El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Procesión del Dolor

NO. 497

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 1 DE MARZO, 1863

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Tomaron, pues, a Jesús y le llevaron”. Juan 19: 16.

 

El próximo sábado todos los ojos estarán puestos en un gran príncipe que recorrerá nuestras calles acompañado de su prometida real. Hoy yo les pido que pongan su atención en otro Príncipe que marcha de manera diferente a través de Su metrópoli. Londres verá la gloria del uno. Jerusalén contempló la vergüenza del otro. Acérquense, quienes aman a Emanuel, y yo les voy a mostrar esta grande visión: el Rey del dolor marchando a Su trono de amargura: la cruz. Yo reclamo para la procesión de mi Señor un interés mayor que para el desfile que ustedes están esperando ansiosamente. ¿Su príncipe estará vestido suntuosamente? El mío está engalanado con ropas enrojecidas con Su propia sangre. ¿Su príncipe será condecorado con honores? ¡He aquí, mi Rey no está sin Su corona, ay, aunque es una corona de espinas salpicada con gotas de sangre de color rubí! ¿Sus avenidas estarán atestadas de gente? Así estuvieron las calles de Jerusalén, pues grandes multitudes le seguían. ¿Levantarán ustedes el clamor de un griterío tumultuoso? Un saludo parecido recibió el Señor de gloria, pero, ay, no eran voces de bienvenida, sino gritos de: “¡Muera, muera!”. Ustedes hacen ondear en lo alto sus pendones en torno al heredero del trono de Inglaterra, pero cómo podrían rivalizar con el pendón de la sagrada cruz, llevada en aquel día por primera vez entre los hijos de los hombres. Por los miles de ojos que van a contemplar al joven príncipe, yo ofrezco las miradas de hombres y de ángeles. Todas las naciones se juntaron en torno a mi Señor; hombres grandes y hombres humildes se apiñaron alrededor de Su persona. Desde el cielo los ángeles le miraban con asombro y estupor; los espíritus de los justos contemplaban la escena desde las ventanas del cielo, sí, y el grandioso Padre vigilaba cada movimiento de Su sufriente Hijo. Pero ustedes me preguntan dónde está la esposa, la hija del rey de hermosa figura y buen parecer. Mi Señor no está del todo desprovisto de Su esposa. La Iglesia, la esposa de Cristo, estaba allí, conformada a la imagen de su Señor; ella estaba allí, repito, en Simón, que llevaba la cruz, y en las mujeres que lloraban y se lamentaban. No digan que la comparación es forzada, pues en un momento voy a retirarla y voy a presentar el contraste. Concédanme al menos esta semejanza: aquí tenemos a un príncipe y a su novia, que lleva su pendón, que va vestido con sus ropas reales y que atraviesa las calles de su propia ciudad rodeado de una vociferante multitud, de una muchedumbre que contempla la escena con profundo interés. ¡Pero cuán vasta era la disparidad! El ojo más descuidado la discierne. Aquel joven príncipe es rubio con la flor de la primera juventud y de la salud; el semblante de mi Maestro está más desfigurado que el de cualquier otro hombre. Miren, está ennegrecido con moretones y manchado con la vergonzosa saliva de quienes le ridiculizaban. Su heredero de la realeza es transportado magnificentemente a lo largo de las calles en su majestuoso carruaje, sentado a sus anchas; mi sufriente Príncipe camina con pies cansados y marca el camino con gotas de color carmesí; no lo llevan, sino que Él lleva; no lo transportan, sino que Él porta Su cruz. Su príncipe está rodeado por una multitud de amigos; ¡escuchen cuán jubilosamente lo reciben! Y hacen bien; el hijo de padres tan nobles merece el amor de una nación. Pero mi príncipe es odiado sin causa. ¡Escuchen cómo las voces estentóreas de ellos exigen que sea llevado rápidamente a la ejecución! Cuán duramente rechinan las crueles sílabas, “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Su noble príncipe está preparándose para su matrimonio; el mío se apresura a Su muerte. Oh, qué vergüenza que los hombres encuentren tanto aplauso para los príncipes y ninguno para el Rey de reyes. Con todo, queridos amigos, para algunos ojos será más atractiva la procesión del dolor, de la vergüenza y de la sangre que aquel despliegue de grandeza y de gozo. Yo les ruego que presten oídos a estas débiles palabras que son las que puedo expresar sobre un tema demasiado excelso para mí, que es la marcha del Hacedor del mundo a lo largo del camino de Su gran aflicción; vean a su Redentor atravesando el áspero sendero del sufrimiento a lo largo del cual fue con un corazón agitado y penosos pasos para pavimentar un camino real de misericordia para Sus enemigos.

 

I.   Después de que nuestro Señor Jesucristo fue formalmente condenado por Pilato, nuestro texto nos dice que le llevaron. Yo les invito que pongan su atención en Cristo cuando le llevan.

