El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Jesús en
Getsemaní
NO.
2767
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y LEÍDO TAMBIÉN ALLÍ MISMO EL 23 DE FEBRERO DE
1902.
“Habiendo
dicho Jesús estas cosas, salió con sus discípulos al otro lado del torrente de
Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró con sus discípulos. Y también
Judas, el que le entregaba, conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se
había reunido allí con sus discípulos”. Juan 18: 1, 2.
Yo recuerdo haber leído
en alguna parte, aunque en este momento no puedo recordar la fuente, que
Betania –uno habría pensado que el Salvador iría a ese lugar para pasar la
noche, en casa de María y de su hermana Marta- estaba del lado más alejado del
Monte de los Olivos, y estaba fuera de los límites de la ciudad de Jerusalén.
Ahora bien, en la pascua, era obligatorio que todos los que guardaban la fiesta
pasaran toda la noche dentro los límites de la ciudad, y nuestro divino Señor y
Maestro, quien era un escrupuloso observante de cada punto de la antigua ley,
no pasó al otro lado del monte, sino que permaneció dentro del área que estaba técnicamente
considerada como parte o porción de Jerusalén; así que Su decisión de ir a
Getsemaní era, en parte, para dar cumplimiento a la ley ceremonial, y, por esa
razón, no pasó más allá ni buscó ningún otro refugio.
Nuestro Señor sabía
también que en esa precisa noche, Él sería entregado en manos de Sus enemigos
y, por tanto, necesitaba estar preparado mediante un tiempo especial de
devoción para la terrible ordalía que estaba a punto de soportar. Aquella noche
de la pascua iba a ser una noche memorable por ese motivo, por lo que Él quería
guardarla de una manera particularmente sagrada, pero como iba a ser todavía
más memorable como el tiempo del comienzo de los sufrimientos de Su pasión, resolvió
pasar la noche entera en oración a Su Padre. En ese acto nos recuerda a Jacob
junto al vado de Jaboc, quien, cuando tenía que afrontar duras pruebas al siguiente
día pasó la noche luchando en oración; y este Hombre mayor que Jacob pasó Su
noche, no junto al vado de Jaboc, sino junto al negro y pestilente torrente de
Cedrón, y allí luchó con unas fuerzas muy superiores a las que el patriarca
tuvo que emplear en su notable forcejeo nocturno con el Ángel del pacto. Yo
quiero que intenten ir hasta Getsemaní en el pensamiento, y creo que deben
sentirse estimulados a ir allá ya que nuestro texto dice: “Muchas veces Jesús
se había reunido allí con sus discípulos”.
I. Y,
primero, hasta donde podamos hacerlo en el pensamiento, VEAMOS EL LUGAR. Yo no
he visto nunca el huerto de Getsemaní. Muchos viajeros nos informan que lo han
visto, y han descrito lo que vieron allá. Mi impresión es que ninguno de ellos
vio jamás el sitio real, y que no queda ningún vestigio de él. Hay ciertos
vetustos olivos dentro de un terreno acotado que comúnmente se piensa que
crecieron en el tiempo del Salvador; pero eso pareciera ser muy poco probable
pues Josefo comenta que todos los árboles que había en los alrededores de
Jerusalén fueron derribados, muchos de ellos para ser convertidos en cruces
para la crucifixión de los judíos, y otros para ser utilizados en la
construcción de las fortificaciones con las que el emperador romano sitió a la
ciudad sentenciada a la ruina. No pareciera que haya quedado nada que pudiera
ser una reliquia verdadera de la antigua ciudad, y no puedo imaginar que los
olivos corrieran una suerte diferente. De lo que han comentado algunos hermanos
que han ido al famoso huerto de Getsemaní yo concluyo que no es muy útil ir
allá para las devociones personales. Una persona que planeaba pasar una porción
de su día domingo allá y que esperaba disfrutar en ese lugar de mucha comunión
con Cristo, dijo que fue conducido a aprender muy amargamente el significado de
las palabras que nuestro Salvador le dijo a la mujer, junto al pozo de Sicar: “La
hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… La hora
viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le
adoren”.
