El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Portentoso Pacto

NO. 3326

 

SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y PUBLICADO EL JUEVES 31 DE OCTUBRE DE 1912.

 

“Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo”. Hebreos 8: 10.

 

“…en sus corazones las grabaré”. Biblia de Jerusalén.

 

La doctrina del pacto divino está en el origen de toda verdadera teología. Se ha dicho que quien entiende bien la distinción entre el pacto de obras y el pacto de gracia, domina la teología. Estoy persuadido de que la mayoría de los errores que los hombres cometen concernientes a las doctrinas de la Escritura, se originan en equivocaciones fundamentales relacionadas con los pactos de la ley y la gracia. Que Dios me conceda ahora poder para enseñarles y a ustedes la gracia de recibir la instrucción sobre este tema vital.

 

En cuanto al orden de la historia de este mundo, la raza humana estuvo primero sujeta a Dios bajo el pacto de obras. Adán era el hombre que la representaba. Le fue dada una cierta ley. Si la guardaba, él y toda su posteridad serían bendecidos como resultado de la obediencia. Si la quebrantaba, él mismo incurriría en la maldición, y también la transmitiría a todos sus representados. Nuestro primer padre invalidó aquel primer pacto. Cayó. Incumplió sus obligaciones. En su caída nos arrastró a todos, pues todos nosotros estábamos en sus lomos, y él nos representaba delante de Dios. Entonces, nuestra ruina fue completa antes de que naciéramos. Fuimos arruinados por aquél que ocupó el puesto de nuestro primer representante. Ser salvados por las obras de la ley es imposible, pues bajo aquel pacto ya estamos perdidos. Si hemos de ser salvados del todo ha de ser según un plan completamente diferente, no según el plan de obrar y de ser recompensados por ello, pues eso ya fue intentado, y el representante sobre quien fue probado falló por todos nosotros. Todos nosotros fallamos en su fracaso; no hay ninguna esperanza, por tanto, de ganar el favor divino por algo que podamos hacer, o de ameritar la bendición divina por vía de una recompensa.

 

Pero la misericordia divina se interpuso y proveyó un plan de salvación de la caída. Ese plan es otro pacto, un pacto hecho con Cristo Jesús, el Hijo de Dios, quien es debidamente llamado por el apóstol: “el Segundo Adán”, porque fue nuevamente un representante de los hombres. Ahora bien, el segundo pacto, en lo que concierne a Cristo, era un pacto de obras de igual manera que el primero. Era en este sentido: Cristo tenía que venir al mundo y obedecer perfectamente la ley divina. Tenía que sufrir también el castigo del pecado, puesto que el primer Adán había infringido la ley. Si Cristo cumplía ambas cosas, entonces, todos aquellos a quienes Él representaba serían bendecidos en Su bienaventuranza, y serían salvados debido a Su mérito. Entonces, nuestro Señor vino a este mundo sujeto a un pacto de obras. Él tenía que realizar ciertas obras, y si las cumplía, nos serían otorgadas ciertas bendiciones. Nuestro Señor guardó ese pacto. Su parte del pacto fue cumplida hasta la última letra. No hay ningún mandamiento que no hubiera honrado; no hay ningún castigo por la ley quebrantada que no hubiera soportado. Tomó forma de siervo y se hizo obediente, sí, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Él realizó así lo que el primer Adán no pudo cumplir, y recuperó lo que el primer Adán perdió por su transgresión. Él afirmó el pacto, que cesó de ser entonces un pacto de obras, ya que todas las obras fueron realizadas.

 

“Jesús las realizó, las realizó todas,

Hace mucho, mucho tiempo”.

 

Y ahora ¿qué permanece del pacto? Dios, por Su parte, se ha comprometido solemnemente a otorgar un favor inmerecido a todos cuantos estaban representados en Cristo Jesús. Para todos aquellos por quienes el Salvador murió, hay atesorada una cantidad ilimitada de bendiciones que les serán otorgadas, no a través de sus obras, sino como un don soberano de la gracia de Dios, según la promesa del pacto por la cual serán salvados.

