El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Una Ley Inalterable

NO. 3418

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y PUBLICADO EL JUEVES 6 DE AGOSTO DE 1914.

 

“Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. Hebreos 9: 22

 

Bajo la antigua dispensación figurativa, era seguro que tus ojos se toparan por doquier con la sangre. La sangre era lo más prominente bajo la economía judía. Era raro que se observara alguna ceremonia sin ella. No podías adentrarte en ninguna parte del tabernáculo sin que vieras los rastros de la sangre que había sido rociada. Algunas veces vaciaban tazones de sangre al pie del altar. El lugar era tan semejante a un matadero que visitarlo no debía de haber sido nada atractivo para el gusto natural, y para deleitarse en él, el hombre tenía necesidad de un entendimiento espiritual y de una fe viva. El sacrificio de animales constituía la manera de adorar; la efusión de sangre era el rito establecido, y la difusión de esa sangre sobre el piso, sobre las cortinas y sobre las vestiduras de los sacerdotes, era el constante memorial.

 

Cuando Pablo dice que, bajo la ley, casi todas las cosas eran purificadas con sangre, alude a unas cuantas cosas que estaban exentas. Así encontrarán en diversos pasajes que el pueblo era exhortado a lavar sus vestidos, y a ciertas personas que habían quedado inmundas por causas físicas, se les ordenaba que lavaran sus vestidos con agua. Las ropas que usaban los hombres eran usualmente purificadas con agua. Después de la derrota de los madianitas, que puede ser leída en el libro de Números, el botín que había sido contaminado tuvo que ser purificado antes de que fuera reclamado por los victoriosos israelitas. De acuerdo a la ordenanza de la ley que el Señor mandó a Moisés, algunos de los bienes tales como indumentaria y artículos confeccionados con pieles y con pelo de cabras eran purificados con agua, mientras que otros objetos que eran de metales resistentes al fuego, eran purificados con fuego. Con todo, el apóstol se refiere a un hecho literal cuando dice que casi todas las cosas -con la sola excepción de las ropas- eran purificadas con sangre bajo la ley. Luego se refiere a ella como una verdad general bajo la antigua dispensación legal, diciendo que no había nunca ningún perdón de pecado, excepto por la sangre. Únicamente en un caso había una aparente excepción, y aun ese caso sirve para demostrar la universalidad de la regla, porque la razón para la excepción está plenamente explicada. El sacrificio por la culpa que es mencionado como una alternativa en el versículo 11 de Levítico 5, podía ser una ofrenda incruenta en casos de extrema de pobreza. Si un hombre era demasiado pobre para traer una ofrenda del rebaño, debía traer dos tórtolas o dos palominos; pero si era extremadamente menesteroso incluso para eso, podía ofrecer la décima parte de un efa de flor de harina como sacrificio por la culpa, sin aceite ni incienso, la cual era arrojada sobre el fuego. Esa es la única excepción solitaria a través de todos los tipos. En cada lugar, en cada momento y en cada caso en que el pecado tenía que ser quitado, la sangre debía fluir y la vida tenía que ser ofrendada. La única excepción que hemos notado, recalca el estatuto que establece que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión”.

 

Bajo el Evangelio no hay ninguna excepción, no hay ninguna aislada excepción, como la había bajo la ley; no, ni siquiera para los que son extremadamente indigentes. Todos nosotros somos extremadamente menesterosos espiritualmente. Como ninguno de nosotros ha de presentar ya más una ofrenda, ni tampoco disponemos de una, todos tenemos que presentar la ofrenda que ya fue ofrecida y tenemos que aceptar el sacrificio que Cristo hizo de Sí mismo en lugar nuestro; no hay ahora ningún motivo ni base para exentar a ningún hombre ni a ninguna mujer, ni tampoco lo habrá jamás, ya sea en este mundo o en el mundo venidero: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”.

