El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
El Espíritu Santo en el Pacto
NO. 3048
SERMÓN PREDICADO UNA MAÑANA DE DOMINGO EN EL AÑO 1856
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN LA CAPILLA NEW PARK STREET, SOUTHWARK,
LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 11 DE JULIO DE 1907.
“Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu.” Ezequiel 36: 27.
El Espíritu Santo es
la tercera Persona en el pacto. Ya hemos considerado a “Dios en el Pacto” y a
“Cristo en el Pacto” y, ahora, esta mañana, vamos a considerar al Espíritu
Santo en el pacto. Recuerden que es necesario que un Dios Trino obre la
salvación de los miembros del pueblo de Dios, si es que han de ser salvados; y
fue absolutamente necesario que, cuando se realizó el pacto, todo lo que se
requería fuera incluido en él; y, entre todas las cosas necesarias está el
Espíritu Santo, sin quien todas las cosas hechas incluso por el Padre y por
Jesucristo, serían ineficaces, pues Él es necesario tanto como
el Salvador de los hombres o el Padre de los espíritus.
En esta época,
cuando el Espíritu Santo es olvidado demasiado, y sólo una pequeña honra es
concedida a Su sagrada persona, siento que hay en mí una profunda
responsabilidad de esforzarme por engrandecer Su grande y santo nombre. Casi
tiemblo esta mañana al adentrarme en un tema tan profundo, para el que me
confieso incompetente. Pero, a pesar de ello, y confiando en la ayuda, en la
guía y el testimonio del propio Espíritu Santo, me aventuro en una exposición
de este texto: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu.”
El Espíritu Santo es
dado, en el pacto, a todos los hijos de Dios, siendo recibido por cada uno a su
debido tiempo; sin embargo, el Espíritu Santo descendió primero sobre nuestro
Señor Jesucristo, y se posó en Él como nuestra Cabeza del pacto, “como el buen
óleo sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, y
baja hasta el borde de sus vestiduras.” El Padre ha dado el Espíritu Santo a Su
Hijo sin medida; y partiendo del Hijo, “los hermanos que habitan juntos en
armonía” (o en unión con Cristo) participan del Espíritu, con medida, pero aun
así, en abundancia. Esta santa unción se derrama a partir de Jesús, el Ungido,
y baña cada parte de Su cuerpo místico, unge a cada miembro de Su Iglesia. La
declaración de Dios en lo tocante a Cristo fue: “he puesto sobre ÉL mi
Espíritu”; y Él mismo dijo: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí,
porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos,
a vendar a los quebrantado de corazón.” El Espíritu fue derramado primero en
Cristo, y de Él desciende a todos aquellos que están unidos con Su persona
adorable. Bendigamos el nombre de Cristo si estamos unidos a Él; y miremos a
nuestra Cabeza del pacto, esperando que de Él fluya la unción celestial que ha
de ungir a nuestras almas.
Mi texto es una de
esas promesas incondicionales de la Escritura. Hay muchas promesas
condicionales en la Palabra de Dios, dadas a ciertos caracteres, aunque incluso
esas promesas son incondicionales en un sentido, puesto que la propia condición
de la promesa es asegurada por alguna otra promesa como un don; pero esta
promesa no tiene condición alguna. No dice: “Pondré dentro de vosotros mi
Espíritu, si lo piden”; dice sencillamente, sin reserva o estipulación: “Pondré
dentro de vosotros mi Espíritu.” La razón es obvia. Mientras el Espíritu no sea
puesto dentro de nosotros, no podemos sentir nuestra necesidad del Espíritu, ni
podemos pedirlo ni buscarlo. Por ello es necesario que haya una promesa
absolutamente incondicional, hecha a todos los hijos elegidos de Dios, que les
proporcione la gracia de esperar, la gracia de desear, la gracia de buscar y la
gracia de creer, que los inducirá a suspirar por Jesús y a tener hambre y sed
de Él.
Para todo aquél que
sea, como Cristo, “para Dios escogido y precioso”, para toda alma redimida, sin
importar cuán hundida esté en el pecado, cuán perdida y arruinada sea por la
Caída, sin importar cuánto odie a Dios y desprecie a su Redentor, esta promesa
sigue siendo válida: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu”; y, a su debido
tiempo, cada uno de ellos tendrá ese Espíritu, que los revivirá de los muertos,
los inducirá a buscar el perdón, los conducirá a confiar en Cristo, y los
adoptará en la familia viviente de Dios.
La promesa se
relaciona también con una bendición interna que ha de ser otorgada: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu”.
Recuerden que tenemos el Espíritu de Dios en Su Palabra escrita, y también con
todo fiel ministro del Evangelio, y el Espíritu nos es concedido de igual
manera en las ordenanzas de la Iglesia de Cristo. Dios nos está dando
perpetuamente el Espíritu a través de estos medios. Pero sería en vano que
oyéramos acerca del Espíritu, o que habláramos de Él, o que creyéramos en Él, a
menos que experimentemos Su poder dentro de nosotros; aquí, por tanto, tenemos la
promesa de esa bendición interna: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu”.
