El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
2656
SERMÓN PREDICADO UN DOMINGO
POR
POR
CHARLES HADDON SPURGEON
EN
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 7 DE ENERO DE
1900.
“Él puso su
vida por nosotros”. 1 Juan 3: 16.
Te invito, creyente, a contemplar esta
sublime verdad, así proclamada a ti en simples monosílabos: “Él puso su vida
por nosotros”. No hay ni una sola palabra extensa en esta frase; todo en ella
es sumamente sencillo, y es sencillo porque es sublime. La sublimidad en el pensamiento
exige siempre para su debida expresión la simplicidad en las palabras. Los
pequeños pensamientos necesitan ser expresados con grandes palabras y los
pequeños predicadores necesitan palabras en latín para transmitir sus débiles
ideas, pero los grandes pensamientos y sus grandes expositores se contentan con
pequeñas palabras.
“Él puso su vida por nosotros”. En esta
frase no hay mucho que pudiera utilizarse para exhibir la elocuencia de alguien;
hay poco espacio en ella para la discusión metafísica o para el pensamiento
profundo; el texto nos presenta una doctrina sencilla pero sublime. Entonces,
¿qué he de hacer con él? Si me predicara a mí mismo provechosamente respecto a
este texto, no tendría que emplear mi ingenio para examinarlo detenidamente, ni
mi oratoria para proclamarlo, sino solamente necesitaría rendirle culto
practicando mi adoración. Permítanme postrarme entonces con todos mis poderes
delante del trono, y, como un ángel que ha completado su misión y que ya no
tiene que volar a ningún otro lado para cumplir las órdenes de su Señor, permítanme
plegar las alas de mi contemplación y comparecer delante del trono de esta
grandiosa verdad e inclinarme mansamente para adorar a Aquel que era, y que es,
y que ha de venir: el grandioso y glorioso Ser que “puso su vida por nosotros”.
Al comenzar mi discurso, sería bueno que
les recuerde que no podemos entender la muerte de Cristo a menos que comprendamos
a la persona de Cristo. Si yo les dijera que Dios murió por nosotros, aunque pudiera
estar diciendo una verdad y ustedes quizá no malinterpretaran lo que quise
decirles, les estaría expresando al mismo tiempo un error. Dios no puede morir;
en razón de Su propia naturaleza es imposible que pudiera dejar de existir ni
por un instante. Dios es incapaz de sufrir. Es verdad que a veces usamos
algunas palabras que indican que Dios experimenta emociones; pero, en ese caso,
hablamos como humanos. Él es impasible; Él no puede sufrir; no es posible que
sufra nada; entonces, es mucho menos posible que sufra la muerte. No obstante,
en el versículo del cual está tomado nuestro texto, se nos dice: “En esto hemos
conocido el amor (de Dios). Pueden
advertir que las palabras “de Dios” han sido insertadas por los traductores.
Están en cursivas porque no están en el original. Una mejor traducción sería:
“En esto hemos conocido el amor”. Cuando leemos “de Dios”, eso podría inducir a
los ignorantes a imaginar que Dios pudiera morir, pero no es así. Debemos
entender siempre y recordar constantemente que nuestro Señor Jesucristo era
“Dios verdadero de Dios verdadero”, y que, como Dios, tenía todos los atributos
del Altísimo, y no podía, por tanto, ser capaz de sufrir o de morir. Pero, por
otra parte, Él era hombre también, “hombre nacido de la madre”, hombre, tal
como nosotros mismos, con la única excepción del pecado. Y el Señor Jesús no
murió como Dios. Fue como hombre que expiró. Como hombre fue clavado a la cruz.
Como Dios, estaba en el cielo incluso cuando Su cuerpo se encontraba en la
tumba. Como Dios, blandía el cetro de todos los mundos aun cuando el burlesco cetro
de caña estuviera en Su mano. La túnica imperial de la monarquía universal
estaba sobre los hombros eternos de Su Deidad aun cuando el viejo manto púrpura
del soldado cubriera Su condición humana. Él no cesó de ser Dios. Él no perdió
Su Omnipotencia ni Su eterno dominio cuando se hizo hombre. Como Dios no sufrió
ni murió. Fue como hombre que “puso su vida por nosotros”.