 

Contemplen, hermanos míos, la esperanza de los hijos de los hombres. La esperanza de obtener la salvación por sí mismos es aplastada, pues ya están perdidos. La esperanza de ser salvados por obras es una esperanza falaz, pues no pueden cumplir la ley. Ya la quebrantaron. Pero hay un camino de salvación disponible de esta manera: El que creyere en el Señor Jesucristo, recibirá y participará de la bienaventuranza que Cristo ha comprado. Todas las bendiciones que pertenecen al pacto de gracia a través de la obra de Cristo, habrán de pertenecer a toda alma que crea en Jesús. Al que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, a él le serán dadas sin duda las bendiciones del nuevo pacto de gracia.

 

Espero que esta explicación sea lo suficientemente clara. Si Adán hubiera guardado la ley, nosotros habríamos sido bendecidos por ese hecho. Pero Adán quebrantó la ley, y nosotros hemos sido maldecidos a través de él. Ahora bien, el segundo Adán, Cristo Jesús, guardó la ley, y por tanto, si somos creyentes, estamos representados en Cristo y somos bendecidos con los resultados de la obediencia de Jesucristo a la voluntad de Su Padre. Él dijo en tiempos antiguos: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad. Tu ley es mi delicia”. Él cumplió esa voluntad, y las bendiciones de la gracia son otorgadas ahora gratuitamente a los hijos de los hombres.

 

Entonces voy a pedirles que presten atención, primero, a los privilegios del pacto de gracia; y, en segundo lugar, a las partes involucradas en él. Esto bastará, estoy seguro, para nuestra consideración en el breve tiempo asignado a nuestro sermón de esta noche.

 

I.   LOS PRIVILEGIOS DEL PACTO DE GRACIA.

 

El primer privilegio es que todos los que tienen un interés en él, recibirán la iluminación de sus mentes. “Daré mi ley en su mente”. Por naturaleza estamos a oscuras en cuanto a la voluntad de Dios. La conciencia mantiene en nosotros un tipo de recuerdo fragmentario de lo que era la voluntad de Dios. Es un monumento de la voluntad de Dios, pero frecuentemente es difícilmente legible. Al hombre no le interesa leerlo, pues es adverso a lo que allí lee. “Su necio corazón fue entenebrecido”, es la expresión de la Escritura con respecto a la mente humana. Pero se promete el Espíritu Santo a quienes tienen un interés en el pacto. Él vendrá a sus mentes y derramará luz en lugar de las tinieblas, iluminándolas en cuanto a cuál es la voluntad de Dios. El impío tiene algún grado de luz, pero es meramente intelectual. Es una luz que no ama. Ama las tinieblas más que la luz, porque sus actos son malvados. Pero cuando llega el Espíritu Santo, inunda el alma con un lustre divino en el que el alma se deleita y del que desea participar al máximo.

 

Hermanos, el hombre renovado, el hombre bajo el pacto de gracia, no necesita recurrir constantemente a su Biblia para saber qué debe hacer, ni necesita acudir a algún hermano cristiano para pedirle instrucción. No tiene ahora la ley de Dios escrita en una tabla de piedra, o sobre un pergamino o sobre papel; la ley está escrita en su propia mente. Un Espíritu divino e infalible mora ahora dentro de él que le declara lo bueno y lo malo, y por eso discierne rápidamente entre una cosa y la otra. Ya no hace de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; ya no pone lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo. Su mente está iluminada en cuanto a la verdadera santidad y pureza que Dios requiere.

 

Simplemente observen a aquellos a quienes viene esta luz. Algunos de ellos eran, por naturaleza, profundamente depravados. Todos ellos eran depravados, pero por sus prácticas algunos de ellos se volvieron todavía más negros. ¿No es maravilloso que un pobre pagano que escasamente parecía reconocer la distinción entre lo bueno y lo malo antes que el Espíritu de Dios entrara en su mente, después, sin necesidad de que se le enseñaran todos los preceptos individualmente, recibiera de inmediato la luz viva de una tierna conciencia que lo ha llevado a conocer lo bueno y a amarlo, y a ver el mal y a evitarlo? Si se quiere civilizar al mundo, debe ser por la predicación del Evangelio. Si se quiere contar con hombres bien instruidos en cuanto a lo bueno y lo malo, tiene que ser por medio de esta instrucción divina que sólo Dios mismo puede impartir. “Yo lo haré”, y, ¡oh!, cuán benditamente lo hace, cuando toma al hombre que amaba el mal y lo llamaba el bien, y derrama de tal manera un rayo divino dentro de su alma, que en adelante ya no puede ser perverso, no puede ser obstinado, sino que se somete a la voluntad divina. Esa es una de las primeras bendiciones del pacto: la iluminación del entendimiento.

