El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Las Últimas Palabras de Cristo en la
Cruz.
NO. 2644
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 25 DE JUNIO DE 1882
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA SER LEÍDO EL DOMINGO 15 DE OCTUBRE DE 1899.
“Entonces Jesús, clamando a gran voz,
dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto,
expiró”. Lucas 23: 46.
“En tu mano encomiendo mi espíritu;
tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad”. Salmo 31: 5.
“Y apedreaban a Esteban, mientras él
invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Hechos 7: 59.
Esta mañana, queridos amigos, hablé sobre las primeras
palabras registradas como pronunciadas por nuestro Señor Jesús, cuando les preguntó
a Su madre y a José: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de
mi Padre me es necesario estar?” Vamos a considerar ahora, con la ayuda del
bendito Espíritu, las últimas palabras de nuestro Señor Jesús antes de entregar
el espíritu y, juntamente con ellas, examinaremos otros dos pasajes en los que
se utilizan expresiones similares.
Las palabras, “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”, si las juzgáramos como las últimas pronunciadas por nuestro Salvador
previo a Su muerte, deberían ser vinculadas con aquellas otras palabras:
“Consumado es”, que algunos han pensado que fueron realmente las últimas
palabras expresadas por Él. Yo creo que no fue así; pero, de cualquier manera,
ambas expresiones deben de haberse sucedido muy rápidamente, y podemos armonizarlas,
y luego hemos de ver cuán similares son a Sus primeras palabras, tal como lo
explicamos esta mañana. Tenemos el clamor: “Consumado es”, que es posible
considerarlo en conexión con la traducción de nuestra Versión Autorizada: “¿No
sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” Todos esos
negocios habían sido consumados; toda Su vida había estado dedicado a ellos y
ahora que se aproximaba al fin de Sus días, no quedaba nada pendiente y podía
decirle a Su Padre: “He acabado la obra que me diste que hiciese”.
Luego, si toman la otra expresión de nuestro
Señor en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, comprueben cuán
bien se acopla a la otra lectura del texto usado esta mañana: “¿No sabíais que
yo debía estar en la casa de mi Padre?” (1). Jesús se pone en las manos del
Padre porque siempre había deseado estar allí, en la casa del Padre con el
Padre; y ahora entrega Su espíritu en las manos del Padre, como un depósito sagrado,
para partir y estar con el Padre, para morar en Su casa y no salir jamás.
La vida de Cristo es de una sola pieza, tal como
el alfa y la omega son letras de un mismo alfabeto. No encontramos que fuera
algo al principio, que fuera diferente después, y que posteriormente fuera de una
tercera manera; “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. Hay una
portentosa similitud en torno a todo lo que Cristo dijo e hizo. Nunca se
necesita escribir el nombre de “Jesús” al pie de alguno de Sus dichos, como es
necesario poner los nombres de los demás escritores al pie de sus dichos, pues
no es posible confundir una sola frase expresada por Él.
Si hay algo registrado como habiendo sido hecho
por Cristo, un hijo creyente podría juzgar si es auténtico o no. Esos detestables
evangelios falsos que han sido publicados, han hecho muy poco o ningún daño,
porque nadie que poseyera jamás un verdadero discernimiento espiritual, habría
podido ser embaucado como para hacerle creer que fueran genuinos. Es posible
fabricar una moneda falsificada que, durante algún tiempo, pase por legítima; pero
no es posible hacer ni siquiera una imitación pasable de lo que Jesucristo hizo
o dijo. Todo lo relacionado con Cristo es como Él mismo; en todo hay una
semejanza a Cristo que es inconfundible.
Por ejemplo, estoy seguro de que esta mañana,
cuando prediqué acerca del Santo Niño Jesús, ustedes deben de haber sentido que
no hubo nunca otro niño como Él; y en Su muerte fue tan único como lo fue en Su
nacimiento, en Su niñez y en Su vida. Nunca hubo otro que muriera como Él murió,
y nunca hubo otro que viviera enteramente como Él vivió. Nuestro Señor
Jesucristo ocupa una posición única. Algunos tratamos de imitarlo, ¡pero cuán
débilmente podemos seguir Sus pasos! El Cristo de Dios ocupa una posición única
y no hay ningún posible rival para Él.
Les he indicado ya que voy a usar tres textos en
mi sermón, pero después de haber hablado sobre los tres, ustedes verán que son
tan semejantes entre sí, que podría haberme contentado con uno solo de ellos.
I. Primero los invito a considerar LAS PALABRAS DE
NUESTRO SALVADOR JUSTO ANTES DE SU MUERTE: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”.