Ven, ahora, alma mía, y adora a este
hombre, a este Dios. Ven, creyente, y contempla a tu Salvador; entra en el
círculo central de toda santidad, el círculo que contiene a la cruz de Cristo,
y siéntate ahí, y al tiempo que adoras, aprende tres lecciones del hecho de que
“él puso su vida por nosotros”. La primera lección debe ser: ¿Puso Su vida por
nosotros? ¡Ah, entonces, hermanos míos, cuán
grandes debían de ser nuestros pecados ya que no podían ser expiados a
ningún otro precio! En segundo lugar, ¿puso Su vida por nosotros? ¡Ah,
entonces, amados, cuán grande debe de
haber sido Su amor! Nada lo detendría hasta no entregar la vida misma. En
tercer lugar, ¿puso Su vida por nosotros? ¡Ah, entonces, alma mía, ten buen
ánimo; cuán segura estás! Si una expiación
de tal naturaleza ha sido ofrecida, si tal satisfacción ha sido dada al Dios
Todopoderoso, ¡cuán segura estás! ¿Quién podría destruir al que ha sido
comprado con la sangre de tal Redentor?
I. Bien, entonces, permítanme meditar con
convicción sobre la primera triste realidad. ¿Puso Cristo Su vida por mí?
Entonces, ¡CUÁN GRAVES DEBEN DE HABER SIDO MIS PECADOS!
¡Ah, hermanos míos!, voy a hablar un poco
acerca de mi propia experiencia, y al hacerlo voy a estar describiendo también
la suya. Yo he visto mis pecados de muchas maneras diferentes. Una vez los vi a
la luz cegadora del Sinaí y, ¡oh!, mi espíritu se contrajo en mi interior, pues
mis pecados se veían sumamente negros. Cuando el sonido de la bocina creció en
intensidad y se hizo prolongado, y el rayo y el fuego centellearon dentro de mi
corazón, vi un verdadero infierno de iniquidad en el interior de mi alma, y
estuve a punto entonces de maldecir el día en que nací, por tener un corazón
así, tan ruin y engañoso. Pensé entonces que había visto la suma negrura de mi
pecado. ¡Ay!, pero no había visto lo suficiente de mi pecado para hacerme aborrecerlo
al punto de abandonarlo, pues esa convicción pasó. El Sinaí no fue sino un
volcán que fue acallado y silenciado; y después comencé a jugar de nuevo con el
pecado y a amarlo de la misma manera de siempre.
Contemplé un día otro espectáculo; vi mis
pecados a la luz del cielo. Miré a lo alto y consideré los cielos, la obra de
los dedos de Dios; percibí la pureza del carácter de Dios escrita en los rayos
del sol, y vi Su santidad esculpida en el ancho mundo y también revelada en
Luego me vino otra visión, y contemplé la
misericordia de Dios para conmigo; vi cómo me había mecido sobre las rodillas
de
Pensé, entonces, que seguramente había visto
lo peor del pecado al haberlo contrastado, primero, con el carácter de Dios, y,
posteriormente, con Sus dádivas. Maldije el pecado desde lo más profundo de mi
corazón, y pensé que había visto lo suficiente respecto a él. Pero, ¡ah!,
hermanos míos, no lo había visto. Ese sentido de gratitud pasó, y me encontré
inclinado todavía al pecado, y vi que lo amaba todavía.
Pero, ¡oh, llegó una hora tres veces
feliz, y con todo, tres veces fúnebre! Un día, en mis descarríos, oí un grito,
un gemido; no me pareció que fuera un grito que brotara de labios mortales, pues
había en él indecibles profundidades de un portentoso dolor. Me volví a un
lado, esperando ver un grandioso espectáculo; y lo que vi fue en verdad un gran
espectáculo. He aquí que, por allá, en un madero, bañado en sangre, colgaba un
hombre. Observé el suplicio que hacía que Su carne temblara sobre sus huesos.