 

La siguiente bendición es: “y sobre su corazón las escribiré”. Esto es algo más que conocer la ley, es infinitamente más que eso. “Voy a escribir la ley, no meramente en sus entendimientos, desde donde esa ley pueda guiarlos, sino en sus corazones, desde donde los conducirá. Hermanos, el Espíritu Santo hace que los hombres amen la voluntad de Dios, hace que se deleiten en todo aquello en lo que Dios se deleita, y que aborrezcan lo que Dios aborrece. Bien se dice en el texto que Dios hará ésto, pues ciertamente no es algo que un hombre pueda hacer por sí mismo. Es más fácil que el etíope mude su piel o el leopardo sus manchas. No es algo que el ministro pueda hacer, pues aunque predique al oído, no puede escribir la ley de Dios en los afectos. Me ha maravillado la expresión usada en el texto: “y en su corazón las escribiré”. Escribir sobre un corazón ha de ser un trabajo difícil, pero escribir en un corazón, en el propio centro del corazón, ¿quién puede hacerlo sino Dios? Un hombre graba con un cuchillo su nombre en la corteza de un árbol, y allí queda, y las letras crecen con el árbol; pero grabar su nombre con un cuchillo en el corazón del árbol: ¿cómo podría lograr eso? Y sin embargo, ¡Dios graba divinamente Su voluntad y Su ley en el propio corazón y en la naturaleza del hombre!

 

Yo sé cuál es la idea que hay acerca del pueblo cristiano: que no se conforman a esta y a esa costumbre, porque tienen miedo; ellos quisieran recrearse con las vanidades del mundo, pero no quisieran merecer los castigos. ¡Ah, ustedes, hijos de los hombres, ustedes no comprenden la obra misteriosa del Espíritu! Él no hace nada parecido a eso. Él no hace que el hijo de Dios sea un siervo, un esclavo temeroso de la servidumbre, antes bien cambia de tal manera la naturaleza de los hombres que ya no aman lo que antes amaban; ahora se apartan con desprecio de las cosas en las que antes se deleitaban, y no pueden complacerse más en los pecados que una vez fueron dulces para ellos, de la misma manera que un ángel no podría hundirse y revolcarse en el cieno con los cerdos. ¡Oh!, esta es una obra de gracia, y éste es un bendito pacto en el que se promete que seremos instruidos en lo recto, que se nos enseñará a conocer y amar lo recto, y a practicarlo con la debida disposición mental.

 

Me dirijo a algunos esta noche que han estado diciendo: “yo desearía ser salvo”. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Quieres decir que deseas poder escapar del infierno? ¡Ah!, bien, yo desearía que tuvieras otro deseo, es decir, que dijeras: “¡Oh, que pudiera escapar del pecado! ¡Oh, que pudiera ser purificado! ¡Oh, que pudiera ponerle una brida a mis pasiones! ¡Oh, que mis anhelos y mis gustos pudieran ser cambiados!” Si es ese tu deseo, mira cuán grande Evangelio tengo para predicarte. No tengo que venir y decirte: haz esto y no hagas eso. Moisés te dice eso, y el predicador de la ley te habla de esa manera, pero yo, el predicador del Evangelio, exponiendo el pacto de gracia esta noche, te digo que Jesucristo ha hecho tal obra para los pecadores, que ahora Dios viene a ellos por causa de Cristo, les hace ver lo correcto, y por una obra divina en ellos y en su interior, los induce a amar la santidad y a seguir la justicia.

