El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Tercera Bienaventuranza


NO. 3065

Un sermón predicado la noche del Jueves 11 de Diciembre, 1873

por Charles Haddon Spurgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.
Y publicado el Jueves 7 de Noviembre, 1907.

"Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad." Mateo 5: 5.

Sermones
Les he recordado a menudo que las bienaventuranzas de este capítulo se erigen la una sobre la otra, y cada una brota de otra, y aquellas que anteceden son siempre necesarias para las consecuentes. Esta tercera bienaventuranza, "Bienaventurados los mansos", no habría podido ocupar el primer lugar, pues habría estado fuera de lugar allí.

Cuando un hombre es convertido, la primera operación de la gracia de Dios dentro de su alma, es darle verdadera pobreza de espíritu, y por eso la primera bienaventuranza es, "Bienaventurados los pobres en espíritu." El Señor nos lleva a conocer nuestro vacío, y así nos humilla; y luego, después, nos hace lamentar las deficiencias que son tan manifiestas en nosotros.

Luego sigue la segunda bienaventuranza: "Bienaventurados los que lloran." Primero hay un verdadero conocimiento de nosotros mismos; y luego una sagrada aflicción que proviene de ese conocimiento. Ahora, nadie puede ser verdaderamente manso, en el sentido cristiano de esa palabra, mientras no se conozca antes a sí mismo; y después comienza a deplorar y lamentarse porque está muy lejos de lo que debería ser.

La justicia propia no es mansa nunca; el hombre que es orgulloso de sí mismo, con toda seguridad es de corazón empedernido en sus tratos con otros. Para alcanzar este peldaño de la escalera de luz, primero tiene que afirmar su pie en los otros dos peldaños. Debe haber pobreza de espíritu y lamentación de corazón antes de que venga esa graciosa mansedumbre de la cual habla nuestro texto.

Noten también, que esta tercera bienaventuranza es de un orden más elevado que las otras dos. Hay algo positivo en ella, en cuanto a la virtud. Las dos primeras son más bien expresivas de una deficiencia, pero aquí algo es provisto a la persona.

Un hombre es pobre en espíritu: esto es, siente que le faltan miles de cosas que debería poseer. El hombre llora: esto es, se lamenta por su estado de pobreza espiritual. Pero ahora hay algo que realmente le es dado por la gracia de Dios; no es una cualidad negativa, sino es una prueba positiva de la obra del Espíritu Santo en su alma, de tal forma que se vuelve manso.

Los primeros dos caracteres que reciben una bendición parecen estar encerrados en sí mismos. El hombre es pobre en espíritu; eso se relaciona consigo mismo. Su lamentación es su propio llanto personal que termina cuando recibe consolación. Pero la mansedumbre tiene que ver con otras personas. Es cierto que tiene una relación con Dios, pero la mansedumbre de un hombre está referida especialmente hacia sus semejantes. Él no es simplemente manso por dentro; su mansedumbre se manifiesta en sus tratos con otros. No se podría hablar de un eremita que no hubiere visto jamás a un ser humano, como de alguien manso; la única manera en la que podrías comprobar si es manso sería ponerlo con aquellos que probaran su temperamento.

Así que la mansedumbre es una virtud más grande, más expansiva, y que tiene una esfera de acción más amplia que las primeras dos características que Cristo ha decretado como bienaventuradas. Es superior a las otras, como debe ser, puesto que brota de ellas; pero, al mismo tiempo hay a lo largo de todas las bienaventuranzas una especie de descenso paralelo al ascenso, y lo mismo ocurre aquí.

En el primer caso, el hombre era pobre, y estaba en el fondo; en el segundo caso, el hombre lloraba, y seguía estando abajo; pero si guardara su llanto para sí mismo, podría parecer grande ante sus semejantes. Pero ahora ha llegado a ser manso entre ellos, -manso y humilde en medio de la sociedad-, de tal forma que sigue descendiendo y descendiendo; y sin embargo, está subiendo con una exaltación espiritual, aunque se esté hundiendo en lo relativo a la humillación personal, y de esta manera ha recibido verdaderamente mayor gracia.

Ahora, habiendo hablado del contexto de esta bienaventuranza, vamos a hacer dos preguntas con miras a abrirla. Estas son: primero, ¿quiénes son los mansos?, y, en segundo lugar, ¿cómo y en qué sentido se dice que recibirán la tierra por heredad?

