El Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano
Arar en una Peña
NO. 2977
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 12 DE SEPTIEMBRE, 1875
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y PUBLICADO EL JUEVES 1 DE MARZO DE 1906.
“¿Correrán los caballos por las peñas?
¿Ararán en ellas con bueyes?”
Amós 6: 12
Estas dos preguntas, evidentemente, son expresiones
proverbiales orientales. Los proverbios han sido usados siempre por los hombres
más sabios. Salomón, no solamente compuso y escribió una gran cantidad de
ellos, sino que compiló una considerable colección de proverbios compuestos por
otros. Nosotros encontramos en los escritos de tales pensadores notables como
Sócrates, Plinio, y Aristóteles, una abundancia de breves y medulosas sentencias,
muchas de las cuales podrían ser usadas como proverbios. Los proverbios
contienen una gran fuerza porque son sabiduría condensada. Generalmente son
sumamente convincentes; es casi imposible poder refutarlos o disputarlos alguna
vez. Los proverbios son portadores de la verdad igual que una flecha es a
menudo portadora de la muerte para la persona a la que va dirigida, pues los
proverbios impactan, se clavan, penetran
y hieren.
Nuestro Señor Jesús hizo uso de los
proverbios con mucha frecuencia, y no fue el único en hacerlo. Los profetas de
antaño los empleaban constantemente; y aquí, en nuestro texto, vemos que Amós,
-quien, por su ocupación como un boyero y recolector de higos silvestres,
probablemente estaba más familiarizado con su uso que otros profetas- junta dos
proverbios que eran usados comúnmente para expresar que los hombres, por regla
general, no continúan laborando en vano ni gastan su fortaleza de balde.
Los sabios no envían sus caballos a
correr por las peñas; y tampoco mandan sus bueyes a arar allí donde toda su
faena sería desperdiciada: “¿Correrán los caballos por las peñas? ¿Ararán en ellas con bueyes?” La respuesta implícita
es, “ciertamente no”, y quiere decir que, si algo no puede hacerse, o no vale
la pena que se haga aunque pudiera hacerse, será conveniente que no intentemos
hacerlo. Nuestro texto puede tener dos implicaciones: una, en cuanto a los hombres, y, otra, en cuanto a Dios.
I. Primero, CON RELACIÓN A LOS HOMBRES. Usualmente
los hombres no son tan insensatos como para tratar de arar en la peña; sin
embargo, algunos son tan necios como eso en los asuntos espirituales y morales.
Quiero darles tres o cuatro ilustraciones
de este hecho. La primera es que muchas
personas han tratado de encontrar el camino de la seguridad y del placer en la
senda del pecado. Mucha gente ha buscado enriquecerse por medio de la
injusticia; posiblemente hayan tenido éxito hasta cierto punto, pero, como
regla general, es bastante notorio que las riquezas mal habidas son
generalmente mal gastadas, y traen una maldición sobre sus poseedores. Algunos
han pensado que, si se entregaran a sus pasiones, tendrían un gran goce. Aunque
sus padres les advirtieron que tal pecado sería igual a la autodestrucción, y
tornaría su vida entera en algo triste, no creyeron que así sería, y han
intentado arar esta dura peña del pecado y de encontrar un placer duradero en
ella.
Hay cientos y miles de hombres que están
siguiendo la senda que no es buena, y ellos saben que no es buena, y, sin
embargo, continúan insensatamente en ella, porque la conciben como la senda del
placer, y tampoco pueden sacar de su mente esa falsa noción, hagan lo que
hagan. Por el contrario, te dan la espalda y te tildan de “puritano”porque
objetas su estilo de vida. Posiblemente te insulten y te llamen hipócrita
porque les señalas los males de la senda por donde caminan. Sin embargo, si
pensaran seriamente, percibirían que la senda del pecado no puede conducir a la
felicidad. Es absolutamente inconcebible que Dios, que hizo el universo entero,
hubiere dispuesto que la estación terminal del pecado fuera el cielo, o que
hubiera determinado que la senda del mal condujera al gozo y la paz. El Juez de
toda la tierra no habría podido otorgar un premio a la maldad; a largo plazo,
se demostrará que el pecado acarrea aflicción, y que el sendero del bien es el
sendero de la paz.
