El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Getsemaní
NO.
493
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y estando en
agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que
caían hasta la tierra”. Lucas 22: 44.
Pocos seres fueron
hechos partícipes de las aflicciones de Getsemaní. La mayoría de los discípulos
no estaba allí. Carecían de la suficiente madurez en la gracia para ser admitidos
a contemplar los misterios de “la agonía”. Ocupados en sus propios hogares con
la fiesta de la pascua, representan a muchos seres que viven según la letra
pero que son simples bebés y lactantes con respecto al espíritu del Evangelio.
Los muros de Getsemaní tipifican adecuadamente esa debilidad en la gracia que
esconde de la mirada de los creyentes ordinarios las más profundas maravillas
de la comunión. A doce discípulos, o mejor dicho a once, les fue concedido el
privilegio de entrar en Getsemaní y ver aquel grandioso espectáculo. De los once,
ocho se quedaron a cierta distancia; tenían compañerismo, pero no era la íntima
comunión a la que son admitidos los hombres que son grandemente amados. Únicamente
tres discípulos muy favorecidos, que habían estado con Él en el monte de la transfiguración
y que habían presenciado el milagro vivificador en casa de Jairo, únicamente
esos tres se acercaron al velo de Su misteriosa angustia, pero dentro de ese
velo ni siquiera ellos debían penetrar; tuvieron que permanecer a la distancia
de un tiro de piedra. ‘Debía pisar Él solo el lagar, y de los pueblos nadie
había con Él’. Pedro y los dos hijos de Zebedeo representan a los pocos santos
eminentes, experimentados e instruidos por la gracia, que pudieran ser
descritos como “Padres”. Habiendo hecho negocio en las muchas aguas, pueden
medir, en alguna medida, las enormes olas del Atlántico de la pasión de su
Redentor. Habiendo pasado mucho tiempo a solas con Él, pueden leer Su corazón
mucho mejor que aquellos que meramente lo ven en medio de la multitud. A ciertos
espíritus selectos -para el bien de otros y para su propio fortalecimiento para
enfrentar algún conflicto fiero, especial y futuro- les es dado entrar en el
círculo íntimo y oír las súplicas del sufriente Sumo Sacerdote. Son hechos
partícipes de Sus padecimientos, y llegan a ser semejantes a Él en Su muerte.
Con todo, yo digo que, incluso ellos -los elegidos entre los elegidos, esos
escogidos y especiales favoritos entre los cortesanos del rey- incluso ellos no
pueden penetrar en los lugares secretos del dolor del Salvador, como para
comprender todas Sus agonías. “Tus desconocidos sufrimientos” es una notable
expresión de la liturgia griega, pues hay una cámara interna en Su aflicción
que está aislada del conocimiento y del compañerismo del hombre. ¿No fue aquí
que Cristo fue más que nunca un “Don indecible” para nosotros? ¿Acaso Watts no
está en lo cierto cuando canta?:
“Y todas las dichas desconocidas que proporciona,
Fueron compradas con agonías desconocidas”.
Puesto que, por
experimentado que fuera, no es posible que ningún creyente supiera por sí mismo
todo lo que nuestro Señor soportó en el lugar del trapiche de aceitunas, cuando
fue presionado entre la muela y la solera del molino del sufrimiento mental y
de la malicia infernal, está claramente más allá de la capacidad del predicador
exponerlo para ustedes. El propio Jesús tiene que darles el acceso a los
prodigios de Getsemaní; en cuanto a mí, lo único que puedo hacer es invitarlos
a entrar en el huerto, pidiéndoles que quiten su calzado de sus pies, pues el
lugar en que ustedes están, tierra santa es. Yo no soy ni Pedro, ni Santiago,
ni Juan, sino alguien que, como ellos, de buen grado querría beber del vaso del
Maestro, y ser bautizado con Su bautismo. Yo sólo he llegado hasta ahora donde
está el grupo de los ocho, pero allí he oído los profundos gemidos del Varón de
dolores. Es posible que algunos de ustedes, mis venerables amigos, hayan aprendido
mucho más que yo, pero no se negarán a escuchar de nuevo el estruendo de las
muchas aguas que procuraron apagar el amor del Grandioso Esposo de nuestras
almas.
Varios asuntos solicitan
nuestra breve consideración. Ven, Espíritu Santo, e infunde luz en nuestros
pensamientos y vida en nuestras palabras.