I. Primero, entonces, ¿QUIÉNES SON LOS MANSOS?

Ya he dicho que son aquellos que han sido hechos pobres en espíritu por Dios, y que han sido conducidos a llorar delante de Dios y han sido consolados; pero aquí aprendemos que también son mansos, esto es, de mente humilde y amable delante de Dios y delante de los hombres.

Son mansos delante de Dios, y el buen amigo Watson divide esta cualidad en dos encabezados, es decir, que son sumisos a Su voluntad, y flexibles a Su Palabra. ¡Que estas dos cualidades tan expresivas sean encontradas en cada uno de nosotros!

Así que los verdaderos mansos son, antes que nada, sumisos a la voluntad de Dios. Todo lo que Dios quiera, ellos lo quieren. Comparten la mente de aquel pastor de ovejas proveniente de la región de Salisbury Plain (en Inglaterra) a quien el doctor Stenhouse le preguntó: "¿cuál es el pronóstico del tiempo para mañana?" "Pues", -respondió el pastor-, "tendremos el tipo de clima que me agrada." Entonces el doctor le preguntó, "¿qué es lo que quieres decir?" Y el pastor le respondió: "el clima que agrade a Dios siempre me agrada a mí." "Pastor de ovejas", -replicó el doctor-, "tu porción parece ser un poco dura." "¡Oh, no, señor!", -repuso el pastor-, "no es así; pues abunda en misericordias." "Pero tienes que trabajar muy duro, ¿no es cierto?" "Sí", -respondió-, "tengo mucho trabajo, pero eso es mejor que estar holgazaneando." "Pero tienes que soportar muchas penalidades, ¿no es así?" "¡Oh, sí, señor!", -dijo-, "muchísimas; pero entonces no tengo tantas tentaciones como las que tienen esas personas que viven en las ciudades, y tengo más tiempo para meditar en mi Dios. Así que estoy completamente satisfecho porque donde Dios me ha puesto es la mejor posición en la que podría estar."

Con un espíritu feliz y contento como ese, los mansos no altercan con Dios. No hablan, como lo hace alguna gente insensata, de haber nacido bajo la influencia de un planeta poco propicio, y de estar colocados en circunstancias desfavorables para su desarrollo. Y aun cuando son golpeados por la vara de Dios, los mansos no se rebelan contra Él, ni lo llaman un Señor duro; se quedan más bien mudos y en silencio, y no abren su boca porque Dios lo haya hecho, o si llegan a hablar, es para pedir gracia para que la prueba que están soportando sea santificada para ellos, o para que puedan elevarse tan alto en la gracia como para gloriarse en las debilidades, para que el poder de Cristo descanse sobre ellos.

Los de orgulloso corazón llegan a denunciar a su Hacedor, y el vaso de barro podría decir al que lo formó: "¿Por qué me has hecho así?" Pero estos hombres de gracia no actuarían así. Para ellos basta que Dios quiera algo; si Él lo quiere así, que así sea: ya sea el trono de Salomón o el muladar de Job; ellos desean ser igualmente felices en cualquier lugar que el Señor los coloque, o de cualquier manera que los trate.

Ellos son también flexibles a la Palabra de Dios; si realmente son mansos, siempre están dispuestos a doblegarse. Ellos no se imaginan lo que debería ser la verdad, para luego acudir a la Biblia en busca de los textos que demuestren que lo que ellos piensan está allí; más bien recurren al Libro inspirado con una mente cándida, y oran con el Salmista, "Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley." Y cuando, al escudriñar las Escrituras, encuentran profundos misterios que no pueden comprender, creen lo que no pueden entender; y donde, algunas veces, diferentes partes de la Escritura parecieran estar en conflicto unas con otras, ellos dejan la explicación al grandioso Intérprete que es el único que puede aclararles todo. Cuando se enfrentan con doctrinas que son contrarias a sus propias opiniones, y duras para ser recibidas por carne y sangre, se entregan al Espíritu Divino y oran, "enséñanos lo que no sabemos."

