El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
497
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Tomaron, pues, a Jesús y le llevaron”. Juan 19: 16.
El próximo sábado todos
los ojos estarán puestos en un gran príncipe que recorrerá nuestras calles
acompañado de su prometida real. Hoy yo les pido que pongan su atención en otro
Príncipe que marcha de manera diferente a través de Su metrópoli. Londres verá
la gloria del uno. Jerusalén contempló la vergüenza del otro. Acérquense, quienes
aman a Emanuel, y yo les voy a mostrar esta grande visión: el Rey del dolor marchando
a Su trono de amargura: la cruz. Yo reclamo para la procesión de mi Señor un interés
mayor que para el desfile que ustedes están esperando ansiosamente. ¿Su
príncipe estará vestido suntuosamente? El mío está engalanado con ropas
enrojecidas con Su propia sangre. ¿Su príncipe será condecorado con honores?
¡He aquí, mi Rey no está sin Su corona, ay, aunque es una corona de espinas
salpicada con gotas de sangre de color rubí! ¿Sus avenidas estarán atestadas de
gente? Así estuvieron las calles de Jerusalén, pues grandes multitudes le
seguían. ¿Levantarán ustedes el clamor de un griterío tumultuoso? Un saludo
parecido recibió el Señor de gloria, pero, ay, no eran voces de bienvenida,
sino gritos de: “¡Muera, muera!”. Ustedes hacen ondear en lo alto sus pendones
en torno al heredero del trono de Inglaterra, pero cómo podrían rivalizar con el
pendón de la sagrada cruz, llevada en aquel día por primera vez entre los hijos
de los hombres. Por los miles de ojos que van a contemplar al joven príncipe,
yo ofrezco las miradas de hombres y de ángeles. Todas las naciones se juntaron
en torno a mi Señor; hombres grandes y hombres humildes se apiñaron alrededor
de Su persona. Desde el cielo los ángeles le miraban con asombro y estupor; los
espíritus de los justos contemplaban la escena desde las ventanas del cielo,
sí, y el grandioso Padre vigilaba cada movimiento de Su sufriente Hijo. Pero
ustedes me preguntan dónde está la esposa, la hija del rey de hermosa figura y buen
parecer. Mi Señor no está del todo desprovisto de Su esposa.
I. Después
de que nuestro Señor Jesucristo fue formalmente condenado por Pilato, nuestro
texto nos dice que le llevaron. Yo les invito que pongan su atención en Cristo
cuando le llevan.
Pilato, tal como les
recordamos, mandó que azotaran a nuestro Salvador de acuerdo a la costumbre
común de las cortes romanas. Los lictores ejecutaron su cruel oficio sobre Sus
hombros con varas y azotes, hasta que los latigazos alcanzaron el número
completo. Jesús es formalmente condenado a la crucifixión, pero antes de que le
llevaran, lo entregaron a los guardias pretorianos para que esos rudos
legionarios le insultaran. Se dice que un regimiento germano estaba estacionado
por aquellos días en Judea, y no me sorprendería que fueran los ancestros lineales
de esos teólogos germanos de tiempos modernos que han escarnecido al Salvador, que
han manipulado la revelación y escupido la vil saliva de su filosofía en el
rostro de la verdad. La soldadesca se burló y le insultó de todas las maneras
que la crueldad y el escarnio pudieron idear. La corona tejida de espinas, el
manto de púrpura, la saliva y la caña con la que le golpearon y le desfiguraron,
todas esas cosas marcaron el desprecio en el que tenían al Rey de los judíos. La
caña no era un mero junco del arroyo, sino que era de un tipo más resistente
con el que los orientales hacen con frecuencia bastones, por lo que los golpes
fueron tanto crueles como insultantes; y la corona no era de paja sino de
espinas, y por esto producía dolor y era un escarnio emblemático. Cuando se
hubieron burlado de Él, le arrancaron el manto de púrpura que le habían puesto,
y esa brutal operación le causaría mucho dolor. Sus heridas abiertas y sin
restañar, todavía sangrantes por el látigo, harían que ese manto escarlata se
adhiriera a Él, y cuando le fue arrancado, Sus cortaduras sangrarían de nuevo.
