El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
396
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
¿Quién subirá al monte de Jehová? Salmo 24: 3.
No hay la menor duda de
que este Salmo hace una referencia directa al Señor Jesucristo. Él es el único
que por Sus propios méritos ascendió a lo alto, y quien en virtud de una
perfecta obediencia está en el lugar santo de Dios. Él es el único de la raza mortal
que es limpio de manos y puro de corazón. Él no ha elevado Su alma a cosas
vanas, ni jurado con engaño; por tanto, ha recibido bendición de Jehová, y
justicia del Dios de salvación. En Su ascensión, los espíritus glorificados
inundaron de música el cielo mientras entonaban las palabras del versículo
séptimo, “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas
eternas, y entrará el Rey de gloria”. Sería un tema deleitable para la
meditación cristiana considerar la ascensión de Cristo, su relación con Su
obra, lo que nosotros obtenemos gracias a ella y las glorias que la
acompañaron, cuando, con un grito de júbilo sagrado regresó a Su propio trono y
se sentó ahí para siempre, habiendo concluido la labor que se había
comprometido a realizar. Pero esta mañana tengo que tomar el texto fuera de su
contexto, pues deseo convertirlo en la base de un conjunto de parábolas o
ilustraciones con respecto a la vida cristiana. Pienso que podemos comparar
válidamente la vida de un cristiano con el ascenso a un monte, y entonces
podemos hacer la pregunta: “¿Quién subirá al monte de Jehová?” Esta ha sido, de
hecho, una metáfora favorita e incluso aquel genial maestro de la alegoría, John
Bunyan, quien no necesitó tomar prestado de nadie jamás, tuvo que tener una ‘Colina
de
Entonces, creyente,
contempla ante tus ojos el monte de Dios; es un monte alto como el monte de
Basán, en cuya cima está
“Al cual aspiran nuestras fatigadas almas,
Con las acuciantes angustias de un fuerte deseo”.
El monte del que
hablamos no es el Monte Sinaí, sino el monte escogido en el que están congregados
la gloriosa compañía de los ángeles y los espíritus de los justos hechos
perfectos,
Advierto, primero, que
algunos de los que hablan así son jóvenes
principiantes; aun no han pisado la parte escabrosa del monte; hasta ahora
sólo han danzado sobre las verdes lomas que están a su base; no es de extrañar
que para sus músculos descansados resulte fácil subir por una tranquila vereda.
Sus miembros son flexibles, sus músculos son fuertes y la médula de sus huesos
aun no se ha secado. Se ríen de la dificultad y desafían el peligro. “¡Ah!”,
-dicen- “no importa cuál pudiera ser el peligro, nosotros podemos enfrentarlo;
y por arduo que fuera el trabajo, nos bastamos para superarlo”. “¡Ah!, joven
amigo, pero has de estar advertido: si hablas así en tu propia fuerza descubrirás
pronto que te falla, pues el hombre jactancioso que viaja en su propia fuerza
es como el caracol que aunque lo único que hace es arrastrarse, disipa su
propia vida y se desgasta sin avanzar gran cosa. Tu fuerza es perfecta
debilidad y tu debilidad es tal, que pronto te doblegarán las dificultades y el
terror intimidará a tu espíritu. ¡Oh!, ¿no sabes que vendrán tribulaciones que
todavía no has soportado? ¿Que vendrán ataques de Satanás y que vendrán
tentaciones de adentro y de afuera? Descubrirás que te va a ir mal si sólo
cuentas con tu propia fuerza; tú te desplomarás para morir de desesperación
antes de haber cubierto la décima parte del camino y nunca verás la cima. ¡Oh,
joven amigo!, hay rocas sumamente filosas y escarpadas que la fuerza mortal no
puede nunca escalar, y hay barrancos abruptos que están cubiertos de zarzas y llenos
pedernales que cortarán tus pies, es más, que cortarán tu propio corazón y lo
harán sangrar si no tienes algo mejor en qué confiar que en tu propia fuerza.
Una gran parte de nuestra valentía inicial en la vida cristiana es la osadía de
la carne; y aunque sería algo triste perderla, con todo, es una bendita
pérdida. Ser débil es ser fuerte, y ser fuerte es ser débil. Pudiera parecer
una paradoja, pero realmente nunca somos tan fuertes como cuando nuestra fuerza
ha huido, y nunca somos tan débiles como cuando estamos llenos de nuestra
propia fuerza y contamos con que habrá tranquilidad y seguridad. No seas tan
audaz; sé prevenido y pon la mira en un brazo superior.
“Pues quienes confían en su fuerza innata
Se derretirán y languidecerán y morirán”;
mientras
que aquellos que confían en el Señor,
“Raudos, como el águila que corta el aire,
Se remontarán a su morada en lo alto,
Sus almas volarán sobre las alas del amor,
Sin agotarse en el camino celestial”.
