El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Fin del
Pecador
NO.
486
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Hasta que
entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos. Ciertamente los
has puesto en deslizaderos; en asolamientos los harás caer”. Salmo 73: 17, 18.
La carencia de
entendimiento ha destruido a muchos. El sombrío abismo de la ignorancia ha
engullido a sus miles. Allí donde la falta de entendimiento ha sido insuficiente
para matar, ha sido capaz de lesionar gravemente. La carencia de entendimiento
respecto a la verdad doctrinal, a los tratos providenciales o a la experiencia interior, ha provocado con frecuencia una vasta cuantía de perplejidad
y de aflicción en el pueblo de Dios, gran parte de las cuales podría haberse
evitado si hubiese sido más cuidadoso para considerar y entender los caminos
del Señor. Hermanos míos, si nuestra visión es débil y nuestros corazones son
olvidadizos en cuanto a las cosas eternas, nuestra mente se verá vejada y
atormentada, tal como se vio David cuando no podía entender el fin del pecador,
pues ciertamente es un gran misterio para la razón ordinaria ver que los impíos
prosperan y se sacian, mientras que los justos reciben disciplina y aflicción.
Sin embargo, nosotros hemos de tener un claro entendimiento en relación a la
muerte, al juicio y a la condenación del engreído pecador, pues entonces
nuestras preocupaciones y sospechas son suprimidas de inmediato y la petulancia
da lugar a la gratitud. Vean al buey al tiempo que desfila por las calles,
cubierto de guirnaldas; ¿quién envidiaría su suerte si recordara el hacha y el
altar que le esperan? El niño pudiera ver sólo las flores, pero ningún
ornamento pueril podría ocultar del hombre de entendimiento la miseria de la
víctima.
El mejor lugar para
recibir la instrucción de la sabiduría celestial es el santuario de Dios.
Mientras David no había subido allí, estaba sumido en medio de brumas, pero
cuando atravesó sus santos portales se encontró en la cima de un monte, y las
nubes flotaban muy por debajo de sus pies. Ustedes me preguntarán qué pudiera
haber habido en el antiguo santuario que consiguió iluminar a David respecto al
fin de los inicuos. Pudiera ser, hermanos míos, que cuando se puso delante de
Dios en oración, su espíritu tuvo tal comunión con el Dios invisible que su
mirada penetró en las cosas invisibles y vio, como en una clara visión, la
ruina definitiva de las personas carentes de gracia; o pudiera ser que los
himnos sagrados de la congregación de Israel profetizaran la derrota de los enemigos
de Jehová, y conmovieran el alma del rey. Tal vez en aquel santo día los
sacerdotes leyeran en las escasas páginas de la obra hasta entonces escrita,
alguna antigua historia como las que habían reconfortado al Salmista en sus
tiempos más dichosos. Pudo haber sido que repasaran a oídos del pueblo los años
anteriores al diluvio y la muerte universal que arrastró a un mundo de pecadores
a sus prisiones eternas con un diluvio de ira; o pudo ser que leyeran acerca de
Sodoma y Gomorra, y la lluvia de fuego que consumió completamente a las
ciudades de la llanura. No es imposible que el tema de la meditación
transportara al devoto monarca de regreso a las plagas de Egipto y al día de la
venganza del Señor, cuando derrotó al altivo Faraón y a sus huestes en medio
del Mar Rojo. ‘El libro de las guerras del Señor’ está lleno de notables
registros y todos revelan de manera sumamente clara que la diestra del Señor ha
quebrantado tarde o temprano a todos Sus enemigos.
Posiblemente cuando David
entró en el santuario de Dios leyeron
Amados, yo confío en que
si carecieran de entendimiento en cualquiera de los asuntos espirituales,
subirán a la casa del Señor para inquirir en Su templo. La palabra de Dios es
para nosotros como el Urim y el Tumim del sumo sacerdote; la oración pide
consejo de la mano del Señor, y a menudo el labio del ministro es el oráculo de
Dios para nuestros corazones. Si estás turbado en cualquier momento porque
“Vi a los malvados progresar
Y sentí que mi corazón respingaba,
Viendo que necios presuntuosos, con ojos despectivos,
Brillan con vestiduras de honor.
Los tumultos de mi pensamiento
Me retenían en sombrío suspenso,
Hasta que mis pies fueron conducidos a
Tu casa,
Para aprender allí sobre Tu justicia.
Tu palabra con luz y poder
Corrigió en verdad mi error;
Antes contemplaba la vida del pecador,
Pero aquí comprendí su fin”.
Esta mañana hemos
seleccionado nuestro tema con muchos fines en mente, pero más especialmente con
el ardiente deseo de ganar almas para Cristo, de que podamos ver una fiesta de
recolección al final del año, de que este sea el mejor de los días para muchos,
el cumpleaños de muchas almas inmortales. La carga del Señor doblega mi alma
esta mañana; mi corazón está repleto hasta reventar con una agonía de deseo que
los pecadores sean salvados. Oh, Señor, desnuda Tu brazo en este día, en este
preciso día.
Desarrollando nuestro
solemne tema, primero, entendamos el fin
del pecador; en segundo lugar, saquemos
provecho del hecho de que lo entendamos; en tercer lugar, habiéndolo entendido, advirtamos ansiosa y
sinceramente a aquellos que tendrán ese fin a menos que se arrepientan.