Sin embargo, muchas personas no quieren
ver que así deba ser, y continúan, incluso hasta el amargo final de su vida,
arando en esa peña, quebrando el arado, agotando a los bueyes, y muriendo una
muerte de miserable desilusión, la cual no habrían tenido que soportar jamás, si
no hubiesen sido necios redomados, pues no habrían intentado nunca una tarea
tan desesperada como esa, de tratar de encontrar algún placer verdadero en las
sendas del pecado. Vivir en pecado y esperar recibir felicidad al hacerlo, es
igual que sembrar sal en el océano, y esperar segar del mar una cosecha de
gavillas de oro; es igual que esparcir tizones y esperar recoger de ellos los
arroyos refrescantes que fluyen del manantial. ¡Oh hijos de los hombres, pongan
un alto a ese acto de locura que será siempre arar en esta peña!
Otros están intentando otra tarea
igualmente absurda. Están esperando
encontrar un gozo real en ocupaciones que son laudables en sí mismas, pero que
son enteramente de este mundo. ¿Leyeron alguna vez el libro “El Espejismo
de la Vida”? Es un libro que, en verdad, vale la pena que todos lo lean. El
autor presenta, en un conjunto de cuadros, la vida del hombre de placer, la
vida del cortesano, la vida del filósofo, la vida del estadista, la vida del
guerrero, y así sucesivamente. Se trata de una selección objetiva de hechos
tomados de las vidas de tales hombres, con el objeto de mostrar que, aunque
cada uno de ellos fue eminente en su propia línea de cosas, y aparentemente fue
exitoso en esa línea, sin embargo, todos ellos fallaron en encontrar la joya
preciosa de una sólida satisfacción. La mayoría de ellos vivió en una suerte de
fastidio perpetuo, y cuando, por fin, murieron, y sus ojos fueron abiertos,
descubrieron que sus hermosos sueños, todos ellos, se habían desvanecido, y cuando
contemplaron la realidad, era en verdad funesta.
Ha habido hombres, -tal vez algunos de
ustedes los hayan conocido- que han tenido más riquezas de las que ustedes y yo
podríamos calcular; sin embargo, se consideraban pobres, y lo eran en verdad,
pues eran incapaces de gozar de las riquezas que habían amasado.
Ha habido hombres que han sido coronados
de laurel, y que han recibido todo tipo de honores que fueron acumulados sobre
ellos; sin embargo, cuando algún amigo les ha deseado un feliz año nuevo, han
respondido: “entonces tendría que ser un año muy diferente de cualquier año que
hubiéremos experimentado jamás.”
Las cumbres del mundo, a semejanza de las
cimas de las montañas, son inertes y llenas de gélidos peligros, y son frías
por el descontento. Muchos intentan escalarlas, y unos cuantos llegan a la
cumbre, pero otros perecen en las profundas hendeduras. Sin embargo, quienes alcanzan
la cima envidian con frecuencia a quienes se encuentran en el valle, y los que
están en el valle envidian a quienes se encuentran en la cumbre, pues, debajo
de esa luna, no puede encontrarse contentamiento en las cosas terrenales, ya
sea en la cabaña del campesino o en el palacio del monarca. El hombre, cuyo
brazo no es lo suficientemente largo para asir lo que se encuentra en la región
que está más allá de las estrellas, tendrá que vivir y morir sin alcanzar la
satisfacción perfecta.
Hombre, no es aquí abajo que Dios ha
colocado aquello que necesitas. El sustento para tu alma ha de venir del cielo.
Lo que puede satisfacer tu espíritu inmortal ha de ser divino, igual que el
Creador que te hizo. Sólo Dios puede satisfacer los anhelos de tu alma. Cesa,
entonces, de trabajar duro, y de esforzarte, y
desgastarte, y resoplar, y de perder tu tiempo y fortaleza buscando la
felicidad en estas burbujas de la tierra. “Buscad primeramente el reino de Dios
y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”, en la medida que las
necesiten; pero en cuanto a buscarlas, no ares más en esa peña, pues no te
producirá ningún retorno a pesar de todo tu ardua faena.
Hombres de otro tipo están satisfechos
porque las cosas de este mundo no son suficientes para volver a un individuo perfectamente
feliz, así que tienen pensamientos
religiosos de una cierta forma. Creen que son muy buenos, y hasta
excelentes, y tienen la intención de hacerse todavía mejores, y así conseguir
una perfecta paz sintiendo que son lo que deben ser, y que han hecho lo que debían
hacer.
