún consuelo en las manos que vendaban a los
de corazón quebrantado y abrían las prisiones de los cautivos. Leemos que Jesús
se regocijaba en espíritu, y decía: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las
revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó”. La doctrina del amor
que elige agitó las profundidades de Su grande alma e hizo que los ríos
batieran las manos. “El rey se alegra en tu poder, oh Jehová; y en tu
salvación, ¡cómo se goza!”
¿Piensan ustedes,
hermanos, que nuestro Salvador vivió en este mundo haciendo tanto bien, sin recibir ningún gozo por Sus actos de
misericordia? Enseñar, trabajar y hacer santos a los hombres tiene que producir
gozo en una mente benevolente. Hacer el bien no puede ser más que placentero
para un hombre. Si Dios se deleita en la misericordia, seguramente Su imagen
expresa tiene que hacer lo mismo. Devolverles los muertos a sus afligidos
deudos, ¿no fue eso ninguna satisfacción? El ojo agradecido de la viuda a las
puertas de Naín ¿no encendió destellos de gozo en Su corazón? ¿No inspiró
ningún consuelo en el Dador de vida el agradecimiento de María y de Marta?
¿Piensan ustedes que no fue un trabajo gozoso alimentar a las hambrientas
multitudes? ¿Quién podía mirar sin regocijarse a los miles que comían
opíparamente? Sanar al leproso, restablecer al cojo, dar vista a los ciegos y
oídos a los sordos, ¿quién podía hacer todo eso y ser infeliz distribuyendo
bendiciones? Seguramente, hermanos, hubo algunos hosannas en los oídos de
Jesús, y aunque siempre podía oír el grito de: “¡Crucifícale, crucifícale!”, con
todo, debe de haber sentido el portentoso gozo de hacer el bien, que es uno de
los deleites que acompañan a todos los abnegados amantes de otras personas.
Amados, reflexionen en
Su carácter y sabrán que seguramente Él debe de haber conocido el gozo de ser bueno, pues hay una profunda
alegría en la santidad, un bendito sosiego en la justicia. La santidad de los
ángeles es su felicidad, y aunque en gran medida el Salvador dejó a un lado Su
paz, con todo hay un reposo de alma del que no se puede separar la virtud. No
conoció jamás las ansiedades de la conciencia; no sintió por cuenta propia la
turbación mental por causa del pecado, si bien como nuestro sustituto fue hecho
pecado por nosotros. Él sufrió. Fíjense que no estoy ni por un instante
menoscabando Sus sufrimientos; veo altos montes de dolor; el ala del águila no
puede alcanzar su cumbre, ni el pie de un ángel puede escalar sus laderas;
pero, he aquí, veo saltarines torrentes de placer descendiendo por sus
escarpadas faldas, y en medio de las hondonadas de las desoladas colinas
contemplo profundos lagos de un gozo insondable para cualquier medición mortal.
Hermanos, tenemos todas
las razones para creer que cuando nuestro Salvador estaba en la tierra
encontraba permanentemente un solaz en la consideración de que Él estaba haciendo la voluntad de Su Padre. Él
dijo: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió”. “¿No sabíais que en
los negocios de mi Padre me es necesario estar?” En diversas ocasiones la voz
del cielo proclamó la complacencia del Padre en Su unigénito; la gloria del
cielo lo cubrió una vez en el monte santo; y durante toda Su vida tuvo la
presencia de Dios hasta el momento del necesario abandono, cuando le encontramos,
por primera y única vez clamando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” Hacer una obra que había contemplado desde toda la eternidad, involucrarse
en una ocupación que había sido siempre sumamente deleitable en perspectiva, no
habría podido ser única e íntegramente aflictiva. Era una pascua con muchas hierbas
amargas, pero cuánto había deseado comerla. Era un bautismo, y un bautismo de
sangre, pero cómo se angustiaba hasta que se cumpliera. Desde la antigüedad, en
expectación, Sus delicias eran con los hijos de los hombres. ¿No había ninguna
delicia en la obra? Hermanos, dejen que el Señor hable por Sí mismo: “He aquí,
vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; el hacer tu voluntad, Dios
mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”.