Al mirar a este grupo
que tiene tanta confianza en que subirá al monte de Jehová, detecto a otros que
hablan por pura ignorancia. “Oh”
–dicen- “el cielo no está lejos, ser cristiano no tiene mayores complicaciones;
basta con que digas: ‘Dios, sé propicio a mí’, y asunto concluido; pero es algo
trivial. En cuanto al nuevo nacimiento” –dicen- “sin duda es un gran misterio,
pero posiblemente revista muy poca importancia. Sin duda se descubrirá, después
de todo, que los ministros y los cristianos hacen mucho alboroto por nada, pues
sólo se trata de una carrera hasta la cima del monte” (1). Ah, pobre alma ignorante,
tu insensatez es muy común. Para el viajero deshabituado no hay nada más
engañoso que una montaña elevada. Dices: “yo puedo alcanzar la cumbre de la
montaña en media hora”, pero descubres que te toma un día entero de viaje, pues
sus sinuosas veredas y sus escarpadas laderas y sus empinadas cuestas no entran
en el cálculo de un observador distante. Y lo mismo sucede con la religión; la
gente la considera como algo muy sencillo, como algo muy fácil, pero una vez
que comienzan a ascender, descubren que es un arduo trabajo escalar a la
gloria. El joven soldado se pone su armadura y dice: “Una acometida y voy a
ganar la batalla”, pero cuando su estandarte queda roto y su armadura queda
abollada y golpeada por los pesados golpes del adversario, descubre que es algo
muy diferente. A quienes afirman que pueden ascender al monte del Señor yo les
suplico que calculen el costo. Yo les digo, amigos, que es algo tan difícil,
que los justos apenas son salvados; y ¿dónde aparecerán los impíos y los
malvados? Es a duras penas y a menudo como por fuego que muchos que son
salvados entran en el reposo eterno. No diré meramente que es difícil, sino que diré que es imposible.
Es tan fácil que un camello pase por el ojo de una aguja como que alguien entre
en el reino del cielo si confía en cualquier medida en su propia fuerza, o
piensa que la travesía hacia allá es fácil y que no necesita de ninguna ayuda
para completarla. Debes convencerte, oh varón ignorante, que el monte de Dios
es más alto de lo que sueñas. Lo que tú ves no es la cima; la cresta de las
montañas está más allá del alcance de tu mirada. Es mucho más alta que tu entendimiento,
es mucho más elevada que tus concepciones rastreras; el ala del águila no la ha
alcanzado, ni su ojo la ha contemplado; es manifiesta sólo para los seres
espirituales, y ellos saben que está por encima de las nubes. No seas tan
ignorantemente valiente, antes bien aprende el camino de labios de Jesús, y
luego pídele que te ayude a recorrerlo.
Pero dentro de este
grupo muy presuntuoso percibo a otros que dicen: “nosotros subiremos al monte
del Señor”, pues imaginan en sus corazones que han descubierto una senda plana
y cubierta de pasto gracias a la cual evitarán todas las asperezas del camino. Algún
nuevo profeta les ha predicado una nueva salvación. Algún impostor moderno les
ha declarado otro camino además de la buena senda antigua, y piensan que ahora,
sin fatigar sus miembros y sin ampollarse sus pies, serán capaces de ascender a
la cumbre. Ten cuidado, ten cuidado, alma presuntuosa, pues ten la seguridad de
que entre más verde se mire la senda, mayor es su peligro. En las pendientes de
las elevadas montañas hay manchas verdes, tan deliciosamente verdes que incluso
después de una lluvia no podrían verse más verdes; pero con sólo que pongas tu
pie sobre ellas por un instante, con sólo que recargues tu peso, serás
engullido, a menos que haya alguien cerca de ti que te sostenga. El manto verde
cubre una trepidante masa de lodo, la alfombra verde es sólo una colcha sobre
un lecho mortal de un pantano sin fondo, pues los pantanos y los cenagales son
lo suficientemente engañosos. Y así estos nuevos sistemas de teología, estas
nuevas estratagemas para llegar al cielo por alguna paternidad universal, o por
una obediencia parcial, o por magníficas ceremonias, yo les digo, amigos, que
esos son sólo cenagales que engullirán a sus almas; son engaños verdes; dan la
impresión de ser como terciopelo bajo sus pies, pero serán como el infierno si
se atreven a confiar en ellos. Hasta hoy “Estrecha es la puerta, y angosto el
camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. Así como no hay
todavía un camino real para el aprendizaje, tampoco hay un camino real para el
cielo; no hay una senda gracias a la cual puedas mimar a tus pecados y, sin
embargo, ser salvo, puedas consentir a la carne y, sin embargo, heredar la vida
eterna. No hay manera de que puedas evitar el nuevo nacimiento y aun así
escapar de la ira venidera, no hay manera de que puedas entrar en el cielo con
la iniquidad oculta en tu alma. Las corrupciones tienen que desaparecer. No se
puede tolerar la lujuria. El brazo derecho tiene que se arrancado y el ojo derecho
tiene que ser sacado. No hay ninguna nueva senda al cielo, ni más fácil, y los
que piensan haberla encontrado están ciertamente equivocados.
