El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Obra del Espíritu en la Nueva
Creación
NO. 3134
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 23 DE ENERO DE 1873
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 4 DE MARZO DE 1909.
“Y la tierra estaba desordenada y
vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios
se movía sobre la faz de las aguas.” Génesis 1: 2.
No podemos decir cómo revoloteaba el Espíritu de
Dios sobre esa vasta masa acuosa. Es un misterio, pero es también un hecho, y
es revelado aquí como algo sucedido en el propio comienzo de la creación,
incluso antes de que Dios dijera: “Sea la luz.” El primer acto divino en
acondicionar este planeta para la habitación del hombre, fue que el Espíritu de
Dios se moviera sobre la faz de las aguas. Hasta ese momento todo estaba
informe, vacío, desordenado y en confusión. En una palabra: era el caos; y para
convertirlo en esa cosa bella que es el mundo al presente, –aunque es un mundo caído–
era necesario que el movimiento del Espíritu de Dios se diera sobre él.
No sabemos cómo obra el Espíritu sobre la
materia; pero sí sabemos que Dios, que es Espíritu, creó a la materia, y dio
forma a la materia, y afirmó a la materia, y que Él librará todavía a la
materia de la mancha del pecado que permanece en ella. Veremos nuevos cielos y
una nueva tierra en los que la materia misma será levantada de su presente
estado de ruina, y habrá de glorificar a Dios; pero, sin el Espíritu de Dios,
la materia de este mundo hubiera permanecido para siempre en el caos. Sólo
cuando el Espíritu llegó, la obra de la creación comenzó.
Pretendo usar ese hecho esta noche, viéndolo
desde un punto de vista espiritual. Es un hecho literal, y no hemos de
considerar este capítulo de Génesis, ni ninguna otra parte de Génesis, como una
mera parábola; pero habiendo expresado esto, creemos ahora que podemos decir
que estos hechos reales pueden ilustrar la obra de Dios en la nueva creación, y
nuestro pensamiento principal, en este momento, es que la obra del Espíritu
Santo en el alma del hombre, es comparable a Su obra en la creación. Así como
en los diversos libros de un mismo autor se pueden rastrear las expresiones idiomáticas
del escritor, y así como en muchas pinturas de un gran artista hay ciertos
toques que delatan la misma mano, así también vemos trazas de la misma mano
tanto en el grandioso libro de la naturaleza, como en el libro de la gracia; y
en este grandioso cuadro de belleza material podemos ver el oficio de ese mismo
Maestro-Artista que ha trazado líneas y curvas de belleza espiritual en las
almas de los redimidos.
I. Primero, voy a procurar establecer UN PARALELO
ENTRE LA OBRA DEL ESPÍRITU EN LA ANTIGUA CREACIÓN Y EN LA NUEVA.
Y, primero, quiero recordarles que, así como el
movimiento del Espíritu Santo sobre las aguas fue el primer acto en la obra de
los seis días, así la obra del Espíritu
Santo en el alma es la primera obra de gracia en dicha alma. Podrían
haberse escuchado mil sermones sin que hubiese ninguna obra eficaz en el alma,
hasta que el Espíritu de Dios llega allí. Los domingos podrían haber pasado sobre
la cabeza del hombre durante cincuenta años, y en cada uno de esos domingos ese
hombre podría haber asistido con mucha frecuencia a la casa de Dios; pero no
hubo nada hecho salvadoramente para él, si el Espíritu de Dios no hubiere
entrado en él, y no hubiere comenzado a obrar en su alma. Pudiera haber sido
bautizado, y haberse unido a la iglesia, y haber participado de la comunión;
pero, a pesar de todo eso, su corazón sigue todavía desprovisto del tipo de
forma o diseño que Dios quisiera que tuviera. Está vacío; no hay vida de Dios
en su interior, no hay fe en Cristo, no hay verdadera esperanza para el futuro.
Es un vacío en sí mismo a pesar de todo lo que se hubiere hecho, si el Espíritu
de Dios no ha obrado en él.