I. Acérquense
y contemplen
Diversas palabras en
Si profesáramos entender
todas las fuentes de la agonía de nuestro Señor, la sabiduría nos reprendería
con la pregunta: “¿Has entrado tú hasta las fuentes del mar, y has andado
escudriñando el abismo?” Lo único que podemos hacer es mirar a las causas
reveladas del dolor. Brotó, en parte, del horror de Su alma al comprender plenamente el significado del
pecado.
Hermanos, cuando por
primera vez fueron convencidos de pecado y lo vieron como algo extremadamente
pecaminoso, a pesar de que su percepción de su pecaminosidad era débil en
comparación con su verdadera atrocidad, con todo, el horror se apoderó de
ustedes. ¿Recuerdan aquellas noches de insomnio? Dijeron, como el salmista: “Se
envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se
agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano”. Algunos
de nosotros podemos recordar cuando ‘nuestras almas tuvieron por mejor la estrangulación
y quisieron la muerte más que nuestros huesos’; cuando ‘si las sombras de
muerte hubieran podido cubrirnos de la ira de Dios, habríamos estado
extremadamente contentos de dormir en la tumba para no hacer nuestro estrado en
el Seol’. Nuestro bendito Señor vio al pecado en su negrura natural. Él tenía
una percepción muy clara de su arremetida traicionera contra Su Dios, de su
odio homicida contra Su propia persona, y de su destructora influencia sobre la
humanidad. Era natural que se apoderara de Él el terror pues una visión del
pecado tiene que ser mucho más atroz que una visión del infierno, que no es
sino su engendro.
Otra profunda fuente de
dolor se encontraba en el hecho de que Cristo asumía entonces más plenamente Su posición oficial con respecto al
pecado. Entonces fue hecho pecado. ¡Oigan
la palabra! ‘Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos
hechos justicia de Dios en Él’. Aquella noche se cumplieron las palabras de
Isaías: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Entonces estuvo como
quien cargó con el pecado, el Sustituto aceptado por la justicia divina para
que soportara todo el peso de la ira divina y no tuviéramos que soportarlo
nosotros. En aquella hora el cielo lo miró ubicado en el lugar del pecador, y lo
trató como el hombre pecador merecía ser tratado con creces. ¡Oh, queridos
amigos!, cuando el inmaculado Cordero de Dios se vio a Sí mismo en el lugar del
culpable, cuando no pudo repudiar ese lugar porque Él lo había aceptado voluntariamente
para salvar a Sus elegidos, qué no debe de haber sentido Su alma, cómo debe de
haberse escandalizado Su naturaleza perfecta por una asociación tan estrecha
con la iniquidad.
Creemos que en aquel
momento, nuestro Señor tenía una clara
visión de toda la vergüenza y del sufrimiento de Su crucifixión. La agonía
no fue sino una de las primeras gotas del tremendo aguacero que se descargó
sobre Su cabeza. Él vio de antemano la inminente llegada del discípulo traidor,
la captura por los alguaciles, los simulacros de juicio ante el Sanedrín, y
ante Pilato, y ante Herodes, los azotes y los golpes, la corona de espinas, las
injurias y los esputos. Todo esto se le vino a la mente, y, como es una ley
general de nuestra naturaleza que la visión anticipada de un juicio es más
aflictiva que el juicio mismo, podemos concebir por qué razón Aquel que no
respondió ni una sola palabra cuando se encontraba en medio del conflicto, no
pudo reprimirse del llanto amargo y de las lágrimas ante la perspectiva del
juicio. Queridos amigos, si pudieran revivir ante el ojo de su mente los terribles
incidentes de Su muerte, el acoso a través de las calles de Jerusalén, la
crucifixión, la fiebre, la sed, y, sobre todo, el desamparo de Su Dios, no pueden
sorprenderse de que comenzara a angustiarse, y a estar muy entristecido.
Pero posiblemente un
árbol todavía más feraz de amargura era este: que en ese momento Su Padre comenzó a retirar Su presencia de Él. La
sombra de ese gran eclipse comenzó a caer sobre Su espíritu cuando se arrodilló
en aquella medianoche fría en medio de los olivos de Getsemaní. Los consuelos
perceptibles que habían alegrado Su espíritu le fueron retirados; aquella
bendita aplicación de las promesas que Cristo Jesús necesitaba como hombre, le fue
suprimida; todo lo que entendemos por el término: “las consolaciones de Dios”
fueron ocultadas a Sus ojos. Quedó sin la ayuda de nadie para contender por la
liberación del hombre. Dios se mantuvo como si hubiera sido un espectador
indiferente, o más bien, como si hubiera sido un adversario, “porque como hiere
un enemigo lo hirió, con azote de adversario cruel”.