 

Con gran sencillez, entonces, ya que atañe a nuestra salvación, pido amablemente la atención de cada uno de los presentes a este gran asunto que concierne íntimamente a nuestros intereses eternos. Yo deduzco del texto, primero que nada, el hecho alentador de que:

 

I.   EXISTE UNA REMISIÓN, es decir, una remisión de los pecados. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. La sangre ha sido derramada, y hay, por tanto, esperanza concerniente a la remisión. A pesar de los severos requerimientos de la ley, la remisión no ha de ser abandonada en absoluta desesperación. La palabra remisión quiere decir: saldar deudas. Así como el pecado puede ser considerado como una deuda contraída con Dios, así también esa deuda puede ser borrada, cancelada y suprimida. El pecador, el deudor de Dios, puede dejar de estar en deuda por compensación, por un pleno finiquito, y puede quedar libre en virtud de esa remisión. Tal cosa es posible. Gloria sea dada a Dios porque es posible obtener la remisión de todos los pecados para los que haya arrepentimiento. Sin importar cuál pudiera ser la transgresión de cualquier individuo, el perdón es posible para él si es posible que se arrepienta. Un pecado incontrito es un pecado imperdonable. Si el hombre confiesa su pecado y lo abandona, entonces encontrará misericordia. Dios lo ha declarado así, y Él no será nunca infiel a Su palabra. “Pero”, alguien pregunta: “¿no hay un pecado que es para muerte?” Sí, ciertamente, aunque yo no sé cuál sea; ni tampoco creemos que nadie que hubiera escudriñado este tema haya sido capaz de descubrir cuál sea ese pecado; lo que sí parece claro es que el pecado es prácticamente imperdonable porque no ha habido arrepentimiento respecto a él. El hombre que lo comete queda muerto en el pecado, para todos los fines y propósitos, en un sentido más profundo y permanente incluso de lo que lo está la raza humana como un todo, y es entregado a un corazón endurecido, su conciencia es cauterizada, por decirlo así, con un hierro candente, y a partir de allí no buscará ninguna misericordia. Pero todo tipo de pecado y de blasfemia serán perdonados a los hombres. Para la lascivia, para el robo, para el adulterio, sí, para el asesinato, hay perdón de Dios, para que sea reverenciado. Él es el Señor Dios, misericordioso y clemente, que olvida la transgresión, la iniquidad y el pecado.

 

Y este perdón, que es posible, es completo, de acuerdo a las Escrituras; es decir, cuando Dios perdona a un hombre su pecado, lo hace sin reservas. Él borra la deuda sin ninguna revisión de los cálculos. Él no suprime una parte del pecado del hombre pero lo hace responsable del resto; antes bien, en el momento en que un pecado es perdonado, es como si su iniquidad nunca hubiese sido cometida; el pecador es recibido en la casa del Padre y es abrazado con el amor del Padre como si nunca se hubiese descarriado; es llevado a ser acepto delante de Dios, y goza de la misma condición como si nunca hubiese transgredido.

 

Creyente, bendito sea el Señor porque en el Libro de Dios no hay ningún pecado en contra tuya. Si crees, eres perdonado, y no eres perdonado parcialmente, sino plenamente. El escrito que había en contra tuya es borrado y es clavado a la cruz de Cristo, y nunca más puede ser usado en tu contra. El perdón es completo.

 

Además, se trata de un perdón en el acto. Algunos imaginan (y eso es algo muy menospreciativo para el Evangelio) que no puedes alcanzar el perdón sino hasta que mueras, y, tal vez, de alguna manera muy misteriosa entonces, en los últimos instantes, puedas ser absuelto; pero nosotros les predicamos, en el nombre de Jesús, un perdón inmediato e instantáneo para todas las transgresiones –un perdón otorgado en un instante- en el momento en que un pecador cree en Jesús; no es como si una enfermedad fuera sanada gradualmente y requiriera de meses y de largos años de progreso. Es cierto que la corrupción de nuestra naturaleza es una enfermedad así, y el pecado que mora en nosotros tiene que ser mortificado diariamente y a cada hora; pero en cuanto a la culpa de nuestras transgresiones delante de Dios y a la deuda incurrida para con Su justicia, su remisión no es una cosa progresiva y gradual. El perdón de un pecador es concedido de inmediato; será dado a cualquiera de ustedes que lo acepte esta noche, sí, y le será otorgado de tal manera que no lo perderá nunca. Una vez perdonado, serás perdonado para siempre, y no sufrirás ninguna de las consecuencias del pecado. Tú serás absuelto eternamente y sin reservas, de tal manera que cuando los cielos estén ardiendo en llamas, y sea erigido el gran trono blanco, y tenga lugar el juicio final, puedes presentarte con determinación delante del tribunal sin temer ninguna acusación, pues Dios nunca revocará el perdón que Él mismo concede.