Observen aquí, primeramente, cómo Cristo vive y muere en la atmósfera de
la Palabra de Dios. Cristo fue un grandioso pensador original, y siempre hubiera
podido darnos palabras propias. Nunca careció del lenguaje apropiado, pues “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!” Habrán notado ustedes, sin embargo,
cuán continuamente citaba de la Escritura: la gran mayoría de Sus expresiones
pueden ser rastreadas al Antiguo Testamento. Incluso en los casos en que no se
trata de citas exactas, Sus palabras adoptan una figura y una forma
Escriturales. Se comprueba que la Biblia fue Su único Libro. Evidentemente
estaba familiarizado con él desde su primera página hasta la última, y no solamente
con su letra, sino con el alma más íntima de su más recóndito sentido; y, por
tanto, al morir, era muy natural que usara un pasaje tomado de un Salmo de
David para decir Sus postreras palabras antes de expirar. En Su muerte no fue
conducido más allá del poder del pensamiento apacible, y no estuvo inconsciente
ni murió de debilidad. Tenía muchas fuerzas incluso estando a punto de morir.
Es cierto que dijo: “Tengo sed”; pero después de ser refrescado un poco, clamó
a gran voz, como sólo un hombre fuerte podría hacerlo: “Consumado es”. Y ahora,
antes de inclinar Su cabeza en el silencio de la muerte, pronuncia Sus palabras
finales: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Nuestro Señor habría podido pronunciar, lo digo
de nuevo, un discurso original como Su declaración antes morir; Su mente estaba
lúcida, tranquila y apacible; de hecho, era perfectamente feliz, pues ya había
dicho: “Consumado es”. Entonces Sus sufrimientos habían concluido y ya
comenzaba a gozar del sabor de las dulzuras de la victoria; sin embargo, a
pesar de esa claridad mental y de esa frescura intelectual, y con la fluidez de
palabras que le era posible, no pronunció una nueva frase sino que recurrió al
Libro de los Salmos, y tomó esta expresión del Espíritu Santo: “En tus manos
encomiendo mi espíritu”.
¡Cuán instructiva es para nosotros esta gran
verdad de que la Palabra Encarnada vivía en la Palabra Inspirada! La Palabra
era alimento para Él así como lo es para nosotros; y, hermanos y hermanas, si
Cristo vivió de la Palabra de Dios de tal manera, ustedes y yo, ¿no deberíamos hacer
lo mismo? En algunos aspectos, Él no necesitaba tanto de este Libro como
nosotros lo necesitamos. El Espíritu de Dios descansaba en Él sin medida y, sin
embargo, Él amaba la Escritura, acudía a ella, la estudiaba y usaba sus
expresiones continuamente.
¡Oh, que ustedes y yo pudiéramos adentrarnos en
el propio corazón de la Palabra de Dios para absorber esa Palabra! Así como he
visto al gusano de seda comerse la hoja y consumirla, así deberíamos hacer con
la Palabra del Señor. No deberíamos deambular sobre su superficie, sino que
debemos adentrarnos en ella hasta absorberla en nuestras partes más íntimas. Resulta
ocioso dejar que el ojo contemple simplemente las palabras, o que recuerde las
expresiones poéticas, o los hechos históricos; pero es bienaventurado
adentrarse en la propia alma de la Biblia hasta que, al fin, lleguen ustedes a
hablar en un lenguaje escritural, y su propio estilo sea configurado sobre los
modelos de la Escritura y, lo que es mejor aún, que su espíritu esté
condimentado con las palabras del Señor.
Quisiera citar a John Bunyan como un ejemplo de
lo que quiero decir. Lean cualquier escrito suyo y verán que ese ejercicio casi
se parece a la lectura de
Yo les recomiendo su ejemplo, amados, y les
recomiendo todavía más el ejemplo de nuestro Señor Jesús. Si el Espíritu de Dios
está en ustedes, Él los llevará a amar la Palabra de Dios; y si alguno de
ustedes se imagina que el Espíritu de Dios lo inducirá a prescindir de la
Biblia, tal persona estaría bajo el influjo de otro espíritu que no es el
Espíritu de Dios en absoluto.
Yo confío que el Espíritu Santo los conducirá a
encariñarse con cada una de las páginas de este Registro Divino, de tal manera
que se alimenten de él y después les hablen de él a las demás personas. Pienso
que es muy digno que recuerden constantemente que, incluso en la muerte,
nuestro bendito Maestro nos mostró la pasión que gobernaba Su espíritu, al
punto de que Sus últimas palabras fueron citas de la Escritura.