Observo a otros en este
grupo que dicen: “Nosotros subiremos al monte de Jehová”; y, ¿cómo lo harán,
amigos? Parece que ustedes tienen que transportar una carga pesada. “¡Sí! ¡Sí!,
dicen, “pero todas estas cosas son necesarias para el viaje. Tenemos media
docena de estacas bajo el brazo, para que si una de ellas llegara a romperse
tengamos otras disponibles, y tenemos botellas de un vino exquisito para poder
refrescarnos; tenemos alimentos para que podamos recobrar nuestras fuerzas
cuando estemos cansados. Tenemos excelentes vestidos para cubrirnos con ellos cuando
venga la tormenta. Estamos plenamente aprovisionados para el viaje; ciertamente
subiremos al monte”. Esta es simplemente la manera en que hablan los sabios
según el mundo y los autosuficientes, y los que son ricos y los que son
estorbados por muchos quehaceres en este mundo. “¡Ah!”, -dicen- “subiremos
fácilmente al cielo; no somos pobres; no somos ignorantes; no somos desviados
por los depravados vicios del populacho vulgar; ciertamente seremos capaces de
subir, pues tenemos todo y en abundancia”. Sí, pero eso es lo que dificulta su
ascenso. Tienen que cargar con un peso; subirían mejor si no lo tuvieran; un
báculo es bueno para un viajero, es un apoyo que pueden buscar, pero un manojo
de estacas tiene que ser algo pesado de llevar; y las riquezas multiplicadas
hacen difícil la subida por la angosta vía de vida, pues traen muchos cuidados
y muchas aflicciones y así provocan que los pies resbalen cuando podrían pisar
firmemente. No digan que gracias a su ingenio, y a su sabiduría, y a su propia
fuerza moral están mejor equipados para el viaje; esos son sus peligros; sus
confianzas son sus debilidades; eso en lo que ustedes se apoyan no les dará
descanso, y de lo que dependen, si es algo que no es Dios, los traspasará hasta
su propia alma. Oh, señores, si pueden decir: “Subiré al monte de Jehová”, si
con su mano sobre su corazón pueden apelar al cielo y decir: “El fundamento de
mi confianza no está en mí, sino en la promesa; no en la carne, sino en el
espíritu, no en el hombre sino en Dios; no en lo que soy, sino en lo que Dios
ha prometido hacer por mí”, entonces pueden estar tan confiados como quieran,
entonces que ningún tartamudeo detenga su jactancia, pues el gozo del Señor es
su fuerza. Pero si esta confianza brota de cualquier cosa que no sea una fe en
Cristo, firme, arraigada, sencilla y sin mezcla, yo les ruego que renuncien a
ella, pues es una trampa mortal, y ciertamente destruirá sus almas.
De esta manera hemos
hecho una pausa para escuchar al grupo de los están muy seguros de subir al
monte de Jehová. Pero, ¡escuchen!, puedo oír gemidos, y sollozos y lamentos; yo
miro a mi alrededor, y ciertamente mis ojos se alegran al ver el aspecto de
esos hombres que parecen estar tan tristes. ¿Por qué se lamentan, hermanos?
¿Por qué están tristes ustedes? “Oh”
–responden- “no subiremos nunca al monte de Dios; no alcanzaremos nunca su más
alta cumbre”. Hermanos, si se me hubiese permitido juzgar, yo habría pensado
que ustedes eran precisamente los hombres que ascenderían, y, sin embargo,
ustedes dicen que no. Y si hubiera mirado al otro grupo, yo habría pensado que
nunca alcanzarían la cima, y, sin embargo, ellos dicen que lo harán. ¡Cuán
singular es esto! A menudo los hombres juzgan erróneamente su propio estado:
los que tienen menos probabilidad se sienten muy seguros, mientras que los más
santos están más temerosos. Vamos, hermanos míos, quisiera poner un alto a su
lamentación y secar sus lágrimas; yo quisiera poner un cántico en sus bocas en
vez de esas notas de lamentación. Háganme saber sus razones por las cuales
piensan que nunca ascenderán al monte de Dios. La primera respuesta es: “nunca
llegaré allí porque yo soy débil, y
el monte es sumamente alto; y, amigo, tú nos has dicho que la piedad es una
cuesta muy empinada y que la verdadera religión es una imponente montaña
elevada, y yo soy muy débil; el querer está presente en mí, pero no el hacerlo.
No puedo hacer nada, estoy completamente vacío, yo sé que nunca podré llevarlo
a cabo. A la santidad perfecta y al perfecto reposo no puedo llegar nunca, pues
soy el más débil de toda la familia, y esa cuesta empinada es demasiado
encumbrada para ser alcanzada por unos pies titubeantes como los míos. Me
duelen mis huesos, se me doblan mis rodillas, un sudor ardiente empapa mis
ropas, mi cabeza me da vueltas, y arrastro con angustia mis pies sangrantes de
peñasco escarpado en peñasco escarpado”. ¡Oh!, mi querido hermano, ten buen
ánimo; si esa fuera tu única causa de aflicción, deséchala, pues recuerda que
si bien tú eres débil, no es tu fuerza la que ha de llevarte allá, sino la de
Dios; si la naturaleza hubiera emprendido subir al monte celestial, en verdad podrías
desesperar, pero es la gracia, la gracia que todo lo vence, la que ha de
hacerlo.
