El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Una Ley
Inalterable
NO.
3418
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 6 DE AGOSTO DE 1914.
“Sin
derramamiento de sangre no se hace remisión”. Hebreos 9: 22
Bajo la antigua
dispensación figurativa, era seguro que tus ojos se toparan por doquier con la sangre.
La sangre era lo más prominente bajo la economía judía. Era raro que se
observara alguna ceremonia sin ella. No podías adentrarte en ninguna parte del
tabernáculo sin que vieras los rastros de la sangre que había sido rociada.
Algunas veces vaciaban tazones de sangre al pie del altar. El lugar era tan
semejante a un matadero que visitarlo no debía de haber sido nada atractivo
para el gusto natural, y para deleitarse en él, el hombre tenía necesidad de un
entendimiento espiritual y de una fe viva. El sacrificio de animales constituía
la manera de adorar; la efusión de sangre era el rito establecido, y la difusión
de esa sangre sobre el piso, sobre las cortinas y sobre las vestiduras de los
sacerdotes, era el constante memorial.
Cuando Pablo dice que,
bajo la ley, casi todas las cosas eran purificadas con sangre, alude a unas
cuantas cosas que estaban exentas. Así encontrarán en diversos pasajes que el
pueblo era exhortado a lavar sus vestidos, y a ciertas personas que habían
quedado inmundas por causas físicas, se les ordenaba que lavaran sus vestidos
con agua. Las ropas que usaban los hombres eran usualmente purificadas con
agua. Después de la derrota de los madianitas, que puede ser leída en el libro
de Números, el botín que había sido contaminado tuvo que ser purificado antes
de que fuera reclamado por los victoriosos israelitas. De acuerdo a la
ordenanza de la ley que el Señor mandó a Moisés, algunos de los bienes tales
como indumentaria y artículos confeccionados con pieles y con pelo de cabras eran
purificados con agua, mientras que otros objetos que eran de metales
resistentes al fuego, eran purificados con fuego. Con todo, el apóstol se
refiere a un hecho literal cuando dice que casi todas las cosas -con la sola
excepción de las ropas- eran purificadas con sangre bajo la ley. Luego se
refiere a ella como una verdad general bajo la antigua dispensación legal, diciendo
que no había nunca ningún perdón de pecado, excepto por la sangre. Únicamente
en un caso había una aparente excepción, y aun ese caso sirve para demostrar la
universalidad de la regla, porque la razón para la excepción está plenamente
explicada. El sacrificio por la culpa que es mencionado como una alternativa en
el versículo 11 de Levítico 5, podía ser una ofrenda incruenta en casos de
extrema de pobreza. Si un hombre era demasiado pobre para traer una ofrenda del
rebaño, debía traer dos tórtolas o dos palominos; pero si era extremadamente
menesteroso incluso para eso, podía ofrecer la décima parte de un efa de flor
de harina como sacrificio por la culpa, sin aceite ni incienso, la cual era
arrojada sobre el fuego. Esa es la única excepción solitaria a través de todos
los tipos. En cada lugar, en cada momento y en cada caso en que el pecado tenía
que ser quitado, la sangre debía fluir y la vida tenía que ser ofrendada. La
única excepción que hemos notado, recalca el estatuto que establece que “sin
derramamiento de sangre no se hace remisión”.
Bajo el Evangelio no hay
ninguna excepción, no hay ninguna aislada excepción, como la había bajo la ley;
no, ni siquiera para los que son extremadamente indigentes. Todos nosotros
somos extremadamente menesterosos espiritualmente. Como ninguno de nosotros ha
de presentar ya más una ofrenda, ni tampoco disponemos de una, todos tenemos
que presentar la ofrenda que ya fue ofrecida y tenemos que aceptar el sacrificio
que Cristo hizo de Sí mismo en lugar nuestro; no hay ahora ningún motivo ni
base para exentar a ningún hombre ni a ninguna mujer, ni tampoco lo habrá
jamás, ya sea en este mundo o en el mundo venidero: “Sin derramamiento de
sangre no se hace remisión”.