Pero a nuestro juicio el
culmen del sufrimiento del Salvador en el huerto estribó en las tentaciones de Satanás. Esa hora,
por sobre cualquier otro momento de Su vida, incluso sobrepasando al conflicto
de cuarenta días en el desierto, fue el
momento de Su tentación. “Esta es vuestra hora, y la potestad de las
tinieblas”. Entonces pudo decir enfáticamente: “Viene el príncipe de este
mundo”. Este fue Su último combate cuerpo a cuerpo con todas las huestes del
infierno, y allí tuvo que sudar grandes gotas de sangre antes de poder alcanzar
la victoria.
Hemos echado un vistazo
a las fuentes del grande abismo que fueron rotas cuando las aguas de la
aflicción inundaron el alma del Redentor. Hermanos, veamos esta especial
lección antes de dejar la contemplación: “No tenemos un sumo sacerdote que no
pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al
trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno
socorro”. Pensemos que ningún sufrimiento puede ser desconocido para Él. ‘Nosotros
simplemente corremos con los de a pie –Él tuvo que contender con gente de a
caballo’; nosotros únicamente pasamos por las aguas de la aflicción hasta los
tobillos- Él tuvo que dar brazadas en medio de las crecidas aguas agitadas del
Jordán. Él nunca dejará de socorrer a Su pueblo cuando es tentado; tal como se
dijo en la antigüedad: “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel
de su faz los salvó”.
II. A
continuación pasamos a contemplar
Al inicio de Su carrera,
la serpiente comenzó a mordisquear el talón del liberador prometido, y ahora,
conforme se aproximaba el momento en que la simiente de la mujer heriría la
cabeza de la serpiente, ese dragón antiguo hizo un desesperado intento en
contra de su gran destructor. No es posible que levantemos el velo que la
revelación ha corrido, pero podemos formarnos una vaga idea de las sugerencias
con las que Satanás tentó a nuestro Señor. Sin embargo, antes de intentar
pintar este cuadro, hemos de comentar a manera de advertencia que independientemente
de lo que Satanás pudiera haberle sugerido a nuestro Señor, Su perfecta
naturaleza no se sometió a ello en ningún grado como para pecar. No cabe duda de que las tentaciones fueron de
la naturaleza más malévola, pero no dejaron ninguna mancha ni imperfección en
Aquel que permaneció siendo todavía ‘señalado entre diez mil’. El príncipe de
este mundo vino, pero no tenía nada en Cristo. Generó las chispas, pero no
pudieron caer, como en nuestro caso, sobre madera seca; fue como si cayeran en
el mar y se apagaron de inmediato. Lanzó las flechas de fuego, pero ni siquiera
pudieron provocar cicatrices en la carne de Cristo; acertaron en el escudo de
Su naturaleza perfectamente justa, y cayeron con sus puntas rotas, para
confusión del adversario.
Pero, ¿cuáles creen
ustedes que fueron esas tentaciones? Por ciertas pistas disponibles, tengo la
impresión de que fueron más o menos algo así: hubo, primero, una tentación para que dejara inconclusa la
obra. Podemos concluir esto partiendo de la oración: “Si es posible, pase
de mí esta copa”. “Hijo de Dios” –le dijo el tentador- “¿así es la cosa? ¿Eres
realmente llamado a cargar con el pecado del hombre? ¿Conque Dios ha dicho: ‘He
puesto el socorro sobre uno que es poderoso’, y eres Tú el escogido de Dios
para llevar toda esta carga? ¡Mira tu debilidad! Estás sudando, aun ahora, grandes
gotas de sangre. Seguramente no eres Tú aquel a quien el Padre ha ordenado que
sea poderoso para salvar; y si lo fueras, ¿qué ganarías con eso? ¿De qué te
servirá? Tú ya tienes suficiente gloria. Mira que aquellos por quienes te vas a
ofrecer como un sacrificio son unos infieles. Tus mejores amigos duermen a tu
lado cuando estás más necesitado de su consuelo. Tu tesorero, Judas, se
apresura para traicionarte por el precio de un esclavo común. El mundo por el
que te sacrificas va a descartar Tu nombre como algo maligno, y, ¿cuánto vale
Tu Iglesia, por la que pagas el precio del rescate? ¡Un tropel de mortales! Tu divinidad podría crear seres
semejantes en cualquier momento que Te pluguiera. Entonces, ¿por qué necesitas
derramar Tu alma hasta la muerte?” Ese tipo de argumentos usaría Satanás; la
astucia infernal de uno que para entonces había estado tentando a los hombres
durante miles de años, sabría cómo inventar todo tipo de maldades. Derramaría
sobre el Salvador los carbones más ardientes del infierno. Fue por luchar
contra esta tentación, entre otras, que, estando en agonía, nuestro Salvador
oró más intensamente.