“Débil como eres, gracias a Su poder
Realizarás todas las cosas”.
Es cierto que el monte
es escarpado, pero en cambio Dios es omnipotente; es verdad que la montaña es
prominente, pero más prominentes aún son el amor y la gracia de Dios. Él te ha
cargado, te ha llevado y te llevará hasta el final; cuando no puedas caminar Él
te llevará en Sus brazos; y cuando el camino sea tan escarpado que ni siquiera
te puedas arrastrar en él, Él te llevará como sobre alas de águila hasta
trasladarte a Su reposo prometido. Además, digo que si te tuvieras que mirar a
ti mismo sería correcto que te lamentaras, pero no debes mirar al ‘yo’. Confía
en el Señor por siempre, pues en el Señor Jehová hay una fuerza eterna. “¡Ah!,
pero”, -dice una segunda persona- “mi dificultad es ésta: no sólo soy débil,
sino que soy muy gravemente atribulado y el camino es muy escabroso para mí; tú
acabas de hablar de hierba hace unos momentos, pero no hay nada de pasto donde
yo me encuentro; he mirado aquella promesa, ‘En lugares de delicados pastos me
hará descansar’, pero no puedo decir que sea válida para mí. En vez de eso debo
decir que me guía a través torrentes turbulentos y que no me permite descansar
en absoluto, sino que sobre pendientes empinadas donde las piedras cortan mis
pies conduce mi cansado y triste caminar. ‘Yo soy el hombre que ha visto
aflicción bajo el látigo de su enojo’, todas Sus ondas y Sus olas han pasado
sobre mí. Si el camino es así de áspero, nunca subiré al monte de Dios”. ¡Oh,
cristiano, cristiano! Yo te suplico que descuelgues ahora tu arpa del sauce
pues si ese fuera todo tu miedo, es en verdad un miedo insensato. Vamos, amigo,
“el camino es accidentado”; ¿acaso es eso algo nuevo? El camino al cielo nunca
ha sido otra cosa que accidentado y entonces puedes estar más seguro de que
este es el camino correcto. Si tu camino fuera llano, podrías temer ser como el
impío que ha sido puesto en deslizaderos. Pero como tu camino es accidentado,
hay mejores apoyos para el pie de un montañista. No hay nada que se haya de
temer tanto como esa roca lisa como un espejo sobre la cual el pie se resbala y
desliza. No, esas piedras y pedernales suministran un punto de apoyo. Entonces,
permanece firme en la fuerza de Dios y ten buen ánimo. Tus aflicciones son
pruebas de tu condición de hijo. Los bastardos pueden escapar la vara, pero el
verdadero hijo nacido de Dios no debe hacerlo, no querría hacerlo si pudiera.
Ustedes saben, también, que estas aflicciones obran para su bien. Son olas
violentas pero van conduciendo tu barca al puerto; son vientos tempestuosos
pero hacen que tu barca vaya viento en popa a toda vela sobre el salobre abismo
hacia el reposo eterno que queda para tu alma. Te digo que tus problemas son
tus mejores mercedes. ¿Dónde obtuvieron los israelitas sus joyas, sus aretes, y
sus collares? Vamos, de Egipto, únicamente de Egipto; y así también ustedes,
‘bien que fuisteis echados entre los tiestos, seréis como alas de paloma
cubiertas de plata, y sus plumas con amarillez de oro’ (Salmo 68: 13). No
permitas que lo escabroso del camino te haga desfallecer, pues es la mejor
prueba de que es el camino correcto al cielo. Vamos, podrías tener todavía un
problema mayor. Ese es un pobre consuelo, dices tú; pero, entonces, guarda tus
lágrimas hasta que llegues a él. Deja de llorar ahora; y si este fuera un pobre
consuelo, con todo me parece que es puro sentido común. Pronto llegarás a lugares
donde tendrás que escalar con tus manos y rodillas; y cuando creas que has
sujetado la raíz de algún árbol para impulsarte hacia arriba, habrás agarrado una
espina, y cada espina traspasará tu carne; pero aun entonces esas espinas serán
lancetas celestiales que permitirán que salga tu mala sangre; y esa parte más
escabrosa del camino será la ruta más rápida al cielo, pues entre más escarpado
sea el camino, más pronto estaremos en la cima. Así que ten buen ánimo y no te
lamentes, hasta que llegues adonde haya mayor causa para lamentarte; y aun
entonces no te lamentes, pues llegarás a un lugar donde hay mayor motivo de
gozo. Entre más aflicción, más consolación. ¡Por tanto, ánimo, pobre ser
descorazonado; todavía subirás al monte de Dios! “Pero yo” –dice otro- “he sido severamente tentado. En mi camino hay un
torrente, un torrente crecido; no puedo vadearlo pues las aguas profundas me
arrastrarían y me despeñarían. No seré capaz de subir nunca”.
