El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
El Linaje Verdadero
NO. 3018
SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON EN EL AÑO 1864
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 13 DE DICIEMBRE DE 1906.
“Mientras él decía estas cosas, una
mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre
que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que
oyen la palabra de Dios, y la guardan.” Lucas 11: 27,
28.
¿Era ella una mujer de un amoroso corazón que
fue conmovida por el discurso del amado Salvador? Muchos, sin duda, escucharon
las mismas palabras de gracia, algunos con ira, y otros con austera complacencia;
pero pudiera ser que el alma de esta mujer comenzara a inflamarse de un santo
asombro por las cosas prodigiosas que brotaban de Su boca, y que su alma
sintiera mucho afecto por el hombre de quien emanaba tanta gracia, al punto que
exclamó: “¡Bienaventurado el vientre que te trajo!” ¿Fue así? Tal vez se
tratara un amor ignorante aunque apasionado, que se abría paso por en medio de
todo comedimiento.
Algunas veces presenciamos el mismo tipo de
reacciones entre nuestros amigos metodistas primitivos. Son arrebatados de tal
manera por el poder de la verdad que acaba de serles declarada, que no pueden
evitar dar voces, diciendo: “¡Gloria!”, o “¡Aleluya!” Por todo Gales prevalece
esa costumbre -que estoy lejos de condenar- durante todo el sermón,
frecuentemente para gran consuelo del conferenciante, pues le da vida y le
anima a proseguir, y le impulsa a remontarse a mayores alturas de las que se
hubiera atrevido de no ser por eso. Tal vez pudiéramos considerar bajo esta luz
esa interrupción por parte de la afectuosa mujer.
Sin embargo, tal vez hubiera sido una atrevida y
perpleja ignorancia antes que un intenso afecto. El suyo pudiera haber sido
algún tipo de vago asombro provocado por lo que había escuchado, que,
involuntariamente, delató con su boca. Esto lo he notado, algunas veces, cuando
predico la Palabra a nuestros amigos metodistas primitivos: que no siempre han
insertado el “¡Gloria!” en el lugar oportuno, o, que la observación con la que
nos han regalado ha sido tan inapropiada como bien podría serlo. Aunque me ha
alegrado, unas veces, oír alguna reacción emocional cuando parecía proceder de
una verdadera sensibilidad, y era compatible con el sentido común, no me he
sentido muy gratificado cuando la ignorancia fue la instigadora. Tal vez
sucedió así con aquella mujer. Esa, al menos, es la opinión de muchos sabios
expositores. Tampoco nos da la impresión de que Jesús la ensalzara. Era un alma
pobre e ignorante, que quizá no había escuchado antes ninguna predicación y
menos habría escuchado una predicación como la de Jesucristo y, por tanto, dio
voces en una suerte de estupefacto asombro: “Bienaventurado el vientre que te
trajo, y los senos que mamaste”.
De cualquier manera, sea lo que fuere, esta
mujer no es sino un ejemplo de muchísimas personas de su propia época y de millones
de personas más de épocas sucesivas. Pueden percibir que ella cambió su
admiración de la persona de Cristo y la transfirió a la persona de Su madre.
Hubo en otras ocasiones algún tipo de manifestaciones en ese sentido en la vida
de Cristo, las cuales censuró, tal como lo hizo en este caso. Ustedes observarán
que aunque no dice nada irrespetuoso de Su madre, apunta el extinguidor sobre
cualquier cosa semejante a bendecirla como si fuese altamente favorecida sobre
todos los demás que creen en Él.
En la ocasión de las bodas en Caná de Galilea,
Jesús respondió a Su madre –no diré que ásperamente, pues no era posible que
hiciera eso- pero más o menos severamente, cuando le dijo: “¿Qué tienes
conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora”. Desalentó resueltamente lo que debe
de haber percibido como la tendencia natural de la mente de la gente a
reverenciar indebidamente a Su madre; y parece muy sorprendente, para cualquier
persona pensante, que después de palabras como las de mi texto, la Mariolatría hubiere prevalecido en la
Iglesia de Roma hasta el límite tan aterrador que ha alcanzado y que sigue
alcanzando. Vamos, por cada oración ofrecida a Jesucristo, yo creo que hay cincuenta
ofrecidas a la Virgen María, en el momento presente. Sea lo que fuere, en el
rosario de los prosélitos de Roma hay diez ‘Avemarías’ por cada ‘Padrenuestro’.
