El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
El Sacerdocio de los Creyentes
NO. 3266
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 28 DE AGOSTO DE 1864
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 7 DE SEPTIEMBE DE 1911.
“Sacerdocio
santo”. 1 Pedro 2: 5.
En esta epístola, Pedro está hablando de los
santos esparcidos en todo el mundo y, enseñado por el Espíritu Santo, dice de
ellos que constituían “un sacerdocio santo”. No está hablando acerca de
ministros; no se está refiriendo a un cierto número de hombres que han pasado a
través de diversos grados de funciones y están por ello calificados para usar
sotanas de un cierto color; antes bien, está hablando de todo creyente, y llama
a cada santo: un miembro de un “sacerdocio santo”. Cada María y cada Juan, cada
doncella campesina y cada trabajador que pone su mano en el arado, cada siervo
de Dios en cada capacidad, es un miembro de este “sacerdocio santo”; al menos
eso dice Pedro, y Pedro no estaba equivocado, pues hablaba conforme era “inspirado
por el Espíritu Santo”.
Por diezmilésima vez hemos de declarar nuestra
propia convicción solemne de que es tiempo de que Inglaterra despierte, y
censure solemnemente la superchería sacerdotal que pareciera estar aumentando
en nuestro medio. Ningún hombre tiene ningún derecho de llamarse en cualquier
sentido exclusivo: ‘un sacerdote’. Cuando tomo el Libro de la Oración Común y
leo “Entonces el sacerdote dirá”, lo cierro de nuevo con detestación. Y si
fuese el mejor libro humano impreso jamás y no contuviera ningún otro disparate
o error, pero si se aventurara a llamar a cualquier clase de hombres:
‘sacerdotes’, yo lo denunciaría por estar manchado de doctrina católica romana.
Cristo es el único sacerdote que puede ofrecer sacrificio
para la expiación del pecado. Él es “el apóstol y sumo sacerdote de nuestra
profesión”. Pero hay otro sacerdocio, uno de ofrecimiento de oraciones y
alabanzas, y éste no me pertenece porque yo sea un ministro, ni le pertenece a
cualquier número de hombres que sean llamados “Reverendo”, o “Muy Reverendo”, o
“Reverendísimo”, sino que les pertenece de igual manera a ustedes, y a todos
los que por fe han creído en Jesucristo como Salvador y Señor. Si un hombre es
verdaderamente convertido a Dios, aunque sea escasamente capaz de leer su
Biblia, es un sacerdote para Él, porque tiene un nuevo corazón y un espíritu
recto. Pudiera ser que nunca suba a un púlpito, ni que presida en alguna
reunión de la iglesia, pero puede ser un sacerdote para Dios. Su único púlpito
pudiera ser el taller de zapatero; su única plataforma para dar testimonio de
Cristo pudiera ser tras el mostrador, o en la fábrica, pero, a pesar de ello,
es un sacerdote.
O si el Señor llamara a una hermana para Sí,
debe estar callada en la reunión de la iglesia, pero ella pertenece al
sacerdocio divino, y sus oraciones y alabanzas ascenderán delante de Dios con
la misma aceptación, por medio de Jesucristo, como si fuese una eminente
teóloga o la más dotada de los santos. Todos los hijos de Dios son sacerdotes,
y éste es el cántico de todos los que están en el cielo, y de todos los que
están en la tierra que son verdaderamente salvos: “Nos hizo reyes y sacerdotes
para Dios, y reinaremos por los siglos de los siglos”.
Ahora, es sobre este tema del sacerdocio que
deseo hablar en esta noche, y la forma en la que los sacerdotes eran consagrados
bajo la ley es descrita para nosotros en el capítulo 8 de Levítico. Entonces, yo
los invito a que busquemos y consideremos el tema según es expuesto allí, pues,
ciertamente, la forma en que los hijos de Aarón eran ordenados para su
sacerdocio terrenal y temporal, es ricamente sugerente e intencionalmente
típico, de la manera en que Dios llama a todo Su pueblo a su santo sacerdocio.