 

Yo confieso que considero que ésta es una de las más grandes bendiciones de las que lengua alguna pudiera hablar jamás. Yo preferiría ser santo que ser feliz, si las dos cosas fueran separables. Si fuera posible que un hombre estuviera afligido siempre y, sin embargo, que fuera puro, yo elegiría la aflicción, si pudiera alcanzar la pureza; pues, amados, ser libre del poder del pecado, ser conducido a amar la santidad, aunque les he hablado en un sentido humano, es la verdadera felicidad. Un hombre que es santo está en orden con la creación; está en armonía con Dios. Es imposible que ese hombre sufra por largo tiempo. Podría soportar dolor por un tiempo por su bien perenne, pero tan cierto como que Dios es feliz, el santo tiene que ser feliz. Este mundo no está constituido de tal manera que a la larga la santidad se identifique con la aflicción, pues en la eternidad Dios mostrará que ser puro es ser bienaventurado, que ser obediente a la voluntad divina es ser glorificado eternamente. Al predicarles, entonces, estas dos bendiciones del pacto, les he predicado virtualmente el reino del cielo que está abierto para todos aquellos a quienes la gracia de Dios mira con un ojo de misericordia.

 

La siguiente bendición del pacto es: “Seré a ellos por Dios”. Si alguien me preguntara qué significa eso, debo responderle: Dame un mes para considerarlo. Y después de haber considerado el texto durante un mes, tendría que pedirle otro mes; y después de haber esperado un año, tendría que pedirle otro año; y cuando hubiera esperado hasta encanecer, todavía pediría la posposición de cualquier intento de abrirlo plenamente, hasta la eternidad. “Seré a ellos por Dios”. Ahora, fíjense, donde el Espíritu de Dios llega para enseñarles la voluntad divina y hacerles amar la voluntad divina, Dios se convierte para ustedes, ¡cómo!, ¿en un padre? Sí, en un Padre tierno y amoroso. ¿En un pastor? Sí, en un diligente Guardián de Su rebaño. ¿En un amigo? Sí, en un Amigo que es más fiel que un hermano. ¿En una roca? ¿En un refugio? ¿En una fortaleza? ¿En una torre alta? ¿En un castillo de defensa? ¿En un hogar? ¿En un cielo? Sí, en todo eso. Pero cuando dijo: “Seré a ellos por Dios”, dijo más que todas esas cosas tomadas en su conjunto, pues, “Seré a ellos por Dios”, comprende todos los títulos de gracia, todas las benditas promesas, y todos los privilegios divinos. Abarca… sí, ahora hago un alto, pues esto es infinito y lo infinito abarca todas las bendiciones. “Seré a ellos por Dios”. ¿Necesitas provisión? Los millares de animales en los collados son suyos; dar no es nada para Él; no lo empobrecerá; Él te dará como un Dios. ¿Necesitas consuelo? Él es el Dios de toda consolación; Él te consolará como un Dios. ¿Necesitas orientación? Hay infinita sabiduría que está a tu entera disposición. ¿Necesitas apoyo? Hay un eterno poder, el mismo que guarda las colinas eternas, esperando para ser tu apoyo. ¿Necesitas gracia? Él se deleita en la misericordia, y toda esa misericordia es tuya. Cada atributo de Dios pertenece a Su pueblo que ha entrado en pacto con Él. Todo lo que Dios es o pudiera ser -¿y qué hay que no esté allí?- todo lo que puedas concebir y más; todo lo que los ángeles tienen y más; todo lo que el cielo es y más; todo lo que está en Cristo, incluso la ilimitada plenitud de la Deidad, todo eso te pertenece, si estás en pacto con Dios por medio de Jesucristo. ¡Cuán ricos, cuán bienaventurados, cuán augustos, cuán nobles son aquéllos que han entrado en pacto con Dios, confederados con el cielo! La infinitud te pertenece. Alza tu cabeza, oh hijo de Dios, y regocíjate en una promesa que yo no puedo exponer y que tú no puedes explorar. Aquí debo dejar este asunto; es un abismo que en vano intentamos sondear.

 

Noten la siguiente bendición: “Y ellos me serán a mí por pueblo”. En un cierto sentido, toda carne le pertenece a Dios. Todos los hombres son Suyos por derechos de creación, y Él tiene una soberanía infinita sobre ellos. Él mira desde lo alto a los hijos de los hombres, y selecciona a algunos, y dice: “Éstos conformarán mi pueblo, no el resto; éstos serán mi pueblo peculiar”.

 

Cuando el rey de Navarra estaba peleando por su trono, el escritor que elaboró un himno a la batalla, dijo:

 

“Miró a los enemigos, y su mirada fue severa y altiva;

Miró a su pueblo, y una lágrima se asomó a sus ojos”.