La semana pasada,
encontrándonos en uno de los valles agrestes de Cumberland, llovió
continuamente durante dos o tres días, de manera que no podíamos regresar a
casa; y yo temía que no sería capaz de llegar a la ciudad para predicar hoy,
pues a través de un paso de montaña que teníamos que atravesar, los pequeños
torrentes habían crecido por las fuertes lluvias al punto que rugían como atronadores
ríos, y habría sido imposible que alguna criatura pasara sin gran peligro de
ser arrastrada. Así sucede algunas veces en la carrera del cristiano. La tentación
se incrementa hasta sus bordes, peor aún, derriba sus riberas, y rugiendo como
un violento torrente, arrastra todo lo que se ponga en su paso. Ah, bien,
cristiano, el Señor sabe cómo liberarte de tu tribulación. No mandó nunca hasta
ahora una tentación sin dejar una vía de escape.
Me agradó observar el
jueves pasado, cómo las ovejas que se alimentaban en las faldas de los montes
podían brincar de piedra en piedra a través de esos torrentes y descansar un
momento en medio de ellos, mientras la rabiosa corriente rugía por ambos lados;
y luego saltaban y brincaban de nuevo; pensarías que se iban a ahogar, pero sus
patas estaban seguras y firmes. Pensé entonces en aquel texto: “El cual hace
mis pies como de ciervas, y en mis alturas me hace andar”.
¿No saben, cristianos
atribulados, que otros han experimentado tantas tentaciones como ustedes, y no
perecieron? Ustedes tampoco perecerán. Job fue severamente tentado; el torrente
estaba en verdad crecido, pero no lo arrastró. Estaba a salvo, pues pudo decir:
“He aquí, aunque él me matare, en él esperaré”. Vamos, ahora, hay estriberones
a través del torrente; si tienes la suficiente fe para encontrarlos, saltarás
de piedra en piedra; aunque estén muy distantes entre sí, no lo estarán
demasiado para ti; y aunque dieran la impresión como que pudieran ceder, con
todo, no lo harán, hasta que hayas pasado a salvo por el peligro de la crecida.
“Ah” –dice otro- “pero
yo tengo un problema más grave que ese; me he perdido por completo en el camino.
No puedo ver a un paso de distancia; una densa neblina de duda y temor se
cierne sobre mí; nunca subiré al monte de Jehová”. También nosotros hemos
pasado a través de brumas húmedas y pertinaces. Las densas brumas en la cima
del monte te empapan muy rápidamente, arruinan el panorama y causan alarma al
tímido. El descenso por la izquierda parece sin fondo, y el ascenso por la
derecha parece perdido en una nube. La bruma es la madre de la exageración,
todas las cosas se asoman vagamente en una grandeza indefinida. El pequeño torrente
magnificado por la niebla crece hasta convertirse en un río y el estanque se
convierte en un tremendo lago, mientras que las cumbres de los montes están en
el séptimo cielo. En la bruma cada piedra se convierte en una roca, tal es la
exageración que una imaginación puede provocar cuando la naturaleza se cubre
con su velo. Así también cuando un pobre cristiano alberga dudas y temores,
todo luce mal y negro en contra suya. “Oh” –dice- “ciertamente seré derribado
por mano enemiga”. Es sólo un surco que imprime la rueda de una carreta pero él
está convencido de que se ahogará en él. Es sólo una piedra que puede poner en
una honda y lanzarla contra algún Goliat, pero teme que sea una tremenda roca que
no será capaz de trasponer. Está en medio de la bruma y no ve ninguna luz, y no
conoce el camino. Bien, cristiano, así que tú dices que no alcanzarás nunca la
cima debido a esto. Vamos, hombre, ha habido decenas de miles de casos que han
estado cubiertos por una niebla tan densa como la tuya, y sin embargo, han
encontrado su camino. Muchos cristianos han tenido dudas y miedos tan negros
como tú, y con todo, han salido bien al final. Las dudas y los temores nunca
matan al cristiano. Son como el dolor de muelas, es decir, son
muy dolorosos, pero nunca son mortales. Entonces las dudas y los temores son
aflictivos para un creyente, pero ni una miríada de dudas y miedos podrían
matarlo o privar a su alma de su interés en Cristo. Vamos, amigo, ¿no sabes lo
que dice el texto? “El que anda en tinieblas y carece de luz”, ¿qué debe hacer?
¿Debe desesperar? No; que “confíe en el nombre de Jehová”. Ahora es el momento para
la fe. Cuando no tengas ninguna otra cosa en qué confiar, pon tu mano en la
mano del Dios Eterno, y Él te guiará sabiamente, y te sostendrá poderosamente y
te llevará en tu camino al reposo prometido. Que no te preocupen estas dudas,
ni te turben, ni te depriman. Esta es precisamente la bruma por la que pasó
David, y todo el pueblo de Dios ha estado más o menos rodeado por ella, y eso
no comprueba que te hayas extraviado.
