El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Getsemaní

NO. 493

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 8 DE FEBRERO DE 1863

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”. Lucas 22: 44.

 

Pocos seres fueron hechos partícipes de las aflicciones de Getsemaní. La mayoría de los discípulos no estaba allí. Carecían de la suficiente madurez en la gracia para ser admitidos a contemplar los misterios de “la agonía”. Ocupados en sus propios hogares con la fiesta de la pascua, representan a muchos seres que viven según la letra pero que son simples bebés y lactantes con respecto al espíritu del Evangelio. Los muros de Getsemaní tipifican adecuadamente esa debilidad en la gracia que esconde de la mirada de los creyentes ordinarios las más profundas maravillas de la comunión. A doce discípulos, o mejor dicho a once, les fue concedido el privilegio de entrar en Getsemaní y ver aquel grandioso espectáculo. De los once, ocho se quedaron a cierta distancia; tenían compañerismo, pero no era la íntima comunión a la que son admitidos los hombres que son grandemente amados. Únicamente tres discípulos muy favorecidos, que habían estado con Él en el monte de la transfiguración y que habían presenciado el milagro vivificador en casa de Jairo, únicamente esos tres se acercaron al velo de Su misteriosa angustia, pero dentro de ese velo ni siquiera ellos debían penetrar; tuvieron que permanecer a la distancia de un tiro de piedra. ‘Debía pisar Él solo el lagar, y de los pueblos nadie había con Él’. Pedro y los dos hijos de Zebedeo representan a los pocos santos eminentes, experimentados e instruidos por la gracia, que pudieran ser descritos como “Padres”. Habiendo hecho negocio en las muchas aguas, pueden medir, en alguna medida, las enormes olas del Atlántico de la pasión de su Redentor. Habiendo pasado mucho tiempo a solas con Él, pueden leer Su corazón mucho mejor que aquellos que meramente lo ven en medio de la multitud. A ciertos espíritus selectos -para el bien de otros y para su propio fortalecimiento para enfrentar algún conflicto fiero, especial y futuro- les es dado entrar en el círculo íntimo y oír las súplicas del sufriente Sumo Sacerdote. Son hechos partícipes de Sus padecimientos, y llegan a ser semejantes a Él en Su muerte. Con todo, yo digo que, incluso ellos -los elegidos entre los elegidos, esos escogidos y especiales favoritos entre los cortesanos del rey- incluso ellos no pueden penetrar en los lugares secretos del dolor del Salvador, como para comprender todas Sus agonías. “Tus desconocidos sufrimientos” es una notable expresión de la liturgia griega, pues hay una cámara interna en Su aflicción que está aislada del conocimiento y del compañerismo del hombre. ¿No fue aquí que Cristo fue más que nunca un “Don indecible” para nosotros? ¿Acaso Watts no está en lo cierto cuando canta?:

 

“Y todas las dichas desconocidas que proporciona,

Fueron compradas con agonías desconocidas”.

 

Puesto que, por experimentado que fuera, no es posible que ningún creyente supiera por sí mismo todo lo que nuestro Señor soportó en el lugar del trapiche de aceitunas, cuando fue presionado entre la muela y la solera del molino del sufrimiento mental y de la malicia infernal, está claramente más allá de la capacidad del predicador exponerlo para ustedes. El propio Jesús tiene que darles el acceso a los prodigios de Getsemaní; en cuanto a mí, lo único que puedo hacer es invitarlos a entrar en el huerto, pidiéndoles que quiten su calzado de sus pies, pues el lugar en que ustedes están, tierra santa es. Yo no soy ni Pedro, ni Santiago, ni Juan, sino alguien que, como ellos, de buen grado querría beber del vaso del Maestro, y ser bautizado con Su bautismo. Yo sólo he llegado hasta ahora donde está el grupo de los ocho, pero allí he oído los profundos gemidos del Varón de dolores. Es posible que algunos de ustedes, mis venerables amigos, hayan aprendido mucho más que yo, pero no se negarán a escuchar de nuevo el estruendo de las muchas aguas que procuraron apagar el amor del Grandioso Esposo de nuestras almas.

 

Varios asuntos solicitan nuestra breve consideración. Ven, Espíritu Santo, e infunde luz en nuestros pensamientos y vida en nuestras palabras.

 

I.   Acérquense y contemplen LA INDECIBLE CONGOJA DEL SALVADOR.

 