 

Voy a agregar un comentario más. El hombre que alcanza este perdón puede darse cuenta de que lo tiene. Si simplemente esperara tenerlo, esa esperanza lucharía a menudo contra el miedo. Si simplemente confiara tenerlo, podrían alarmarlo muchos remordimientos de conciencia; pero saber que lo tiene es un seguro fundamento de paz para el corazón. Gloria sea dada a Dios porque los privilegios del pacto de gracia no son sólo asuntos de esperanza y de conjetura, sino que son asuntos de fe, de convicción y de seguridad. No consideren una presunción que un hombre crea en la Palabra de Dios. Es la propia Palabra de Dios la que dice: “El que en él cree, no es condenado”. Si yo creo en Jesucristo, entonces no soy condenado. ¿Qué derecho tengo a pensar que lo soy? Si Dios dice que no soy condenado, sería una presunción de mi parte pensar que soy condenado. No puede ser presunción recibir la Palabra de Dios tal como Él me la da.

 

“¡Oh!”, -dice alguien- “cuán feliz sería si éste fuera mi caso”. Has hablado bien, pues ‘bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad’.

 

“Pero”, -dirá alguien más- “yo difícilmente pensaría que algo tan grande pudiera ser posible para alguien como yo”. Tú razonas a la manera de los hijos de los hombres. Has de saber entonces que como son más altos los cielos que la tierra, así son los caminos de Dios más altos que tus caminos, y Sus pensamientos más que tus pensamientos. De ti es errar; de Dios es perdonar. Tú te extravías como un hombre, pero Dios no perdona como un hombre; Él perdona como un Dios, de tal manera que prorrumpimos en exclamaciones de asombro y cantamos: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad?” Cuando tú haces algo, se trata de alguna pequeña obra adaptada a tus habilidades, pero nuestro Dios hizo los cielos. Cuando tú perdonas, otorgas un perdón adaptado a tu naturaleza y a tus circunstancias; pero cuando Él perdona, muestra las riquezas de Su gracia en una escala mayor de lo que tu mente finita pudiera captar. Él borra en un instante diez mil pecados del más negro tinte, pecados de una tonalidad infernal, porque se deleita en misericordia, y el juicio es Su extraña obra. “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y viviréis”. Mi texto me proporciona esta nota gozosa. No hay remisión, excepto con sangre; pero como la sangre ha sido derramada, sí hay remisión.

 

Adentrándonos más en el texto, tenemos que insistir ahora en su gran lección, que es:

 

II.   AUNQUE HAY PERDÓN DE PECADO, NUNCA SE CONCEDE SIN DERRAMAMIENTO DE SANGRE.

 

Esa es una frase arrolladora pues hay algunos seres en este mundo que confían en su arrepentimiento para el perdón del pecado. Más allá de toda duda, es tu deber arrepentirte de tu pecado. Si has desobedecido a Dios, debes lamentarlo. Dejar de pecar no es sino el deber de la criatura, pues de lo contrario, el pecado no sería la violación de la santa ley de Dios. Pero has de saber que todo el arrepentimiento del mundo no puede borrar el más pequeño pecado. Si sólo un pensamiento pecaminoso atravesara por tu mente, y tú te afligieras por él todos los días de tu vida, la mancha de ese pecado no podría ser quitada ni siquiera por la angustia que te provoca. El arrepentimiento es la obra del Espíritu de Dios, y es un don muy precioso y es un signo de gracia; pero no hay ningún poder expiatorio en el arrepentimiento. En un mar lleno de lágrimas penitenciales no hay ni el poder ni la capacidad para lavar una sola mancha de esta espantosa inmundicia. Sin el derramamiento de sangre no se hace remisión.