 

Pilato, tal como les recordamos, mandó que azotaran a nuestro Salvador de acuerdo a la costumbre común de las cortes romanas. Los lictores ejecutaron su cruel oficio sobre Sus hombros con varas y azotes, hasta que los latigazos alcanzaron el número completo. Jesús es formalmente condenado a la crucifixión, pero antes de que le llevaran, lo entregaron a los guardias pretorianos para que esos rudos legionarios le insultaran. Se dice que un regimiento germano estaba estacionado por aquellos días en Judea, y no me sorprendería que fueran los ancestros lineales de esos teólogos germanos de tiempos modernos que han escarnecido al Salvador, que han manipulado la revelación y escupido la vil saliva de su filosofía en el rostro de la verdad. La soldadesca se burló y le insultó de todas las maneras que la crueldad y el escarnio pudieron idear. La corona tejida de espinas, el manto de púrpura, la saliva y la caña con la que le golpearon y le desfiguraron, todas esas cosas marcaron el desprecio en el que tenían al Rey de los judíos. La caña no era un mero junco del arroyo, sino que era de un tipo más resistente con el que los orientales hacen con frecuencia bastones, por lo que los golpes fueron tanto crueles como insultantes; y la corona no era de paja sino de espinas, y por esto producía dolor y era un escarnio emblemático. Cuando se hubieron burlado de Él, le arrancaron el manto de púrpura que le habían puesto, y esa brutal operación le causaría mucho dolor. Sus heridas abiertas y sin restañar, todavía sangrantes por el látigo, harían que ese manto escarlata se adhiriera a Él, y cuando le fue arrancado, Sus cortaduras sangrarían de nuevo. No leemos que le quitaran la corona de espinas, y por tanto es sumamente probable, aunque no es absolutamente seguro, que nuestro Salvador la llevara a lo largo de la Vía Dolorosa, y que también la llevara sobre Su cabeza cuando fue clavado en la cruz. Por tanto esos cuadros que representan a nuestro Señor llevando la corona de espinas sobre el madero tienen al menos algún fundamento escriturario. Le cubrieron con Sus propios vestidos porque eran la gratificación del verdugo; así como los modernos verdugos se quedan con las ropas de aquellos a quienes ejecutan, así también los cuatro soldados reclamaron un derecho sobre Sus ropas. Le cubrieron con Sus propios vestidos para que las multitudes pudieran discernir que se trataba del mismo hombre, del hombre específico que había profesado ser el Mesías. Todos nosotros sabemos que un vestido diferente levanta dudas a menudo con respecto a la identidad de un individuo; pero ¡he aquí!, la gente le vio en la calle, no cubierto con un manto de púrpura, sino llevando Su túnica la cual era sin costura, de un solo tejido de arriba abajo, de hecho era la bata común de los campesinos de Palestina, y dijeron de inmediato: “Sí, es Él, es el hombre que sanaba a los enfermos y que resucitaba a los muertos; es el poderoso maestro que solía sentarse en la cima del monte, o que estaba en los atrios del templo y predicaba con autoridad, y no como los escribas”. No puede haber ninguna sombra de duda de que nuestro Señor fue crucificado realmente, y que nadie tomó Su lugar. Cómo le condujeron, no sabemos. Los expositores de la iglesia católica, que extraen el material de su prolífica imaginación para sus datos, nos dicen que tenía una cuerda alrededor de Su cuello con la cual le arrastraban con rudeza al madero; esta es una de las más probables de sus conjeturas puesto que no era inusual que los romanos condujeran de ese modo a los criminales al patíbulo. Sin embargo, nos importa mucho más el hecho de que siguió adelante con la cruz a cuestas. Esto tenía la intención de proclamar a la vez Su culpa y de notificar Su condenación. Usualmente el pregonero iba delante con un anuncio parecido a este: “Este es Jesús de Nazaret, Rey de los judíos, quien por proclamarse rey y agitar al pueblo, ha sido condenado a morir”. Esa cruz era una estructura pesada; no tan pesada, tal vez, como algunos cuadros quisieran representarla, pero aun así no era una carga liviana para un hombre cuyos hombros estaban en carne viva por los azotes del látigo romano. Él había estado sumido en agonía toda la noche; había pasado las primeras horas de la mañana en casa de Caifás, y tal como se los describí el domingo pasado, había sido trasladado apresuradamente de Caifás a Pilato, de Pilato a Herodes, y de Herodes otra vez de regreso a Pilato; por tanto, le quedaba poca fortaleza física y no ha de sorprendernos que pronto le encontremos tambaleándose bajo el peso y que tuvieran que llamar a otro para que llevara la cruz con Él. Entonces, Él sigue adelante llevando Su cruz.