 

Y cuando vio a algunos de los franceses en armas contra él:

 

   “Entonces el gentil Enrique dijo: ningún francés es mi enemigo,

   Abajo, abajo, con todo extranjero, pero dejen ir a sus hermanos”.

 

El rey consideraba a su pueblo incluso si estaban en rebelión contra él, y albergaba un pensamiento diferente hacia ellos de los que tenía hacia otros. “Déjenlos ir”, parecía decir, pues “son parte de mi pueblo”. Así que, fíjense, en las grandes batallas y contiendas de este mundo, cuando Dios desencadena la terrible artillería del cielo, Su mirada es severa para con Sus enemigos, pero hay lágrimas en Sus ojos para Su pueblo. Él es siempre tierno para con ellos. “Perdonen a mi pueblo”, dice, y los ángeles se interponen para que los pies de esos elegidos no tropiecen contra una piedra.

 

La gente tiene sus tesoros, sus perlas, sus joyas, sus rubíes, sus diamantes, los cuales constituyen su peculiar acopio. Ahora bien, todos los que están en el pacto de gracia constituyen el peculiar tesoro de Dios. Él los valora por encima de todas las otras cosas. De hecho, hace que el mundo gire para ellos. El mundo no es sino un andamiaje para la Iglesia. Él desechará a la creación una vez que haya reunido a Sus santos; sí, el sol, y la luna y las estrellas pasarán como andrajos viejos una vez que haya reunido a Sus propios elegidos, y los haya colocado dentro de la seguridad de los muros del cielo. El tiempo camina para ellos; para ellos existe el mundo. Él mide a las naciones de acuerdo al número de ellos, y hace que las propias estrellas del cielo luchen contra sus enemigos, y que los defiendan de sus adversarios. “Me serán a mí por pueblo”. El favor contenido en tal amor no puede ser expresado por lengua alguna. Tal vez en algunos de esos apacibles lugares de descanso preparados para los santos en el cielo, una parte de nuestro gozo eterno será contemplar las alturas y las profundidades de estas líneas de oro.

 

II.   Y ahora, hermanos, desearía tener el tiempo para considerar las otras partes contenidas en los versículos once y doce del capítulo, pero no lo tengo, pues debo hacer algo práctico, que es preguntar: ¿PARA QUIÉNES HIZO DIOS ESTE PACTO?

 

Dije que lo hizo con Cristo, pero lo hizo con Cristo como el representante de Su pueblo. La pregunta para ustedes, y para mí y para cada quien esta noche, es: “¿Tengo un interés en Cristo? ¿Suplió Cristo mi lugar?” Ahora, si yo fuera a decir que Cristo fue el representante del mundo entero, ustedes no encontrarían ninguna ventaja sustancial en ello, porque al estar perdida una gran proporción de la humanidad, cualquiera que fuera el interés que pudieran haber tenido en Cristo, no fue ciertamente de ningún valor benéfico para ellos en lo tocante a su eterna salvación. La pregunta que hago es: ¿tengo yo un interés tan especial en Cristo que este pacto me incluye a mí, de tal manera que tendré o ya tengo ahora la mente iluminada, los afectos santificados y la posesión de Dios para ser mi Dios?

 

Hermanos míos, no se engañen; yo no puedo y ustedes tampoco pueden pasar las hojas del libro del destino. Es imposible que forcemos nuestro camino al aposento del Eterno. Yo espero que no estén engañados por ideas supersticiosas de que han tenido alguna revelación hecha para ustedes, o de que ha habido algún sonido especial o algún sueño que lleve a pensar a cualquiera de ustedes que es cristiano.

 