Con gran sencillez,
entonces, ya que atañe a nuestra salvación, pido amablemente la atención de
cada uno de los presentes a este gran asunto que concierne íntimamente a
nuestros intereses eternos. Yo deduzco del texto, primero que nada, el hecho
alentador de que:
I. EXISTE
UNA REMISIÓN, es decir, una remisión de los pecados. “Sin derramamiento de
sangre no se hace remisión”. La sangre ha sido derramada, y hay, por tanto,
esperanza concerniente a la remisión. A pesar de los severos requerimientos de
la ley, la remisión no ha de ser abandonada en absoluta desesperación. La
palabra remisión quiere decir: saldar deudas. Así como el pecado puede ser considerado
como una deuda contraída con Dios, así también esa deuda puede ser borrada,
cancelada y suprimida. El pecador, el deudor de Dios, puede dejar de estar en
deuda por compensación, por un pleno finiquito, y puede quedar libre en virtud
de esa remisión. Tal cosa es posible. Gloria sea dada a Dios porque es posible
obtener la remisión de todos los pecados para los que haya arrepentimiento. Sin
importar cuál pudiera ser la transgresión de cualquier individuo, el perdón es
posible para él si es posible que se arrepienta. Un pecado incontrito es un
pecado imperdonable. Si el hombre confiesa su pecado y lo abandona, entonces encontrará
misericordia. Dios lo ha declarado así, y Él no será nunca infiel a Su palabra.
“Pero”, alguien pregunta: “¿no hay un pecado que es para muerte?” Sí,
ciertamente, aunque yo no sé cuál sea; ni tampoco creemos que nadie que hubiera
escudriñado este tema haya sido capaz de descubrir cuál sea ese pecado; lo que
sí parece claro es que el pecado es prácticamente imperdonable porque no ha
habido arrepentimiento respecto a él. El hombre que lo comete queda muerto en
el pecado, para todos los fines y propósitos, en un sentido más profundo y
permanente incluso de lo que lo está la raza humana como un todo, y es
entregado a un corazón endurecido, su conciencia es cauterizada, por decirlo
así, con un hierro candente, y a partir de allí no buscará ninguna
misericordia. Pero todo tipo de pecado y de blasfemia serán perdonados a los
hombres. Para la lascivia, para el robo, para el adulterio, sí, para el
asesinato, hay perdón de Dios, para que sea reverenciado. Él es el Señor Dios,
misericordioso y clemente, que olvida la transgresión, la iniquidad y el
pecado.
Y este perdón, que es posible, es completo, de acuerdo a las
Escrituras; es decir, cuando Dios
perdona a un hombre su pecado, lo hace sin reservas. Él borra la deuda sin ninguna
revisión de los cálculos. Él no suprime una parte del pecado del hombre pero lo
hace responsable del resto; antes bien, en el momento en que un pecado es
perdonado, es como si su iniquidad nunca hubiese sido cometida; el pecador es
recibido en la casa del Padre y es abrazado con el amor del Padre como si nunca
se hubiese descarriado; es llevado a ser acepto delante de Dios, y goza de la
misma condición como si nunca hubiese transgredido.
Creyente, bendito sea el
Señor porque en el Libro de Dios no hay ningún pecado en contra tuya. Si crees,
eres perdonado, y no eres perdonado parcialmente, sino plenamente. El escrito
que había en contra tuya es borrado y es clavado a la cruz de Cristo, y nunca
más puede ser usado en tu contra. El perdón es completo.
Además, se trata de un perdón en el acto. Algunos
imaginan (y eso es algo muy menospreciativo para el Evangelio) que no puedes
alcanzar el perdón sino hasta que mueras, y, tal vez, de alguna manera muy
misteriosa entonces, en los últimos instantes, puedas ser absuelto; pero
nosotros les predicamos, en el nombre de Jesús, un perdón inmediato e
instantáneo para todas las transgresiones –un perdón otorgado en un instante-
en el momento en que un pecador cree en Jesús; no es como si una enfermedad
fuera sanada gradualmente y requiriera de meses y de largos años de progreso.
