El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La mano sellada
Un sermón invernal
NO. 3289
UN SERMÓN PREDICADO POR C. H. SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 15 DE FEBRERO DE 1912.
“El sella la mano de todo hombre,
para que todos conozcan su obra.” Job 37: 7. La Biblia de las Américas
Cuando el Señor sella la mano de un hombre, ese
hombre es incapaz de realizar su labor. El Señor tiene un propósito en ello, es
decir, “para que todos conozcan su obra”.
Cuando los hombres no pueden realizar su propio trabajo, son invitados a
observar las obras de Dios. Este es un hecho, me temo, que muchos de nosotros
no hemos advertido nunca. Cuando la tierra queda endurecida como el hierro por
la helada, cuando la tierra permanece enterrada bajo una profunda capa de
nieve, cuando el buey descansa en el establo y los sirvientes calientan sus
manos al fuego, entonces la mano del labrador es sellada; pero, me temo que el
propósito divino no siempre recibe la atención debida. Al contemplar la caída
de la nieve a través del cristal escarchado de la ventana, ¿acaso te preguntas:
“Dios ha suprimido mi trabajo, y me ha dado un tiempo libre y quiere que yo lo
convierta en un tiempo santo; he de volver mis pensamientos hacia las
grandiosas obras del Señor en la naturaleza, en la providencia y en la gracia;
impedido de seguir mi llamamiento, estoy encerrado para que piense también en
mi Dios y en Su obra”?
A la mayoría de nosotros nos sucede, en diversas
ocasiones, que somos apartados de nuestro servicio ordinario, y sería bueno que
aprovecháramos ese momento. Aquel individuo no se ausenta nunca de su
escritorio, ese otro está detrás del mostrador regularmente, un tercero es
siempre diligente en sus viajes, pero, tarde o temprano, llega un día de dolor
y debilidad cuando el curso normal de la vida se interrumpe y el hombre más
ocupado se queda tendido sin moverse. En el aposento de la enfermedad, durante
semanas y meses, Dios sella la mano activa y así otorga al hombre atareado una
tranquila temporada para la reflexión. En Francia, el hospital recibe el nombre
de “la casa de Dios”, y es bueno que se convierta en eso. El hombre que no
quisiera pensar en Dios si pudiera evitarlo mientras está ocupado en el mundo,
es bendecido por la enfermedad con un tiempo para la reflexión; y una vez que
es apartado del alboroto, es invitado a dejar atrás sus afanes absorbentes.
Pareciera decirle el grandioso Padre: “permanece allí solo: quédate despierto a
lo largo de las vigilias de la noche, y reflexiona en tus caminos pasados y a
dónde conducen. Escucha el tictac del reloj, y advierte el vuelo del tiempo ‘hasta
que aprendas a contar tus días y traigas al corazón sabiduría’. No puedes tocar
tu propio trabajo; ahora, por tanto, piensa en la obra de tu Dios y Salvador
hasta que obtengas la bendición que proviene de ella”. Este es el propósito de
la enfermedad y de la incapacidad de seguir nuestro llamamiento: nuestra mano
es impedida así de ejercer su ocupación para que nuestro corazón se abra a
Dios, y al cielo y a las cosas eternas.
“Se necesita
que nuestros corazones sean apartados de la tierra,
Se necesita
que seamos conducidos,
Mediante la
pérdida de todo apoyo terrenal,
A buscar
nuestros gozos en el cielo”.