En la gloriosa perspectiva que esta grandiosa obra abría
para Él cuando estuviera concluida, estoy absolutamente seguro de que nuestro
Salvador encontró consuelo. No crean que hablo muy enfáticamente; tengo un
fundamento escriturario. Vayan al Salmo veintidós, que es el soliloquio de
Cristo en la cruz, y, después que lamentara Su desolada condición, le
encuentran consolándose así, “Se acordarán, y se volverán a Jehová todos los
confines de la tierra, y todas las familias de las naciones adorarán delante de
ti… Comerán y adorarán todos los poderosos de la tierra; se postrarán delante
de él todos los que descienden al polvo, aun el que no puede conservar la vida
a su propia alma. La posteridad le servirá; esto será contado de Jehová hasta
la postrera generación. Vendrán, y anunciarán su justicia; a pueblo no nacido
aún, anunciarán que él hizo esto”. Él vio con ojo presciente, a través de la
densa oscuridad que cubría la cruz, el ascenso del brillante sol del eterno
mediodía del cielo. Vio, cuando pendía de la cruz, no sólo los ojos burlones de
multitudes de enemigos, sino los amorosos ojos de millones de almas a las que
redimiría del infierno; no sólo oyó los gritos de la turba obscena sino los
cánticos de los espíritus redimidos con sangre. Cuando vio los leones y los oyó
rugir, ¿no fue un consuelo para el pastor el haber guardado las ovejas de
manera que ninguna de ellas pereciera? En verdad, hermanos míos, hay una
evidencia más que suficiente para demostrar que un rico ungimiento de alegría
reposaba en la cabeza del Varón de Dolores.
Aun así, queridos amigos,
algunos pueden ver esto como un punto discutible; nosotros concedemos que hay
espacio para una diferencia de opiniones, pero no lo hay en cuanto al gran gozo
que Cristo experimentó después que hubo
padecido la cruz, despreciando la vergüenza. Entremos en los secretos goces
de nuestro Amado. Consideren, hermanos míos, la obra consumada: Cristo
experimentó la ira de Dios; Dios fue reconciliado con Su pueblo; la muerte ha
sido destruida; Cristo resucitó de los muertos; la cabeza del dragón fue aplastada;
los poderes del pecado han sido doblegados; nuestro Señor asciende al cielo con
voz de mando, con trompeta de arcángel; los espíritus glorificados le ofrecen
un recibimiento triunfal. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos
vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria”. Él se sienta en Su
trono a la diestra de Su Padre y entonces es ungido con el óleo de la alegría
más que a Sus compañeros.
No puedo dejar de
comentar que nuestro Redentor, como Dios, siempre poseyó plenitud de gozo y que
hubo delicias a Su diestra para siempre. Estamos hablando acerca de Él en Su
compleja persona como hombre y Dios y en Su carácter oficial como Mediador, y es
en esa condición que consideramos Su deleite ahora.
El gozo del Mediador
resucitado radicaba, ante todo, en que
realizó entonces una obra sobre la que había meditado desde toda la eternidad. Antes
de que la estrella matutina indicara la aurora; antes que la calma del espacio
hubiera sido agitada por el ala del ángel o que la solemnidad del silencio se
hubiera sobresaltado por el canto del serafín, Cristo se había propuesto
redimir a Su pueblo. Estaba en el eterno propósito de la grandiosa Segunda
Persona en
Su corazón no sólo había
meditado, sino que se había aplicado
poderosamente a Su obra. Él había atado los nombres de Su pueblo a Su
pecho; los había grabado en las palmas de Sus manos. Sus oídos habían sido
perforados pues tenía la intención de servir hasta la muerte. ¡No importa si
digo que desde antes de todos los mundos estaba sediento y anhelante de cumplir
la voluntad del Padre y de redimir a Su pueblo de su ruina! Ahora, hermanos,
ese deseo que había estado en Él como brasas de enebro, inextinguible, es cumplido
ahora en grado sumo; ¿cómo puede dejar de ser ungido con el óleo de la alegría más
que a Sus compañeros, puesto que nadie más se lo había propuesto tan firmemente
ni había tenido éxito tan perfectamente?
Consideren también cuán grandes fueron los dolores que soportó, y tenemos que creer que el gozo fue
proporcional al dolor. En el cumplimiento del gran propósito de Su vida, Él
descendió a la cruz de la más profunda aflicción. ¿No he tratado de pintar, a
mi pobre manera, las misteriosas agonías de nuestro bendito Salvador? Pero
siento que he fracasado. Ahora bien, cuando hubo sufrido todo eso, ¡qué gozo es
volver la mirada allá! El día más brillante es el que reemplaza a la negra
oscuridad; la calma más dulce es la que sigue al huracán y a la tempestad;
nunca el terruño es más deleitable como cuando el peregrino ha estado exilado
mucho tiempo. Entre más profunda es la aflicción, más intenso el gozo; entre
más indecible es el dolor, más inefable la bienaventuranza.