En segundo lugar, noten ahora que nuestro Señor reconoció a un Dios personal
en el momento de Su muerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Para
algunas personas, Dios es un Dios desconocido. “Pudiera haber un Dios”, eso
dicen, pero sin acercarse más a la verdad fuera de eso. “Todas las cosas son
Dios”, dice otro. “Nosotros no podemos estar seguros de que haya un Dios”, -dicen
algunos otros, “y, por tanto, no sirve de nada que pretendamos creer en Él y ser
entonces influenciados por una suposición”. Otras personas dicen: “¡Oh, hay un
Dios, ciertamente, pero está muy lejos! Él no se acerca a nosotros, y no nos es
posible concebir que interfiera en nuestros asuntos.”
¡Ah!, pero nuestro bendito Señor Jesucristo no
creía en un Dios impersonal, panteísta, soñador y lejano, sino en Uno a quien
le dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Su lenguaje muestra que
Él se daba cuenta de la personalidad de Dios, de la misma manera que yo estaría
reconociendo la personalidad de un banquero si le dijera: “señor, entrego este
dinero en sus manos”. Yo sé que no debo decirle una cosa así a un mero maniquí,
o a un ‘algo’ abstracto o a la ‘nada’; pero sí se lo puedo decir a un hombre
que vive, y sólo se lo debo decir a un hombre viviente.
Entonces, amados, los hombres no entregan sus
almas a la guarda de ‘nadas’ impalpables; en la muerte, no sonríen al tiempo de
entregarse al infinito desconocido, al nebuloso Padre de todo quien podría ser,
Él mismo, nada o todo. No, no; nosotros sólo confiamos en lo que conocemos; y
así, Jesús conocía al Padre, y sabía que es una Persona real que posee manos, y
en esas manos encomendó Su espíritu al partir. Fíjense bien que no estoy
hablando ahora materialmente, como si Dios tuviese manos como las nuestras;
pero Él es un Ser real, que tiene poderes de acción, que es capaz de tratar con
los hombres según le plazca, y que está anuente a tomar posesión de sus
espíritus y a protegerlos por los siglos de los siglos. Jesús habla como
alguien que creía eso; y ruego que, tanto en la vida como en la muerte, ustedes
y yo tratemos siempre con Dios de la misma manera.
Nosotros tenemos demasiada ficción en la
religión, y una religión de ficción sólo brindará un consuelo ficticio a la
hora de la muerte. Apoyémonos en hechos sólidos, hombre. ¿Es tan real Dios para
ti como lo eres tú para ti mismo? Vamos, ¿hablas con Él “como habla cualquiera
a su compañero”? ¿Puedes confiar en Él y descansar en Él, como confías y
descansas en la íntima compañera de tu pecho? Si tu Dios es irreal, entonces tu
religión es irreal. Si tu Dios es un sueño, entonces tu esperanza será también
un sueño; y, ¡ay de ti cuando salgas de ese sueño y despiertes! Jesús no
confiaba de esa manera. “Padre”, -dijo- “en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Pero, en tercer lugar, aquí tenemos todavía un
mejor punto. Adviertan cómo Jesucristo
nos enseña la Paternidad de Dios. El Salmo citado no dice: “Padre”. David
no llegó tan lejos en sus palabras, aunque, en espíritu, sí lo hizo a menudo;
pero Jesús tenía el derecho de alterar las palabras del Salmista. Él puede mejorar
la Escritura, pero ustedes y yo no lo podemos hacer. Él no dijo: “Oh Dios, en
tu mano encomiendo mi espíritu”, sino que dijo: “Padre”. ¡Oh, esa dulce
palabra! Esa fue la joya que atrajo a nuestro pensamiento esta mañana, que
Jesús dijera: “¿No sabíais que me es necesario estar con Mi Padre, que me es
necesario estar en la casa de Mi Padre?”
¡Oh, sí!, el Santo Niño sabía que Él era el Hijo
del Altísimo en un sentido especial y peculiar y, por tanto, dijo: “Padre mío”;
y, al morir, Su agonizante corazón fue sostenido y consolado por el pensamiento
de que Dios era Su Padre. Fue debido a que dijo que Dios era Su Padre que lo
mataron y, sin embargo, lo sostuvo incluso en la hora de Su muerte, diciendo:
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
¡Qué bendición es también para nosotros,
hermanos míos, morir conscientes de que somos hijos de Dios! Oh, en la vida y
en la muerte, cuán dulce es sentir en nuestra alma el espíritu de adopción por
el cual clamamos: “¡Abba, Padre!” En un caso como ése:
“No es la
muerte morir”.