Yo no quiero averiguar dónde
estaba exactamente Getsemaní; me basta saber que estaba en un costado del Monte
de los Olivos, y que era un sitio muy apartado.
El concepto que me formo del lugar es el resultado de haber residido,
durante muchos inviernos, en un pequeño pueblo del sur de Francia donde los
olivos crecen a la perfección y donde, en las laderas de las colinas, me he
sentado a menudo en medio de los olivares, y me he dicho: “Getsemaní debe de
haber sido un lugar parecido a éste”. Estoy seguro de que lo era, ya que un
huerto de olivos en la ladera de una colina tiene que ser necesariamente muy
similar a otro. Las colinas están cubiertas de terrazas, una más alta que la
otra, cada una de ellas poseyendo raras veces una anchura superior a ocho, diez
o doce pies; luego subes, digamos, cinco, seis, siete u ocho pies y encuentras
otra terraza, y así sucesivamente por toda la colina, y en esas terrazas crecen
los olivos.
Uno de los encantos de
un huerto de olivos de ese tipo es que tan pronto como entras en él, puedes
sentarte al abrigo del terraplén ubicado al fondo de cualquiera de las terrazas
–tal vez en un ángulo en el que estés protegido del viento- y estarás
completamente oculto a la vista de todos los observadores. Ha habido personas
que se han sentado a unos escasos metros de mí, de cuya presencia no tuve nunca
la menor idea. Un día domingo, después de haber pasado con otras personas un
poco de tiempo en oración, advertí lo que parecía ser un sombrero de copa de un
ciudadano inglés que se iba alejando, a una corta distancia de nosotros, justo
encima de una de las terrazas. Pronto reconocí a la cabeza que llevaba el sombrero
como la de un hermano cristiano a quien yo conocía, y descubrí que había estado
caminando allí de un lado a otro estudiando su sermón para la tarde. Él no nos
había notado, excepto que había oído algunos sonidos que le habían parecido
como oración y alabanza. Muchos de ustedes podrían estar en un huerto de
olivos, pero, a menos que enviaran alguna señal de reconocimiento para sus
amigos, ellos no se darían cuenta de que alguien más se encontraba allí; y bajo
el espeso aunque liviano follaje, con los destellos de la luz solar que se
filtra, o en la noche, bajo un tipo de color cenizo y gris, con la luz de la
luna proyectando a través del follaje sus rayos de plata, no puedo imaginar un
lugar de retiro más deleitoso, un lugar donde uno se sentiría más seguro de
estar muy aislado -aun cuando alguien pudiera estar muy cerca de ti- un lugar
donde podrías sentirte libre de expresar tus pensamientos y tus oraciones,
porque, de cualquier manera, para tu propia percepción, parecerías estar
completamente solo.
No puedo evitar pensar
también que a nuestro Salvador le gustaba estar entre los olivos, debido a la figura muy congenial del olivo. Se
retuerce y se enrolla y se contorsiona como si estuviese en una agonía. Tiene
que extraer el aceite del duro pedernal, y pareciera hacerlo con gran trabajo y
fatiga; la figura misma de muchos olivos pareciera sugerir ese pensamiento.
Entonces, un huerto de olivos es un lugar de doloroso placer y de fructífero
trabajo, donde el aceite es rico y graso, pero donde ha de invertirse mucho
esfuerzo en su extracción desde el duro suelo sobre el que está plantado el
olivo. Yo creo que otros han sentido respecto a ésto lo mismo que yo he
sentido, es decir, que no hay ningún árbol que parezca más sugerente de un
sentimiento de identificación con un ser sufriente que un olivo, ninguna sombra
que sea más dulcemente pensativa, más apropiada para los momentos de aflicción
y para la hora de devota meditación. No me sorprende, por tanto, que Jesús
buscara el huerto de Getsemaní para poder estar completamente solo, para derramar
Su alma delante de Dios, y no obstante, poder contar con algunos compañeros a
una corta distancia sin ser molestado por su inmediata presencia.