Amados hermanos, recuerden
a los enemigos que Él había vencido y
no se sorprenderán de que Su gozo fuera incomparable. ¿Acaso no había derrotado
a Muerte –encarnizado tirano- vencedor de toda la humanidad? ¿No había quebrantado
la cabeza de la serpiente antigua que había retenido y estrujado a un universo
de almas en sus anillos sofocantes? ¿No derrotó en batalla a todos los diablos
en el infierno? ¿No fue destronado para siempre el mal? ¿No se sentó la bondad
en un glorioso trono alto? ¿No fue exaltada la virtud hasta el más alto cielo,
y no fue arrojado el pecado al más profundo infierno en aquel día del juicio de
este mundo, cuando el Príncipe de las Tinieblas fue expulsado? “He aquí”
–habría podido decir- “Yo veo a Satanás caer del cielo como un rayo; veo al
dragón atado con una gran cadena. He aquí, las puertas del infierno están cerradas
para los santos, la tumba ha sido saqueada de su botín, el cielo se ha
abarrotado con los salvos y la tierra ha sido purificada del pecado”. ¡Oh
Jesús, poderoso conquistador, Tus gloriosas victorias seguramente tienen que
darte, al igual que a nosotros, un bendito ungimiento con el óleo de la alegría!
Nuestro Señor posee
ahora en el cielo, como un hombre perfecto, el gozo de volver la mirada a una
vida sin mancha ni arruga ni cosa semejante; tiene la satisfacción de ver que
esta perfecta obediencia cubre a todo Su pueblo, que llega a verse hermoso en
Su hermosura; goza del deleite similar de observar la eficacia de Su sangre
para lavar a los más sucios y hacerlos más blancos que la nieve a la vez que Su
intercesión esparce misericordia en una lluvia eterna sobre los hijos de los
hombres. Como Su corazón era amor, Su gozo tiene que estar en los actos de
amor, y como Él se ha convertido en una fuente siempre desbordante de amorosos
dones para los hijos elegidos de los hombres, Su deleite tiene que ser
inmutable como Su naturaleza e ilimitado como Su divinidad. “Por tanto, te
ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”.
Hacemos una pausa
momentánea, habiendo tratado de meditar sobre el gozo, para notar su causa.
“Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios”.
Parece, entonces, que la primera causa por la que Jesucristo ha recibido
plenitud de gozo radica en que ha amado
la justicia. Hizo esto necesariamente debido a la pureza sin mancha de Su
naturaleza; hizo esto prácticamente en la
santa sinceridad e integridad de Su vida. ¿De quién si no de nuestro Señor
se podía decir tan verdaderamente que la ley de Dios estaba en Su corazón? Cuán
abundantemente demostró Su amor por la justicia vindicándola en Su muerte,
cumpliendo en Su propia persona toda la sentencia de la ira divina, tomando
sobre Sí todas las maldiciones que cayeron sobre los ofensores. No pueden suponer
que la justicia sea manifestada más claramente que en las obras vivientes de
Jesús, ni que sea vengada más completamente que en los estertores de Su muerte.
Cuán soberana es esa justicia ante la cual aun el Hijo inclinó Su cabeza y
entregó el espíritu. El mundo se inundó de agua, las llanuras de Sodoma humearon
de azufre, la tierra de Egipto fue vejada con las plagas; todas esas cosas
terribles en justicia manifiestan la justicia de Dios, pero ninguna de ellas la
manifiesta tan solemnemente como el sacrificio voluntario de Jesús. Nuestro
Bienamado amó en verdad la justicia cuando derramó todos los fluidos vitales de
Su corazón para hacernos justos. Además, así como vemos que amó la justicia en
Su vida y en Su muerte, también lo advertimos en el efecto constante de Su obra. Su Evangelio hace justos a los
hombres. ¿Acaso no les da una justicia legal por imputación, una justicia real
por infusión, una justicia que los cubre con lino fino por fuera y los hace gloriosos
por dentro? El espíritu del Evangelio que predicamos es magnificar lo que es puro,
amable y de buen nombre. Dondequiera que el Señor Jesús exhibe Su misericordioso
poder, el pecado cede el trono, la pureza gana el cetro y la gracia reina por
medio de la justicia para vida eterna gracias al perfecto sacrificio, el poder
vivo de Jesús.