Que el mejor hombre producido jamás por la
simple moralidad siga siendo “desordenado y vacío”, –si el Espíritu de Dios no
hubiere venido a él– es una verdad muy humillante, y a pesar de su carácter
humillante, es una verdad. Todos los esfuerzos que los hombres hacen por
naturaleza, cuando son motivados por el ejemplo de otros o por los preceptos
piadosos, no producen nada sino el caos en otra figura; algunos de los montes
podrían haber sido aplanados, pero entonces los valles han sido elevados hasta
convertirse en otros montes; algunos vicios han sido descartados, pero sólo
para ser sustituidos por otros vicios que son, tal vez, hasta peores; o ciertas
transgresiones han sido abandonadas por un tiempo, sólo para ser seguidas por
un regreso a los mismísimos pecados, de tal manera que les ha acontecido, como
escribe Pedro, “lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vómito, y la
puerca lavada a revolcarse en el cieno.” A menos que el Espíritu de Dios haya
estado obrando en su interior, el hombre es todavía, a los ojos de Dios:
“desordenado y vacío” en cuanto a todo lo que Dios pudiera ver con agrado.
¡Cómo!, ¿es así, a pesar de que un hombre hubiere
realizado grandes esfuerzos, y hubiere hecho realmente lo mejor que podía? Sí;
pues “lo que es nacido de la carne, carne es”, aun cuando la carne hace lo
mejor que pueda; su vástago más hermoso sigue siendo carne únicamente. El agua
subirá naturalmente de nivel tan alto como su propia fuente, pero, sin la ayuda
de ninguna presión externa, nunca subirá más alto; y la humanidad se alzará tan
alto como pueda hacerlo la humanidad, pero nunca podrá sobrepasar ese límite
mientras el Espíritu de Dios no le hubiere impartido una fuerza sobrenatural.
“El que no naciere de nuevo (no naciere de lo alto), no puede ver el reino de
Dios.” El verdadero primer acto de la grandiosa obra de la nueva creación, es
que el Espíritu de Dios se mueve sobre el alma como se movió sobre la faz de
las aguas.
La segunda cosa que les pido que noten es que el hombre mismo no contribuye para nada en
esta obra. “La tierra estaba desordenada y vacía”, de tal manera que no
podía hacer nada para ayudar al Espíritu. “Las tinieblas estaban sobre la faz
del abismo.” El Espíritu no encontró ninguna luz allí. Tenía que ser creada. No
había nada en absoluto que ayudara al Espíritu de Dios, no había agentes
obrando que pudieran decirle: “Hemos estado preparando el camino para tu
venida; necesitábamos de tu asistencia; estábamos esperándote, y nos regocija
que vinieras para completar la obra que nosotros hemos comenzado.” No hubo nada de ese tipo; y por muy
triste que sea esta verdad, en el hombre no regenerado no hay nada de ningún
tipo que pueda ayudar al Espíritu de Dios. El corazón del hombre promete ayuda,
pero “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo
conocerá?” La voluntad tiene una gran influencia en el hombre, pero la voluntad
es en sí misma depravada, así que intenta jugar el papel de tirano sobre todas
las demás potencias del hombre, y rehúsa convertirse en siervo del Espíritu
eterno de la verdad. Si no he de predicar nunca el Evangelio a un pecador hasta
no ver algo en él, que ayude al Espíritu Santo a salvarle, nunca sería capaz de
predicar el Evangelio en absoluto; y si Jesucristo no salva nunca a nadie hasta
no ver algo en la persona que clama a Cristo para que le salve, entonces ningún
hombre sería salvado jamás.
Por naturaleza, nosotros no somos simplemente
como el hombre que fue herido cuando iba de Jerusalén a Jericó, y que fue
abandonado medio muerto en el camino, sino que estamos completamente “muertos
en nuestros delitos y pecados”, y en el pecador muerto no hay nada que pudiera
ayudar a su propia resurrección. No hay una mano allí que pudiera ser
levantada, ni siquiera hay un oído que pudiera oír, ni un ojo que pudiera ver,
ni pulso alguno que pudiera latir. No exageramos ni vamos más allá de la verdad
cuando afirmamos esto; y todo hombre está muerto de esa manera mientras el
Espíritu de Dios no venga a él; y cuando el Espíritu viene a él, no encuentra
nada en la persona que pudiera cooperar con el Espíritu de Dios, sino que todo
lo que ha de ser bueno debe ser creado en él, y debe ser llevado a él, y debe
ser infundido en él. Lo que se necesita, no es abanicar las chispas que casi se
han extinguido, ni fortalecer una vida que estaba casi muerta debido al
desfallecimiento; el Espíritu tiene que tratar con la muerte, la podredumbre y
la corrupción. La naturaleza del hombre es un osario, y un sepulcro y un
pequeño infierno; y el Espíritu de Dios ha de implantar en ella lo que vive, y
es bueno y agradable a los ojos de Dios, si es que ha de encontrarse allí.