 

Pero otros suponen, de cualquier manera, que la reforma activa que resulta del arrepentimiento puede ejecutar la tarea. ¿Qué importa que se renuncie a la borrachera y la abstención se convierta en la regla? ¿Qué importa que se abandone el libertinaje y la castidad adorne el carácter? ¿Qué importa que se renuncie a los tratos deshonestos y la integridad sea escrupulosamente guardada en cada acción? Yo digo: eso está muy bien; quiera Dios que tal reforma tenga lugar por doquier; con todo, a pesar de todo eso, las deudas ya contraídas no son pagadas por el hecho de que ya no nos endeudemos más, y las antiguas deudas en mora no son condonadas por el buen comportamiento posterior. Entonces el pecado no es remitido por la reforma. Aunque súbitamente te volvieras inmaculado como los ángeles (no es que algo así sea posible para ti, pues el etíope no puede mudar su piel, ni el leopardo sus manchas), tus reformas no podrían hacer ninguna expiación a Dios por los pecados ya cometidos en los días que transgrediste contra Él. “Entonces, ¿qué debo hacer?”, pregunta el hombre. Hay quienes piensan que ahora sus oraciones y sus humillaciones de alma podrían, tal vez, conseguirles algo. Yo no te pediría que hagas cesar tus oraciones, si son sinceras; antes bien yo esperaría que fueran tales oraciones que presagiaran una vida espiritual.

 

Pero, ¡oh!, querido oyente, no hay eficacia en la oración para borrar el pecado. Voy a expresarlo enfáticamente. Todas las oraciones de todos los santos de la tierra, y, si se pudieran agregar todos los santos del cielo, todas sus oraciones no podrían borrar a través de su propia eficacia natural el pecado de una sola mala palabra. No, no hay ningún poder disuasorio en la oración. Dios no le ha dado el papel de un producto de limpieza. Tiene sus usos, sus valiosos usos. Uno de los privilegios del hombre que ora es que ora aceptablemente, pero la oración misma, sin sangre, no puede borrar nunca el pecado. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”, por mucho que ores.

 

Hay personas que han pensado que el renunciamiento y las mortificaciones de un tipo extraordinario podrían librarlos de su culpa. No nos encontramos con frecuencia con gente así en nuestro círculo; sin embargo, hay quienes, para purificarse a sí mismos del pecado, flagelan sus cuerpos, observan ayunos prolongados, usan cilicios y camisas de crin pegadas a la piel, e incluso algunos han ido tan lejos como para imaginar que refrenarse de las abluciones y permitir que sus cuerpos sean cubiertos de inmundicia, es la forma más fácil de purificar sus almas. ¡Ciertamente es una extraña necedad! Sin embargo, en Indostán, se encuentran hoy fakires que sujetan sus cuerpos a sorprendentes sufrimientos y distorsiones con la esperanza de deshacerse del pecado. ¿Cuál es el propósito de todo eso? Me parece oír decir al Señor: “¿Qué tiene que ver conmigo que inclines la cabeza como junco y que te cubras de cilicio, y comas cenizas con tu pan y mezcles ajenjo con tu bebida? Tú has quebrantado mi ley; esas cosas no pueden restaurarla; tú has lesionado mi honor con tu pecado; pero ¿dónde está la justicia que refleja honor sobre mi nombre?” El viejo clamor en los tiempos antiguos era: “¿Con qué me presentaré ante Jehová?”, y decían: “¿Daremos nuestro primogénito por nuestra rebelión, el fruto de nuestras entrañas por el pecado de nuestra alma?” ¡Ay!, todo fue en vano. Aquí está la sentencia. Aquí ha de estar por siempre: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. Dios exige la vida como el castigo debido por el pecado, y nada excepto la vida indicada en el derramamiento de sangre le satisfará jamás.

 

Observen, además, cómo este texto arrollador desecha toda confianza en las ceremonias, incluso en las ceremonias de la propia ordenanza de Dios. Hay algunos que suponen que el pecado puede ser lavado en el bautismo. ¡Ah, es una fútil suposición! La expresión donde es usada una vez en la Escritura no implica nada de ese tipo; no tiene ese significado que algunos le atribuyen, pues ese mismo apóstol de quien se afirmaba eso, se gloriaba de que no había bautizado a muchas personas para que no se llegara a suponer que había alguna eficacia en su administración del rito. El bautismo es una ordenanza admirable en la que el creyente tiene comunión con Cristo en Su muerte. Es un símbolo; pero no es nada más que eso. Decenas de miles y millones han sido bautizados y han muerto en sus pecados. O ¿qué beneficio hay en el sacrificio incruento de la Misa, como dice el Anticristo? ¿Dice alguien que es “un sacrificio incruento”, y sin embargo, lo ofrecen como una propiciación por el pecado? Arrojamos este texto en sus caras: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. ¿Acaso responden que la sangre está allí en el cuerpo de Cristo? Nosotros respondemos que incluso si así fuera, eso no sería apropiado, pues es sin derramamiento de sangre, sin sangre derramada, la sangre como algo distinto del cuerpo; pero sin el derramamiento de sangre no hay remisión del pecado.