Diversas palabras en la Escritura expresan las emociones de aquella noche dolorosa. Juan transcribe unas palabras de nuestro Señor, dichas cuatro días antes de Su pasión: “Ahora está turbada mi alma”. Cuando advirtió los nubarrones que se avecinaban casi no sabía adónde volverse, y exclamó: “¿Y qué diré?” Mateo dice de Él: “Comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera”. Sobre la palabra ‘αδημονειν’ traducida como: ‘angustiarse en gran manera’, Goodwin comenta que en la agonía del Salvador hubo algo de confusión mental, puesto que la raíz de la palabra significa: “apartado del pueblo, es decir, hombres en confusión mental, separados de la humanidad”. Qué pensamiento, hermanos míos, es que nuestro bendito Señor fuera conducido hasta el propio límite de la confusión mental por la intensidad de Su angustia. Mateo describe que el propio Salvador dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte”. Aquí la palabra ‘Пερίλυπος’ quiere decir: ‘rodeado, circundado, sobrecogido de dolor’. “Fue sumergido por completo en la angustia y no tenía ningún respiradero”, es la fuerte expresión de Goodwin. El pecado no deja ningún resquicio por donde pueda entrar el consuelo y, por tanto, quien carga con el pecado tiene que estar enteramente inmerso en el dolor. Marcos escribe que comenzó a entristecerse, y a angustiarse. En este caso ‘θαμβεισθαι’, con el prefijo εκ, describe un entristecimiento extremo como el de Moisés, ‘cuando estuvo espantado y temblando’. ¡Oh bendito Salvador, no podemos tolerar el pensamiento de que estabas asombrado y alarmado! Sin embargo, así fue cuando los terrores de Dios se dispusieron en la batalla contra Ti. Lucas usa el fuerte lenguaje de mi texto: “Estando en agonía”. Estas expresiones -cada una de ellas es digna de ser el tema de un sermón- bastan para mostrar que el dolor del Salvador era de un carácter sumamente extraordinario, justificando de sobra la exclamación profética: “Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido”. Para nosotros, Su condición en la desventura no tiene comparación. Nadie ha sido importunado por los poderes del mal como Él lo fue; es como si los poderes del infierno hubiesen mandado a sus legiones diciendo: “No peleéis ni con grande ni con chico, sino sólo contra el rey de Israel”.

 

Si profesáramos entender todas las fuentes de la agonía de nuestro Señor, la sabiduría nos reprendería con la pregunta: “¿Has entrado tú hasta las fuentes del mar, y has andado escudriñando el abismo?” Lo único que podemos hacer es mirar a las causas reveladas del dolor. Brotó, en parte, del horror de Su alma al comprender plenamente el significado del pecado.

 

Hermanos, cuando por primera vez fueron convencidos de pecado y lo vieron como algo extremadamente pecaminoso, a pesar de que su percepción de su pecaminosidad era débil en comparación con su verdadera atrocidad, con todo, el horror se apoderó de ustedes. ¿Recuerdan aquellas noches de insomnio? Dijeron, como el salmista: “Se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano”. Algunos de nosotros podemos recordar cuando ‘nuestras almas tuvieron por mejor la estrangulación y quisieron la muerte más que nuestros huesos’; cuando ‘si las sombras de muerte hubieran podido cubrirnos de la ira de Dios, habríamos estado extremadamente contentos de dormir en la tumba para no hacer nuestro estrado en el Seol’. Nuestro bendito Señor vio al pecado en su negrura natural. Él tenía una percepción muy clara de su arremetida traicionera contra Su Dios, de su odio homicida contra Su propia persona, y de su destructora influencia sobre la humanidad. Era natural que se apoderara de Él el terror pues una visión del pecado tiene que ser mucho más atroz que una visión del infierno, que no es sino su engendro.

 

Otra profunda fuente de dolor se encontraba en el hecho de que Cristo asumía entonces más plenamente Su posición oficial con respecto al pecado. Entonces fue hecho pecado. ¡Oigan la palabra! ‘Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él’. Aquella noche se cumplieron las palabras de Isaías: “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Entonces estuvo como quien cargó con el pecado, el Sustituto aceptado por la justicia divina para que soportara todo el peso de la ira divina y no tuviéramos que soportarlo nosotros. En aquella hora el cielo lo miró ubicado en el lugar del pecador, y lo trató como el hombre pecador merecía ser tratado con creces. ¡Oh, queridos amigos!, cuando el inmaculado Cordero de Dios se vio a Sí mismo en el lugar del culpable, cuando no pudo repudiar ese lugar porque Él lo había aceptado voluntariamente para salvar a Sus elegidos, qué no debe de haber sentido Su alma, cómo debe de haberse escandalizado Su naturaleza perfecta por una asociación tan estrecha con la iniquidad.

 

Creemos que en aquel momento, nuestro Señor tenía una clara visión de toda la vergüenza y del sufrimiento de Su crucifixión. La agonía no fue sino una de las primeras gotas del tremendo aguacero que se descargó sobre Su cabeza. Él vio de antemano la inminente llegada del discípulo traidor, la captura por los alguaciles, los simulacros de juicio ante el Sanedrín, y ante Pilato, y ante Herodes, los azotes y los golpes, la corona de espinas, las injurias y los esputos. Todo esto se le vino a la mente, y, como es una ley general de nuestra naturaleza que la visión anticipada de un juicio es más aflictiva que el juicio mismo, podemos concebir por qué razón Aquel que no respondió ni una sola palabra cuando se encontraba en medio del conflicto, no pudo reprimirse del llanto amargo y de las lágrimas ante la perspectiva del juicio. Queridos amigos, si pudieran revivir ante el ojo de su mente los terribles incidentes de Su muerte, el acoso a través de las calles de Jerusalén, la crucifixión, la fiebre, la sed, y, sobre todo, el desamparo de Su Dios, no pueden sorprenderse de que comenzara a angustiarse, y a estar muy entristecido.

