El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Muro Ancho

NO. 3281

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y PUBLICADO EL JUEVES 21 DE DICIEMBRE DE 1911.

 

“El Muro Ancho”. Nehemías 3: 8

 

Pareciera que en torno a la antigua Jerusalén, en el tiempo de su esplendor, había un muro ancho que era su defensa y su gloria. Jerusalén es un tipo de la Iglesia de Dios. Siempre es bueno que podamos ver clara, distinta y evidentemente que en torno a la Iglesia a la que pertenecemos se extiende un ancho muro.

 

Esta idea de un muro ancho alrededor de la Iglesia sugiere tres cosas: separación, seguridad y deleite. Examinemos cada una de ellas a su debido turno.

 

I.   Primero, la SEPARACIÓN del pueblo de Dios del mundo es como aquel ancho muro que rodeaba a la ciudad santa de Jerusalén.

 

Cuando un hombre se convierte en cristiano, está todavía en el mundo, pero ya no ha de ser más del mundo. Era un heredero de la ira, pero se ha convertido ahora en un hijo de la gracia. Siendo de una naturaleza distinta, tiene que separarse del resto de la humanidad como lo hizo el Señor Jesucristo, quien era “Santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores”. La Iglesia del Señor fue apartada en Su eterno propósito. Fue apartada en Su pacto y en Su decreto. Fue apartada en la expiación, pues incluso allí descubrimos que nuestro Señor es llamado “el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen”. Una separación real es efectuada por la gracia, es llevada adelante en la obra de santificación, y será completada en aquel día cuando los cielos estén encendidos y los santos sean arrebatados juntamente para recibir al Señor en las nubes; y en aquel último y tremendo día, apartará a las naciones como aparta el pastor las ovejas de los cabritos, y luego estará puesta una gran sima a través de la cual los impíos no podrán ir donde están los justos, ni los justos podrán acercarse a los impíos.

 

Mi propósito práctico es decirles a quienes profesan ser del pueblo del Señor: preocúpense por mantener un ancho muro de separación entre ustedes y el mundo. Yo no digo que han de adoptar alguna particularidad en el vestir, o asumir algún singular estilo de lenguaje. Tal afectación engendra, tarde o temprano, hipocresía. Un hombre puede ser tan completamente mundano con un traje como puede serlo con otro; puede ser tan vano y arrogante con un estilo de lenguaje como con otro; es más, pudiera ser más mundano pretendiendo estar apartado, que si hubiera abandonado la pura pretensión de separación. La separación por la que abogamos es moral y espiritual. Su cimiento está colocado en lo profundo del corazón, y su realidad sustancial es muy palpable en la vida.

 

Me parece que todo cristiano debería ser más escrupuloso que otros hombres en sus tratos. Nunca debería desviarse de la senda de la integridad. Nunca debería decir: “Es la costumbre; eso es perfectamente entendible en este negocio”. El cristiano debe recordar que la costumbre no aprueba lo malo, y que el hecho de que se “entienda” no es una apología para la falsificación. Una mentira “entendible” no es por ello verdadera. En tanto que la regla de oro es más admirada que practicada por los hombres ordinarios, el cristiano siempre debe hacer a los demás como quisiera que le hicieran a él. Ha de ser alguien cuya palabra es su garantía, y habiendo comprometido una vez su palabra, jura para su propio daño pero no cambia. Debería haber una diferencia esencial entre el cristiano y el mejor moralista en razón del más elevado nivel que el Evangelio inculca y que el Salvador ejemplifica. Ciertamente el punto culmen al que puede llegar el mejor de los inconversos podría ser considerado muy bien como un nivel abajo del cual el hombre converso nunca se aventuraría a descender.