Vamos a considerar
ahora esta promesa en todo su alcance; ¡rogamos que el propio Espíritu Santo
nos ayude para hacerlo! Tomaremos las diversas obras del Espíritu Santo, una a
una, y recordaremos que, en todas las obras que realiza, el Espíritu participa
en el pacto para ser poseído por cada uno de los creyentes.
I. En primer lugar, Cristo nos enseña que: “El ESPÍRITU ES EL QUE DA VIDA.”
Hasta que se complace en soplar sobre el alma, el alma
está muerta a toda vida espiritual. No es sino hasta que
el Espíritu, como un viento celestial, sopla sobre los huesos secos y pone la
vida en ellos, que esos huesos pueden vivir. Ustedes podrían tomar un cadáver y
vestirlo con todas las vestiduras de la decencia exterior; podrían lavarlo con
el agua de la moralidad; sí, podrían engalanarlo con la corona de la profesión,
poner sobre su sien una tiara de belleza y pintar sus mejillas hasta volverlas
semejantes a la vida misma. Pero han de recordar que a menos que el espíritu
esté allí, la corrupción se apoderará muy pronto de ese cadáver.
Entonces, amados, es
el Espíritu quien es el Vivificador; ustedes habrían estado ahora “muertos en
vuestros delitos y pecados” como siempre lo estuvieron, si no hubiese sido por
el Espíritu Santo, que los revivió. Ustedes yacían, no simplemente “arrojados
sobre la faz del campo”, sino, peor todavía que eso, eran la propia presa de la
mortalidad; la corrupción era su padre, el gusano era su madre y su hermana;
ustedes eran un olor desagradable para la nariz del Todopoderoso. Fue así que
el Salvador los contempló en toda su abominación, y les dijo: “Vivid”. En aquel
momento, ustedes fueron “hechos renacer para una esperanza viva, por la
resurrección de Jesucristo de los muertos.” La vida entró en ustedes siguiendo
Su mandato; fue entonces que el Espíritu los vivificó. Las palabras de Jesús
son, según les dijo a Sus discípulos: “Las palabras que yo os he hablado son
espíritu y son vida.” Ustedes fueron revividos enteramente por medio del poder
del Espíritu vivificador.
El Espíritu, como un viento celestial
Sopla sobre los hijos de la carne;
Recrea una mente celestial
Y forma otra vez al hombre.”
Entonces, si ustedes
sienten en cualquier momento -como sin duda habrán de sentirlo- que la muerte
está obrando en ustedes marchitando la floración de su piedad, enfriando el
fervor de sus devociones y apagando el ardor de su fe, recuerden que aquel que primero los revivió ha de
guardarlos con vida. El Espíritu de Dios es la savia que fluyó dentro su
pobre rama seca, debido a que fueron injertados en Cristo; y así como, por esa
savia, fueron inicialmente reverdecidos con vida, así también, es únicamente
por esa savia que pueden producir alguna vez fruto para Dios. Por el Espíritu
respiraron por primera vez cuando clamaron pidiendo misericordia, y del mismo
Espíritu han de tomar aliento para alabar esa misericordia con himnos y
antífonas de gozo. Habiendo comenzado por el Espíritu, han de acabar por el
Espíritu. “La carne para nada aprovecha”; las obras de la ley no les ayudarán;
los pensamientos y las estratagemas de sus propios corazones son vanos. Si Dios
el Espíritu Santo se retirara de ustedes, serían separados de Cristo, serían
más depravados de lo que eran antes de su conversión y serían más corruptos de
lo que eran antes de ser regenerados: “dos veces muertos y desarraigados”.
Ustedes han de vivir en Su vida, confiar en Su poder para sustentarlos, y
buscar en Él las nuevas provisiones cuando la marea de su vida espiritual esté
bajando de nivel.
II. NECESITAMOS AL ESPÍRITU SANTO, COMO UN ESPÍRITU AUXILIAR EN TODOS LOS
DEBERES QUE DEBEMOS REALIZAR.
El deber cristiano
más común es el de la oración; pues
el más insignificante hijo de Dios ha de ser un hijo que ora. Recuerden,
entonces, que está escrito: “De igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra
debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos.” El Espíritu
de Dios está en el pacto como nuestra grandiosa ayuda en todas nuestras
peticiones al trono de la gracia.
Hijo de Dios, tú no
sabes qué es lo que debes pedir; apóyate, entonces, en el Espíritu, como el
Inspirador de la oración, quien te dirá cómo debes orar. Algunas veces no sabes
cómo expresar aquello que deseas; apóyate en el Espíritu, entonces, como en
Aquel que puede tocar tus labios con “un carbón encendido, tomado del altar”,
por medio del cual serás capaz de derramar tus fervientes deseos delante del
trono.
A veces, incluso
cuando tú tienes vida y poder dentro de ti, eres incapaz
de expresar tus emociones interiores; entonces descansa en ese Espíritu para
interpretar tus sentimientos, pues Él “intercede por nosotros con gemidos
indecibles.” Cuando, a semejanza de Jacob, estás luchando con el ángel y has
sido casi derribado, pídele al Espíritu que vigorice tus brazos. El Espíritu
Santo es la rueda del carro de la oración. La oración es el carro, el deseo
puede proporcionar el impulso hacia delante, pero el Espíritu es la propia
rueda que hace que se mueva. Él empuja al deseo y hace que el carro ruede
velozmente y lleve al cielo las súplicas de los santos, siempre que el deseo
del corazón sea “según la voluntad de Dios.”