Cuando los mansos en espíritu encuentran algún precepto en la Palabra de Dios, de inmediato buscan obedecerlo. No le ponen objeciones, ni preguntan si podrían evitarlo, ni hacen esa pregunta tan frecuentemente repetida: "¿es eso esencial para la salvación?" No son tan egoístas como para no hacer nada excepto aquello de lo que depende su salvación; ellos aman tanto a su Dios que desean obedecer incluso el mandamiento más mínimo que les dé, sencillamente por amor a Él.

Los de espíritu manso son como las placas sensibles del fotógrafo, pues conforme la Palabra de Dios pasa enfrente de ellos, desean tener su imagen impresa en sus corazones. Sus corazones son las tablas de carne donde está grabada la mente de Dios; Dios es el Escritor y ellos se convierten en epístolas vivientes, escritas, no con tinta, sino con el dedo del Dios vivo. De esta manera son mansos para con Dios.

Pero la mansedumbre es una cualidad que también se relaciona en gran medida con los hombres; y pienso que quiere decir, primero, que el hombre es humilde. Se comporta, entre sus semejantes, no como un César que, como dice Shakespeare, "cruza de un tranco el estrecho mundo como un Coloso", bajo cuyas gigantescas piernas los hombres ordinarios pueden caminar, y atisbar por todos lados para encontrar sus tumbas deshonrosas; sino que sabe que sólo es un hombre, y que los mejores hombres no dejan de ser hombres, y ni siquiera pretende ser uno de los mejores hombres.

Él se reconoce menos que el menor de todos los santos; y, en cierto sentido, el primero de los pecadores. Por tanto, no espera que se le conceda el primer lugar en la sinagoga, ni el asiento más honroso en el festejo; estaría muy satisfecho si pudiera pasar entre sus semejantes como un caso notable del poder de la gracia de Dios, y ser conocido entre ellos como uno que es un gran deudor de la misericordia del Señor.

No se reconoce como un ser muy superior. Si es de noble cuna, no se jacta de ello; si nació humildemente, no trata de colocarse a nivel con aquellos que ocupan un rango más alto en la vida. No es alguien que se jacte de su riqueza, o de sus talentos; sabe que un hombre no es juzgado por Dios por ninguna de estas cosas; y si el Señor se agrada en darle mucha gracia, y en hacerlo muy útil en el servicio, únicamente siente que está en mayor deuda con su Señor, y que tiene una mayor responsabilidad para con Él. Así que está más bajo delante de Dios, y camina más humildemente entre los hombres.

El hombre de espíritu manso es siempre de un temperamento y de un comportamiento humilde. Es exactamente lo contrario del hombre orgulloso quien, se percibe, debe ser una persona de importancia, por lo menos para él mismo, y a quien tú sabes que le debes ceder el paso, a menos que quieras tener un altercado con él. El orgulloso es un caballero que espera tener siempre completamente desplegadas sus velas en cualquier circunstancia, y siempre debe llevar su estandarte delante de él, y todo el mundo debe rendirle pleitesía.

El grandioso "Yo" sobresale conspicuamente en él en todo momento. ¡Vive en la mejor casa de la calle, en la mejor habitación, y tiene la sala más elegante; y cuando se despierta por la mañana, se da la mano a sí mismo, y se congratula por ser un hombre muy distinguido! Eso es exactamente lo opuesto del manso; y, por tanto, aunque la humildad no es el único elemento que la mansedumbre contiene, es una de sus principales características.

De esto brota la delicadeza de espíritu. El hombre es amable; no habla con rudeza; sus tonos no son imperiosos, ni su espíritu es dominante. A menudo renuncia a lo que considera que podría ser legítimo, cuando no cree que sea conveniente para el bien de otros. Busca ser un verdadero hermano entre sus hermanos, y se considera muy honrado si puede ser el portero de la casa del Señor, o desempeñar cualquier servicio insignificante para la familia de la fe.

Yo conozco a algunos cristianos profesantes que son muy duros y repelentes. No se te ocurriría acudir con ellos para contarles tus problemas; no podrías abrirles tu corazón. Parecería que no pueden descender a tu nivel. Están sobre un monte, y te hablan desde su altura como quien habla con una criatura muy por debajo de ellos. Ese no es el verdadero espíritu cristiano; eso no es ser manso.