“Pero” –dice otro- “mi
aflicción es peor. He estado yendo cuesta abajo. Mi fe no es tan sólida como
solía ser; me temo que mi amor se ha enfriado; nunca sentí tanto de la negrura
de mi naturaleza como ahora. Creo que he empeorado; mi depravación se ha
desatado como las aguas en los días de Noé. Estoy seguro de que todo ha
terminado conmigo. Pensaba que era vil cuando comencé, pero ahora sé que soy
depravado. Nunca subiré al monte de Jehová”. Entonces, creyente, has estado
yendo cuesta abajo, ¿no es cierto? ¿No sabes que la mayoría de los hombres que
tienen que subir el monte algunas veces tienen que descender? Preguntas: “¿Cómo
está eso?” Bien, ocurre con frecuencia que al subir al monte, la senda
serpentea hacia abajo por un cierto trecho para permitir al viajero que evite
el precipicio, o que escale un peñasco prominente, o alcance otro pico de la
cadena de montañas. Parte del camino al Mont Blanc, el rey de los Alpes, es un
descenso, y en los pasos del gran monte hay frecuentes puntos donde la carga
corre parejas con los cascos de los caballos. “¿Pero cómo es que descender me
ayuda a subir?”, dices tú. Es una extraña paradoja, pero no creo que los
cristianos suban mejor jamás que cuando descienden. Cuando descubren más acerca
de la bajeza de sus corazones, cuando son llevados de cámara en cámara y se les
muestra la idolatría y la blasfemia de sus corazones, es entonces cuando están
creciendo en gracia. “Oh” –dicen- “todo ha terminado conmigo ahora”. Todo
habría terminado contigo si no hubieras venido aquí. “Ah” –dicen- “el Señor
está a punto de matarme ahora”. No, no, sólo está a punto de matar tu orgullo.
Te está poniendo en tu lugar apropiado.
“Si hoy se digna bendecirnos,
Con un sentido de pecado perdonado;
Mañana puede afligirnos,
Hacernos sentir la plaga en nuestro interior.
Todo ello para enfermarnos del yo,
Y encariñarnos con Él”.
Todo es cuesta arriba,
hermanos, aun cuando es cuesta abajo. Todo es hacia Dios, aun cuando algunas
veces pareciera estar lejos de Él. Y cuando más estamos descubriendo nuestra
propia bajeza y vileza, es sólo para que nuestros ojos lavados con lágrimas,
‘puedan ser como los ojos de palomas que se lavan con leche, y a la perfección
colocados’ (Cantares 5: 12), para que podamos contemplar al Rey en Su
hermosura, viendo menos del ‘yo’ y más de Él.
No voy a detenerlos más
tiempo en este punto pues temo, por el aspecto de algunos de sus rostros, que
los estoy cansando; y sin embargo, no veo por qué habría de hacerlo; pues en
verdad esta una cuestión que es importante para cada uno de nosotros, y yo
intento expresarla en una parábola tan atractiva como me resulta posible. Oigo
todavía otro gemido. “Ah” –dice uno- “nunca subiré al monte de Dios”. ¿Por qué?
“Oh” –responde- “porque si bien he subido un trecho, me siento en gran
peligro”. Hermanos, ¿saben ustedes que cuando un cristiano mira hacia abajo eso
basta para que su cabeza le dé vueltas? La vida cristiana es muy semejante a la
caminata del equilibrista Blondin sobre su cuerda floja. Allá va él, muy alto
en el aire; si mira hacia abajo, perecerá. Algunas veces los cristianos con
poca fe piensan en mirar hacia abajo y ¡qué frío estremecimiento los recorre!
El hipócrita ha caído; yo puedo caer; tal y tal profesante ha descendido, yo
también podría descender. Hay un rugido de una muchedumbre tumultuosa abajo,
que está esperando que caigamos, es más, que está anhelando decir: “¡Ajá! ¡Ajá!
Le sacaron los ojos a Sansón y los fuertes son destruidos”. Ahora, Poca Fe ¿qué
tienes que hacer mirando abajo? Mira hacia arriba, amiga; ¡mira arriba!
Voy a solicitar
encarecidamente su atención por un instante o dos, mientras ahora, en tercer
lugar, habiendo escuchado a quienes dijeron que podían subir, y a quienes
dijeron que no podían subir, les presento el cuadro del hombre que es capaz de
subir al monte del Señor. Me parece verle. No tiene nada en sí mismo pero lo
tiene todo en su Dios. Veámosle desde la planta de su pie hasta la coronilla de
su cabeza. Noten, primero, que se ha puesto zapatos de hierro y de bronce; sus
pies están calzados con el apresto del Evangelio de la paz. ¡Tú vas a necesitar
esos zapatos, oh peregrino celestial! Cuando el Señor dijo que iba a darte esos
zapatos de hierro, pensaste que iban a ser demasiado pesados para ti; pero vas
a descubrir que tienes que pisar sobre piedras que son duras como el hierro.