 

He de proseguir para hacer una distinción que irá más profundo todavía. Jesucristo mismo no puede salvarnos, aparte de Su sangre. Es una suposición que sólo la necedad ha hecho jamás, pero hemos de refutar incluso la hipótesis de la necedad cuando afirma que el ejemplo de Cristo puede quitar el pecado humano, que la santa vida de Jesucristo ha puesto a la raza humana en una base tan buena con Dios que ahora Él puede perdonar sus faltas y su transgresión. No es así; ni la santidad de Jesús, ni la vida de Jesús, ni la muerte de Jesús pueden salvarnos, sino únicamente la sangre de Jesús; pues “sin derramamiento de sangre no se hace remisión”.

 

Y me he encontrado con algunos que piensan tanto en la segunda venida de Cristo, que parecieran haber fijado su plena fe sobre Cristo en Su gloria. Yo creo que ésto es la culpa del ‘Irvingismo’ que expone demasiado a Cristo en el trono ante el ojo del pecador; aunque Cristo en el trono es siempre el amado y adorable, con todo, debemos ver a Cristo en la cruz, o no podremos ser salvados nunca. Tu fe no debe ser puesta meramente en Cristo glorificado, sino en Cristo crucificado. “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. “Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura”.

 

Yo recuerdo a un miembro de esta iglesia (la amada hermana pudiera estar presente ahora), que había sido durante algunos años una profesante pero nunca había gozado de paz con Dios, ni había producido ninguno de los frutos del Espíritu. Ella decía: “he estado en una iglesia donde se me enseñó a que me apoyara en Cristo glorificado, ¡y sucedió que yo fijé de tal manera mi confianza en Él glorificado, que no tenía ni un sentido de pecado, ni un sentido del perdón de Cristo crucificado! Yo no sabía, y hasta que lo hube visto derramando Su sangre y haciendo una propiciación, nunca entré en el reposo”.

 

Sí, lo diremos de nuevo, pues el texto es vitalmente importante: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”, ni siquiera con el propio Cristo. El medio de quitar nuestro pecado es el sacrificio que Él ofreció por nosotros; sólo eso, y ninguna otra cosa. Sigamos adelante con la misma verdad:

 

III.   ESTA REMISIÓN DEL PECADO HA DE SER ENCONTRADA AL PIE DE LA CRUZ.

 

Hay remisión y se puede obtener de Jesucristo, cuya sangre fue derramada. El himno que cantamos al principio del servicio les proporcionó el meollo de la doctrina. Debemos a Dios una deuda de castigo por el pecado. ¿Estaba pendiente esa deuda o no? Si la ley estaba en lo correcto, el castigo debía ser ejecutado. Si el castigo era demasiado severo y la ley era imprecisa, entonces Dios había cometido un error. Pero suponer eso es una blasfemia. Entonces, siendo justa la ley y siendo justo el castigo, ¿haría Dios algo injusto? Sería algo injusto de Su parte que no ejecutara el castigo. ¿Quisieras que fuera injusto? Él había declarado que el alma que pecara debía morir; ¿quisieras que Dios fuera un mentiroso? ¿Debería tragarse Sus palabras para salvar a Sus criaturas? “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso”. La sentencia de la ley tiene que ser ejecutada. Era inevitable que si Dios mantenía la prerrogativa de Su santidad, debía castigar los pecados que los hombres habían cometido. Entonces, ¿cómo había de salvarnos? ¡Contemplen el plan! Su amado Hijo, el Señor de gloria, asume la naturaleza humana, toma el lugar de todos aquellos que el Padre le dio, ocupa su lugar, y cuando la sentencia de la justicia es proclamada y la espada de la venganza salta fuera de su vaina, he aquí, el glorioso Sustituto desnuda Su brazo, y dice: “Golpea, oh espada, pero golpéame a mí, y deja ir a mi pueblo”. La espada de la ley se introdujo en el alma misma de Jesús, y Su sangre fue derramada, sangre no de alguien que era meramente hombre, sino de Uno que, siendo un Espíritu eterno, era capaz de ofrecerse sin mancha para Dios de una manera que daba una eficacia infinita a Sus sufrimientos. Por medio del Espíritu eterno, se nos informa, que Él se ofreció sin mancha a Dios. Siendo en Su propia naturaleza infinitamente más allá de la naturaleza del hombre, abarcando todas las naturalezas humanas, por decirlo así, dentro de Sí, en razón de la majestad de Su persona, fue capaz de ofrecer una expiación a Dios de una suficiencia infinita, ilimitada e inconcebible.