El cristiano que es realmente superior a los demás con quienes convive, es precisamente el hombre que se rebaja al nivel de los más bajos con miras al bien general de todos. Él imita a su Señor, quien, aunque era igual a Dios, "Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo." Y en consecuencia, es amado y es digno de confianza como lo fue su Señor, e incluso los niños vienen a él, y no los rechaza. Es delicado con ellos, como una madre amante evita cualquier dureza al tratar con sus hijos.

En adición a ser humildes y amables, los mansos son pacientes. Saben que "Es necesario que vengan tropiezos"; ellos son demasiado mansos ya sea para ofender o para ser ofendidos. Si otros los agravian, ellos lo toleran. No solamente perdonan siete veces, sino setenta veces siete; de hecho, a menudo no sienten que se les haya hecho algo que necesite algún perdón, pues no lo han tomado como una afrenta; consideran que se cometió un error, de tal forma que no se enojan por ello. Podrían enojarse por un momento; no sería humano si no lo hiciesen. Pero hay tal cosa como enojarse y sin embargo no pecar; y el hombre manso vuelca toda su ira sobre el mal, pero lejos de la persona que hizo lo malo, y está tan presto a brindarle una amabilidad como si no hubiese transgredido nunca.

Si hubiese alguien aquí que sea de un espíritu airado, que amablemente se lleve a casa estos comentarios, y trate de corregir ese asunto, pues un cristiano debe dominar un temperamento colérico. Las ollitas hierven pronto; y yo he conocido algunos cristianos profesantes que son como ollitas, porque el más pequeño fuego los hace hervir. Cuando no has tenido del todo la intención de herir sus sentimientos, han sido terriblemente heridos. El más sencillo comentario ha sido tomado como un insulto, y se han hecho una serie de deducciones inexistentes acerca de cosas, y consideran a sus hermanos ofensores por una palabra, o por media palabra, ay, e incluso por no decir palabra.

Algunas veces, si un hombre no les ve en la calle por ser miope, se quedan convencidos que no los advirtió a propósito, y le quitan la palabra porque ellos no están al nivel que él está. Si se hace algo o se deja de hacer algo, de cualquier manera están molestos. Siempre están en alerta para encontrar una causa de molestia, y casi le recuerdan a uno la historia del irlandés en la Feria de Donnybrook, que arrastraba su saco en el polvo, mientras le pedía a la gente que lo pisara, para tener el placer de derribar a alguien.

Cuando oigo que alguien pierde los estribos, siempre oro para que no los encuentre otra vez, pues resulta más conveniente perder un temperamento así. El hombre manso de espíritu puede ser, naturalmente, muy ardiente y fogoso, pero ha recibido gracia para mantener su temperamento bajo sujeción. No dice: "así es mi constitución, no puedo evitarlo", como afirman muchos. Dios no nos excusará nunca por causa de nuestra constitución; recibimos Su gracia para curar nuestras constituciones perversas, y para eliminar nuestras corrupciones. No debemos apiadarnos de los amalecitas porque sean llamados pecados constitucionales, sino que debemos echarlos a todos, -incluso a Agag que viene alegremente-, y eliminarlos a todos delante del Señor, que nos convierte en más que vencedores sobre todo pecado, ya sean constitucionales o de otro tipo.

Pero como este es un mundo malvado, y hay algunos hombres que nos perseguirán, y otros que tratarán de usurpar nuestros derechos y lesionarnos gravemente, el hombre manso va más allá de soportar lo que ha de soportarse, pues él perdona libremente la injuria que se le inflige. Es una mala señal cuando alguien rehúsa perdonar a otro. He sabido de un padre que dijo que su hijo no debía regresar a casa jamás. ¿Sabe ese padre que no podrá entrar nunca al cielo mientras alimente un espíritu así? He sabido de gente que dice: "nunca voy a perdonar a Fulano de Tal." ¿Sabes tú que Dios no oirá nunca tu oración en la que pides perdón mientras no perdones a otros? Esa es la propia condición que Cristo enseñó a Sus discípulos que debían presentar: "Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores." Si agarras del cuello a tu hermano, porque te debe un peso, ¿puedes esperar que Dios te perdone los mil talentos que le debes?