El texto añade: “has aborrecido la maldad”. El carácter
de un hombre no está completo sin un perfecto odio al pecado. “Airaos, pero no
pequéis”. Difícilmente podría haber algo bueno en un hombre si no estuviera
airado con el pecado; el que ama la verdad tiene que odiar toda vía falsa.
¡Cómo la odió nuestro Señor Jesús cuando llegó la tentación! Tres veces le
asedió en diferentes formas, pero Él siempre dijo: “Vete de mí, Satanás”. Cómo
la odiaba cuando la veía en otros; no menos fervientemente porque mostrara Su
odio con más frecuencia en lágrimas de compasión que en palabras de reproche;
con todo, qué lenguaje pudiera ser más duro, más semejante a Elías, que estas
palabras, “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque devoráis
las casas de las viudas, y como pretexto hacéis largas oraciones”. Él odiaba
tanto la maldad que se desangró para herirla en el corazón; Él murió para que
la maldad muriera; Él fue enterrado para enterrarla en Su sepulcro y resucitó
para hollarla por siempre bajo Sus pies. Cristo está en el Evangelio, hermanos
míos, y ustedes saben cuán completamente opuesto es ese Evangelio a la maldad
en toda forma. No importa cómo se pudiera vestir la maldad con ropas finas e
imitar el lenguaje de la santidad; los preceptos de Jesús, igual que Su famoso
azote de cuerdas, echan fuera del templo a la maldad y no le permitirán tener
un pacífico alojamiento en
Pero, amados, debemos
reflexionar por un momento en otro pensamiento que aporta el texto. El carácter de este goce es sugerido
mediante una comparación: “Te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más
que a tus compañeros”. ¿Y quiénes son Sus compañeros? Supongan que Sus
compañeros fueran los reyes y los príncipes de este mundo, pues el Salmo
describe a Cristo en Su realeza. Bien, ¿no es ungido con alegría más que todos
ellos? Los reyes se regocijan en sus dominios, en su extensión y población:
nuestro Rey mira de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra, y
de Su señorío no hay término. Los príncipes se deleitan en la fama y honor que
su oficio y sus actos pudieran acarrearles; pero delante del Señor Jesucristo
la fama de los monarcas mengua hasta convertirse en nada. Su nombre permanecerá
para siempre; a lo largo de todas las generaciones la gente le alabará. Los
monarcas se deleitan en las riquezas y el tesoro que sus dominios producen;
Cristo recibe una riqueza de amor y homenaje de Su pueblo, delante de la cual
las riquezas de Creso se convierten en la pobreza misma. “Las hijas de Tiro
vendrán con presentes; implorarán tu favor los ricos del pueblo”. Los reyes son
dados a regocijarse en las victorias que han logrado. Pero el que viene de
Edom, de Bosra, con vestidos rojos, que marcha en la grandeza de Su poder,
siente más gozo que ellos. Ellos se jactan de la firmeza de su trono; pero “Tu
trono, oh Dios, por el siglo del siglo”. El pensamiento en el interior de
algunos reyes pudiera ser que son invencibles en poder, y que su voluntad es
ley; pero ante el nombre de Jesús toda rodilla se doblará, y Sus enemigos se
volverán como la grosura de los carneros; en humo se consumirán, en humo se
convertirán. Los buenos reyes se regocijan en la beneficencia de su gobierno y
en la felicidad de sus súbditos; nuestro Rey puede gloriarse ciertamente en los
favores que ha esparcido desde su cetro. Pero no nos alcanzaría el tiempo si
fuéramos a completar el contraste aquí. Reyes de la tierra, pueden quitarse sus
coronas, y permanecer sin ellas en la presencia del Rey Jesús, pues sobre Su
cabeza hay muchas coronas. ¡Oh, ustedes, señores y varones valientes, pueden
despojarse de sus dignidades y honores, pues ustedes están sin honra ni
dignidad en la presencia de Aquel que está por encima de Sus compañeros!