I. Primero,
entonces, haciendo acopio de todos nuestros poderes de mente y pensamiento,
ESFORCÉMONOS POR ENTENDER EL FIN DEL PECADOR. Permítanme repetirlo a oídos de
ustedes.
El fin del pecador, como
el fin de todo otro hombre en este mundo, es la muerte. Cuando muere, pudiera ser que muera apaciblemente, pues
con frecuencia no hay ataduras en su muerte, sino que su fuerza es firme. Una
conciencia cauterizada aporta la quietud de la estupidez tal como un pleno
perdón del pecado proporciona una serenidad que es producto de un reposo
perfecto. Hablan del otro mundo como si no tuviesen ningún terror; hablan de
presentarse delante de Dios como si no tuviesen ninguna transgresión. “Como a
rebaños que son conducidos al Seol”; “Se quedó dormido como un niño”, dicen sus
amigos; y otros exclaman: “Estaba tan feliz que debe de ser un santo”. ¡Ah!, ese
es sólo su fin aparente. Dios sabe que el reposo mortecino de los pecadores no
es sino la terrible calma que presagia el huracán eterno. El sol se pone con
radiantes colores, pero, oh, detrás está la oscuridad de la negra noche
tempestuosa. Las aguas refulgen como plata cuando el alma se sumerge en su
seno, pero quién podría decir los múltiples horrores que se agrupan en el
interior de sus terribles profundidades. Por otro lado, la muerte de los impíos
no es frecuentemente así de apacible. No siempre el hipócrita puede completar
su juego hasta el fin; la máscara se desprende con demasiada prontitud y la conciencia
dice la verdad. Aun en este mundo, para algunos hombres, la tormenta de la ira
eterna comienza a golpear en el alma antes de que abandone el abrigo del
cuerpo. ¡Ah, entonces son los gritos y los gemidos! ¡Qué terribles
presentimientos de los espíritus inquietos! ¡Qué visiones del juicio! ¡Qué
ansiosos atisbos de la medianoche de la futura proscripción y de la ruina! Ah,
entonces llegan las ansias de un lapso un poco mayor de vida y el asirse de
cualquier cosa para tener una simple oportunidad de esperanza. Que sus oídos no
tengan que oír el terrible grito del espíritu cuando siente que ha sido
sujetado por la mano invisible y que es arrastrado en su descenso hacia su
segura ruina. Yo preferiría estar encerrado en una prisión durante meses y años
antes que estar junto a algunos lechos mortuorios tales como los que me ha
tocado presenciar. Han escrito su memorial en mi joven corazón; las cicatrices
de las heridas que me provocaron están ahí todavía. Los semblantes de algunos
seres humanos, cual espejos, reflejan las llamas del infierno mientras viven
aún. Sin embargo, todo esto es sólo de secundaria importancia comparado con lo
que sigue a la muerte. Para los impíos hay una terrible significación en ese
versículo del Apocalipsis: “Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo
montaba tenía por nombre Muerte, y el
Hades le seguía”.
El primer ay pasó, pero
hay otros ayes que han de venir. Si la muerte fuera todo, yo no estaría aquí
esta mañana, pues poco importa de qué manera muere un hombre, si no fuera porque
vivirá de nuevo. La muerte del pecador es la
muerte de todo lo que lo deleitaba. No habrá más copas de ebriedad para ti
otra vez, ninguna viola, ningún laúd, ni sonido de música, no habrá más una
danza alegre, no habrá más un sonoro canto lascivo, no habrá más una jovial
compañía ni habrá más blasfemias altisonantes pues todo eso habrá desaparecido
para siempre. Epulón, has sido despojado de tu vestido de púrpura y las rojas
llamas serán ahora tu manto. ¿Dónde está ahora tu lino fino; por qué motivo tu
desnudez es revelada así para tu vergüenza y confusión? ¿Dónde están ahora tus
mesas bien surtidas, oh tú, que comías suntuosamente cada día? Tus labios
resecos ansiarán en vano la gota bendita que refresque tu lengua. ¿Dónde están
ahora tus riquezas, tú que fuiste un rico insensato? Tus establos han sido
ciertamente derribados, pero ya no necesitas construir establos más grandes,
pues tu grano, tu vino y tu aceite se han desvanecido como un sueño, y tú eres
pobre en verdad, maldecido con un nivel de penuria tal que ni Lázaro, a quien
lamían los perros, jamás conoció. La muerte suprime todo deleite de la gente
carente de gracia. Arrebata de su ojo, de su oído, de su mano y de su corazón
todo lo que pudiera producirle solaz. ¡Los crueles moabitas de la muerte derribarán
todo árbol hermoso de esperanza, y taparán con piedras gigantescas todo pozo de
consuelo, y no quedará nada para el espíritu sino un terrible yermo -desprovisto
de todo gozo o esperanza- que el alma tiene que atravesar con pies cansados por
los siglos de los siglos!
Y eso no es todo.
