El Púlpito de
Memento Mori
(Recuerda Que
Morirás)
NO.
304
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN EXETER HALL,
“¡Ojalá fueran sabios, que
comprendieran esto, y se dieran cuenta del fin que les espera!” Deuteronomio
32: 29.
El hombre es reacio a considerar el tema
de la muerte. Se esfuerza por guardar la mortaja, la azada y la tumba fuera de
su vista. Él querría vivir aquí siempre si pudiese, pero como no puede, al
menos pone cada emblema de la muerte tan lejos de su mirada como le es posible.
Tal vez no haya ningún tema tan importante en el que se piense tan poco.
Nuestro conocido proverbio en uso es justamente la expresión de nuestros
pensamientos: “Tenemos que vivir”. Pero si fuésemos más sabios, lo alteraríamos
y diríamos: “Tenemos que morir”. Necesidad para la vida, no la hay; la vida es
un milagro prolongado. Necesidad para la muerte, ciertamente la hay; es el fin
de todas las cosas. Oh, que los vivos tomaran esto en cuenta. Hace algunos
años, un celebrado autor, Drelincourt, escribió una obra sobre la muerte, un valioso
trabajo en sí mismo, pero la obra no se vendió en absoluto. No había personas
que quisieran inquietarse con las calaveras y los huesos cruzados de la muerte.
Y para mostrar cuán insensato es el hombre, un cierto doctor fue a casa y
escribió una disparatada historia de fantasmas; ni una sola de sus palabras era
verdad; la envió al librero y éste encuadernó su volumen y vendió la edición
completa. Los hombres piensan en cualquier cosa, en cualquier ficción, en cualquier
mentira, menos en la muerte. Apartan esta torva realidad, esta verdad
fundamental, y no toleran que entre en sus pensamientos. Los antiguos egipcios
eran más sabios que nosotros. Se nos dice que en cada fiesta había siempre un
invitado extraordinario que se sentaba a la cabecera de la mesa. No comía, no
bebía, no hablaba y estaba cubierto con un velo. Era un esqueleto que habían
colocado allí para advertirles que aun en sus festines debían recordar que la
vida tendría un fin. Somos tan apasionados de la vida y nos entristecemos tanto
ante los simples pensamientos de la muerte, que un memento mori como ese sería muy intolerable en nuestros días de
festejos. Sin embargo, nuestro texto nos dice que seríamos sabios si
consideráramos nuestro último fin. Y ciertamente lo seríamos, pues el efecto
práctico de una verdadera meditación sobre la muerte es sobremanera saludable
para nuestros espíritus. Se enfriaría ese ardor de la codicia, esa fiebre de la
avaricia que siempre anhelan acumular más riquezas, si solo recordáramos que
tendremos que dejar nuestras pertenencias, y que a pesar de haber acumulado lo
más que hayamos podido, todo lo que podemos heredar para nuestro cuerpo son
seis pies de tierra y una pizca de arcilla. Ciertamente sería útil que nos
desprendiéramos de las cosas que poseemos aquí. Tal vez podría conducirnos a
poner nuestros afectos en las cosas de arriba y no en las cosas de aquí abajo
que se consumen. De todas formas, los pensamientos de la muerte podrían
detenernos a menudo cuando estamos a punto de pecar. Si miramos el pecado a la
luz de esa linterna de la muerte con la que el sacristán cavará nuestras tumbas,
podríamos ver más de la vanidad del placer pecaminoso y del vacío de la vanidad
mundanal. Si pecáramos sobre las tapas de nuestros ataúdes, pecaríamos con
mucho menos frecuencia. Seguramente dejaríamos de realizar muchos actos malos
si recordáramos que todos tenemos que comparecer delante del tribunal de
Cristo. Y, tal vez, también, estos pensamientos de la muerte podrían ser
bendecidos para nosotros en un sentido aun más excelso, pues podríamos oír a un
ángel hablándonos desde la tumba: “Prepárate para venir al encuentro de tu
Dios”, y podríamos ser conducidos a regresar al hogar y a poner en orden
nuestra casa porque tenemos que morir y dejar de vivir. Ciertamente con que se
produjera tan solo uno de estos efectos al considerar nuestro último fin, sería
la más pura sabiduría caminar continuamente del brazo de ese esqueleto maestro:
Muerte.