Es cierto que la corrupción de nuestra naturaleza es una enfermedad así, y el
pecado que mora en nosotros tiene que ser mortificado diariamente y a cada
hora; pero en cuanto a la culpa de nuestras transgresiones delante de Dios y a
la deuda incurrida para con Su justicia, su remisión no es una cosa progresiva
y gradual. El perdón de un pecador es concedido de inmediato; será dado a
cualquiera de ustedes que lo acepte esta noche, sí, y le será otorgado de tal
manera que no lo perderá nunca. Una vez perdonado, serás perdonado para
siempre, y no sufrirás ninguna de las consecuencias del pecado. Tú serás
absuelto eternamente y sin reservas, de tal manera que cuando los cielos estén
ardiendo en llamas, y sea erigido el gran trono blanco, y tenga lugar el juicio
final, puedes presentarte con determinación delante del tribunal sin temer
ninguna acusación, pues Dios nunca revocará el perdón que Él mismo concede.
Voy a agregar un
comentario más. El hombre que alcanza
este perdón puede darse cuenta de que lo tiene. Si simplemente esperara
tenerlo, esa esperanza lucharía a menudo contra el miedo. Si simplemente
confiara tenerlo, podrían alarmarlo muchos remordimientos de conciencia; pero saber que lo tiene es un seguro
fundamento de paz para el corazón. Gloria sea dada a Dios porque los privilegios
del pacto de gracia no son sólo asuntos de esperanza y de conjetura, sino que
son asuntos de fe, de convicción y de seguridad. No consideren una presunción
que un hombre crea en
“¡Oh!”, -dice alguien-
“cuán feliz sería si éste fuera mi caso”. Has hablado bien, pues ‘bienaventurado
aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado
el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad’.
“Pero”, -dirá alguien
más- “yo difícilmente pensaría que algo tan grande pudiera ser posible para
alguien como yo”. Tú razonas a la manera de los hijos de los hombres. Has de
saber entonces que como son más altos los cielos que la tierra, así son los caminos
de Dios más altos que tus caminos, y Sus pensamientos más que tus pensamientos.
De ti es errar; de Dios es perdonar. Tú te extravías como un hombre, pero Dios
no perdona como un hombre; Él perdona como un Dios, de tal manera que prorrumpimos
en exclamaciones de asombro y cantamos: “¿Qué Dios como tú, que perdona la
maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad?” Cuando tú haces algo,
se trata de alguna pequeña obra adaptada a tus habilidades, pero nuestro Dios
hizo los cielos. Cuando tú perdonas, otorgas un perdón adaptado a tu naturaleza
y a tus circunstancias; pero cuando Él perdona, muestra las riquezas de Su
gracia en una escala mayor de lo que tu mente finita pudiera captar. Él borra
en un instante diez mil pecados del más negro tinte, pecados de una tonalidad
infernal, porque se deleita en misericordia, y el juicio es Su extraña obra. “Porque
no quiero la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y
viviréis”. Mi texto me proporciona esta nota gozosa. No hay remisión, excepto
con sangre; pero como la sangre ha sido derramada, sí hay remisión.
Adentrándonos más en el
texto, tenemos que insistir ahora en su gran lección, que es:
II. AUNQUE
HAY PERDÓN DE PECADO, NUNCA SE CONCEDE SIN DERRAMAMIENTO DE SANGRE.