Hermanos míos, ¿dónde se
encontrarán Sus compañeros? Busquen entre los sabios, y ¿quién igualará la
alegría de la sabiduría encarnada? Pues la sabiduría del hombre trae mucha
molestia. Vayan ustedes, y viajen en medio de los famosos, ¿y quién se comparará
con Su ilustre nombre? ¿Dónde más hay un nombre tan lleno de gozo? Revisen
entre los fuertes, y ¿quién tiene un brazo como el Suyo? Vayan ustedes y
busquen entre los buenos y los excelentes, ¿y quiénes han bendecido a sus
semejantes por medio de la filantropía; quién entre ellos es tan ungido como el
Hombre de Nazaret? Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi
amado entre los jóvenes. Se destaca en altura sobre el resto de los hombres
como los cielos son más altos que la tierra. Él es ungido ciertamente con el
óleo de alegría más que Sus compañeros. Encuentro que algunos intérpretes lo leen
así: “El óleo de alegría para sus compañeros”. Esa traducción es probablemente
incorrecta, pero contiene un pensamiento muy verdadero, dulce y consolador. Si
los santos son Sus compañeros y Él no se avergüenza de llamarlos ‘hermanos’,
entonces el óleo de la alegría fue derramado primero sobre Su cabeza, para que
bajara hasta el borde de Sus vestiduras y para que todos los santos fueron
hechos partícipes de Su gozo.
Pensamos que hemos dicho
lo suficiente sobre este primer punto, aunque aquí hay material para mucha
meditación. Escudriñen, hermanos míos, y aprendan cómo el Señor, nuestro Dios,
ha glorificado a Su Hijo Jesús.
II. Consideremos
ahora
Pero, queridos amigos, así
como los hombres siempre se interesan profundamente en lo que les ha costado mucho, así, desde aquel
día triunfal cuando Jesús extendió Sus manos sobre el madero y pagó el precio
por Su pueblo, ha encontrado solaz y deleite infinitos en ellos. Él ve en el rostro
de cada creyente un recuerdo de Sus gemidos; ve en los ojos de cada penitente y
ve allí Sus propias lágrimas; oye el grito de cada doliente, y vuelve a oír
allí Sus propios gemidos; ve el fruto de la aflicción de Su alma en cada
corazón regenerado, y por eso, como compra hecha con Su sangre, le recreamos.
Además, como hechura Suya, al vernos día a día
más conformados a Su imagen, Él se regocija en nosotros. Tal como ven al
escultor con su cincel esculpiendo la estatua que permanece escondida en el
bloque de mármol, quitando una esquina por aquí y un fragmento por allá, y una
pedazo aquí –vean cómo se sonríe cuando hace que aparezcan las características
de la divina forma- así nuestro Salvador, conforme prosigue con Su cincel obrando
por medio de la operación del Espíritu y haciéndonos a semejanza Suya,
encuentra mucho deleite en nosotros. El pintor hace unos borradores al
principio, y pone los colores toscamente; algunos no entienden qué está
haciendo, y durante unas tres o cuatro sesiones el cuadro es muy diferente al
modelo que pretende dibujar; pero el pintor puede discernir las facciones en el
lienzo; lo ve emergiendo a través de la neblina y la bruma del color; él sabe
que la belleza va a destellar desde esos trazos y borrones. Así Jesús, aunque
todavía somos unos meros bosquejos de Su imagen, puede descubrir Su propia
perfección en nosotros donde ningún otro ojo sino el Suyo, como el Poderoso
Artista, puede percibirlo. Queridos amigos, Él se deleita en nosotros por esta
razón: porque somos la obra de Sus manos.
¿No saben que somos Sus
hermanos –y que los hermanos deben deleitarse en los hermanos? Es más, nosotros
somos Su esposa, ¿y dónde debe encontrar el esposo el consuelo sino en su
esposa? Nosotros somos Su cuerpo, ¿acaso la cabeza no ha de estar contenta con
los miembros? Nosotros somos uno con Él, vitalmente, personalmente, sempiternamente
uno; y no ha de sorprender, por tanto, que tengamos un gozo mutuo el uno en el
otro, de tal manera que Sus vestidos huelen a mirra, áloe y casia, desde los
palacios de mármol de Su Iglesia donde le han recreado.