Yo propongo esta mañana, con la ayuda de
Dios, conducirlos a considerar su último fin. Que el Espíritu Santo haga
descender sus pensamientos a la tumba. Que los guíe al sepulcro para que vean
allí el fin de todas las esperanzas terrenales, de toda pompa y espectáculo
mundanos. Para hacer esto, voy a dividir mi tema así: Primero, consideremos a Muerte; en segundo lugar,
continuemos con la reflexión considerando las
advertencias que Muerte nos ha dado ya; y luego, adicionalmente, imaginemos que nos estamos muriendo, trayendo
ante el ojo de nuestra mente un cuadro de nosotros mismos tendidos sobre
nuestro último lecho.
I. En primer lugar, entonces, CONSIDEREMOS
1. Comencemos comentando su origen. ¿Por qué es que tengo que morir?
¿De dónde vinieron estas simientes de corrupción que son sembradas dentro de mi
carne? Los ángeles no mueren. Esos espíritus etéreos y puros viven sin conocer
la debilidad de la ancianidad y sin sufrir los castigos de la putrefacción. ¿Por
qué he de morir yo? ¿Por qué Dios me ha hecho tan cuidadosamente y tan
maravillosamente y por qué es mostrada toda esta habilidad y sabiduría en la
confección de un hombre que ha de durar una hora para luego desmoronarse en su
nativo elemento, el polvo? ¿Es posible que Dios me haya hecho originalmente
para morir? ¿Tenía la intención de que la noble criatura que es un poco menor
que los ángeles, que tiene dominio sobre las obras de las manos de Dios, bajo
cuyos pies Él ha puesto todas las ovejas y bueyes, sí y las aves de los cielos
y los peces del mar, y todo cuanto pasa por los senderos del mar, tenía la
intención, repito, de que esa criatura se desvaneciera como una sombra y fuera
como un sueño que no continúa? Vamos, alma mía, que este triste pensamiento
cautive tu atención: ¡tú mueres porque tú pecas! Tu muerte no es la ordenanza
original de Dios, sino que es un castigo que recae sobre ti por cuenta de la
transgresión de tu primer padre. Tú habrías sido inmortal si Adán hubiese sido
inmaculado. ¡Pecado, tú eres el engendrador de Muerte! ¡Adán, tú has cavado las
tumbas de tus hijos! Nosotros habríamos podido continuar viviendo en eterna
juventud si no hubiese sido por ese robo tres veces maldito de la fruta
prohibida. Mira, entonces, este pensamiento a la cara. El hombre es un suicida.
Nuestro pecado, el pecado de la raza humana, mata a la raza. Nosotros morimos porque
hemos pecado. ¡Cómo debería esto hacernos odiar el pecado! ¡Cómo deberíamos
detestarlo porque la paga del pecado es la muerte! Entonces, a partir de este
día, graba con un hierro candente la palabra Asesino sobre la frente del pecado.
2. Al considerar a Muerte, demos un paso
adelante y observemos no únicamente su origen sino su certeza. Puedo haber escapado de mil enfermedades, pero Muerte tiene
una flecha en su aljaba que dará en mi corazón al final. Cierto es que tengo una
esperanza, una bendita esperanza de que si mi Dios y Señor viene pronto, yo
estaré entre el número de aquellos que viven y quedan, que no morirán nunca
sino que serán cambiados. Tengo esa acariciada expectativa de que Él vendrá
antes que este cuerpo mío se desmorone en el polvo, y que estos ojos le verán
cuando Él esté en el último día en la tierra. Mas, sin embargo, si no fuera
así, tengo que morir. “Está establecido para los hombres que mueran una sola
vez, y después de esto el juicio”. ¡Corre! ¡Corre! Pero el veloz perseguidor te
dará alcance. Como el ciervo delante de los sabuesos volamos más ligeros que la
brisa, pero los perros de Muerte: fiebre y plaga, debilidad y corrupción, nos
darán alcance; él solo tiene que soltar a esos perros y de inmediato están
encima de nosotros, y ¿quién puede resistir su furia? Dicen los árabes que hay
un camello negro sobre el que cabalga Muerte que ha de doblar la rodilla a la
puerta de todo hombre. Con mano imparcial hace añicos el palacio del monarca
así como la choza del campesino. Esa negra aldaba cuelga de la puerta de todo
hombre y Muerte solo tiene que levantarla y se oye el terrible sonido y el
convidado que no ha sido invitado se sienta para tener un festín con nuestra
carne y con nuestra sangre. Debo morir. Ningún médico puede extender mi vida
más allá de su término establecido. Yo tengo que atravesar ese río Jordán.