Una razón para que Él
haya ido a ese huerto en particular era porque había ido allí con tanta
frecuencia que le encantaba estar en ese
viejo lugar familiar. ¿No sientes algo de eso en tu propio lugar especial
de oración? No me gusta tanto la lectura en las Biblias de otras personas como
en mi propia Biblia. No sé a qué se deba, pero a mí me gusta mi propia Biblia
de estudio más que ninguna otra; y si tengo que usar alguna Biblia más pequeña,
prefiero una que tenga las palabras en el mismo lugar de la página que en mi
Biblia, para poder encontrarlas con facilidad; y yo no sé si ustedes sienten lo
mismo, pero usualmente puedo orar mejor en un determinado lugar. Hay ciertos
sitios en los que me deleita estar cuando me acerco a Dios; hay alguna
asociación de anteriores entrevistas con mi Padre Celestial vinculadas con
ellos que hace que el viejo sillón sea el mejor lugar en el cual uno pueda
ponerse de rodillas. Entonces me parece que al Salvador le encantaba Getsemaní
porque había ido allí con mucha frecuencia con Sus discípulos; y, por tanto,
convierte al lugar en el sitio sagrado donde será derramada delante de Su Padre
Su última agonía de oración.
II. Sin
embargo, eso fue sólo la introducción al tema principal de nuestras meditaciones;
entonces, ahora, CONTEMPLEMOS AL SALVADOR EN GETSEMANÍ PARA QUE PODAMOS
IMITARLO.
Y, primero, hemos de
imitar a nuestro bendito Señor en esto: en que Él frecuentemente buscó y gozó de la soledad.
Pero nuestro bendito
Maestro ha de ser imitado especialmente en el hecho de que Él buscó la soledad cuando estaba a punto de entrar en el gran
conflicto de Su vida. Justo entonces, cuando Judas estaba a punto de darle
el beso del traidor, cuando los escribas y los fariseos estaban a punto de acosarlo
hasta la cruz, fue entonces cuando sintió que tenía que retirarse a Getsemaní y
estar solo en oración con Su Padre. ¿Qué hiciste, mi querido hermano, cuando
percibiste la prueba? Pues bien, buscaste a un amigo que se identificara
contigo. No te voy a culpar por desear las consolaciones de la verdadera
amistad, pero no te voy a encomiar si las pones en el lugar de la comunión con
Dios. ¿Temes, incluso ahora, alguna calamidad inminente? ¿Qué estás haciendo
para enfrentarla? No voy a sugerirte que descuides ciertas precauciones, pero
te aconsejaría que la primera y la mejor precaución tuya sea dirigirte a tu
Dios en oración. Así como los débiles conejos encuentran refugio en la roca
sólida, y así como las palomas se alejan volando a su hogar en el palomar, así
también cuando los cristianos esperan alguna tribulación, deberían volar
directamente a su Dios sobre las alas del miedo y de la fe. Tu gran fortaleza
no radica en tu pelo, pues de lo contrario podrías sentirte tan orgulloso como
Sansón en los días de sus victorias; tu gran fortaleza radica en tu Dios. Por
tanto, acude presuroso a Él y pídele ayuda en esta tu hora de necesidad.
Por decirlo así, algunos
de ustedes oran cuando están en el Calvario, pero no en Getsemaní. Quiero
decir, oran cuando les sobreviene la tribulación, pero no cuando ésta está en
camino; sin embargo, su Maestro les enseña aquí que para vencer en su Calvario
tienen que comenzar luchando en su Getsemaní. Cuando todavía no es sino la
sombra de su tribulación venidera la que abre sus negras alas sobre ustedes,
clamen a Dios pidiendo ayuda. Cuando no están vaciando todavía la amarga copa
sino que están únicamente sorbiendo las primeras gotas del ajenjo y de la hiel,
comiencen aun entonces a orar: “¡No sea como yo quiero, sino como tú, oh Padre
mío!” Así estarán mejor capacitados para beber de la copa hasta sus heces
cuando Dios la coloque en su mano.