Pero, más que eso, en la antigua creación, no
sólo no había allí nada que pudiera ayudar al Espíritu Santo, sino que nada parecía congruente en absoluto con el
Espíritu. Quiero decir, por ejemplo, que el Espíritu de Dios es el Espíritu
de orden, pero allí había desorden. Él es el Espíritu de luz, pero allí había
tinieblas. ¿No parece algo extraño que el Espíritu de Dios hubiere llegado allí
del todo? Adorado en Su excelente gloria en el cielo, donde todo es orden y
todo es luz, ¿por qué tendría que venir para revolotear sobre el abismo de las
aguas, y comenzar la grandiosa obra de poner orden en el caos? Y, de manera
semejante, muy frecuentemente hemos preguntado: ¿Por qué vino el Espíritu de
Dios a nuestros corazones? ¿Qué había en nosotros que indujera al Espíritu de
Dios a comenzar una obra de gracia en nosotros? Admiramos la condescendencia de
Jesús al dejar el cielo para morar en la tierra; pero, ¿no admiramos igualmente
la condescendencia del Espíritu Santo al venir a morar en tan pobres corazones
como los nuestros? Jesús vivió con los
pecadores, pero el Espíritu Santo reside en
nosotros. Si fuera posible que la condescendencia de la encarnación fuera
superada, lo sería en el hecho de que el Espíritu Santo mora dentro de los corazones
de los hombres. Es, en verdad, un milagro de misericordia, pues, lo repito, por
naturaleza no hay nada en el corazón que pueda agradar en lo más mínimo al
Espíritu Santo, sino que está presente todo lo que le contrista. El Espíritu
quiere engendrar en nosotros el arrepentimiento del pecado, pero el corazón es
duro como una piedra. El Espíritu quiere obrar en nosotros la fe, pero el
corazón está lleno de incredulidad. El Espíritu quiere hacernos puros, pero el
corazón está enamorado del pecado. El Espíritu quiere conducirnos a Dios, pero
todas nuestras pasiones nos inclinan a huir de Él, y a correr hacia todo
aquello que es contrario a Él. Sin embargo, el Espíritu de Dios viene y obra en
nosotros, aun cuando nuestro corazón no es nada sino caos, y nuestra naturaleza
está llena de tinieblas. Por esta portentosa misericordia, hemos de bendecir y
amar al Espíritu de Dios.
Noten, también, que el Espíritu de Dios es tan misterioso en Su entrada en los corazones
humanos como lo fue en Su obra en la antigua creación. Dije antes que no
podemos explicar cómo el Espíritu de Dios revoloteaba sobre la faz de las aguas.
Algunos tratan de extraer un significado a partir de la palabra hebrea, pero yo
creo que les sirve de poca ayuda. Se trata de uno de los misterios profundos de
la Escritura. El contacto del Espíritu con la materia ha de permanecer siendo
siempre un portento; ¿y podremos decir jamás cómo el Espíritu de Dios llega y
trata con hombres pecadores? Sabemos que nuestro propio Salvador le dijo a
Nicodemo: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de
dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.”
Pero, por misterioso que sea, es real, como lo
saben bien aquellos que lo han experimentado, y como pueden verlo aquellos que
observan los efectos que el Espíritu produce en los corazones de los hombres.
Yo quisiera preguntarles a todos los presentes en esta asamblea, si saben algo
acerca de la misteriosa obra del Espíritu Santo en sus almas.
Amados oyentes, es posible que haya muchas cosas
que ustedes pudieran ignorar, y, sin embargo, no estarían peor debido a esa
ignorancia; pero si son ignorantes de la obra del Espíritu Santo en su
espíritu, entonces ustedes son ignorantes de la vida eterna, ignorantes de lo
que es necesario para librarlos del infierno y levantarlos hasta el cielo. ¿Han
experimentado alguna vez, dentro de su espíritu, un poder divino que los volvió
de sus viejos hábitos y de sus antiguos caminos, y que realizó un cambio tan
radical en ustedes que ya no son más lo que antes eran, un cambio que fue
prácticamente para ustedes un nuevo nacimiento, una nueva creación? Les ruego
que no se engañen a ustedes mismos acerca de este asunto. Los pecadores tenían
que nacer de nuevo en el tiempo de los apóstoles, y deben nacer de nuevo ahora,
si han de ver o han de entrar en el reino de Dios alguna vez. Era necesario que
fueran regenerados en los días de Cristo, pero es igualmente necesario ahora; y
no es simplemente necesario para la gente que ha estado en prisión o para
aquellos que han sido rateros y borrachos; es igualmente necesario para
ustedes, hijos de padres piadosos, para ustedes, gente respetable, pues ustedes
que no han realizado nunca ninguna acción deshonrosa en toda su vida. Ustedes
no son todavía partícipes de la naturaleza divina a menos que el Espíritu de
Dios, en el profundo misterio de Su omnipotente poder, obre esa nueva vida en
su alma.