Entendamos un poco más el fin de ellos. Tan pronto como el pecador ha muerto, se presenta delante del tribunal de Dios en
su estado incorpóreo. Ese espíritu impuro es colocado delante del ojo llameante
de Dios. Sus obras son harto conocidas para él mismo; no necesita que se abran
todavía los grandes libros. Un movimiento del dedo eterno le indica que prosiga
su camino. ¿Adónde puede ir? No se atreve a subir al cielo. Sólo hay un camino
abierto: se hunde hasta el lugar que le ha sido asignado. La expectativa del
tormento futuro invade el alma con un infierno que es autocombustible y la
conciencia se convierte en un gusano que nunca muere y que roe eternamente. La
conciencia, digo, grita en las almas de los hombres: “¿Dónde estás ahora? Estás
perdido, y este perdido estado tú mismo lo provocaste. Todavía no has sido
juzgado”, dice la conciencia, y “sin embargo, estás perdido, pues cuando se
abran esos libros, tú sabes que sus registros te condenarán”. La memoria se
despierta y confirma la voz de la conciencia. “Es cierto” –dice- “es cierto”.
Ahora el alma recuerda sus miles yerros y delitos. El juicio también se libera
de su sopor, sostiene en alto sus balanzas, y le recuerda al hombre que la
conciencia no clama indebidamente. La esperanza ha sido aniquilada pero todos
los temores siguen vivos y llenos de vigor; como serpientes de cien cabezas
punzan el corazón integralmente. El corazón postrado con incontables miedos
gime en su interior: “La terrible trompeta sonará en breve; mi cuerpo
resucitará; he de sufrir tanto en cuerpo como en alma por todas mis maldades; no
hay ninguna esperanza para mí; ninguna esperanza para mí. ¡Ojalá hubiera
escuchado cuando me advirtieron! ¡Ah, ojalá que me hubiera arrepentido ante el
fiel reproche; que hubiese creído en Jesucristo cuando me fue presentado en el
Evangelio! Pero no, yo desprecié mi propia salvación. Yo escogí los placeres
pasajeros del momento, y por ese pobre precio me he ganado la eterna ruina.
Escogí más bien ahogar a mi conciencia antes que permitir que me condujera a la
gloria. Le di la espalda a lo recto, y ahora heme aquí, esperando como un
prisionero en una celda de condenado hasta que llegue el gran juicio y yo me
presente delante del Juez”.
Prosigamos en la consideración
del fin de ellos. El día de los días,
aquel día terrible ha llegado. El reposo milenial ha concluido y los justos
han tenido sus mil años de gloria sobre la tierra. ¡Escuchen!, la pavorosa
trompeta, más fuerte que mil truenos, sobresalta a la muerte y al infierno. Su
espantoso sonido sacude a la tierra y al cielo; cada tumba se abre y queda
vacía. Desde el fecundo vientre de la tierra -esa fructífera madre de la
humanidad- se levantan multitudes tras multitudes de cuerpos, como si fueran
recién nacidos; he aquí del Hades vienen los espíritus de los seres perdidos, y
cada uno de ellos entra en el cuerpo en el que una vez pecó, mientras que los
justos se sientan sobre sus tronos de gloria con sus cuerpos transformados
hechos semejantes al glorioso cuerpo de Cristo Jesús el Señor del cielo. El
sonido de la bocina va aumentando en extremo y se va haciendo prolongado, el
mar ha entregado a sus muertos, y toda carne mortal ha sido restaurada salida de
lenguas de fuego, de las mandíbulas del león y del gusano de la corrupción; átomo
con átomo, hueso con hueso, al fíat de
“¿Dónde, oh, dónde buscarán ahora los pecadores
Un albergue de la ruina general?
¿Serán sepultados por las rocas que caen?
Vean a las peñas, como nieve, cómo se disuelven”.
Oh, pecador, esto es
sólo el comienzo del fin, pues ahora es leída tu sentencia, es pronunciada tu
condenación; el infierno abre sus gigantescas fauces y tú te desplomas hacia tu
destrucción. ¿Dónde estás ahora? El cuerpo y el alma se desposan nuevamente en
una unión sempiterna. Habiendo pecado juntos, ahora tienen que sufrir juntos, y
tienen que hacerlo eternamente. No puedo figurármelo; el tinte más profundo de
la imaginación no puede pintar esa noche que se prolonga múltiples veces. No
puedo describir la angustia que tanto el alma como el cuerpo han de sufrir;
cada nervio es un sendero por el que viajan los pies ardientes del dolor y cada
poder mental es un horno de fuego ardiendo calentado siete veces más de lo
acostumbrado con rabiosas llamas de miseria. ¡Oh, Dios mío, líbranos de conocer
alguna vez esto en nuestras propias personas!
Hagamos ahora una pausa
y revisemos el asunto. Nos incumbe recordar con respecto al fin definitivo del
pecador, que es absolutamente cierto. La
misma “palabra” que dice: “el que creyere… será
salvo”, establece de manera igualmente cierta y clara que “el que no
creyere, será condenado”. Si Dios es
veraz, entonces los pecadores tienen que sufrir. Si los pecadores no sufren,
entonces los santos no tienen ninguna gloria, vana es nuestra fe, vana fue la
muerte de Cristo, y podemos permanecer cómodamente en nuestros pecados.
Pecador, sin importar lo que la filosofía pueda exponer con sus silogismos, sin
importar lo que el escepticismo pueda declarar con su risa y sus escarnios, es
absolutamente cierto que, muriéndote como estás, la ira de Dios caerá sobre ti
en sumo grado. Aunque sólo hubiese la diezmilésima parte de un miedo de que tú
o yo pudiéramos perecer, sería sabio acudir presurosamente a Cristo; pero
cuando no es un “quizá”, o un “por ventura”, sino una absoluta certeza que quien
rechaza a Cristo va a estar perdido eternamente, yo los conjuro, si son hombres
racionales, a que sean diligentes y pongan sus casas en orden pues Dios
seguramente castigará, por más que parezca tardarse demasiado. Aunque durante
noventa años evites las flechas de Su arco, Su rayo te encontrará a su debido
tiempo y te traspasará por completo, y ¿dónde estarás entonces?