No leemos que le quitaran la corona de espinas, y por tanto es sumamente
probable, aunque no es absolutamente seguro, que nuestro Salvador la llevara a
lo largo de
¿Qué aprendemos aquí
cuando llevan a Cristo? ¿Acaso no vemos la verdad de lo que había sido expuesto
en tipo por el chivo expiatorio? ¿No
traía el sumo sacerdote al chivo expiatorio y ponía sus dos manos sobre su
cabeza confesando los pecados del pueblo para que así esos pecados fueran
colocados sobre el macho cabrío? Luego el macho cabrío era conducido al
desierto por un varón apto y se llevaba los pecados del pueblo de manera que si
fueran buscados no se podrían hallar. Ahora vemos que Jesús es llevado ante los
sacerdotes y los gobernantes quienes lo declaran culpable; el propio Dios le imputa
nuestros pecados a Él; Él fue hecho
pecado por nosotros, y como el sustituto por nuestra culpa, con nuestros
pecados a cuestas –pues esa cruz era una suerte de representación en madera de
nuestra culpa y condenación- vemos al grandioso Chivo Expiatorio siendo
conducido por los oficiales de justicia designados. Llevando a cuestas el
pecado de todo Su pueblo, la ofrenda sale fuera del campamento. Amado, ¿puedes
decir que Él llevó tu pecado? Cuando
miras la cruz sobre Sus hombros, ¿ves que representa tu pecado? ¡Oh!, hazte la pregunta y no te quedes satisfecho a
menos de que la puedas responder afirmativamente de manera sumamente positiva.
Hay una manera de saber si Él llevó tu pecado o no. ¿Has puesto tu mano sobre
Su cabeza y has confesado tu pecado confiando en Él? Entonces tu pecado no está
en ti; no hay en ti ni una sola onza o dracma del pecado; todo ha sido
transferido a Cristo por bendita imputación, y Él lleva ese pecado a cuestas en
la forma de aquella pesada cruz. Qué dicha, qué satisfacción dará esto si
podemos cantar:
“Mi alma vuelve su mirada para ver
La carga que Tú llevaste,
Cuando te apresurabas al maldito madero,
¡Y sabe que su culpa estaba allí!”
No permitan que el
cuadro se desvanezca mientras no hayan quedado satisfechos, de una vez por
todas, de que Cristo era aquí su sustituto.
Meditemos en el hecho de
que Jesús fue conducido fuera de las puertas de la ciudad. Era el lugar común de ejecución. Ese pequeño
montículo que tal vez era llamado Gólgota, el lugar de la calavera, por su
parecido con la coronilla de la calavera de un hombre, era el lugar común de
las ejecuciones. Era uno de los castillos de
¿No fue conducido allá
el Redentor para agravar Su vergüenza? El
Calvario era como nuestro Old Bailey; era el lugar de ejecución usual para el
distrito. Cristo tenía que morir la muerte de un criminal, y tenía que ser
sobre el patíbulo de un criminal, en el lugar donde hórridos crímenes habían
encontrado su debida recompensa. Esto añadía a Su vergüenza; pero, me parece
que también en esto se acerca más a nosotros, “Fue contado con los pecadores,
habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores”.
Pero, además, hermanos
míos, yo creo que esta es la gran lección del hecho de que Cristo fuera
inmolado afuera de las puertas de la ciudad: salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio. Ustedes
ven allá a la multitud que lo está
sacando del templo. No le permiten que adore con ellos. El ceremonial de la
religión judía le niega toda participación en sus pompas; los sacerdotes le
condenan a que nunca jamás vuelva a hollar los pisos santificados, a que nunca
jamás mire los altares consagrados en el lugar de adoración de Su pueblo. Lo
exilian de su amistad, también. Nadie
se atreve ahora a llamarle amigo, o a musitar una palabra de consuelo para Él.