Citando las palabras del Salvador: “Consumado
es”, y confiando en Su Padre y en nuestro Padre, podemos llegar incluso hasta
las fauces de la muerte sin tener los “labios trémulos” según acabamos de
cantar. Gozosos, con toda la fuerza que poseemos, nuestros labios cantan
confiadamente, retando a la muerte y al sepulcro a que acallen nuestra música que
siempre se eleva y se intensifica. ¡Oh Padre mío, Padre mío, si yo estoy en Tus
manos, puedo morir sin miedo!
Sin embargo, hay otro pensamiento que es, tal
vez, el más importante de todos. De este pasaje aprendemos que nuestro Divino Señor entregó alegremente Su
alma a Su Padre cuando le llegó el tiempo de morir: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”. Ninguno de nosotros podría usar esas palabras con
estricta propiedad. Tal vez pudiéramos expresarlas cuando lleguemos a la hora
de nuestra muerte y Dios las acepte. Antes de morir, estas fueron las propias
palabras de Policarpo, de Bernardo, de Lutero, de Melancton, de Jerónimo de
Praga, de Juan Huss y de una lista casi interminable de santos: “En tus manos
encomiendo mi espíritu”.
La versión del Antiguo Testamento de ese pasaje
o, alternativamente, la propia versión del Señor, han sido convertidas en una
oración en latín, y son comúnmente usadas entre los católicos romanos casi como
un ensalmo; al morir, han repetido esas palabras en latín o, si no eran capaces
de hacerlo, el sacerdote las repetía por ellos, asignando una suerte de poder
mágico a esa fórmula particular.
Pero ninguno de nosotros podría usar plenamente
estas palabras en el sentido en que nuestro Salvador las pronunció. Nosotros
podemos entregar o encomendar nuestro espíritu a Dios; sin embargo, hermanos,
recuerden que, a menos que el Señor venga primero, hemos de morir; y morir no
es un acto que esté bajo nuestro control. Tenemos que ser pasivos en el
proceso, porque no está en nuestro poder retener nuestra vida. Yo supongo que
si un hombre pudiera tener tal control de su vida, podría ser cuestionable cuándo
debería renunciar a él, porque el suicidio es un crimen, y a ningún hombre se
le puede exigir que se mate. Dios no demanda tal acción de la mano de ningún
hombre; y, en un cierto sentido, eso es lo que pasaría siempre que un hombre se
entregara a la muerte. Pero no había necesidad de que nuestro bendito Señor y
Maestro muriera, excepto la necesidad que Él asumió al convertirse en el
Sustituto de Su pueblo. No había ninguna necesidad para Su muerte incluso en el
último momento sobre la cruz, pues, tal como les he recordado, Él clamó a gran
voz cuando la debilidad natural le habría forzado a susurrar o suspirar. Pero
Su vida interna era vigorosa; si hubiera querido hacerlo, habría podido
desclavarse y descender en medio de la multitud que lo escarnecía. Él murió por
Su propia y libre voluntad, “el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios”.
Un hombre puede renunciar justamente a su vida
por el bien de su país, y por la seguridad de los demás. Ha habido
frecuentemente oportunidades para que los hombres hagan ésto, y ha habido
sujetos valerosos que lo han hecho dignamente; pero todos esos hombres habrían
tenido que morir en algún momento u otro. Ellos sólo estaban anticipando
ligeramente el pago de la deuda de la naturaleza; pero, en el caso de nuestro
Señor, Él estaba entregando al Padre el espíritu que habría podido guardar si
así lo hubiera resuelto. “Nadie me la quita” –dijo concerniente a Su vida-
“sino que yo de mí mismo la pongo”; y hay aquí una alegre disposición a
encomendar Su espíritu en las manos de Su Padre.
Es más bien notable que ninguno de los
evangelistas describa a nuestro Señor como: ‘muriendo’. Él murió, en verdad, pero
todos ellos hablan de Él como: entregando el espíritu, como cediendo Su
espíritu a Dios. Ustedes y yo morimos pasivamente; pero Él entregó activamente Su
espíritu a Su Padre. En Su caso, la muerte fue un acto, y Él realizó ese acto
por el glorioso motivo de redimirnos de la muerte y del infierno; entonces, en
este sentido, Cristo es único en Su muerte.