Al considerar este capítulo, encontramos que uno
de los primeros pasos con relación a la ordenación de Aarón y de sus hijos para
su sacerdocio, era que ERAN LAVADOS. Leemos en Levítico 8: 6: Entonces Moisés hizo acercarse a Aarón y a
sus hijos, y los lavó con agua. Ése era un lavatorio. ¡Pero varias veces en
este capítulo encontramos que un segundo lavatorio era necesario para ellos, y
ése era con sangre! En el versículo 2 encontramos que llevaron un becerro de la
expiación, y dos carneros, y eran rociados con la sangre de uno de los carneros
y con la sangre de la expiación para estar limpios delante de Dios. Ésto enseña
poderosamente que cada uno de nosotros que aspire a ser un sacerdote para Dios,
tiene que ser limpiado primero con una doble purificación.
“Que el agua
y la sangre
Que fluyeron
de Su costado traspasado,
Sean la doble
cura del pecado,
Limpiándonos
de su culpa y su poder”.
Si consideramos más detenidamente esta limpieza
con sangre, vemos que Aarón y sus hijos ponían sus manos sobre el cordero y
confesaban sus pecados. Entonces era inmolado el cordero, la sangre era rociada
sobre el altar y sobre la fuente y sobre todos los utensilios del santuario y,
después, sobre Aarón y sus hijos. ¡Cuán profunda instrucción tenemos aquí! Si
somos sacerdotes de Dios, ponemos nuestra mano sobre Cristo, le aceptamos como
nuestro sustituto, y confiamos en esa sangre derramada para la remisión de los
pecados. Él no aceptará a ningún sacerdote en Su santuario que no haya sido
lavado con la sangre de Cristo. Mientras ésto no se haya experimentado, todo
servicio es una vana oblación que Él no puede aceptar. Acude al altar, confiesa
tu pecado, ponlo sobre el Cordero de Dios, y entonces, pero no hasta entonces,
tú puedes ser un sacerdote santo.
Además, los sacerdotes eran lavados también en
agua posteriormente. En la primera ocasión eran lavados de la cabeza a los
pies; pero en ocasiones posteriores, cuando iban al tabernáculo, sólo
necesitaban lavar sus manos y sus pies. Lo mismo sucede con nuestra vida
cristiana. Por la aplicación de los méritos de nuestro Señor, hecha por el
Espíritu Santo, los creyentes son lavados completamente, y no queda ni mancha
ni arruga en su aceptación para con Él. Pero aunque un hombre pueda estar
perfectamente limpio después de su baño, sus pies podrían ensuciarse cuando
camina hacia su habitación y necesita lavarlos otra vez. Por eso, ustedes y yo,
necesitamos orar: “Perdónanos nuestras deudas”, aunque todas ellas hayan sido
perdonadas. Estamos lavados, pero la contaminación diaria exige una limpieza
constante. Aunque todo verdadero cristiano ha sido limpiado, igual que Pedro lo
fue, no debe decir: “No me lavarás los pies jamás”. Cuando Jesús viene por la
palabra y el espíritu que limpian, y se ciñe con la toalla y trae el lebrillo,
tenemos que estar dispuestos a dejar que nos limpie, es más, tenemos que
rogarle que lave nuestros pies, para que estemos enteramente limpios. En verdad
necesitamos orar: “Perdónanos nuestras deudas”. No está en conflicto, en lo más
mínimo, con la doctrina de una completa santificación o de una completa
justificación.
Cada uno de los sacerdotes era lavado y tenía un
claro derecho de entrar en el santuario; no obstante, tenía que lavarse las
manos y los pies cada vez que entraba.
Así también nosotros estamos limpios; Dios nos
acepta; somos Sus hijos y, no obstante, día a día, hemos de acudir a Él con la
oración: “¡Señor, límpiame de nuevo con la Sangre del Redentor; purifícame por
el lavatorio de agua de la Palabra!” Entonces, si viene la contaminación, puede
ser comprobado Su poder limpiador una y otra vez.