Yo recuerdo cuando araba en esa dura
peña, y albergaba la esperanza de obtener una cosecha muy especial allí; pero
me desperté una mañana para descubrir que la peña no produciría ni siquiera el
musgo o el liquen del consuelo para mí; no había nada en su superficie que
pudiera traerme algún contentamiento. La justicia propia es una gran patraña.
El hombre que obtiene el mayor consuelo de ella, simplemente obtiene ese
consuelo porque es un ignorante; si se conociera a sí mismo y conociera la ley
de Dios, y conociera las demandas de la inflexible justicia, arrojaría su
justicia propia en el muladar más cercano, que se ve como hermoso lino, pero
que realmente, a los ojos de Dios, no es otra cosa sino trapos de inmundicia.
Oh, señores, ustedes no pueden encontrar
su camino al cielo por sus propias obras, pues el único camino al cielo por
medio de las obras es guardar perfectamente la ley de Dios, y ustedes ya han
quebrantado esa ley. Ustedes deben presentar en las puertas de la gloria este
jarrón sin par, entero y sin tacha, si quieren ser salvados por obras, pero ya
lo han quebrado en mil pedazos. ¿Cómo podrían esperar restablecerlo? Eso es
imposible; la esperanza de salvación mediante una vida perfecta ha cesado, y
cada uno de ustedes ha de sentir que su vida ya ha sido imperfecta.
Algunos
esperan alcanzar la perfecta paz por el camino de las ceremonias. Mucha gente nos
dice que estamos viviendo en una época muy ilustrada, pero yo estoy inclinado a
pensar que Carlile estaba inusualmente cerca del blanco cuando dijo que “el
Reino Unido cuenta con alrededor de treinta millones de personas, mayormente necios”, pues, en efecto,
pareciera como si la gente, en estos días, fuera en gran medida necia.
Por ejemplo, un hombre dice que si venimos
y le confesamos nuestros pecados, él puede perdonarnos en el nombre de Dios; y
que puede, al rociar unas cuantas gotas de agua sobre un niño, y farfullar
ciertas palabras, transformar a un heredero de la ira en un heredero del cielo;
y que, si nos aproximamos a lo que él llama ‘un altar’, él nos dará el propio
cuerpo y la sangre de Cristo para que lo comamos y la bebamos.
Bien, cuando yo era joven, pensaba que
cualquiera que hablara de esa manera, debería ser tratado como los gitanos, que
eran metidos en prisión por recibir monedas de plata de sirvientes necios y por
pretender que les dirían su suerte; y, en años posteriores, me ha sorprendido algunas
veces que no se hubiere puesto en vigor una ley contra estos caballeros; pues,
ciertamente, la impostura que buscan vendernos con engaño es mucho más terrible
que aquella de los gitanos que adivinaban la suerte. El así llamado “sacerdote”
no tiene ningún poder para perdonar pecados, o para cambiar la naturaleza del
bebé que rocía, o para ofrecer el sacrificio de la misa. No hay nada más en él
de lo que hay en cualquier otra persona; y aunque hable tan alto como pueda,
sus pretensiones son completamente vanas e inútiles. Si confías en él, el
resultado para ti será el mismo que ha sido para decenas de miles de personas
antes de ti, pues descubrirás que todas las ceremonias que los hombres han
inventado, sí, y todos los ritos que el propio Dios ha dado, no pueden traer
salud a un alma enferma, o acallar el tumulto de una conciencia despierta, o
conducir al alma a un estado de reconciliación consciente con el Altísimo.
Oh, señores, ustedes pueden ser rociados,
y confirmados, y sumergidos, y pueden ir a la mesa de la comunión, y no sé
cuántas cosas más; sí, podrían viajar a lo largo de siete mil leguas de ceremonialismo,
pero estarán exactamente tan inquietos al final, como lo estaban al comienzo.
Ese no es el camino de la paz, ni Dios hará que lo sea. Es arar en una peña, y
no hay ninguna posibilidad de que provenga algún fruto de allí.