Cuando Él dijo que te daría zapatos que eran confeccionados con bronce, tú
pensaste que serían demasiado fuertes. Descubrirás que es un largo camino y un
ascenso escarpado y arduo, y todo lo que no sea bronce se desgastará. Joven
cristiano, ¿ya te calzaron tus pies? No puedes subir a menos que te los hayan
calzado. A menos que tengas paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor,
que es el apresto del Evangelio de la paz, no puedes subir nunca al monte de
Jehová. Pero observen que el peregrino está ceñido alrededor de sus lomos para
evitar que sus ropas lo lleven a tropezarse; él está ceñido con el cinto de la
verdad y de la sinceridad. Tú también, querido oyente, tienes que ser sincero
en tu profesión; tu corazón tiene que ser recto a los ojos de Dios, o de lo
contrario el ascenso será una obra fatal para ti, porque asciendes
presuntuosamente, y descenderás desesperadamente. Observo que el peregrino
tiene en su mano un fuerte báculo; está cortado del árbol de la vida; es
llamado el Báculo de
Admite un consejo una
vez más. Si aquel peregrino ha de ascender alguna vez la cima, sus zapatos de
hierro y de bronce no serán suficientes; su cinturón no bastará, su cayado no
bastará, pues tiene que tener un guía. El que viaja sin un guía se perderá en
el camino en este ascenso al monte de Dios. Eso me recuerda la vieja historia
del hombre que cuando estaba a punto de ser juzgado le dijo a su abogado: “Seré
colgado si no litigo a mi favor”. “Serías colgado si lo hicieras”, le respondió
el abogado. Así hay hombres que dicen que lo intentarán por ellos mismos, que
ellos serán su propio guía y que ellos solos encontrarán su propio camino. Sí,
pero se perderán si lo intentan. Si ponen a sus almas bajo su propio cuidado y
confían en su propia sabiduría, descubrirán que su sabiduría es una insensatez
redomada. Cristiano, confía en tu Guía, en tu Consolador: el Espíritu Santo. No
des un solo paso en el camino sin Sus admoniciones y Sus indicaciones; espera
en Él; ten buen ánimo, diciendo: “Pacientemente esperé a Jehová, pues Él me
guiará seguramente en la senda de la paz”.
Pero aun con un guía,
ese hombre no alcanzará nunca la cima a menos que identifique el camino. ¿Y
cuál es el camino? El camino al monte de Dios, ustedes saben, hasta donde puedo
decirles, es Cristo mismo. Él dice: “Yo soy el camino”. Comenzamos en Cristo,
debemos continuar con Cristo y debemos concluir con Cristo. Como pecadores
culpables venimos a Cristo para recibir el perdón, como pecadores necesitados
debemos venir a Él para recibir de Su plenitud día a día, y al final, cuando
con un jubiloso vigor saltemos a la floreada cumbre y estemos a salvo, el
último salto debe darse en la vía rociada con sangre, el costado abierto, las
manos y los pies perforados de Cristo; pues no hay ninguna otra ruta a la cima
del monte de Dios, y el que piensa que pudiera haber otra está equivocado
ahora, y estará fatalmente engañado al final. Sé sabio, entonces, peregrino, y
con tus zapatos en tus pies, con tu báculo en tu mano, con tu cinturón ciñendo
tus lomos, con tu guía a tu lado y el amoroso Señor delante de ti, sube con
paciencia al monte de Dios. Pero acuérdate de despojarte de todo peso y del
pecado que tan fácilmente te asedia, o el camino será doloroso para ti y tu fin
no será el que deseas.
Por último, para
completar el cuadro, para terminar la alegoría, y para estimular los esfuerzos
de todo alpinista en este monte celestial, paso a describir lo que ha de verse
y disfrutarse en la cima. Aquel que suba al monte de Dios y llegue al final al
cielo, encontrará, antes que nada, que toda su faena ha concluido:
“Bien, buen siervo de Dios
Descansa de tu amada ocupación,
La batalla está peleada, la victoria ha sido ganada,
Entra en tu descanso de dicha”.
No hay peñascos
escarpados, no hay deslizaderos ahora; no hay rugientes torrentes, ni sendas
que suban o bajen:
“Jerusalén, mi dichoso hogar,
Nombre siempre amado para mí,
Ahora mis arduos trabajos tendrán un fin,
En dicha y paz y en Ti”.
Hermanos, ¿pensamos
ustedes y yo lo suficiente en el cielo? ¿No pensamos demasiado en la tierra?