 

¿Qué aprendemos aquí cuando llevan a Cristo? ¿Acaso no vemos la verdad de lo que había sido expuesto en tipo por el chivo expiatorio? ¿No traía el sumo sacerdote al chivo expiatorio y ponía sus dos manos sobre su cabeza confesando los pecados del pueblo para que así esos pecados fueran colocados sobre el macho cabrío? Luego el macho cabrío era conducido al desierto por un varón apto y se llevaba los pecados del pueblo de manera que si fueran buscados no se podrían hallar. Ahora vemos que Jesús es llevado ante los sacerdotes y los gobernantes quienes lo declaran culpable; el propio Dios le imputa nuestros pecados a Él; Él fue hecho pecado por nosotros, y como el sustituto por nuestra culpa, con nuestros pecados a cuestas –pues esa cruz era una suerte de representación en madera de nuestra culpa y condenación- vemos al grandioso Chivo Expiatorio siendo conducido por los oficiales de justicia designados. Llevando a cuestas el pecado de todo Su pueblo, la ofrenda sale fuera del campamento. Amado, ¿puedes decir que Él llevó tu pecado? Cuando miras la cruz sobre Sus hombros, ¿ves que representa tu pecado? ¡Oh!, hazte la pregunta y no te quedes satisfecho a menos de que la puedas responder afirmativamente de manera sumamente positiva. Hay una manera de saber si Él llevó tu pecado o no. ¿Has puesto tu mano sobre Su cabeza y has confesado tu pecado confiando en Él? Entonces tu pecado no está en ti; no hay en ti ni una sola onza o dracma del pecado; todo ha sido transferido a Cristo por bendita imputación, y Él lleva ese pecado a cuestas en la forma de aquella pesada cruz. Qué dicha, qué satisfacción dará esto si podemos cantar:

 

“Mi alma vuelve su mirada para ver

La carga que Tú llevaste,

Cuando te apresurabas al maldito madero,

¡Y sabe que su culpa estaba allí!”

 

No permitan que el cuadro se desvanezca mientras no hayan quedado satisfechos, de una vez por todas, de que Cristo era aquí su sustituto.

 

Meditemos en el hecho de que Jesús fue conducido fuera de las puertas de la ciudad. Era el lugar común de ejecución. Ese pequeño montículo que tal vez era llamado Gólgota, el lugar de la calavera, por su parecido con la coronilla de la calavera de un hombre, era el lugar común de las ejecuciones. Era uno de los castillos de la Muerte; allí almacenaba sus más lúgubres trofeos; él era el macabro señor de ese baluarte. Nuestro grandioso héroe, el destructor de la Muerte, enfrentó al león en su guarida, dio muerte al monstruo en su propio castillo, y arrastró al dragón cautivo desde su propia guarida. Me parece que Muerte consideró que era un espléndido triunfo cuando vio al Maestro empalado y sangrando en los dominios de la destrucción; no se imaginaba que la tumba iba a ser saqueada, y que él mismo iba a ser destruido por ese Hijo del hombre que era crucificado.

 

¿No fue conducido allá el Redentor para agravar Su vergüenza? El Calvario era como nuestro Old Bailey; era el lugar de ejecución usual para el distrito. Cristo tenía que morir la muerte de un criminal, y tenía que ser sobre el patíbulo de un criminal, en el lugar donde hórridos crímenes habían encontrado su debida recompensa. Esto añadía a Su vergüenza; pero, me parece que también en esto se acerca más a nosotros, “Fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores”.

 