Bien, amados, ¿hemos intentado alguna vez servir
a Dios sin esta limpieza? Si así fuera, debemos arrepentirnos de nuestra
justicia imaginaria, de la misma manera que debemos hacerlo de nuestros
pecados, pues incluso nuestras justicias no son nada sino pecados, mientras no
hayamos sido limpiados. ¿Anhelamos esta limpieza perfecta? La fuente está
llena; la sangre y el agua tienen la misma eficacia que siempre han tenido. “Si
vuestros pecados fueren como la
grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí,
vendrán a ser como blanca lana”. Desciende y entra en este baño celestial.
Confía que Cristo te salva, y siendo limpiado por Él, tú serás por siempre un
miembro de este “sacerdocio santo”.
Refiriéndonos otra vez a Levítico 8, vemos que
el segundo paso en el ordenamiento del sacerdocio era que ESTABAN VESTIDOS
DIVINAMENTE. Por limpios que estuvieran, tenían que estar vestidos
apropiadamente, o no podían presentarse delante del Señor. Se nos ha dado una
lista de las vestiduras, y encontramos que Aarón, como Sumo Sacerdote, estaba
vestido suntuosamente, mas no así sus hijos. En el versículo 13 se nos informa
que tenían túnicas, y cintos y tiaras. Demos una mirada a cada uno de éstos,
pues están cargados de significación espiritual. La “Túnica” es una vestidura sacerdotal. Todos los que ministraban
ante el altar se ponían un efod, una túnica que colgaba de los hombros, generalmente
de una sola pieza, de un solo tejido de arriba abajo, semejante a la que usaba
el Señor Jesús. Así, todo creyente debe vestirse con la justicia imputada de
Jesús, que nos es dada en nuestra conversión.
Él oficia como Sumo Sacerdote delante del trono
vestido de lino blanco, y lo mismo hacen todos los santos; “porque el lino fino
es las acciones justas de los santos”, dice Juan en el Apocalipsis. Ahora,
nosotros no tenemos ninguna justicia propia, pero la voz del cielo dice: “Yo te
aconsejo que de mí compres… vestiduras blancas para vestirte”. Nosotros venimos
a Cristo tal como somos, y Él nos viste con Su justicia, activa y pasiva, y
éste es el efod con el que ministramos para Dios. Con la justicia de nuestro
Señor que nos viste, podemos presentarnos sin miedo delante del tremendo
escrutinio de los ojos de Dios, ahora y en el más allá, sin temer.
“Osado estaré
en aquel gran día,
Pues, ¿quién me acusará de algo,
Habiendo sido
absuelto por Tu sangre,
De la
maldición y vergüenza tremendas del pecado?”
Amado, ¿estás vestido de la justicia de tu
Salvador? Entonces, ¡pasa al frente, y oficia como Su sacerdote!
Después del efod, venía el cinto. En el caso de Aarón, se nos informa que era un cinto “de
obra primorosa”. ¡Ah, un cinto de obra muy primorosa! ¡Cuán incomparable, cuán
maravilloso es el cinto que ciñe los lomos de Cristo! Él ciñe Su cintura con un
cinto de oro. Su fidelidad, Su verdad, Su amor, cada uno de Sus atributos de
excelencia, combinados, constituyen este cinto ‘de obra primorosa’ que ciñe al
efod.
Pero todos los demás sacerdotes verdaderos tienen
su cinto. Ustedes y yo, si somos llamados a este santo oficio, hemos de ceñir
nuestros lomos, estando siempre listos para obedecer al instante el mandato de
Dios y deleitarnos en Su servicio. Los orientales usaban vestidos sueltos y
cuando estos vestidos se desplegaban, no podían darse prisa en sus actividades.
Por eso usaban el cinto para recoger sus túnicas y para estar preparados para alguna
labor especial, o conflicto o lucha.
Así, todo sacerdote de Cristo debe usar su cinto
de fidelidad. Hay un mundo impío que siempre está en actitud vigilante. Tengan
cuidado; estén alerta. El pecado que tan fácilmente nos asedia podría echarles
una zancadilla. Asegúrense de estar bien preparados, de tal manera que si el
enemigo viene súbitamente, puedan enfrentarlo con valor, o si un mensaje les
llegara de su Señor, puedan cumplirlo con diligencia.