Observen que ella debe ser tenida en un profundo
respeto, y que es “bendita entre las mujeres”; nunca ha de salir de los labios
de ningún cristiano una sola palabra irrespetuosa hacia ella; fue altamente
favorecida, fue un tipo de una segunda Eva, y así como Eva engendró el pecado,
esta mujer, esta segunda Eva, engendró al Señor que es nuestra salvación. Ella
está ubicada en una posición excelsa; pero, aun así, de ningún modo debe ser
objeto de adoración; de ninguna manera debe ser levantada y exaltada como si
hubiera sido concebida inmaculadamente, y después hubiera vivido sin pecado, y
fuera asunta a lo alto -como lo declaran los papistas- por medio de una
maravillosa asunción al cielo, sólo una suposición, en verdad, de parte de
ellos, y nada mejor que una suposición, sin ninguna base de ningún tipo en los
hechos.
No, hermanos, la Virgen María fue una pecadora
salvada por gracia, como ustedes y yo lo hemos sido. El Salvador, al que ella
engendró, fue un Salvador para ella de la misma manera que lo es para nosotros.
María tuvo que ser lavada del pecado, tanto del original como del cometido, en
la sangre preciosa de su propio Hijo, “el Hijo del Altísimo”; ella tampoco
habría podido entrar al cielo a menos que Él pronunciara Su absolución, y fuera,
como lo somos nosotros, “aceptos en el Amado”.
Y, sin embargo, no me sorprende que hubiera una
tendencia a exaltarla indebidamente; sin embargo, me sorprende mucho que,
después de que Cristo hablara tan claramente y tan expresamente, los hombres
hayan tenido el descaro y el diablo haya tenido la audacia de llevar engañados,
a millones de cristianos profesantes, a adorar a quien debe ser reverenciada
pero nunca adorada.
Si miran el texto, verán que contiene algo muy
hermoso. La mujer pronunció una bendición para la Virgen María; Cristo la recoge
y la coloca sobre todo Su pueblo. Ella dijo: “Bienaventurada la mujer que te
engendró”. “Sí” –replicó Jesús- “es bienaventurada; pero (en el mismo preciso
sentido) bienaventurados son los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”.
Así, hermanos míos, todas las bendiciones que pudieran pertenecer a María, les
pertenecen a ustedes y me pertenecen a mí, si oímos la Palabra de Dios y la
guardamos; no importa cuáles mercedes supongamos que fueron incluidas en el
hecho de ser una persona altamente favorecida, esas mismísimas misericordias
son de ustedes y son mías, si, oyendo la Palabra de Dios, la guardamos
verdaderamente.
I. Muchos suponen, y muy naturalmente, que debe de
haber sido algo encantador ser la madre de nuestro Señor, PORQUE, ENTONCES,
HABRÍAMOS TENIDO EL HONOR DEL TRATO MÁS CERCANO CON ÉL.
Haber visto al infante en Su cuna, y haberle
cargado sobre las rodillas, haber observado los años de crecimiento del Santo
Niño, haber percibido Sus agraciadas palabras, Su santa piedad, Su completa
obediencia a Sus padres, haber permanecido con Él los treinta años que, sin
duda, José y María pasaron con su honrado y glorioso Hijo, debe de haber sido
no poca bendición. El mismo espíritu, ustedes saben, surge en el himno de la
señora Lucas, tan favorito de nuestros queridos hijos y que a todos nosotros
nos encanta cantar:
“Pienso,
cuando leo esa antigua y dulce historia,
Cuando Jesús
estuvo aquí entre los hombres,
Cómo llamaba
a los niñitos como ovejas a Su redil;
Pienso que me
habría gustado estar entonces con ellos.
Habría
deseado que Sus manos estuvieran sobre mi cabeza,
Que Sus
brazos me hubieran abrazado;
Y que hubiera
podido ver Su tierna mirada cuando decía:
‘Dejad a los
niños venir a mí’”.
Sí, muchas madres podrían estar convencidas de
que ser besadas por esos labios pequeñitos, ser estrechadas en el cuello por
Sus bracitos, ser miradas por los ojos de ese Niño que destilaban amor, habría
sido una bienaventuranza apetecible cada día.