Algunos están intentando la igualmente
imposible tarea de ser salvados por
Jesucristo cuando se hubieren preparado para Él. En otras palabras, hablan
acerca de ser salvados por Cristo; pero, en lo íntimo de su corazón, no creen
que Cristo pueda salvarlos antes de que hubieren alcanzado un estándar de
excelencia. Ahora, nosotros sabemos por las Escrituras que Jesucristo vino al
mundo para salvar a Su pueblo de sus pecados, y lo hará de principio a fin o no
lo hará en absoluto. Él será el Alfa y la Omega, la A y la Z del alfabeto de la
salvación, o de lo contrario no tendrá nada que ver con ello; sin embargo,
miles de oyentes del Evangelio están diciendo constantemente: “nosotros
creeremos en Jesús cuando sintamos más nuestros pecados, cuando sintamos más
arrepentimiento; cuando hayamos hecho esto y sentido aquello y experimentado lo
otro”.
Ah, señores, este plan de introducir a
Cristo al final de la obra, después de que hubieren completado su primera parte
por cuenta propia, es un error sumamente necio, y es también un error fatal. Es
como poner a los bueyes a que aren una peña. Permítanme preguntarles: ¿Son
ustedes algo mejores de lo que solían ser? Ustedes han estado intentando
prepararse para Cristo, durante un largo tiempo. ¿Están de alguna manera más
preparados de lo que estaban al principio? ¿Acaso nunca les ha parecido que las
líneas de Hart son verdaderas?
“Si te
esperas hasta que seas mejor,
Nunca vendrás
en absoluto.”
De esta manera les he mostrado cómo puede
ser aplicado el texto en relación a los hombres.
II. Ahora, en segundo lugar, quiero
mostrarles cómo pueden ser aplicados estos proverbios CON RELACIÓN A DIOS:
“¿Correrán los caballos por las peñas? ¿Ararán en ellas con bueyes?”
Dios no siempre continúa haciendo aquello
que, después de un cierto período, resulta ser infructífero. Queridos amigos,
hay algunos de ustedes (y pido a Dios que nos conceda que no quede nadie entre
ustedes para quien esto siga siendo válido), pero en el presente es cierto que hay algunos de ustedes para quienes el
Evangelio ha venido en vano. Hasta este momento, en lo que respecta a
ustedes, el arado del Evangelio sólo ha recorrido una peña; la verdad que ha
sido predicada a sus oídos no ha entrado en su corazón.
¡Oh, cuántos vienen y nos escuchan
predicar solamente para poder compararnos con otros predicadores! Hacen una
cierta crítica de nuestros modos, y de nuestros gestos, y de los temas sobre
los que predicamos. Desconocemos qué dicen, y no nos importa lo que digan; pero
el punto que realmente nos concierne es que no logramos que el arado del
Evangelio penetre en ellos, no podemos hacerles sentir, y arrepentirse, y
creer.
Un gran maestro del arte de la
predicación dijo una vez, cuando su congregación le felicitó por haber
predicado un excelente discurso: “he aquí otro sermón desperdiciado.” No quería
que sus oyentes alabaran su discurso, sino que quería que sintieran el poder de
la verdad que les había predicado, e igual cosa queremos nosotros. Pero hay
algunos oyentes en quienes no sabemos cómo hacer penetrar la verdad. Podemos
expresarla, primero de una manera, y luego de otra; algunas veces lo hacemos
patéticamente; y, otras veces, podemos hacer uso de un poco de humor; podemos
denunciar o atraer; pero nos encontramos igualmente anulados de cualquier
manera que intentemos alcanzarlos. No podemos insertar el arado allí donde
queremos que penetre; y si alguna vez pareciera causar una pequeña impresión,
sólo produce un ligero rasguño superficial. Algunos de ustedes han
experimentado una buena cantidad de esos rasguños. Han pensado: “cuando salga
de este lugar, iré a casa y oraré”, pero no han hecho eso; o, si han orado, su
seriedad se ha desvanecido pronto, y la impresión causada en ustedes durante el
servicio se ha extinguido en esa oración.