Peor aún; es desterrado de su sociedad, como
si fuera un leproso cuyo aliento es infeccioso y cuya presencia propaga la
plaga. Lo fuerzan a salir fuera de los muros, y no están satisfechos hasta que
se deshacen de Su detestable presencia. Para Él no tienen ninguna tolerancia.
Barrabás puede quedar libre; el ladrón y el asesino pueden ser perdonados, pero
para Cristo no hay ninguna palabra, sino “Quita de la tierra a tal hombre,
porque no conviene que viva”. Por tanto, Jesús es acosado para que salga de la
ciudad, más allá de las puertas, con la voluntad y la fuerza de Su propia nación,
pero Él no sale en contra de Su propia voluntad; así como la oveja va tan voluntariamente
al matadero como a los prados, así también Cristo toma alegremente Su cruz y
sale del campamento. Vean, hermanos, aquí tenemos un cuadro de lo que podemos
esperar de los hombres si somos fieles a nuestro Maestro. No es probable que
seamos capaces de adorar con la adoración suya. Ellos prefieren un ceremonial
vistoso y pomposo; el oleaje de la música, el brillo de costosas vestimentas y
el desfile de la erudición, todas esas cosas tienen que ministrar grandeza a la
religión del mundo, y así dejan fuera a los simples seguidores del Cordero. Los
lugares altos de la adoración y honra terrenales no son para nosotros. Si somos
fieles a nuestro Maestro pronto perderemos la amistad del mundo. A los
pecadores les parece que nuestra conversación es desagradable; los carnales no
tienen ningún interés en nuestras ocupaciones; las cosas que apreciamos son
escoria para los mundanos mientras que las cosas preciosas para ellos son
despreciables para nosotros. Ha habido épocas, y esos días podrían regresar,
cuando la fidelidad a Cristo ha conllevado la exclusión de lo que se llama
“sociedad”. Aun ahora, en gran medida, el verdadero cristiano es como un paria,
más bajo que la casta más baja en el juicio de algunos. En días pasados el
mundo ha considerado que matar a los santos era prestar un servicio a Dios. Debemos tener en cuenta todo
esto y si nos sobreviniera lo peor, no ha de extrañarnos para nada. Estos son
días apacibles, y la religión no lucha una batalla tan severa. No voy a decir
que es porque somos infieles a nuestro Maestro que el mundo es más amable con
nosotros, pero yo tengo mis sospechas que así es, y es muy posible que si fuéramos
cristianos más íntegramente, el mundo nos detestaría más intensamente, y si nos
apegáramos más íntimamente a Cristo podríamos esperar recibir más calumnias,
más ultrajes, menos tolerancia y menos favor de los hombres. Jóvenes creyentes
que han seguido a Cristo recientemente, si su padre o su madre los desamparara,
recuerden que se les pidió que tuvieran en cuenta eso; si los hermanos y las
hermanas los ridiculizan, tienen que registrar eso como parte del costo de ser
cristiano. Obreros piadosos, si sus patronos o sus colegas les arrugan el
entrecejo; esposas, si sus esposos las amenazan con echarlas fuera, recuerden
que fuera del campamento era el lugar de Jesús, y fuera del campamento es el
suyo. ¡Oh!, ustedes, hombres cristianos, que sueñan con adaptarse a las
circunstancias, que buscan ganar el favor del mundo, yo les suplico que
desistan de un curso tan peligroso. Nosotros estamos en el mundo pero no
debemos ser nunca de él; no hemos de estar recluidos como monjes en el
claustro, sino que hemos de estar separados como judíos entre los gentiles;
hombres, pero no de los hombres; ayudando, asistiendo, ofreciendo amistad,
enseñando, consolando, instruyendo, pero sin pecar ya sea para evitar un ceño
fruncido o para ganar una sonrisa. Entre más manifiestamente haya una gran sima
entre
II. Contemplemos
ahora por unos momentos a CRISTO LLEVANDO SU CRUZ. Creyente, yo te he mostrado tu
posición; permíteme mostrarte ahora tu servicio.