Sin embargo, intentaré ayudarles un poco sobre la base de promesas más sólidas. ¿Han obtenido ya alguna de estas bendiciones del pacto? ¿Tienen una mente que ha sido iluminada? ¿Encuentran ahora que su espíritu les dice qué es lo bueno y qué es lo malo? Mejor aún, ¿tienen un amor por lo bueno? ¿Tienen un odio por lo malo? Si es así, como ya tienen una bendición del pacto, todas las demás bendiciones la acompañarán. Ahora, hombres y mujeres, ¿han experimentado ustedes un gran cambio? ¿Han llegado a odiar aquello que una vez amaron, y a amar aquello que una vez odiaron? Si así ha sido, el pacto se extiende ante ustedes como la tierra de Canaán ante los embelesados ojos de Moisés en la cumbre del monte. Mírenlo ahora, pues es suyo. Fluye leche y miel, y les pertenece, y ustedes lo heredarán. Pero si no ha habido tal cambio obrado en ustedes, no puedo ofrecerles ninguna congratulación, pero doy gracias a Dios porque puedo hacer lo que es adecuado para ustedes. Yo les puedo ofrecer la dirección divina, y la guía para que obtengan un interés en este pacto; y esclarecer su interés en él, es sencillo. Está contenido en pocas palabras. Observen bien esas tres palabras: “Cree y vive”, pues el que cree en Cristo Jesús tiene vida eterna, que es la bendición del pacto. El argumento es obvio. Teniendo la bendición del pacto tienes que estar en el pacto, y estando en el pacto, Cristo evidentemente tuvo que haber sido representativamente tu fiador. Pero alguien preguntará: “¿Qué es creer en Cristo?” Otra palabra es sinónima. Es: confía en Cristo. “¿Cómo puedo saber si murió por mí en particular?” Confía en Él ya sea que sepas o no. Jesucristo es alzado en la cruz del Calvario como la expiación por el pecado; y la proclamación es ofrecida verbalmente: “Mira, mira; mira y vive”, y todo aquél que deseche su justicia propia, que deseche todo aquello de lo que ahora depende, y quiera venir y confiar en la obra terminada de nuestro exaltado Salvador, en esa precisa fe tiene la señal de que es uno de aquellos que estaban en Cristo cuando subió a la cruz y llevó a cabo la eterna redención de Sus elegidos. Yo no creo que Cristo muriera en el madero para hacer que los hombres sean salvables, sino para salvarlos; no murió para que algunos hombres pudieran ser salvados “si”… sino para redimirlos realmente, y Él se entregó en ese lugar y en ese momento como rescate; Él pagó allí sus deudas, allí arrojó sus pecados en el Mar Rojo, y allí barrió por completo todo lo que podía imputarse a los elegidos de Dios. Si crees, tú eres uno de Sus elegidos. Si tú crees en Él, Cristo murió por ti y tus pecados te son perdonados. “Bien, pero” –dirá alguien- “¿qué hay en cuanto al cambio de naturaleza?” Siempre viene con la fe. Es el pariente más cercano de la fe. Doquiera que haya un fe genuina en Cristo, la fe obra amor. Un sentido de misericordia engendra el afecto; el afecto a Cristo engendra el odio al pecado; el odio al pecado purifica el alma; y la purificación del alma cambia la vida. No deben comenzar por enmendarse externamente; tienen que comenzar con la nueva vida interna, y es así como ha de obtenerse: el don de Dios por medio de la simple fe en Jesús.

 

Un hombre de color que había asistido por algún tiempo a un lugar de adoración se había embebido de la idea, -muy natural por cierto- de que era salvo porque había sido bautizado. Había ido a uno de esos lugares donde enseñan a los niños a decir algo parecido a ésto: “En mi bautismo, por el que fui constituido un miembro de Cristo, un hijo de Dios, y un heredero del reino del cielo”. “Ahora”, dijo él, muy simple y llanamente, pues eso enseña el catecismo, lo cual es un grave engaño: “yo soy salvo porque he sido bautizado; eso me ha hecho un hijo de Dios”. Entonces, el buen maestro que buscaba instruirlo mejor, no pudo encontrar una metáfora que se adaptara mejor a su intelecto que llevarlo a la cocina y mostrarle un frasco de tinta negra. “Ahora” –dijo- “voy a lavarlo”, y lavó la parte externa del frasco de tinta negra, e invitó al hombre a beber de él porque ya estaba limpio. “No” –replicó el hombre- “está lleno de tinta negra, está lleno de tinta negra; no está limpio sólo porque haya lavado la parte externa”. “¡Ah!”, -dijo- “y lo mismo pasa contigo; todo lo que estas gotas de agua podrían hacer por ti, todo lo que el bautismo podría hacer por ti, es lavar la parte externa, pero eso no te limpia, pues toda la inmundicia está por dentro”.