Y lo peor de todo es que, en algunos, el trato de Dios con ustedes en la
predicación del Evangelio, ha desarrollado la dureza de sus corazones. Ha
hecho que otros se den cuenta de cuán duros son, y, es verdad decirlo, los ha
endurecido realmente. Arar no endurece las peñas, pero la predicación sí endurece
a los pecadores, cuando el Evangelio no alcanza sus corazones; y, de todos los
hombres de corazones endurecidos, los más empedernidos son aquellos que han
sido endurecidos al fuego del Evangelio. Si quieren encontrar un corazón que
sea tan duro como el acero, tienen que buscar uno que haya pasado a través del
horno del amor divino, y haya sido hecho consciente de la redención que es en
Cristo Jesús, pero que ha rechazado la verdad que le ha sido dada a conocer.
Este endurecimiento del corazón no es
culpa de las rejas de los arados que han sido utilizados; y, con algunos de ustedes, Dios ha usado una
gran cantidad de rejas de arado. Hay un hombre aquí, que solía ser arado
por Dios cuando era un niño, y las rejas de los arados que empleó en aquel entonces,
fueron las lágrimas de su madre. No puede olvidarlas; incluso ahora, cuando las
traigo a su memoria, siente como si no pudiera evitar llorar igual que lo hacía
cuando era un niño.
¡Ah, amigo mío, esa madre tuya está en el
cielo ahora; pero, si pudiera mirar hacia abajo, a su hijo, y pudiera derramar
lágrimas en el cielo, cuántos motivos tendría de llorar por ti! Ella oraba por
ti cuando anidabas en su pecho, y te llevó a la casa de Dios desde tus días más
tempranos. Puedes recordar su especial mirada cuando solía hablarte de Jesús
cuando eras un niño muy pequeño, y tal vez recuerdes su petición de moribunda
de que la siguieras al cielo; pero esa reja de arado –una de las mejores que
Dios ha dado- no ha penetrado hasta este momento en tu corazón de piedra, y
permaneces siendo tan duro como siempre lo fuiste.
Desde aquel tiempo, Dios te ha probado
con las rejas del arado de la enfermedad en tu persona. No siempre has sido el
hombre tan robusto que ahora eres. Hubo un tiempo en el que permanecías muy
cerca de las puertas de la muerte, y temblabas ante la perspectiva que tenías
por delante. ¿Recuerdas cuando la fiebre se apoderó de ti, o cuando pensaste
que el cólera te había reclamado como su víctima? Temblaste entonces, e hiciste
muchos votos, que finalmente resultaron ser mentiras; y tú hiciste una
profesión de arrepentimiento, pero era una mera profesión; y aunque pareció,
sólo por un breve tiempo, que fuiste tocado, y quienes te rodeaban y habían
orado por ti, tenían la esperanza de que al fin la reja del arado hubiera
penetrado en ti, descubrieron que te levantaste del lecho de la enfermedad
siendo peor de lo que antes eras.
Desde entonces Dios ha usado otra filosa
reja de arado en ti: la conversión de algunos seres queridos que son muy allegados
a ti. No estuviste satisfecho para nada cuando tu esposa regresó a casa siendo
una mujer convertida, y no pudiste evitar sentir esa insatisfacción; y cuando
tu hermana te escribió para contarte que se regocijaba en Cristo como su
Salvador, no pudiste derramar el ridículo contra la carta, y, conforme la
leías, hizo brotar lágrimas de tus ojos. Rápidamente las limpiaste, y dijiste
que no eras tan necio como para preocuparte acerca de un asunto tan absurdo, y,
sin embargo, no te resultó fácil olvidar la emoción que la noticia te provocó.
Posiblemente tu propio retoño amado, a quien quieres mucho, ha hecho una
profesión de fe en el Señor Jesucristo, y, sin embargo, tú no sabes nada, en la
práctica, acerca de una fe como esa. Esta es una reja de arado muy filosa, y
nadie puede pensar con ligereza acerca de ella, excepto quienes no están
conscientes de su operación. Tener parientes y amigos convertidos, y que tú
mismo quedes fuera del círculo feliz de bendición, debería conducirte a pensar
seriamente sobre este asunto.