Es claro que Dios puede sellar fácilmente la
mano del hombre cuando usa su fuerza en la rebelión o en la insensatez, pues Él
tiene otros sellos además de la enfermedad. Cuando los malvados están resueltos
a llevar a cabo algún plan que no sea
acorde con Su mente, Él puede frustrarlos. ¡Contemplen a la gente que se
establece en la llanura de Sinar, y reúne ladrillos y transporta asfalto para
construir una torre cuya elevada altura ha de marcar el centro de una monarquía
universal! ¿Qué hace Dios? Simplemente, confundiendo su lenguaje, sella la mano
de todo hombre. Ni una tormenta, ni un diluvio, ni un terremoto habrían persuadido más
eficazmente a los trabajadores a desistir de su obra. Miren esta noche al mundo
malvado a través de las troneras del retraimiento, y vean a los hombres urgidos
con esquemas que a ellos les parecen admirables. Si no tuvieran el propósito de
la gloria de Dios, el que mora en los cielos se ríe, el Señor se burla de
ellos. Con una palabra sella sus manos, de tal modo que pierden toda su
destreza, y su propósito se cae al suelo. Algunas veces cierra las manos de sus
enemigos inveterados con el gélido sello de la muerte. Caminó por el lugar
donde los ejércitos de Senaquerib habían establecido sus tiendas. Ellos se
dispersaron sobre la faz de la tierra y amenazaban con devorar a Judá y a
Jerusalén, sí, con tragárselos rápidamente; pero “el ángel de la muerte
extendió sus alas y generó una ráfaga letal”, y los que dormían no se
levantaron nunca más para blasfemar contra Jehová. Se acuestan con sus armas
bajo sus cabezas, pero no pueden tomarlas; arcos, y lanzas y carros se quedan
como botín para los ejércitos del Señor. Por tanto, no hemos de turbarnos nunca
por los alardes de los adversarios de Jehová. Él puede sellar sus manos, y
entonces los hombres valientes son llevados cautivos. “Jehová reina”.
“Aunque los
pecadores se unan osadamente,
Para
amotinarse contra el Señor,
Aunque unan
fuerzas contra Su Cristo,
Para
despreciar al Ungido;
Y se liguen
con el infierno,
Vana es su
ira,
Su consulta
es vana.”
Voy a dejar esta parte del tema, y vamos a
tratar el texto de otra manera. Aquí tenemos, primero, una palabra para los obreros cristianos; y cuando hayamos
expuesto eso, nos hemos de dirigir a los
creyentes que batallan, que desean con ansia la victoria, pues para ambas
divisiones hay épocas en las que sus manos están selladas. En tercer lugar, vamos
a dirigirnos a quienes se están afanando
en pos de la autosalvación; pues es una dicha que les venga también a
ellos una hora así, para que cesen de su
propia obra y conozcan la obra del Señor.
I. Primero, entonces, me dirijo a USTEDES, QUE PERTENECEN
AL PUEBLO DE DIOS y que se han convertido en hombres fuertes en Cristo Jesús.
No te sorprendas si algunas veces tu Maestro
sella tu mano mediante una conciencia de
inadecuación. Podrías haber predicado durante años, y sin embargo, justo
ahora, sientes como si jamás pudieras predicar de nuevo. Tu clamor es: “estoy
encerrado, y no puedo salir”. El cerebro está cansado y tu corazón desfallecido,
y estás a punto de decir: “no hablaré más en el nombre del Señor”. Tu canasto
de semillas está vacío y tu arado está herrumbroso; cuando llegas al granero,
pareciera estar cerrado con candado para ti. ¿Qué debes hacer? Ningún mensaje
de Dios desciende dulcemente a tu alma, y ¿cómo podría tu mensaje destilar como
el rocío para el pueblo? Tal vez algunos de ustedes, que han comenzado
últimamente a servir al Señor, se pregunten cómo puede sucedernos eso a
nosotros, obreros más veteranos. No se lo preguntarán por largo tiempo, pues lo
mismo les sucederá a ustedes.
Cuando un labriego siembra su campo con una
máquina sembradora, la máquina no siente dolores ni molestias, pues no tiene
nervios, y no hay nada que impida que la semilla salga de la máquina con una
regularidad precisa; pero nuestro grandioso Señor no siembra nunca Sus campos
con sembradoras mecánicas. Usa hombres y mujeres iguales que nosotros, susceptibles
de sufrir dolores de cabeza y de corazón, y de todo tipo de miserias y, por
tanto, incapaces sembrar como desearían hacerlo.