Otra parte de las vestiduras del sacerdote se
llama “la tiara”, literalmente, el
turbante. Ésto era, así se nos dice, “para honra y hermosura”. Ciertamente
nuestro Señor ha puesto en Su pueblo Su propia gloria y hermosura. No somos
simplemente aceptables, sino amados; no pasables, sino admirables; no
simplemente no hemos de ser condenados, sino que estamos llenos de belleza
impartida. Jesús le dice a toda alma salvada: “Prendiste mi corazón, hermana,
esposa mía; has apresado mi corazón con uno de tus ojos, con una gargantilla de
tu cuello”.
Jesús se enamora de tal manera de Su propia
imagen en cada alma salvada, que Su corazón es cautivado. Aquí están “la honra
y la hermosura” con las que nos ha investido. Todo creyente es considerado por
Dios como si fuese Cristo. Cristo tomó tu lugar, y fue maldecido por ti; tú
tomas el lugar de Cristo, y a pesar de todas las blasfemias, de todas las
rebeldías, de todas las durezas que puedas sentir por dentro, si tú estás
verdaderamente en Cristo, ¡estás vestido de tal manera que la honra y la
hermosura, que son Divinas, son tuyas! Los sacerdotes no sólo eran lavados sino
también vestidos. ¡Alma mía, qué gozo es éste! ¡Pondéralo hasta el punto que te
domine y te cautive!
Después de ser lavados y vestidos, los
sacerdotes procedían a SER UNGIDOS. Ésto es mencionado más de una vez. La
cabeza de Aarón era ungida con el santo óleo, hasta deslizarse en la falda de
su ropa. Así Jesús fue ungido sin medida por el Espíritu Santo. Los otros
sacerdotes eran tocados también con el óleo: eran rociados con él.
Y tú y yo, si hemos sido lavados y vestidos,
todavía debemos ser ungidos. Hijo de Dios, ¿reconoces tú, clara e intensamente,
tu necesidad de esta unción? Si he predicado sin el Espíritu Santo, he
predicado en vano. Si he acudido a mi cámara de oración, sin importar cuán
sincero deseara ser, he orado en vano, a menos que el Espíritu de Dios hubiere
estado sobre mí. Esta unión es la suprema necesidad del cristiano.
El apreciado Joseph Irons solía decir muy a
menudo cuando subía al púlpito: “¡Oh, anhelamos una unción de lo alto!” Maestro
de la escuela dominical, tú eres un sacerdote y ésta es tu gran necesidad: la
unción. Ustedes, que predican en las calles, ustedes, que son intercesores en
privado por Cristo, ustedes, que buscan mostrar a Dios en su vida diaria, todos
ustedes necesitan la unción. ¿Qué cosa nos es imposible hacer cuando el
Espíritu está en nosotros, y qué podríamos hacer si Él ocultara Su presencia y
poder? ¡Como sacerdotes de Dios, podemos y debemos tener una unción cotidiana
–un ungimiento- del Santo!
Después de esto, ERAN CONSAGRADOS. Aquí he de extenderme
más que sobre el punto anterior. Esta escogencia para la función y la obra
sacerdotales, era sumamente notable. Encontramos que se tomaba sangre, y que
Moisés tocaba con ella a los sacerdotes (según el versículo 24) primero “sobre
el lóbulo de sus orejas derechas, sobre los pulgares de sus manos derechas y
sobre los pulgares de sus pies derechos; y roció Moisés la sangre sobre el
altar alrededor”. Esta descripción es muy detallada y sugerente. Todo cristiano
ha de ser consagrado a Dios, con sangre, en lo tocante a su oído. Esto es, tenemos que estar ávidos de oír la voz de Dios,
ya sea en Su Palabra impresa o predicada. “Bienaventurado el pueblo que sabe
aclamarte”. Ellos reconocen esa voz porque la sangre está sobre su oído. Hemos
de oír la voz de Dios en la providencia. Cuando hay un ruido como de marcha por
las copas de las balsameras, como David, hemos de movernos. Debemos estar
dispuestos a oír incluso a la vara y a Aquel que la ha determinado. Hay muchas
voces que el oído santificado detecta, pero que el oído carnal no ha escuchado
nunca. El hombre piadoso tiene admoniciones del Altísimo cuando el hombre
natural no capta ningún susurro. Oír siempre “el silbo apacible y delicado” es
la audición que deberíamos desear. Así también, con relación al hombre,
deberíamos oír su miseria y sentir por ella; oír su pecado, y pedirle a Dios su
pleno perdón, como lo hizo Jesús.