Podemos imitar también a
nuestro Señor, hasta donde seamos capaces de hacerlo, en el hecho de que tomó a Sus discípulos con Él. De cualquier
manera, si no lo imitamos en este sentido, ciertamente podemos admirarlo, pues
Él llevó a Sus discípulos consigo, pienso, con dos propósitos en mente.
Primero, para el bien de ellos. Recuerden, hermanos y hermanas, que el siguiente
día debía ser de tribulación para ellos así como para Él mismo. Él debía ser
sometido al juicio y ser condenado, pero ellos debían ser probados severamente en
su fidelidad hacia Él al ver a su Señor y Maestro entregado a una muerte
vergonzosa. Así que los llevó consigo para que ellos también oraran, para que
aprendieran a orar oyendo Sus maravillosas oraciones, para que vigilaran y oraran
para que no entraran en tentación. Ahora, algunas veces, en tu hora especial de
tribulación, yo creo que sería para el bien de otros que les comunicaras la
historia de tu angustia, y les pidieras que se unieran a ti en oración con
respecto a ella. Como yo he hecho eso a menudo, puedo exhortarlos a hacer lo mismo.
Descubrí que fue una gran bendición, en un lúgubre día de mi vida, que les pidiera
a mis hijos -aunque eran todavía unos adolescentes- que entraran a mi aposento,
y que oraran con su padre en el tiempo de su tribulación. Sé que fue bueno para
ellos, y sus oraciones fueron de gran ayuda para mí; pero actué como lo hice,
en parte para que ellos se hicieran cargo de su parte en las responsabilidades
domésticas, para que llegaran a conocer al Dios de su padre, y aprendieran a
confiar en Él en su tiempo de tribulación.
Pero nuestro Salvador
llevó también consigo a Sus discípulos a Getsemaní para que ayudaran a
consolarle; y, en este sentido, debemos imitarlo debido a Su maravillosa
humildad. Si todos esos discípulos hubieran hecho todo lo posible, ¿de qué
habría valido? Pero lo que verdaderamente hicieron fue muy desalentador para
Cristo, en vez de ser de alguna utilidad para Él. Se quedaron dormidos cuando
debieron haber velado con su Señor, y no le ayudaron con sus oraciones como
podrían haberlo hecho. Es digno de notarse que no les pidió que oraran con Él.
Les pidió que velaran y oraran para que no cayeran en tentación, pero les dijo:
“¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?” No les dijo: “¿Así que no
habéis podido orar conmigo una hora?”
Sabía que no podían hacerlo. ¿Qué hombre mortal habría podido orar en una hora
como aquella, cuando grandes gotas de sudor de sangre puntuaban cada párrafo de
Su petición? No; ellos no podían orar con Él, pero hubieran podido velar con
Él; sin embargo, tampoco hicieron eso. Queridos amigos, cuando les sobrevenga alguna
tribulación muy grande, sería bueno algunas veces que les pidieran a algunos
hermanos y hermanas que no pueden hacer mucho, pero que pueden hacer algo, que
vengan y velen con ustedes y oren con ustedes. Si no les hace ningún bien a
ustedes, será bueno para ellos; pero les hará bien a ustedes también, estoy
seguro de ello. A menudo –debo confesarlo- cuando me he sentido deprimido a
causa de mi enfermedad más reciente, he contado con dos hermanos que se han
puesto de rodillas conmigo en oración, y sus honestas, sinceras y fervorosas oraciones
en mi estudio me han propulsado con frecuencia hasta la dicha y la paz. Yo creo
que les ha hecho bien a ellos también; sé que a mí me ha hecho bien, y estoy
seguro de que tú podrías ser a menudo de bendición para otros si no te
importara confesarles que estás deprimido y triste en el corazón. Di: “entra en
mi habitación, y vela conmigo una hora”; y a esa solicitud puedes agregar esta
otra: “Entra y ora conmigo”, pues algunos de ellos pueden orar tan bien como tú
lo haces e incluso mejor. Entonces imita al Salvador esforzándote no sólo en
orar tú mismo, sino en llamar en tu ayuda, cuando sea inminente una gran
tribulación, a la legión de los elegidos de Dios que oran.