Otra reja de arado ha atravesado tu rocoso
corazón debido al hecho que algunos de tus viejos compañeros están muertos. Uno
fue enterrado esta semana, ¿no es cierto? Solías beber y fumar con él, pero ya
no habrá más pipas ni cerveza para ustedes dos, el domingo por la noche. Tú
sabes muy bien que murió sin el temor de Dios en su corazón, y también sabes
que estás viviendo en la misma triste y peligrosa condición. Te causó un seria
impresión cuando alguien te dijo: “tu amigo Tomás está muerto.” También has
visto que varios de tus amigos de negocios han muerto. Estaba el caso de aquel
empleado que estaba en la oficina contigo hace poco tiempo; ya se fue; y tú
fuiste llamado para ocupar su lugar. La muerte ha llegado repetidas veces
terriblemente cerca de ti. Has sido como un soldado en el campo de batalla, que
vio segadas las filas a sus flancos, aunque ha seguido viviendo. El arado de Dios
ha estado trabajando en ti; ha estado tratando de tocar tu endurecido corazón,
mediante estos impactantes tratos providenciales, sin que ceda todavía.
¿Piensas que Dios tiene la intención de continuar arándote en vano? Si piensas
eso, estás sorprendentemente equivocado, pues los bueyes no van a arar siempre
sobre esa peña; y cuando se dé la coyuntura de que ni el amor pueda derretirte,
ni los terrores puedan someterte, Dios dirá: “Efraín es dado a ídolos; déjalo”;
y cuando Dios diga eso, tu condenación será sellada. ¡Que Dios nos conceda que
no tenga nunca que decir eso en relación a ninguno de los que componen mi audiencia!
De esta manera les he mostrado que han sido como un trozo de roca de granito,
incólumes ante todas las diferentes rejas de arado que han sido probadas en
ustedes.
Hay otro pensamiento que no han de
olvidar, y es que han cansado los
trabajadores. Siento piedad por los pobres bueyes que tienen que arar la
peña; persisten en trabajar con perseverancia pero toda su ardua faena es
desperdiciada. La labor más ardua es la que no produce resultados.
Recuerdo haber visitado una prisión
militar, en donde castigan a los hombres haciéndolos transportar balas de cañón
de un extremo del patio al otro, y luego las regresan otra vez. Una práctica
muy absurda. El sargento que me acompañaba me dijo: “cuando les permitíamos
llevar las balas desde este extremo del patio para que formaran una pirámide al
otro extremo, había algo de diversión en la tarea, así que se estableció la
regla de que el preso tiene llevar la bala desde este extremo del patio, y debe
traerla de regreso otra vez, y su tarea parece ser tan completamente
infructífera que se torna en un doble castigo para él”.
Es, en verdad, una gran prueba que un hombre
tenga que trabajar por nada y sentir que todo lo que está haciendo sea en vano.
Hay algunos entre nosotros que hemos tenido que ver con ustedes, personas
inconversas, y algunas veces hemos sentido que hemos sido usados muy duramente,
que somos como bueyes que tenemos que arar peñas tan duras como son ustedes.
La primera parte de mi texto dice:
“¿Correrán los caballos por las peñas?” Recuerdo haber pasado sobre un lugar
liso y rocoso en los Alpes, que es llamado ‘el lugar del infierno’, porque es
muy resbaloso. Bien, no se podría esperar que los caballos corriesen sobre
rocas como aquellas, y no es sorprendente que algunas veces trompiquen; y si el
predicador trompica ocasionalmente, no ha de sorprendernos, ya que tiene que
recorrer peñas como esas.
George Herbert afirma que los pecados de
los oyentes hacen que el predicador tropiece algunas veces, y así es. A menudo
hay en el oyente algo que hace que el predicador hable mal. Recuerdo haber
estado suplicando aquí una noche con toda mi alma, y haber dicho: “si algunos
de los que me están escuchando, no tienen la intención de aceptar a Cristo como
su Salvador, no han de seguir sentados en este lugar, ni han de oír el
Evangelio, sino deben irse, y permitir que quienes lo acepten, ocupen sus
lugares.” No creí que alguno de mis oyentes me tomaría la palabra; pero hubo
uno, por quien nunca he cesado de lamentar, y por quien todavía oro, que dice
que nunca regresará aquí, pues es uno de aquellos que no recibirá nunca a
Cristo; y, aunque le gustaría oírme predicar todavía, no ocupará nunca el lugar
de otra persona. Fue un error de parte mía decir lo que dije, pero no pienso
que me habría tropezado de esa manera si la peña no hubiera sido tan dura y
lisa.