Y a la vez que es
seguro, recordemos también que para el pecador es a menudo de pronto. A la hora menos pensada viene a él el Hijo del hombre.
Como el dolor en una mujer que está de parto, como el torbellino sobre el viajero,
como el águila sobre su presa, así de veloz llega la muerte. Comprando y
vendiendo, casándose y dándose en casamiento, fornicando y lleno de lascivia,
el hombre impío dice: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”;
pero así como la helada viene a menudo cuando los capullos están creciendo y
alistándose para la primavera y los mordisquea de pronto, cuán a menudo la
helada de la muerte mordisquea toda la felicidad ilusionada de los impíos que
se marchita de una vez por todas. ¿Tienes un contrato de arrendamiento de tu
vida? ¿Vive alguien que pueda asegurarte que tú respirarás otra hora? Si tu sangre
se congelara en sus venas, si tu aliento se detuviera por un instante, ¿dónde
estarías tú? Una telaraña es un cable fuerte si se compara con el hilo del que
depende la vida de un mortal. Les hemos dicho mil veces, hasta que el dicho se
ha vuelto tan trillado que ustedes se sonríen cuando lo repetimos, que la vida
es frágil, y, sin embargo, ustedes viven, oh hombres, como si sus huesos fueran
de bronce y su carne fuera como el diamante y sus vidas como los años del Dios
Eterno. Así como se corta el sueño del que duerme, así como se disuelve la nube
delante del viento, así como se derrite la espuma en el rompiente, así como se
extingue el meteoro en el cielo, así de súbito los gozos del pecador
desaparecerán para siempre, ¿y quién medirá la grandeza de su sorpresa?
Recuerden, oh hijos de
los hombres, cuán terrible es el fin
de los impíos. Ustedes creen que a mí me resulta fácil hablar ahora sobre la muerte
y la condenación, pues a ustedes no les resulta muy difícil oír; pero cuando
ustedes y yo lleguemos a la hora de nuestra muerte, ¡ah!, entonces cada palabra
que hayamos dicho tendrá un mayor significado del que esta tranquila hora
pudiera extraer de él. Imaginen al pecador al momento de su muerte. Unos amigos
que derraman lágrimas lo rodean; él se da vueltas de un lado a otro sobre aquel
lecho agotador. El hombre fuerte está doblegado. El último combate ha llegado.
Los amigos contemplan sus ojos vidriosos y limpian el sudor pegajoso de su
frente. Por fin murmullan: “¡Se ha ido! ¡Se ha ido!” ¡Oh, hermanos míos, que
susto se apoderará del profano espíritu entonces! Ah, si su espíritu pudiera
hablar entonces, diría: “Es muy cierto lo que yo solía oír. Hablé mal del
ministro el último domingo del año porque trató de asustarnos, según decía yo,
pero no habló ni la mitad de lo denodado que debió haber hablado. Oh, me
pregunto por qué no cayó de rodillas y no me pidió que me arrepintiera, pero
aun si lo hubiese hecho, yo habría rechazado sus súplicas. ¡Oh, de haber
sabido! ¡De haber sabido! Si yo hubiera sabido todo esto; si lo hubiera podido
creer; si no hubiese sido tan necio como para dudar de la palabra de Dios y
considerar que todo era un cuento para asustar a los niños. ¡Oh, de haberlo
sabido! ¡Pero ahora estoy perdido! ¡Perdido! ¡Perdido para siempre!” Me parece
que oigo el gemido de total desaliento de ese espíritu cuando exclama: “Sí, han llegado; las cosas de las que me
hablaban han llegado a suceder. ¡Decidido está mi estado eterno; no hay ahora ofrecimientos
de misericordia; no hay ahora ninguna sangre rociada; ahora no hay ninguna
trompeta de plata del Evangelio; no hay ahora invitaciones para acercarse al pecho
de un amoroso Salvador! Dios se ha alzado en armas en mi contra. Sus terrores
me han quebrantado y como una hoja arrastrada por el torbellino así soy
arrastrado yo no sé adónde; pero esto sí sé: estoy perdido, perdido, perdido
más allá de toda esperanza”. Horrible es el fin del pecador. Me estremezco al
tiempo que hablo brevemente de esto. Oh, creyente, asegúrate de entender muy
bien esto.
No dejes de recordar que
el horror del fin del pecador consistirá en gran medida en la reflexión de que perderá el cielo. ¿Acaso es poco eso?
Las arpas de los ángeles, la compañía de los redimidos, la sonrisa de Dios, la
relación con Cristo -¿es eso una nimiedad?- perder el mejor reposo del santo,
esa herencia por la que los mártires vadearon ríos de sangre, esa porción que
Jesús consideraba que era digna de Su muerte para así comprarla. Ellos pierden
todo eso, y luego adquieren a cambio los
tormentos del infierno, que son más desesperados de lo que la lengua
pudiera expresar. ¡Consideren un momento! Quien inflige el castigo es Dios.