Bien, pareciera ser así, amados; y, sin embargo,
si pensamos rectamente al respecto, la ilusión se disipa rápidamente. Fue un
gran privilegio tener una asociación con Cristo; pero, a menos que hubieran
sido santificados espiritualmente, podría haber constituido una solemne
responsabilidad que hundiría más profundamente al alma en la culpa en vez de
levantarla a una más elevada santificación. Permítanme que me aventure a
recordarles de uno que tuvo la más íntima relación con Cristo en los días de Su
ministerio público. El Salvador confiaba tanto en él que guardaba los pequeños
ahorros generados por los sobrantes de las ofrendas de la caridad; él era el
tesorero del pequeño grupo, y ya saben quién es: Judas. Él había estado con
Jesús casi en todas partes; había sido Su amigo cercano y Su conocido, y cuando
mojó el pan con él, no fue sino un indicativo de la cercana relación que había
sido preservada entre el Divino Maestro y esa vil criatura que era
completamente indigna de tal privilegio. Nunca hubo otro “hijo de perdición” del
calibre de Judas, el amigo y conocido de Cristo. Nunca alguien más se hundió
tan bajo en las profundidades de la divina ira, con una piedra de molino tan
gigantesca atada a su cuello, como este hombre a quien Cristo comunicaba
dulcemente los secretos, y con quien andaba en amistad en la casa de Dios. El
mismo sol madura el grano y las adormideras. Este hombre fue madurado en la
culpa por el mismo proceso externo que maduró a otros en santidad.
Entonces, después de todo, no resulta ser una
bienaventuranza tan grande, si se considera como una bendición natural. Pero,
independientemente de cuál sea la bendición, está disponible espiritualmente
para cada cristiano. Amados, si son parte de Su pueblo, ustedes podrían tener
un trato con Cristo más cercano y mucho más duradero que cualquier trato que Su
madre pudiera haber logrado simplemente por haberlo mecido sobre sus rodillas,
o haber suplido con sus pechos Sus necesidades. Hoy se puede hablar con Jesús.
Para ustedes, herederos del cielo, la compañía del Divino Hermano Mayor es
libre; sólo necesitan acudir a Él, y Él los llevará a Su casa del banquete, y
el pendón que ondeará sobre ustedes será el del amor. Su izquierda está todavía
debajo de la cabeza de los santos, y Su derecha los abraza. Hay cosas más preciosas
que las que el Cristo infante pudo dar a Su madre; hay besos de Sus labios más
dulces, más espirituales, que cualquiera de los que hubiere recibido María.
Ustedes sólo tienen que anhelarlos y desearlos con vehemencia; y, cuando los
obtienen, sólo tienen que atesorarlos, y los tendrán cada día. Confío,
hermanos, que algunos de nosotros no necesitemos dar voces con la esposa en el
Cantar: “¡Oh, si tú fueras como un hermano mío que mamó los pechos de mi madre!
Entonces, hallándote fuera, te besaría”; pues podemos decir: “Mi amado es mío,
y yo suya… Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas; porque estoy
enferma de amor”.
Yo afirmo, entonces, que todo el honor de asociarse
con Cristo puede ser gozado, en el presente, por Su pueblo; podemos disfrutar
de la comunión más dulce, en el sentido más excelso y más puro, de tal forma
que la bendición que tuvo María es nuestra, y podemos decir con Cristo: “Antes
bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”.
II. Además, algunas personas suponen naturalmente que
debe de haber sido algo dulce ser la madre de nuestro Señor, PORQUE, ENTONCES,
LE HABRÍAMOS CONOCIDO MÁS, Y HABRÍAMOS CONOCIDO MÁS DE SU CORAZÓN.
Si tenía algunos secretos, seguramente los
habría confiado a Su madre. Seguramente se habrían transparentado, en Su vida
privada, algunas cosas que los hombres no verían en público. Tal vez hubo algo
que no podía ser manifestado muy bien ante la mirada de los millones, que sería
percibido por José y por Su admiradora madre. Ella estaba tras bastidores;
tenía el beneficio de mirar dentro de Su propio corazón de la manera en que
nosotros no podemos hacerlo.
Bien, podría haber algo en eso, pero no creo que
haya mucho. Yo no sé si María sabía más que otros. Lo que sabía, hizo bien en
guardarlo en su corazón. Pero no parecería, por lo que leemos en los
evangelios, que hubiere sido una creyente más instruida que cualquier otro de
los discípulos de Cristo, y no tenemos ningún indicativo de que ella hubiere
logrado algunos extraordinarios avances en la instrucción espiritual que Su
Hijo impartió.