Otro deber, al que
son llamados algunos de los hijos de Dios, es el de la predicación, y también en esto necesitamos que el Espíritu Santo
nos habilite. Aquellos a quienes Dios llama a predicar el Evangelio, son
ayudados con poder de lo alto. Él ha dicho: “He aquí yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo”. Es algo solemne entrar en la obra del
ministerio. Sólo voy a hacer una observación aquí, pues, en este lugar, hay
jóvenes que están procurando entrar en el ministerio aunque casi no conozcan el
alfabeto del Evangelio; ellos se erigen como predicadores de la Palabra de
Dios, cuando lo primero que deberían hacer es unirse a la clase de párvulos en
una escuela para aprender a leer apropiadamente. Yo sé que hay algunos a
quienes Dios ha dado el deseo de buscar en el ministerio la gloria de Su nombre
y el bienestar de las almas, y que humildemente esperan a que Él les abra el
camino; ¡que Dios los bendiga, y los lleve con bien! Pero, ¿podrían creerlo?,
un joven fue bautizado y recibido en la iglesia un domingo, ¡y positivamente
fue a un Instituto bíblico el día lunes o martes para preguntar si le querían
recibir! Yo le pregunté si había predicado alguna vez antes, o si se había
dirigido a media docena de estudiantes de la escuela dominical. Él respondió
que “no”. ¡Pero lo que más me sorprendió fue que dijo que había sido llamado a
la obra antes de ser convertido! Era un llamado del diablo, lo creo
verdaderamente; no se trataba de un llamado de Dios en lo más mínimo. Tengan
cuidado de no tocar el arca de Dios con dedos impíos. Todos ustedes pueden
predicar, si pueden, pero tengan cuidado de no colocarse en el ministerio sin
tener una solemne convicción de que el Espíritu de lo alto los haya apartado;
pues, si lo hicieran, la sangre de las almas será encontrada en las faldas de
sus vestidos. Demasiados se han apresurado a entrar en el lugar santo, sin
tener el llamado de Dios; esos mismos, si hubieran podido salir apresuradamente
del lugar santo en su lecho de muerte, habrían tenido un eterno motivo de
gratitud. Pero ellos corrieron presuntuosamente, luego predicaron sin ser
enviados, y por tanto, sin ser bendecidos; y, al morir, sintieron una mayor
condenación proveniente del hecho que habían asumido un oficio al cual Dios
nunca los había asignado. Eviten hacer eso; pero si Dios los ha llamado, sin
importar cuán poco talento pudieran tener, no tengan miedo del enfado ni de la
censura de nadie. Si poseen una solemne convicción en sus almas de que Dios los
ha ordenado realmente a la obra del ministerio, y si han obtenido un sello para
su comisión, en la conversión de al menos un alma, ni la muerte ni el infierno
han de detenerlos; prosigan directamente y no piensen nunca que han de contar
con ciertas dotes para ser predicadores exitosos. El único don necesario para
el éxito en el ministerio, es el don del Espíritu Santo.
El viernes pasado, cuando
predicaba en presencia de un grupo de ministros y uno de ellos me preguntó cómo
era que Dios se había agradado en bendecirme tanto en este lugar, les comenté a
los hermanos allí presentes: “No hay nadie entre ustedes a quien Dios no
pudiera bendecir diez veces más, si tuviera diez veces más al Espíritu.” Pues
no se trata de ninguna habilidad del hombre, -no es ninguna calificación
humana- sino que lo único necesario es simplemente la influencia del Espíritu
de Dios; y me ha agradado verme insultado como ignorante, indocto y desprovisto
de elocuencia, todo lo cual yo sabía desde mucho antes; pero resulta ser mucho
mejor así, pues entonces toda la gloria le pertenece a Dios. Que los hombres
digan lo que quieran, pues yo siempre confesaré que eso es verdad. Yo soy un necio: “Me he hecho un necio al
gloriarme”, si ustedes quieren. He de tomar cualquier título oprobioso que los
mundanos quieran imponerme; pero ellos no pueden negar el hecho de que Dios
bendice mi ministerio, que las rameras han sido salvadas, que los borrachos han
sido recuperados, que algunos de los personajes más abandonados han sido
cambiados, y que Dios ha realizado una obra en su medio que no habían visto
nunca antes en su vida. Por tanto, demos toda la gloria a Su santo nombre.
Arrojen todo el reproche que quieran sobre mí, ustedes, mundanos; mayor honra
habrá para Dios, que obra como Él quiere y con el instrumento que Él elige, independientemente
del hombre.