Así que el hombre de espíritu manso perdona a los que hacen mal; él reconoce que las injurias son permitidas para que le sirvan como pruebas de su gracia, para ver si puede perdonar, y lo hace, y lo hace verdaderamente de corazón. Se solía decir del Arzobispo Cranmer, "juégale a mi señor de Canterbury una mala pasada, y será tu amigo durante toda tu vida." Ese era un espíritu noble, tomar al hombre que había sido su enemigo, y convertirlo a partir de ese momento en un amigo. Esta es la manera de imitar a Aquel que oró por Sus asesinos, "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen"; y esto es exactamente lo opuesto de un espíritu vengativo.

Hay algunos que dicen que les han hecho daño, y que se van a vengar; pero "represalia" no es una palabra cristiana. "Venganza" no es una palabra que deba encontrarse en un diccionario cristiano; el manso lo reconoce como dialecto babilónico y lenguaje de Satanás. Su única venganza es amontonar ascuas sobre la cabeza de su adversario, haciéndole todo el bien que pueda en retorno por el mal que él le ha hecho.

Yo creo que la mansedumbre también involucra contentamiento. El hombre de espíritu manso no es ambicioso; está satisfecho con lo que Dios le provee. No dice que su alma detesta el maná de cada día, y el agua proveniente de la roca no pierde nunca su dulzura para su gusto. Su lema es, "la providencia de Dios es mi herencia." Experimenta altibajos, pero bendice al Señor porque su Dios es Dios de los montes y también Dios de los valles; y si el rostro de Dios brilla sobre él, no le importa mucho si camina por montes o por valles.

Está contento con lo que tiene, y dice: "lo suficiente es tan bueno como un festín." No importa lo que le suceda, viendo que sus tiempos están en las manos de Dios, él está tranquilo, en el mejor y más enfático sentido. El hombre manso no es un Napoleón que está dispuesto a vadear en medio de sangre humana para alcanzar un trono, y cerrar las puertas de la misericordia sobre la humanidad. El hombre manso no es un avaro que atesore con una voracidad que lo devora todo, todo lo que caiga en su mano, y agregue una casa a la otra, y un campo al otro, en tanto que viva.

El hombre manso tiene un laudable deseo de hacer uso de los talentos que Dios le ha dado, y de encontrarse una posición en la que pueda hacer más bien a sus semejantes; pero no es inquieto, ansioso, irritable, apesadumbrado, codicioso; él está contento y es agradecido.

Pongan estas cinco cualidades juntas, y tendrán a un hombre verdaderamente manso: humilde, delicado, paciente, perdonador y contento; es exactamente lo opuesto del hombre que es orgulloso, duro, airado, vengativo y ambicioso. Únicamente la gracia de Dios, obrando en nosotros por el Espíritu Santo, puede hacernos así de mansos.

Ha habido algunos que se han considerado mansos sin serlo. Los hombres de la Quinta Monarquía, en los días de Cromwell, decían que ellos eran mansos, y que por tanto, recibirían la tierra por heredad; así que querían sacar a otros hombres de sus propiedades y de sus casas para poder obtenerlas, y de esta manera demostraban que no eran mansos; pues, si lo hubiesen sido, habrían estado contentos con lo que poseían, y habrían dejado que la demás gente gozara de lo que les pertenecía.

Hay algunas personas que son muy amables y mansas en tanto que nadie los moleste. Todos nosotros tenemos un carácter notable mientras hacemos lo que queremos; pero la verdadera mansedumbre, que es una obra de gracia, soportará el fuego de la persecución, y pasará la prueba de la enemistad, de la crueldad, y del mal infligido, de la misma manera que la mansedumbre de Cristo lo hizo sobre la cruz del Calvario.

II. Ahora, en segundo lugar, pensemos en CÓMO LOS MANSOS RECIBEN LA TIERRA POR HEREDAD.

Jesús dijo: "Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad." Esta promesa es similar a la inspirada declaración de Pablo, "La piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera." Así, primero, el hombre manso es el que recibe la tierra por heredad, pues él es el conquistador de la tierra. Él es el conquistador del mundo doquiera que va. Guillermo el Conquistador vino a Inglaterra con espada y fuego, pero el conquistador cristiano gana sus victorias de una manera superior con las armas de la amabilidad y de la mansedumbre.

