El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Muro Ancho
NO.
3281
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 21 DE DICIEMBRE DE 1911.
“El Muro Ancho”. Nehemías 3: 8
Pareciera que en torno a
la antigua Jerusalén, en el tiempo de su esplendor, había un muro ancho que era
su defensa y su gloria. Jerusalén es un tipo de
Esta idea de un muro
ancho alrededor de
I. Primero,
Cuando un hombre se
convierte en cristiano, está todavía en el mundo, pero ya no ha de ser más del
mundo. Era un heredero de la ira, pero se ha convertido ahora en un hijo de la
gracia. Siendo de una naturaleza distinta, tiene que separarse del resto de la
humanidad como lo hizo el Señor Jesucristo, quien era “Santo, inocente, sin
mancha, apartado de los pecadores”.
Mi propósito práctico es
decirles a quienes profesan ser del pueblo del Señor: preocúpense por mantener un ancho muro de separación entre ustedes y el
mundo. Yo no digo que han de adoptar alguna particularidad en el vestir, o
asumir algún singular estilo de lenguaje. Tal afectación engendra, tarde o
temprano, hipocresía. Un hombre puede ser tan completamente mundano con un
traje como puede serlo con otro; puede ser tan vano y arrogante con un estilo
de lenguaje como con otro; es más, pudiera ser más mundano pretendiendo estar
apartado, que si hubiera abandonado la pura pretensión de separación. La
separación por la que abogamos es moral y espiritual. Su cimiento está colocado
en lo profundo del corazón, y su realidad sustancial es muy palpable en la
vida.
Me parece que todo
cristiano debería ser más escrupuloso que otros hombres en sus tratos. Nunca debería desviarse de la senda de la
integridad. Nunca debería decir: “Es la costumbre; eso es perfectamente
entendible en este negocio”. El cristiano debe recordar que la costumbre no
aprueba lo malo, y que el hecho de que se “entienda” no es una apología para la
falsificación. Una mentira “entendible” no es por ello verdadera. En tanto que
la regla de oro es más admirada que practicada por los hombres ordinarios, el
cristiano siempre debe hacer a los demás como quisiera que le hicieran a él. Ha
de ser alguien cuya palabra es su garantía, y habiendo comprometido una vez su
palabra, jura para su propio daño pero no cambia. Debería haber una diferencia
esencial entre el cristiano y el mejor moralista en razón del más elevado nivel
que el Evangelio inculca y que el Salvador ejemplifica. Ciertamente el punto
culmen al que puede llegar el mejor de los inconversos podría ser considerado
muy bien como un nivel abajo del cual el hombre converso nunca se aventuraría a
descender.
Además, el cristiano
debería ser distinguido especialmente por
sus placeres, pues es aquí, usualmente, donde el hombre revela sus
verdaderos colores. En nuestro trabajo diario no somos en gran medida nosotros
mismos, pues nuestras ocupaciones son dictadas por la necesidad más bien que
por la elección. No estamos solos; la sociedad en la que nos vemos insertados
nos impone restricciones; tenemos que ponernos el freno y la brida. El hombre
verdadero no se muestra entonces; pero cuando acaba el trabajo del día, entonces
“Dios los cría y ellos se juntan”. Sucede con la multitud de comerciantes y
hombres de negocios como sucedía con aquellos santos de la antigüedad, que
cuando fueron liberados de la prisión, se dijo de ellos: “y puestos en
libertad, vinieron a los suyos”. Así, sus placeres y sus pasatiempos dan evidencia
de lo que es su corazón y dónde está. Si pueden encontrar placer en el pecado,
entonces eligen vivir en el pecado y, a menos que la gracia lo impida, en
pecado perecerán invariablemente. Pero si sus placeres son de una clase más
noble, y sus compañeros son de un carácter más devoto; si buscan goces
espirituales, si encuentran sus momentos más felices en la adoración, en la
comunión, en la oración silenciosa o en la reunión pública con el pueblo de
Dios, entonces sus instintos superiores se convierten en una prueba de su
carácter más puro, y se distinguirán en sus placeres por un ancho muro que los
separa eficazmente del mundo.