Posiblemente, también,
la tentación pudo haber provenido de una sugerencia en el sentido de que estaba completamente desamparado. Yo
no lo sé; tal vez pudiera haber tribulaciones más severas que ésta, pero
seguramente ésta es una de las
peores: ser abandonado por completo. “¡Mira” –le dijo Satanás, mientras siseaba
entre dientes- “mira, ahora no tienes ningún amigo!” Mira a lo alto, al cielo, y
verás que Tu Padre cerró contra Ti Su corazón. Ni un solo ángel en los atrios
de Tu Padre extenderá Su mano para ayudarte. Mira por allá, y ni uno solo de
aquellos espíritus que honraron Tu nacimiento intervendrá para proteger Tu
vida. Todo el cielo es falso para Ti; te has quedado solo. Y en cuanto a la
tierra, ¿acaso no están todos los hombres sedientos de Tu sangre? ¿No estará
contento el judío al ver Tu carne traspasada por los clavos, y no sentirá un
placer maligno el romano cuando Tú, el Rey de los judíos, estés clavado en la
cruz? Tú no tienes ningún amigo entre las naciones; los altos y poderosos se
burlan de Ti, y los pobres te sacan sus lenguas en son de escarnio. Estando en
Tu mejor condición no tenías dónde recostar Tu cabeza y ahora no tienes ningún
lugar donde se te brinde abrigo. Mira a los compañeros con los que juntos te
comunicabas dulcemente los secretos, ¿para qué sirven? ¡Hijo
de María, mira allí a Tu hermano Santiago, mira allí a Tu amado discípulo Juan
y a Tu valiente apóstol Pedro: duermen, duermen; y esos ocho, ¡cómo duermen los
cobardes mientras Tú estás sumido en Tus sufrimientos! ¿Y dónde están los otros
cuatrocientos? Te han olvidado; estarán en sus fincas y en sus comercios por la
mañana. ¡He aquí, no te queda ningún amigo ni en el cielo ni en la tierra! He
enviado mis misivas a través de todas las regiones convocando a todo príncipe
de las tinieblas para que caiga sobre Ti esta noche, y no vamos a escatimar
flechas, y vamos a usar todo nuestro poder infernal para doblegarte; ¿y qué
harás Tú, ahora que Te quedaste solo?” Esa pudo haber sido la tentación; pienso
que pudo haber sido esa porque la aparición de un ángel para fortalecerlo
suprimió ese miedo. Fue oído a causa de Su temor reverente; ya no estuvo solo,
sino que el cielo estaba con Él. Esa pudo haber sido la razón de que se
acercara tres veces a Sus discípulos –como lo expresó Hart-:
“Hacia atrás y hacia delante corrió tres veces,
Como si buscara alguna ayuda del hombre”.
Quería ver por Sí mismo
si era realmente cierto que todos los hombres lo habían abandonado; los
encontró durmiendo a todos; pero tal vez recibió algún débil consuelo pensando
que estaban durmiendo, no por traición, sino por causa de la tristeza, y porque
el espíritu a la verdad estaba dispuesto, pero la carne era débil.