Puedo recurrir a mil estratagemas, pero no puedo escapar. Aun ahora yo soy como
el venado rodeado por los cazadores en un círculo, un círculo que se va
estrechando cada día, y pronto he de caer y derramar mi vida sobre la tierra.
No he de olvidar nunca, entonces, que si bien otras cosas son inciertas, Muerte
es segura.
3. Luego, explorando un poco más en esta
sombra, permítanme recordar el tiempo de
mi Muerte. Para Dios ese tiempo está fijado y definido. Él ha ordenado la
hora en la que yo debo expirar. Mil ángeles no pueden librarme ni un instante
de la tumba cuando esa hora haya llegado. Tampoco legiones de espíritus podrían
arrojarme al abismo antes del tiempo señalado.
“Plagas y
muerte vuelan en torno mío.
Mientras Él
lo quiera no puedo morir;
Ni un solo
dardo puede golpear,
Mientras el
Dios de amor no lo considere apropiado”.
Todos nuestros tiempos están en Su mano.
Los medios, la manera en que moriré, cuánto tiempo me tomará
morir, la enfermedad y en qué lugar se apoderará de mí el contagio, todas estas
cosas están ordenadas. Dios tiene en el ojo de Su mente la onda que me va a
engullir o el lecho en el que voy a exhalar mi último suspiro. Él conoce las
piedras que marcarán el sitio de mi sueño, y el propio gusano que se va a
arrastrar sobre este rostro cuando esté frío en la muerte. Él lo ha ordenado
todo y está en ese Libro del Destino, y no puede ser cambiado nunca. Pero para
mí es muy incierto. Yo no sé ni cuándo, ni dónde, ni cómo voy a expirar. Dentro
de esa arca sagrada no puedo mirar, de esa arca de los secretos de Dios. No
puedo escudriñar entre las hojas dobladas de ese libro que está encadenado al
trono de Dios, en el que está escrita toda la historia del hombre. Cuando
camino por la acera puedo caer muerto en las calles; una apoplejía puede
hacerme entrar en la presencia de mi Juez. Viajando por la carretera puedo ser
transportado muy rápidamente a mi tumba. Mientras voy pensando en las
multitudes de millas sobre las que las ruedas de fuego están rodando, en un
minuto, sin la advertencia de un instante, podría descender a las sombras de la
muerte. En mi propia casa no estoy a salvo. Hay mil puertas para Muerte, y los
caminos de
“Diez mil a
su hogar sin fin
Vuelan en
este solemne instante;
Y nosotros
hemos llegado a la ribera,
¡Y esperamos
morir pronto!”
4. Pero no debo detenerme aquí, sino que
debo proseguir para observar los terrores
que rodean a Muerte. Quisiera traer hoy a su memoria los dolores, los
gemidos y la lucha mortal que hacen que nuestras aterradas almas den un
respingo ante la tumba. Para los mejores hombres en el mundo morir es algo
solemne. Aunque “pueda leer claramente la escritura de propiedad de las
mansiones en el cielo”, y sepa que tengo una porción entre aquellos que son
santificados, con todo, pensar en exhalar mi alma y arrojarme en un mar
desconocido tiene que producir siempre algún temblor en la carne, algún
estremecimiento en el cuerpo humano. El que puede reírse de la muerte es un
necio, un loco de atar. Aquel que pueda hacer chistes con respecto a su fin
descubrirá que si muriera bromeando, no será ningún chiste ser condenado.
Cuando esta tienda esté siendo desmontada, cuando esta vivienda de arcilla comience
a crujir y a sacudirse con el severo viento del norte de Muerte, cuando se
desplomen una piedra tras otra y todas las ligazones se suelten, será entonces
un terrible momento. Cuando la pobre alma esté debajo del templo del cuerpo, y
lo vea sacudirse, vea grietas en su techo, vea temblar las columnas, y vea caer
todas sus ruinas, será un momento terrible, un momento que si fuera continuado
y prolongado, sería el más terrible cuadro del infierno que podría sernos
presentado, pues el infierno es llamado la segunda Muerte. Un morir sin fin, el
dolor de la muerte prolongado eternamente, las angustias y la aflicción de la
disolución hechos durar interminablemente, que, yo digo, es uno de los más
horrendos cuadros del infierno. La muerte misma tiene que ser algo tremendo.
Déjenme pensar, también, que cuando yo muera debo dejar tras de mí todo lo que
tengo en la tierra. ¡Adiós a esa casa que tan cariñosamente he llamado mi
hogar! ¡Adiós a esa chimenea y a los pequeños parlanchines que se han subido a
mis rodillas! ¡Adiós a aquella que ha compartido mi vida y que ha sido la amada
de mi corazón! ¡Adiós a todas las cosas: la propiedad, el oro, la plata!