 

Además, el cristiano debería ser distinguido especialmente por sus placeres, pues es aquí, usualmente, donde el hombre revela sus verdaderos colores. En nuestro trabajo diario no somos en gran medida nosotros mismos, pues nuestras ocupaciones son dictadas por la necesidad más bien que por la elección. No estamos solos; la sociedad en la que nos vemos insertados nos impone restricciones; tenemos que ponernos el freno y la brida. El hombre verdadero no se muestra entonces; pero cuando acaba el trabajo del día, entonces “Dios los cría y ellos se juntan”. Sucede con la multitud de comerciantes y hombres de negocios como sucedía con aquellos santos de la antigüedad, que cuando fueron liberados de la prisión, se dijo de ellos: “y puestos en libertad, vinieron a los suyos”. Así, sus placeres y sus pasatiempos dan evidencia de lo que es su corazón y dónde está. Si pueden encontrar placer en el pecado, entonces eligen vivir en el pecado y, a menos que la gracia lo impida, en pecado perecerán invariablemente. Pero si sus placeres son de una clase más noble, y sus compañeros son de un carácter más devoto; si buscan goces espirituales, si encuentran sus momentos más felices en la adoración, en la comunión, en la oración silenciosa o en la reunión pública con el pueblo de Dios, entonces sus instintos superiores se convierten en una prueba de su carácter más puro, y se distinguirán en sus placeres por un ancho muro que los separa eficazmente del mundo.

 

Tal separación debe ser llevada a cabo, pienso, en todo lo que afecta al cristiano.  “¿Qué han visto en tu casa?”, fue la pregunta que hizo Isaías a Ezequías. Cuando un extraño entra en nuestra casa, debería encontrarla ordenada de tal manera que pueda percibir claramente que el Señor está allí. Un hombre no debería quedarse ni una noche bajo nuestro techo sin deducir que sentimos un respeto por Aquel que es invisible, y que deseamos vivir y movernos a la luz de la faz de Dios.

 

Ya he dicho que no quisiera que cultivaran singularidades por amor a la singularidad; sin embargo, como la mayoría de los hombres se quedan satisfechos haciendo lo que hacen otros hombres, ustedes no deben quedarse satisfechos nunca mientras no hagan más y mejor que otras personas, habiendo descubierto un modo y un curso de vida que trasciende tanto la vida del mundano ordinario como la senda del águila que vuela en el aire está por encima de la del topo que hace su madriguera debajo del suelo.

 

Este muro ancho que separa a los piadosos de los impíos debe ser más conspicuo en el espíritu de nuestra mente. El hombre impío vive solamente para este mundo; que no les sorprenda si vive entregado a él. No tiene ningún otro tesoro; ¿por qué no habría de obtener todo lo que pueda de él? Pero tú, cristiano, profesas tener una vida inmortal, por tanto, tu tesoro no ha de ser amasado en este breve lapso de existencia. Tu tesoro está almacenado en el cielo, y está disponible para la eternidad. Tus mejores esperanzas saltan sobre los estrechos límites del tiempo, y vuelan más allá de la tumba; por tanto, tu espíritu no ha de estar orientado a la tierra ni debe arrastrarse, sino que ha de ser encumbrado y celestial. Tiene que haber en torno tuyo el aire de alguien que tiene puestos sus zapatos, ceñidos sus lomos y su báculo en su mano, el aire de un peregrino listo para partir lejos a una tierra mejor. Tú no debes vivir aquí como si este fuese tu hogar. No debes hablar de este mundo como si fuera a durar para siempre. No has de guardarlo, ni atesorarlo, como si hubieras puesto tu corazón en él, sino que tienes que volar como si no tuvieras un nido aquí y no pudieras tenerlo nunca, antes bien, como si esperaras encontrar tu lugar de descanso entre los cedros de Dios, en las cimas de los montes de la gloria.

 