Esa es una frase
arrolladora pues hay algunos seres en este mundo que confían en su
arrepentimiento para el perdón del pecado. Más allá de toda duda, es tu deber
arrepentirte de tu pecado. Si has desobedecido a Dios, debes lamentarlo. Dejar de pecar no es sino el deber de la
criatura, pues de lo contrario, el pecado no sería la violación de la santa ley
de Dios. Pero has de saber que todo el arrepentimiento del mundo no puede
borrar el más pequeño pecado. Si sólo un pensamiento pecaminoso atravesara por
tu mente, y tú te afligieras por él todos los días de tu vida, la mancha de ese
pecado no podría ser quitada ni siquiera por la angustia que te provoca. El
arrepentimiento es la obra del Espíritu de Dios, y es un don muy precioso y es
un signo de gracia; pero no hay ningún poder expiatorio en el arrepentimiento. En
un mar lleno de lágrimas penitenciales no hay ni el poder ni la capacidad para
lavar una sola mancha de esta espantosa inmundicia. Sin el derramamiento de
sangre no se hace remisión.
Pero otros suponen, de
cualquier manera, que la reforma activa que resulta del arrepentimiento puede
ejecutar la tarea. ¿Qué importa que se renuncie a la borrachera y la abstención
se convierta en la regla? ¿Qué importa que se abandone el libertinaje y la
castidad adorne el carácter? ¿Qué importa que se renuncie a los tratos
deshonestos y la integridad sea escrupulosamente guardada en cada acción? Yo
digo: eso está muy bien; quiera Dios que tal reforma tenga lugar por doquier;
con todo, a pesar de todo eso, las deudas ya contraídas no son pagadas por el
hecho de que ya no nos endeudemos más, y las antiguas deudas en mora no son
condonadas por el buen comportamiento posterior. Entonces el pecado no es
remitido por la reforma. Aunque súbitamente te volvieras inmaculado como los
ángeles (no es que algo así sea posible para ti, pues el etíope no puede mudar
su piel, ni el leopardo sus manchas), tus reformas no podrían hacer ninguna
expiación a Dios por los pecados ya cometidos en los días que transgrediste
contra Él. “Entonces, ¿qué debo hacer?”, pregunta el hombre. Hay quienes
piensan que ahora sus oraciones y sus humillaciones de alma podrían, tal vez,
conseguirles algo. Yo no te pediría que hagas cesar tus oraciones, si son
sinceras; antes bien yo esperaría que fueran tales oraciones que presagiaran
una vida espiritual.
Pero, ¡oh!, querido
oyente, no hay eficacia en la oración para borrar el pecado. Voy a expresarlo
enfáticamente. Todas las oraciones de todos los santos de la tierra, y, si se
pudieran agregar todos los santos del cielo, todas sus oraciones no podrían
borrar a través de su propia eficacia natural el pecado de una sola mala
palabra. No, no hay ningún poder disuasorio en la oración. Dios no le ha dado
el papel de un producto de limpieza. Tiene sus usos, sus valiosos usos. Uno de
los privilegios del hombre que ora es que ora aceptablemente, pero la oración
misma, sin sangre, no puede borrar nunca el pecado. “Sin derramamiento de
sangre no se hace remisión”, por mucho que ores.
Hay personas que han
pensado que el renunciamiento y las mortificaciones de un tipo extraordinario
podrían librarlos de su culpa. No nos encontramos con frecuencia con gente así
en nuestro círculo; sin embargo, hay quienes, para purificarse a sí mismos del
pecado, flagelan sus cuerpos, observan ayunos prolongados, usan cilicios y
camisas de crin pegadas a la piel, e incluso algunos han ido tan lejos como
para imaginar que refrenarse de las abluciones y permitir que sus cuerpos sean
cubiertos de inmundicia, es la forma más fácil de purificar sus almas.
¡Ciertamente es una extraña necedad! Sin embargo, en Indostán, se encuentran
hoy fakires que sujetan sus cuerpos a sorprendentes sufrimientos y distorsiones
con la esperanza de deshacerse del pecado. ¿Cuál es el propósito de todo eso?