Además, amadísimos
míos, para cualquier trabajo, para cualquier
cosa que Dios les haya ordenado hacer en este mundo, ustedes tienen igual
certeza de tener la ayuda del Espíritu Santo en ello. Si se trata de la
enseñanza de una clase de niños en la escuela dominical, no crean que no
pudieran tener al Espíritu Santo. Su socorro les será concedido tan libremente
a ustedes como al hombre que predica a una gran asamblea. ¿Estás sentado junto
al lecho de alguna pobre mujer moribunda? Debes creer que el Espíritu Santo
vendrá a ti allí, de la misma manera que si estuvieras ministrando los sagrados
elementos de la cena del Señor. Debes buscar tu fuerza en Dios, tanto para la
tarea más humilde como para la más excelsa.
¡Labrador
espiritual, afila la reja de tu arado con el Espíritu! ¡Sembrador espiritual,
hunde tu semilla en el Espíritu, para que germine; y pídele al Espíritu que te
dé gracia para esparcirla, para que caiga en los surcos propicios! ¡Guerrero
espiritual, afila tu espada con el Espíritu, y pídele al Espíritu, cuya Palabra
es una espada de dos filos, que fortalezca tu brazo para blandirla!
III. El tercer punto al que hacemos referencia es que EL ESPÍRITU SANTO ES DADO
A LOS HIJOS DE DIOS COMO UN ESPÍRITU DE REVELACIÓN Y DE INSTRUCCIÓN.
Él nos llama “de las
tinieblas a su luz admirable”. Por naturaleza, nosotros somos ignorantes, y lo
somos en extremo; pero el Espíritu Santo enseña a la familia de Dios, y los
hace sabios. “Vosotros tenéis la unción del Santo”, -dice el apóstol Juan- “y
conocéis todas las cosas”.
Estudiante de la
escuela de Cristo, ¿quieres ser sabio? No le pidas al teólogo que te exponga su
sistema de teología; sino, sentado mansamente a los pies de Jesús, pídele que
Su Espíritu te instruya, pues yo te digo, estudiante, que aunque leas la Biblia
durante muchos años, y pases sus páginas continuamente, no aprenderías nada de
sus misterios ocultos sin el Espíritu. Pero, quizá, en un momento solitario de
tu estudio, iluminado súbitamente por el Espíritu, aprenderás una verdad tan
rápidamente como ves el centelleo de un relámpago.
Personas jóvenes, ¿están
laborando para entender la doctrina de la elección? El Espíritu Santo,
únicamente, es quien puede revelarla a su corazón y hacer que la comprendan. ¿Están
tironeando y afanándose con la doctrina de la depravación humana? El Espíritu
Santo ha de revelarles la profundidad de la perversidad del corazón humano.
¿Quieren conocer el secreto de la vida del creyente, conforme vive por la fe
del Hijo de Dios, y la misteriosa comunión con el Señor de la que goza? Habrá
de ser siempre un misterio para ustedes, a menos que el Espíritu Santo la abra
a sus corazones.
Siempre que leas la
Biblia, clama al Espíritu: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley”.
El Espíritu proporciona colirio a los ciegos; y si tus ojos no están abiertos
ahora, busca el colirio y así podrás ver, sí, y ver tan claramente que aquel
que sólo ha aprendido en la escuela del hombre, preguntará: “¿Cómo sabe éste
letras, sin haber estudiado?” Aquellos que son enseñados por el Espíritu
sobrepasan a menudo a quien es enseñado por el hombre. Yo me he encontrado con un
labriego enteramente desprovisto de instrucción, en el campo, que nunca fue a
la escuela ni siquiera por una hora en su vida, y que, sin embargo, sabía más
acerca de las Santas Escrituras que muchos clérigos educados en la Universidad.
Me han informado que es una práctica común de los hombres de Gales, mientras
trabajan partiendo piedras en el camino, discutir puntos difíciles de la
teología que muchos teólogos no pueden dominar; y esto es debido a que ellos
leen humildemente las Escrituras, confiando únicamente en la guía del Espíritu
Santo, y creyendo que Él los conducirá a toda la verdad; y a Él le agrada
hacerlo. Cualquier otra instrucción es muy aceptable. Salomón dice: “el alma
sin ciencia no es buena”. Todos nosotros deberíamos procurar saber tanto como
pueda saberse; pero hemos de recordar que, en la obra de la salvación, el
verdadero conocimiento debe ser obtenido mediante la enseñanza del Espíritu
Santo; y si queremos aprender en el corazón, y no meramente en la cabeza, hemos
de ser enseñados enteramente por el Espíritu Santo. Lo que aprenden del hombre,
pueden desaprenderlo; pero lo que aprenden del Espíritu está fijado
indeleblemente en su corazón y su conciencia, y ni siquiera el propio Satanás
podría robárselos a ustedes.
Vayan, ustedes,
ignorantes, que a menudo titubean ante las verdades de la revelación; vayan, y
pregúntenle al Espíritu, pues Él es el Guía de las almas sumidas en la
oscuridad; sí, y el Guía de Su propio pueblo iluminado también, pues, sin Su
ayuda, incluso cuando han sido “iluminados y han gustado del don celestial”, no
entenderían toda la verdad, a menos que Él los adentrara en ella.
IV. Deseo además mencionar que DIOS NOS DARÁ EL ESPÍRITU COMO UN ESPÍRITU DE
APLICACIÓN.
Así fue como Jesús
dijo a Sus discípulos: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo
hará saber”. Para simplificar el asunto, nuestro Señor agregó: “Todo lo que
tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber”.