Tal separación debe ser
llevada a cabo, pienso, en todo lo que
afecta al cristiano. “¿Qué han visto
en tu casa?”, fue la pregunta que hizo Isaías a Ezequías. Cuando un extraño
entra en nuestra casa, debería encontrarla ordenada de tal manera que pueda
percibir claramente que el Señor está allí. Un hombre no debería quedarse ni
una noche bajo nuestro techo sin deducir que sentimos un respeto por Aquel que
es invisible, y que deseamos vivir y movernos a la luz de la faz de Dios.
Ya he dicho que no
quisiera que cultivaran singularidades por amor a la singularidad; sin embargo,
como la mayoría de los hombres se quedan satisfechos haciendo lo que hacen
otros hombres, ustedes no deben quedarse satisfechos nunca mientras no hagan
más y mejor que otras personas, habiendo descubierto un modo y un curso de vida
que trasciende tanto la vida del mundano ordinario como la senda del águila que
vuela en el aire está por encima de la del topo que hace su madriguera debajo
del suelo.
Este muro ancho que
separa a los piadosos de los impíos debe
ser más conspicuo en el espíritu de nuestra mente. El hombre impío vive solamente
para este mundo; que no les sorprenda si vive entregado a él. No tiene ningún
otro tesoro; ¿por qué no habría de obtener todo lo que pueda de él? Pero tú,
cristiano, profesas tener una vida inmortal, por tanto, tu tesoro no ha de ser
amasado en este breve lapso de existencia. Tu tesoro está almacenado en el
cielo, y está disponible para la eternidad. Tus mejores esperanzas saltan sobre
los estrechos límites del tiempo, y vuelan más allá de la tumba; por tanto, tu
espíritu no ha de estar orientado a la tierra ni debe arrastrarse, sino que ha
de ser encumbrado y celestial. Tiene que haber en torno tuyo el aire de alguien
que tiene puestos sus zapatos, ceñidos sus lomos y su báculo en su mano, el
aire de un peregrino listo para partir lejos a una tierra mejor. Tú no debes
vivir aquí como si este fuese tu hogar. No debes hablar de este mundo como si
fuera a durar para siempre. No has de guardarlo, ni atesorarlo, como si hubieras
puesto tu corazón en él, sino que tienes que volar como si no tuvieras un nido
aquí y no pudieras tenerlo nunca, antes bien, como si esperaras encontrar tu
lugar de descanso entre los cedros de Dios, en las cimas de los montes de la
gloria.
Puedes estar seguro de
que entre más alejado del mundo esté un cristiano, será mejor para él. Me parece
que puedo aducir varias razones por las que el muro debería ser muy ancho. Si eres sincero en tu profesión, hay una
distinción muy amplia entre ti y la gente inconversa. Nadie puede decir
cuán separada está la vida de la muerte. ¿Puedes medir la diferencia? Son tan
opuestas como los polos. Ahora, de acuerdo a tu profesión, tú eres un hijo
viviente de Dios y has recibido una nueva vida, mientras que los hijos de este
mundo están muertos en delitos y pecados. ¡Cuán palpable es la diferencia entre
la luz y las tinieblas! Sin embargo, tú profesas que en otro tiempo “eras
tinieblas”, mas ahora eres hecho “luz en el Señor”. Por tanto, hay una gran
distinción entre ti y el mundo si en verdad fueras lo que profesas ser. Cuando te
revistes con el nombre de Cristo dices que vas a
Recuerden, además, que nuestro Señor Jesucristo estableció un
ancho muro entre Él y los impíos. Obsérvenlo, y vean cuán diferente es Él
de los hombres de Su tiempo. En toda Su vida se advierte que fue un extranjero
y un forastero en la tierra. Ciertamente, Él se acercaba a los pecadores tanto
como podía hacerlo, y los recibía cuando estaban dispuestos a acercarse a Él;
pero no se acercaba a sus pecados. Él era “santo, inocente, sin mancha,
apartado de los pecadores”. Cuando fue a Su propia aldea de Nazaret, sólo
predicó un solitario sermón, y ellos habrían querido arrojarlo desde la cumbre
del monte para despeñarle, si hubieran podido hacerlo. Cuando pasaba por la
calle se convertía en la canción del borracho, en el objetivo de las burlas de
los necios y en el blanco al cual lanzaban los altivos las flechas de su
escarnio. Por último, vino a los Suyos, pero no lo recibieron, antes bien determinaron
echarlo completamente fuera del campamento, así que lo llevaron al Gólgota y lo
clavaron al madero como un malhechor, como un promotor de sedición. Él fue el
gran Disidente, el gran Disconforme de Su época.