Es muy difícil que un caballo tenga que
correr sobre una peña como esa, y es difícil que los bueyes se mantengan arando
allí. Yo he estado arando de esta manera en algunos de ustedes por más de
veinte años y no he logrado nada. Gracias a Dios, no hay muchos de su tipo,
aunque queda todavía un remanente de los antiguos asistentes a la Capilla de
Park Street, que “por poco fueron persuadidos” entonces, y “por poco son
persuadidos” todavía; y yo “por poco soy persuadido” de que nunca podré
hacerles algún bien. Me parece que no hay nada que pueda decir que alcance
jamás sus corazones, o de lo contrario, seguramente, ya los habría alcanzado
anteriormente. Me alegro siempre que oigo que algún otro predicador les atrae,
y que lo están escuchando con interés, pues, siempre y cuando sean salvos, no
me preocupa cómo se lleve a cabo. Aun así, es duro para nosotros tener que
predicarles a algunos de ustedes durante veinte años y hacer ese trabajo en
vano. Si alguien me enseñara cómo predicar mejor, gustosamente iría a la
escuela de nuevo, para aprender cómo alcanzar algunos de sus corazones. Si me
enseñaran a predicar en un estilo tan corriente que me hiciera perder mi
reputación, pero que fuera de bendición para salvación de sus almas,
gustosamente lanzaría mi reputación a los vientos; o, si pudiera aprender el
arte de la oratoria, iría y me sentaría a los pies de Cicerón o Demóstenes, si
sólo pudiera alcanzar sus corazones superfinos, que necesitan unas preciosas
palabras antes de ser tocados. Pero me temo que el destino de los bueyes es
continuar arando, y arando, y arando, y agotarse por la ardua labor y, sin
embargo, no ver ningún resultado en absoluto.
Otra cosa que quiero que recuerden,
-ustedes, que siguen siendo inconversos a pesar de todo este esfuerzo- es que, si la misma ardua labor que ha sido
desperdiciada en ustedes, hubiere sido usada en alguna otra parte, habría sido
provechosa. Cristo dijo una cosa muy sorprendente en relación a Betsaida y
Corazín, que no entiendo plenamente, pero que creo absolutamente: “Si en Tiro y
en Sidón se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en vosotras, tiempo
ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza.” Es algo muy
extraordinario que Dios envíe el Evangelio a personas que no obtienen ningún
bien de él, y que no lo envíe a gente que recibiría un bien de él. Hay gente,
posiblemente incluso aquí en Londres, y ciertamente en otras partes de la
tierra, que habría sido convertida si hubiera escuchado el Evangelio tanto como
ustedes lo han hecho; sin embargo, ustedes lo han escuchado y no han sido
convertidos. Ese mismo esfuerzo de cavar alrededor y de abonar, que hubiera
hecho que otros árboles produjeran mucho fruto, ha sido usado en vano en
ustedes, pues no han producido ningún fruto; y han estado allí, y han ocupado
un pedazo de tierra, que hubiera podido ser ocupado por un árbol mejor. Ustedes
han inutilizado la tierra y, ¿creen que Dios les permitirá hacer eso siempre?
Ustedes, que viven en el campo y tienen un gran huerto, ¿tienen un árbol que no
haya dado ningún fruto durante muchos años? Estoy seguro de que si así fuera, tendrían
la intención de cortarlo en breve; y Dios tiene el propósito de cortar a
algunos de ustedes, y antes de que pase mucho tiempo, podría hacerlo. Tiemblo
incluso cuando les hablo así, pues yo pudiera ser un profeta anunciando
anticipadamente la destrucción de sus almas. ¡Que Dios, en Su infinita
misericordia, nos conceda que se arrepientan antes de que el hacha del juicio
caiga sobre ustedes!
Cualquier hombre en sus cinco sentidos,
una vez que descubre que la roca no se quebrará, renuncia a ararla. El antiguo
proverbio pregunta: “¿Arará alguien con bueyes allí?” y Dios, aunque es infinitamente misericordioso, es
igualmente sabio, y si algún corazón permanece todavía endurecido a pesar del
uso de instrumentos que son bendecidos en otras partes, podría decir
justamente: “he acabado con él; lo entrego a su natural condición peñascosa, y continuará
siendo así para siempre.” Ese es el final del asunto, y se trata de un terrible
final; no sé nada más que pudiera agregar al respecto. He predicado el
Evangelio miles de veces, y no tengo otra cosa que predicar, sino el Evangelio;
pero esta gente no quiere aceptarlo, así que, ¿qué más podría decirles?