Permítanme recordarles cuán frecuentemente Jesús recalcó a Sus discípulos el
hecho de que Él les hablaba las palabras de Su Padre: “Mi doctrina no es mía,
sino de aquel que me envió”. Y también: “Las palabras que yo os hablo, no las
hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las
obras”. Así como Cristo dio a conocer la voluntad de Dios el Padre a Su pueblo,
así también el Espíritu Santo nos da a conocer las palabras de Cristo. Yo casi
podría afirmar que las palabras de Cristo no nos servirían de nada a menos que
nos fueran aplicadas por el Espíritu Santo.
Amados, nosotros
necesitamos la aplicación para asegurar a nuestros corazones que las palabras
son nuestras, que están dirigidas a nosotros, y que tenemos un interés en su
bendición; y necesitamos la unción del Espíritu para hacer que humedezcan
nuestros corazones y refresquen nuestras almas.
¿Vieron alguna vez
una promesa aplicada a su corazón? ¿Entienden lo que significa aplicación como la obra exclusiva del
Espíritu? Sucede tal como Pablo dice que el Evangelio llegó a los
tesalonicenses: “No llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en
poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre”. Algunas veces llega súbitamente;
el corazón suyo pudo haber sido la escena de mil pensamientos distraídos, una
oleada rompiendo contra otra oleada, hasta que la tempestad creció fuera de su
control. En seguida, algún texto de la Escritura, como un potente ‘hágase’ salido
de los labios de Jesús, aquietó su turbado pecho y se dio inmediatamente una
gran calma, y se han preguntado de dónde vino. La dulce frase resonó como
música en sus oídos; como un hojaldre rociado de miel, humedeció su lengua;
como un encanto, sofocó sus ansiedades, a la vez que ha morado de manera
suprema en sus pensamientos todo el día, reinando en todas sus ingobernables
pasiones y agitadas pugnas. Tal vez ha continuado en su mente por semanas;
adondequiera que iban, independientemente de lo que hicieran, no podían
desalojarla, ni tampoco querían hacerlo, tan dulce y tan sabrosa era para su
alma. ¿Acaso no han pensado sobre algún texto que es el mejor de la Biblia, el
más precioso de todas las Escrituras? Eso se debió a que fue aplicado a ustedes
por gracia.
¡Oh, cuánto amo las
promesas aplicadas! Yo podría leer mil promesas que están registradas en las
páginas de este Sagrado Volumen, y sin embargo, no obtener nada de ellas; mi
corazón no ardería dentro de mí a pesar de todas las riquezas del repositorio;
pero una promesa comprendida por mi alma por la aplicación del Espíritu,
contiene tanta médula y grosura que constituiría un alimento suficiente para
cuarenta días para muchos Elías del Señor. Cuán dulce es, en los tiempos de
profunda aflicción, experimentar que esta promesa es aplicada al corazón: “Cuando
pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando
pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti”. Tal vez digas:
“eso es puro entusiasmo”. Por supuesto que así les parece a ustedes; como
hombres naturales, no disciernen las cosas del Espíritu; pero nosotros estamos
hablando acerca de cosas espirituales a hombres espirituales, y para ellos no
es un mero entusiasmo. Con frecuencia es un asunto de vida o muerte. He
conocido numerosos casos en los que casi el único tablón sobre el que el pobre
santo atribulado fue capaz de flotar fue simplemente un texto, del cual, de una
manera u otra, él había alcanzado un entendimiento tan íntimo que nada podría
arrebatárselo.
Y no es sólo Su
Palabra la que necesita ser aplicada a nosotros. “Tomará de lo mío, y os lo
hará saber”, podría referirse, de igual manera, a la sangre preciosa de nuestro
Salvador. Algunas veces cantamos:
“Hay una fuente llena con sangre”,
y hablamos de bañarnos en ella. Ahora, la fe no aplica la sangre al alma;
eso corresponde Espíritu. Cierto, yo lo busco por fe; pero es el Espíritu quien
me lava en “un manantial abierto… para la purificación del pecado y de la
inmundicia”. Es el Espíritu quien recibe de las cosas de Cristo, y me las
muestra. Tú no tendrías nunca ni una gota de sangre rociada sobre tu corazón a
menos que sea rociada por la mano del Espíritu. Así, también, el manto de la
justicia de Cristo es enteramente ajustado a nuestra medida por Él. No somos
invitados a apropiarnos la obediencia de Cristo; pero el Espíritu nos trae todo lo que Cristo ha hecho por nosotros.
Pidan al Espíritu,
entonces, que reciban la aplicación de la Palabra, la aplicación de la sangre,
la aplicación del perdón y la aplicación de la gracia, y no pedirán en vano;
pues Jehová ha dicho: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu”.
V. Pero ahora debemos señalar otro punto muy importante. HEMOS DE RECIBIR AL
ESPÍRITU COMO UN ESPÍRITU SANTIFICADOR.