 

Pero posiblemente un árbol todavía más feraz de amargura era este: que en ese momento Su Padre comenzó a retirar Su presencia de Él. La sombra de ese gran eclipse comenzó a caer sobre Su espíritu cuando se arrodilló en aquella medianoche fría en medio de los olivos de Getsemaní. Los consuelos perceptibles que habían alegrado Su espíritu le fueron retirados; aquella bendita aplicación de las promesas que Cristo Jesús necesitaba como hombre, le fue suprimida; todo lo que entendemos por el término: “las consolaciones de Dios” fueron ocultadas a Sus ojos. Quedó sin la ayuda de nadie para contender por la liberación del hombre. Dios se mantuvo como si hubiera sido un espectador indiferente, o más bien, como si hubiera sido un adversario, “porque como hiere un enemigo lo hirió, con azote de adversario cruel”.

 

Pero a nuestro juicio el culmen del sufrimiento del Salvador en el huerto estribó en las tentaciones de Satanás. Esa hora, por sobre cualquier otro momento de Su vida, incluso sobrepasando al conflicto de cuarenta días en el desierto, fue el momento de Su tentación. “Esta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas”. Entonces pudo decir enfáticamente: “Viene el príncipe de este mundo”. Este fue Su último combate cuerpo a cuerpo con todas las huestes del infierno, y allí tuvo que sudar grandes gotas de sangre antes de poder alcanzar la victoria.

 

Hemos echado un vistazo a las fuentes del grande abismo que fueron rotas cuando las aguas de la aflicción inundaron el alma del Redentor. Hermanos, veamos esta especial lección antes de dejar la contemplación: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro”. Pensemos que ningún sufrimiento puede ser desconocido para Él. ‘Nosotros simplemente corremos con los de a pie –Él tuvo que contender con gente de a caballo’; nosotros únicamente pasamos por las aguas de la aflicción hasta los tobillos- Él tuvo que dar brazadas en medio de las crecidas aguas agitadas del Jordán. Él nunca dejará de socorrer a Su pueblo cuando es tentado; tal como se dijo en la antigüedad: “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó”.

 

II.   A continuación pasamos a contemplar LA TENTACIÓN DE NUESTRO SEÑOR.

 

Al inicio de Su carrera, la serpiente comenzó a mordisquear el talón del liberador prometido, y ahora, conforme se aproximaba el momento en que la simiente de la mujer heriría la cabeza de la serpiente, ese dragón antiguo hizo un desesperado intento en contra de su gran destructor. No es posible que levantemos el velo que la revelación ha corrido, pero podemos formarnos una vaga idea de las sugerencias con las que Satanás tentó a nuestro Señor. Sin embargo, antes de intentar pintar este cuadro, hemos de comentar a manera de advertencia que independientemente de lo que Satanás pudiera haberle sugerido a nuestro Señor, Su perfecta naturaleza no se sometió a ello en ningún grado como para pecar.  No cabe duda de que las tentaciones fueron de la naturaleza más malévola, pero no dejaron ninguna mancha ni imperfección en Aquel que permaneció siendo todavía ‘señalado entre diez mil’. El príncipe de este mundo vino, pero no tenía nada en Cristo. Generó las chispas, pero no pudieron caer, como en nuestro caso, sobre madera seca; fue como si cayeran en el mar y se apagaron de inmediato. Lanzó las flechas de fuego, pero ni siquiera pudieron provocar cicatrices en la carne de Cristo; acertaron en el escudo de Su naturaleza perfectamente justa, y cayeron con sus puntas rotas, para confusión del adversario.

 

Pero, ¿cuáles creen ustedes que fueron esas tentaciones? Por ciertas pistas disponibles, tengo la impresión de que fueron más o menos algo así: hubo, primero, una tentación para que dejara inconclusa la obra. Podemos concluir esto partiendo de la oración: “Si es posible, pase de mí esta copa”. “Hijo de Dios” –le dijo el tentador- “¿así es la cosa? ¿Eres realmente llamado a cargar con el pecado del hombre? ¿Conque Dios ha dicho: ‘He puesto el socorro sobre uno que es poderoso’, y eres Tú el escogido de Dios para llevar toda esta carga? ¡Mira tu debilidad! Estás sudando, aun ahora, grandes gotas de sangre. Seguramente no eres Tú aquel a quien el Padre ha ordenado que sea poderoso para salvar; y si lo fueras, ¿qué ganarías con eso? ¿De qué te servirá? Tú ya tienes suficiente gloria. Mira que aquellos por quienes te vas a ofrecer como un sacrificio son unos infieles. Tus mejores amigos duermen a tu lado cuando estás más necesitado de su consuelo. Tu tesorero, Judas, se apresura para traicionarte por el precio de un esclavo común. El mundo por el que te sacrificas va a descartar Tu nombre como algo maligno, y, ¿cuánto vale Tu Iglesia, por la que pagas el precio del rescate? ¡Un tropel de mortales! Tu divinidad podría crear seres semejantes en cualquier momento que Te pluguiera. Entonces, ¿por qué necesitas derramar Tu alma hasta la muerte?” Ese tipo de argumentos usaría Satanás; la astucia infernal de uno que para entonces había estado tentando a los hombres durante miles de años, sabría cómo inventar todo tipo de maldades. Derramaría sobre el Salvador los carbones más ardientes del infierno. Fue por luchar contra esta tentación, entre otras, que, estando en agonía, nuestro Salvador oró más intensamente.