Yo me he hecho solemnemente esta pregunta: “¿he nacido
de nuevo?”, e insto a cada uno de ustedes a que se examine honestamente sobre
este asunto de extrema importancia. No hemos de quedarnos satisfechos a menos
de que en verdad sepamos que así es. ¡Qué cosa tan terrible sería que dudara si
soy un hijo de Dios o no, si estoy en el camino del cielo o no! ¡Que Dios nos
conceda que ninguno de nosotros tenga tal duda, ni siquiera por una hora, sino
que tengamos absoluta certeza sobre este punto, por misterioso que sea!
Hemos notado hasta aquí que el Espíritu de Dios
se movía sobre la faz de las aguas y que eso constituyó el primer acto de la
obra de los seis días, y que nada de la tierra contribuyó o fue propicio a ese
movimiento que fue un misterio, y, sin embargo, fue muy real.
Noten, a continuación, que este movimiento fue sumamente eficaz. “La tierra estaba desordenada
y vacía”, pero eso no rindió al Espíritu de Dios. “Las tinieblas estaban sobre
la faz del abismo”, pero Él pudo obrar en lo oscuro. Las tinieblas no le estorbaron;
y, bendito sea Dios porque la profunda depravación de nuestra naturaleza no
impidió al Espíritu Santo crearla de nuevo en Cristo Jesús. Sin Dios, la
conversión de un corazón de piedra en uno de carne sería ciertamente imposible;
y si hubiera habido una imposibilidad de imposibilidades, siento que cambiar mi
naturaleza habría constituido esa imposibilidad, y cada cristiano aquí presente
podría sentir lo mismo en relación a él mismo o a ella misma.
Pero nada es demasiado difícil para el Señor; aunque
un hombre podría no haber tenido ningún conocimiento del Evangelio hasta el
momento en el que el Espíritu de Dios viene a él, o aunque hubiera podido estar
tan violentamente opuesto a ese Evangelio hasta el límite de sus posibilidades,
sin embargo, tan pronto como el Espíritu de Dios trata salvadoramente con ese
hombre, todos los obstáculos desaparecen, toda oposición cede, y la obra de
gracia es llevada a cabo eficazmente. La luz vino cuando Dios dijo: “Sea la
luz”. Las aguas fueron separadas, emergió la tierra seca, y las aves aladas, y
el pez que nada en lo profundo, y el ganado que puebla los campos, y el hombre
mismo a imagen de Dios: todos ellos vinieron al mandamiento de Dios. El caos se
convirtió en un huerto, y la muerte floreció para convertirse en vida.
Sólo se requería que el Espíritu de Dios
viniera, y entonces la obra fue hecha eficazmente, y este es un punto que
quiero mencionar para darles ánimo a algunas personas aquí presentes. Ustedes
podrían estar muertos en pecado, pero el Espíritu de Dios puede revivirlos. Querido
hermano, es posible que estés predicando a personas que están muertas en el
pecado, pero, predícales el Evangelio de igual manera. Tu deber es predicar el
Evangelio a los pecadores muertos, pues lo que hace vivir a los muertos es el
Evangelio. Si tuviéramos que buscar alguna bondad natural en el pecador, antes
de que le prediquemos el Evangelio, no le predicaríamos nunca; pero tenemos que
ir a él donde esté, cubierta su alma de tinieblas y rodeado por todos lados de
ruina y confusión; y mientras nosotros predicamos la Palabra, el Espíritu de
Dios la acompaña con poder salvador, y el hombre es revivido y hecho a imagen
de Dios.
Bendito sea Dios porque la obra del Espíritu es
siempre eficaz. Es posible contristar y resistir al Espíritu de Dios, pero
cuando aplica Su fuerza omnipotente, entonces es irresistible; la voluntad es
dulcemente domeñada, y el hombre clama: “Grandioso Dios, yo me entrego,
constreñido por el amor poderoso. Depongo mis armas de rebelión, y continúo
voluntariamente según me conduzca Tu Espíritu lleno de gracia.”