Pensamos que Satanás
atacó también a nuestro Señor con el escarnio. Ustedes saben con qué disfraz puede
vestirlo el tentador, y cuán amargamente sarcástico puede ser al hacer la
insinuación: ¡Ah, Tú serás incapaz de lograr
la redención de Tu pueblo! Tu gran benevolencia provocará una mofa, y Tus
seres amados perecerán. Tú no prevalecerás para salvarlos de mi asidero. Tus
ovejas esparcidas seguramente serán mi presa. Hijo de David, yo soy un buen
contendiente para Ti. Tú no puedes librar de mi mano. Muchos de Tus elegidos
han entrado en el cielo debido a la fuerza de Tu expiación, pero yo voy a
sacarlos a rastras de ahí, y voy a apagar a las estrellas de la gloria; voy a
hacer que disminuya el número de coristas de Dios en los atrios del cielo, pues
Tú no cumplirás con Tu fianza. Tú no puedes hacerlo. Tú eres incapaz de llevar
a lo alto a esta muchedumbre numerosa. Van a perecer. Mira, ¿no han sido
dispersadas las ovejas ahora que el Pastor ha sido herido? Todas ellas te
olvidarán. Nunca verás el fruto de la aflicción de Tu alma. Tu fin deseado no
será alcanzado nunca. Tú serás por siempre el hombre que comenzó a construir
pero no fue capaz de concluir”. Tal vez ésta fuera más verdaderamente la razón
por la que fue tres veces a mirar a Sus discípulos. Seguramente han visto a alguna
madre parecida a ésta: se encuentra muy desfallecida, agotada por una seria
enfermedad, pero se esfuerza bajo el tremendo temor de que su hijo se muera. Se
ha levantado de su cama, en la que su enfermedad la ha relegado, para darse un
breve descanso. Contempla ansiosamente a su hijo. Advierte el más leve signo de
recuperación. Pero ella misma está muy enferma, y no puede permanecer más de un
instante fuera de su cama. No puede dormir, se da vueltas agitadamente, pues
sus pensamientos divagan; se levanta para revisar de nuevo: “¿cómo te encuentras,
hijo mío, cómo te encuentras? ¿Son menos violentas esas palpitaciones de tu
corazón? ¿Se ha estabilizado tu pulso?” Pero, ¡ay!, ella está desfallecida y
tiene que regresar de nuevo a su cama y sin embargo no puede descansar. Regresa
una y otra vez para vigilar a su ser querido.
Me parece a mí que así
miraba Cristo a Pedro y a Santiago y a Juan, como si dijera: “No, no todos se
han perdido todavía; quedan tres”; y, viéndolos como el tipo de toda
Me parece que esas
fueron Sus tentaciones. Si pueden hacerse una idea más completa de lo que
fueron esas tentaciones que difieren de éstas, me dará mucho gusto que lo hagan.
Con esta última lección dejo el punto: Oren
para que no entren en tentación”. Esta es la propia expresión de Cristo; es
Su propia conclusión derivada de esta tribulación. Todos ustedes han leído,
queridos amigos, la escena que pinta John Bunyan respecto a la lucha de Cristiano con Apolión. Ese maestro de la pintura lo ha
bosquejado de una manera muy vívida. Dice que: “Este doloroso combate duró
medio día, hasta que Cristiano estaba casi exhausto… No ofreció buen semblante
hasta que advirtió que había herido a Apolión con su espada de dos filos. Entonces
sonrió, miró a lo alto y vio el espectáculo más terrible que jamás había
visto”. Ese es el significado de la oración: “No nos metas en tentación”. Oh,
ustedes que van temerariamente a donde son tentados, oh, ustedes que oran
pidiendo aflicciones –y he conocido a algunos que son lo suficientemente necios
para hacerlo- ustedes que se ponen a sí mismos donde tientan al diablo para que
los tiente, pongan atención al propio ejemplo del Maestro. Él suda grandes
gotas de sangre cuando es tentado. ¡Oh, pídanle a Dios que los libre de una tal
tribulación! Oren pidiendo esta mañana y cada día: “No nos metas en tentación”.
III. Contemplen,
amados hermanos, EL SUDOR SANGRIENTO.
Leemos que “Era su sudor
como grandes gotas de sangre”. Debido a esto unos cuantos escritores han
supuesto que el sudor no era realmente sangre, sino que tenía la apariencia de
sangre. Esa interpretación, sin embargo, ha sido rechazada por la mayoría de
los comentaristas, desde San Agustín en adelante, y generalmente se afirma que
la palabra “como” no sólo expresa la semejanza
a la sangre, sino que expresa que era real y literalmente sangre. Encontramos
el uso de esa misma palabra en el texto: “Vimos su gloria, gloria como del
unigénito del Padre”. Ahora bien, claramente eso no quiere decir que Cristo era
como el unigénito del Padre, puesto que lo es realmente. De tal manera que, en
general, esta expresión de
Carísimos amigos, si los
hombres sufren algún terrible dolor de cabeza –yo no estoy familiarizado con
los temas médicos- aparentemente la sangre fluye al corazón. Las mejillas se
ponen pálidas; viene un desvanecimiento; la sangre fluye al interior, como para
nutrir al hombre interior mientras atraviesa su prueba. Pero vean a nuestro
Salvador en Su agonía; está tan completamente ajeno de sí, que en vez de que Su
agonía impulse Su sangre al corazón para alimentarlo, la impulsa fuera para
regar la tierra. La agonía de Cristo, en la medida que lo derrama a Él sobre la
tierra, prefigura la plenitud de la ofrenda que hizo por los hombres.