Pensemos en cómo podemos recrearle. Hermanos, pensamos
que nuestro amor por Cristo, ¡oh!, es
tan frío, tan pequeño, y, en verdad, tenemos que confesar tristemente que así
es, pero es muy dulce para Cristo. No podemos comparar nunca nuestro amor por
Cristo con Su amor por nosotros, y con todo, Él no lo desprecia. Oigan Su
propio panegírico de Su Iglesia en el Cantar, “Prendiste mi corazón, hermana,
esposa mía; has apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla en
tu cuello. ¡Cuán hermosos son tus amores, hermana, esposa mía! ¡Cuánto mejores
que el vino tus amores, y el olor de tus ungüentos que todas las especias
aromáticas!” “Hermosa eres tú, oh amiga mía, como Tirsa; de desear, como
Jerusalén; imponente como ejércitos en orden. Aparta tus ojos de delante de mí,
porque ellos me vencieron”. Vean, vean, hermanos míos, Su deleite en ustedes.
Cuando apoyan su cabeza en Su pecho, no sólo reciben gozo, sino que le dan
gozo; cuando miran con amor su bello rostro, no sólo reciben consuelo, sino que
dan deleite. Nuestra alabanza, también,
le recrea, cuando desde nuestros corazones cantamos Su nombre, y cuando
agradecidamente, aunque calladamente, musitamos un canto a Su trono. Así como
los príncipes se deleitan con incienso, así se deleita Cristo con la alabanza
de Su pueblo. Y también nuestros dones le
deleitan. Así como el hijo de nuestra buena reina acepta las ricas muestras de
amabilidad de la gente de su tierra, así nuestro Señor Jesús queda encantado
con las ofrendas de Su pueblo. A Él le encanta ver que depositamos nuestro
tiempo, nuestros talentos y nuestra riqueza sobre Su altar, no por el valor de
lo que damos, sino por causa del motivo del que procede el don. Él se deleita
mucho más en lo que hacemos por Él de lo que se deleita el hijo de nuestra
reina en los espléndidos arcos, o en el glorioso desfile de ayer. Para Cristo
los gritos de Su pueblo son mejores que los vítores del más entusiasta
populacho, y para Él las humildes ofrendas de Sus santos son más aceptables que
miles de piezas de oro y plata. Si perdonan a su enemigo, alegran a Cristo; si
distribuyen su riqueza a los pobres, Él se regocija; si son el instrumento de
salvar almas, lo hacen ver el fruto de la aflicción de Su alma; si predican Su
Evangelio, son un olor grato para Él; si van en medio de los ignorantes y en medio
de los desesperanzados y tratan de levantarlos, le darán gran satisfacción. Yo
te digo, hermano, que está en tu poder en este preciso día quebrar el vaso de
alabastro y derramar el precioso perfume sobre Su cabeza, tal como lo hizo la
mujer en la antigüedad, cuyo memorial es proclamado hasta este día. Pueden
ungirlo con óleo de alegría más que a Sus compañeros.
Me parece ver una gran
procesión. Es Jesucristo que desfila a través de las decenas de miles de almas
a las que ha redimido con Su propia sangre. Me parece verle mirando a diestra y
siniestra conforme desfila a lo largo de los siglos. ¡Vean cómo están atestadas
las ventanas de cada época! Los espíritus glorificados miran desde las azoteas
del cielo:
“Seré el que cante entonces más fuerte en la multitud,
Mientras retumban las resonantes mansiones del cielo
Con gritos de soberana gracia”.