Además, queridos amigos,
ustedes encontrarán que un muro ancho de
separación es sobremanera bueno para ustedes mismos. Yo no creo que ningún
cristiano en el mundo les diga que, cuando cedió a las costumbres del mundo, se
benefició jamás por ello. Si tú pudieras ir y pudieras encontrar una diversión
nocturna en algún lugar sospechoso, y te sintieras beneficiado por ello, yo
estoy seguro de que no serías cristiano, pues, si en verdad lo fueras, tu
conciencia te remordería y ese acto te incapacitaría para ejercicios más
devotos del corazón. Pídele a un pez que pase una hora en tierra seca, y yo
pienso que si lo cumpliera, el pez encontraría que no fue para su mayor
beneficio pues estaría fuera de su elemento; y lo mismo sucedería contigo si
tuvieras comunión con los pecadores. Cuando te ves forzado a asociarte con la
gente mundana en el curso ordinario de los negocios, encuentras mucho que
irrita tus oídos, conturba tu corazón, y fastidia a tu alma. Te sentirías a
menudo como el justo Lot, abrumado por la conversación de los perversos, y
dirías con David:
“Ay de mí, que en Mesec
Mucho tiempo he morado;
Y habito en las tiendas
Que pertenecen a Cedar”.
Tu alma anhelará y
suspirará porque salgas y laves tus manos de todo lo que es impuro e inmundo.
Como no encuentras consuelo allí, anhelas alejarte a la casta, a la santa, a la
devota y a la edificante comunión de los santos. Edifiquen un muro ancho,
queridos amigos, en su vida diaria. Si comenzaran a cederle un poco al mundo,
pronto le cederían mucho. Concédanle al pecado una pulgada, y se tomará un
codo. “Cuida los centavos y los pesos se cuidarán solos”, es un lema apropiado
de la economía. Así también, ponte en guardia contra los pecados leves si
quisieras estar limpio de “la gran rebelión”. Cuídate de los pequeños
acercamientos a la mundanalidad y de las pequeñas concesiones a las cosas de la
impiedad, y entonces no proveerás para los deseos de la carne.