Cristo sale del pretorio de Pilato con el pesado madero a cuestas, pero
debido al cansancio viaja lentamente y por su extenuada apariencia, Sus
enemigos, urgidos de Su muerte y medio temerosos de que pudiera morir antes de
llegar al lugar de la ejecución, permiten que otro comparta Su carga. El
corazón de los impíos es cruel y como no pueden perdonarle las agonías de morir
en la cruz, le exoneran de la labor de cargar con ella. Colocan la cruz sobre
Simón, un cirenaico, que venía del campo. No sabemos de qué color pudiera haber
sido el rostro de Simón, pero muy probablemente era negro. Simón era africano;
provenía de Cirene. Ay, pobres africanos, ustedes han sido obligados a llevar
la cruz aun hasta ahora. Salve, despreciados hijos del sol, ustedes siguen
inmediatamente al Rey en la marcha de la aflicción. No estamos seguros de que
Simón fuera un discípulo de Cristo; pudiera haberse tratado de un amigable
espectador; sin embargo, uno pensaría que, de ser posible, los judíos
seleccionarían naturalmente a un discípulo. Recién llegado del campo, sin saber
qué estaba sucediendo, se unió a la turba y le hicieron llevar la cruz.
Entonces, ya sea que fuera un discípulo o no, tenemos toda razón para creer que
se convirtió en un discípulo posteriormente; leemos que era el padre de
Alejandro y de Rufo, dos personas que parecieran haber sido muy bien conocidas
en
Queridos amigos, debemos
recordar que aunque nadie murió en la cruz con Cristo, pues la expiación tenía
que ser ejecutada por un solitario Salvador, con todo, otra persona llevó la
cruz por Cristo; pues este mundo, si bien es redimido por precio por Cristo, y
únicamente por Cristo, ha de ser redimido por el poder divino manifestado en
los sufrimientos y labores de los santos así como en los de Cristo. Observen
que el rescate de los hombres fue pagado
en su totalidad por Cristo; esa fue la redención por precio. Pero se necesita poder para derribar esos ídolos, para
vencer a las huestes del error; ¿dónde ha de encontrarse? En el Señor de los Ejércitos,
que muestra Su poder en los sufrimientos de Cristo y de Su Iglesia.
Amados, consolémonos con
este pensamiento: que en nuestro caso, como en el de Simón, la que llevamos no es nuestra cruz, sino la
cruz de Cristo. Cuando te molesten por
tu piedad, cuando tu religión acarree la tribulación de crueles burlas contra
ti, entonces recuerda que no es tu cruz,
sino la cruz de Cristo, y cuán
deleitable es llevar la cruz de nuestro Señor Jesús.
Tú llevas la cruz detrás de Él. Tienes una bendita
compañía; tu senda está marcada con las huellas de tu Señor. Si te fijas, ahí,
en ese pesado madero, está la seña de Su hombro enrojecido con sangre. Es Su cruz, y Él va delante de ti como un
pastor va delante de sus ovejas. Toma tu cruz cotidianamente y síguele.
No te olvides, tampoco, de
que tú llevas esta cruz en sociedad. Algunos
comentaristas opinan que Simón sólo llevaba un extremo de la cruz, y no toda
ella. Eso es muy posible. Cristo pudo haber llevado el extremo más pesado,
contra la viga transversal, y Simón pudo haber llevado el extremo más liviano.
Ciertamente así sucede contigo; tú sólo llevas el extremo liviano de la cruz;
Cristo llevó el extremo más pesado.
“Su camino fue mucho más áspero y más oscuro que el mío;
Cristo, mi Señor, sufrió, ¿y he de quejarme yo?