 

La Escritura deja entrever que nuestro Señor fue asaltado por el temor de que Su fuerza no fuera suficiente. ‘Fue oído a causa de Su temor reverente’. ¿Cómo, entonces, fue oído? Le fue enviado un ángel que lo fortaleció. Su temor, entonces, probablemente fue producido por un sentido de debilidad. Yo me imagino que el maligno diablo le susurraría al oído: “¡Tú!, ¡Tú toleras ser castigado por Dios y ser aborrecido por los hombres! El reproche ha quebrantado ya Tu corazón. ¿Cómo habrás de soportar ser puesto en vergüenza públicamente y ser llevado fuera de la ciudad como algo inmundo? ¿Cómo soportarás ver llorar a Tus allegados y ver el corazón quebrantado de Tu madre cuando estén al pie de Tu cruz? Tu espíritu delicado y sensible se acobardará ante eso. En cuanto a Tu cuerpo, ya está enflaquecido. Tus largos ayunos te han debilitado mucho. La muerte hará presa de Ti mucho antes de que Tu obra sea cumplida. Seguramente fracasarás. Dios Te ha desamparado. Ahora Te perseguirán y Te apresarán. Entregarán Tu alma al león, y Tu vida al poder del perro”. Luego le pintaría todos los sufrimientos de la crucifixión, y le diría: “¿Estará firme Tu corazón? ¿Serán fuertes Tus manos en los días en que el Señor proceda contra Ti?” La tentación de Satanás no estaba dirigida contra la Deidad, sino contra la humanidad de Cristo, y, por tanto, el maligno se concentraría en la debilidad del hombre. “¿Acaso Tú mismo no dijiste: ‘Yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo’? ¿Podrás resistir cuando las nubes de la ira se junten a Tu alrededor? La tempestad seguramente hará naufragar todas Tus esperanzas. No puede ser; tú no podrás beber de este vaso, ni ser bautizado con este bautismo”. De esta manera, creemos, fue tentado nuestro Maestro. Pero miren, Él no cede. Estando en una agonía –la palabra significa: en una lucha- Él lucha con el tentador igual que Jacob con el ángel. “No” –dice Él- “no seré sometido por las burlas dirigidas en contra de mi debilidad. Yo soy fuerte en la fortaleza de mi Deidad, y voy a vencerte”. Con todo, la tentación fue tan terrible que, para dominarla, Su depresión mental le provocó “un sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra”.

 

Posiblemente, también, la tentación pudo haber provenido de una sugerencia en el sentido de que estaba completamente desamparado. Yo no lo sé; tal vez pudiera haber tribulaciones más severas que ésta, pero seguramente ésta es una de las peores: ser abandonado por completo. “¡Mira” –le dijo Satanás, mientras siseaba entre dientes- “mira, ahora no tienes ningún amigo!” Mira a lo alto, al cielo, y verás que Tu Padre cerró contra Ti Su corazón. Ni un solo ángel en los atrios de Tu Padre extenderá Su mano para ayudarte. Mira por allá, y ni uno solo de aquellos espíritus que honraron Tu nacimiento intervendrá para proteger Tu vida. Todo el cielo es falso para Ti; te has quedado solo. Y en cuanto a la tierra, ¿acaso no están todos los hombres sedientos de Tu sangre? ¿No estará contento el judío al ver Tu carne traspasada por los clavos, y no sentirá un placer maligno el romano cuando Tú, el Rey de los judíos, estés clavado en la cruz? Tú no tienes ningún amigo entre las naciones; los altos y poderosos se burlan de Ti, y los pobres te sacan sus lenguas en son de escarnio. Estando en Tu mejor condición no tenías dónde recostar Tu cabeza y ahora no tienes ningún lugar donde se te brinde abrigo. Mira a los compañeros con los que juntos te comunicabas dulcemente los secretos, ¿para qué sirven? ¡Hijo de María, mira allí a Tu hermano Santiago, mira allí a Tu amado discípulo Juan y a Tu valiente apóstol Pedro: duermen, duermen; y esos ocho, ¡cómo duermen los cobardes mientras Tú estás sumido en Tus sufrimientos! ¿Y dónde están los otros cuatrocientos? Te han olvidado; estarán en sus fincas y en sus comercios por la mañana. ¡He aquí, no te queda ningún amigo ni en el cielo ni en la tierra! He enviado mis misivas a través de todas las regiones convocando a todo príncipe de las tinieblas para que caiga sobre Ti esta noche, y no vamos a escatimar flechas, y vamos a usar todo nuestro poder infernal para doblegarte; ¿y qué harás Tú, ahora que Te quedaste solo?” Esa pudo haber sido la tentación; pienso que pudo haber sido esa porque la aparición de un ángel para fortalecerlo suprimió ese miedo. Fue oído a causa de Su temor reverente; ya no estuvo solo, sino que el cielo estaba con Él. Esa pudo haber sido la razón de que se acercara tres veces a Sus discípulos –como lo expresó Hart-:

 

“Hacia atrás y hacia delante corrió tres veces,

Como si buscara alguna ayuda del hombre”.

 

Quería ver por Sí mismo si era realmente cierto que todos los hombres lo habían abandonado; los encontró durmiendo a todos; pero tal vez recibió algún débil consuelo pensando que estaban durmiendo, no por traición, sino por causa de la tristeza, y porque el espíritu a la verdad estaba dispuesto, pero la carne era débil.