Pero es cierto que, sin importar lo que María
hubiere podido descubrir, ustedes y yo podemos descubrirlo ahora, no
naturalmente, sino espiritualmente. ¿Se sorprenden de que diga esto? Aquí
tenemos un texto que lo comprueba: “La comunión íntima de Jehová es con los que
le temen, y a ellos hará conocer su pacto”. Yo recuerdo también las palabras
del Maestro cuando dijo: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo
que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de
mi Padre, os las he dado a conocer”.
Es más, tan bienaventuradamente nos dice este
Divino Revelador de secretos lo que hay en Su corazón, que no se reserva nada
que sea de provecho para nosotros, y puede decirnos lo que dijo a Sus
discípulos: “Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho”. Cristo no oculta nada a
Sus elegidos. Entre el corazón de un verdadero santo y Cristo no hay ningún
secreto; nosotros derramamos nuestros corazones en Su corazón, y Él derrama a su
vez Su corazón en el nuestro. ¿Acaso no se manifiesta a nosotros, en estos
días, como no se manifiesta al mundo? Ustedes saben que lo hace y, por tanto,
no darán voces ignorantemente como lo hizo aquella mujer: “Bienaventurado el
vientre que te trajo”; antes bien, inteligentemente bendecirán a Dios porque,
habiendo oído y guardado la Palabra, ustedes tienen, ante todo, una comunión
tan verdadera con el Salvador como la tuvo la Virgen, y tienen, en segundo
lugar, una participación tan verdadera en los secretos de Su corazón como
podemos suponer que ella los tuvo.
III. Por otra parte, quizá un comentario más común
sea este: “hubiera deseado ser la madre de Cristo, para HABER PODIDO
ALIMENTARLE Y SUPLIR SUS NECESIDADES, cuidarlo en Su debilidad, ponerlo a
descansar, y oír los primeros balbuceos cuando comenzó a hablar. Oh, sería algo
importante poder decir, al llegar al cielo, que alimenté al Ser que es exaltado
ahora muy por encima de todos los principados y potestades, y que escuché el
llanto de Su infancia, y alivié Sus necesidades”.
Bien, eso sería algo; pero déjenme decirles que
pueden alcanzar eso, amados: cada hijo de Dios debería alcanzarlo. Cristo está todavía
en la tierra, no en cuanto a Su persona corporal, sino en términos de Su
persona mística; y todavía puedes alimentar a esa persona mística. Nosotros,
ministros de Dios, ¿acaso no somos padres nutricios de la Iglesia de Dios? Y
ustedes, cada uno de ustedes, en su esfera, al enseñar al ignorante, guiar al
descarriado y consolar a quienes están abatidos, oyen el llanto plañidero de un
Salvador sufriente, y están, con los pechos de su consolación, supliendo las
necesidades de Su todavía infante Iglesia.
Tal vez sea mejor, y mucho más noble, tener el
honor de nutrir el cuerpo místico de Cristo en lugar de cuidar Su estructura
corporal, porque hay un rango mucho más amplio en esto. El Salvador sólo
necesitaba un refrigerio, algún bocado y un trago de agua; pero ahora su vasto
cuerpo, extendido como está desde Japón hasta América, Su vasto cuerpo que se
encuentra presente, como es el caso, en cada parte de este mundo, Su vasto
cuerpo, encontrado en aquellos enfermos, en aquellos aquejados de pobreza,
requiere vastamente más y, por tanto, de tu riqueza puedes dar más, sí, puedes
ofrecer más de tu fortaleza para alimentarle y suplir Sus necesidades
espirituales. Entonces, cualquier honra que la Virgen hubiere tenido a este
respecto, puede ser alcanzada todavía por las vírgenes puras de Cristo si
atienden a Su Iglesia, y la ministran con la riqueza de su corazón.
“¡Jesús, el
más pobre de los pobres!
¡Varón de
dolores! ¡Hijo de aflicción!
Felices son
aquellos cuya abundante reserva
Sirvió para
Tu alivio.
Jesús, aunque
Tu cabeza está coronada,
Coronada con
la más excelsa majestad,
En Tus
miembros eres encontrado,
Sumido en la
más profunda pobreza.
* * * *
“Quienes
alimentan a Tus pobres y desfallecidos
Proveen un
banquete para TI MISMO;
Aquellos que
visten a los santos desnudos
Alrededor de
TUS lomos colocan esos vestidos”.
IV.