Contemplé las negras nubes que venían rodando desde el cielo, como los carros
de la amargura; las vi cubrir Su frente de negrura; incluso vi en la densa
oscuridad, pues mis ojos fueron abiertos, y percibí que Su corazón estaba tan
lleno de la lobreguez y del horror del dolor como el cielo estaba lleno de
negrura. Luego me pareció ver dentro de Su alma, y ahí divisé torrentes de
indecible angustia, manantiales de tormento de un carácter tan terrible que
ningún labio mortal se atrevería a sorber para no quemarse con el hirviente
calor. Pregunté: “¿quién es este poderoso sufriente? ¿Por qué sufre así? ¿Ha
sido Él el peor de los pecadores, el más vil de todos los blasfemos?” Pero vino
una voz desde la gloria excelsa que dijo: “Este es mi Hijo amado; pero Él tomó
sobre Sí el pecado del pecador, y tiene que sufrir el castigo”. ¡Oh, Dios!, -pensé-
nunca miré al pecado sino hasta esta hora, cuando lo vi arrebatar las glorias de
Cristo de Su cabeza, cuando por un instante pareció incluso retirar la
misericordia de Dios de Él, y cuando lo vi cubierto con Su propia sangre y
sumergido en las máximas profundidades de océanos de aflicción. Luego dije:
“¡Ahora sabré lo que eres, oh pecado, como nunca antes lo supe!” Aunque esos
otros espectáculos podrían enseñarme algo del terrible carácter del mal, con
todo, nunca entendí cuán vil era la culpa del hombre traidor para con el Dios
del hombre, hasta no ver al Salvador en el madero.
¡Oh, heredero del cielo, alza ahora tus
ojos, y contempla los escenarios del sufrimiento por los que pasó tu Señor por
tu culpa! Ven a la luz de la luna y párate entre esos olivos; míralo sudar
grandes gotas de sangre. Síguelo desde ese huerto hasta el tribunal de Pilato. Mira
a tu Maestro sometido a los insultos más soeces e inmundos; contempla la faz de
inmaculada belleza profanada por la saliva de los soldados; mira Su cabeza
horadada con espinas; observa Su espalda toda desgarrada, y rota, y surcada, y
magullada y sangrante bajo el terrible látigo. Y, ¡oh, cristiano, míralo morir!
Anda y párate donde estuvo Su madre, y óyelo decirte: “¡Hombre, contempla a tu
Salvador!” Acércate esta noche, y párate donde estuvo Juan; óyelo exclamar:
“Tengo sed”, y descúbrete incapaz de mitigar Sus dolores o de comprender Su amargura.
Entonces, habiendo llorado allí, alza tu mano, y clama: “¡Venganza!” Saca a los
traidores; ¿dónde están? Y una vez que tus pecados sean sacados a la luz como
los asesinos de Cristo, no permitas que ninguna muerte sea demasiado dolorosa
para ellos; aunque implique desprenderse del brazo derecho, o sacar el ojo
derecho y apagar su luz para siempre, ¡hazlo! Pues si esos asesinos asesinaron
a Cristo, entonces deben morir. Pudieran sufrir una muerte terrible, pero
tienen que morir. ¡Oh!, que Dios el Espíritu Santo les enseñe esta primera
lección, hermanos míos, la ilimitada perversidad del pecado, pues Cristo tuvo
que poner Su vida para que el pecado de ustedes pudiera ser suprimido.