Colegas en la obra del Señor, es esencial que
conozcamos nuestra propia incapacidad; es útil que sintamos que sin el Señor no
podemos hacer nada, pero que el Señor puede muy bien prescindir de nosotros. Si
no podemos deshacer los terrones, Su helada lo está haciendo; si no podemos
regar el suelo, Su nieve lo está saturando. Cuando el hombre está paralizado,
Dios no es obstaculizado para nada. Cuando sentimos nuestra propia debilidad
podemos conocer la obra del Señor y captar que cualquier entendimiento que
tengamos lo recibimos de Él, cualquier pensamiento o expresión que tengamos
fueron obrados por él en nosotros, y si tuviéremos algún poder para predicar el
precioso Evangelio de Cristo en medio de los hombres, Él nos ungió para ese
fin. Por tanto, si hemos recibido, no debemos jactarnos como si no lo
hubiésemos recibido. Es una gran bendición que seamos vaciados del ego para que
Dios sea todo en todo, pues entonces nuestras debilidades dejan de ser unos
inconvenientes para convertirse en capacidades a través de la gracia divina.
Esto conlleva un mundo de consuelo.
Algunas veces la mano del obrero cristiano es
sellada, no por su propia incompetencia, sino por la dureza de los corazones con los que tiene que tratar. Ustedes saben que a menudo clamamos: “no puedo
causar ninguna impresión en ese hombre. He intentado varias opciones pero no he
podido encontrar un lugar vulnerable en él. No logro que la espada de la verdad
le aseste un golpe”. ¿No te has lamentado nunca porque no podías influir en
esos niños que eran muy volátiles y frívolos? ¿No has estado al borde del
llanto debido a que tantos hombres son tan vulgares, tan borrachos, y tan
temerarios? ¿Acaso no has gemido diciendo: “Señor, no puedo alcanzar a la gente
rica: son educados, se burlan de mis errores y están tan carcomidos por la
presunción de su propia posición que no quieren venir a Ti para recibir Tu
salvación, a diferencia de los pobres? ¿Acaso no has dicho: “En verdad, mi mano
está sellada”? Todo esto tiene el propósito de conducirte a tu Dios en oración,
clamando: “Tiempo es de actuar, oh Jehová”. ¡Oh, tenemos necesidad de esa
palabra que sea como un martillo, que haga pedazos la roca! ¡Oh, que el fuego
derritiera y salvara al pecador!
Otra cosa que a menudo sella la mano del obrero
y la deja lisiada y sangrante, es la
apostasía de algunas personas que eran consideradas como convertidas. ¡Oh,
cómo nos regocijamos por ellos! Quizás, dentro de nosotros mismos, pensábamos
ligeramente cuán maravillosamente bien laboramos para tener tales convertidos.
Cuando veíamos a esas personas en la adoración y recordábamos que antes habían
sido borrachos y blasfemos, casi musitábamos que habíamos obrado un notable
milagro. ¡Ah, cuán ligeros de dedos somos! ¡Cuán dispuestos estamos a robarle
la gloria a Dios para vestir con ella a nuestro ego! ¿Qué hizo el Señor? Dejó
que nuestros preciosos convertidos regresaran tambaleándose a casa, y aquél a
quien se le escuchó orando en la reunión de oración se le escuchó luego maldiciendo:
así fue desenredada toda nuestra trama.
Entonces lloramos y dimos voces: “¡No hemos
logrado absolutamente nada! ¡Sólo hemos procreado una generación de hipócritas!
¡Basta que sean tentados y se regresan! ¡Ay míseros de nosotros!” Regresaremos
a nuestra labor con más benevolencia y humildad, con mayor oración y fe y al
mirar únicamente a Dios, hemos de ver Su mano extendida para salvar. Nos
asombraremos porque nosotros mismos no nos hemos regresado, y estaremos
preparados para cantar la doxología de Judas: “Y a aquel que es poderoso para
guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran
alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad,
imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”. Cuando el Señor selle
tu mano de cualquier modo, entonces, amado obrero cristiano, considera la obra
de Dios e invítalo al campo:
¡“Brazo del
Señor, despierta, despierta!