¿No perciben, hermanos
míos, cuán intensa debe de haber sido la lucha por la que pasó, y no oyen Su
voz para ustedes? “Aún no habéis
resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado”. A algunos de nosotros
nos ha tocado experimentar severas tentaciones –de otra manera no sabríamos
cómo enseñar a otros- tan severas, que al luchar contra ellas ha brotado en
nuestra frente un sudor pegajoso y frío.
Nunca olvidaré aquel
lugar: era un sitio solitario; allí, meditando en mi Dios, una terrible ráfaga
de blasfemia cubrió mi alma, al punto que hubiera preferido la muerte a esa
prueba; y caí de rodillas al instante en el lugar, pues la agonía era terrible,
mientras llevaba mi mano a mi boca para impedir que dijera las blasfemias. Una
vez que se le permite a Satanás que los pruebe realmente con una tentación a
blasfemar, nunca lo olvidarán, aunque vivan lo suficiente para que sus cabellos
se tornen blancos; o si le permiten que los ataque con alguna lascivia, aunque
odien y desprecien su simple pensamiento, y prefirieran perder su brazo derecho
antes que entregarse a ella, con todo, vendrá, y los acosará, y los perseguirá
y los atormentará. Luchen contra eso hasta sudar, hermanos míos, sí, hasta
sudar sangre. Ninguno de ustedes debería decir: “no pude evitarlo; fui
tentado”. Prefieran resistir hasta sudar sangre antes que pecar. No digan: “me vi
tan presionado por eso, se adaptó tanto a mi temperamento natural que no pude
evitar caer en la tentación”. Miren al gran Apóstol y Sumo Sacerdote de su
profesión y suden mejor hasta la sangre en vez de ceder ante el gran tentador
de sus almas. Oren para no caer en tentación, de manera que cuando entren en
ella, puedan decir con confianza: “Señor, yo no busqué esto, por tanto ayúdame
a vencerla, por causa de Tu nombre”.
IV. En
cuarto lugar, quiero que noten
Queridos amigos, cuando
somos tentados y deseamos vencer, la mejor arma que tenemos es la oración.
Cuando no puedan usar la espada y el escudo, hagan uso de la famosa arma de
‘Toda oración’. Eso hizo el Salvador de ustedes. Consideremos Su oración. Fue una oración solitaria. Se apartó
incluso de Sus tres mejores amigos a una distancia de un tiro de piedra.
Creyente, especialmente en la tentación, entrégate a mucha oración solitaria.
Así como la oración privada es la llave para abrir el cielo, es también la
llave para cerrar las puertas del infierno. Así como es un escudo para
proteger, es también la espada usada para luchar contra la tentación. No
bastará la oración familiar ni la oración social ni la oración en
Observen, también, que
fue una oración humilde. Lucas dice
que Él se arrodilló, pero otro evangelista nos informa que se postró rostro en
tierra. ¡Cómo!, ¿acaso el Rey se postra rostro en tierra? ¿Dónde, entonces,
tiene que estar tu lugar, tú que eres un humilde siervo del gran Maestro?
¿Acaso cae de bruces al suelo? ¿Dónde, entonces, te postrarás tú? ¿Qué polvo y
qué cenizas habrán de cubrir tu cabeza? ¿Qué cilicio ceñirá tus lomos? La
humildad nos proporciona un buen punto de apoyo en la oración. No hay esperanza
de una prevalencia real con el Dios que abate al soberbio, a menos que nos
humillemos para que Él nos exalte a su debido tiempo.
Además, fue una oración filial. Mateo lo describe
diciendo: “Padre mío”, y Marcos dice: “Abba, Padre”. Encontrarán que argumentar
la adopción es siempre una fortaleza en el día de la tribulación. De ahí que la
oración en la que escrito está: “No nos metas en tentación, mas líbranos del
mal”, comience con: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Supliquen como un
niño. Ustedes no tienen ningún derecho como súbditos;
perdieron todo derecho por su traición, pero nada puede justificar que un niño
pierda el derecho a la protección de un padre. Entonces no se avergüencen de
decir: “Padre mío, escucha mi clamor”.