II. Ahora hemos de considerar el segundo encabezado,
y vamos a levantar nuestros corazones desde las profundidades de la tristeza
hasta las alturas del afecto. ¿Puso el Salvador Su vida por mí? Vamos a leerlo
ahora así: “él puso su vida por mí”; y oro pidiéndole al Señor que ayude a cada
uno de ustedes, por la fe, a leerlo así, porque si decimos: “nosotros”, sería
tratar con generalidades –es verdad que son benditas generalidades- pero en
este momento debemos tratar con cosas específicas, y que cada uno de nosotros
que pueda hacerlo verazmente, diga: “Él puso su vida por mí”. Entonces, ¡CUÁN GRANDEMENTE ME DEBE DE HABER AMADO!
¡Ah, Señor Jesús! Nunca conocí Tu amor
mientras no comprendí el significado de Tu muerte. Amados, si podemos, vamos a
intentar contar de nuevo la historia de nuestra propia experiencia, para
hacerles ver cómo el amor de Dios ha de ser aprendido. Ven, santo, siéntate, y
medita en tu creación; nota cuán maravillosamente fuiste formado y cómo tus
huesos encajaron entre sí, y comprueba que en eso hay amor. Observa, a
continuación, esa predestinación que te puso ahí donde tú estás, pues las
cuerdas te cayeron en lugares deleitosos, y, a pesar de todas tus tribulaciones,
en comparación con muchas pobres almas, te ha tocado “una hermosa heredad”.
Advierte, entonces, el amor de Dios manifestado en la predestinación que te ha
hecho lo que eres, y que te ha colocado donde estás. Luego mira al pasado y ve
la misericordia de tu Señor, según te la ha mostrado en todo tu peregrinaje
hasta ahora. Estás envejeciendo, y tu cabello se está tornando cano sobre tu
frente; pero Él te ha levantado todos los días desde la antigüedad; no ha
faltado una palabra de todas las buenas palabras que Jehová tu Dios ha dicho.
Recuerda la historia de tu vida. Regresa ahora y considera el tapiz de tu vida
que Dios ha estado elaborando cada día con la hebra de oro de Su amor, y
advierte qué cuadros de gracia hay en él. ¿No puedes decir que Jesús te ha
amado? Vuelve tus ojos al pasado, y lee los antiguos rollos del pacto eterno, y
mira tu nombre entre los primogénitos, los elegidos,
Haz una pausa ante el recuerdo de tus convicciones;
piensa en tu conversión; recuerda tu preservación, y cómo la gracia de Dios ha
estado obrando en ti; piensa en la adopción; piensa en la justificación y en
cada inciso del nuevo pacto; y cuando hayas sacado el total de todas esas
cosas, permíteme hacerte esta pregunta: ¿producen en ti todas estas cosas tal sentido
de gratitud como lo produce la cosa primordial que voy a mencionar ahora: la
cruz de nuestro Señor Jesucristo? Pues, hermano mío, si tu mente es como la
mía, aunque vas a pensar lo suficientemente bien de todas esas cosas que Dios
te ha dado, estarás obligado a confesar que el pensamiento de la muerte de
Cristo en la cruz las absorbe a todas ellas.
Esto sé, hermanos míos, que yo puedo
mirar hacia atrás o puedo mirar hacia delante, pero ya sea que mire hacia atrás,
a los decretos de la eternidad, o que mire hacia delante, a la ciudad con
puertas de perla y a todos los esplendores que Dios ha preparado para Sus
propios hijos amados, no puedo ver nunca el amor de mi Padre brillando de tal
manera, en toda su refulgencia, como cuando miro a la cruz de Cristo y lo veo
morir allí. Puedo leer el amor de Dios en las letras de piedra del pacto
eterno, y en las llameantes letras del cielo en el más allá; pero, hermanos
míos, en esas líneas carmesíes, en esas líneas escritas con sangre, hay algo
más asombroso de lo que hubiere en cualquier otro lado, pues dicen: “Él puso su
vida por nosotros”. Ah, aquí es donde aprenden el amor. Ustedes conocen la
vieja historia de Damón y Pitias, y cómo los dos amigos debatían entre sí para
decidir quién debía morir por el otro; eso era amor. Pero, ¡ah!, no hay
comparación entre Damón y Pitias, y un pobre pecador y su Salvador. Cristo puso
Su vida, Su gloriosa vida, por un pobre gusano. Él se despojó a Sí mismo de
todos Sus esplendores, y después, de toda Su felicidad, y después, de Su propia
justicia, y después, de Sus propias vestiduras, hasta quedar desnudo para Su
propia vergüenza; y luego puso Su vida, que era todo lo que le quedaba, pues
nuestro Salvador no se reservó nada.