Podría ser muy posible que
otras personas lo hayan considerado de otra manera. Han dicho: “Bienaventurado
el vientre que te trajo, y los senos que mamaste; pues si nos hubiese
correspondido ser Su madre, entonces, creemos QUE ÉL ESTARÍA DISPUESTO A OÍR
NUESTRO CLAMOR, pues un hijo seguramente no puede resistir la oración de su
propia madre; y cuando una madre dice: ‘Hijo mío, ayúdame, yo soy pecadora; yo
creo en ti, ayúdame’; cuando clama a aquél a quien ha concebido, ‘Ayúdame,
quita mis pecados’, seguramente Jesús oiría, con un oído dispuesto, y diría:
‘madre, tus pecados te son perdonados’.
Pero,
amados, esto es únicamente nuestra imaginación, pues Cristo está tan dispuesto
a salvar a cualquier pecador en este lugar, como lo estuvo para salvar a Su
madre, pues es Su mayor deleite ver a un pecador, con lágrimas en sus ojos,
clamando: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Si yo tuviera el poder de
perdonarlos, creo que ustedes saben de qué buen grado lo haría. Oh, si yo
pudiera quebrantar sus corazones, los vendaría de nuevo; Dios sabe que no
dejaría pasar esta noche sin hacerlo; y, ¿piensan que mi Dios y Señor es menos
amoroso que yo? Ustedes sienten que si Él estuviera aquí esta noche y ustedes
fueran Su madre, que oiría con certeza su clamor y les respondería; pero
Jesucristo respondió -mirando a la multitud que se había congregado- a alguien
que le dijo: “He aquí tu madre y tus hermanos están afuera, y te quieren
hablar”, ¿qué le respondió? “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y
extendiendo Su mano hacia Sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis
hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre”. Y tú, si pones tu confianza en
el Señor Jesucristo, no estarás en una condición inferior a Su madre, es más,
¿por qué no decirlo?, incluso tendrías la preferencia. Cristo predicaba cuando
le dijeron: “Aquí está tu madre”. ¿Se detuvo acaso para atender primero a Su
madre? No, antes bien quiso alimentar primero a Sus discípulos, primero quiso
enseñarles; y así, pecador, no estarás en una condición inferior a la madre del
Salvador. Sólo clama a Él ahora. Oh, que el Espíritu Santo te enseñara tu
condición perdida, te revelara tu necesidad, y pusiera un clamor penitente en
tu boca; pues, cuando puedas clamar: “Jesús, apiádate de mí, y sálvame”, tú
puedes clamar a Él con la mayor confianza, pues:
“Él es capaz, Él está dispuesto,
No dudes más”.
No
necesitas buscar conmover Su corazón con muchos clamores; pues Su corazón ya
está conmovido. Él ama a los hijos de los hombres; Sus delicias están con
ellos. No podrías hacerle un mayor favor que dejándole que te salve. Sométete,
con todo tu vacío, a la plenitud de Su indecible compasión. ¿Acaso no tengo un
pensamiento aquí, sostenido ahora como un imán, que arrulle a algunos? ¿No hay
algún metal aquí que sea atraído por él? El amor de Cristo a Su pueblo, a los
pobres pecadores que le buscan, es tan grande como el amor que le hubiere
tenido a Su madre, e incluso mayor; pueden venir con determinación a Él, aunque
no hayan buscado Su rostro nunca antes.
V.
Además, soy del parecer que
algunos piensan que, si hubieran sido Su madre, HABRÍAN PODIDO VENIR A ÉL CON
MAYOR FACILIDAD.
“Es
fácil hablarle a alguien que conocemos. No tenemos ningún temor de declarar
nuestras carencias a uno que ha estado tan cerca de nosotros como Cristo lo
estuvo de Su madre”. Sin embargo, quisiera que recordaran que Cristo, como el
Hijo de Dios, no era el Hijo de María; Cristo, el Divino Salvador no estaba más
cerca de María de lo que está cercano a nosotros. El Cristo concebido en su
vientre o que mamó de sus pechos fue meramente el hombre Cristo; y, por tanto,
en Su divina persona se yergue tan por encima de ella como de nosotros. Y
entonces, aunque fue nacido de la sustancia de Su madre, fue de nuestra
sustancia también, pues es hueso de nuestros huesos, y carne de nuestra carne,
un hombre tal como somos nosotros. Si fuera un ángel, siendo de un tipo
diferente, podríamos tener miedo de venir a Él; pero Él es un hombre, tiene las
emociones de un hombre, el corazón de un hombre, la compasión de un hombre, el
amor de un hombre, y no tenemos que tener miedo de venir a Él. Aunque no
naciera de nosotros, Él es de nosotros; aunque no seamos Su madre, somos Sus hermanos.