Sin embargo, por otro lado, hay algunos sonidos
que el oído, así consagrado, no debe oír. Hemos de ser sordos a las
insinuaciones de la suspicacia, la difamación de la calumnia, ¡ay!, un insulto
intencionado, para muchos, que de otra manera nos hubiera provocado y enfadado.
Que podamos sentir siempre que así como había
sangre sobre la oreja del sacerdote, así todos nuestros poderes receptivos
deben ser consagrados a Dios. Si es así, he de sentir que hay algunos libros
que no puedo leer, pues tengo sangre sobre mi oído; hay algunas canciones que
no me atrevo a escuchar, alguna plática en la que no me atrevo a participar,
pues tengo un oído consagrado. He de usar eso
para Él, pues yo soy Su sacerdote.
Lo siguiente en el orden, era el pulgar. Ésto consagraba la mano. Y
así como el oído simboliza nuestras facultades receptivas, así la mano
representa nuestros poderes activos. Hay algunas cosas que no debemos tocar ni palpar;
hay algunas cosas que no podemos hacer, en las que no podemos tener parte, es
más, que no podemos ni siquiera palpar. Puesto que nuestra mano ha sido
santificada con la sangre, todo lo que haga debe ser agradable a Dios. Yo sé
que es un error común pensar que no puedes servir a Dios a menos que te subas a
un púlpito, o asistas a una reunión de oración. ¡Tonterías! Tú puedes servir a
Dios, verdaderamente, detrás del mostrador y en el cuarto de trabajo; puedes
servir a Dios cuando cavas una zanja, o recortas un vallado. Yo creo que Dios
es servido con frecuencia por el sastre o el zapatero que están conscientes de
su llamado, de la misma manera que es servido por obispos y arzobispos, o por
hombres de cualquier iglesia en el mundo. De cualquier manera, si tú no puedes
servir a Dios en todo lo que haces, tienes la necesidad de pedir que se te
enseñe el secreto de la vida cristiana, pues ese secreto es la consagración de
todo a Jesucristo.
Has de convertir tus vestidos en ornamentos, tus
comidas en sacramentos, cada uno de tus días en un día santo, cada una de tus
horas en un tiempo consagrado a Dios. Nuestra mano, con todas sus múltiples actividades,
debe ser consagrada –marcada con sangre- a Él.
Después de ésto, seguía el pie. La sangre era puesta sobre el pulgar del pie derecho, de
forma que los pies eran apartados para Dios. ¡Ah, estas piernas nuestras solían
llevarnos a los teatros! Podíamos correr lo suficientemente rápido calle abajo
con ellos. Yo recuerdo a un hombre que se quedaba en el pasillo durante largo
tiempo; decía que quería “poner a servir a sus piernas”; él había servido con
ellas al demonio durante tanto tiempo que esas piernas debían soportar ahora un
poquito de incomodidad por su nuevo señor y maestro, Jesucristo. Yo conozco a
unos cuantos que solían caminar muchos kilómetros para venir a la casa de Dios:
diez kilómetros. Yo solía decirles que era demasiado lejos. No era entonces
demasiado lejos para ustedes, pero últimamente se ha vuelto demasiado lejos. El
camino no se ha vuelto más largo, pero ustedes han retrocedido en lo tocante a
su celo, y cuando el celo declina, los kilómetros se vuelven tristemente largos.