¡Qué golpes ha de asestar! Sólo extendió Su dedo y cortó a Rahab e hirió al
dragón en el Mar Rojo. ¿Qué no será cuando Su pesada mano propine un golpe tras
otro? ¡Oh, Omnipotencia, Omnipotencia, cuán terribles son Tus golpes! Pecador,
mira y tiembla: ¿Sale el propio Dios en batalla contra ti? Vamos, cuando se
clavan en tu conciencia las flechas del hombre son muy cortantes, pero ¡cómo
serán las flechas de Dios! ¡Cómo se han de chupar tu sangre para infundir
veneno en tus venas! Incluso ahora tienes miedo de morirte cuando sientes una
leve enfermedad, y cuando oyes un sermón que escudriña tu corazón, te
entristece. Pero qué será cuando Dios, vestido de trueno, salga en tu contra y
Su fuego te consuma como a hojarasca. ¿Será Dios
quien te castigue? ¡Oh pecador, qué castigo tiene que ser el que Él te
inflija! Me estremezco por ti. Acude presuroso, te lo ruego, a la cruz de
Cristo donde está preparado el refugio.
Recuerda, además, que
será un Dios inmisericorde quien te quebrantará. Todo Él es hoy misericordia
para ti, oh pecador. Con los requiebros del Evangelio Él te pide que vivas, y
en Su nombre yo te digo que, vive
Dios, él no quiere tu muerte, sino que quiere que te vuelvas a Él y vivas; pero
si tú no quieres vivir, si tú quieres ser Su enemigo, si quieres abalanzarte contra la punta de Su lanza,
entonces Él quedará a mano contigo en aquel día cuando la misericordia reine en
el cielo, y la justicia celebre su corte solitaria en el infierno. ¡Oh, que
fueran sabios, y creyeran en Jesús para la salvación de sus almas!
Quisiera que supieran,
oh ustedes, que elijen su propia destrucción, que sufrirán integralmente. Si nos duele ahora nuestra cabeza, o si nuestro
corazón tiene palpitaciones, o algún miembro del cuerpo sufre de algún dolor,
hay otras partes del cuerpo que se quedan tranquilas; pero entonces, cada poder
del cuerpo y de la mente sufrirán simultáneamente. Todas las cuerdas de la
naturaleza del hombre vibrarán con la discordia de la desolación. Entonces el
sufrimiento será incesante. Aquí
gozamos de una pausa en nuestro dolor; la fiebre tiene sus descansos; los
paroxismos de la agonía tienen sus momentos de quietud; pero allá, en el
infierno, el crujir de dientes será incesante, las mordeduras del gusano no
conocerán descanso pues continuarán, continuarán eternamente y eternamente habrá
un ardiente trayecto de miseria.
Luego, lo peor de todo, es
que será sin fin. Cuando hubieren
transcurrido diez mil años no estarás más cerca del fin que al inicio. Cuando se
hubieren apilado millones sobre millones de años, la ira será todavía venidera, venidera, como si no hubiese
habido ira del todo. ¡Ah!, es terrible hablar de estas cosas, y ustedes que
oyen o leen mis sermones saben que soy acusado falsamente cuando alguien dice
que me detengo frecuentemente en este terrible tema, pero yo siento como si no
hubiese ninguna esperanza para algunos de ustedes a menos que les hable
tronando. Yo sé que a menudo Dios ha quebrantado a algunos corazones con un
sermón de alarma, que tal vez no hubieran sido ganados nunca mediante un
discurso motivante y atrayente. Mi experiencia tiende a mostrar que el gran
martillo de Dios quebranta a muchos corazones, y algunos de mis sermones más
terribles han sido aun más útiles que aquellos sermones en los que alcé la cruz
y supliqué tiernamente a las personas. Ambos tienen que ser usados: algunas veces
el amor que atrae, y luego la venganza que induce. ¡Oh, mis oyentes, no puedo
tolerar el pensamiento que ustedes tengan que perderse! Cuando medito, me viene
una visión de algunos de ustedes al momento de partir de este mundo y me digo:
¿me maldecirán ustedes? ¿Me maldecirán mientras descienden al abismo? ¿Habrán
de acusarme así: “tú no fuiste fiel a mí; Pastor, tú no me advertiste;
ministro, tú no lidiaste conmigo?” No, con la ayuda del Señor, a través de cuya
gracia soy llamado a la obra de este ministerio, yo tengo que estar limpio y
estaré limpio de la sangre de ustedes. Ustedes no harán su cama en el infierno
sin saber cuán incómodo es el lugar de descanso que escogen. Ustedes habrán de oír la advertencia. Habrá de resonar a sus oídos. “¿Quién de
nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las
llamas eternas?” Yo les garantizo que un verdadero amor les habla en cada
severa palabra que expreso, un amor que se preocupa en extremo por ustedes como
para halagarlos, un amor que tiene que decirles estas cosas sin mitigarlas de
ningún modo, no vaya a ser que perezcan por jugar con esto. “El que no creyere,
será condenado”. “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué
moriréis?” ¿Por qué habrían de rechazar sus misericordias? Que Dios les ayude,
por Su Santo Espíritu, a entender el fin definitivo de ustedes y a aferrarse a
Jesús ahora.
II. Esto
nos lleva a nuestro segundo comentario: Si hemos entendido el fin del pecador,
SAQUÉMOSLE AHORA PROVECHO A ESO. ¿Cómo podemos hacerlo?