En los tiempos de los puritanos, vivió un ministro eminente y piadoso, llamado el señor Deering, que ha dejado escritos que todavía son valiosos. Cuando estaba sentado a la mesa, un día, un tipo malvado lo insultó arrojándole un vaso de cerveza a la cara. El buen hombre solamente sacó su pañuelo, limpió su rostro, y continuó comiendo su comida. El hombre le provocó una segunda vez haciendo lo mismo, e incluso llegó a hacerlo una tercera vez en medio de muchos juramentos y blasfemias. El señor Deering no respondía nada, sino solamente se limpiaba el rostro; y, en la tercera ocasión, el hombre vino y cayó a sus pies, y comentó que el espectáculo de su mansedumbre cristiana, y la mirada de ternura, y de amor compasivo que el señor Deering le había dirigido, lo habían doblegado por completo. Así el hombre bueno fue el conquistador del malo. Ningún Alejandro ha sido jamás mayor que el hombre que puede soportar insultos como esos.

Y el santo señor Dodd, cuando le habló a un hombre que estaba lanzando juramentos en la calle, recibió un golpe en la boca que le rompió dos dientes. El santo hombre se limpió la sangre de su rostro, y le dijo a su atacante: "puedes romperme todos mis dientes pero sólo permite que te hable para que tu alma pueda ser salva"; y el hombre fue ganado por esta cristiana clemencia.

Es maravilloso comprobar lo que las naturalezas ásperas pueden experimentar frente a naturalezas delicadas. Después de todo, no es el fuerte el que vence sino el débil. Ustedes saben que ha habido una larga enemistad entre los lobos y las ovejas, y que las ovejas no se han puesto nunca a pelear, y sin embargo han ganado la victoria, y hay más ovejas que lobos en el mundo hoy en día. En nuestro propio país todos los lobos han muerto, pero las ovejas se han multiplicado en decenas de miles.

El yunque permanece firme mientras el martillo golpea sobre él, pero un yunque desgasta a muchos martillos. Y la amabilidad y la paciencia tendrán éxito a la larga. En este momento presente, ¿quién es el más poderoso, César con sus legiones o Cristo con Su cruz? Sabemos quién será el triunfador antes de mucho tiempo entre Mahoma con su filosa cimitarra o Cristo con Su doctrina de amor. Cuando todas las fuerzas terrenales sean vencidas, el reino de Cristo permanecerá. Nada es más poderoso que la mansedumbre, y el manso es el que hereda la tierra en ese sentido.

Los mansos reciben la tierra en heredad en otro sentido, y es que ellos disfrutan lo que tienen. Si ustedes me presentaran a un hombre que disfrutara de la vida a plenitud, yo les diría de inmediato que es un hombre manso y de espíritu tranquilo. El gozo de la vida no consiste en la posesión de riquezas. Hay muchos ricos que son completamente miserables, y hay muchos pobres que son igualmente miserables. Pueden experimentar la miseria o pueden disfrutar de felicidad, de conformidad al estado de su corazón en cualquier condición de vida.

El hombre manso es agradecido, feliz, y está contento, y el contentamiento es el que vuelve disfrutable a la vida. Lo mismo sucede con nuestras comidas comunes. Allí vemos llegar a casa a un hombre que se dispone a cenar; inclina su cabeza, y dice: "por lo que estamos a punto de recibir, que el Señor nos vuelva verdaderamente agradecidos"; y luego abre sus ojos, y gruñe: "¡Cómo! ¿Carnero frío otra vez?" Su espíritu es muy diferente al del buen cristiano que, cuando llegó a casa, encontró dos arenques y dos o tres papas en la mesa, y pronunció sobre ellos esta bendición, "Padre celestial, te damos gracias porque Tú has rebuscado tanto en la tierra como en el mar para encontrarnos este convite." Su cena no era tan buena como la del otro hombre, pero estaba contento con ella, y eso la hacía mejor.

Oh, qué contraste entre los refunfuños que albergan muchos mientras se revuelcan en la riqueza, y el gozo que otros experimentan cuando sólo cuentan con muy poco, pues la cena de hierbas es más dulce que el novillo cebado si es acompañada de contentamiento. "La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee", sino en el espíritu manso y tranquilo que le da gracias a Dios por cualquier cosa que se agrade en darle.