Toma Tu poder
invencible;
Vístete de
fuerza, afirma Tu poder,
Y triunfa en
la terrible lucha.
¿Por qué te
demoras, poderoso Señor?
¿Por qué
dormita en su vaina Tu espada?
Oh, levántate
por causa de Tu honor;
¡Brazo del
Señor, despierta, despierta!
Apresúrate,
entonces, pero no vengas para destruir;
Tuya es la
misericordia, es Tu corona, Tu gozo;
Reprime su
odio, quítales su altivez,
Pero ablanda
con gracia, somete con amor”.
Algunas personas piensan que el texto enseña que
cuando Dios sella la mano de un hombre, es para que pueda conocer su propia
labor, esto es, que pueda percibir cuán pobre, cuán imperfecta obra es la suya;
que pueda formarse una correcta estimación de ella y no se gloríe en ella, que
pueda observar la estrechez de la esfera de la acción humana, y lamentar cuán
ineficaz, cuán despreciables, cuán débiles son los esfuerzos del hombre sin el
poder de Dios. Es una gran bendición conocer nuestra propia obra y ser
humildes, pero es todavía una bendición más excelsa conocer la obra del Señor y
confiar en Él.
¡Oh, hermanos, no debemos ser nada o el Señor no
nos usará! Si el hacha se gloría contra el que con ella corta, Él arrojará
lejos esa hacha. Si hiciéramos sacrificios a nuestra propia red, el grandioso
Pescador nunca desplegará las redes con nosotros mientras no nos haya hecho
aptos para ser usados. ¡Oh, anhelamos no ser nada y permanecer sentados a Sus
pies; y luego, llenos de Su poder después de quedar vacíos del nuestro, proseguir
hasta la victoria! Que el Señor produzca en nosotros así el querer como el
hacer, por Su buena voluntad, y entonces alcanzaremos un glorioso destino para alabanza
Suya.
II. Esta Escritura se aplica igualmente AL CASO DEL
CREYENTE QUE BREGA.
El hombre está luchando denodadamente. ¡Mírenlo!
Está intentando orar. Algunas veces les
pregunto a los jóvenes: “¿Ustedes oran?” Ellos me responden: “No podríamos
vivir sin la oración”. “¿Pueden orar siempre del mismo modo?” Doy gracias a
Dios porque usualmente recibo esta respuesta: “No, señor; nos gustaría poder
ser siempre fervorosos”. He allí el detalle. Una máquina de vapor puede hacer
siempre su trabajo con igual fuerza, pero un hombre no siempre puede orar. Un
simple actor puede practicar los aspectos externos de la devoción en cualquier
momento, pero un suplicante real experimenta sus variaciones.
Todos hemos leído acerca del predicador que,
mientras predicaba, solía dar voces de manera sumamente extraña aunque sus
oyentes no fueran tocados. La razón era que él había escrito en el margen de su
manuscrito: “Subir el tono aquí”, y esto lo había hecho en la quietud de su
estudio, sin considerar si el pasaje realmente produciría lágrimas.
Un hombre que experimenta una emoción genuina no
puede inducirse a llorar, digamos, a las siete y media de la mañana y a las
diez de la noche. La poderosa oración que prevalece es un efecto de los
impulsos internos del Espíritu de Dios, y el Espíritu sopla de donde quiere. No
podemos gobernar Su influencia. Hemos de orar más cuando pensamos que no
podemos orar del todo. Fíjense en esa paradoja. Cuando se sientan indispuestos
a orar, eso debe ser una señal para ustedes de que la oración es doblemente
necesaria. Oren pidiendo orar. Sin embargo, yo experimento momentos, -y supongo
que ustedes también- cuando lamento ante el trono de gracia porque no puedo
lamentarme y me siento infeliz porque todo sentimiento ha desaparecido de mí.
El Señor ha sellado mi mano; eso es para que aprenda de nuevo de qué manera
ayuda Su Espíritu a mis debilidades, y que soy impotente en la súplica mientras
Él no me vivifique. Sería más fácil que creáramos un mundo que pudiéramos
presentar una oración ferviente sin el Espíritu de Dios. Necesitamos que esto
sea escrito en nuestros corazones, pues sólo así ofreceremos esas súplicas
sentidas que el Señor oye con deleite.