Quiero que noten también que, allí donde llegó el Espíritu, la obra fue
llevada a cabo hasta su terminación. La obra de la creación no terminó en
el primer día, sino que continuó hasta que fue completada en el sexto día. Dios
no dijo: “Hice la luz, y ahora voy a dejar a la tierra tal como está”; y cuando
hubo comenzado a dividir las aguas, y a separar a la tierra del mar, no dijo:
“ahora no tendré que ver más con el mundo”. No tomó a la tierra recién formada
en Sus manos y la arrojó de nuevo al caos, sino que prosiguió con Su obra hasta
que, al día séptimo, cuando fue completada, descansó de toda la obra que hizo;
y gloria sea dada a Dios porque no dejará incompleta la obra que ha comenzado
en nuestras almas. Allí donde el Espíritu de Dios ha comenzado a moverse,
continúa moviéndose hasta que la obra es consumada; y no fallará, ni se hará a
un lado hasta no completar todo. ¡Cómo hemos de bendecir Su nombre por esto! Si
el Espíritu de Dios abandonara alguna vez Su obra en el alma de algún hombre,
entonces cada uno de los aquí presentes podría sentir: “podría dejar la obra
inacabada en mí”, y no quedaría ningún sólido consuelo para ninguno de nosotros.
Si un hijo de Dios pudiera caer jamás de la gracia, entonces ustedes y yo estaríamos
entre los primeros que caerían; pero Jesús dijo: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo
las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna;
y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.” Cantamos
correctamente:
“La obra que
emprende la sabiduría
La eterna
misericordia nunca abandona.”
Tan ciertamente como hay un primer día, vendrá
un séptimo día en el que Dios reposará, porque Su obra estará terminada; y tan
ciertamente como el Espíritu de Dios se ha movido en nuestra alma, y la luz ha
venido a nosotros en lugar de las tinieblas, así habrá un día de reposo en el
que guardaremos el día de Reposo de Dios, con Él por siempre, porque la obra
del Espíritu habrá sido completada en nosotros así como la obra de Cristo ha
sido consumada a favor nuestro.
II. Ahora, habiendo procurado así establecer un
paralelo entre la obra del Espíritu en la antigua creación y en la nueva,
permítanme proseguir a la parte práctica de la meditación de esta noche, e
intentar mostrarles, en segundo lugar, que EL PARALELO QUE HEMOS BOSQUEJADO
PROPORCIONA MUCHOS ÁNIMOS.
Y, primero, proporciona un aliento a aquellos pecadores turbados que temen
estar por completo más allá de toda
posibilidad de salvación. “Yo”, –dice alguien– “estoy consciente de que no
hay ningún bien en mí de ningún tipo, y que soy tan malvado que una sombría
desesperación se ha arraigado en mi corazón.” Escucha el texto, hermano mío:
“La tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del
abismo.” ¿Acaso esa no es una descripción exacta de tu corazón? “Oh, sí”,
–respondes– “eso es un verdadero y terrible cuadro de mí mismo.” Bien, ¿qué
sigue? “Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.” Mientras
había confusión, mientras había tinieblas, antes de que hubiere cualquier tipo
de preparación para la llegada del Espíritu, o de que hubiere cualquier encendimiento
de antorchas con las que disolver las tinieblas, o cualquier cosa que hubiere parecido
como el comienzo del orden, el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las
aguas. Entonces, ¿por qué no habría de moverse en tu alma? Otros que se
encontraban en una condición tan triste como en la que te encuentras ahora, han
sido salvados; entonces, ¿por qué no habrías de ser salvado tú también? Has
sido un vil pecador, pero otros pecadores igualmente viles han recibido el
Espíritu de Dios, y les ha llevado a Cristo; entonces, ¿por qué no habrías de
recibirlo tú también? Si has sido el más vil de los viles, hay un texto que te
da todavía buen ánimo; es aquel versículo en el que Pablo habla de sí mismo
como el primero de los pecadores, y, sin embargo, declara que fue salvado. Tú
no puedes ser un peor pecador que el primero de los pecadores; el primero está
antes de todos, y tú sólo podrías ser el segundo después del primero; o si tú
fueras incluso igual a él, Dios ha demostrado Su poder de salvarte al salvar a Saulo de Tarso. Piensa en lo que
era el caso de Saulo cuando iba camino a Damasco. Vamos, si eso fuera posible,
era más caótico que el caos mismo, y más oscuro que las prístinas tinieblas.