Pero, además, hermanos míos, yo creo que esta es la gran lección del hecho de que Cristo fuera inmolado afuera de las puertas de la ciudad: salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio. Ustedes ven allá a la multitud que lo está sacando del templo. No le permiten que adore con ellos. El ceremonial de la religión judía le niega toda participación en sus pompas; los sacerdotes le condenan a que nunca jamás vuelva a hollar los pisos santificados, a que nunca jamás mire los altares consagrados en el lugar de adoración de Su pueblo. Lo exilian de su amistad, también. Nadie se atreve ahora a llamarle amigo, o a musitar una palabra de consuelo para Él. Peor aún; es desterrado de su sociedad, como si fuera un leproso cuyo aliento es infeccioso y cuya presencia propaga la plaga. Lo fuerzan a salir fuera de los muros, y no están satisfechos hasta que se deshacen de Su detestable presencia. Para Él no tienen ninguna tolerancia. Barrabás puede quedar libre; el ladrón y el asesino pueden ser perdonados, pero para Cristo no hay ninguna palabra, sino “Quita de la tierra a tal hombre, porque no conviene que viva”. Por tanto, Jesús es acosado para que salga de la ciudad, más allá de las puertas, con la voluntad y la fuerza de Su propia nación, pero Él no sale en contra de Su propia voluntad; así como la oveja va tan voluntariamente al matadero como a los prados, así también Cristo toma alegremente Su cruz y sale del campamento. Vean, hermanos, aquí tenemos un cuadro de lo que podemos esperar de los hombres si somos fieles a nuestro Maestro. No es probable que seamos capaces de adorar con la adoración suya. Ellos prefieren un ceremonial vistoso y pomposo; el oleaje de la música, el brillo de costosas vestimentas y el desfile de la erudición, todas esas cosas tienen que ministrar grandeza a la religión del mundo, y así dejan fuera a los simples seguidores del Cordero. Los lugares altos de la adoración y honra terrenales no son para nosotros. Si somos fieles a nuestro Maestro pronto perderemos la amistad del mundo. A los pecadores les parece que nuestra conversación es desagradable; los carnales no tienen ningún interés en nuestras ocupaciones; las cosas que apreciamos son escoria para los mundanos mientras que las cosas preciosas para ellos son despreciables para nosotros. Ha habido épocas, y esos días podrían regresar, cuando la fidelidad a Cristo ha conllevado la exclusión de lo que se llama “sociedad”. Aun ahora, en gran medida, el verdadero cristiano es como un paria, más bajo que la casta más baja en el juicio de algunos. En días pasados el mundo ha considerado que matar a los santos era prestar un  servicio a Dios. Debemos tener en cuenta todo esto y si nos sobreviniera lo peor, no ha de extrañarnos para nada. Estos son días apacibles, y la religión no lucha una batalla tan severa. No voy a decir que es porque somos infieles a nuestro Maestro que el mundo es más amable con nosotros, pero yo tengo mis sospechas que así es, y es muy posible que si fuéramos cristianos más íntegramente, el mundo nos detestaría más intensamente, y si nos apegáramos más íntimamente a Cristo podríamos esperar recibir más calumnias, más ultrajes, menos tolerancia y menos favor de los hombres. Jóvenes creyentes que han seguido a Cristo recientemente, si su padre o su madre los desamparara, recuerden que se les pidió que tuvieran en cuenta eso; si los hermanos y las hermanas los ridiculizan, tienen que registrar eso como parte del costo de ser cristiano. Obreros piadosos, si sus patronos o sus colegas les arrugan el entrecejo; esposas, si sus esposos las amenazan con echarlas fuera, recuerden que fuera del campamento era el lugar de Jesús, y fuera del campamento es el suyo. ¡Oh!, ustedes, hombres cristianos, que sueñan con adaptarse a las circunstancias, que buscan ganar el favor del mundo, yo les suplico que desistan de un curso tan peligroso. Nosotros estamos en el mundo pero no debemos ser nunca de él; no hemos de estar recluidos como monjes en el claustro, sino que hemos de estar separados como judíos entre los gentiles; hombres, pero no de los hombres; ayudando, asistiendo, ofreciendo amistad, enseñando, consolando, instruyendo, pero sin pecar ya sea para evitar un ceño fruncido o para ganar una sonrisa. Entre más manifiestamente haya una gran sima entre la Iglesia y el mundo, mejor será para ambos: será mejor para el mundo, pues será advertido mediante eso y será mejor para la Iglesia, pues será preservada mediante eso. Vayan ustedes, entonces, como el Maestro, esperando ser ultrajados, esperando ganar una mala reputación y recibir la censura; vayan ustedes fuera del campamento, como Él.

 

II.   Contemplemos ahora por unos momentos a CRISTO LLEVANDO SU CRUZ. Creyente, yo te he mostrado tu posición; permíteme mostrarte ahora tu servicio. Cristo sale del pretorio de Pilato con el pesado madero a cuestas, pero debido al cansancio viaja lentamente y por su extenuada apariencia, Sus enemigos, urgidos de Su muerte y medio temerosos de que pudiera morir antes de llegar al lugar de la ejecución, permiten que otro comparta Su carga. El corazón de los impíos es cruel y como no pueden perdonarle las agonías de morir en la cruz, le exoneran de la labor de cargar con ella. Colocan la cruz sobre Simón, un cirenaico, que venía del campo. No sabemos de qué color pudiera haber sido el rostro de Simón, pero muy probablemente era negro. Simón era africano; provenía de Cirene. Ay, pobres africanos, ustedes han sido obligados a llevar la cruz aun hasta ahora. Salve, despreciados hijos del sol, ustedes siguen inmediatamente al Rey en la marcha de la aflicción. No estamos seguros de que Simón fuera un discípulo de Cristo; pudiera haberse tratado de un amigable espectador; sin embargo, uno pensaría que, de ser posible, los judíos seleccionarían naturalmente a un discípulo. Recién llegado del campo, sin saber qué estaba sucediendo, se unió a la turba y le hicieron llevar la cruz. Entonces, ya sea que fuera un discípulo o no, tenemos toda razón para creer que se convirtió en un discípulo posteriormente; leemos que era el padre de Alejandro y de Rufo, dos personas que parecieran haber sido muy bien conocidas en la Iglesia primitiva; esperemos que la salvación haya llegado a su casa cuando fue obligado a llevar la cruz del Salvador.