"¡Oh!", -dirá alguien- "pero eso no es recibir la tierra por heredad; es sólo heredar una parte de ella." Bien, es heredar lo que necesitamos, y hay un sentido en el que el manso realmente hereda la tierra entera. A menudo he sentido, -cuando he estado con un espíritu manso y tranquilo-, como si todo a mi alrededor me perteneciera. He caminado por un parque perteneciente a un caballero, y le he quedado muy agradecido por mantenerlo en tal orden a propósito para que yo lo recorriera. He entrado a su casa, y he visto su galería de cuadros, y le he estado muy agradecido porque ha comprado tan grandiosos cuadros, y he llegado a desear que comprara más para que yo pudiera verlos cuando regresara la próxima vez. Yo estaba muy contento porque no tenía que comprarlos, y pagar a algunos siervos para que los cuidaran, y que todo esto hubiera sido hecho para mí.

Y algunas veces he mirado, desde una colina, a las extensas llanuras, o a alguna tranquila aldea, o a alguna ciudad industrial, congestionada de casa y tiendas, y he sentido que todo eso era mío, y que además no tenía la molestia de cobrar las rentas que tal vez la gente no quisiera pagar. Yo sólo tenía que mirarlo todo como el sol brillaba sobre todo ello, y luego tenía que mirar al cielo, y decir: "Padre mío, todo esto es tuyo; y, por lo tanto, todo es mío; pues yo soy un heredero de Dios, y un coheredero con Jesucristo." Así, que, en este sentido, el hombre de espíritu manso hereda la tierra entera.

También hereda en otro sentido, es decir, él se alegra cuando piensa en todo lo que tienen los demás. Tal vez camine y se sienta cansado; alguien va cabalgando por allí, y se dice: "gracias a Dios ese hombre no necesita caminar y cansarse, como lo hago yo. Me alegra que haya alguien que está libre de esa prueba."

Trabaja muy duro, y tal vez gana muy poco; pero es vecino de un obrero que gana el doble, y piensa, "gracias a Dios porque mi vecino no experimenta los apuros que yo paso; no me gustaría verlo en el aprieto en que me encuentro."

Algunas veces, cuando estoy enfermo, alguien entra, y me dice: "fui a visitar a alguien que está peor que usted"; pero yo no obtengo ningún consuelo de una observación como esa, y mi respuesta usual es: "me has hecho sentir peor de lo que me sentía antes que me dijeras que hay alguien que está peor que yo."

El mayor consuelo de un manso es este, "aunque yo estoy enfermo, hay mucha gente que está bien"; o este, "aunque yo estoy ciego, bendigo a Dios porque mis queridos hermanos pueden ver las flores y el sol"; o este, "aunque yo soy cojo, estoy agradecido porque otros puedan correr"; o este, "aunque mi espíritu está muy deprimido, me alegra que haya cantores de dulce voz"; o este, "aunque yo sea un búho, me regocija que haya alondras que se remontan y cantan, y águilas que vuelan hacia el sol."

El hombre de espíritu manso se alegra al saber que otras personas son felices, y la felicidad de ellos es su felicidad; tendrá un gran número de cielos, pues el cielo de los demás será un cielo para él. Será un cielo para él saber que muchas otras personas están en el cielo, y por cada uno que vea allí, alabará al Señor. La mansedumbre nos da el gozo de lo que pertenece a otras personas, y el gozo de ellas no se ve reducido por el nuestro.

Además, el hombre de espíritu manso hereda la tierra en este sentido: si hay alguien que sea bueno en cualquier lugar cerca de él, procura verlo. He conocido a personas que se han unido a la iglesia, y después de haber estado poco tiempo en ella, han dicho: "aquí no hay amor." Ahora, cuando un hermano afirma: "aquí no hay amor", sé que se ha estado mirando al espejo, y que su propio reflejo ha sugerido ese comentario. Esas personas se quejan de los engaños y de las hipocresías de la iglesia profesante, y tienen alguna base para hacerlo; sólo lamentamos que no puedan reconocer a la buena gente, a los verdaderos santos que están allí.

El Señor todavía tiene un pueblo que le ama y le teme, un pueblo que será Suyo en el día en que reúna Sus joyas; y es una lástima que no seamos capaces de ver lo que Dios admira tanto. Si somos mansos, más fácilmente veremos las excelencias de otras personas. Hay un pasaje muy hermoso en la segunda parte del "Progreso del Peregrino", que narra que, cuando Cristiana y Misericordia fueron bañadas ambas en el baño y vestidas de lino fino, blanco y limpio, "comenzaron a valorarse más entre ellas". Si nosotros también hacemos esto, no pensaremos tan mal de esta pobre vida presente, como algunos de nosotros lo hacemos ahora, sino que la viviremos dando gracias a Dios, y alabando Su nombre, y así estaremos heredando la tierra.