Rutherford dice:
“Siempre que Cristo nos da una cruz, clama: ‘Mitades, amor mío’”. Otros opinan
que Simón llevó toda la cruz. Si él llevó toda la cruz, con todo, sólo cargó
con su madera; él no llevó el pecado que la convertía en una carga descomunal.
Cristo sólo transfirió a Simón la estructura externa, el simple madero, pero la
maldición del madero, que era nuestro pecado y su castigo, descansaba todavía
sobre los hombros de Jesús. Querido amigo, si tú piensas que sufres todo lo que
un cristiano puede sufrir, si todas las olas de Dios pasan sobre ti, con todo,
recuerda que no hay ni una sola gota de ira en todo tu mar de aflicción. Jesús
fue el blanco de la ira. Jesús cargó con el pecado, y ahora todo lo que tú
soportas es solo por Su causa, para que seas conformado a Su imagen y puedas
ayudar a recolectar a Su pueblo en Su familia.
Aunque Simón llevó la
cruz de Cristo, él no se ofreció a
hacerlo voluntariamente, sino que lo obligaron a hacerlo. Me temo, amados, me
temo que la mayoría de nosotros, si la llevamos alguna vez, la llevamos por
compulsión; al menos cuando cae por primera sobre nuestros hombros no nos
gusta, y nos alegraría huir de ella, pero el mundo nos obliga a llevar la cruz
de Cristo. Siervos del Señor, acepten alegremente este peso. No creo que
debamos buscar una persecución innecesaria. El hombre que provoca a propósito
el disgusto de otras personas es un necio y no merece ninguna piedad. No, no;
no debemos fabricarnos nuestra propia cruz. Que no objeten nada sino tu
religión, y entonces si eso los ofende, que se ofendan; es una cruz que debes
llevar jubilosamente.
Aunque Simón tuvo que llevar la cruz por poco tiempo, eso le dio un
honor duradero. Yo no sé qué distancia había desde la casa de Pilato
hasta el Monte de
III. Tengo
ahora un tercer cuadro que presentar a ustedes: CRISTO Y SUS ENLUTADOS.
Mientras Cristo iba a lo
largo de las calles, una gran multitud miraba. En la multitud había un pequeño
número de mujeres de buen corazón, probablemente algunas que habían sido
sanadas o cuyos hijos habían sido bendecidos por Él. Algunas de ellas eran personas
de considerable distinción; muchas de ellas le habían ministrado de su dinero;
en medio del barullo y de los aullidos de la turba y del ruido de la
soldadesca, ellas elevaron un grito sumamente fuerte y amargo, como Raquel que
llora por sus hijos, y no quiso ser consolada, porque perecieron. La voz de la
simpatía prevaleció sobre la voz del escarnio. Jesús hizo una pausa y dijo: “Hijas
de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros
hijos”. La pena de estas buenas mujeres era una pena muy apropiada; Jesús no la
prohibió de ninguna manera, Él sólo recomendó otra pena que era mejor, y aunque
no encontró falta en eso, aun así recomendó lo otro. Permítanme mostrarles lo
que pienso que quiso decir. El domingo pasado me hicieron este comentario: “Si
la historia de los sufrimientos de Cristo se hubiera contado con respecto a
cualquier otro hombre, toda la congregación habría estado sumida en llanto”.