 

Ninguno de nosotros podría decir lo que nuestro Señor sufrió. Estoy seguro de ésto: que yo no menospreciaría ni subestimaría Sus sufrimientos físicos –las torturas que soportó en Su cuerpo- pero estoy igualmente seguro de que ninguno de nosotros podría exagerar o sobrevalorar los sufrimientos de un alma como la suya, pues están más allá de toda concepción. Él era tan puro y tan perfecto, tan exquisitamente sensible y tan inmaculadamente santo, que ser contado entre los transgresores, ser golpeado por Su Padre, tener que morir (¿he de decirlo?) la muerte de un incircunciso por mano de extranjeros, era la propia esencia de la amargura, la consumación de la angustia. “Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”. Sus aflicciones, en sí mismas, eran lo que la liturgia griega bien llama: “sufrimientos desconocidos, grandes dolores”. De aquí, también, que su eficacia sea sin fronteras, sin límite. Por tanto, Dios es capaz ahora de perdonar el pecado. Él ha castigado el pecado en Cristo; conviene a la justicia, así como a la misericordia, que Dios suprima esas deudas que han sido pagadas. Sería injusto –hablo con reverencia, pero sin embargo, con santo arrojo- sería injusto de parte de la Majestad infinita culparme de un solo pecado que ya fue cobrado a mi Sustituto. Si mi Fianza asumió mi pecado, Él me liberó, y yo estoy libre. ¿Quién reavivaría el juicio en contra mía cuando ya he sido condenado en la persona de mi Salvador? ¿Quién me enviaría a las llamas de la Gehena, cuando Cristo, mi Sustituto, ha sufrido el equivalente del infierno por mí? ¿Quién me acusaría de algo cuando Cristo ha asumido todos mis crímenes, ha respondido por ellos, los ha expiado, y ha recibido la señal de la absolución de ellos, puesto que resucitó de los muertos para poder vindicar abiertamente esa justificación a la que por gracia soy llamado y en la que tengo el privilegio de participar? Todo esto es muy simple, está contenido en pocas palabras, pero, ¿lo hemos recibido todos; lo hemos aceptado todos?

 

¡Oh, mis queridos oyentes!, el texto está lleno de advertencias para algunos de ustedes. Ustedes pudieran tener una disposición amigable, un excelente carácter y una índole madura, pero tienen escrúpulos de aceptar a Cristo; ustedes tropiezan con esta piedra de tropiezo; se parten en esta roca. ¿Cómo puedo responder a su desventurado caso? No voy a razonar con ustedes. Me abstengo de entrar en ninguna discusión, pero les hago una pregunta: ¿creen que la Biblia es inspirada por Dios? Miren, entonces, aquel pasaje que dice: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. ¿Qué dicen? ¿No es claro, absoluto, concluyente? Permítanme sacar la conclusión. Si no tienen un interés en el derramamiento de sangre que me he esforzado por describir brevemente, ¿hay alguna remisión para ustedes? ¿Podría haberla? Sus propios pecados están sobre su propia cabeza ahora. De su mano serán demandados en la venida del grandioso Juez. Pueden laborar, pueden trabajar arduamente, pueden ser sinceros en sus convicciones y estar tranquilos en su conciencia, o pueden ser sacudidos de un lado a otro por sus escrúpulos; pero vive el Señor, que no hay perdón para ustedes, excepto a través de este derramamiento de sangre. ¿Acaso lo rechazan? ¡Sobre su propia cabeza sea el peligro! Dios ha hablado. No puede decirse que la ruina de ustedes está diseñada por Él cuando el propio remedio para ustedes es revelado por Él.