El otro día vino a verme un hombre, y me
pidió que orara por él. Él es uno a quien le he explicado el Evangelio muchas
veces, y después de haberlo hecho una vez más, me pidió: “¿señor, puede orar
por mí?” Yo le respondí: “no, no lo haré”. Él me preguntó: “¿por qué no?”. Yo
repliqué: “¿quieres que le pida a Dios que te salve aparte del Evangelio? Te he
predicado el Evangelio repetidamente; ¿lo aceptarás? Si no lo aceptas, no le
pediré a Dios que te salve; ¿cómo podría hacerlo? No puedes esperar que Él te
salve si no quieres aceptar el Evangelio. Si lo aceptas, eso te salvará. Si no
quieres aceptarlo, estás perdido, y de nada sirve que ore por ti.”
Allí tuve que dejar el asunto en cuanto a
ese hombre, pero permítanme decir esto a la gente de Dios: ustedes ven que nosotros no podemos hacer nada con esta
peña. Los bueyes están sumamente cansados por su inútil labor, así que oremos a
Dios para que convierta esa peña en un terreno propicio. Requiere que se obre
un milagro, y únicamente Dios puede obrarlo. Unamos nuestras oraciones y
clamemos a Dios: ¡oh Señor, tu cambiaste nuestros corazones de piedra y los
volviste terreno propicio, donde la buena semilla puede penetrar, y germinar y
crecer; cambia estas peñas, te suplicamos! Aquí tenemos un motivo para nuestras
reuniones de oración, y para nuestra intercesión privada. No podemos hacer nada
con estos corazones de piedra; así que volvámonos a Dios, que puede hacerlo
todo. Luego puedo agregar que, si le piden a Dios que cambie estos corazones de
piedra, yo proseguiré predicándoles. El buey cansado seguirá arando de nuevo,
aunque la labor que ha encontrado durante más de veinte años haya sido muy
dura. Si le piden a Dios que haga desmenuzable la roca, y la rompa, yo la araré
otra vez, y no me sorprendería que la reja del arado se hunda por fin en
algunos pedazos, para que todavía haya una cosecha de oro para la honra y
gloria de Dios.
Déjenme poner el arado un minuto más. El
mejor arado que conozco para quebrar las peñas, es el que me quebrantó. Si no
eso no puede hacerlo, no conozco ningún otro que lo haga. Cuando Cristo murió
en la cruz, entre otras cosas maravillosas que ocurrieron, leemos que “las
rocas se partieron y se abrieron los sepulcros.” ¡Ah, fue un Cristo agonizante
el que partió las rocas! Pecador, escucha una vez más esto:
“La vieja,
vieja historia
De Jesús y de
Su amor.”
Tú has agraviado y ofendido a tu Dios, y
tu Dios es justo, y ha de castigarte por tu maldad; pero, para no castigarte,
ha asumido tu naturaleza, y ha venido a este mundo para sufrir en el lugar del
pecador, y soportar en Su propio cuerpo en el madero lo que correspondía al
pecado. Por puro amor hacia quienes eran sus enemigos, por amor a esos
corazones que son tan duros que no quieren amarle, por amor a quienes tal vez
le han rechazado y despreciado durante cincuenta años, por amor, por causa del
puro amor, murió en el madero, “el Justo por los injustos, para llevarnos a
Dios.” Y ahora, si tú confías en Él, recibirás de inmediato el perdón de todos
tus pecados. Si confías en Él, serás:
“Estrechado
en el pecho del grandioso Padre,
De una vez
por todas un hijo que ha profesado.”
Serás limpiado en un instante, y aceptado
y salvado para siempre, si confías en el Redentor encarnado, moribundo,
resucitado y glorificado. ¡Que Dios nos conceda que este arado de la cruz te
toque a ti! La ley y los terrores, lo sé demasiado bien, no afectan a algunos
hombres; pero el amor todopoderoso, ¿no afectará a los hombres? Que Dios nos
conceda que así sea, y a Él sea toda la gloria por siempre y para siempre.
Amén.
Traductor: Allan Román
1/Noviembre/2012
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