Tal vez esta sea una
de las mayores obras del Espíritu Santo: la santificación del alma. Es una gran
obra purificar el alma del pecado; es más grande que si uno lavara a un
leopardo hasta borrarle las manchas, o a un etíope hasta que su piel oscura se
volviera blanca, pues nuestros pecados están a gran profundidad de la piel: han
entrado en nuestra misma naturaleza. Si fuéramos completamente blanqueados
exteriormente esta mañana, estaríamos negros y contaminados antes de mañana; y
si todas las manchas fueran quitadas hoy, se formarían otra vez mañana, pues
nosotros somos negros por completo. Podrían restregar la carne, pero permanece
negra hasta el fin; nuestra pecaminosidad es una lepra que yace profundamente
dentro de nosotros. Pero el Espíritu Santo santifica el alma; entra en el
corazón, y comienza la obra de la santificación por la conversión; mantiene la
posesión del corazón y preserva la santificación, derramando perpetuamente el
óleo fresco de la gracia, hasta que al fin, perfeccionará la santificación
haciéndonos puros y sin mancha, habilitados para morar con los más
bienaventurados habitantes de la gloria.
La manera en que el
Espíritu santifica es esta: primero revela al alma el mal del pecado, y hace al
alma odiarlo; le muestra que se trata de un mal mortal, lleno de veneno; y
cuando el alma comienza a odiarlo, lo siguiente que hace el Espíritu es
mostrarle que la sangre de Cristo quita toda la culpa, y, de ese propio hecho,
la conduce a odiar el pecado más de lo que lo hacía cuando conoció por primera
vez su negrura. El Espíritu la lleva a “la sangre rociada que habla mejor que
la de Abel”; y allí toca el tañido fúnebre del pecado al tiempo que señala a la
sangre de Cristo y dice: “Él derramó esta sangre por ti, para comprarte para
Sí, para que seas uno de los miembros de un pueblo propio, celoso de buenas
obras”.
Posteriormente, el
Espíritu Santo podría, a veces, permitir que el pecado aparezca en el corazón
del hijo de Dios para que pueda ser reprimido más fuertemente mediante una
mayor vigilancia en el futuro; y cuando el heredero del cielo se entrega al
pecado, el Espíritu Santo envía una disciplina santificadora sobre el alma,
hasta que, habiendo sido quebrantado el corazón por la aflicción, por lo
amoratado de la herida, el mal es limpiado; y la conciencia, sintiéndose
intranquila, envía el corazón a Cristo, que quita el castigo y elimina la
culpa.
Además, recuerda,
creyente, que toda tu santidad es la obra
del Espíritu Santo. Tú no posees ninguna gracia que no te hubiera dado el
Espíritu; no tienes ni una solitaria virtud que Él no hubiera obrado en ti; no
tienes ninguna bondad que no te hubiere sido dada por el Espíritu; por tanto, no
te jactes nunca de tus virtudes o de tus gracias. ¿Posees ahora un dulce
temperamento, aunque antes eras colérico? No te jactes de ello; todavía estarías
airado si el Espíritu te dejara. ¿Eres puro ahora, aunque antes eras inmundo?
No te jactes de tu pureza, cuya simiente fue traída del cielo; nunca creció en
tu corazón debido a la naturaleza; se trata de un exclusivo don de Dios. ¿Está
prevaleciendo la incredulidad contra ti? ¿Acaso tus lujurias, tus malvadas
pasiones y tus deseos corruptos parecieran estar enseñoreándose sobre ti?
Entonces no te diré: “¡levántate y al ataque!”, sino que te diré: clama
fuertemente a Dios, para que puedas ser lleno del Espíritu Santo, para que al
final venzas y te vuelvas más que un vencedor sobre todos tus pecados, viendo
que el Señor se ha comprometido a poner Su Espíritu “dentro de ti”.
VI. Después de hablar sobre otros dos puntos, habré concluido. EL ESPÍRITU DE
DIOS ES PROMETIDO A LOS HEREDEROS DEL CIELO COMO UN ESPÍRITU DIRECTOR, para
guiarlos en la senda de la providencia.
Si te encuentras
alguna vez en una posición en la que no sabes qué camino tomar, recuerda que tu
“fortaleza sería estarte quieto”, y tu sabiduría es esperar la voz directriz
del Espíritu, diciéndote: “Este es el camino, andad por él”. Yo mismo he
probado esto, y estoy seguro de que todo hijo de Dios que ha sido colocado en
dificultades, debe haber sentido, a veces, la realidad y la bienaventuranza de
esta guía. Y, ¿no le has pedido nunca que te dirija? Si se lo has pedido, ¿descubriste
alguna vez que te fuiste por el camino equivocado? No me refiero al tipo de
oraciones que presenta la gente que pide consejo, pero que no se lo pide al
Señor; “que se apartan para descender a Egipto… para fortalecerse con la fuerza
de Faraón”, y luego le piden a Dios que los bendiga en un camino que Él nunca
sancionó. No; has de comenzar rectamente renunciando a toda otra confianza. Es
sólo así que puedes disfrutar de Su promesa: “Encomienda a Jehová tu camino, y
confía en él; y él hará”. Toma contigo, hijo de Dios, una abierta confesión;
di: “Señor, yo deseo, como una cortina de agua, ser movido por el aliento del
Espíritu; aquí permanezco, ‘pasivo en Tu mano’; quisiera no conocer ninguna
voluntad sino la Tuya: ¡muéstrame Tu voluntad, oh Señor! Enséñame qué he de hacer,
y qué he de dejar de hacer”.