 

Él te pide que sigas el camino por Él establecido, y si lo rechazas, has de morir. Tu muerte es un suicidio, ya sea deliberado, accidental o por causa de un error de juicio. Tu sangre sea sobre tu cabeza. Estás advertido.

 

Por otro lado, ¡qué consolación tan trascendente nos proporciona el texto! “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”, pero donde hay derramamiento, hay remisión. Si tú has venido a Cristo, eres salvo. Si tú puedes decir desde lo profundo de tu corazón:

 

“Mi fe pone en verdad su mano

Sobre esa amada cabeza Tuya,

A la vez que como penitente me presento,

Y aquí confieso mi pecado”.

 

Entonces, tu pecado ha desaparecido. ¿Dónde está ese joven? ¿Dónde está esa joven? ¿Dónde están esos ansiosos corazones que han estado diciendo: “quisiéramos ser perdonados ahora”? ¡Oh!, miren, miren, miren, miren al Salvador crucificado, y son perdonados. Pueden proseguir su camino, en tanto que hayan aceptado la expiación de Dios. Hija, ten ánimo, pues tus pecados, que son muchos, te son perdonados. Hijo, regocíjate, pues tus transgresiones son borradas.

 

Mi última palabra será ésta. Ustedes que son maestros de otros y tratan de hacer el bien, aférrense firmemente a esta doctrina. Ésto ha de ser el frente, el centro, la médula y el tuétano de todo lo que tienen que testificar. Yo lo predico con frecuencia, pero no hay nunca un domingo en el que me retire a mi lecho con tanto contentamiento íntimo como cuando he predicado el sacrificio sustitutivo de Cristo. Entonces siento que: “si los pecadores se pierden, no tengo nada de su sangre sobre mí”. Esta es la doctrina que salva al alma; aférrense a ella y se habrán asido de la vida eterna; si la rechazan, la habrían rechazado para su confusión. ¡Oh, apéguense a esto! Martín Lutero solía decir que cada sermón debería contener la doctrina de la justificación por fe. Cierto; pero ha de contener también la doctrina de la expiación. Lutero dice que no podía meter la doctrina de la justificación por fe en las cabezas de los habitantes de Wurtemberg, y se sentía medio inclinado a llevar el libro al púlpito para arrojarlo en sus cabezas, para lograr que se introdujera allí. Me temo que no habría tenido éxito si lo hubiera hecho. Pero, ¡oh!, cómo trataría yo de martillar una y otra y otra vez sobre este clavo. “La vida de la carne en la sangre está”. “Y veré la sangre y pasaré de vosotros”.

 

Cristo entrega Su vida derramando Su sangre: es ésto lo que les proporciona el perdón y la paz a cada uno de ustedes, si lo miran a Él. Perdón ahora, perdón completo, perdón para siempre. Aparten la mirada de todas las otras confianzas y descansen en los sufrimientos y en la muerte del Dios Encarnado, que ha ido a los cielos y que vive hoy para interceder delante del trono de Su Padre, por el mérito de la sangre que derramó en el Calvario por los pecadores. Como los voy a ver a todos ustedes en aquel gran día, cuando el Crucificado venga como Rey y Señor de todo, día que se está apresurando con presteza, como yo los voy a ver entonces, les pido que den testimonio de que me he esforzado por decirles con toda sencillez cuál es el camino de la salvación; y si lo rechazan, háganme el favor de decir que al menos les he proclamado este Su Evangelio en el nombre de Jehová, y que los he exhortado sinceramente a aceptarlo para que sean salvos. Pero yo preferiría que le agradara a Dios que los encontrara allá a todos, cubiertos con la única expiación, vestidos con la única justicia, y aceptos en el único Salvador, y entonces cantaríamos juntos: “El Cordero que fue inmolado y que nos ha redimido para Dios es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza por los siglos de los siglos”. Amén.

 

Nota del traductor:

 

Irvingismo: Movimiento iniciado por Edward Irving (1792-1834) quien fundó la Iglesia Católica Apostólica. Enseñó que los dones que poseían los apóstoles podían ser poseídos en la época presente. Esto incluía hablar en lenguas, sanidades, profetizar, etc. Vaticinó el Reino Milenario en cuatro ocasiones. Al ver que nada sucedía, decidió que la llegada del Señor se produciría con el segundo envío de doce apóstoles.

 

 

Traductor: Allan Román

16/Junio/2011

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