 

Pensamos que Satanás atacó también a nuestro Señor con el escarnio. Ustedes saben con qué disfraz puede vestirlo el tentador, y cuán amargamente sarcástico puede ser al hacer la insinuación: ¡Ah, Tú serás incapaz de lograr la redención de Tu pueblo! Tu gran benevolencia provocará una mofa, y Tus seres amados perecerán. Tú no prevalecerás para salvarlos de mi asidero. Tus ovejas esparcidas seguramente serán mi presa. Hijo de David, yo soy un buen contendiente para Ti. Tú no puedes librar de mi mano. Muchos de Tus elegidos han entrado en el cielo debido a la fuerza de Tu expiación, pero yo voy a sacarlos a rastras de ahí, y voy a apagar a las estrellas de la gloria; voy a hacer que disminuya el número de coristas de Dios en los atrios del cielo, pues Tú no cumplirás con Tu fianza. Tú no puedes hacerlo. Tú eres incapaz de llevar a lo alto a esta muchedumbre numerosa. Van a perecer. Mira, ¿no han sido dispersadas las ovejas ahora que el Pastor ha sido herido? Todas ellas te olvidarán. Nunca verás el fruto de la aflicción de Tu alma. Tu fin deseado no será alcanzado nunca. Tú serás por siempre el hombre que comenzó a construir pero no fue capaz de concluir”. Tal vez ésta fuera más verdaderamente la razón por la que fue tres veces a mirar a Sus discípulos. Seguramente han visto a alguna madre parecida a ésta: se encuentra muy desfallecida, agotada por una seria enfermedad, pero se esfuerza bajo el tremendo temor de que su hijo se muera. Se ha levantado de su cama, en la que su enfermedad la ha relegado, para darse un breve descanso. Contempla ansiosamente a su hijo. Advierte el más leve signo de recuperación. Pero ella misma está muy enferma, y no puede permanecer más de un instante fuera de su cama. No puede dormir, se da vueltas agitadamente, pues sus pensamientos divagan; se levanta para revisar de nuevo: “¿cómo te encuentras, hijo mío, cómo te encuentras? ¿Son menos violentas esas palpitaciones de tu corazón? ¿Se ha estabilizado tu pulso?” Pero, ¡ay!, ella está desfallecida y tiene que regresar de nuevo a su cama y sin embargo no puede descansar. Regresa una y otra vez para vigilar a su ser querido.

 

Me parece a mí que así miraba Cristo a Pedro y a Santiago y a Juan, como si dijera: “No, no todos se han perdido todavía; quedan tres”; y, viéndolos como el tipo de toda la Iglesia, parecía decir: “No, no; voy a vencer; voy a tener el dominio; voy a luchar incluso hasta la sangre; voy a pagar el precio del rescate, y voy a librar a mis amados de su enemigo”.

 

Me parece que esas fueron Sus tentaciones. Si pueden hacerse una idea más completa de lo que fueron esas tentaciones que difieren de éstas, me dará mucho gusto que lo hagan. Con esta última lección dejo el punto: Oren para que no entren en tentación”. Esta es la propia expresión de Cristo; es Su propia conclusión derivada de esta tribulación. Todos ustedes han leído, queridos amigos, la escena que pinta John Bunyan respecto a la lucha de Cristiano con Apolión. Ese maestro de la pintura lo ha bosquejado de una manera muy vívida. Dice que: “Este doloroso combate duró medio día, hasta que Cristiano estaba casi exhausto… No ofreció buen semblante hasta que advirtió que había herido a Apolión con su espada de dos filos. Entonces sonrió, miró a lo alto y vio el espectáculo más terrible que jamás había visto”. Ese es el significado de la oración: “No nos metas en tentación”. Oh, ustedes que van temerariamente a donde son tentados, oh, ustedes que oran pidiendo aflicciones –y he conocido a algunos que son lo suficientemente necios para hacerlo- ustedes que se ponen a sí mismos donde tientan al diablo para que los tiente, pongan atención al propio ejemplo del Maestro. Él suda grandes gotas de sangre cuando es tentado. ¡Oh, pídanle a Dios que los libre de una tal tribulación! Oren pidiendo esta mañana y cada día: “No nos metas en tentación”.

 

III.   Contemplen, amados hermanos, EL SUDOR SANGRIENTO.

 