Me parece oír decir al Señor: “¿Qué tiene que ver conmigo que inclines la
cabeza como junco y que te cubras de cilicio, y comas cenizas con tu pan y
mezcles ajenjo con tu bebida? Tú has quebrantado mi ley; esas cosas no pueden
restaurarla; tú has lesionado mi honor con tu pecado; pero ¿dónde está la
justicia que refleja honor sobre mi nombre?” El viejo clamor en los tiempos
antiguos era: “¿Con qué me presentaré ante Jehová?”, y decían: “¿Daremos
nuestro primogénito por nuestra rebelión, el fruto de nuestras entrañas por el
pecado de nuestra alma?” ¡Ay!, todo fue en vano. Aquí está la sentencia. Aquí
ha de estar por siempre: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”.
Dios exige la vida como el castigo debido por el pecado, y nada excepto la vida
indicada en el derramamiento de sangre le satisfará jamás.
Observen, además, cómo
este texto arrollador desecha toda confianza en las ceremonias, incluso en las
ceremonias de la propia ordenanza de Dios. Hay algunos que suponen que el
pecado puede ser lavado en el bautismo. ¡Ah, es una fútil suposición! La
expresión donde es usada una vez en
He de proseguir para
hacer una distinción que irá más profundo todavía. Jesucristo mismo no puede
salvarnos, aparte de Su sangre. Es una suposición que sólo la necedad ha hecho
jamás, pero hemos de refutar incluso la hipótesis de la necedad cuando afirma
que el ejemplo de Cristo puede quitar el pecado humano, que la santa vida de
Jesucristo ha puesto a la raza humana en una base tan buena con Dios que ahora
Él puede perdonar sus faltas y su transgresión. No es así; ni la santidad de
Jesús, ni la vida de Jesús, ni la muerte de Jesús pueden salvarnos, sino
únicamente la sangre de Jesús; pues “sin derramamiento de sangre no se hace
remisión”.
Y me he encontrado con
algunos que piensan tanto en la segunda venida de Cristo, que parecieran haber
fijado su plena fe sobre Cristo en Su gloria. Yo creo que ésto es la culpa del
‘Irvingismo’ que expone demasiado a Cristo en el trono ante el ojo del pecador;
aunque Cristo en el trono es siempre el amado y adorable, con todo, debemos ver
a Cristo en la cruz, o no podremos ser salvados nunca. Tu fe no debe ser puesta
meramente en Cristo glorificado, sino en Cristo crucificado. “Lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. “Nosotros predicamos a
Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los
gentiles locura”.
Yo recuerdo a un miembro
de esta iglesia (la amada hermana pudiera estar presente ahora), que había sido
durante algunos años una profesante pero nunca había gozado de paz con Dios, ni
había producido ninguno de los frutos del Espíritu. Ella decía: “he estado en
una iglesia donde se me enseñó a que me apoyara en Cristo glorificado, ¡y
sucedió que yo fijé de tal manera mi confianza en Él glorificado, que no tenía
ni un sentido de pecado, ni un sentido del perdón de Cristo crucificado! Yo no
sabía, y hasta que lo hube visto derramando Su sangre y haciendo una
propiciación, nunca entré en el reposo”.
Sí, lo diremos de nuevo,
pues el texto es vitalmente importante: “Sin derramamiento de sangre no se hace
remisión”, ni siquiera con el propio Cristo. El medio de quitar nuestro pecado
es el sacrificio que Él ofreció por nosotros; sólo eso, y ninguna otra cosa. Sigamos
adelante con la misma verdad:
III. ESTA
REMISIÓN DEL PECADO HA DE SER ENCONTRADA AL PIE DE
Hay remisión y se puede
obtener de Jesucristo, cuya sangre fue derramada. El himno que cantamos al
principio del servicio les proporcionó el meollo de la doctrina. Debemos a Dios
una deuda de castigo por el pecado. ¿Estaba pendiente esa deuda o no? Si la ley
estaba en lo correcto, el castigo debía ser ejecutado. Si el castigo era
demasiado severo y la ley era imprecisa, entonces Dios había cometido un error.