Además, observen que fue
una oración perseverante. Él oró tres
veces usando las mismas palabras. No se contenten hasta que prevalezcan. Sean
como la viuda importuna, cuyas continuas visitas lograron lo que su primera
petición no pudo conseguir. Perseveren en la oración, velando en ella con
acción de gracias.
Adicionalmente, vemos
cómo ardía hasta ponerse al rojo vivo: fue
una oración intensa. “Oraba más intensamente”. ¡Qué gemidos emitió Cristo!
¡Qué lágrimas brotaron de esas profundas fuentes de Su naturaleza! Eleven una
intensa suplicación si quieren prevalecer contra el adversario.
Y, por último, fue una oración de resignación. “Pero no
sea como yo quiero, sino como tú”. Cedan ustedes, y Dios cederá. Que sea como
Dios quiera, y Dios querrá lo que sea para lo mejor. Estén ustedes
perfectamente contentos de dejar el resultado de su oración en las manos de
Aquel que sabe cuándo dar y cómo dar y qué dar y qué retener. Así que prevalecerán
si suplican intensa e importunamente, mezclando en todo
humildad y resignación.
Queridos amigos, tenemos
que concluir. Prosigamos al último punto con esta lección práctica: “Levantaos, y orad”. Cuando los
discípulos estaban acostados, se quedaron dormidos; sentarse es también una
postura ideal para dormir. Levántense; sacúdanse; pónganse de pie en el nombre
de Dios; levántense y oren. Y si están en tentación, sean más insistentes,
apasionados e importunos con Dios de lo que hubieran sido jamás en su vida,
para que Él los libre en el día del conflicto.
V. Como
el tiempo se nos ha terminado, concluimos con el último punto, que es, EL
PREDOMINIO DEL SALVADOR.
La nube ha pasado.
Cristo estuvo de rodillas y la oración concluyó. “Pero” –dirá alguien- “¿acaso
Cristo prevaleció en la oración?” Amados, ¿podríamos tener alguna esperanza de
que prevalezca en el cielo si no hubiera prevalecido en la tierra? ¿Si Su
amargo llanto y Sus lágrimas no hubieron sido oídos entonces, no sospecharíamos que fallaría ahora? Debido a que Sus oraciones prevalecieron, Él es un buen
intercesor nuestro. “¿Cómo fue oído?” La respuesta ciertamente será dada en breve.
Fue oído, pienso, en tres sentidos. La primera respuesta positiva que fue dada
es que Su mente quedó apaciguada de
repente. Qué gran diferencia hay entre “Mi alma está muy triste”, (Su
premura yendo de un lado a otro, la triple repetición de Su oración, la singular
agitación que le sobrevino) qué contraste entre todo eso y Su ir al encuentro del
traidor diciéndole: “¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Antes, era semejante
a un mar embravecido, y ahora, estaba tan tranquilo como cuando Él mismo dijo:
“Calla, enmudece”, y las olas se aquietaron. No se puede conocer una paz más
profunda que la que reinó en el Salvador cuando estando delante de Pilato no le
respondió palabra. Está tranquilo hasta el final, tan calmado como si fuese Su
día de triunfo más bien que Su día de tribulación. Ahora bien, yo creo que esto
le fue concedido en respuesta a Su oración. Tal vez experimentaba sufrimientos
más intensos, pero Su mente estaba apaciguada entonces como para enfrentarlos
con mayor determinación.
Hay algunos hombres que
cuando oyen por primera vez los disparos en una batalla están trepidantes, pero
conforme la batalla crece y el peligro aumenta, se tranquilizan y tienen
nuevamente dominio de sí; a pesar de que puedan estar heridos, desangrándose o
muriéndose, están tan tranquilos como una noche de verano; la primera oleada de
problemas desaparece, y pueden enfrentar al enemigo en paz. Así el Padre oyó el
clamor del Salvador, e infundió una paz tan profunda en Su alma, que fue como
un río, y Su justicia como las olas del mar.