 

Queridos amigos, debemos recordar que aunque nadie murió en la cruz con Cristo, pues la expiación tenía que ser ejecutada por un solitario Salvador, con todo, otra persona llevó la cruz por Cristo; pues este mundo, si bien es redimido por precio por Cristo, y únicamente por Cristo, ha de ser redimido por el poder divino manifestado en los sufrimientos y labores de los santos así como en los de Cristo. Observen que el rescate de los hombres fue pagado en su totalidad por Cristo; esa fue la redención por precio. Pero se necesita poder para derribar esos ídolos, para vencer a las huestes del error; ¿dónde ha de encontrarse? En el Señor de los Ejércitos, que muestra Su poder en los sufrimientos de Cristo y de Su Iglesia. La Iglesia tiene que sufrir para que el Evangelio sea propagado por su medio. Esto es lo que el apóstol quiso decir cuando dijo: “Cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia”. No quedó nada pendiente en el precio, pero hay algo pendiente en el poder manifiesto, y nosotros continuamos cumpliendo esa medida de poder revelado, llevando cada uno de nosotros la cruz con Cristo, hasta que la última vergüenza sea derramada sobre Su causa y Él reine por los siglos de los siglos. En el acto de Simón de llevar la cruz vemos un cuadro de lo que la Iglesia debe hacer a lo largo de todas las generaciones. Observa entonces, cristiano, que Jesús no sufre como para excluir tu sufrimiento. Él lleva una cruz, no para que tú escapes de ella, sino para que tú puedas soportarla. Cristo te exime del pecado, pero no de la aflicción. Él recibe la maldición de la cruz, pero no te quita la cruz de la maldición. Recuerda eso, y espera que tendrás que sufrir.

 

Amados, consolémonos con este pensamiento: que en nuestro caso, como en el de Simón, la que llevamos no es nuestra cruz, sino la cruz  de Cristo. Cuando te molesten por tu piedad, cuando tu religión acarree la tribulación de crueles burlas contra ti, entonces recuerda que no es tu cruz, sino la cruz de Cristo, y cuán deleitable es llevar la cruz de nuestro Señor Jesús.

 

Tú llevas la cruz detrás de Él. Tienes una bendita compañía; tu senda está marcada con las huellas de tu Señor. Si te fijas, ahí, en ese pesado madero, está la seña de Su hombro enrojecido con sangre. Es Su cruz, y Él va delante de ti como un pastor va delante de sus ovejas. Toma tu cruz cotidianamente y síguele.

 

No te olvides, tampoco, de que tú llevas esta cruz en sociedad. Algunos comentaristas opinan que Simón sólo llevaba un extremo de la cruz, y no toda ella. Eso es muy posible. Cristo pudo haber llevado el extremo más pesado, contra la viga transversal, y Simón pudo haber llevado el extremo más liviano. Ciertamente así sucede contigo; tú sólo llevas el extremo liviano de la cruz; Cristo llevó el extremo más pesado.

 

“Su camino fue mucho más áspero y más oscuro que el mío;

Cristo, mi Señor, sufrió, ¿y he de quejarme yo?

 

Rutherford dice: “Siempre que Cristo nos da una cruz, clama: ‘Mitades, amor mío’”. Otros opinan que Simón llevó toda la cruz. Si él llevó toda la cruz, con todo, sólo cargó con su madera; él no llevó el pecado que la convertía en una carga descomunal. Cristo sólo transfirió a Simón la estructura externa, el simple madero, pero la maldición del madero, que era nuestro pecado y su castigo, descansaba todavía sobre los hombros de Jesús. Querido amigo, si tú piensas que sufres todo lo que un cristiano puede sufrir, si todas las olas de Dios pasan sobre ti, con todo, recuerda que no hay ni una sola gota de ira en todo tu mar de aflicción. Jesús fue el blanco de la ira. Jesús cargó con el pecado, y ahora todo lo que tú soportas es solo por Su causa, para que seas conformado a Su imagen y puedas ayudar a recolectar a Su pueblo en Su familia.

 

Aunque Simón llevó la cruz de Cristo, él no se ofreció a hacerlo voluntariamente, sino que lo obligaron a hacerlo. Me temo, amados, me temo que la mayoría de nosotros, si la llevamos alguna vez, la llevamos por compulsión; al menos cuando cae por primera sobre nuestros hombros no nos gusta, y nos alegraría huir de ella, pero el mundo nos obliga a llevar la cruz de Cristo. Siervos del Señor, acepten alegremente este peso. No creo que debamos buscar una persecución innecesaria. El hombre que provoca a propósito el disgusto de otras personas es un necio y no merece ninguna piedad. No, no; no debemos fabricarnos nuestra propia cruz. Que no objeten nada sino tu religión, y entonces si eso los ofende, que se ofendan; es una cruz que debes llevar jubilosamente.

 