A continuación, vean al creyente que lucha cuando
intenta aprender la verdad de Dios. Por
ejemplo, cuando lee las Escrituras, anhela con ansia entender su significado.
¿Trataron de adentrarse alguna vez en algún pasaje pero se descubrieron
incapaces de lograr un progreso? ¡Entonces toma un comentario! ¿Descubres acaso
que deja intacta tu dificultad? ¿No será que has comenzado por el punto equivocado?
¿No sería mejor que oraras para entender el texto, y cuando hubieres logrado
atravesar su corteza, no sería bueno imitar al ratón cuando se encuentra con un
queso, que se abre paso hasta el centro a punta de mordiscos? Aborda el pasaje por
medio de la oración y la experiencia y cavarás un túnel que te conducirá al
secreto. Sin embargo, a ratos te encontrarás perdido entre las grandes
verdades, y serás sumamente incapaz de abrirte paso a través del bosque de
doctrinas, porque tu entendimiento pareciera haber perdido su agudeza. Dios ha
sellado tu mano para que ahora acudas a Él en busca de instrucción, y para que
veas claramente que, no es en los libros ni en los maestros que está la luz
mediante la cual la Palabra de verdad ha de ser entendida por el alma, sino en
Su Santo Espíritu. Él sella nuestra mano para que nos sentemos a Sus pies.
“Oh, que
podamos ver la luz en Tu luz,
Y probar Tu
gracia y Tu misericordia,
Siendo revividos,
animados y bendecidos por Ti,
Espíritu de
paz y de amor.”
El creyente que lucha quizá se haya propuesto vigilar contra un cierto pecado. Posiblemente
después de haber gozado de su devoción matutina, baja por las escaleras
resuelto a ser paciente, sin importar la provocación que pudiera sobrevenirle,
pues la noche anterior lloró por el mal generado por su temperamento irascible.
Conversa alegremente, y sin embargo, antes de que termine el desayuno, el león
se despierta y ya está en guerra de nuevo. El pobre hombre murmura para sí: “¿Qué
será de mí? Este temperamento irritable me domina”. No te excuses a ti mismo,
sino que aprende de tu propia insensatez. ¿Acaso el Señor no te hace ver de
esta manera más y más tu propia debilidad hasta que te ciñas con Su fortaleza y
la venzas? Recuerda que debe ser vencida. No debes tolerar ser el esclavo de un
temperamento fiero, ni ciertamente de ningún otro pecado. Si el Hijo te da la
libertad, en verdad serás libre, y lo que necesitas interiormente es Su mano
emancipadora. La santificación es la obra del Espíritu de Dios, y sólo Él puede
efectuarla, y a ti te corresponde clamar pidiéndole fortaleza al Fuerte.
Tal vez la lucha sea todavía de otro tipo. Tú anhelas crecer en la gracia. Este es
un asunto digno de un deseo y de un esfuerzo extremos,
y sin embargo, de hecho, ni las plantas ni las almas crecen en realidad por
causa de un esfuerzo consciente. “Considerad los lirios del campo, cómo crecen;
no trabajan ni hilan”. Cuando los hijos de Dios crecen, crecen asemejándose a
Cristo, no por medio de agonías e instigaciones, sino por la quieta fuerza de
la vida interior renovada día a día por el Espíritu Santo.
Hemos oído a algunos verdaderos santos cuando se
quejaban de que sentían que estaban creciendo más bien hacia abajo en vez de
hacia arriba, pues se sentían peores en lugar de mejores. Así crecen muchas
plantas en nuestro jardín, y estamos felices de que así sea, pues necesitamos,
no el crecimiento inútil de la parte de arriba sino el crecimiento necesario de
la raíz. Crecer hacia abajo en humildad puede ser el mejor crecimiento posible:
la mano sellada podría traernos más ganancia espiritual que la mano puesta en
la obra.