Algunos de nosotros, en verdad, confesamos que si hubiéramos leído esta
narración del sufrimiento en una novela, habríamos llorado copiosamente, pero
la historia de los sufrimientos de Cristo
no causa la conmoción y la emoción que uno esperaría. Ahora, yo no estoy
seguro de que debamos culparnos por esto. Si lloráramos por los sufrimientos de
Cristo de la misma manera que lamentamos los sufrimientos de otro hombre,
nuestras emociones sólo serían naturales, y pudiera ser que no produzcan ningún
bien. Serían muy apropiadas, muy apropiadas. Dios no quiera que les pongamos un
alto, excepto con las benévolas palabras de Cristo: “Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí”. La manera más escrituraria de describir los sufrimientos de
Cristo no es esforzarse por despertar la simpatía por medio de descripciones de
vivos colores de Su sangre y heridas. Los católicos romanos de todas las épocas
han influido de esta manera en los sentimientos de la gente, y en cierta medida
el intento es encomiable, pero si todo va a terminar en lágrimas de compasión
no se haría ningún bien. Yo he oído sermones y he estudiado obras escritas por
autores católicos sobre la pasión y la agonía que me han provocado copiosas
lágrimas, pero no estoy convencido de que toda la emoción haya sido benéfica.
Yo les muestro un camino mucho más excelente.
Entonces, queridos
amigos, ¿cuáles deberían ser las penas provocadas por una visión de los
sufrimientos de Cristo? Son estas: no
lloren porque el Salvador se desangró, sino porque los pecados de ustedes le
hicieron sangrar.
“Fueron ustedes, mis pecados, mis crueles pecados,
Sus principales atormentadores;
Cada uno de mis crímenes se convirtió en un clavo,
Y la incredulidad, en la lanza”.
Cuando un hermano hace
una confesión de sus transgresiones, cuando de rodillas delante de Dios se
humilla con muchas lágrimas, yo estoy seguro de que el Señor tiene en mayor
valor las lágrimas de arrepentimiento que las meras gotas de humana simpatía.
“Llorad por vosotras” –dice Cristo- “y no por Mí”.
Los sufrimientos de
Cristo deberían hacernos llorar por
aquellos que han hecho recaer esa sangre sobre sus cabezas. No debemos
olvidar a los judíos. Ese pueblo de Dios que una vez fue altamente favorecido
pero que se maldijo a sí mismo con: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre
nuestros hijos”, debería llevarnos a lamentar cuando pensamos en su presente
degradación. No hay pasajes tan tiernos en todo el ministerio público de Jesús como
aquellos que tienen que ver con Jerusalén. No es tristeza por Roma, sino por
Jerusalén. Yo creo que en el corazón de Cristo había una ternura para los
judíos de un carácter especial. Él amaba a los gentiles, pero aun así Jerusalén
era la ciudad del Gran Rey. Dijo: “¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise
juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no
quisiste!” Vio sus calles que fluían como ríos sangrientos; vio al templo
cubierto de llamas que llegaban al cielo; observó los muros cargados de judíos
cautivos, crucificados por orden de Tito; vio a la ciudad arrasada y sembrada
con sal, y dijo: “No lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por
vuestros hijos… Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros;
y a los collados: Cubridnos”.
Permítanme agregar que
cuando miramos los sufrimientos de Cristo, deberíamos
afligirnos profundamente por las almas de todos los hombres y mujeres no
regenerados. Recuerden, queridos amigos, que lo que Cristo sufrió por
nosotros, esos seres no regenerados tendrán que sufrirlo personalmente, a menos
que pongan su confianza en Cristo. Los dolores que quebrantaron el corazón del
Salvador tendrán que aplastar sus corazones. Cristo tiene que morir por mí, o
de otra manera, yo mismo tengo que morir la segunda muerte; si Él no llevó la
maldición por mí, entonces sobre mí recaerá por los siglos de los siglos.