Puedes estar seguro de que entre más alejado del mundo esté un cristiano, será mejor para él. Me parece que puedo aducir varias razones por las que el muro debería ser muy ancho. Si eres sincero en tu profesión, hay una distinción muy amplia entre ti y la gente inconversa. Nadie puede decir cuán separada está la vida de la muerte. ¿Puedes medir la diferencia? Son tan opuestas como los polos. Ahora, de acuerdo a tu profesión, tú eres un hijo viviente de Dios y has recibido una nueva vida, mientras que los hijos de este mundo están muertos en delitos y pecados. ¡Cuán palpable es la diferencia entre la luz y las tinieblas! Sin embargo, tú profesas que en otro tiempo “eras tinieblas”, mas ahora eres hecho “luz en el Señor”. Por tanto, hay una gran distinción entre ti y el mundo si en verdad fueras lo que profesas ser. Cuando te revistes con el nombre de Cristo dices que vas a la Ciudad Celestial, a la Nueva Jerusalén; pero el mundo le da la espalda al país celestial, y va descendiendo a esa otra ciudad de la cual se sabe que la destrucción es su condena; tu senda es diferente a la de ellos. Si fueras lo que dices ser, el camino que tomas tiene que ser diametralmente opuesto al del hombre impío. Tú sabes la diferencia que hay entre sus fines. El fin de los justos será la gloria sempiterna, mas el fin de los malvados es la destrucción. Entonces, a menos que seas un hipócrita, hay tal distinción entre tú y otros que sólo Dios mismo pudo establecer, una distinción que se origina aquí y que ha de ser perpetuada a lo largo de la eternidad. Cuando las diferencias sociales provocadas por rango y dependencia, riqueza y pobreza, ignorancia y educación se hayan disipado, las distinciones entre los hijos de Dios y los hijos de los hombres, entre los santos y los burladores, entre los elegidos y los desechados existirán todavía. Entonces, les ruego que mantengan un ancho muro en su conducta, así como Dios ha establecido un ancho muro en el estado y en el destino de ellos.

 

Recuerden, además, que nuestro Señor Jesucristo estableció un ancho muro entre Él y los impíos. Obsérvenlo, y vean cuán diferente es Él de los hombres de Su tiempo. En toda Su vida se advierte que fue un extranjero y un forastero en la tierra. Ciertamente, Él se acercaba a los pecadores tanto como podía hacerlo, y los recibía cuando estaban dispuestos a acercarse a Él; pero no se acercaba a sus pecados. Él era “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores”. Cuando fue a Su propia aldea de Nazaret, sólo predicó un solitario sermón, y ellos habrían querido arrojarlo desde la cumbre del monte para despeñarle, si hubieran podido hacerlo. Cuando pasaba por la calle se convertía en la canción del borracho, en el objetivo de las burlas de los necios y en el blanco al cual lanzaban los altivos las flechas de su escarnio. Por último, vino a los Suyos, pero no lo recibieron, antes bien determinaron echarlo completamente fuera del campamento, así que lo llevaron al Gólgota y lo clavaron al madero como un malhechor, como un promotor de sedición. Él fue el gran Disidente, el gran Disconforme de Su época. La Iglesia Nacional lo excomulgó primero, y luego lo ejecutó. Él no buscaba la diferencia en las cosas triviales, antes bien, la pureza de Su vida y la veracidad de Su testimonio despertaron la indignación de los gobernantes y de los principales de sus sinagogas. Él estaba dispuesto en todas las cosas a servirlos y a bendecirlos, pero nunca se mezclaría con ellos. Hubieran querido hacerle rey. ¡Ah!, si sólo se hubiese unido al mundo, el mundo le habría cedido el lugar principal, tal como el príncipe del mundo le dijo en el monte. “Todo esto te daré, si postrado me adorares”. Pero Él hace huir al diablo, y permanece inmaculado y separado hasta el fin de Su vida. Si eres un cristiano, sé un cristiano. Si sigues a Cristo, sal fuera del campamento. Pero si no hubiera diferencia entre ti y tus semejantes, ¿qué le dirás al Rey en el día cuando venga y descubra que no tienes el vestido de boda por el cual puedes distinguirte del resto de la humanidad?