Podemos sacarle
provecho, primero, no envidiando nunca a
los impíos otra vez. Si en cualquier momento sentimos, con el Salmista, que
no podemos entender cómo es que los enemigos de Dios disfrutan de las dulzuras
de la vida, dejemos de hacer de inmediato tales cuestionamientos porque
recordamos su fin definitivo. Que la confesión de David nos sirva de
advertencia:
“Señor, cuán irreflexivo y desventurado era yo
Lamentándome y murmurando y desconsolándome,
Al ver que los impíos eran exaltados,
¡Que brillaban con altivez cubiertos de honor!
Pero, ¡oh, su fin; su terrible fin!
Tu santuario me lo enseñó:
Veo que están sobre rocas resbalosas,
Y que olas de fuego rompen en la base.
No importa que se jacten de cuán alto ascienden,
No los voy a envidiar nunca más;
Allí pueden estarse con ojos altivos,
Hasta caer en lo profundo de un dolor sin fin”.
Si el fin del pecador es
tan terrible, ¡cuán agradecidos debemos
estar si hemos sido arrancados de esas devoradoras llamas! Hermanos y hermanas,
¿qué había en nosotros para que Dios tuviera misericordia de nosotros?
¿Podríamos atribuir el hecho de que hemos sido lavados del pecado en la sangre
de Jesús, y conducidos a elegir la ruta de la justicia –podríamos atribuir esto
a cualquier otra cosa que no sea la gracia- a la libre, generosa y soberana
gracia? Vamos entonces, mezclemos con nuestras lágrimas por otros, una gozosa
gratitud para con Dios por ese eterno amor que ha librado a nuestras almas de
la muerte, a nuestros ojos de las lágrimas, y a nuestros pies de caer. Por
encima de todo, valoremos los sufrimientos de Cristo más allá de todo costo. Oh,
bendita cruz, que nos ha arrebatado del infierno. Oh, amadas heridas, que se
han convertido en puertas del cielo para nosotros. ¿Podríamos rechazar amar a
ese Hijo del hombre, a ese Hijo de Dios? ¿No nos entregaremos renovadamente a
Él hoy, al pie de Su amada cruz, y no le pediremos que nos otorgue más gracia
para que podamos vivir más para Su honra, y que gastemos de lo nuestro y aun
nosotros mismos nos gastemos del todo en Su servicio? Salvado del infierno,
tengo que amarte, Jesús, y mientras duren la vida y el ser, tengo que vivir y
estar preparado a morir por Ti.
Además, queridos amigos,
¡un tema como este, cómo debería conducirlos a profesar ser seguidores de
Cristo para hacer firme su vocación y
elección! Si el fin del impenitente es tan terrible, no hemos de
contentarnos con nada excepto con las certezas respecto a nuestro propio escape
de este infortunio. ¿Tienen alguna duda esta mañana? No tengan ninguna paz
mental hasta que todas esas dudas sean resueltas. ¿Hay algún cuestionamiento en
su espíritu respecto a si tienen una fe real en el Salvador viviente? Si es
así, no descansen, se los ruego, hasta que en oración y humilde fe hayan renovado
sus votos y venido a Cristo de nuevo. Examínense ustedes mismos si están en la
fe: pruébense ustedes mismos; edifiquen sobre roca; hagan un trabajo firme para
la eternidad, no vaya a ser que suceda que después de todo hayan estado engañados.
Oh, si resultara ser así, ¡ay, ay, ay!, por ustedes que habiendo estado tan cerca
del cielo tengan que ser arrojados al infierno.
Este tema debería
enseñar ahora a los cristianos a ser celosos
por la salvación de otros. Si el cielo fuera algo sin mayor importancia no
necesitaríamos ser celosos por la salvación de los hombres. Si el castigo del
pecado fuera algún leve dolor, no necesitaríamos ejercitarnos diligentemente
para librar a los seres humanos de él; pero, oh, si “eternidad” es una palabra solemne,
y si la ira venidera va a ser algo terrible de soportar, ¡cómo hemos de instar
a tiempo y fuera de tiempo, esforzándonos por rescatar a otros de las llamas! ¿Qué
han hecho algunos de ustedes este año? Me temo, hermanos cristianos, que
algunos de ustedes han hecho muy poco. Bendito sea Dios porque hay muchos corazones
fervientes en medio de ustedes; no todos ustedes están dormidos; hay algunos que
se esfuerzan con ambas manos por hacer la obra de su Señor, pero incluso
ustedes mismos no son tan entregados como deberían serlo. El predicador se
incluye en esa lista confesando con tristeza que no predica como desearía
predicar. Oh, si tuviera las lágrimas y los clamores de Baxter, o el ferviente
celo seráfico de Whitefield, mi alma estaría muy contenta, pero, ¡ay!, nosotros
predicamos fríamente sobre temas ardientes, y descuidadamente sobre asuntos que
deberían hacer que nuestros corazones fueran como llamas de fuego. Pero yo
pregunto, hermanos, ¿acaso no hay hombres y mujeres aquí, miembros de esta iglesia,
que no están haciendo nada por Cristo? Ningún alma ha sido salvada por ustedes
este año y Cristo no ha sido honrado por ustedes. Ninguna joya ha sido colocada
en Su corona. ¿Para qué han vivido, si inutilizan la tierra? ¿Para qué están en
la iglesia, ustedes, que son árboles estériles? Oh, ustedes que hacen tan poco
por Él, que Dios haga que se humillen delante de Él, y que comiencen el próximo
año con esta determinación: que conociendo los terrores del Señor, persuadirán
a los hombres y trabajarán arduamente y se esforzarán por llevar a los
pecadores a la cruz de Cristo.