¿No pensamos demasiado en el trabajo pesado y demasiado poco en el tiempo
cuando todo acabe? Unos cuantos días y años más, y ustedes y yo, creyentes,
habremos terminado de luchar con Satanás, habrán acabado las tentaciones,
habrán acabado los afanes, habrán acabado las aflicciones. ¡Una hora de trabajo
y una eternidad de reposo! ¡El trabajo de un día, y cuando haya cumplido mi día
como un asalariado, entonces llegas tú, oh dulce y apacible reposo! “Descansarán
de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. ¡Ten valor, peregrino, ten
valor! ¡Sube esa pendiente abrupta, amigo! ¡Escala con tus manos y rodillas,
arriba! Pues cuando hayas subido un poco más arriba, sí, un poquito tan solo,
te recostarás para descansar y luego no habrá más fatiga o aflicción. Y allá
también, cuando lleguemos a la cima del monte de Jehová, estaremos por encima
de las nubes del afán mundano, y del pecado y de la tentación. ¡Oh, cuán profundo
es el reposo del pueblo de Dios en lo alto! ¡Cuán apacible es su cielo!
“Ningún vano discurso tentará mi alma,
Ninguna insignificancia vejará mi oído”.
No hay ninguna necesidad
de salir afuera para tratar algún asunto que distraiga mi espíritu anhelante. No
hay necesidad de esforzarme en un trabajo que fatigue mi cuerpo y ponga mi alma
en un mal estado para la oración; no hay ninguna necesidad de mezclarme con
hombres de mente mundana que se burlan de mis solemnes observancias, y
quisieran involucrar mi mente en insignificancias indignas de mi atención. No, mi
alma se elevará por encima del mundo y de sus distracciones y atracciones, cuando
ascienda al monte de Dios. Y, hermanos, ¡qué panorama habrá desde la cima!
Cuando subamos al monte de Dios, ¡qué paisajes veremos! Ustedes saben que desde
las altas montañas pueden mirar de aquel lado y ver lagos y ríos; y de este
lado pueden ver los verdes y sonrientes valles, y allá lejos, la negra foresta
agreste. Este panorama es amplio, pero ¡qué visión es aquella que tendremos en
el cielo! Entonces conoceré allá como fui conocido. “Ahora vemos por espejo,
oscuramente; mas entonces veremos cara a cara”. Y lo primero y lo primordial y
lo mejor de todo es que mis ojos verán al Rey en Su hermosura. Contemplaremos
Su rostro; miraremos Sus ojos; beberemos amor de la fuente de Su corazón, y
oiremos la música de Su amor proveniente del dulce órgano de Sus labios;
estaremos embelesados en Su compañía, y seremos bienaventurados en Su pecho.
¡Sube, cristiano, sube, Cristo te espera! Vamos, amigo, anda en la espinosa
ruta y sube, pues Cristo está en la cima extendiendo Sus manos, y diciendo:
“Venid aquí a lo alto, al que venciere, le daré que se siente en mi trono, así
como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono”.
Y para concluir tenemos
esta gratificante reflexión: todo lo que veremos en la cumbre del monte de Dios
será nuestro. Miramos desde los montes terrenales y vemos, pero no poseemos.
Aquella mansión que está allá no es nuestra; ese arroyo cristalino no nos
pertenece; esos extensos campos son hermosos, pero no nos pertenecen. Pero en
las cumbres de los montes del cielo poseeremos todo lo que veamos. Poseeremos
las calles de oro, y las arpas de armonía, las palmas de la victoria, los
gritos de los ángeles, los cánticos de los querubines, el gozo de
Quisiera que algunos
aquí presentes que nunca han intentado subir a ese monte recordaran que si no
lo suben ahora, ¡tendrán que descender para siempre! Si no vuelven sus rostros
al escarpado ascenso y no lo suben como hombres, deben caer eternamente. ¡Buen
Dios, qué caída! ¡En qué deslizaderos están parados! ¡Los veo tambalearse aun
ahora! ¡Qué desplome tan desesperado fue ese! ¡Caen, caen, y siguen cayendo a
través de la oscuridad, a través de las tinieblas más negras, negras como la
muerte y el infierno: siguen cayendo, siguen cayendo, pues es un abismo sin
fondo! ¡No alcanzarán reposo nunca; bajan, y van descendiendo debajo de hondas
profundidades hasta otras profundidades más hondas, van del infierno hasta los
abismos más profundos del infierno, de la eternidad del dolor siguen bajando,
siguen bajando, siguen bajando hasta alcanzar un dolor triplicado, multiplicado
por siete! ¡Que Dios nos conceda que nosotros, teniendo fe en Cristo, podamos
pisar la senda marcada con sangre y entrar en “el reposo que queda para el
pueblo de Dios”!
Notas
del traductor:
(1) La expresión en
inglés es: ‘Christians make much ado about nothing’ que generalmente se traduce
al español como: ‘mucho ruido y pocas nueces’.
Estriberón: Resalto
colocado a trechos en un paso difícil, por ejemplo en pendiente muy pronunciada
o resbaladiza, para que sirva de apoyo a los pies. Viene de estribo.
Jean François
Gravelet-Blondin (28 de febrero de 1824 – 19 de febrero
de 1897),
fue un equilibrista
de cuerda floja y acróbata francés, nacido en St Omer, Francia. Blondin actúa en 1861 por primera vez en Palacio de Cristal de Londres,
realizando acrobacias con zancos sobre un cable que se extendía sobre el
vestíbulo principal, a
Traductor: Allan Román
29/Agosto/2013
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