A continuación, nosotros
creemos que recibió respuesta de Dios, ya
que fue fortalecido por medio de un ángel. Cómo se llevó a cabo eso, no lo
sabemos. Probablemente fue por lo que el ángel le dijo, o probablemente fue por
lo que hizo. El ángel pudo haber susurrado las promesas o pudo haber representado
ante el ojo de Su mente la gloria de Su éxito; pudo haber bosquejado Su
resurrección; pudo haber retratado la escena cuando Sus ángeles le traerían Sus
carros desde lo alto para llevarlo a Su trono; pudo haber revivido ante Él el
recuerdo del tiempo de Su advenimiento, el porvenir, cuando dominará de mar a
mar y desde el río hasta los confines de la tierra, y así lo habría
fortalecido. O, quizás, por algún método desconocido, Dios envió tal poder a
nuestro Cristo -que había sido como Sansón con sus guedejas rapadas- que
recibió de repente toda la fortaleza y la majestuosa energía requeridas para la
terrible lucha. Entonces salió del huerto sin decir más: ‘yo soy gusano y no
hombre’, sino fortalecido con un poder invisible que lo hizo un digno
contendiente para enfrentar a todos los ejércitos que le rodeaban. Un ejército
lo había acometido, como a Gad en la antigüedad, mas
Él acometió al fin. Ahora podía irrumpir en medio de una tropa; podía saltar un
muro. Dios había enviado una fuerza de lo alto por medio de Su ángel, y había
fortalecido al hombre Cristo para la batalla y para la victoria.
Y creo que podemos
concluir diciendo que Dios lo oyó al concederle entonces, no fuerza
simplemente, sino una real victoria sobre
Satán. Yo no sé si lo que Adam Clarke supone es lo correcto, es decir, que
en el huerto Cristo pagó más del precio de lo que pagó incluso en la cruz, pero
yo estoy muy convencido que son insensatos los que se meten en tal refinamiento
que piensan que la expiación fue realizada en la cruz, y únicamente ahí.
Nosotros creemos que se realizó en el huerto así como también en la cruz; y me
parece que en el huerto fue consumada una parte de la obra de Cristo,
completamente consumada, y ese fue Su conflicto con Satán. Yo concibo que
Cristo tuvo que experimentar más bien entonces la
ausencia de la presencia de Su Padre y los ultrajes del pueblo y de los hijos
de los hombres, que las tentaciones del demonio. Pienso en verdad que esas
tentaciones terminaron cuando se levantó después de estar de rodillas en
oración, cuando se levantó del suelo donde calcó su semblante en la arcilla con
gotas de sangre. La tentación de Satanás había terminado entonces, y podría
haber dicho respecto a esa parte de la obra: “Consumado es; la cabeza del
dragón ha sido triturada; lo he vencido”. Tal vez, en esas pocas horas que
Cristo pasó en el huerto, se concentró y se disipó toda la energía de los
agentes de la iniquidad. Tal vez, en ese conflicto, todo lo que la astucia
podía inventar, todo lo que la malicia podía idear, todo lo que la práctica
infernal podía sugerir, fue probado en Cristo, -estando el diablo libre de sus
cadenas para ese propósito- ya que Cristo había sido entregado a él, como lo
fue Job, para que pudiera tocarlo en Sus huesos y en Su carne, sí, tocarlo en
Su corazón y en Su alma y vejarlo en Su espíritu. Pudiera ser que cada demonio
en el infierno y cada diablo del abismo hubieran sido convocados, cada uno para
dar paso a su propio rencor y para derramar conjuntamente su energía y su
malicia sobre la cabeza de Cristo. Y allí estaba Él, y podría haber dicho al
ponerse de pie para enfrentar al siguiente adversario –un demonio en forma de
hombre- Judas, “Vengo en este día de Bosra, con vestidos rojos, de Edom; he
hollado a mis enemigos, y los vencí de una vez por todas; ahora voy a cargar
con el pecado del hombre y con la ira de mi Padre, y voy a completar la obra
que me ha encomendado”. Si así fuera, entonces, ‘Cristo fue oído a causa de Su
temor reverente’. Él temía la tentación de Satanás y fue librado de ella; temía
Su propia debilidad y fue fortalecido; temía Su propia trepidación mental y fue
apaciguado.
Qué diremos, entonces,
en conclusión, sino esta lección: ¿No dice: “Todo lo que pidiereis en oración,
creyendo, lo recibiréis”? Entonces si sus tentaciones alcanzan la altura y la
fuerza más tremendas, aun así aférrense a Dios en oración y prevalecerán.
¡Pecador convicto, este es un consuelo para ti! ¡Santo atribulado, esta es una
dicha para ti! La lección de esta mañana es para todos y para cada uno de
nosotros: “Orad, para que no entréis en tentación”. Si estamos en tentación,
hemos de pedir que Cristo ore por nosotros para que nuestra fe no falle, y
cuando hayamos superado el problema, tratemos de fortalecer a nuestros
hermanos, tal como Cristo nos ha fortalecido en este día.
Traductor: Allan Román
29/Febrero/2012
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