Sólo piensen en eso por un instante. Él
tenía una corona en el cielo; pero la hizo a un lado para que ustedes y yo
pudiéramos llevar una corona por siempre. Él tenía un cinturón alrededor de Sus
lomos de un resplandor más brillante que las estrellas; pero se lo quitó, y lo
hizo a un lado, para que ustedes y yo pudiéramos llevar eternamente un cinturón
de justicia. Él había escuchado los santos cánticos de los querubines y de los
serafines; pero lo dejó todo para que pudiéramos morar por siempre donde cantan
los ángeles; y luego vino a la tierra, y Él tenía muchas cosas, incluso en Su
pobreza, que habrían podido tender a Su consuelo. Él se despojó, primero de una
gloria, y luego de otra, ante la exigencia del amor; al final, la conclusión
fue que no le quedaba nada sino una pobre túnica, de un solo tejido de arriba
abajo, la cual se adhería a Su espalda por causa de la sangre, y también se
deshizo de eso. Luego ya no le quedó nada, pues no se reservó ni una sola cosa.
“Vean” -pudo haber dicho- “hagan un inventario de todo lo que tengo, hasta el
último centavo; he renunciado absolutamente a todo por el rescate de Mi
pueblo”. Y no le quedaba nada sino Su propia vida. ¡Oh insaciable amor! ¿No te
pudiste haber detenido ahí? Aunque había renunciado a una mano para cancelar el
pecado, y a la otra mano para reconciliarnos con Dios, y había renunciado a un
pie para que nuestro pie pecador pudiera ser por siempre traspasado de lado a
lado, y clavado y sujetado, para que no se descarriara nunca, y había
renunciado al otro pie para que fuera sujetado al árbol para que pudiéramos
tener libres nuestros pies para correr la carrera celestial; no le quedaba nada
sino Su pobre corazón, y también renunció a Su corazón que fue abierto para que
se derramara por la herida de la lanza, y sin dilación brotó de allí sangre y
agua.
¡Ah, Señor mío!, ¿qué te he dado yo jamás,
comparado con todo lo que tú has renunciado por mí? Yo te he dado algunas
pobres cosas, como escasas monedas oxidadas; ¡pero cuán poco es eso comparado
con lo que tú me has dado! De vez en cuando, Señor mío, yo te he ofrecido un
pobre himno que fue acompañado con un instrumento desafinado; algunas veces, Señor
mío, he prestado algún pequeño servicio para Ti; pero, ¡ay!, mis dedos estaban
tan negros que estropeaban lo que yo hubiera querido presentarte tan blanco
como la nieve. Señor mío, no es nada lo que he hecho por Ti. No, aunque he sido
un misionero, y he renunciado a hogar y amigos; no, aunque he sido un mártir, y
he entregado mi cuerpo para ser quemado, yo diré, en la última hora: “Señor
mío, no he hecho nada por Ti, después de todo, en comparación con lo que Tú has
hecho por mí; y con todo, ¿qué más puedo hacer? ¿Cómo puedo mostrar mi amor por
Ti debido a Tu amor por mí, tan incomparable, tan sin par? ¿Qué haré? No voy a
hacer nada sino:
“Enternecido
por Tu bondad, voy a postrarme en tierra,
Y voy a
llorar para alabanza de la misericordia que he encontrado”.
“Eso es todo lo que puedo hacer, y eso
debo hacer, y eso haré”.
III. Ahora, amados, vamos a cambiar el tema, y
vamos a intentar una nota más alta. Hemos recorrido una buena parte de la
escala musical, y ahora hemos alcanzado precisamente la altura de la octava.