¡Piensen, queridos amigos, que hay algunos en esta congregación que todavía no
tienen ningún interés en la sangre de Jesús! ¡Piensen que hay algunos que están
sentados junto a ustedes –quizá sus amigos más íntimos- que si fueran ahora a
cerrar sus ojos en la muerte, los abrirían en el infierno! ¡Piensen en eso! No
lloren por Él, sino por esos otros. ¡Tal vez se trate de sus hijos, los objetos
de su más caro amor, sin ningún interés en Jesucristo, sin Dios y sin esperanza
en el mundo! Ahorren sus lágrimas para ellos. Cristo no les pide ninguna
simpatía para Él mismo. ¡Piensen en los millones de almas en este tenebroso
mundo! ¡Se calcula que un alma pasa del tiempo a la eternidad cada vez que el
reloj hace tictac! La familia del hombre se ha hecho ahora tan numerosa que hay
una muerte cada segundo; y cuando sabemos cuán pequeña proporción de la
humanidad ha recibido aun nominalmente a la cruz –y no hay otro nombre bajo el
cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos- ¡oh, cuán negro
pensamiento atraviesa nuestra mente! ¡Qué catarata de almas inmortales se
desploma al abismo cada hora! Bien podía decir el Maestro: “No lloren por mí,
sino por ustedes”. Entonces, ustedes no sienten ninguna verdadera simpatía por
Cristo si no sienten una sincera simpatía por aquellos que quisieran ganar
almas para Cristo. Pudieran oír un sermón, y sentir mucho, pero su sentimiento
no vale nada a menos que los conduzca a llorar por ustedes mismos y por sus
hijos. ¿Qué ha pasado con ustedes? ¿Se han arrepentido del pecado? ¿Han orado
por sus semejantes? Si no ha sido así, que ese cuadro de Cristo desfalleciendo
en las calles los conduzca a hacerlo esta mañana.
IV. En
cuarto lugar, una o dos palabras sobre los COMPAÑEROS DE SUFRIMIENTO DE CRISTO.
Había otros dos
portadores de una cruz en la turba; ellos eran malhechores; sus cruces eran tan
pesadas como la del Señor, y sin embargo, al menos uno de ellos no sentía
ninguna simpatía por Él, y llevar la cruz sólo le condujo a su muerte, y no a
su salvación. Solo voy a darles esta indicación. Algunas veces me he encontrado
con personas que han sufrido mucho; han perdido dinero, han trabajado duro
durante toda su vida, han estado sumidos durante años en un lecho de enfermo, y
por tanto ellos suponen que debido a que han sufrido tanto en esta vida,
escaparán del castigo del pecado en el más allá. Yo les digo, señores, que
aquel malhechor llevó su cruz y murió en ella; y ustedes llevarán sus
aflicciones y serán condenados con ellas a menos que se arrepientan. Ese ladrón
impenitente fue de la cruz de su gran agonía –y morir en una cruz fue
ciertamente una agonía- a aquel lugar, a las llamas del infierno; y tú también
podrías ir desde el lecho de la enfermedad y desde la morada de la pobreza a la
perdición tan fácilmente como desde el hogar de la comodidad y la casa de la
abundancia. Ningún sufrimiento nuestro tiene nada que ver con la expiación del
pecado. Ninguna sangre sino la que Él derramó,
ningún gemido sino aquellos que salieron de Su
corazón, ningún sufrimiento sino el que fue soportado por Él, pueden expiar jamás el pecado.
Deseche ese pensamiento cualquiera de ustedes que suponga que Dios tendrá
piedad de él porque ha soportado aflicciones. Tienes que considerar a Jesús, y
no a ti mismo; pon tus ojos en Cristo, el grandioso sustituto de los pecadores,
pero nunca sueñes en confiar en ti mismo. Pudieras pensar que esta observación es
innecesaria, pero me he encontrado con uno o dos casos donde se requería
hacerla; y yo he dicho con frecuencia que yo estaría dispuesto a predicar un
sermón aun a una persona, y por tanto, hago este comentario aunque solo
amonestara a uno.
V. Concluyo
con
Que el Señor los
bendiga, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Notas del traductor:
Dracma: Peso equivalente
a la octava parte de una onza.
Old Bailey: Tribunal
Penal Central de Inglaterra y Gales.
Tralla: Cuerda, correa o
tira hecha de tiras de cuero, que se coloca al extremo del látigo.
Traductor: Allan Román
6/Febrero/2014
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