Leemos que “Era su sudor como grandes gotas de sangre”. Debido a esto unos cuantos escritores han supuesto que el sudor no era realmente sangre, sino que tenía la apariencia de sangre. Esa interpretación, sin embargo, ha sido rechazada por la mayoría de los comentaristas, desde San Agustín en adelante, y generalmente se afirma que la palabra “como” no sólo expresa la semejanza a la sangre, sino que expresa que era real y literalmente sangre. Encontramos el uso de esa misma palabra en el texto: “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre”. Ahora bien, claramente eso no quiere decir que Cristo era como el unigénito del Padre, puesto que lo es realmente. De tal manera que, en general, esta expresión de la Santa Escritura indica, no una mera semejanza con algo, sino la cosa misma. Creemos, entonces, que Cristo sudó realmente sangre. Este fenómeno, aunque es algo inusual, ha sido comprobado en otras personas. Hay varios casos registrados -algunos en los viejos libros de medicina de Galeno, y otros de fechas más recientes- de personas que después de una prolongada debilidad, por miedo a la muerte, han sudado sangre. Pero este caso es enteramente único en su género por varias razones. Si se dan cuenta, no sólo sudó sangre, sino que la sudó en grandes gotas; la sangre se solidificó formando grandes coágulos. No puedo expresar mejor lo que se quiere significar que mediante la palabra “gotas”, gotas grandes y pesadas. Eso no se ha visto en ningún caso. Se han conocido algunas leves efusiones de sangre en casos de personas que estaban debilitadas con anterioridad, pero nunca grandes gotas. Cuando se dice: “que caían hasta la tierra”, eso muestra su copiosidad, de manera que no sólo permanecían en la superficie y eran absorbidas por Sus ropas hasta teñirlo de rojo como la vaca alazana que era sacrificada en ese preciso lugar, sino que las gotas caían a la tierra. En eso no tiene rival. Era un hombre que gozaba de buena salud, y sólo contaba con unos treinta y tantos años de edad, y trabajaba sin ningún miedo a la muerte; pero la presión mental que se originó en Su lucha con la tentación, y la aplicación de toda Su fuerza con el fin de frustrar la tentación de Satanás, infundió en Su cuerpo una excitación tan preternatural, que Sus poros expulsaron grandes gotas de sangre que cayeron a la tierra. ¡Esto demuestra cuán tremendo debe de haber sido el peso del pecado pues fue capaz de aplastar de tal manera al Salvador que destiló gotas de sangre! Esto demuestra también, hermanos míos, el tremendo poder de Su amor. Es una excelente observación del viejo Isaac Ambrose que la goma que exuda del árbol que no es cortado es siempre la mejor. Ese precioso árbol, el alcanforero, produjo las especias más dulces cuando fue herido por los látigos llenos de nudos y cuando fue perforado por los clavos en la cruz; pero vean, produce su mejor especia cuando no hay látigo, ni clavo, ni herida. Esto expone el carácter voluntario de los sufrimientos de Cristo, puesto que aun sin la intervención de una lanza la sangre fluía libremente. No había necesidad de pegar la sanguijuela ni de aplicar el cuchillo. Fluyó espontáneamente. No había ninguna necesidad de que los gobernantes clamaran: “Sube, oh pozo”; por sí sola fluye en torrentes de color carmesí.

 

Carísimos amigos, si los hombres sufren algún terrible dolor de cabeza –yo no estoy familiarizado con los temas médicos- aparentemente la sangre fluye al corazón. Las mejillas se ponen pálidas; viene un desvanecimiento; la sangre fluye al interior, como para nutrir al hombre interior mientras atraviesa su prueba. Pero vean a nuestro Salvador en Su agonía; está tan completamente ajeno de sí, que en vez de que Su agonía impulse Su sangre al corazón para alimentarlo, la impulsa fuera para regar la tierra. La agonía de Cristo, en la medida que lo derrama a Él sobre la tierra, prefigura la plenitud de la ofrenda que hizo por los hombres.

 

¿No perciben, hermanos míos, cuán intensa debe de haber sido la lucha por la que pasó, y no oyen Su voz para ustedes? “Aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado”. A algunos de nosotros nos ha tocado experimentar severas tentaciones –de otra manera no sabríamos cómo enseñar a otros- tan severas, que al luchar contra ellas ha brotado en nuestra frente un sudor pegajoso y frío.

 

Nunca olvidaré aquel lugar: era un sitio solitario; allí, meditando en mi Dios, una terrible ráfaga de blasfemia cubrió mi alma, al punto que hubiera preferido la muerte a esa prueba; y caí de rodillas al instante en el lugar, pues la agonía era terrible, mientras llevaba mi mano a mi boca para impedir que dijera las blasfemias. Una vez que se le permite a Satanás que los pruebe realmente con una tentación a blasfemar, nunca lo olvidarán, aunque vivan lo suficiente para que sus cabellos se tornen blancos; o si le permiten que los ataque con alguna lascivia, aunque odien y desprecien su simple pensamiento, y prefirieran perder su brazo derecho antes que entregarse a ella, con todo, vendrá, y los acosará, y los perseguirá y los atormentará. Luchen contra eso hasta sudar, hermanos míos, sí, hasta sudar sangre. Ninguno de ustedes debería decir: “no pude evitarlo; fui tentado”. Prefieran resistir hasta sudar sangre antes que pecar. No digan: “me vi tan presionado por eso, se adaptó tanto a mi temperamento natural que no pude evitar caer en la tentación”. Miren al gran Apóstol y Sumo Sacerdote de su profesión y suden mejor hasta la sangre en vez de ceder ante el gran tentador de sus almas. Oren para no caer en tentación, de manera que cuando entren en ella, puedan decir con confianza: “Señor, yo no busqué esto, por tanto ayúdame a vencerla, por causa de Tu nombre”.