Podemos seguir también
el ejemplo de nuestro Señor en otra dirección, es decir, que cuando oramos en presencia
de una gran tribulación es bueno orar con
mucha importunidad. Nuestro Salvador oró tres veces en Getsemaní, usando
las mismas palabras. Él oró con tal intensidad de deseo que Su corazón parecía
arder de angustia. Los conductos se desbordaron y los rojos torrentes
irrumpieron en gotas sangrientas que cayeron en tierra en aquel lugar llamado
correctamente “almazara” o ‘lugar donde se exprime la aceituna’. ¡Ah!, esa es
la manera de orar, si no hasta el punto de producir un sudor sangriento -como
seguramente no tengamos que hacerlo ni seamos capaces de hacerlo- con todo con
tal intensidad de un fervor sincero como nos sea posible y como deberíamos
hacerlo cuando Dios el Espíritu Santo esté obrando con poder en nosotros. No
podemos esperar recibir ayuda en nuestro tiempo de tribulación a menos que
enviemos al cielo una intensa oración.
Pero imiten también a
Cristo en el tema de Su oración. Estoy
seguro de que Él nada más musitó suavemente la plegaria: “Padre mío, si es
posible, pase de mi esta copa”. Tú también puedes presentar esa petición, pero
asegúrate de musitarla suavemente. Sin embargo, estoy seguro de que fue con
todo Su poder que nuestro Salvador dijo: “Pero no sea como yo quiero, sino como
tú”. En presencia o ante la perspectiva de una gran tribulación, haz que ésta
sea tu oración a Dios: “Hágase tu voluntad”. Alienta a tu alma hasta este
punto: habiéndole pedido al Señor que te proteja, si así le agradare, ponte
absolutamente en Sus manos, y di: “¡Pero no sea, oh Padre mío, como yo quiero,
sino como tú!”
Cuando uno llega hasta
ese punto se trata de una oración prevaleciente; un hombre está preparado a
morir cuando sabe cómo presentar esa petición. Esa es la mejor preparación para
cualquier cruz que pudiera caer encima de tus hombros. Tú podrías morir la
muerte de un mártir y aplaudir aun en medio del fuego, si puedes, con toda tu
alma, orar realmente como Jesús oró: “No sea como yo quiero, sino como tú”.
Este es el objetivo que pongo ante ustedes, mis hermanos y hermanas en Cristo,
que, si están esperando una enfermedad, si están temiendo alguna pérdida, si
están anticipando un duelo, si le temen a la muerte, que este sea su gran
ultimátum, ir a Dios ahora, en el tiempo de su angustia, y, por medio de una
poderosa oración prevaleciente, con tal acompañamiento de oración como otros
puedan brindarte, musita esa única plegaria: “¡Hágase tu voluntad, oh Padre
mío!” Hágase Tu voluntad; ayúdame a cumplirla; ayúdame a sobrellevarla; ayúdame
a seguir adelante con todo, para Tu honra y gloria. Que sea yo bautizado con Tu
bautismo, y que beba de Tu copa hasta los sedimentos”.