Con un suave temperamento, y un espíritu tranquilo, y gracia para que se mantengan así, recibirán la tierra por herencia bajo cualesquiera circunstancias. Si viene algún problema, se inclinarán ante él, como el sauce se doblega ante el viento, y así se escapa de los daños que sufren los árboles más robustos. Si llegaran pequeñas vejaciones, ustedes no permitirán ser vejados por ellas; sino que dirán: "con un poco de paciencia, pasarán."

Creo que nunca admiré más al Arzobispo Leighton que cuando leí acerca de un cierto incidente que está registrado en su vida. Él vivía en una pequeña casa en Escocia, y sólo contaba con un criado en la casa. Juan, el criado, era muy olvidadizo; y, una mañana, cuando se levantó antes que su señor, se le ocurrió ir de pesca ese día, así que se fue, y dejó encerrado con llave a su señor. Pescó hasta muy tarde ese día, y se olvidó por completo de su señor, y cuando regresó, ¿qué creen que le dijo el obispo? Le dijo simplemente: "Juan, si te vas de pesca otro día, por favor recuerda de dejarme la llave." Él había pasado todo un día feliz de oración y de estudio en soledad. Si se hubiese tratado de alguno de nosotros, nos habríamos encolerizado y habríamos estado muy irritables, y le habríamos dado una buena conferencia al regresar; y lo tenía muy merecido; pero no creo que hubiera valido la pena que el buen hombre se hubiera sacado de quicio por Juan. Creo que el incidente es una buena ilustración de nuestro texto.

Pero el texto significa más de lo que he dicho hasta este momento, pues la promesa, "Recibirán la tierra por heredad," puede leerse como la tierra prometida, el Canaán celestial. Estos son los hombres que heredarán el cielo, pues allá arriba todos son mansos. No hay contenciones allá; el orgullo no puede entrar allí. El enojo, la ira, y la malicia no contaminarán nunca la atmósfera de la ciudad celestial. Allí, todos se postran delante del Rey de reyes, y todos se gozan en la comunión con Él y en la comunión mutua.

Ah, amados, si hemos de entrar alguna vez al cielo, debemos deshacernos de la ambición, y del descontento y de la ira, y de buscar los propios intereses, y del egoísmo. Que la gracia de Dios nos limpie de todas estas cosas; pues, en tanto que algún remanente de esa mala levadura permanezca en nuestra alma, donde está Dios no podríamos estar nosotros.

Y luego, queridos amigos, el texto significa todavía más que eso: recibiremos la tierra por heredad dentro de algún tiempo. David escribió, "Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz." Después de que esta tierra haya sido purificada por el fuego, después de que Dios haya incinerado las obras de los hombres y cualquier traza de la humanidad corrupta haya sido destruida por el calor ardiente, entonces esta tierra será aprestada otra vez, y los ángeles descenderán con nuevos cánticos para cantar, y la Nueva Jerusalén descenderá procedente del cielo de Dios en toda su gloria.

Y entonces sobre esta tierra, en la que una vez hubo guerra, el clarín ya no sonará más; no habrá ni espadas ni lanzas, y los hombres ya no aprenderán más las artes de la guerra. Los mansos poseerán entonces la tierra, y cada colina y cada valle se alegrará, y cada llanura fértil sonará gritos de gozo, y de paz, y de alegría, a todo lo largo del día eterno. ¡Que el Señor lo envíe y que todos nosotros nos contemos entre los mansos que poseerán el nuevo Edén, cuyas flores no se marchitarán nunca, y donde el rastro de la serpiente no será visto jamás!

Pero esto tiene que ser la obra de la gracia. Debemos nacer de nuevo, pues de lo contrario nuestros espíritus altivos no serán mansos nunca. Y si hemos nacido de nuevo, que sea nuestro gozo, en tanto que vivamos, mostrar que somos seguidores del manso y humilde Jesús, con cuyas palabras llenas de gracia concluyo mi sermón: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga." ¡Que así sea, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.