III. Podría extenderme más en el mismo sentido, pero
llegaríamos a lo mismo; por tanto, dejo a los cristianos que están batallando,
sólo para darles una mano a LOS JUSTOS CON JUSTICIA PROPIA, a quienes
gustosamente les ayudaría a hundirse en la zanja, y dejarlos allí hasta que el
Todopoderoso viniera para sacarlos.
Si creyéramos en sus propias declaraciones,
habría muchísimas buenas personas en este mundo. Es verdad que la Biblia dice:
“No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”; pero ese es un libro más
bien anticuado. Los hombres buenos abundan como las zarzamoras. Oigo a algunos
de ellos dar el testimonio de que son lo suficientemente buenos como los que hacen
una profesión de religión, y, de hecho, son inclusive mejores. Son tan buenos
que ni siquiera profesan confiar en el Señor Jesucristo.
Ahora, ustedes, personas que son excesivamente
buenas, me da mucho gusto cuando el Señor sella sus manos al punto de que no
pueden perseverar en sus excelentes acciones, y se ven forzados a probar el
verdadero camino que lleva al cielo.
Algunas
veces el sello de la mano viene por el descubrimiento que la ley de Dios es
espiritual, y
que el servicio de Dios es un asunto del corazón. ¡Aquí tenemos a una buena
mujer! Ella afirma lo siguiente: “Nunca robé ni siquiera un centavo. Siempre
pago mis deudas. Soy sobria, amable e industriosa. Doy gracias a Dios porque no
soy chismosa, ni orgullosa ni floja, como son tantas personas”. ¿Acaso no es
una persona superior? ¡Pero observen un cambio! Oye un sermón, o lee la Biblia,
y descubre que la bondad externa no significa nada a menos que haya bondad en
el corazón, a menos que haya amor a Dios y amor al prójimo, a menos que haya un
nuevo nacimiento y un consiguiente cambio de naturaleza que es radical y total,
manifestado mediante una simple confianza en Cristo. ¿Se trata de la misma
mujer? ¡Cuán diferente es su comportamiento! Óyela cuando exclama: “¡Estoy
totalmente perdida! No tenía idea de que Dios requiera el corazón y juzgue
nuestros pensamientos y deseos. ¡Cuán escudriñadoras son estas verdades! Una
mirada puede hacerme culpable de adulterio. El enojo sin causa es un
asesinato”. Si este hecho llega con poder al corazón, la mano es sellada y toda
esperanza de salvación por obras se desvanece. ¡Oh, que esto sucediera a todas
las personas justas que se justifican a sí mismas! ¡Oh, que el Señor las
destetara del yo para que conocieran Su obra,
la obra de Cristo que cumplió la ley por todo Su pueblo, para que pudieran ser
hechas justicia de Dios en Él!
¡Algunas
veces un pecado cometido ha dejado entrar la luz en la pecaminosidad del
corazón! Conocí
a un joven que, en su propia estimación, era el sujeto más excelente que jamás
hubiere trabajado en un taller. Se
jactaba de que nunca había dicho una mentira, ni había sido deshonesto, ni
borracho, ni había llevado una vida disipada; y si el Señor le hubiere dicho
que debía guardar los mandamientos, habría replicado: “Todo esto lo he guardado
desde mi juventud”. Al tropezar con un compañero de trabajo, tumbó una lata de
aceite. El hecho es que la lata ya había sido tumbada en ocasiones anteriores y
el capataz había hablado duramente en contra de ese desperdicio negligente. El capataz,
pasando precisamente por allí en esa ocasión, dio voces preguntando: “¿Quién
tumbó esa lata?” El joven respondió que no sabía, aunque él mismo había sido el
responsable. Eso pasó. No se hizo ninguna otra pregunta, pero al instante se
dijo: “He dicho una mentira. Nunca me habría creído capaz de semejante bajeza”.