Pero suponer eso es una blasfemia. Entonces, siendo justa la ley y siendo justo
el castigo, ¿haría Dios algo injusto? Sería algo injusto de Su parte que no
ejecutara el castigo. ¿Quisieras que fuera injusto? Él había declarado que el
alma que pecara debía morir; ¿quisieras que Dios fuera un mentiroso? ¿Debería
tragarse Sus palabras para salvar a Sus criaturas? “Sea Dios veraz, y todo
hombre mentiroso”. La sentencia de la ley tiene que ser ejecutada. Era inevitable
que si Dios mantenía la prerrogativa de Su santidad, debía castigar los pecados
que los hombres habían cometido. Entonces, ¿cómo había de salvarnos?
¡Contemplen el plan! Su amado Hijo, el Señor de gloria, asume la naturaleza
humana, toma el lugar de todos aquellos que el Padre le dio, ocupa su lugar, y
cuando la sentencia de la justicia es proclamada y la espada de la venganza
salta fuera de su vaina, he aquí, el glorioso Sustituto desnuda Su brazo, y
dice: “Golpea, oh espada, pero golpéame a mí,
y deja ir a mi pueblo”. La espada de la ley se introdujo en el alma misma
de Jesús, y Su sangre fue derramada, sangre no de alguien que era meramente
hombre, sino de Uno que, siendo un Espíritu eterno, era capaz de ofrecerse sin
mancha para Dios de una manera que daba una eficacia infinita a Sus
sufrimientos. Por medio del Espíritu eterno, se nos informa, que Él se ofreció
sin mancha a Dios. Siendo en Su propia naturaleza infinitamente más allá de la
naturaleza del hombre, abarcando todas las naturalezas humanas, por decirlo
así, dentro de Sí, en razón de la majestad de Su persona, fue capaz de ofrecer
una expiación a Dios de una suficiencia infinita, ilimitada e inconcebible.
Ninguno de nosotros
podría decir lo que nuestro Señor sufrió. Estoy seguro de ésto: que yo no
menospreciaría ni subestimaría Sus sufrimientos físicos –las torturas que
soportó en Su cuerpo- pero estoy igualmente seguro de que ninguno de nosotros
podría exagerar o sobrevalorar los sufrimientos de un alma como la suya, pues
están más allá de toda concepción. Él era tan puro y tan perfecto, tan
exquisitamente sensible y tan inmaculadamente santo, que ser contado entre los
transgresores, ser golpeado por Su Padre, tener que morir (¿he de decirlo?) la
muerte de un incircunciso por mano de extranjeros, era la propia esencia de la
amargura, la consumación de la angustia. “Con todo eso, Jehová quiso
quebrantarlo, sujetándole a padecimiento”. Sus aflicciones, en sí mismas, eran
lo que la liturgia griega bien llama: “sufrimientos desconocidos, grandes
dolores”. De aquí, también, que su eficacia sea sin fronteras, sin límite. Por
tanto, Dios es capaz ahora de perdonar el pecado. Él ha castigado el pecado en
Cristo; conviene a la justicia, así como a la misericordia, que Dios suprima
esas deudas que han sido pagadas. Sería injusto –hablo con reverencia, pero sin
embargo, con santo arrojo- sería injusto de parte de
¡Oh, mis queridos
oyentes!, el texto está lleno de advertencias para algunos de ustedes. Ustedes
pudieran tener una disposición amigable, un excelente carácter y una índole
madura, pero tienen escrúpulos de aceptar a Cristo; ustedes tropiezan con esta
piedra de tropiezo; se parten en esta roca. ¿Cómo puedo responder a su
desventurado caso? No voy a razonar con ustedes. Me abstengo de entrar en ninguna
discusión, pero les hago una pregunta: ¿creen que
Él te pide que sigas el
camino por Él establecido, y si lo rechazas, has de morir. Tu muerte es un
suicidio, ya sea deliberado, accidental o por causa de un error de juicio. Tu
sangre sea sobre tu cabeza. Estás advertido.