Otra muy buena razón
para mantener el muro ancho de separación es que harás el mayor bien al mundo por ello. Yo sé que Satanás te dirá
que si cedes un poquito y te acercas a los impíos, entonces ellos también
avanzarán un poco para encontrarse contigo. Ay, pero no es así. Cristiano, tú
pierdes tu fuerza en el momento en que te apartas de tu integridad. ¿Qué
piensas que la gente impía diría a tus espaldas si vieran que eres
inconsistente con el objeto de agradarlos? “¡Oh!”, -dirían ellos- “no hay nada
en su religión excepto una vana pretensión; ese hombre no es sincero”. Aunque
el mundo puede denunciar abiertamente al rígido puritano, secretamente lo
admira. Cuando el gran corazón del mundo da su opinión, tiene respeto por el
hombre que es severamente honesto y que no renuncia a sus principios, no, ni
siquiera un ápice. En una época como ésta, cuando hay tan poca sólida
convicción, cuando los principios son arrojados a los vientos, y cuando un
latitudinarismo general, tanto de pensamiento como de práctica pareciera regir
el día, es todavía un hecho que un hombre que es resuelto en su creencia, que dice
lo que piensa valerosamente y que actúa de acuerdo a su profesión, generará con
certeza la reverencia de la humanidad. Mujer, puedes estar segura de que tu
marido y tus hijos no te respetarían más si dijeras: “Voy a renunciar a algunos
de mis privilegios cristianos”, o “Voy a entregarme con ustedes algunas veces a
lo pecaminoso”. No puedes ayudarlos a salir del pantano cenagoso si vas y te
hundes en el lodo. No puedes ayudar a que sean limpiados si tú vas y ennegreces
tus propias manos. ¿Cómo podrías lavar entonces sus rostros? Tú, joven, en el
taller, y tú, joven mujer en la tienda, si ustedes se guardaran en el nombre de
Cristo castos y puros para Jesús, sin reírse de chistes que deberían hacerlos
sonrojar, sin mezclarse en pasatiempos que fueran sospechosos, pero, por otro
lado, siendo tiernamente celosos de su conciencia como uno que se retira de
algo dudoso como de algo pecaminoso, sosteniendo una sólida fe, y siendo
escrupulosos de la verdad; si se guardaran de esa manera, su compañía en medio
de otros sería como si un ángel batiera sus alas, y se dirían el uno al otro:
“Refrénate de ésto justo ahora, pues Fulano-de-tal está aquí”. Te tendrían
miedo, en un cierto sentido; te admirarían en secreto; y ¿quién pudiera decir
si al final, tal vez llegaran a imitarte?
¿Tentarías a Dios?
¿Retarías al desolador diluvio? Siempre que la iglesia desciende a mezclarse
con el mundo, les compete a los pocos fieles huir al arca y buscar abrigo de la
tormenta vengadora. Cuando los hijos de Dios vieron que las hijas de los
hombres eran hermosas para ser miradas, fue entonces que Dios dijo que se
arrepentía de haber hecho al hombre en la faz de la tierra y envió el diluvio
para que los arrasara. El pueblo de Dios debe ser un pueblo apartado, y lo
será. Su propia declaración es ésta: “He aquí un pueblo que habitará confiado (solo), y no será contado entre las
naciones”. El cristiano es, en algunos sentidos, como el judío. El judío es el
tipo del cristiano. Podrías darle al judío privilegios políticos, como debería
tenerlos; podría ser adoptado por el Estado, como debería serlo; pero es un
judío, y ha de seguir siendo todavía un judío. No es un gentil, aunque él mismo
se llame inglés, o portugués, o español o polaco. Sigue siendo un miembro del
pueblo de Israel, un hijo de Abraham, sigue siendo todavía un judío; y puedes
darte cuenta de que lo es: su lenguaje lo delata en toda tierra. Lo mismo
debería suceder con el cristiano; debe mezclarse con otros hombres, tal como le
corresponde hacerlo en su llamamiento cotidiano; debe salir y entrar en medio
de los hombres, como un hombre entre los hombres; debe mercar en el mercado;
debe vender en la tienda; debe compartir los gozos del círculo social; debe
participar en la política como ciudadano, como en efecto lo es; pero, al mismo
tiempo, debe tener siempre una vida más sublime y más noble, un secreto en el
que el mundo no puede adentrarse, y debe mostrarle al mundo, por su santidad
superior, por su celo por Dios, por su genuina integridad y por su abnegada
veracidad, que él no es del mundo, así como Cristo no era del mundo. No podrían
imaginar cuán interesado estoy en que algunos de ustedes mantengan este muro
ancho, pues detecto en algunos un deseo de hacerlo muy angosto y, tal vez, de
derribarlo por completo. Hermanos amados en el Señor, pueden estar seguros de
que no podría ocurrirle nada peor a una iglesia que ser conformada a este
mundo. Entonces escriban “Icabod” sobre sus muros pues habría salido contra
ella la sentencia de destrucción. Pero si pudieran guardarse como:
“Un huerto por completo cercado,
Elegido y convertido en un especial terreno”,
tendrían
la compañía de su Señor; sus gracias crecerían; serían felices en sus almas, y
Cristo sería honrado en sus vidas.