¡Adiós, tierra! Tus más sorprendentes bellezas se derriten, tus tonadas más
melodiosas mueren en la sombría distancia. No oigo más, no veo más. Los oídos y
los ojos están cerrados, y los hombres me sacarán y enterrarán a su muerto
fuera de su vista. Y, ahora, ¡adiós a todos los medios de gracia! Esa campana
pasajera es el último sonido del santuario que repicará para mí. No habrá ahora
campana de iglesia que me convoque a la casa de Dios. Si he descuidado a Cristo
no voy a oír más acerca de Cristo. Ninguna gracia será presentada ahora;
ninguna contienda del Espíritu.
“Fijado en mi
estado eterno,
Si pudiera
arrepentirme, es demasiado tarde ahora”.
Muerte ha cerrado ahora las ventanas de
mi alma. Si soy impenitente, una oscuridad perenne, una oscuridad como la de
Egipto, que puede ser palpada, descansa en mí para siempre. Santos de Dios,
ustedes pueden cantar, pero yo tengo que aullar eternamente. Ustedes pueden
congregarse en torno a
5.
De
esta manera he llegado a otro encabezado en el que quisiera detenerme un
momento, es decir, los resultados de la
muerte. Pues, verdaderamente sus resultados y terrores para los malvados
son los mismos. Oh, que fueran sabios para considerarlos. Sin embargo,
permítanme que le recuerde al cristiano, para que haya un rayo de luz en la
densa oscuridad de este sermón, que para él Muerte no debería ser nunca un tema
sobre el que debería detestar meditar. ¡Morir! Despojarme de mi debilidad y
quedar ceñido con omnipotencia. ¡Morir! Dejar mis angustias, y dolores, y
miedos, y aflicción, mi débil corazón, mi incredulidad, mis estremecimientos y
mis congojas, y saltar al pecho divino. ¡Morir! ¿Qué tengo que perder por
Muerte? El tumulto de la gente y la contención de lenguas. ¡Una dichosa pérdida
en verdad! Para el creyente Muerte es ganancia, una ganancia sin aleaciones.
¿Dejamos a nuestros amigos por Muerte? Veremos a mejores y más numerosos amigos
allá arriba en la asamblea de los primogénitos cuyos nombres están escritos en
el cielo. ¿Dejamos nuestra casa y comodidades? “Hay una casa no hecha de manos,
eterna, en los cielos”. ¿Perdemos nuestra vida? Ah, no, ganamos una vida mucho
mejor pues recuerden que vivimos para morir, morimos para vivir, y luego
vivimos para no morir más. La muerte para el creyente es una ganancia gloriosa
sin ninguna fracción de pérdida. Es grandemente sabio, entonces, que un
cristiano hable con sus últimas horas, porque esas últimas horas son el
comienzo de su gloria. Deja de pecar y comienza a ser perfecto; cesa de sufrir
y comienza a ser feliz; renuncia a toda su pobreza y vergüenza y comienza a ser
rico y honorable. Consuélense, entonces, consuélense, entonces, ustedes,
cristianos acongojados y sufrientes. “Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice
vuestro Dios”. Diles que su guerra es cumplida, su pecado es perdonado y que
verán el rostro del Señor sin un velo intermedio.
II. Voy a dirigirme ahora al segundo encabezado
de mi discurso. Hermanos, compañeros inmortales, yo deseo ahora que CONSIDEREN
LAS ADVERTENCIAS QUE
Simplemente observemos cuán
frecuentemente ha estado en nuestra casa. Traigan a su mente, entonces, primero
que nada, cuántas advertencias han tenido en la pérdida de parientes. No hay ni
una sola persona aquí, imagino, que no haya tenido que hacer un peregrinaje a
la tumba para llorar sobre las cenizas de sus amigos. Durante los pocos años
que yo he sido el pastor de esta iglesia, cuántas veces he viajado a la tumba.
Uno tras otro de los valientes en nuestro Israel han sido llevados. A muchos
que eran mis hijos e hijas espirituales, a quienes enterré primero en la tumba
del bautismo, he tenido que enterrar posteriormente en la tumba de la muerte.