Algunas veces, queridos
amigos, pudieran desear en sus corazones que el Señor los usara grandemente, y,
sin embargo, Él tal vez no lo haga. Bien, un hombre que se calla cuando Cristo
le dice que lo haga, está glorificando a Cristo más que si abriera su boca y
quebrantara el mandamiento del Maestro. Hay algunos miembros del pueblo de Dios
que gracias a una manifestación tranquila, santa y consistente de lo que el Señor
ha hecho por ellos, le glorifican más de lo que lo harían si fueran de lugar en
lugar declarando Su Evangelio de una manera que haría que el Evangelio mismo
fuera desagradable para quienes lo oyeran. Eso es muy posible, pues algunas
personas lo hacen. Si el Señor me pone en primera fila, bendito sea Su nombre
por ello, y yo tengo que pelear por Él allí como mejor pueda. Pero si Él me
dice: “¡Quédate acostado en tu lecho! ¡Quédate allí durante siete años, y no te
levantes del todo!”, no tengo nada más que hacer que glorificarle de esa
manera. El mejor soldado es el que hace exactamente lo que su capitán le dice.
III. Ahora,
en tercer lugar, y sólo brevemente, A MODO DE INSTRUCCIÓN PARA NOSOTROS MISMOS,
VEAMOS A LOS DISCÍPULOS EN GETSEMANÍ.
Probablemente los discípulos habían ido con su Maestro a
Getsemaní a menudo; yo supongo que, algunas veces durante el día, y algunas
veces durante la noche, habían sido instruidos, en cónclave secreto, en el
huerto de los olivos. Había sido su Academia; allí habían estado con el Maestro
en oración; sin duda, cada uno oraba y aprendía a orar mejor con Su ejemplo
divino. Queridos hermanos y hermanas, yo les recomiendo que vayan con
frecuencia al lugar donde puedan tener una mejor comunión con su Dios.
Pero, ahora, los
discípulos fueron a Getsemaní porque se
cernía una gran tribulación. Fueron llevados allí para que velaran y oraran.
Así también, acude tú al lugar de oración en este momento de tribulación, y en
todos los otros momentos de tribulación que te sobrevengan a lo largo de toda
tu vida. Siempre que oigas el repique de las campanas anunciando todo goce
terrenal, ese debe ser el aviso para que te dirijas al huerto de la oración.
Siempre que haya la sombra de una tribulación que se avecina y se vislumbra delante
de ti, eso también debe ser la sustancia de una comunión más intensa con Dios.
Sin embargo, estos discípulos eran llamados a entrar en comunión con su Maestro
en aquel momento, en la oscuridad más densa y más profunda que estaba
sobreviniéndole, mucho más densa que cualquiera que les estuviera sobreviniendo
a ellos. Y ustedes son llamados, queridos hermanos y hermanas, cada uno en su
propia medida, a ser bautizados en Jesús en la nube y en el mar, para que
puedan tener comunión con Él en Sus sufrimientos. No se avergüencen de ir con
Cristo aun a Getsemaní, entrando en un conocimiento de lo que Él sufrió por ser
conducidos a sufrir de la misma manera, según su propia capacidad. Todos Sus
verdaderos seguidores tienen que ir allí; algunos sólo tienen que quedarse en
la puerta que da al exterior, y velar; pero Sus muy favorecidos tienen que
adentrarse en la oscuridad más densa, y estar más cerca de su Señor en Sus
mayores agonías; pero si somos Sus verdaderos discípulos, tenemos que tener
comunión con Él en Sus sufrimientos.