Saulo estaba sumamente airado contra el pueblo de Dios, y estaba obstinado en
su destrucción; sin embargo, el Espíritu de Dios vino sobre él, y en pocos minutos
Saulo estaba clamando: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”
Pobre alma desesperada, permíteme que agregue
esto: supón que alguien como tú sea salvado; ¿acaso no sería un portento de la
gracia? “Sí”, –dirías– “lo sería en verdad”. Bien, Dios es el grandioso Obrador
de Portentos. Su deleite consiste en hacer cosas que son muy maravillosas, pues
le proporcionan mayor gloria. Los hombres pueden hacer cosas banales pero los
portentos son obrados por Dios. Si Él te salvara, ¿no te sentirías endeudado
con Su gracia de por vida? “Sí”, –respondes– “así me sentiría, si Él tomara a
un ser tan negro y pecador como yo, y me salvara”.
Muy bien, esto es justamente lo que quiere de
Sus hijos, que le amen y le alaben por siempre, y sientan, agradecidos, que han
de amarle. Cuando Dios tiene la intención de hacer a un gran santo, con
frecuencia usa a un gran pecador como materia prima. El hombre que tiene
grandes deudas es quien ama al amigo que solventa su deuda. Si yo fuera médico,
y quisiera establecer mi reputación, ¿piensas que me ocuparía de ti, si te
doliera un dedo o tuvieras alguna otra queja trivial? No; si yo quisiera que
Londres resonara con la historia de mis curaciones, trataría de encontrar al
hombre que está más cerca de las puertas de la muerte, o a alguien que está
afectado por muchas enfermedades a la vez, y si yo le sanara, todos se
quedarían sorprendidos, y se reportaría por todas partes: “este hombre ha
realizado este grandioso portento.”
Ahora, Cristo es el Médico, y tú eres el
paciente; y entre más grave sea tu condición, más gloria recibirá por tu causa.
Él es ciertamente capaz de salvarte, por malo que seas, y así glorificará Su
nombre como Salvador. “Será a Jehová por nombre, por señal eterna que nunca
será raída.” Así yo te digo, oh alma, que aunque estés llena únicamente de
pecado y vacía de todo lo demás, el Espíritu de Dios puede llenarte de gracia;
y aunque las tinieblas te cubran con su túnica, el Espíritu de Dios puede venir
sobre ti, y crear la luz en ti en el Señor. Así que no debes desesperar, sino
más bien presta un oído atento a esta palabra del Señor Jesucristo: “El que
creyere y fuere bautizado, será salvo”; o esta: “De tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no
se pierda, mas tenga vida eterna.” ¡Que el Espíritu de Dios te conduzca a creer
en Jesús!
En este texto hay un ánimo igual para aquellos que son el pueblo de Dios, o
que una vez pensaron que lo eran, pero que han caído en una condición muy
triste y angustiosa. Hay algunos que han caminado a la luz de Dios, y han
gozado de una dulce comunión con Él, pero han sido muy negligentes, o han
descuidado la oración en privado, o tal vez, han caído en pecado, y ahora han
alcanzado tal estado de corazón que no pueden ver nada de gracia en ellos.
“¡Oh!”, –dice uno de ellos– “yo soy peor que el pecador que no conoció nunca a
Cristo. Siento como si hubiera hecho el papel de un apóstata, como Judas, o
como si me hubiese apartado, como Demas, amando este mundo presente, o como si
fuese un árbol sin fruto, dos veces muerto y desarraigado. Yo en verdad siento
dentro de mí que no hay orden de la gracia ni luz del amor.”