II. En
segundo lugar, el muro ancho que rodeaba a Jerusalén INDICABA SEGURIDAD.
De igual manera, un muro
ancho en torno a
“El alma que en Jesús ha confiado para reposo,
No desertará para unirse al enemigo;
Aunque todo el infierno se esfuerce por sacudir a esa alma
Él nunca, nunca, nunca, la abandonará”.
El cristiano está
rodeado del ancho muro del poder de Dios.
Como Dios es omnipotente, Satanás no puede derrotarlo. Si el poder de Dios
está de mi lado, ¿quién podría hacerme daño entonces? “Si Dios es por nosotros,
¿quién contra nosotros?”
El cristiano está
rodeado por el ancho muro del amor de
Dios. ¿Quién prevalecerá contra aquellos a quienes Dios ama? Yo sé que es
en vano maldecir a aquellos a quienes Dios no ha maldecido, o desafiar a
aquellos a quienes el Señor no ha desafiado, pues todo aquel que Él bendice es
en verdad bendecido. Balac, el hijo de Zipor, buscaba maldecir al pueblo amado,
y fue primero a la cima de un monte y luego a la cima de otro monte y miró desde
lo alto al campamento elegido. Pero, ¡ajá, Balaam, tú no pudiste maldecirlos
aunque Balac quería que lo hicieras! ¡Sólo pudiste decir: “Son benditos, sí, y
serán benditos”!
La ley de Dios es un muro ancho en derredor nuestro,
y lo mismo es Su justicia. Ambas
amenazaron una vez con nuestra destrucción, pero ahora la justicia de Dios
exige la salvación de cada creyente. Si Cristo ya murió en lugar mío, no sería
justo que yo tuviera que morir también por mi pecado. Si Dios recibió el pago completo
de la deuda de mano del Señor Jesucristo, entonces ¿cómo podría exigir otra vez
el pago de la deuda? Él ha sido satisfecho y nosotros estamos seguros.
La inmutabilidad de Dios, también, circunda a Su
pueblo como un muro ancho. “Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de
Jacob, no habéis sido consumidos”. En tanto que Dios sea el mismo, la roca de
nuestra salvación será nuestro seguro escondite.
Sobre esta deliciosa
verdad podríamos reflexionar largo tiempo, pues hay mucho que nos anima en la
sólida seguridad que Dios ha dado por medio de un pacto a Su pueblo. Ese pueblo
está rodeado por el ancho muro del amor que
elige. ¿Acaso los elige Dios para después perderlos? ¿Acaso los ordenó para
vida eterna, y habrán de perecer? ¿Grabó sus nombres sobre Su corazón, y serán
borrados esos nombres? ¿Se los entregó a Su Hijo para que fueran Su herencia, y
el Hijo perderá Su porción? Dijo: “Y serán para mí especial tesoro, ha dicho
Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe”, ¿y se apartará de ellos?
¿Acaso quien hace que todas las cosas le obedezcan no tendrá poder para guardar
al pueblo al que ha formado para Sí, para que sea Su propia y única herencia?
¡Dios no quiera que dudemos de ello! El amor que elige, como un ancho muro,
rodea a cada heredero de la gracia.