La escena siempre está cambiando. Estando aquí en mi púlpito identifico muchos
rostros familiares. Pero tengo que observar también cuántos lugares hay que
habrían estado vacíos si no fuera porque Dios ha enviado a otros Davides para
que ocupen el asiento de David. Y, mis queridos amigos, no puede pasar mucho tiempo
para algunos de ustedes antes de que sea mi lúgubre tarea ir a llorar sobre sus
cuerpos a la tumba, a menos que yo mismo muera. Esa oración fúnebre puede ser
pronunciada pronto por algunos de ustedes. Y ustedes tienen una buena razón
para esperarlo cuando piensan en cómo se han ido uno tras otro aquellos que
fueron los amigos de su juventud. ¿Dónde está la esposa con la que viviste dichosamente
en los tempranos días de tu vida? ¿O dónde está el esposo cuyo hermoso rostro
joven te miraba tan a menudo con ojos de amor? ¿Dónde están esos hijos que
brotaron como flores, pero que se marchitaron al momento de florecer? ¿Dónde
están esos hermanos y esas hermanas, el hermano mayor, que han atravesado la
corriente antes que nosotros? O, ¿dónde están esos más jóvenes a quienes vimos
nacer, que brillaron con nosotros durante una hora, pero cuyo sol aun antes de
alcanzar su cenit se ocultó en una noche eterna? Hermanos y hermanas, Muerte ha
hecho tristes incursiones en algunas de nuestras familias. Hay algunos de ustedes
que están hoy como un hombre sobre una playa cuando la marea está subiendo
hacia sus pies. Vino una ola, y se llevó a la abuela; vino otra, y arrastró a
la madre; vino otra, y la esposa fue llevada; y ahora se estrella contra tus
pies. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que se estrelle sobre ti, y tú también seas
llevado al seno del abismo de Muerte por la ola que engulle? El Señor les ha
dado a muchos de ustedes muchas advertencias serias y solemnes. Yo les suplico
encarecidamente que las escuchen. Pongan atención ahora al grito que sale de la
tumba de aquellos que, muertos, aún les hablan. Oigan ahora a los que fueron
enterrados hace poco, cuando les gritan: “Hijos, esposos, esposas, hermanos,
hermanas, prepárense para venir al encuentro de su Dios, no sea que fallen en
el último día terrible”.
Piensen, además, en cuán solemnes y
repetidas advertencias hemos tenido últimamente, no en nuestras familias, sino
en el ancho, ancho mundo. Es un hecho singular que los accidentes y las
aflicciones nunca vienen solos. Hace unas cuantas semanas todos nosotros nos
vimos conmovidos por la noticia de que un varón que había navegado a través del
traicionero mar muchísimas veces, y que al final había ascendido tan alto en su
profesión como para convertirse en capitán del barco más grande que haya sido
botado jamás en el océano, había perecido de pronto en aguas tranquilas, y su
espíritu se había presentado delante de su Dios. Nos pareció que era algo
triste, muy triste, que alguien que había enfrentado la tempestad y la tormenta,
mil veces tal vez, se hundiera como un barco que se va a pique en la mitad del
océano cuando ni una sola ola mece su quilla. Él está en casa –acaba de dejar a
su familia- su pie resbala, y encuentra una tumba líquida. Casi en seguida, así
como un mensajero sigue a otro, llegó la noticia a través del océano de la
caída de una fábrica, donde muchos cientos fueron sepultados por las ruinas y
enviados rápidamente a la presencia de Dios. No podríamos decir qué estremecimiento
de horror recorrió los pueblos que estaban adyacentes a esa fábrica en América.