Su hermosa casa hecha de naipes se desplomó; la burbuja de su reputación explotó,
y se dijo: “Ahora entiendo lo que quiere decir el señor Spurgeon cuando se
refiere a la depravación del corazón. Soy una criatura que no sirve para nada;
¿qué debo hacer para ser salvo? Sin duda el pecado exterior ha revelado a
menudo el secreto poder del mal en el corazón. La lepra ha brotado en la piel,
y entonces se ha visto que estaba en el sistema. Así se oculta el orgullo para
no ser visto del hombre y su mano es sellada para que vea la misericordia de
Dios, y viva.
Sí, he sabido que Dios sella las manos de
algunos hombres mediante un sentido de
incapacidad espiritual, al punto que han dicho: “no puedo orar. Pensé que
oraba cada mañana y cada noche, pero ahora veo que no era una oración en
absoluto. No puedo alabar a Dios ahora: solía participar en el coro, y cantar
tan dulcemente como cualquiera de sus miembros, pero cantaba para mi propia
gloria y no para el Señor. Me temo que he estado engañándome a mí mismo y que he estado erigiendo mi
justicia propia en vez de la de Cristo; y esa es la peor forma de idolatría. He
deshonrado a Dios, y he crucificado a Cristo, arrogándome el poder de la
autosalvación. He despojado a Cristo de Su poder Salvador, y he considerado Su
sangre como algo superfluo. Cuando un hombre ha llegado a ese punto, entonces:
“Arroja sus
obras muertas al suelo,
Las arroja a
los pies de Jesús,
Para estar en
Él, y sólo en Él,
Gloriosamente
completo”.
“¡Cómo!”, –clama aquel amigo que está por allá-
“¿no quieres que hagamos buenas obras?” Sí, una abundancia de ellas, pero no
para salvarse ustedes mismos por medio de ellas. Han de hacerlas porque son
salvos. Ustedes saben lo que hacen los niños cuando son pequeñitos y cándidos:
van al jardín de su papá, y recogen puñados de flores, y hacen un jardín, “un
hermoso, hermoso jardín”, dicen. Espera hasta la mañana siguiente, y verás que
cada flor se habrá marchitado, y no habrá un hermoso jardín en absoluto, pues
sus flores no tenían raíces.
Eso es lo que hacen ustedes cuando cultivan las
buenas obras antes de la fe; ese es un negocio infructífero e insensato.
Arrepiéntanse del pecado y crean en Jesús, pues estas son las raíces de las
buenas obras; y, aunque al principio se miren como bulbos negros, sin ninguna
belleza propia, sin embargo, de allí brotarán las flores más exóticas en el
huerto de la santidad. Desechen sus buenas obras. Desechen la salvación alcanzada
por ustedes mismos. Todo esto no es sino una fantasía y falsedad generadas por
la arrogancia. ¿Por qué envió Dios un Salvador si no necesitan una salvación?
¿Qué necesidad hay de la cruz si ustedes pueden ser salvados por sus propias
obras? ¿Por qué se desangró Jesús y por qué murió si sus propios méritos
bastan? Vamos, ustedes que son culpables; vamos, ustedes que están cansados;
vamos, ustedes cuyas manos están selladas de tal manera que no pueden hacer
nada más; tomen la obra de Cristo, y sean salvos por ella de inmediato.
Una joven hermana, a quien acabo de ver, me
contó cómo un amigo suyo le había ayudado a ver el camino de la salvación. Ella
no podía creer en Jesucristo porque sentía que no era todo lo que ella quería
ser; pero un amigo le dijo: “Supón que te fuera a dar esta Biblia como regalo”.
“Sí”. “¿No sería tuya tan pronto como la tomaras? No dependería de que fueras
buena o no, ¿no es cierto? “No”. “Bien, entonces”, -respondió el amigo- “el
Señor Dios te ha dado a Jesucristo como un don, y si lo tomas por fe, Él es tuyo
de inmediato, sin importar lo que seas”.
El caso es justamente el mismo. Acepta a Jesús
como el don gratuito de Dios para ti, y eres salvo; y siendo salvo obrarás con
todo tu poder para mostrar tu gratitud hacia Dios tu Salvador.
Traductor:
Allan Román
17/Septiembre/2009
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