III. Pero
tenemos que dejar ese punto de instrucción y tenemos que llegar a nuestro
último punto que es de súplica, y que es: PREVENIR MUY FERVIENTEMENTE A
AQUELLOS CUYO FIN HA DE SER ESE A MENOS QUE SE ARREPIENTAN.
¿Y quiénes son ellos?
Por favor recuerden que no estamos hablando de gente de la calle, ni de
borrachos, ni de rameras, ni de profanos blasfemos, ni de personas
semejantes -pues sabemos que su
condenación es justa y segura- sino que, ay, no necesito buscar lejos. Si
echara una ojeada a lo largo de estos asientos y mirara los rostros sobre los
que mis ojos se posan cada día domingo, hay algunos de ustedes, sí, hay algunos
de ustedes que son todavía inconversos. Si bien no son inmorales, no han sido regenerados;
aunque no son hostiles, no tienen la gracia; si bien no están lejos del reino, no
están en el reino. Es del fin de ustedes que hablo ahora, de ustedes hijos de madres piadosas, de ustedes hijas de padres santos, del
fin de ustedes, a menos que Dios les
dé el arrepentimiento. Quiero que vean dónde se encuentran hoy. “Ciertamente los has puesto en
deslizaderos”. Si alguna vez ha sido tu suerte hollar los glaciares de los
Alpes, habrás visto sobre ese potente río de hielo, gigantescas montañas de
cristal que semejan olas, y profundas fisuras de profundidad desconocida y de
un color intensamente azul. Si fuésemos condenados a permanecer sobre una de
esas protuberancias de hielo con una fisura de abiertas fauces en su base,
nuestro peligro sería extremo. Pecador, es sobre uno de esos deslizaderos que
tú estás parado, sólo que el peligro es mucho mayor de lo que mi metáfora
describe.
Tú estás sobre un
terreno llano; el placer te acompaña; los tuyos no son los ásperos caminos de
la penitencia y la contrición –el camino del pecado es llano- pero, ah, cuán
resbaladizo es precisamente debido a su llanura. Oh, has de estar advertido,
vas a caer tarde o temprano, por firme que estés. Pecador, tú podrías caer ahora, de inmediato. El monte cede bajo tus
pies; el hielo resbaladizo se está derritiendo continuamente. Mira hacia abajo
y advierte tu pronta ruina. Aquella sima con sus fauces abiertas pronto habrá
de recibirte mientras nosotros nos ocupamos de ti con lágrimas desesperanzadas.
Nuestras oraciones no pueden seguirte; desde el lugar resbaloso donde te
encuentras te caerás y te irás para siempre. La muerte hace que el lugar donde estás sea resbaloso, pues
disuelve tu vida a cada instante. El
tiempo lo hace resbaloso, pues a cada instante recorta el terreno que está
debajo de tus pies. Las vanidades que
disfrutas hacen que tu lugar sea resbaladizo, pues todas ellas son como el
hielo que se derrite bajo el sol. No tienes dónde poner tu pie, pecador, no
tienes ninguna esperanza segura, ninguna confianza. Confías en algo que se está
derritiendo. Si estás dependiendo de lo que tienes la intención de hacer, eso
no es ningún apoyo para tu pie. Si obtienes paz de lo que has sentido o de lo
que has hecho, eso no es ningún apoyo para tu pie. Tú estás sobre un
deslizadero.
Leía ayer acerca de un
cazador de gamuzas que saltaba de risco en risco tras la pieza de caza que
había herido. La criatura herida brincaba hacia abajo en unos precipicios
amenazantes, pero el cazador seguía intrépidamente a la presa como mejor podía.
Por fin, en su febril carrera se resbaló en una roca que tenía unos salientes.
El peñasco se desmoronaba al entrar en contacto con sus zapatos que tenían
suelas con gruesos clavos que él trataba de hundir en la roca para detener su
descenso. El cazador se esforzaba por sujetarse de cuanto pequeño saliente se
encontrara, sin que le importaran los cantos cortantes; pero conforme sus dedos
se doblaban convulsivamente como garras y arañaba la piedra, ésta se
desmoronaba como si hubiese sido arcilla horneada, rompiendo la piel de sus
dedos como listones y le provocaba profundas heridas en la carne. Habiendo
soltado su bastón, oyó cuando se desplomaba a sus espaldas y su punta de hierro
daba giros al caer y luego el bastón resbaló sobre un borde rebotando hasta las
profundidades del precipicio. En un momento él habría de seguirle, pues a pesar
de todos sus esfuerzos era incapaz de detenerse por sí mismo. Su compañero
presenciaba todo poseído de un mudo horror. Pero el cielo intervino. Justo
cuando esperaba ser catapultado sobre el borde hacia el precipicio, un pie fue
detenido en su descenso por una ligera protuberancia. Casi no se atrevía a
moverse no fuera que un movimiento pudiera romper el apoyo de su pie, pero girando
cuidadosamente la cabeza para ver cuán lejos se encontraba del borde, percibió
que su pie no se había detenido ni siquiera a un par de pulgadas del borde de
la roca; dos pulgadas más adelante la destrucción habría sido su suerte.