Ustedes hicieron bien en
aplaudir a su príncipe ayer, pero ¿qué hizo por ustedes jamás? ¿Cuál es su
deuda para con él? ¿Acaso él no les debía más? Pero cuando nuestro Rey desfila
en medio de las alegres huestes de los comprados con sangre, tiene esto en Su
mente: “Yo compré a todas estas almas con mi sangre”. Recuerda, al mirarlos,
dónde habrían estado si no hubiera sido por Su gracia, y los propios tormentos
del infierno deben de agregar gozo a Su alma cuando recuerda que Él los salvó
de caer en el abismo. Recuerda también lo que una vez fueron ellos, cuán llenos
de pecado, qué enemigos en contra de Dios, cómo le crucificaron, cómo pisotearon
Su sangre preciosa; y ahora los ve postrándose delante de Él, en extremo alegres
de avistarle brevemente cuando pasa junto a ellos, en extremo felices de ser
como el polvo de Sus pies si Él quisiera honrarlos hollándolos para ser alzado
más en alto. Oh, hermanos míos, nosotros amamos al Señor Jesucristo, y nuestros
corazones le brindan una recepción tal como nunca le fue concedida a un
príncipe terrenal. ¡Multipliquen los arcos! ¡Multipliquen los arcos! ¡Que los
corazones derramen su sangre si es que de ninguna otra manera los pendones
pueden teñirse de rojo! ¡Engalanen con flores las calles; quítense sus ropas si
es que de ninguna otra manera el desfile puede volverse más ilustre! ¡Saquen la
diadema real y que cada santo renuncie a la riqueza y al consuelo si es que de
ninguna otra manera Jesús puede ser coronado! Vacíen el cielo si es que de
ningún otro modo Jesús puede ser acompañado de una guardia de honor. ¡Vengan,
todos ustedes, hijos e hijas de Su grandiosa familia, y ofrézcanse como un
sacrificio vivo, si es que no pudiera disponerse de ningún otro incienso! Todos
nosotros estamos preparados –hablo por la hueste sacramental de los elegidos de
Dios- todos nosotros estamos preparados por Su gracia para seguirle a través de
las correntadas y a través de las llamas. Estamos preparados para darle todo el
honor que el corazón pueda concebir. Estamos preparados para besar Sus pies así
como para coronar Su cabeza. Saquen hoy la diadema real y corónenle como Señor
de todo; y que cada día al desfilar, hasta entregarle el reino a Dios, el
Padre, sea coronado como Rey de reyes y Señor de señores.
III. Ahora
vamos a tomar otro texto, pero no es para otro sermón. Está en el versículo
cuatro del primer capítulo del Cantar de Salomón: “NOS GOZAREMOS Y ALEGRAREMOS
EN TI”.
Dios ha alegrado al rey
y Sus santos lo alegran. Alegrémonos también nosotros. Pero asegurémonos de que
nuestra alegría sea del tipo correcto. “Nos gozaremos y alegraremos en ti”. Aquel hombre está alegre en su
finca, aquel otro en su mercancía; aquel que está por allá en su riqueza; esa
mujer en sus joyas; aquella otra en su belleza; “Nosotros nos gozaremos y alegraremos en ti”. ¿Pero en qué? Nos gozaremos, más especialmente, en Su amor por nosotros. Ustedes
recuerdan que Jesucristo le dijo a Simón Pedro, “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas
más que éstos?” Los intérpretes leen eso de dos maneras. Algunos piensan que
quiso decir: “¿Me amas más de lo amas estas redes, y esta pesca, y tu
llamamiento terrenal, y de lo que amas a tus amigos?” Me parece que oigo que
Jesucristo habla esta mañana y dice: “Pueblo mío, yo los amo más que a estos”.
Señala a los espíritus que una vez estuvieron alrededor de Su trono, ángeles
que pecaron; ellos cayeron como rayo desde el cielo, y allí yacen en llamas, y
Cristo dice: “Yo los amé más que a éstos; dejé que éstos perecieran, pero a
ustedes los salvé”. Señalando a los reyes y a los príncipes de este mundo, a
los hombres grandes, poderosos e ilustrados, y a todas las naciones que están
asentadas en tinieblas, dice: “Yo los amo más que a éstos; di a Etiopía y a
Seba por ustedes”. Y luego, tomando en cuenta una mayor extensión, señala al
cielo. Allí se sientan los ángeles delante del trono, y dice: “Yo los amé más
que a éstos; dejé su compañía por la de ustedes”. Les pide que oigan sus arpas
y sus cánticos, y dice: “Yo los amé más que a éstos; dejé todas estas melodías
para encontrarme con los gemidos de ustedes”. Sí, señala Su propio trono, tan
brillante de gloria que los ojos mortales no se atreven a posarse en él, y
dice: “yo los amé más que a éstos, pues abandoné la gloria de mi trono para
redimirlos a ustedes con mi sangre”. Santo, ¿no te unirás a mí? ¿No diremos
ambos: “Salvador, bendito sea tu amor sin igual? ¡Nos gozaremos y alegraremos
en Ti!”