¡Y, oh, cuán ancho es el
muro del amor redentor! ¿Acaso Jesús
dejará de reclamar al pueblo que compró a un precio tan grande? ¿Acaso derramó
Su sangre en vano? ¿Cómo puede revivir la enemistad contra aquellos a quienes
reconcilió una vez con Dios no imputándoles sus transgresiones? Habiendo
obtenido la eterna redención para ellos, ¿los condenará a una eterna perdición?
¿Ha purificado sus pecados por el sacrificio y los dejará luego para que sean víctimas
de la astucia de Satanás? Por la sangre del pacto eterno cada cristiano puede tener
la seguridad de que no perecerá, ni nadie puede arrebatarlo de la mano de
Cristo. A menos que la cruz fuera una incertidumbre, a menos que la expiación
fuera una mera especulación, aquellos por quienes Jesús murió son salvos por
medio de Su muerte. Por tanto “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y
quedará satisfecho”.
Como un muro ancho que
rodea a los santos de Dios es la obra del
Espíritu Santo. ¿Acaso el Espíritu principia pero luego no acaba las operaciones
de Su gracia? ¡Ah, no! ¿Acaso otorga una vida que posteriormente se extingue?
Eso es imposible; ¿no nos ha dicho que
Hermanos, nosotros no
compartimos la mentalidad de quienes son guiados por el miedo o la falacia para
aventurar tales conjeturas. Nosotros nos regocijamos diciendo con Pablo: “Estando
persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la
perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. Nos deleita cantar:
“La gracia habrá de completar
lo que comienza,
Salvar de las aflicciones o de los pecados;
La obra que la sabiduría asume
Nunca la abandona la eterna misericordia”.
Casi cada doctrina de la gracia nos
proporciona un ancho muro, un fuerte bastión, un poderoso baluarte y un gran
armamento de defensa. Tomen, por ejemplo, los compromisos de la fianza de
Cristo. Él es
III. La
idea de un muro ancho –y con ésto concluyo- SUGIERE DELEITE.
Los muros de Nínive y de
Babilonia eran amplios, tan amplios que había espacio para que varios carros
corrieran a la par. Aquí los hombres caminaban al atardecer, y hablaban y
promovían el buen compañerismo. Si han estado alguna vez en la ciudad de York,
sabrán cuán interesante es caminar alrededor de los amplios muros de esa ciudad.
Pero nuestra figura es tomada de los orientales. Ellos estaban acostumbrados a
salir de sus casas y caminar sobre los anchos muros. Los usaban para descanso del trabajo, y para los múltiples placeres
de la recreación. Era muy deleitable caminar sobre esos anchos muros cuando el
sol se iba ocultando y todo estaba fresco. Y así, cuando un creyente llega a
conocer las cosas profundas de Dios, y a ver las defensas del pueblo de Dios,
camina a lo largo de ellas, y reposa confiado. “Ahora”, -se dice- “estoy
tranquilo y en paz; el destructor no puede molestarme; estoy lejos del ruido de
los arqueros, en el abrevadero, y aquí puedo ejercitarme en la oración y en la
meditación. Ahora que la salvación ha sido establecida para los muros y los
baluartes, voy a cantar un himno a quien ha realizado estas grandes cosas para
mí; voy a tomar mi descanso y voy a quedarme callado, pues el que cree ha
entrado en el reposo. Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están
en Cristo Jesús”. Los muros anchos, entonces, son para el reposo, y así son
nuestros muros anchos de salvación.