Pero yo he observado que cuando hombres y mujeres se encuentran en el debido
estado mental, no importa cuánto deban caminar, ni qué tengan que hacer por
Cristo; el pie consagrado puede hacerlo gozosamente. Si yo tengo un pie
consagrado, no he de permitirle que me lleve con malas compañías. Si alguien
les dijera: “¿puedes venir conmigo a tal y tal lugar?”, ustedes deben
responder: “¡No! ¡No puedo! ¡Tengo un pie que no irá, y no puedo ir sin él! Y
si alguien dijera: “¿Cuál es el problema con tu pie?” Responde: “¡Tengo un pie
que tiene sangre sobre él!” Dirán: “¡Qué extraño!” No te entenderán. Pero si
intentas explicarles que la sangre de tu Señor Jesucristo te compró a ti y
también a tu pie, entonces entenderán que no puede ir a ninguna parte excepto
donde Cristo quiere que vaya. Eso podría significar que tendrás que cambiar tu posición
en la vida; has de reubicarte y decidir adónde irás. Toma esa decisión con base
en el principio de que tienes un pie consagrado. No vayas donde no puedas oír
la pura Palabra de Dios.
Un judío se enteró de un buen negocio que
involucraba mucho dinero, pero que estaba en un lugar donde no había una
sinagoga; y se enteró de otro negocio, cerca de una sinagoga, pero que tenía
poca actividad comercial y, siendo un judío piadoso, eligió el lugar con la
sinagoga. Me temo que sólo hay unos cuantos judíos que querrían hacer eso y un
igualmente escaso número de cristianos que piensen primero en la casa de Dios y
en oír el Evangelio. Es mejor tener una comida de hierbas y el Evangelio con
ella, que un novillo cebado y no escuchar a la verdad de nuestro Señor
Jesucristo. ¡Al elegir su hogar, de hecho, en todo lo que concierne a su
progreso en la vida, actúen como si tuviesen, y como si supiesen que tienen, un
pie consagrado!
Juntándolo todo, eso ciertamente nos enseña que
un cristiano, siempre, y en todas partes, y enteramente, no se pertenece a sí
mismo, sino que está consagrado a Cristo. No meramente para ser bautizado, para
acercarse una vez al mes a la mesa del Señor, para tomar un asiento y sentarse
y de esta manera dar la impresión de tener una mente celestial. Cualquier
hipócrita puede hacer eso. Pero la señal de un cristiano es ser tan honesto,
recto, caritativo, amable, semejante a Cristo y santo, de tal manera, que todos
los que lo vean sean forzados a decir: “Ese hombre es distinto a los demás
hombres”. El secreto, aunque ellos pudieran no descubrirlo, es que mientras que
otros hombres son sólo hombres comunes y están ubicados donde el padre Adán los
dejó en la caída, este hombre ha sido hallado, y ha sido hecho nuevo en
Jesucristo. ¡Oreja, pulgar y pie, todos consagrados al servicio de Cristo!
Recorriendo rápidamente el resto de este
capítulo (Levítico 8), observamos que la consagración
era muy meticulosa. Se hace mención de pan sin levadura. Ésto enseña que un
cristiano no ha de seguir la religión por motivos de honor, ganancia o fama.
Nada de la levadura de la hipocresía, o del mero formalismo, deben ser
tolerados. Debemos servir a Cristo por Cristo mismo, y seguir a Dios porque
nuestro corazón es recto para con Él.