 

Además, queridos amigos, ustedes encontrarán que un muro ancho de separación es sobremanera bueno para ustedes mismos. Yo no creo que ningún cristiano en el mundo les diga que, cuando cedió a las costumbres del mundo, se benefició jamás por ello. Si tú pudieras ir y pudieras encontrar una diversión nocturna en algún lugar sospechoso, y te sintieras beneficiado por ello, yo estoy seguro de que no serías cristiano, pues, si en verdad lo fueras, tu conciencia te remordería y ese acto te incapacitaría para ejercicios más devotos del corazón. Pídele a un pez que pase una hora en tierra seca, y yo pienso que si lo cumpliera, el pez encontraría que no fue para su mayor beneficio pues estaría fuera de su elemento; y lo mismo sucedería contigo si tuvieras comunión con los pecadores. Cuando te ves forzado a asociarte con la gente mundana en el curso ordinario de los negocios, encuentras mucho que irrita tus oídos, conturba tu corazón, y fastidia a tu alma. Te sentirías a menudo como el justo Lot, abrumado por la conversación de los perversos, y dirías con David:

 

“Ay de mí, que en Mesec

Mucho tiempo he morado;

Y habito en las tiendas

Que pertenecen a Cedar”.

 

Tu alma anhelará y suspirará porque salgas y laves tus manos de todo lo que es impuro e inmundo. Como no encuentras consuelo allí, anhelas alejarte a la casta, a la santa, a la devota y a la edificante comunión de los santos. Edifiquen un muro ancho, queridos amigos, en su vida diaria. Si comenzaran a cederle un poco al mundo, pronto le cederían mucho. Concédanle al pecado una pulgada, y se tomará un codo. “Cuida los centavos y los pesos se cuidarán solos”, es un lema apropiado de la economía. Así también, ponte en guardia contra los pecados leves si quisieras estar limpio de “la gran rebelión”. Cuídate de los pequeños acercamientos a la mundanalidad y de las pequeñas concesiones a las cosas de la impiedad, y entonces no proveerás para los deseos de la carne.

 

Otra muy buena razón para mantener el muro ancho de separación es que harás el mayor bien al mundo por ello. Yo sé que Satanás te dirá que si cedes un poquito y te acercas a los impíos, entonces ellos también avanzarán un poco para encontrarse contigo. Ay, pero no es así. Cristiano, tú pierdes tu fuerza en el momento en que te apartas de tu integridad. ¿Qué piensas que la gente impía diría a tus espaldas si vieran que eres inconsistente con el objeto de agradarlos? “¡Oh!”, -dirían ellos- “no hay nada en su religión excepto una vana pretensión; ese hombre no es sincero”. Aunque el mundo puede denunciar abiertamente al rígido puritano, secretamente lo admira. Cuando el gran corazón del mundo da su opinión, tiene respeto por el hombre que es severamente honesto y que no renuncia a sus principios, no, ni siquiera un ápice. En una época como ésta, cuando hay tan poca sólida convicción, cuando los principios son arrojados a los vientos, y cuando un latitudinarismo general, tanto de pensamiento como de práctica pareciera regir el día, es todavía un hecho que un hombre que es resuelto en su creencia, que dice lo que piensa valerosamente y que actúa de acuerdo a su profesión, generará con certeza la reverencia de la humanidad. Mujer, puedes estar segura de que tu marido y tus hijos no te respetarían más si dijeras: “Voy a renunciar a algunos de mis privilegios cristianos”, o “Voy a entregarme con ustedes algunas veces a lo pecaminoso”. No puedes ayudarlos a salir del pantano cenagoso si vas y te hundes en el lodo. No puedes ayudar a que sean limpiados si tú vas y ennegreces tus propias manos. ¿Cómo podrías lavar entonces sus rostros? Tú, joven, en el taller, y tú, joven mujer en la tienda, si ustedes se guardaran en el nombre de Cristo castos y puros para Jesús, sin reírse de chistes que deberían hacerlos sonrojar, sin mezclarse en pasatiempos que fueran sospechosos, pero, por otro lado, siendo tiernamente celosos de su conciencia como uno que se retira de algo dudoso como de algo pecaminoso, sosteniendo una sólida fe, y siendo escrupulosos de la verdad; si se guardaran de esa manera, su compañía en medio de otros sería como si un ángel batiera sus alas, y se dirían el uno al otro: “Refrénate de ésto justo ahora, pues Fulano-de-tal está aquí”. Te tendrían miedo, en un cierto sentido; te admirarían en secreto; y ¿quién pudiera decir si al final, tal vez llegaran a imitarte?