Esos muros anchos eran
también para compañerismo. Los
hombres llegaban allí y hablaban unos con otros. Se apoyaban sobre el muro y
susurraban sus amorosas palabras, conversaban de sus negocios, se consolaban
unos a otros y relataban sus problemas y sus gozos. Entonces, cuando los
creyentes vienen a Cristo Jesús, tienen comunión los
unos con los otros, con los ángeles, con los espíritus de los justos hechos
perfectos y con Jesucristo su Señor, quien es el mejor de todos. ¡Oh!, sobre esos
anchos muros, cuando el pendón del amor ondea sobre ellos, algunas veces se
regocijan con un gozo indecible, en comunión con Aquel que los amó y se entregó
por ellos. Es algo bendito, en
Y luego los anchos muros
servían como miradores para ver panoramas
y paisajes. El ciudadano subía al ancho muro y miraba a lo lejos desde el
humo y la suciedad de la ciudad, y localizaba los verdes campos y el
centelleante río y las lejanas montañas, embelesado al mirar el corte del heno,
y la siega del trigo, o el sol poniente más allá de los distantes montes. Era
uno de los deleites comunes del ciudadano de cualquier ciudad amurallada, subir
a lo más alto del muro para ver a lo lejos. Así, cuando un hombre se adentra en
las alturas de las doctrinas evangélicas, y ha aprendido a entender el amor de
Dios en Cristo Jesús, ¡qué amplias visiones puede percibir! ¡Cómo mira desde
arriba las aflicciones de la vida! ¡Cómo mira más allá de ese estrecho
arroyuelo de la muerte! ¡Cómo, algunas veces, cuando el clima es radiante y su
ojo es lo suficientemente claro para permitirle usar el telescopio, puede ver
dentro de las puertas de perla, y contemplar los gozos que ningún ojo mortal ha
visto, y oír los cánticos que ningún oído mortal ha oído, pues esas son cosas,
no para los ojos ni para los oídos, sino para los corazones y los espíritus!
¡Bienaventurado es el hombre que mora en
¡Ah!, queridos amigos,
yo desearía que todas estas cosas tuvieran que ver con todos ustedes, pero me
temo que no; pues muchos de ustedes están fuera de los muros; y cuando venga el
destructor, nadie estará seguro sino aquellos que están dentro del muro del
amor y de la misericordia de Cristo. Pluguiera a Dios que ustedes escaparan a
la puerta de inmediato, pues está abierta. Será cerrada, será cerrada un día,
pero ahora está abierta. Cuando venga la noche, la noche de la muerte, la
puerta será cerrada; y tú vendrás entonces, y dirás: “¡Señor, Señor, ábreme!”
Pero la respuesta será:
“¡Demasiado tarde, demasiado tarde!”
No puedes entrar ahora”.
Pero todavía no es
demasiado tarde. Cristo dice todavía: “He aquí, he puesto delante de ti una
puerta abierta, la cual nadie puede cerrar”. Oh, que tuvieras la voluntad de
venir y poner tu confianza en Jesús, pues si hicieras eso, serías salvo. No
puedo hablarles a algunos de ustedes acerca de la seguridad, pues no hay muros
anchos que los defiendan. Ustedes han huido de la seguridad. Quizás han estado
construyendo con una argamasa suave una justicia propia que será derribada como
un muro inclinado o como una cerca insegura. ¡Oh, que confiaran en Jesús!
Entonces tendrían un ancho muro que ni todos los arietes del infierno serían
capaces de conmover jamás. Cuando las tormentas de la eternidad golpeen contra
ese muro, permanecerá firme por siempre jamás.
Yo no puedo hablarles a
algunos de ustedes acerca del reposo, y del gozo y de la comunión, pues han
buscado reposo donde no lo hay, han alcanzado una paz que no es paz y han
encontrado un consuelo que será su destrucción. Que Dios los haga estar
turbados, y los constriña a huir al Señor Jesús mediante una insoportable
tensión, y así, a obtener la verdadera paz, la única paz, pues “él es nuestra
paz”. ¡Oh, que ustedes se encerraran con Cristo y confiaran en Él! Entonces se
regocijarían en la presente felicidad que la fe les daría; pero lo más dulce de
todo sería la perspectiva que entonces se desenvolvería ante ustedes: la eterna
felicidad que Cristo ha preparado para todos aquellos que depositan su
confianza en Él.
Traductor: Allan Román
18/Mayo/2011
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