Aun nosotros mismos, a través de las leguas de mar, nos sentimos pasmados por
el golpe, cuando un número tan grande de nuestros semejantes fueron llevados
apresuradamente de este estado de existencia a otro. Inmediatamente después de
eso vino otra calamidad que está muy fresca en nuestra memoria. Un tren va
avanzando a toda velocidad, y de pronto el caballo de hierro se descarrila y
los hombres que van hablando entre sí tan tranquilos como lo estamos nosotros, son
arrebatados del tiempo a la eternidad en medio de huesos rotos y de madera
aplastada y de torbellinos de polvo y vapor. Y, ahora, esta última semana,
¿cuántas señales hemos tenido de que el hombre es
mortal? Un juez que ha presidido durante mucho tiempo los juicios de sus
paisanos criminales, entrega su sentencia delante de un gran jurado. La entrega
con su sabiduría usual, calma y deliberación. Ha concluido; hace una pausa;
levanta el frasco de sales aromáticas y lo lleva a su nariz para refrescarse;
cae de espaldas; es transportado de la corte para que reciba su propia
sentencia; es llevado del tribunal en el que presidía al tribunal delante del
cual él mismo tiene que comparecer. Luego, en la misma semana, un buen hombre
que ha servido a su día y a su generación en una iglesia hermana de esta
ciudad, es arrebatado súbitamente de delante de nosotros. Aquel que ayudó a
toda buena causa, y sirvió a su día y generación –tal vez ustedes sepan que
aludo al señor Corderoy- es llevado súbitamente, y deja a toda una denominación
lamentando por él. Es más, todavía más cerca, el golpe de la muerte ha venido a
algunos de nosotros. No fue sino el miércoles pasado que me senté en la casa de
ese poderoso siervo de Dios, ese gran defensor de la fe, el Lutero de su época,
el doctor Campbell; hablábamos entonces de estas muertes súbitas, casi sin
pensar que una calamidad semejante invadiría su propia familia; pero, ¡ay!, leímos
en el periódico del día siguiente que su segundo hijo había sido barrido de la
borda del barco al regresar de uno de sus viajes a América. Un joven arrojado y
valiente ha encontrado una tumba líquida. De manera que aquí, allá y en todas
partes, ¡oh muerte!, veo tus acciones. En casa, fuera de ella, en el mar y al
otro lado del mar, tú estás haciendo maravillas. ¡Oh, tú, segador! ¿Cuánto
tiempo pasará antes de que tu guadaña esté quieta? Oh, tú, destructor de
hombres, ¿no descansarás nunca, nunca te quedarás quieto? ¡Oh, muerte! ¿Habrá
de ir tu carro monstruoso aplastando por siempre, y las calaveras y la sangre
de los seres humanos han de marcar tu senda? Sí, tiene que ser así hasta que
venga Aquel que es el rey de la vida y de la inmortalidad; entonces los santos
no morirán más, sino que serán como los ángeles de Dios. Así que, entonces, Muerte
nos ha hablado en voz muy alta como una nación, como un pueblo, y nos ha hablado
en voz muy alta a muchos de nosotros en nuestros propios círculos familiares.
Ahora, hombre, voy a hablarte de temas más
familiares para ti. La muerte nos ha dado golpes en casa a todos nosotros. Pon
tu dedo en tu propia boca pues tú tienes ahí la marca de Muerte. ¿Qué
significan esos dientes que se están pudriendo, esos lacerantes dolores de las
encías? Se trata de una agonía despreciada únicamente por quienes no la sienten.
¿Por qué algunas partes de la casa tiemblan y se descomponen rápidamente? Porque
la podredumbre que está en los dientes está en todo el cuerpo. Hablas de un
diente podrido: recuerda que es solo una parte de un ser humano putrefacto. Tú
mismo te estás pudriendo, sólo que un poco menos rápidamente. Pues, para
algunos de ustedes, qué advertencias ha dado Muerte. Ha puesto su mano fría
sobre tu cabeza y ha congelado tu cabello que pende allí en copos de nieve
sobre tus sienes. O, tal vez, ha puesto esa mano todavía más pesadamente sobre
ella, y ahora tu cabeza desnuda está expuesta a los rayos del sol, y, recuerda
que esto es solo un tipo de la exposición de tu alma desnuda al golpe de la
muerte. ¿Qué signos hemos tenido todos en nuestros cuerpos, especialmente los
ancianos, los débiles, los tísicos, y los mutilados? ¿Qué quieren decir esos
pulmones que pronto se cansan de su respiración si subes un tramo de escaleras
para llegar a tu lecho? ¿Por qué necesitas lentes con graduación para tus ojos,
si no es porque los que miran por las ventanas se han oscurecido? ¿Por qué esa
discapacidad auditiva? ¿Por qué esa falla en la voz, esa debilidad del cuerpo
entero, esa acumulación de carne, o esa prominencia de los huesos y flacura del
cuerpo? ¿Qué es todo esto sino puñaladas que provienen de la mano de Muerte?
Son, si se me permite decirlo, sus órdenes judiciales que te presenta citándote
en breve tiempo para reunirte con él en otro lugar, para hacer tu último
trabajo y dar tu último adiós. ¡Oh!, si tan solo nos miráramos, veríamos que
llevamos los signos y marcas de Muerte y las señales en cada parte de nuestro
cuerpo. Pero algunos de nosotros hemos recibido todavía más solemnes
advertencias que esas. Si estas no bastaran, Muerte nos da un sermón más retumbante.
No hace sino unos cuantos días que Muerte con su hacha parecía que iba a
derribar mi árbol. ¡Cómo volaron las astillas a mi
alrededor y cubrieron el suelo! Para mí mismo es un portento que yo esté aquí.