 

IV.   En cuarto lugar, quiero que noten LA ORACIÓN DEL SALVADOR.

 

Queridos amigos, cuando somos tentados y deseamos vencer, la mejor arma que tenemos es la oración. Cuando no puedan usar la espada y el escudo, hagan uso de la famosa arma de ‘Toda oración’. Eso hizo el Salvador de ustedes. Consideremos Su oración. Fue una oración solitaria. Se apartó incluso de Sus tres mejores amigos a una distancia de un tiro de piedra. Creyente, especialmente en la tentación, entrégate a mucha oración solitaria. Así como la oración privada es la llave para abrir el cielo, es también la llave para cerrar las puertas del infierno. Así como es un escudo para proteger, es también la espada usada para luchar contra la tentación. No bastará la oración familiar ni la oración social ni la oración en la Iglesia; todas esas oraciones son muy valiosas, pero la mejor especia triturada ha de humear en tu incensario, en tus devociones privadas, donde ningún oído oye excepto Dios. Retírate a la soledad si quieres vencer.

 

Observen, también, que fue una oración humilde. Lucas dice que Él se arrodilló, pero otro evangelista nos informa que se postró rostro en tierra. ¡Cómo!, ¿acaso el Rey se postra rostro en tierra? ¿Dónde, entonces, tiene que estar tu lugar, tú que eres un humilde siervo del gran Maestro? ¿Acaso cae de bruces al suelo? ¿Dónde, entonces, te postrarás tú? ¿Qué polvo y qué cenizas habrán de cubrir tu cabeza? ¿Qué cilicio ceñirá tus lomos? La humildad nos proporciona un buen punto de apoyo en la oración. No hay esperanza de una prevalencia real con el Dios que abate al soberbio, a menos que nos humillemos para que Él nos exalte a su debido tiempo.

 

Además, fue una oración filial. Mateo lo describe diciendo: “Padre mío”, y Marcos dice: “Abba, Padre”. Encontrarán que argumentar la adopción es siempre una fortaleza en el día de la tribulación. De ahí que la oración en la que escrito está: “No nos metas en tentación, mas líbranos del mal”, comience con: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Supliquen como un niño. Ustedes no tienen ningún derecho como súbditos; perdieron todo derecho por su traición, pero nada puede justificar que un niño pierda el derecho a la protección de un padre. Entonces no se avergüencen de decir: “Padre mío, escucha mi clamor”.

 

Además, observen que fue una oración perseverante. Él oró tres veces usando las mismas palabras. No se contenten hasta que prevalezcan. Sean como la viuda importuna, cuyas continuas visitas lograron lo que su primera petición no pudo conseguir. Perseveren en la oración, velando en ella con acción de gracias.

 

Adicionalmente, vemos cómo ardía hasta ponerse al rojo vivo: fue una oración intensa. “Oraba más intensamente”. ¡Qué gemidos emitió Cristo! ¡Qué lágrimas brotaron de esas profundas fuentes de Su naturaleza! Eleven una intensa suplicación si quieren prevalecer contra el adversario.

 

Y, por último, fue una oración de resignación. “Pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Cedan ustedes, y Dios cederá. Que sea como Dios quiera, y Dios querrá lo que sea para lo mejor. Estén ustedes perfectamente contentos de dejar el resultado de su oración en las manos de Aquel que sabe cuándo dar y cómo dar y qué dar y qué retener. Así que prevalecerán si suplican intensa e importunamente, mezclando en todo humildad y resignación.

 

Queridos amigos, tenemos que concluir. Prosigamos al último punto con esta lección práctica: “Levantaos, y orad”. Cuando los discípulos estaban acostados, se quedaron dormidos; sentarse es también una postura ideal para dormir. Levántense; sacúdanse; pónganse de pie en el nombre de Dios; levántense y oren. Y si están en tentación, sean más insistentes, apasionados e importunos con Dios de lo que hubieran sido jamás en su vida, para que Él los libre en el día del conflicto.

 

V.   Como el tiempo se nos ha terminado, concluimos con el último punto, que es, EL PREDOMINIO DEL SALVADOR.

 

La nube ha pasado. Cristo estuvo de rodillas y la oración concluyó. “Pero” –dirá alguien- “¿acaso Cristo prevaleció en la oración?” Amados, ¿podríamos tener alguna esperanza de que prevalezca en el cielo si no hubiera prevalecido en la tierra? ¿Si Su amargo llanto y Sus lágrimas no hubieron sido oídos entonces, no sospecharíamos que fallaría ahora? Debido a que Sus oraciones prevalecieron, Él es un buen intercesor nuestro. “¿Cómo fue oído?” La respuesta ciertamente será dada en breve. Fue oído, pienso, en tres sentidos. La primera respuesta positiva que fue dada es que Su mente quedó apaciguada de repente. Qué gran diferencia hay entre “Mi alma está muy triste”, (Su premura yendo de un lado a otro, la triple repetición de Su oración, la singular agitación que le sobrevino) qué contraste entre todo eso y Su ir al encuentro del traidor diciéndole: “¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Antes, era semejante a un mar embravecido, y ahora, estaba tan tranquilo como cuando Él mismo dijo: “Calla, enmudece”, y las olas se aquietaron. No se puede conocer una paz más profunda que la que reinó en el Salvador cuando estando delante de Pilato no le respondió palabra. Está tranquilo hasta el final, tan calmado como si fuese Su día de triunfo más bien que Su día de tribulación. Ahora bien, yo creo que esto le fue concedido en respuesta a Su oración. Tal vez experimentaba sufrimientos más intensos, pero Su mente estaba apaciguada entonces como para enfrentarlos con mayor determinación.