Para algunos de
ustedes, esto podría parecer puro fanatismo; ustedes no creen que Dios, el
Espíritu Santo, guíe a los hombres en el camino que deben tomar. Eso podrían
suponerlo si nunca han experimentado Su guía. Hemos oído que, cuando uno de
nuestros viajeros ingleses en África, mencionó a los habitantes del lugar el
intenso frío que prevalecía algunas veces en su país, gracias al cual el agua
se tornaba tan dura que la gente podía patinar y caminar sobre ella, el rey le
amenazó con matarlo si decía más mentiras, pues él no había sentido ni visto
nunca tales cosas; y lo que uno no ha sentido ni visto nunca, es ciertamente un
tema apropiado para la duda o para la contradicción.
Pero, en relación al
pueblo del Señor, que afirman que son guiados por el Espíritu, yo les aconsejo
que atiendan a sus dichos, y busquen hacer la prueba por ustedes mismos. Sería
algo muy bueno que ustedes se dirigieran solamente a Dios, como un hijo, en
todas sus aflicciones. Recuerden que como un abogado al que pueden consultar
con seguridad, como un guía cuyas direcciones pueden seguir seguramente, como
un amigo bajo cuya protección pueden confiar certeramente, el Espíritu Santo
está personalmente presente en la Iglesia de Cristo, y en cada uno de los
discípulos de Jesús; y no hay ningún honorario que se deba pagar excepto el
honorario de la gratitud y de la alabanza, porque les ha dirigido muy bien.
VII. Sólo una consideración adicional: EL ESPÍRITU SANTO SERÁ DADO A LOS HIJOS
DE DIOS COMO UN ESPÍRITU CONSOLADOR.
Este es
peculiarmente Su oficio. ¿Nunca han sentido que, inmediatamente antes de una
aflicción grande y dolorosa, han experimentado un tiempo de gozo sumamente
inexplicable? Escasamente sabían por qué estaban tan felices o tan tranquilos,
parecían estar flotando sobre el propio Mar del Elíseo; no había nada de viento
que rizara su pacífico espíritu, y todo estaba sereno y tranquilo. No estaban
agitados por los cuidados ordinarios y las ansiedades del mundo; su mente
entera estaba absorta en la meditación sagrada. En seguida, llega la aflicción,
y dicen: “ahora lo entiendo todo; antes no podía comprender el significado de
ese arrullo grato, de esa quieta tranquilidad; pero ahora veo que estaba
diseñado para prepararme para estas circunstancias de prueba. Si hubiera estado
abatido y desalentado cuando esta aflicción apareció en mí, habría roto mi
corazón. Pero ahora, gracias a Dios, puedo percibir por medio de Jesucristo,
cómo esta “leve tribulación momentánea’, produce en mí ‘un cada vez más
excelente y eterno peso de gloria’”. Pero, observen, yo creo que vale la pena
tener las aflicciones para recibir el consuelo del Espíritu Santo; vale la pena
soportar la tormenta para experimentar los gozos.
Algunas veces, mi
corazón ha sido sacudido por la maledicencia, la vergüenza y el desprecio, pues
muchos hermanos ministros, de quienes pensaba mejores cosas, me han denigrado;
y muchos cristianos me han dado la espalda después que fui tergiversado ante
ellos, y me han odiado sin causa; pero ha sucedido que, en ese preciso
instante, si la iglesia entera me hubiera dado la espalda, y el mundo entero me
hubiere abucheado, no me habría conmovido grandemente, pues algún rayo
brillante de la luz del sol espiritual alumbró mi corazón, y Jesús me susurró
aquellas dulces palabras: “Yo soy de mi amado, y mi amado es mío”. En momentos
así, las consolaciones del Espíritu no han sido ni escasas ni pequeñas para
conmigo.
Oh, cristiano, si
fuera capaz, te adentraría en las profundidades de este glorioso pasaje; pero
como no puedo hacerlo, debo dejarlo a tu consideración. Está lleno de miel;
sólo llévatelo a tus labios, y extrae la miel que hay allí. “Pondré dentro de
vosotros mi Espíritu”.
Para concluir,
permítanme agregar uno o dos comentarios. ¿No
ven aquí la absoluta certeza de la salvación de cada creyente? O más bien,
¿no es absolutamente cierto que todo miembro de la familia del Israel de Dios ha de ser salvado? Pues está escrito: “Pondré dentro de
vosotros mi Espíritu”. ¿Piensan que, cuando Dios pone Su Espíritu dentro de los
hombres, puedan posiblemente ser condenados? ¿Podrían pensar que Dios pone Su
Espíritu dentro de ellos, y que sin embargo, perezcan y se pierdan? Puedes
pensarlo si quieres, amigo; pero te diré lo que piensa Dios: “Pondré dentro de
vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis
preceptos, y los pongáis por obra”. Los pecadores están lejos de Dios por las
obras perversas, y no quieren venir a Él para tener vida; pero cuando Dios
dice: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu”, los fuerza a venir a Él.