 

¿Tentarías a Dios? ¿Retarías al desolador diluvio? Siempre que la iglesia desciende a mezclarse con el mundo, les compete a los pocos fieles huir al arca y buscar abrigo de la tormenta vengadora. Cuando los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas para ser miradas, fue entonces que Dios dijo que se arrepentía de haber hecho al hombre en la faz de la tierra y envió el diluvio para que los arrasara. El pueblo de Dios debe ser un pueblo apartado, y lo será. Su propia declaración es ésta: “He aquí un pueblo que habitará confiado (solo), y no será contado entre las naciones”. El cristiano es, en algunos sentidos, como el judío. El judío es el tipo del cristiano. Podrías darle al judío privilegios políticos, como debería tenerlos; podría ser adoptado por el Estado, como debería serlo; pero es un judío, y ha de seguir siendo todavía un judío. No es un gentil, aunque él mismo se llame inglés, o portugués, o español o polaco. Sigue siendo un miembro del pueblo de Israel, un hijo de Abraham, sigue siendo todavía un judío; y puedes darte cuenta de que lo es: su lenguaje lo delata en toda tierra. Lo mismo debería suceder con el cristiano; debe mezclarse con otros hombres, tal como le corresponde hacerlo en su llamamiento cotidiano; debe salir y entrar en medio de los hombres, como un hombre entre los hombres; debe mercar en el mercado; debe vender en la tienda; debe compartir los gozos del círculo social; debe participar en la política como ciudadano, como en efecto lo es; pero, al mismo tiempo, debe tener siempre una vida más sublime y más noble, un secreto en el que el mundo no puede adentrarse, y debe mostrarle al mundo, por su santidad superior, por su celo por Dios, por su genuina integridad y por su abnegada veracidad, que él no es del mundo, así como Cristo no era del mundo. No podrían imaginar cuán interesado estoy en que algunos de ustedes mantengan este muro ancho, pues detecto en algunos un deseo de hacerlo muy angosto y, tal vez, de derribarlo por completo. Hermanos amados en el Señor, pueden estar seguros de que no podría ocurrirle nada peor a una iglesia que ser conformada a este mundo. Entonces escriban “Icabod” sobre sus muros pues habría salido contra ella la sentencia de destrucción. Pero si pudieran guardarse como:

 

“Un huerto por completo cercado,

Elegido y convertido en un especial terreno”,

 

tendrían la compañía de su Señor; sus gracias crecerían; serían felices en sus almas, y Cristo sería honrado en sus vidas.

 

II.   En segundo lugar, el muro ancho que rodeaba a Jerusalén INDICABA SEGURIDAD.

 

De igual manera, un muro ancho en torno a la Iglesia de Cristo indica también su seguridad. Considera quiénes son los que pertenecen a la Iglesia de Dios. Un hombre no se convierte en un miembro de la Iglesia de Cristo por el bautismo, ni por derecho de nacimiento, ni por profesión, ni por moralidad. Cristo es la puerta de entrada al redil; todo aquél que cree en Jesucristo es un miembro de la verdadera Iglesia. Siendo un miembro de Cristo, es por consiguiente un miembro del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ahora, alrededor de la Iglesia de Dios -la elección por la gracia, los redimidos por la sangre, el pueblo único, los adoptados, los justificados, los santificados- alrededor de la Iglesia hay baluartes de estupenda fuerza y armamentos que los guardan seguramente. Cuando el enemigo vino para atacar a Jerusalén, contó las torres y los baluartes, y los observó bien, pero después de ver la fortaleza de la ciudad santa, huyó. ¿Cómo podía esperar escalar jamás tales murallas como esas? Hermanos, Satanás cuenta con frecuencia las torres y los baluartes de la Nueva Jerusalén. Desea ansiosamente la destrucción de los santos, pero eso nunca sucederá. Quien reposa en Cristo es salvo. Quien ha atravesado por la puerta de la fe para reposar en Cristo puede cantar, con gozosa confianza:

 

“El alma que en Jesús ha confiado para reposo,

No desertará para unirse al enemigo;

Aunque todo el infierno se esfuerce por sacudir a esa alma

Él nunca, nunca, nunca, la abandonará”.