Aunque Simón tuvo que llevar la cruz por poco tiempo, eso le dio un honor duradero. Yo no sé qué distancia había desde la casa de Pilato hasta el Monte de la Condenación. Los católicos romanos pretenden saberlo; de hecho, ellos conocen el lugar preciso en que Verónica enjugó el rostro bendito con su pañuelo y encontró su imagen impresa en él; saben también muy bien dónde no se hizo eso; de hecho saben el lugar preciso donde Jesús se desmayó, y si van a Jerusalén pueden ver todos estos diferentes lugares con sólo que lleven con ustedes suficiente credulidad; pero el hecho es que la ciudad ha sido tan arrasada, y quemada, y arada, que hay poca oportunidad de identificar cualquiera de esas ubicaciones, con la excepción, pudiera ser, del Monte Calvario, que por estar afuera de los muros es posible que permanezca todavía. La Vía Dolorosa, como la llaman los católicos romanos, es hoy día una calle larga, pero pudo haber tenido sólo unas cuantas yardas de longitud. Simón tuvo que llevar la cruz solo un poco de tiempo, pero su nombre está en este Libro para siempre, y podemos envidiarle su honor. Bien, amados, la cruz que tenemos que llevar es solo por poco tiempo a lo sumo. El sol subirá y bajará por el monte unas cuantas veces; unas cuantas lunas más crecerán y menguarán, y entonces recibiremos la gloria. “Porque estas leves tribulaciones momentáneas no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse”. Deberíamos amar la cruz y considerarla como muy preciada porque produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria. Cristianos, ¿rehusarán ser portadores de la cruz por Cristo? ¡Me avergüenzo de algunos cristianos profesantes; estoy intensamente avergonzado de ellos! Algunos de ellos no tienen ninguna objeción de adorar con una congregación pobre hasta que se vuelven ricos, y entonces, de veras tienen que irse con la iglesia del mundo, para mezclarse con la moda y la nobleza. Hay algunos que cuando tienen compañía guardan silencio, y no dicen nunca ni una sola palabra en favor de Cristo. Toman las cosas con mucha delicadeza; piensan que es innecesario ser soldados de la cruz. “El que no toma su cruz y sigue en pos de mí” –dice Cristo- “no es digno de mí”. Algunos de ustedes no quieren bautizarse porque piensan que la gente dirá: “Él es un profesante; cuán santo debería ser”. Me alegra que el mundo espere mucho de nosotros, y que nos vigile estrechamente. Todo esto es una traba para nosotros, y un medio para que nos mantengamos más cerca del Señor. ¡Oh, ustedes que se avergüenzan de Cristo!, ¿cómo pueden leer este texto, “El que se avergonzare de mí y de mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles”? ¿Ocultar su religión? ¿Cubrirla con un manto? ¡Dios no lo quiera! Nuestra religión es nuestra gloria; la Cruz de Cristo es nuestra honra, y aunque no hacemos alarde ella ostentosamente, como los fariseos, no debemos ser jamás tan cobardes como para ocultarla. “Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo”. Tomen su cruz, y salgan fuera del campamento, siguiendo a su Señor aun hasta la muerte.

 

III.   Tengo ahora un tercer cuadro que presentar a ustedes: CRISTO Y SUS ENLUTADOS.

 

Mientras Cristo iba a lo largo de las calles, una gran multitud miraba. En la multitud había un pequeño número de mujeres de buen corazón, probablemente algunas que habían sido sanadas o cuyos hijos habían sido bendecidos por Él. Algunas de ellas eran personas de considerable distinción; muchas de ellas le habían ministrado de su dinero; en medio del barullo y de los aullidos de la turba y del ruido de la soldadesca, ellas elevaron un grito sumamente fuerte y amargo, como Raquel que llora por sus hijos, y no quiso ser consolada, porque perecieron. La voz de la simpatía prevaleció sobre la voz del escarnio. Jesús hizo una pausa y dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos”. La pena de estas buenas mujeres era una pena muy apropiada; Jesús no la prohibió de ninguna manera, Él sólo recomendó otra pena que era mejor, y aunque no encontró falta en eso, aun así recomendó lo otro. Permítanme mostrarles lo que pienso que quiso decir. El domingo pasado me hicieron este comentario: “Si la historia de los sufrimientos de Cristo se hubiera contado con respecto a cualquier otro hombre, toda la congregación habría estado sumida en llanto”. Algunos de nosotros, en verdad, confesamos que si hubiéramos leído esta narración del sufrimiento en una novela, habríamos llorado copiosamente, pero la historia de los sufrimientos de Cristo no causa la conmoción y la emoción que uno esperaría. Ahora, yo no estoy seguro de que debamos culparnos por esto. Si lloráramos por los sufrimientos de Cristo de la misma manera que lamentamos los sufrimientos de otro hombre, nuestras emociones sólo serían naturales, y pudiera ser que no produzcan ningún bien. Serían muy apropiadas, muy apropiadas. Dios no quiera que les pongamos un alto, excepto con las benévolas palabras de Cristo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí”. La manera más escrituraria de describir los sufrimientos de Cristo no es esforzarse por despertar la simpatía por medio de descripciones de vivos colores de Su sangre y heridas. Los católicos romanos de todas las épocas han influido de esta manera en los sentimientos de la gente, y en cierta medida el intento es encomiable, pero si todo va a terminar en lágrimas de compasión no se haría ningún bien. Yo he oído sermones y he estudiado obras escritas por autores católicos sobre la pasión y la agonía que me han provocado copiosas lágrimas, pero no estoy convencido de que toda la emoción haya sido benéfica. Yo les muestro un camino mucho más excelente.