Llevado a la puerta de Muerte, hasta el punto que la mente se puso como
enloquecida, y el cuerpo se debilitó, de manera que uno no se podía mantener
erguido, mas sin embargo me recuperé de nuevo.
“Díganlo a
los pecadores, díganlo,
Yo he salido,
yo he salido del infierno”.
Perdonado todavía y aún con vida. Tú has
tenido fiebre, cólera pudiera ser. Has tenido que quedarte en cama una y otra
vez, y cada vez la rama ha crujido y se ha inclinado casi el doble, hasta que
hemos llegado a decir: “Seguramente se va a romper”. Como pared desplomada
hemos sido, y como cerca derribada; se vendrá al suelo, eso pensamos, pues una
mano violenta la estaba sacudiendo y la movía de un lado a otro. No había ni
una sola columna que estuviera firme. No había ni una viga ni un travesaño que
no temblara. Dijimos en la amargura de nuestra alma: “Mis días son cortados y
voy a descender a la tumba antes de mi tiempo”. Bien, amigo, y sin embargo estás
viviendo en pecado tan descuidada y tan despreocupadamente como antes. Recuerda
que si no quieres oír a la lengua de Muerte, sentirás su dardo. Si no quieres
pensar en Dios cuando te da una advertencia a distancia, serás conducido a
sentir a Dios, pues recuerda la palabra: “no sea que os despedace, y no haya
quien os libre”. Me parece ver a Muerte esta mañana preparando su flecha para
el arco. La está extendiendo, está tensando la cuerda más y más; y lo
sorprendente es que pueda sostener la flecha en su mano tanto tiempo.
“¿Volará?”, dice Muerte; “¿la dispararé contra el corazón de aquel
desventurado? Él no se arrepentirá; déjame cortarlo y enviarlo a su
destrucción”. Pero el Señor dice: “Dale un poco más de tiempo”. Pero, luego,
los dedos de Muerte tienen comezón. Dice: “Señor mío, deja que apunte; he tensado
mi arco, y está listo. La flecha es tan aguda que podría cortar a través de
barras de bronce o triple acero para alcanzar un corazón humano. Mi garganta
tiene sed de su sangre. Oh, déjame que lo mate; que muera”. “No”, clama la
misericordiosa voz de Dios, perdónalo, dale todavía un poco más de tiempo”.
Pero el tiempo pronto llegará. Tal vez antes de que ese reloj recorra media
hora podría decirse en el cielo: ¡Es tiempo! ¡Fue tiempo!” Y entonces Muerte
lanzará la flecha; su flecha alcanzará tu corazón, y tú, cayendo a tierra, te presentarás
delante del imponente Juez de los vivos y de los muertos, y recibirás tu
sentencia final. ¡Y, ay de ti si no estás preparado para morir! Oh
despreocupado pecador, ¿qué será de ti entonces?
De esta manera he procurado hacerles
pensar en las advertencias de Muerte en la pérdida de amigos, y en las muertes
de muchos por todos lados y además, en las fallas de nuestros cuerpos, y en las
enfermedades que han comenzado a hacer presa de nosotros.
III. Y ahora, para concluir, en último lugar,
haz el favor de imaginar QUE TE ESTÁS MURIENDO AHORA. Anticipa un poquito la
fecha de tu último día. Supón que ha llegado. El sol ha salido. “¡Abran esa
ventana! ¡Déjenme ver el sol por última vez! ¡Este es mi último día!” Los
médicos susurran entre sí. Tú captas algunas sílabas y te enteras de las
tristes noticias de que el caso no tiene remedio. Mucho se ha hecho por ti,
pero la habilidad tiene su límite. “Podría sobrevivir tal vez otras doce horas”,
-dice el médico- “pero no creo que sea tanto como eso. Es mejor que reúnas a
sus amigos para que lo vean. Telegrafíen llamando a su hija; que venga a ver el
rostro de su padre por última vez en el mundo”. Sí, y ahora comienzo a sentir
que la hora está llegando. Se están reuniendo en torno a mi lecho. “¡Adiós a
todos ustedes, un último adiós! Un padre te invita que le sigas a lo alto en
los cielos. ‘Yo sé que mi Redentor vive’. ¡Mi esperanza permanece firme y
sólida en Cristo Jesús! ¡Adiós! ¡Adiós! Yo les encomiendo a Él que es el Padre
de los huérfanos y el esposo de la viuda”. Pero la hora se acerca más todavía.