 

El cristiano está rodeado del ancho muro del poder de Dios. Como Dios es omnipotente, Satanás no puede derrotarlo. Si el poder de Dios está de mi lado, ¿quién podría hacerme daño entonces? “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?”

 

El cristiano está rodeado por el ancho muro del amor de Dios. ¿Quién prevalecerá contra aquellos a quienes Dios ama? Yo sé que es en vano maldecir a aquellos a quienes Dios no ha maldecido, o desafiar a aquellos a quienes el Señor no ha desafiado, pues todo aquel que Él bendice es en verdad bendecido. Balac, el hijo de Zipor, buscaba maldecir al pueblo amado, y fue primero a la cima de un monte y luego a la cima de otro monte y miró desde lo alto al campamento elegido. Pero, ¡ajá, Balaam, tú no pudiste maldecirlos aunque Balac quería que lo hicieras! ¡Sólo pudiste decir: “Son benditos, sí, y serán benditos”!

 

La ley de Dios es un muro ancho en derredor nuestro, y lo mismo es Su justicia. Ambas amenazaron una vez con nuestra destrucción, pero ahora la justicia de Dios exige la salvación de cada creyente. Si Cristo ya murió en lugar mío, no sería justo que yo tuviera que morir también por mi pecado. Si Dios recibió el pago completo de la deuda de mano del Señor Jesucristo, entonces ¿cómo podría exigir otra vez el pago de la deuda? Él ha sido satisfecho y nosotros estamos seguros.

 

La inmutabilidad de Dios, también, circunda a Su pueblo como un muro ancho. “Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos”. En tanto que Dios sea el mismo, la roca de nuestra salvación será nuestro seguro escondite.

 

Sobre esta deliciosa verdad podríamos reflexionar largo tiempo, pues hay mucho que nos anima en la sólida seguridad que Dios ha dado por medio de un pacto a Su pueblo. Ese pueblo está rodeado por el ancho muro del amor que elige. ¿Acaso los elige Dios para después perderlos? ¿Acaso los ordenó para vida eterna, y habrán de perecer? ¿Grabó sus nombres sobre Su corazón, y serán borrados esos nombres? ¿Se los entregó a Su Hijo para que fueran Su herencia, y el Hijo perderá Su porción? Dijo: “Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe”, ¿y se apartará de ellos? ¿Acaso quien hace que todas las cosas le obedezcan no tendrá poder para guardar al pueblo al que ha formado para Sí, para que sea Su propia y única herencia? ¡Dios no quiera que dudemos de ello! El amor que elige, como un ancho muro, rodea a cada heredero de la gracia.

 

¡Y, oh, cuán ancho es el muro del amor redentor! ¿Acaso Jesús dejará de reclamar al pueblo que compró a un precio tan grande? ¿Acaso derramó Su sangre en vano? ¿Cómo puede revivir la enemistad contra aquellos a quienes reconcilió una vez con Dios no imputándoles sus transgresiones? Habiendo obtenido la eterna redención para ellos, ¿los condenará a una eterna perdición? ¿Ha purificado sus pecados por el sacrificio y los dejará luego para que sean víctimas de la astucia de Satanás? Por la sangre del pacto eterno cada cristiano puede tener la seguridad de que no perecerá, ni nadie puede arrebatarlo de la mano de Cristo. A menos que la cruz fuera una incertidumbre, a menos que la expiación fuera una mera especulación, aquellos por quienes Jesús murió son salvos por medio de Su muerte. Por tanto “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho”.

 

Como un muro ancho que rodea a los santos de Dios es la obra del Espíritu Santo. ¿Acaso el Espíritu principia pero luego no acaba las operaciones de Su gracia? ¡Ah, no! ¿Acaso otorga una vida que posteriormente se extingue? Eso es imposible; ¿no nos ha dicho que la Palabra de Dios es la simiente incorruptible que vive y permanece para siempre? ¿Y acaso los poderes del infierno o el mal de nuestra propia carne destruirán lo que Dios ha pronunciado inmortal, o causarán disolución a lo que Dios dice que es incorruptible? El Espíritu de Dios nos es dado para que permanezca con nosotros para siempre, y ¿será echado de ese corazón en el que ha establecido habitación eterna?