 

Hay algunos hombres que cuando oyen por primera vez los disparos en una batalla están trepidantes, pero conforme la batalla crece y el peligro aumenta, se tranquilizan y tienen nuevamente dominio de sí; a pesar de que puedan estar heridos, desangrándose o muriéndose, están tan tranquilos como una noche de verano; la primera oleada de problemas desaparece, y pueden enfrentar al enemigo en paz. Así el Padre oyó el clamor del Salvador, e infundió una paz tan profunda en Su alma, que fue como un río, y Su justicia como las olas del mar.

 

A continuación, nosotros creemos que recibió respuesta de Dios, ya que fue fortalecido por medio de un ángel. Cómo se llevó a cabo eso, no lo sabemos. Probablemente fue por lo que el ángel le dijo, o probablemente fue por lo que hizo. El ángel pudo haber susurrado las promesas o pudo haber representado ante el ojo de Su mente la gloria de Su éxito; pudo haber bosquejado Su resurrección; pudo haber retratado la escena cuando Sus ángeles le traerían Sus carros desde lo alto para llevarlo a Su trono; pudo haber revivido ante Él el recuerdo del tiempo de Su advenimiento, el porvenir, cuando dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra, y así lo habría fortalecido. O, quizás, por algún método desconocido, Dios envió tal poder a nuestro Cristo -que había sido como Sansón con sus guedejas rapadas- que recibió de repente toda la fortaleza y la majestuosa energía requeridas para la terrible lucha. Entonces salió del huerto sin decir más: ‘yo soy gusano y no hombre’, sino fortalecido con un poder invisible que lo hizo un digno contendiente para enfrentar a todos los ejércitos que le rodeaban. Un ejército lo había acometido, como a Gad en la antigüedad, mas Él acometió al fin. Ahora podía irrumpir en medio de una tropa; podía saltar un muro. Dios había enviado una fuerza de lo alto por medio de Su ángel, y había fortalecido al hombre Cristo para la batalla y para la victoria.

 

Y creo que podemos concluir diciendo que Dios lo oyó al concederle entonces, no fuerza simplemente, sino una real victoria sobre Satán. Yo no sé si lo que Adam Clarke supone es lo correcto, es decir, que en el huerto Cristo pagó más del precio de lo que pagó incluso en la cruz, pero yo estoy muy convencido que son insensatos los que se meten en tal refinamiento que piensan que la expiación fue realizada en la cruz, y únicamente ahí. Nosotros creemos que se realizó en el huerto así como también en la cruz; y me parece que en el huerto fue consumada una parte de la obra de Cristo, completamente consumada, y ese fue Su conflicto con Satán. Yo concibo que Cristo tuvo que experimentar más bien entonces la ausencia de la presencia de Su Padre y los ultrajes del pueblo y de los hijos de los hombres, que las tentaciones del demonio. Pienso en verdad que esas tentaciones terminaron cuando se levantó después de estar de rodillas en oración, cuando se levantó del suelo donde calcó su semblante en la arcilla con gotas de sangre. La tentación de Satanás había terminado entonces, y podría haber dicho respecto a esa parte de la obra: “Consumado es; la cabeza del dragón ha sido triturada; lo he vencido”. Tal vez, en esas pocas horas que Cristo pasó en el huerto, se concentró y se disipó toda la energía de los agentes de la iniquidad. Tal vez, en ese conflicto, todo lo que la astucia podía inventar, todo lo que la malicia podía idear, todo lo que la práctica infernal podía sugerir, fue probado en Cristo, -estando el diablo libre de sus cadenas para ese propósito- ya que Cristo había sido entregado a él, como lo fue Job, para que pudiera tocarlo en Sus huesos y en Su carne, sí, tocarlo en Su corazón y en Su alma y vejarlo en Su espíritu. Pudiera ser que cada demonio en el infierno y cada diablo del abismo hubieran sido convocados, cada uno para dar paso a su propio rencor y para derramar conjuntamente su energía y su malicia sobre la cabeza de Cristo. Y allí estaba Él, y podría haber dicho al ponerse de pie para enfrentar al siguiente adversario –un demonio en forma de hombre- Judas, “Vengo en este día de Bosra, con vestidos rojos, de Edom; he hollado a mis enemigos, y los vencí de una vez por todas; ahora voy a cargar con el pecado del hombre y con la ira de mi Padre, y voy a completar la obra que me ha encomendado”. Si así fuera, entonces, ‘Cristo fue oído a causa de Su temor reverente’. Él temía la tentación de Satanás y fue librado de ella; temía Su propia debilidad y fue fortalecido; temía Su propia trepidación mental y fue apaciguado.

 

Qué diremos, entonces, en conclusión, sino esta lección: ¿No dice: “Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis”? Entonces si sus tentaciones alcanzan la altura y la fuerza más tremendas, aun así aférrense a Dios en oración y prevalecerán. ¡Pecador convicto, este es un consuelo para ti! ¡Santo atribulado, esta es una dicha para ti! La lección de esta mañana es para todos y para cada uno de nosotros: “Orad, para que no entréis en tentación”. Si estamos en tentación, hemos de pedir que Cristo ore por nosotros para que nuestra fe no falle, y cuando hayamos superado el problema, tratemos de fortalecer a nuestros hermanos, tal como Cristo nos ha fortalecido en este día.                   

 

 

Traductor: Allan Román

29/Febrero/2012

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