¡Cuán vana pretensión es profesar honrar a Dios por medio
de una doctrina que hace que la salvación dependa de la voluntad del hombre! Si fuera cierto, podrían decirle a Dios: “Te damos gracias, oh Dios, por lo
que Tú has hecho; Tú nos has dado muchas grandes cosas, y te ofrecemos Tu
porción de alabanza que es justamente debida a Tu nombre; pero nosotros
pensamos que nosotros merecemos más, pues el punto decisivo estuvo en nuestro
libre albedrío”.
Amados, ninguno de
ustedes debe apartarse de la gracia inmerecida de Dios, pues las charlatanerías
acerca de la libre agencia del hombre no son otra cosa que mentiras, totalmente
contrarias a la verdad de Cristo y a las enseñanzas del Espíritu.
¡Cuán cierta,
entonces, es la salvación de cada alma elegida! No depende de la voluntad del
hombre; él es conducido a “estar dispuesto” en el día del poder de Dios. Será
llamado en el tiempo establecido, y su corazón será eficazmente comprometido,
para volverse un trofeo del poder del Redentor. Que antes no estuviera
dispuesto, no es un obstáculo; pues Dios le da la voluntad, de tal manera que
luego tiene una mente dispuesta. Así, todo heredero del cielo ha de ser
salvado, porque el Espíritu es puesto dentro de él, y por ese medio, su
disposición y sus afectos son moldeados de acuerdo a la voluntad de Dios.
Y además, ¡cuán vano es que alguien suponga que ha
sido salvado sin el Espíritu Santo! ¡Ah, queridos amigos! Los hombres
llegan algunas veces muy cerca de la salvación sin ser salvados; como el pobre
hombre que yacía junto al estanque de Betesda, que siempre estaba muy cerca del
agua, pero sin entrar nunca en ella. Cuántos cambios hay en el carácter
exterior que se parecen mucho a la conversión; pero, al no tener al Espíritu Santo
en ellos, ¡fallan después de todo! Los arrepentimientos en el lecho de muerte
son mirados a menudo como muy sinceros, aunque demasiado frecuentemente, así lo
tememos, no son sino los primeros
mordiscos del gusano que nunca muere.
Esta semana leí una
extraordinaria anécdota, narrada por el doctor Campbell, acerca de una mujer,
hace muchos años, que fue condenada a muerte por haber matado a su hijo, y fue colgada
en el mercado Grass en Edimburgo. Ella mejoró diligentemente las seis semanas que
le fueron permitidas por la ley escocesa, previo a su ejecución, y los
ministros que estuvieron con ella continuamente, emitieron la opinión de que
moría en la cierta y segura esperanza de la salvación. El día señalado llegó;
fue colgada; pero, siendo un día muy lluvioso, y no habiendo sido preparado
ningún toldo, los que estaban a cargo de su ejecución tenían gran prisa para
terminarla y protegerse de la lluvia, así que fue descolgada antes del tiempo
legal, y, siguiendo la costumbre, el cuerpo les fue entregado a sus amigos para
ser enterrado. Consiguieron un ataúd, y la mujer fue llevada en él a East
Lothian, el lugar donde su esposo iba a enterrarla. Se detuvieron en una
cantina, en el camino, para refrescarse, cuando, para su gran sorpresa y
alarma, entró corriendo a la cantina un niño, quien les dijo que había oído un
ruido en el ataúd. Salieron de la cantina y descubrieron que la mujer estaba
viva; los poderes vitales habían quedado suspendidos, pero la vida no había
sido extinguida, y las sacudidas de la carreta habían restaurado su
circulación. Después de unas cuantas horas, ella se repuso muy bien; la familia
se cambió de residencia, y se fueron a vivir a otra parte del país. Pero la
parte triste de la historia es esta: la mujer fue de un carácter tan malo después,
como siempre lo había sido antes, y, en todo caso, peor. Vivía tan abiertamente
en pecado, y despreciaba y odiaba a la religión incluso más de lo que lo había
hecho previamente. Este es un caso muy notable. Creo que ustedes podrán ver que
la gran mayoría de aquellas personas que profesan arrepentirse en su lecho de
muerte, si pudieran levantarse de nuevo de sus tumbas, vivirían una vida tan
profana e impía como siempre. Tengan la seguridad de esto: no hay nada excepto
la gracia del Espíritu de Dios que haga una obra segura en sus almas. A menos
que Él les cambie, ustedes podrían ser cambiados, pero no será un cambio que
dure. A menos que Él ponga Su mano en la obra, la obra se echará a perder, el
cántaro se romperá en la rueda.
Clamen a Él, por tanto,
para que les dé el Espíritu Santo, y tengan la evidencia de una conversión
real, y no una vil falsificación. ¡Presten atención, señores, presten atención!
El miedo natural, el amor natural, los sentimientos naturales, no son la
conversión. La conversión, en primer lugar, y durante toda la subsiguiente
edificación, ha de ser la obra del Espíritu Santo, y solamente de Él. ¡Nunca
deben quedarse tranquilos, entonces, hasta que las operaciones del Espíritu
Santo sean efectuadas con toda certeza en sus corazones!
Traductor: Allan
Román
30/Julio/2009
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