Pero tenemos algo más que podemos extraer del texto: “Él puso su vida por
nosotros”. ¿Puso mi Salvador Su vida por mí? Entonces, ¡CUÁN SEGURO ESTOY!
Esta noche no vamos a tener ninguna
controversia con aquellos que no ven esta verdad; ¡que el Señor abra sus ciegos
ojos y les muestre la verdad! Eso es todo lo que diremos. Nosotros, los que
conocemos el Evangelio, vemos en el hecho de la muerte de Cristo una razón por
la cual hemos de ser salvos que ninguna fuerza de la lógica podría conmover
jamás, ni ningún poder de la incredulidad podría suprimir. Pudiera haber
hombres con mentes tan distorsionadas que conciban que es posible que Cristo
muriera por un hombre que posteriormente se pierde; digo que es posible
encontrar tales individuos. Lamento decir que todavía han de encontrarse
algunas personas así, cuyos cerebros han sido tan confundidos en su niñez que
no pueden ver que lo que sostienen es una ridícula falsedad y un libelo
blasfemo. ¡Cristo muere por un hombre, y luego Dios castiga a ese hombre otra
vez! ¡Cristo sufre en lugar de un pecador, y luego Dios condena a ese pecador
después de todo! Vamos, amigos míos, me siento muy horrorizado con sólo
mencionar un error tan terrible; y si no tuviera tanta vigencia, lo pasaría por
alto con el desprecio que se merece.
La doctrina del Espíritu Santo es que
Dios es justo, que Cristo murió en lugar de Su pueblo, y que, como Dios es
justo, Él no castigará nunca a ninguna alma solitaria de la raza de Adán por quien
el Salvador hubiere efectivamente derramado Su sangre. El Salvador murió, en un
cierto sentido, por todos; todos los hombres reciben muchas misericordias por
medio de Su sangre, pero que Él fuera el Sustituto y
No, alma mía, ¿cómo serás castigada tú si
tu Señor ya soportó el castigo por ti? ¿Murió Él por ti? ¡Oh, alma mía, si
Jesús no fue tu Sustituto y no murió en tu propia sustitución, entonces Él no
es un Salvador para ti! Pero si fue tu Sustituto, si sufrió como tu Fianza en lugar
tuyo, entonces, alma mía, “¿Quién es el que condenará?” Cristo murió, sí, y
resucitó y se sienta a la diestra de Dios, y hace intercesión por nosotros. Ese
es el argumento de mayor peso: Cristo “puso su vida por nosotros”, y, “si
siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho
más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”. Si las agonías del
Salvador quitan nuestros pecados, la vida eterna del Salvador conjuntamente con
los méritos de Su muerte han de preservar a Su pueblo hasta el fin.
Esto sí sé, -y podrían oír que los
hombres tartamudean al decirlo- que lo que yo predico es la vieja verdad
luterana, calvinista, agustina, paulina y cristiana: que no hay ni un solo
pecado en el Libro de Dios en contra de nadie que tenga fe. Nuestros pecados
fueron puestos sobre la cabeza de Azazel, y no hay ni un solo pecado que algún
creyente haya cometido jamás, que tenga poder alguno de condenarlo, pues Cristo
ha quitado el poder condenatorio del pecado, permitiéndole condenarse a sí
mismo, -hablando en una aventurada metáfora- pues el pecado lo condenó a Él; y
dado que el pecado lo condenó, el pecado no puede condenarnos.
Oh, creyente, esta es tu garantía: que
todo tu pecado y tu culpa, y todas tus transgresiones y tus iniquidades, han
sido expiadas, y fueron expiadas antes de haber sido cometidas; de tal forma
que puedes venir con arrojo, aunque vengas rojo por todo tipo de crímenes, y
negro por toda lascivia, y puedes poner tu mano sobre la cabeza de Azazel, y
cuando hayas puesto tu mano ahí y hayas visto que Azazel es enviado al
desierto, puedes aplaudir de gozo, y decir: “ha concluido, el pecado ha sido
perdonado”.