Entonces, vayamos a Él con resolución.
Pecador,
tú tienes tanto derecho de venir como el que jamás tuvo María. Ella no tenía
nada excepto lo que la gracia le dio; tú tienes lo mismo. ¿Acaso Cristo echó
fuera jamás a algún pecador que viniera a Él? Es más, ¿rechazó jamás a alguno
que hubiere sido llevado ante Él? Hubo una mujer sorprendida en adulterio, y
ella no vino voluntariamente, sino que la llevaron a Él, pensando; “Seguramente
Cristo la condenará”. ¿Cuál fue el resultado? Después de echar fuera a todos
sus adversarios, le dijo a ella: “Vete, y no peques más”. Y lo mismo te diría a
ti si tus dudas y temores y miedos no te impidieran ir a Él. Cuando eche fuera
a un alma, entonces otras almas han de temer venir a Él; pero mientras mi
bendito Señor esté con los brazos abiertos, y reciba al más protervo, y al más
vil y al más pobre para ministrarle Su amor, te ruego que no te quedes atrás
por vergüenza o miedo. Tanto como si fueras Su madre, y Él tu hijo, ven a Él,
pues te invita a venir, diciendo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y
cargados, y yo os haré descansar”. Con ojos llenos de lágrimas, les implora que
vengan a Él; y si no vienen, alivia Su corazón exclamando: “¡Cuántas veces
quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y
no quisiste!”
VI.
Quizá si reflexionan sobre
esto, verán muchas cosas más que son hermosas. Estoy seguro de que no hay
tópico más consolador que el que mi texto contiene. LA PROPIA BENDICIÓN QUE
PERTENECIÓ A LA VIRGEN MADRE DE JESÚS, PERTENECE A CADA ALMA QUE OYE LA PALABRA
DE DIOS, Y LA GUARDA.
Ahora
la oyen. ¿La oyen con sus oídos interiores, con los oídos de su corazón; y
cuando la oyen, la guardan en su memoria? ¿La guardan en su fe? ¿Procuran
guardarla en su obediencia? Y, ¿están dando testimonio cotidianamente de su
verdad? Si fuera así, estas bendiciones son suyas; y permítanme decirle a
cualquier pecador temeroso, despierto, convicto, que todas estas bendiciones
podrían ser suyo si oyera la Palabra de Dios, y la guardara esta noche. Aquí
tenemos una o dos palabras de Dios que quiero que guarden: “Venid luego, dice
Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la
nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como
blanca lana”. ¿No quieres venir y estar a cuenta con Dios, y discutir este
asunto? Has oído la Palabra. Te ruego que la guardes, esto es, que la
obedezcas.
Aquí
hay otro mensaje de la Palabra: “Palabra fiel y digna de ser recibida por
todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”. Has oído
eso: guárdalo, cree que, aunque eres un pecador, Él vino para salvarte; apóyate
en eso, confía en eso. Aquí hay otro mensaje; te ruego que al momento de oírlo,
lo guardes: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Lo has oído; ahora
guárdalo. Creer es confiar; confía en Cristo ahora; le pido a Dios que te
constriña a hacerlo antes de que salgas por esas puertas. Póstrate, rostro en
tierra, sobre la promesa de Cristo; ¡en cuanto a tu propia justicia, arrójala a
los perros! Ninguna oración, ninguna lágrima, ningún voto, ningún suspiro que
sean tuyos pueden hacer nada en este asunto. Confía en Jesucristo ahora;
entonces, si has oído esa Palabra, y la has guardado, prosigue tu camino, y
deja que Satanás diga lo que quiera, y que la carne haga el ruido que le
plazca; Cristo te ha bendecido y eres bienaventurado; Él te ha dicho aunque
seas pecador: “Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan”.
¡Cuando ustedes y yo lleguemos al cielo, vamos a encontrar que es así! Hemos de
gloriarnos en eso, y hemos de cantar un cántico tan sonoro como lo hizo María,
cuando dijo: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi
Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva”, pues todas las generaciones
pueden decirle bienaventurado a aquel que buscó y encontró al Salvador. Oh,
amados, incluso en el cielo ese cántico de María será un dulce canto para todos
nosotros. Hemos de comenzar a cantarlo aquí, y para Cristo sea la alabanza.
Amén.
Traductor:
Allan Román
19/Noviembre/2009
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