 

Ahora bien, la obra del pacto de gracia no consiste en lavar el exterior, no consiste en limpiar la carne, no consiste en pasar a través de ritos y ceremonias, y de las manos episcopales, sino en lavar el interior; en purificar el corazón, en limpiar las partes vitales, en renovar el alma, y esta es la única salvación que hará jamás que un hombre entre en el cielo. Puedes renunciar esta noche a todos tus vicios externos, y yo espero que lo hagas; puedes practicar todas las ceremonias eclesiales, y si son escriturales, deseo que puedas hacerlo; pero no harán nada por ti, nada de ningún tipo para que entres al cielo, si te falta una cosa más, que es alcanzar la bendición del pacto de la naturaleza renovada que sólo puede obtenerse como un don de Dios por medio de Jesucristo y como el resultado de una fe simple en Aquel que murió en el madero.

 

Yo los insto a una labor de autoexamen a todos ustedes; los insto sinceramente a ustedes, miembros de la iglesia. De nada les sirve que hayan sido bautizados; de nada les sirve que tomen el sacramento. ¿Les da alguna ventaja? En verdad conllevará una mayor responsabilidad y una maldición sobre ustedes a menos que sus corazones hubieren sido renovados por el Espíritu Santo según la promesa del pacto. Si no tienen un corazón nuevo, ¡oh!, retírense a sus aposentos, caigan de rodillas, y clamen pidiéndoselo a Dios. Que el Espíritu Santo los constriña a hacerlo, y mientras estén suplicando, recuerden que el corazón nuevo proviene del corazón sangrante, que la naturaleza cambiada viene de la naturaleza sufriente. Han de mirar a Jesús, y mirando a Jesús, han de saber que:

 

“Hay vida en una mirada al Crucificado,

Hay vida en este instante para ti”.

 

Me parece que estas bendiciones de las que he hablado son una gran consolación e inspiración. Son una gran consolación para los creyentes. Tú estás en el pacto, mi querido hermano, y sin embargo me dices que eres muy pobre. Pero Dios ha dicho: “Yo seré tu Dios”. Vaya, tú eres muy rico. Un hombre podría no tener ni un centavo en el mundo, pero si posee un diamante, es rico. Entonces, si un hombre no tiene ni un centavo ni tampoco un diamante, pero tiene a su Dios, es rico. Ah, pero tu saco está raído y tú no ves de dónde han de provenir los medios para renovar tu guardarropa. “Considerad los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos”. Tú Dios es el mismo Dios de los lirios, ¿y vestirá así a la hierba del campo que hoy es y mañana se echa en el horno, y no te vestirá con mayor razón a ti, oh hombre de poca fe?

 

Dije también que sería una inspiración, y pienso que lo es. Trabajar para Cristo es una inspiración para todos nosotros, porque estamos seguros de lograr algunos resultados. Yo quisiera, en verdad yo quisiera que las naciones fueran convertidas a Cristo. Yo quisiera que toda esta ciudad de Londres perteneciera a mi Dios y Señor, y que todas sus calles fueran habitadas por quienes aman Su nombre; pero cuando veo que el pecado abunda y que el Evangelio es puesto en fuga, mi apoyo es esto: “Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos”. Él tendrá a los suyos. Los poderes infernales no le robarán a Cristo, Él verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho. El Calvario no significa una derrota. ¿Acaso Getsemaní es una derrota? ¡Imposible! El Hombre Poderoso que subió a la cruz para desangrarse y morir por nosotros, siendo también el Hijo de Dios, no sufrió una derrota allí, sino que obtuvo una victoria. Verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Si algunos no serán salvados, otros lo serán. Si, habiéndoseles invitado, algunos se consideran indignos de asistir a la fiesta, otros serán llevados, incluso los ciegos, y los cojos y los lisiados, y la cena estará llena de invitados. Si no vienen de Inglaterra, vendrán del este, y del oeste, y del norte y del sur. Si llegara a suceder que Israel no fuese reunido, ¡he aquí!, los paganos serán reunidos a Cristo. Etiopía extenderá sus brazos y Sinim se entregará al Redentor; el explorador del desierto doblará la rodilla, y el extranjero que viene de muy lejos preguntará por Cristo. Oh, no, amados, los propósitos de Dios nunca se ven frustrados; la eterna voluntad de Dios no es derrotada nunca. Cristo murió una muerte gloriosa, y recibirá una plena recompensa por todo Su dolor. “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano”.    

 

 

Traductor: Allan Román

6/Julio/2011

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