Pero algunos intérpretes
leen el texto así: “¿Me amas más que éstos?” “¿Me amas tú más de lo que me aman
estos otros?” Jesús nos habla hoy: “Te he amado más que éstos; tu madre te amó;
fuertes fueron sus dolores cuando tú naciste, y ansiosos sus cuidados cuando te
nutrió en su pecho, pero yo te he amado más que éstos; y más de lo que tus
hermanos y tus hermanas te amaron; nacidos de los mismos padres, ellos te cuidaron
con deleite, y han estado dispuestos a ayudarte en el tiempo de tu necesidad,
pero yo te he amado más que éstos; y tu esposo te amó, te amó como a su propia
alma, te ha halagado y ha estado dispuesto a dar su vida para devolverte la
salud cuando has estado enferma; pero Yo te he amado más que éstos; tus hijos,
también, te han amado, ellos se han subido a tus rodillas y te han sonreído por
toda tu benevolencia para con ellos, y han fortalecido tu ancianidad, y tú te
has apoyado en ellos, como en un báculo cuando has estado tambaleándote por la
debilidad; pero yo te he amado más que éstos; y tú has tenido un alegre
compañero, un querido amigo que ha estado contigo desde tu juventud, y que
nunca ha levantado su calcañar contra ti; y tus has tenido tus íntimos y tus
familiares que subían a la casa de Dios contigo, y hablaban alegremente por el
camino, pero yo te he amado más que éstos”. Me parece que oigo que Él me dice:
“Hay algunos en esta congregación que se sacarían sus propios ojos para
dártelos; ellos te aman, pues tú eres su padre espiritual, pero yo te he amado
más que éstos”. Y señala a todos los hombres buenos que han tratado de enseñarles
alguna vez, a todos los consoladores que les han dado gozo, a todos los
ayudadores que les han ayudado en el camino a la inmortalidad; y dice: “Yo los
he amado más que todos éstos”. Bien, si Su amor es incomparable como esto, nos
gozaremos y alegraremos en Él. Yo no
tengo ninguna otra cosa en la que alegrarme, el Señor lo sabe. No puedo gozarme
en mí mismo pues hay en mí tantos pecados y tantas dudas; pero voy a gozarme y
alegrarme en Él ya que me ama así. Él ha concluido la obra por mí, me ha dado
una perfecta justicia, me ha lavado en Su sangre, se ha quitado Su manto para
cubrirme, dio Su vida para hacerme vivir, entró al sepulcro para sacarme de él,
y dijo que pronto voy a ser entronizado con Él arriba del cielo. Me gozaré y
alegraré en Él. Cuando el rey Salomón fue coronado, toda la gente se regocijó;
¿y estaremos enlutados nosotros cuando Cristo se sienta en el trono? El de
corazón más afligido ha de comenzar a saltar; y si tienes que llevar tus cargas
mañana, deshazte de ellas hoy. “Nos gozaremos y alegraremos en él”. No me gustaría
que ningún cristiano se aleje por esos pasillos esta mañana sin ninguna luz del
brillo del cielo en sus mejillas, sin ninguna nota de la música del cielo en su
oído. “¡Oh!”, -dice el cristiano- “Sí, lo haré; la cruz es pesada, pero voy a
esperar aun debajo de ella; el horno está ardiente, pero voy a cantar en él; el
camino es áspero, pero voy a pisarlo con pasos ligeros, pues voy a gozarme y
alegrarme en Aquel que me amó y se entregó por mí”. Bien, ustedes ven que hay
un Cristo alegre en el cielo y he aquí una Iglesia alegre en la tierra; allá está
Cristo ungido por Su Padre y aquí está Su pueblo compartiendo ese ungimiento;
aquí está Cristo dándoles gozo, y ustedes dándole gozo a Cristo. Ciñan al mundo
con felicidad; disparen salvas con gozo. Levanten la escalera de sus cantos;
mientras la base descansa en la tierra, que el extremo superior alcance el
cielo; y ustedes, ángeles de Dios, tengan comunión hoy con Dios y con nosotros
por medio del gozo y la paz que Dios el Padre nos da, mientras nos gozamos y
alegramos en Él.
Yo querría que todos
ustedes entendieran este tema, ¡pero algunos de ustedes son completamente
extraños a él! Recuerden que no hay ningún gozo en ninguna parte excepto en
Cristo. Lo que obtienen en cualquier otra parte es una burla. Hay que tener a
Jesucristo, y todo el que crea en Él no perecerá, sino que tendrá vida eterna.
Que el Señor les dé Su
bendición por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Traductor: Allan Román
13/Febrero/2014