Y ahora los labios rehúsan hablar. Tenemos un algo que comunicar, una última
palabra a una esposa. Musitamos a través de nuestros dientes cerrados, pero no
se escuchan sonidos audibles, ninguna palabra que pueda ser interpretada. Respiramos
pesadamente. Nos enderezan en la cama con la ayuda de almohadas. Y ahora
comenzamos a entender esa expresión del himno: “El agrietamiento de los nervios
de los ojos”. Ahora no podemos ver. Extraño es decirlo, tenemos todavía ojos
pero no podemos ver. Si necesitamos algo tenemos que palpar alrededor nuestro
para obtenerlo; pero, no, no podemos levantar nuestras manos. Comienzan a
colgar. Todavía podemos oír, y podemos oírlos susurrando esta pregunta: “¿Está
muerto?” Uno de ellos dice: “Creo que todavía hay un pequeño hálito de vida”. Se
acercan mucho y tratan de oír nuestra respiración. Casi no se puede percibir.
¡Cuáles habrán de ser nuestras sensaciones en aquel solemne momento! Hay un
silencio ahora en la habitación. Sólo se oye el tictac del reloj conforme cae
el último grano del reloj de arena. Y ahora, ha llegado el último momento. Mi
alma se separa de mi cuerpo. ¿Y dónde estoy ahora como un espíritu desnudo e
incorpóreo? Alma mía, si tu esperanza es válida y real, tú te encuentras ahora
donde has anhelado estar; estás en la presencia de tu Salvador y de tu Dios. Eres
ahora hermana de los ángeles. Tú estás en medio del incendio del esplendor de
la divinidad. Tú le ves a Él, a quien no habiendo visto, has amado, en cuya fe te
has regocijado con gozo indecible y lleno de gloria.
Ah, pero hay otro cuadro, el reverso de
este, que no puedo intentar dibujar; solo voy a darles un burdo bosquejo de él,
un bosquejo a crayón que sólo tiene trazados los contornos. Sí, tú te estás
muriendo; y a pesar de haber sido malo, tienes a algunos que te aman y se
reúnen en torno a ti. Tú no puedes hablarles. ¡Ay!, les dices más que si
pudieras hablar, pues ven en tu rostro ese sudor frío y pegajoso, esa mirada
fija. Ellos ven señales de que tú tienes una visión de algo que no toleraría
ser revelado. Tratas de guardar la compostura; te sosiegas. El doctor te ayuda
a que te condenes fácilmente: te droga; ayuda a hacer que te duermas. Y ahora
sientes que estás expirando. Tu alma está llena de terror. Negros horrores y
una densa oscuridad se acumulan en torno a ti. Tus nervios oculares se rompen. Tu
carne y tu corazón fallan. Pero no hay ningún ángel benévolo que susurre:
“Calla, enmudece”. No hay ningún convoy de querubines que lleven tu alma
directamente a aquellos mundos de gozo. Sientes que el dardo de la muerte es un
dardo envenenado; que ha inyectado el infierno en tus venas; que has comenzado
a sentir la ira de Dios antes de que entres en el estado donde la sentirás al
grado máximo. Ah, no voy a describir lo que ha pasado. Pudiera ser que como tu
ministro tendré que acercarme y verte en la hora de tu agonía, y tendré que
decir a la madre, a los hijos, a tus hermanos y a tus hermanas: “Bien, bien,
tenemos que dejar esto en las manos del Dios del Pacto”. Tengo que hablar con
el mayor tacto posible, pero voy a irme con esta reflexión: “¡Ojalá fuera
sabio, que comprendiera esto, y se diera cuenta del fin que le espera!” Al
bajar las escaleras mi corazón me hará esta pregunta: “¿Fui fiel a este hombre?
¿Le expliqué honestamente el camino al cielo? Si está perdido, ¿será requerida
su sangre de mis manos?” Yo sé que con respecto a algunos de ustedes la
respuesta de mi conciencia será: “he predicado
Y ahora, si han quedado impresionados, si
hay algún pensamiento serio en ustedes, permítanme enviarlos de regreso con
esta frase especial. El camino de la salvación es claro: “El que creyere y
fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Cree, esto
es, confía, confía en el Señor Jesús y serás salvo. Que Dios el Espíritu Santo
te capacite a confiar en Él ahora, pues
para algunos de ustedes –y pongan atención a esta última frase- para algunos de
ustedes es AHORA O NUNCA.
Traductor: Allan Román
5/Junio/2014
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