Nuestra dificultad es
que la carne evade esta tribulación, y que, al igual que los discípulos, nos quedamos dormidos cuando deberíamos
velar. Cuando llega el tiempo de la tribulación, si nos deprimimos en espíritu
por su causa, somos propensos a no orar con ese fervor y ese vigor que una
mayor esperanza habría engendrado; y cuando llegamos a sentir algo de lo que el
Salvador soportó, somos demasiado propensos a quedarnos sobrecogidos más bien
que a ser estimulados por ello; y así, cuando Él viene a nosotros, nos
encuentra, como a los discípulos, “durmiendo a causa de la tristeza”. El
Maestro dijo benignamente: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne
es débil”; pero no creo que alguno de los discípulos se excusara. Me parece, si
puedo juzgarlos basándome en mi propia persona, que yo hubiera dicho: “no podré
perdonarme nunca por haberme quedado dormido aquella noche; ¿cómo pude quedarme
dormido habiéndonos dicho Él: ‘Velad conmigo’? Y cuando regresó, con Su rostro
rojo por el sudor de sangre, y con esa desilusionada mirada en Su semblante,
dijo: ‘¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?’ ¿Cómo pude quedarme
dormido una segunda vez? Y, luego, ¿cómo pude quedarme dormido una tercera
vez?” Oh, me parece que Simón Pedro
debe de haber recordado perennemente que su Salvador le dijo: “Simón, ¿no has
podido velar una hora?” Seguramente no dejó de hacerse esa pregunta toda su
vida; y Santiago y Juan deben de haber sentido lo mismo. Hermanos y hermanas, ¿se
ha quedado dormido alguno de ustedes en circunstancias similares mientras
La amabilidad del Salvador para con Sus discípulos debe de haber
reprendido grandemente el sopor de ellos. Según entiendo de la narración,
nuestro Señor se acercó a Sus discípulos tres veces, y en la tercera ocasión los
encontró todavía rendidos de sueño, así que se sentó junto a ellos, y les dijo:
“Dormid ya, y descansad”. Se sentó allí a aguardar pacientemente la llegada del
traidor; sin esperar ninguna ayuda o simpatía de Sus discípulos, sino
simplemente velando por ellos como ellos no velarían con Él, orando por ellos
como ellos no orarían por ellos mismos, y dejando que durmieran otro rato
mientras se disponía a encontrarse con Judas y la turba de la gentuza que
pronto le rodearía. Nuestro Maestro, en Su gran ternura, algunas veces nos
consiente sueños como esos; sin embargo, podríamos tener que lamentarlos y
desear haber tenido suficiente fuerza de mente y fervor de corazón para
permanecer despiertos, y velar con Él en Sus momentos de aflicción. Me parece
que, de todos los once discípulos buenos, no hubo ninguno que permaneciera
despierto. Hubo un vil traidor, y él sí estaba bien despierto. Nunca se quedó
dormido; estaba lo suficientemente despierto para vender a su Maestro y para
actuar como guía de aquellos que vinieron para capturarlo.
Pienso también que, al
menos parcialmente, como consecuencia de ese sopor de ellos, en un breve lapso,
“todos los discípulos, dejándole,
huyeron”. Parecieran, por un tiempo, haber perdido en el sueño su apego a su
Señor, y al despertar como de un sueño turbado a duras penas sabían lo que
hacían y huyeron atropelladamente. Todas las ovejas fueron dispersadas y el
Pastor se quedó solo, cumpliendo así la antigua profecía: “Hiere al pastor, y
serán dispersadas las ovejas”; y aquella otra palabra: “He pisado yo solo el
lagar, y de los pueblos nadie había conmigo”. Despierten, hermanos y hermanas,
pues de otra manera también ustedes podrían abandonar a su Maestro; y en la
hora en que deberían demostrar más su fidelidad, pudiera ser que su estado de
sopor de corazón los lleve a la rebeldía, y a abandonar a su Señor. ¡Que Dios
nos conceda que no suceda así!
IV. Ahora
concluyo con una palabra de advertencia que ya casi he anticipado. VAYAMOS, EN
EL PENSAMIENTO, A GETSEMANÍ PARA QUE JUDAS NOS SIRVA DE ADVERTENCIA. Permítanme
leerles la última parte del texto: “Y también Judas, el que le entregaba,
conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con sus
discípulos”.