 

Hermanos, nosotros no compartimos la mentalidad de quienes son guiados por el miedo o la falacia para aventurar tales conjeturas. Nosotros nos regocijamos diciendo con Pablo: “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. Nos deleita cantar:

 

“La gracia habrá de completar lo que comienza,

Salvar de las aflicciones o de los pecados;

La obra que la sabiduría asume

Nunca la abandona la eterna misericordia”.

 

Casi cada doctrina de la gracia nos proporciona un ancho muro, un fuerte bastión, un poderoso baluarte y un gran armamento de defensa. Tomen, por ejemplo, los compromisos de la fianza de Cristo. Él es la Fianza ante Su Padre por Su pueblo. Cuando traiga el rebaño a casa, ¿piensas tú que tendrá que reportar que algunas de las ovejas están perdidas? ¡Para nada! “Heme aquí”, -dirá- “y los hijos que me has dado. A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió”. Él guardará a todos los santos hasta el fin. El honor de Cristo está involucrado en este asunto. Si Cristo perdiera un alma que se apoya en Él, desaparecería la integridad de Su corona, pues si hubiera en el infierno un alma creyente, el príncipe de las tinieblas sostendría en alto a esa alma, y diría: “¡Ajá, no pudiste salvar a todas ellas! ¡Ajá, Tú, el Capitán de la Salvación, fuiste derrotado aquí! ¡Aquí está un pobre y pequeño Benjamín, uno ‘Presto-a-detenerse’, que Tú no pudiste llevar a la gloria, y yo lo tengo como mi presa eternamente! Pero eso no sucederá. Cada joya estará en la corona de Jesús. Cada oveja estará en el rebaño de Jesús. Él no será derrotado de ninguna manera, ni en ninguna medida; antes bien, dividirá el botín con los fuertes, consolidará la causa que asuma y vencerá eternamente; ¡gloria sea dada a Su grandioso y buen nombre!

 

III.   La idea de un muro ancho –y con ésto concluyo- SUGIERE DELEITE.

 

Los muros de Nínive y de Babilonia eran amplios, tan amplios que había espacio para que varios carros corrieran a la par. Aquí los hombres caminaban al atardecer, y hablaban y promovían el buen compañerismo. Si han estado alguna vez en la ciudad de York, sabrán cuán interesante es caminar alrededor de los amplios muros de esa ciudad. Pero nuestra figura es tomada de los orientales. Ellos estaban acostumbrados a salir de sus casas y caminar sobre los anchos muros. Los usaban para descanso del trabajo, y para los múltiples placeres de la recreación. Era muy deleitable caminar sobre esos anchos muros cuando el sol se iba ocultando y todo estaba fresco. Y así, cuando un creyente llega a conocer las cosas profundas de Dios, y a ver las defensas del pueblo de Dios, camina a lo largo de ellas, y reposa confiado. “Ahora”, -se dice- “estoy tranquilo y en paz; el destructor no puede molestarme; estoy lejos del ruido de los arqueros, en el abrevadero, y aquí puedo ejercitarme en la oración y en la meditación. Ahora que la salvación ha sido establecida para los muros y los baluartes, voy a cantar un himno a quien ha realizado estas grandes cosas para mí; voy a tomar mi descanso y voy a quedarme callado, pues el que cree ha entrado en el reposo. Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Los muros anchos, entonces, son para el reposo, y así son nuestros muros anchos de salvación.

 

Esos muros anchos eran también para compañerismo. Los hombres llegaban allí y hablaban unos con otros. Se apoyaban sobre el muro y susurraban sus amorosas palabras, conversaban de sus negocios, se consolaban unos a otros y relataban sus problemas y sus gozos. Entonces, cuando los creyentes vienen a Cristo Jesús, tienen comunión los unos con los otros, con los ángeles, con los espíritus de los justos hechos perfectos y con Jesucristo su Señor, quien es el mejor de todos. ¡Oh!, sobre esos anchos muros, cuando el pendón del amor ondea sobre ellos, algunas veces se regocijan con un gozo indecible, en comunión con Aquel que los amó y se entregó por ellos. Es algo bendito, en la Iglesia de Cristo, cuando alcanzas tal conocimiento de las doctrinas del Evangelio que puedes tener la más dulce comunión con toda la Iglesia del Dios viviente.