“Aquí hay perdón
para pasadas transgresiones,
No importa
cuán negro sea su molde;
¡Y,
oh, alma mía, con asombro mira,
Aquí hay
perdón también para pecados futuros!”
Esto es todo lo que necesito saber;
¿murió el Salvador por mí? Entonces yo no perseveraré en el pecado para que la
gracia abunde; pero nada me detendrá de gloriarme, en todas las iglesias del
Señor Jesús, porque mis pecados son así enteramente quitados de mí; y, a los
ojos de Dios, puedo cantar, como Hart lo hizo:
“Vestido con
el manto inmaculado de Cristo,
Santo como el
Santo”.
¡Oh muerte maravillosa de Cristo, cuán
firmemente colocas los pies de los miembros del pueblo de Dios sobre las rocas
del amor eterno; y cuán firmemente los mantienes allí! Vengan, amados hermanos,
chupen un poco de la miel de este panal. ¿Hubo alguna vez algo tan suculento y
tan dulce para el paladar del creyente como esta verdad sumamente gloriosa que
establece que estamos completos en Él, que en y a través de Su muerte y de Sus
méritos, somos aceptos en el Amado? Oh, ¿hubo alguna vez algo más sublime que
este pensamiento, que ya nos ha resucitado juntos, y que nos ha hecho sentar
juntos en los lugares celestiales en Cristo Jesús, sobre todo principado y
autoridad, tal como Él se sienta? Ciertamente no hay nada más sublime que eso,
excepto que un pensamiento esencial sella todas esas cosas con algo más que su
propio valor, y ese pensamiento esencial es que aunque los montes se muevan y
los collados tiemblen, el pacto de Su amor nunca se apartará de nosotros.
“Pues”, -dice Jehová- “Yo nunca te olvidaré, oh Sion”; “He aquí que en las
palmas de las manos te tengo esculpida; delante de mí están siempre tus muros”.
¡Oh, cristiano, ese es un firme cimiento,
cimentado con sangre, sobre el que puedes edificar para la eternidad! ¡Ah, alma
mía, tú no necesitas ninguna otra esperanza más que esta! Jesús, Tu
misericordia nunca muere; voy a argumentar esta verdad cuando esté abatido por
la angustia: Tu misericordia nunca muere. Voy a argumentar esto cuando Satanás
arroje tentaciones sobre mí, y cuando mi conciencia me eche en cara el recuerdo
de mi pecado; voy a argumentar esto siempre y voy a argumentarlo ahora:
“Jesús, Tu
sangre y Tu justicia
Son mi
belleza, mi glorioso manto”.
Sí, y después que muera e incluso cuando
comparezca delante de Tu ojos, temor Supremo:
“Cuando me
levante del polvo de la muerte,
Para recibir
mi mansión en los cielos,
Incluso
entonces este será todo mi argumento,
‘Jesús vivió
y murió por mí’.
Valeroso
compareceré en aquel gran día,
Pues, ¿quién
me acusará de algo?
Ya que a
través de la sangre de Cristo soy absuelto
De la
tremenda maldición y vergüenza del pecado”.
Ah, hermanos, si esa es su experiencia,
pueden acercarse a la mesa de la comunión ahora muy felizmente. No será asistir
a un funeral, sino a un festín de alegría. “Él puso su vida por nosotros”.
Nota
del traductor:
Azazel: Este término sólo aparece en la
descripción del día de la expiación (Levítico 16: 8, 10, 26). La voz denota
“macho cabrío expiatorio”, y debemos explicarla como “el macho cabrío que se
aleja”. El significado del rito debe de ser que el pecado era eliminado, en
forma simbólica, de la sociedad humana y llevado a la región de la muerte.
(Nuevo Diccionario Bíblico, Ediciones Certeza).
Traductor: Allan Román
25/Enero/2012
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