“Judas, el que le
entregaba, conocía el lugar”. Sí, probablemente
él había pasado allí toda la noche, muchas veces, con Cristo. Judas se
había sentado en círculo con los otros discípulos en torno a su Señor en alguna
de las terrazas cubiertas de olivos, y había escuchado Sus prodigiosas palabras
a la tenue luz de la luna. Había oído orar allí a su Señor con frecuencia.
“Judas, el que le entregaba”, le había oído orar en Getsemaní. Conocía los
tonos de Su voz, la pasión de Su súplica, la intensa agonía de ese gran corazón
de amor cuando era derramado en oración. Sin duda, se había unido a los otros
discípulos cuando le dijeron: “Señor, enséñanos a orar”.
“Judas, el que le entregaba,
conocía el lugar”. Él podría habernos señalado el sitio preciso donde el
Salvador prefería estar, ese ángulo en la terraza, ese pequeño rincón escondido
donde el Maestro solía buscar un asiento para sentarse y enseñar al grupo
escogido en torno Suyo. Sí, Judas conocía el lugar; y era debido a que conocía
el lugar que fue capaz de traicionar a Cristo; pues, si no hubiese sabido dónde
estaba Jesús, no habría podido llevar a los soldados allí.
Me parece algo muy
terrible que esa familiaridad con Cristo
haya capacitado a ese hombre para convertirse en un traidor; y es todavía
cierto, algunas veces, que la familiaridad con la religión puede capacitar a
los hombres para convertirse en apóstatas. ¡Oh, si hubiese un Judas aquí, yo le
hablaría muy solemnemente! Tú conoces el lugar; sabes todo lo concerniente al
gobierno y al orden de la iglesia, y puedes ir a contar bonitas historias acerca
de los errores cometidos por algunos de los siervos de Dios que no errarían si
pudieran evitarlo. Sí; tú conoces a los miembros de la iglesia; tú sabes dónde
hay algún defecto en el carácter y alguna debilidad de espíritu; sabes cómo ir
y divulgar la historia de ellos entre los mundanos, y puedes hacer mucho daño
que no podrías hacer si no hubieras conocido el lugar. Sí; y tú conoces las
doctrinas de la gracia al menos en una medida de conocimiento mental, y sabes
cómo retorcerlas como para hacerlas verse ridículas, esas eternas verdades que
embelesan los corazones de los ángeles y de los redimidos de entre los hombres.
Como tú las conoces tan bien, sabes cómo parodiarlas, y cómo caricaturizarlas y
hacer que la propia gracia de Dios parezca una farsa. Sí, tú conoces el lugar;
te has sentado a la mesa del Señor, y has oído a los santos cuando hablan de
sus arrobamientos y de sus éxtasis; y tú pretendías que participabas en ellos.
Así que sabes cómo regresar al mundo y representar a la verdadera piedad como algo
que es pura mojigatería e hipocresía; y haces raras burlas de esos secretos
sumamente solemnes de los cuales un hombre a duras penas hablaría a sus
semejantes porque son las transacciones privadas entre su alma y su Dios.
Difícilmente puedo
captar cuán terrible será la condenación de aquellos que, después de hacer una
profesión de religión, han prostituido su conocimiento de la obra interna de
“Cuando alguien se desvía del camino de Sion,
(¡Ay, cuántos lo hacen!)
Me parece que oigo decir al Salvador,
‘¿Me abandonarás tú también?’
¡Ah, Señor!, con un corazón como el mío,
A menos que me sujetes firmemente,
Pienso que tengo que flaquear y que lo haré,
Y que comprobaré ser como ellos al final”.
Por tanto, ¡sostenme, oh
Señor, y estaré seguro; guárdame hasta el fin, por Tu amado Hijo, nuestro Señor
Jesucristo! Amén.
Nota
del Traductor:
Ordalía: juicio de Dios, prueba.
Congenial: del mismo genio que otro. De igual genio.
Almazara: Molino de aceite. Palabra que viene del
árabe.
Traductor: Allan Román
21/Febrero/2013
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