Por otro lado, ¡qué
consolación tan trascendente nos proporciona el texto! “Sin derramamiento de
sangre no se hace remisión”, pero donde hay derramamiento, hay remisión. Si tú
has venido a Cristo, eres salvo. Si tú puedes decir desde lo profundo de tu corazón:
“Mi fe pone en verdad su mano
Sobre esa amada cabeza Tuya,
A la vez que como penitente me presento,
Y aquí confieso mi pecado”.
Entonces, tu pecado ha
desaparecido. ¿Dónde está ese joven? ¿Dónde está esa joven? ¿Dónde están esos
ansiosos corazones que han estado diciendo: “quisiéramos ser perdonados ahora”?
¡Oh!, miren, miren, miren, miren al Salvador crucificado, y son perdonados. Pueden
proseguir su camino, en tanto que hayan aceptado la expiación de Dios. Hija,
ten ánimo, pues tus pecados, que son muchos, te son perdonados. Hijo,
regocíjate, pues tus transgresiones son borradas.
Mi última palabra será
ésta. Ustedes que son maestros de otros y tratan de hacer el bien, aférrense
firmemente a esta doctrina. Ésto ha de ser el frente, el centro, la médula y el
tuétano de todo lo que tienen que testificar. Yo lo predico con frecuencia,
pero no hay nunca un domingo en el que me retire a mi lecho con tanto
contentamiento íntimo como cuando he predicado el sacrificio sustitutivo de
Cristo. Entonces siento que: “si los pecadores se pierden, no tengo nada de su
sangre sobre mí”. Esta es la doctrina que salva al alma; aférrense a ella y se
habrán asido de la vida eterna; si la rechazan, la habrían rechazado para su
confusión. ¡Oh, apéguense a esto! Martín Lutero solía decir que cada sermón
debería contener la doctrina de la justificación por fe. Cierto; pero ha de
contener también la doctrina de la expiación. Lutero dice que no podía meter la
doctrina de la justificación por fe en las cabezas de los habitantes de
Wurtemberg, y se sentía medio inclinado a llevar el libro al púlpito para
arrojarlo en sus cabezas, para lograr que se introdujera allí. Me temo que no
habría tenido éxito si lo hubiera hecho. Pero, ¡oh!, cómo trataría yo de
martillar una y otra y otra vez sobre este clavo. “La vida de la carne en la
sangre está”. “Y veré la sangre y pasaré de vosotros”.
Cristo entrega Su vida derramando
Su sangre: es ésto lo que les proporciona el perdón y la paz a cada uno de
ustedes, si lo miran a Él. Perdón ahora, perdón completo, perdón para siempre.
Aparten la mirada de todas las otras confianzas y descansen en los sufrimientos
y en la muerte del Dios Encarnado, que ha ido a los cielos y que vive hoy para
interceder delante del trono de Su Padre, por el mérito de la sangre que derramó
en el Calvario por los pecadores. Como los voy a ver a todos ustedes en aquel
gran día, cuando el Crucificado venga como Rey y Señor de todo, día que se está
apresurando con presteza, como yo los voy a ver entonces, les pido que den
testimonio de que me he esforzado por decirles con toda sencillez cuál es el
camino de la salvación; y si lo rechazan, háganme el favor de decir que al
menos les he proclamado este Su Evangelio en el nombre de Jehová, y que los he
exhortado sinceramente a aceptarlo para que sean salvos. Pero yo preferiría que
le agradara a Dios que los encontrara allá a todos, cubiertos con la única
expiación, vestidos con la única justicia, y aceptos en el único Salvador, y
entonces cantaríamos juntos: “El Cordero que fue inmolado y que nos ha redimido
para Dios es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza,
la honra, la gloria y la alabanza por los siglos de los siglos”. Amén.
Nota del traductor:
Irvingismo: Movimiento iniciado por Edward Irving (1792-1834) quien
fundó
Traductor: Allan Román
16/Junio/2011
www.spurgeon.com.mx