Querido amigo, presta atención a mi texto: “Y la
tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del
abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.” Yo bendigo a
Dios porque en múltiples ocasiones, cuando me sentía más estéril, he sabido lo
que es ser llevado a florecer y a producir fruto; y cuando estaba aparentemente
más muerto, súbitamente he sido revivido a una vida estática; y he yacido, en
mi propia estimación, a las puertas del infierno, sin embargo, por una promesa
aplicada con poder, por una centella de la energía divina, he sabido lo que es ser
levantado, y ser conducido a decir, incluso en aquel lugar en el que dormía mi
alma, como Jacob lo hizo en Bet-el: “No es otra cosa que casa de Dios, y puerta
del cielo.” ¿No ha tratado así con frecuencia el Espíritu de
Dios con ustedes, santos experimentados, que conocen cuáles son los
altibajos de la vida cristiana? ¿No los ha hecho fuertes cuando estaban
débiles, y no los ha llevado a cantar justo después de que estuvieron
suspirando, y no ha hecho que las aguas estuvieran más calmadas justo después
del huracán? Entonces ustedes se han regocijado con el claro brillo después de
la lluvia, cuando concluyó y se marchó el invierno, y cuando la voz de los
pájaros cantores fue escuchada en su tierra. Yo sé que descubrieron que fue
así; entonces, ¿piensas ahora que el Señor espera encontrar algo bueno en ti
antes de que Él te bendiga? ¿No te amó cuando estabas en tu sangre, como un
bebé arrojado en el campo sin lavar y sin cubrir? ¿Piensas que Su brazo se ha
acortado o que se ha disminuido Su amor? Tú dices que les ha sido infiel, pero
Él permanece siendo fiel. Tu fe pareciera estar muerta, pero “vuestra vida está
escondida con Cristo en Dios. Tú te sientes muy inmundo, pero:
“Hay una
fuente, llena de sangre,
Extraída de
la venas de Emanuel;
Y los
pecadores, sumergidos en esa sangre,
Pierden todas
sus manchas culpables.”
No pierdan la esperanza, queridos amigos; miren
otra vez a la cruz, comiencen de nuevo allí mismo donde comenzaron antes.
Recuerden la sencilla historia que les conté hace mucho tiempo, sobre Juanito el buhonero, que solía cantar:
“Soy un pobre
pecador, y nada más,
Pero
Jesucristo es mi Todo en todo.”
Regresa a ese punto, amado hermano o hermana, y
así regresarás a la luz otra vez, y una vez más te darás cuenta de que el
Espíritu de Dios está obrando dentro de tu espíritu.
Yo pienso que nuestro texto da también aliento a aquellos que están trabajando para Dios. Tú
no estás pensando ahora acerca de ti mismo; por la gracia divina, has
sobrepasado esa etapa, y estás pensando acerca de otros. Vas a tomar un
distrito, y vas a visitarlo, y hay espacios allí en los que pululan los peores
individuos. No conoces a ninguna buena persona allí en lo absoluto que sea
probable que te dé la bienvenida y te ayude. Vé allá, mi querido hermano,
aventúrate allí, mi querida hermana, sin ningún miedo, recordando que, aunque
“la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del
abismo, el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.” Vé a ese
oscuro lugar, pues el espíritu de Dios irá contigo. Él te guiará a través de
las tinieblas y en medio del caos, y te ayudará y te bendecirá. Los misioneros
han ido a tierras donde los habitantes eran todos caníbales, pero no han sido
infructuosos. El Evangelio ha sido llevado a personas que eran tan degradadas
que no parecían tener ningún indicio de poseer ni siquiera un alma, y, sin
embargo, el Evangelio no se ha quedado sin fruto entre ellas. No se ha
descubierto ninguna raza humana que hubiere estado sumida demasiado
profundamente en las tinieblas para que el Espíritu de Dios no obrara en ella,
y la salvara. No perdamos la esperanza con nadie, ni pensemos que alguien está
más allá del poder del Espíritu.
“Pero”, –dirá alguien– “me gustaría hablar con
quienes están dispuestos a oírme y están ansiosos de ser salvados.” Sin duda
que te gustaría, pues a la mayoría de la gente le gusta el trabajo fácil; pero
si el Señor te envía a aquellos que no desean ser salvados, y a quienes no les
importa la religión, no debes ser selectivo en tu trabajo, sino que has de ir
allí donde Dios te envía. ¿Acaso no te gustaría ir allí donde Dios recibirá
mayor gloria? Por supuesto que te gustaría. Pues bien, Él recibe mayor gloria
cuando los peores pecadores son salvados, cuando aquellos que le odiaban más
comienzan a amarle, cuando aquellos que se oponían más a Su verdad, la reciben
gozosamente. Entonces se da el mayor triunfo de Su gracia y la mayor gloria a
Su santo nombre. Algunas veces se me ha ocurrido que me hubiera gustado vivir
en Inglaterra en los días de los ‘puritanos’. Debe de haber sido un gran
privilegio haber oído a algunos de esos viejos maestros de teología predicando
el Evangelio, y haberse mezclado con las santas multitudes que adoraban a Dios
en aquellos días cuando esta tierra era un verdadero Paraíso. Pero hay más
necesidad del predicador del Evangelio ahora de la que hubo jamás, y, por
tanto, debería alegrarse de estar allí donde es más necesario. Un buen siervo
prefiere que su señor le ponga donde tenga mucho que hacer, que dejarle estar
donde hay más obreros que tarea.