 

Y luego los anchos muros servían como miradores para ver panoramas y paisajes. El ciudadano subía al ancho muro y miraba a lo lejos desde el humo y la suciedad de la ciudad, y localizaba los verdes campos y el centelleante río y las lejanas montañas, embelesado al mirar el corte del heno, y la siega del trigo, o el sol poniente más allá de los distantes montes. Era uno de los deleites comunes del ciudadano de cualquier ciudad amurallada, subir a lo más alto del muro para ver a lo lejos. Así, cuando un hombre se adentra en las alturas de las doctrinas evangélicas, y ha aprendido a entender el amor de Dios en Cristo Jesús, ¡qué amplias visiones puede percibir! ¡Cómo mira desde arriba las aflicciones de la vida! ¡Cómo mira más allá de ese estrecho arroyuelo de la muerte! ¡Cómo, algunas veces, cuando el clima es radiante y su ojo es lo suficientemente claro para permitirle usar el telescopio, puede ver dentro de las puertas de perla, y contemplar los gozos que ningún ojo mortal ha visto, y oír los cánticos que ningún oído mortal ha oído, pues esas son cosas, no para los ojos ni para los oídos, sino para los corazones y los espíritus! ¡Bienaventurado es el hombre que mora en la Iglesia de Dios, pues puede encontrar sobre sus anchos muros lugares desde los cuales puede ver al Rey en Su hermosura y la tierra muy lejana!

 

¡Ah!, queridos amigos, yo desearía que todas estas cosas tuvieran que ver con todos ustedes, pero me temo que no; pues muchos de ustedes están fuera de los muros; y cuando venga el destructor, nadie estará seguro sino aquellos que están dentro del muro del amor y de la misericordia de Cristo. Pluguiera a Dios que ustedes escaparan a la puerta de inmediato, pues está abierta. Será cerrada, será cerrada un día, pero ahora está abierta. Cuando venga la noche, la noche de la muerte, la puerta será cerrada; y tú vendrás entonces, y dirás: “¡Señor, Señor, ábreme!” Pero la respuesta será:

 

“¡Demasiado tarde, demasiado tarde!”

No puedes entrar ahora”.

 

Pero todavía no es demasiado tarde. Cristo dice todavía: “He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar”. Oh, que tuvieras la voluntad de venir y poner tu confianza en Jesús, pues si hicieras eso, serías salvo. No puedo hablarles a algunos de ustedes acerca de la seguridad, pues no hay muros anchos que los defiendan. Ustedes han huido de la seguridad. Quizás han estado construyendo con una argamasa suave una justicia propia que será derribada como un muro inclinado o como una cerca insegura. ¡Oh, que confiaran en Jesús! Entonces tendrían un ancho muro que ni todos los arietes del infierno serían capaces de conmover jamás. Cuando las tormentas de la eternidad golpeen contra ese muro, permanecerá firme por siempre jamás.

 

Yo no puedo hablarles a algunos de ustedes acerca del reposo, y del gozo y de la comunión, pues han buscado reposo donde no lo hay, han alcanzado una paz que no es paz y han encontrado un consuelo que será su destrucción. Que Dios los haga estar turbados, y los constriña a huir al Señor Jesús mediante una insoportable tensión, y así, a obtener la verdadera paz, la única paz, pues “él es nuestra paz”. ¡Oh, que ustedes se encerraran con Cristo y confiaran en Él! Entonces se regocijarían en la presente felicidad que la fe les daría; pero lo más dulce de todo sería la perspectiva que entonces se desenvolvería ante ustedes: la eterna felicidad que Cristo ha preparado para todos aquellos que depositan su confianza en Él.

 

 

 

 

Traductor: Allan Román

18/Mayo/2011

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