 

Entonces, queridos amigos, ¿cuáles deberían ser las penas provocadas por una visión de los sufrimientos de Cristo? Son estas: no lloren porque el Salvador se desangró, sino porque los pecados de ustedes le hicieron sangrar.

 

“Fueron ustedes, mis pecados, mis crueles pecados,

Sus principales atormentadores;

Cada uno de mis crímenes se convirtió en un clavo,

Y la incredulidad, en la lanza”.

 

Cuando un hermano hace una confesión de sus transgresiones, cuando de rodillas delante de Dios se humilla con muchas lágrimas, yo estoy seguro de que el Señor tiene en mayor valor las lágrimas de arrepentimiento que las meras gotas de humana simpatía. “Llorad por vosotras” –dice Cristo- “y no por Mí”.

 

Los sufrimientos de Cristo deberían hacernos llorar por aquellos que han hecho recaer esa sangre sobre sus cabezas. No debemos olvidar a los judíos. Ese pueblo de Dios que una vez fue altamente favorecido pero que se maldijo a sí mismo con: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos”, debería llevarnos a lamentar cuando pensamos en su presente degradación. No hay pasajes tan tiernos en todo el ministerio público de Jesús como aquellos que tienen que ver con Jerusalén. No es tristeza por Roma, sino por Jerusalén. Yo creo que en el corazón de Cristo había una ternura para los judíos de un carácter especial. Él amaba a los gentiles, pero aun así Jerusalén era la ciudad del Gran Rey. Dijo: “¡Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” Vio sus calles que fluían como ríos sangrientos; vio al templo cubierto de llamas que llegaban al cielo; observó los muros cargados de judíos cautivos, crucificados por orden de Tito; vio a la ciudad arrasada y sembrada con sal, y dijo: “No lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos… Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos”.

 

Permítanme agregar que cuando miramos los sufrimientos de Cristo, deberíamos afligirnos profundamente por las almas de todos los hombres y mujeres no regenerados. Recuerden, queridos amigos, que lo que Cristo sufrió por nosotros, esos seres no regenerados tendrán que sufrirlo personalmente, a menos que pongan su confianza en Cristo. Los dolores que quebrantaron el corazón del Salvador tendrán que aplastar sus corazones. Cristo tiene que morir por mí, o de otra manera, yo mismo tengo que morir la segunda muerte; si Él no llevó la maldición por mí, entonces sobre mí recaerá por los siglos de los siglos. ¡Piensen, queridos amigos, que hay algunos en esta congregación que todavía no tienen ningún interés en la sangre de Jesús! ¡Piensen que hay algunos que están sentados junto a ustedes –quizá sus amigos más íntimos- que si fueran ahora a cerrar sus ojos en la muerte, los abrirían en el infierno! ¡Piensen en eso! No lloren por Él, sino por esos otros. ¡Tal vez se trate de sus hijos, los objetos de su más caro amor, sin ningún interés en Jesucristo, sin Dios y sin esperanza en el mundo! Ahorren sus lágrimas para ellos. Cristo no les pide ninguna simpatía para Él mismo. ¡Piensen en los millones de almas en este tenebroso mundo! ¡Se calcula que un alma pasa del tiempo a la eternidad cada vez que el reloj hace tictac! La familia del hombre se ha hecho ahora tan numerosa que hay una muerte cada segundo; y cuando sabemos cuán pequeña proporción de la humanidad ha recibido aun nominalmente a la cruz –y no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos- ¡oh, cuán negro pensamiento atraviesa nuestra mente! ¡Qué catarata de almas inmortales se desploma al abismo cada hora! Bien podía decir el Maestro: “No lloren por mí, sino por ustedes”. Entonces, ustedes no sienten ninguna verdadera simpatía por Cristo si no sienten una sincera simpatía por aquellos que quisieran ganar almas para Cristo. Pudieran oír un sermón, y sentir mucho, pero su sentimiento no vale nada a menos que los conduzca a llorar por ustedes mismos y por sus hijos. ¿Qué ha pasado con ustedes? ¿Se han arrepentido del pecado? ¿Han orado por sus semejantes? Si no ha sido así, que ese cuadro de Cristo desfalleciendo en las calles los conduzca a hacerlo esta mañana.

 

IV.   En cuarto lugar, una o dos palabras sobre los COMPAÑEROS DE SUFRIMIENTO DE CRISTO.

 