Además, la consagración es expuesta –aunque
tengo poco tiempo para considerarlo- por las diferentes partes de la víctima
que eran ofrecidas a Dios. Observarán que los sentimientos más profundos del
cristiano deben estar con Dios, que las entrañas y la grosura de los riñones
debían ser quemadas sobre el altar. Así las emociones más ricas y más plenas de
la mente y del corazón del cristiano, deben pertenecerle a Dios, pues la
grosura y el tuétano debían ser quemados también; y la mayor fuerza del
cristiano debe ser la del Señor, pues la espaldilla derecha debía ser ofrecida
como una ofrenda mecida, y luego tenía que ser consumida con fuego. Tenemos que
dar a Dios nuestros más íntimos pensamientos, nuestras pasiones más profundas,
nuestra mayor fuerza. “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas”. Algunas
personas pueden hablar lo suficientemente fuerte como para despertar a un
pueblo cuando están en su negocio, pero cuando vienen a orar, difícilmente
puedes oírlos. Pero yo quisiera que un cristiano nunca fuera un hombre tan
completo o tan excelente como cuando está sirviendo a Dios. Den al mundo, si
quieren, las sobras de su mente, de su alma y de su fortaleza; pero ¡den a Dios
su hombre entero, su vida interna y su vida externa, cada parte y poder y
pasión, llevados a su límite máximo, y todo ello entregado a Él!
Pero, además, para concluir, la consagración del cristiano ha de ser
constante. Este notable capítulo me ha interesado grandemente al observar
que estos sacerdotes debían estar oficiando durante una semana entera en el
tabernáculo. No debían abandonar su santo trabajo ni de día ni de noche. Cómo
encontraban la suficiente fortaleza, o si ésto realmente incluía tiempos
absolutamente necesarios de reposo, no podría decirlo. Pero dice que por siete
días debían servir sin interrupción tanto de día como de noche. Entonces, el
sacerdocio cristiano debe ser perpetuo. No debemos cesar de servir a Dios. Ustedes
han oído acerca de uno que estaba tan enamorado, que en verdad comía, y bebía y
dormía por el ser amado; así el cristiano debe “hacerlo todo para la gloria de
Dios”.
Dirá alguien: “¿puede hacerse éso? ¿Acaso hemos
de seguir a los monjes católicos y entrar a un monasterio?” ¡No!, no tengo
ninguna duda de que hacen bien en rasurarse sus cabezas; hay probablemente una
gran necesidad para ello. Pero a menos que nos volvamos dementes, no hay
necesidad de que imitemos su ejemplo. El cristiano no ha de encerrarse, y
convertirse en un eremita, y pensar que por eso él puede cultivar la santidad.
Eso es impiedad; la santidad cristiana es social; es la luz de la palabra, la
sal de la tierra. Hemos de estar en el mundo, aunque no hemos de ser del mundo;
nuestro sacerdocio es ejercido en la calle, en el taller, en la familia y junto
a la chimenea. De día y de noche, hemos de ofrecer oraciones y alabanzas y
acciones de gracias a Dios, y así ser un sacerdote perpetuamente.
Pero, ¿de qué estoy hablando? Hay algunas personas
aquí que nunca han sido sacerdotes para Dios todavía. ¿Qué han estado haciendo
hoy? Pues bien, incluso en el día de guardar de Dios no le sirven, sino que se
sirven a ellas mismas. ¡Vamos, amigo! Dios no ha cosechado nunca ni una
solitaria espiga de tu campo. Ten cuidado, no sea que habiendo vivido para ti,
mueras para ti; habiendo vivido sin Dios, mueras sin Dios y descubras que es
algo tremendo presentarte para ser juzgado sin un Salvador que sea tu ayudador
o tu sacerdote intercesor. Yo no te digo nada a ti acerca de ser un sacerdote
para Dios. Tú necesitas primero un sacerdote para ti mismo. No acudas a ningún
hombre. Ningún hombre tiene poder para ayudarle a tu alma, excepto orar e
interceder por ti. El poder salvador y perdonador radica únicamente en
Jesucristo. Míralo a Él; confía en Su sacrificio; Él resucitó, Él ascendió, Él
está a la diestra de Dios. Hay vida en una mirada a Él. ¡Mira! ¡Confía! Y
entonces serás lavado, vestido, ungido, consagrado, y así servirás a Dios. Pero
tu primera ocupación es ir a Cristo. ¡Oh, que Cristo venga a ti, y te salve
ahora, y Él recibirá de nosotros la gloria, mundo sin fin! Amén.
Traductor: Allan Román
4/Agosto/2010
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