Yo veo que las densas nubes del Papado se
esparcen sobre la tierra en todas direcciones, y casi no veo nada en los signos
de los tiempos que tienda a alentar a nuestro corazón. Veo abundante consuelo
en las Escrituras, tengo mucho gozo en el Señor, y descanso en Él; pero en
cuanto al rumbo que están siguiendo las cosas en todas las iglesias, ¡ah, Señor
Dios, cómo ha sido reprimido Tu Espíritu, y cuán limitada obra pareciera estar
haciendo en estos tiempos malvados! Pero debido a que los tiempos son negros,
¿hemos de desesperar? No; aún hemos de recordar que cuando “la tierra estaba
desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”, entonces
“el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.”
¿No sucedió así en los propios días de Cristo y
en el tiempo de los apóstoles? El mundo estaba sumido en el pecado, y la
superstición y la crueldad; pero después de Pentecostés, miles de personas
fueron convertidas. ¿No sucedió así en los días de Lutero? La iglesia
profesante, como otro Sansón, fue arrullada hasta quedarse dormida sobre el
regazo de la Dalila de Roma, y las guedejas de la iglesia fueron cortadas por
completo, y su fuerza desapareció, y fue entregada a los filisteos. Pero, a su
tiempo, el Espíritu Santo entró en las tinieblas, y la grandiosa verdad de que
somos justificados por fe, y no por las obras de la ley, fue como una repetición
del antiguo mandamiento y su secuela: “Sea la luz, y fue la luz.”
Bendito sea Dios, porque las tinieblas de
aquellos días no pudieron detener la luz de la predicación de Lutero, ni la
enseñanza clara y transparente de Calvino, ni las palabras ardientes de
Zuinglio; y si toda Inglaterra se tornara negra como la noche, y las cosas
empeoraran, y empeoraran, y empeoraran y empeoraran, hasta que llegaran al
colmo de lo malo, y Satanás señoreara sobre todo, no habría motivo de temor
incluso entonces. Los soldados de Cristo deberían proseguir su marcha intrépidamente,
pues el Espíritu de Dios se moverá de nuevo cuando reinen el caos y las
tinieblas. Tengan buen ánimo, hermanos y hermanas en Cristo. Continúen orando,
continúen trabajando, continúen confiando, y Dios, en verdad, los bendecirá.
Yo oro sinceramente porque aquellos a quienes
les he hablado reciban la parte de verdad que hubiere expresado, y especialmente
oro pidiendo esto para el pecador que busca. ¡Cómo anhelo que se dé cuenta de
que el único poder que puede salvarle radica fuera de él mismo! Si has de ser
aceptado jamás delante de Dios, no serás aceptado nunca por medio de cualquier
cosa que tú seas en ti mismo. Tendrás que ser aceptado en Cristo Jesús; y, para
ser aceptado en Cristo Jesús, has de tener fe en Jesús. Si has de ser alguna
vez un hijo viviente del Dios viviente, el Espíritu de Dios ha de vivificarte.
No hay nada en ti en lo absoluto que te pueda recomendar ante tu Dios; Él y
sólo Él debe salvarte si has de ser salvado jamás. “Vamos”, –dice alguien– “tú
me empujas a la desesperación al hablar de esa manera”. Yo desearía empujarte a
tal desesperación que te hiciera cesar de tus propias obras, y abandonar toda
idea de autosalvación, y hacerte caer como un muerto delante del trono de la
misericordia y clamar: “¡Señor, sálvame, que perezco!” No podemos predicar
demasiado llanamente que la salvación es únicamente del Señor. Todo lo que es
hilado por la naturaleza tendrá que ser deshilado, y el alma debe ser revestida
con el manto sin mancha de la justicia de Cristo. Podrías construir sobre el
cimiento de arena del mérito de la criatura, pero todo lo que construyas, sin
duda, se vendrá abajo. Oh, que cesaras de esa labor de insensata construcción,
y que edificaras sobre lo que Jesucristo ha hecho; entonces, edificarás sobre la roca, el cimiento real. Si el
Espíritu de Dios te capacita para edificar allí, habrás construido para la
eternidad. ¡Que la gracia, la misericordia y la paz sean con ustedes al hacer
eso, por medio de Jesucristo nuestro Señor! Amén.
Traductor: Allan Román
6/Diciembre/2012
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