Había otros dos portadores de una cruz en la turba; ellos eran malhechores; sus cruces eran tan pesadas como la del Señor, y sin embargo, al menos uno de ellos no sentía ninguna simpatía por Él, y llevar la cruz sólo le condujo a su muerte, y no a su salvación. Solo voy a darles esta indicación. Algunas veces me he encontrado con personas que han sufrido mucho; han perdido dinero, han trabajado duro durante toda su vida, han estado sumidos durante años en un lecho de enfermo, y por tanto ellos suponen que debido a que han sufrido tanto en esta vida, escaparán del castigo del pecado en el más allá. Yo les digo, señores, que aquel malhechor llevó su cruz y murió en ella; y ustedes llevarán sus aflicciones y serán condenados con ellas a menos que se arrepientan. Ese ladrón impenitente fue de la cruz de su gran agonía –y morir en una cruz fue ciertamente una agonía- a aquel lugar, a las llamas del infierno; y tú también podrías ir desde el lecho de la enfermedad y desde la morada de la pobreza a la perdición tan fácilmente como desde el hogar de la comodidad y la casa de la abundancia. Ningún sufrimiento nuestro tiene nada que ver con la expiación del pecado. Ninguna sangre sino la que Él derramó, ningún gemido sino aquellos que salieron de Su corazón, ningún sufrimiento sino el que fue soportado por Él, pueden expiar jamás el pecado. Deseche ese pensamiento cualquiera de ustedes que suponga que Dios tendrá piedad de él porque ha soportado aflicciones. Tienes que considerar a Jesús, y no a ti mismo; pon tus ojos en Cristo, el grandioso sustituto de los pecadores, pero nunca sueñes en confiar en ti mismo. Pudieras pensar que esta observación es innecesaria, pero me he encontrado con uno o dos casos donde se requería hacerla; y yo he dicho con frecuencia que yo estaría dispuesto a predicar un sermón aun a una persona, y por tanto, hago este comentario aunque solo amonestara a uno.

 

V.   Concluyo con LA PREGUNTA DE ADVERTENCIA DEL SALVADOR: “Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” Entre otras cosas me parece que quiso decir: “Si Yo, el inocente sustituto de los pecadores, sufro así, ¿qué se hará con el propio pecador –el árbol seco- cuyos pecados son propios y no meramente imputados a él, cuando caiga en las manos de un Dios airado?” ¡Oh, ustedes, hombres y mujeres no regenerados -y no hay unos pocos aquí ahora- recuerden que cuando Dios vio a Cristo en el lugar del pecador, no lo perdonó, y cuando los encuentre sin Cristo no los perdonará a ustedes! Ustedes han visto a Jesús cuando es llevado por Sus enemigos; así serán arrastrados por diablos al lugar asignado para ustedes. “Entréguenlo a los verdugos”, fue la palabra del rey en la parábola; y esta palabra será cumplida para ustedes: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. Jesús fue abandonado por Dios; y si Él, que solo era un pecador por imputación, fue abandonado, ¿cuánto más lo serás tú? “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?, ¡qué terrible queja! Pero cuál será tu grito cuando digas: “¡Buen Dios! ¡Buen Dios! ¿Por qué me has desamparado?” Y la respuesta vendrá a ti: “Porque he llamado, y tú rehusaste; he extendido mi mano, y ningún hombre miró; sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis”. Esas palabras son terribles, pero no son mías; son las propias palabras de Dios en la Escritura. ¡Oh, pecador, si Dios oculta Su rostro de Cristo, cuánto menos te perdonará a ti! Él no le perdonó a Su Hijo los azotes. ¿No describí el domingo pasado los azotes anudados que cayeron en la espalda del Salvador? ¡Qué látigos de acero para ti, qué nudos de ardiente alambre para ti, cuando la conciencia te remuerda, cuando la ley te azote con su látigo de diez trallas! ¡Oh!, quién ocupará el lugar de ustedes que son los más ricos, los más alegres, los pecadores con mayor justicia propia, quién ocupará su lugar cuando Dios diga: “¡Levántate oh espada contra el rebelde, contra el hombre que me rechazó; hiérelo, y que sienta el dolor por siempre!” A Cristo le escupieron con vergüenza; pecador, ¡qué vergüenza será la tuya! El universo entero te abucheará; los ángeles se avergonzarán de ti; tus propios amigos, sí, tu santa madre dirá: “Amén” a tu condenación; ¡y quienes más te amaron se sentarán como examinadores con Cristo para juzgarte y condenarte! Yo no puedo resumir en una palabra todo el conjunto de aflicciones que se juntaron en la cabeza de Cristo, que murió por nosotros, y por eso es imposible que les diga qué torrentes, qué océanos de dolor han de pasar sobre su espíritu si mueren como están ahora. Pudieran morir así; pudieran morir ahora. Hay cosas más improbables que el hecho de que mueras antes del próximo domingo. ¡Algunos de ustedes lo harán! No sucede con frecuencia que cinco o seis mil personas se reúnan dos veces; no sucede nunca, supongo; ¡la guadaña de la muerte tiene que cortar a algunos de ustedes antes de que mi voz les advierta de nuevo! ¡Oh, almas, yo les suplico por las agonías de Cristo, por Sus heridas y por Su sangre, que no atraigan sobre ustedes mismos la maldición; no lleven en sus propias personas la terrible ira venidera! ¡Que Dios los libre! Confíen en el Hijo de Dios y no morirán jamás.

 

Que el Señor los bendiga, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Notas del traductor:

 

Dracma: Peso equivalente a la octava parte de una onza.

 

Old Bailey: Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales.

 

Tralla: Cuerda, correa o tira hecha de tiras de cuero, que se coloca al extremo del látigo.

 

Traductor: Allan Román

6/Febrero/2014

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