Persona impía, mírate a
ti misma en ese espejo; tú te vas resbalando hacia abajo por un deslizadero y
no tienes un apoyo para tu pie ni asidero para tu mano. Todas tus esperanzas se
desmoronan bajo tu peso. Sólo el Señor sabe cuán cerca estás de tu eterna
ruina. Tal vez esta mañana no estés ni a dos pulgadas del borde del precipicio.
Tu ebrio compañero que falleció hace unos cuantos días acaba de ser catapultado
sobre el borde hacia el precipicio. ¿No lo oíste cuando caía? Y tú mismo estás
a punto de perecer. ¡Dios mío! ¡El hombre casi ha partido! ¡Oh, que pudiera
detenerte en tu curso descendente! Sólo el Señor puede hacerlo, pero Él obra a
través de medios. Date la vuelta y divisa tu vida pasada; contempla la ira de
Dios que tiene que venir por cuenta de ella. Tú vas resbalándote por deslizaderos
hacia un temible fin, pero el ángel de la misericordia te llama, y la mano del
amor puede salvarte. Oye cómo te suplica Jesús. “Pon tu mano en la mía”, te
dice; “tú estás perdido, varón, pero yo puedo salvarte ahora”. ¡Pobre infeliz!
¿No lo harás? Entonces, estás perdido. Oh, ¿por qué razón no lo harás, cuando
el amor y la ternura te cortejan; por qué razón no pondrás tu confianza en Él?
Él es capaz de salvarte y está dispuesto a hacerlo, aun ahora. Cree en Jesús, y
aunque estés ahora sobre deslizaderos, tu pie pronto sería colocado sobre una
roca de seguridad. Yo no sé a qué se deba, pero entre más denodadamente anhelo
hablar, y entre más apasionadamente quisiera exponer el peligro de los impíos,
más se rehúsa mi lengua a hacerlo. Pareciera que estas pesadas cargas del Señor
no han de ser confiadas al poder de la oratoria. Tengo que expresarlas entre
tartamudeos y decírselas entre gemidos. Tengo que decir mi mensaje en frases
breves y dejarlo a ustedes. Tengo la solemne convicción esta mañana que hay
entre ustedes veintenas y centenas de personas que van camino al infierno. Ustedes
lo saben. Si la conciencia les hablara verdaderamente, ustedes sabrían que
nunca han buscado a Cristo, que nunca han puesto su confianza en Él, que
todavía son lo que siempre fueron, impíos, inconversos. ¿Es esto una minucia?
Oh, les pregunto, lo dejo a sus propios juicios, ¿es esto algo de lo cual
deberían pensar descuidadamente? Les ruego que dejen hablar a sus corazones.
¿No es tiempo de que algunos de ustedes comenzaran a pensar en estas cosas? Hace
nueve años teníamos algunas esperanzas en ustedes, pero esas esperanzas se han
visto frustradas hasta ahora. Conforme transcurre cada año, tú te prometes que
el siguiente año será diferente, pero no ha habido ningún cambio todavía. ¿No
podríamos temer que continuarás enredado en la gran red de la procrastinación
hasta que por fin tendrás que lamentar eternamente que te mantuviste
difiriendo, y difiriendo, y difiriendo, hasta que fue demasiado tarde? El
camino de la salvación no es difícil de comprender; no es ningún gran misterio,
es simplemente: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Confía a Cristo
tu alma y Él la salvará. Yo sé que no harías eso a menos que el Espíritu Santo
te constriña, pero eso no suprime tu responsabilidad. Si tú rechazaras esta
gran salvación, mereces perecer. Ya que está puesta claramente delante de ti,
si tú la rechazaras, ningún ojo podría apiadarse de ti entre todos los miles de
seres en el infierno o todos los millones en el cielo.
“Cómo merecen el más profundo infierno
Los que menosprecian los gozos de lo alto;
Qué cadenas de venganza habrán de sentir
Quienes rompen las cuerdas de amor”.
Quisiera pedirle a todo
el pueblo cristiano que se una en oración por los impíos. Cuando no puedo
suplicar como un predicador, bendigo a Dios porque puedo argumentar como un
intercesor. Pasemos, todos nosotros, un poco de tiempo esta tarde en
intercesión privada. Quisiera solicitarles como un gran favor que ocupen un
poco de tiempo esta tarde, cada hijo de Dios, orando por los inconversos entre
nosotros. La obra de la conversión prosigue; siempre hay muchos que llegan a
unirse a la iglesia, pero necesitamos un mayor número, y tendremos más, si
oramos más.
Hagan de esta tarde un
tiempo de alumbramiento, y si trabajamos en dar a luz, Dios nos dará la
simiente espiritual. Tenemos que buscar al Espíritu Santo para toda verdadera
regeneración y conversión; por tanto, oremos por el descenso de Su influencia y
dependamos de Su omnipotencia, y la gran obra tendrá que hacerse y se hará.
Aunque pudiera dirigirme a ustedes en los tonos de un ángel, no tendría otra
cosa que decir más que ésta: “Pecador, acude presuroso a Cristo”. Me alegra
sentirme débil, pues ahora el poder del Maestro será más notorio. Señor, haz
que el pecador se arrepienta, y hazle sentir el peligro de su estado, y que
encuentre en Cristo un rescate y una recompensa, y a Tu nombre sea la gloria.
Amén.
Nota del traductor:
Gamuza: antílope del
tamaño de una cabra grande que vive en los Alpes y los Pirineos.
Traductor: Allan Román
19/Diciembre/2012
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