Pero, oh, amados hermanos y hermanas, si no
podemos encomendar nuestro espíritu como Él lo hizo, cuando nuestra vida sea
tomada de nosotros tenemos que estar perfectamente dispuestos a entregarla. Que
Dios nos lleve a tal estado de mente y corazón que no realicemos ningún
forcejeo para mantener nuestra vida, antes bien que tengamos una dulce
disposición para que sea como Dios quiera, una renuncia de todo en Sus manos
sintiéndonos seguros de que, en el mundo de los espíritus, nuestra alma estará
muy segura en las manos del Padre, y que, hasta el día de la resurrección, el
germen de vida del cuerpo estará a salvo bajo Su custodia, y seguros de que,
cuando la trompeta resuene, espíritu, alma y cuerpo –esa trinidad de nuestra
humanidad- serán reunidos en la absoluta perfección de nuestro ser para
contemplar al Rey en Su hermosura, en la tierra que está muy distante.
Cuando Dios nos llame a morir, sería una dulce
manera de morir si pudiéramos hacerlo como nuestro Señor, con un texto de la
Escritura en nuestros labios, con un Dios personal dispuesto a recibirnos, con
ese Dios reconocido claramente como nuestro Padre, y así, morir gozosamente,
rindiendo enteramente nuestra voluntad a la dulce voluntad del Ser siempre
bendito, y diciendo: “Es el Señor”, “mi Padre”, “haga de mí lo que bien le
pareciere”.
II. Mi segundo texto está en el Salmo 31, y en el
versículo 5; y es, evidentemente, el pasaje que nuestro Señor tenía en mente
justo entonces: “En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh
Jehová, Dios de verdad”. Me parece que ÉSTAS SON PALABRAS QUE HAN DE SER USADAS
EN VIDA, pues este Salmo no concierne tanto a la muerte del creyente, como a su
vida.
¿No es muy singular, queridos amigos, que las
palabras que Jesús dijo en la cruz, puedan seguir siendo utilizadas por
ustedes? Pueden alcanzar a oír su eco, y no sólo cuando lleguen al punto de
morir, sino que esta noche, mañana por la mañana, y mientras estén aquí, pueden
repetir todavía el texto que el Maestro citó, y decir: “En tus manos encomiendo
mi espíritu”.
Es decir, primero, hemos de encomendar alegremente nuestras almas a Dios, y sentir que
están muy seguras en Sus manos. Nuestro espíritu es la parte más noble de
nuestro ser. Nuestro cuerpo es únicamente la envoltura. Como nuestro espíritu
es el núcleo vivo, entonces, pongámoslo bajo la custodia de Dios. Algunos de
ustedes no han hecho eso nunca hasta ahora, por lo que yo los invito a que lo
hagan ahora. Es el acto de fe lo que salva al alma, ese acto que el hombre
lleva a cabo cuando dice: “Yo me confío a Dios según Él mismo se revela en
Cristo Jesús; yo no puedo guardarme a mí mismo, pero Él sí puede guardarme; por
la preciosa sangre de Cristo Él puede limpiarme, de tal manera que tomo mi
espíritu y lo pongo en las manos del grandioso Padre”. No vivirás nunca
realmente mientras no hagas eso; todo lo que viene antes de ese acto de plena
entrega es muerte; pero cuando confías una vez en Cristo, entonces has
comenzado realmente a vivir. Y cada día, en tanto que vivas, pon atención en
repetir este proceso y entrégate alegremente en las manos de Dios, sin ninguna
reserva; es decir, entrégate a Dios: entrega tu cuerpo, entrega estar sano o
estar enfermo, ser longevo o ser cortado súbitamente; tu alma y tu espíritu
entrégalos también a Dios, entrega tu felicidad o tu tristeza, tal como Él
quiera. Entrégale tu ser entero a Él y dile: “Padre mío, hazme rico o hazme
pobre, dame buena visión o hazme ciego, permíteme tener todos mis sentidos o
quítamelos, hazme famoso o déjame en la oscuridad; yo me entrego a Ti
únicamente; en Tu mano encomiendo mi espíritu. No quiero ejercer más mi propia
elección, sino que Tú has de elegir mi herencia por mí. Mis tiempos están en
Tus manos”.
Ahora, queridos hijos de Dios, ¿hacen eso
siempre? ¿Lo han hecho alguna vez? Me temo que hay algunas personas incluidas
entre quienes profesan ser seguidores de Cristo, que dan coces contra la
voluntad de Dios; y hasta cuando le dicen a Dios: “Hágase tu voluntad”, lo
arruinan todo al agregar, en su propia mente: “y mi voluntad, también”. Esas personas
oran así: “Señor, haz que mi voluntad sea tu voluntad”, en lugar de decirle:
“Haz que Tu voluntad sea mi voluntad”. Cada uno de nosotros debe elevar esta
oración cada día: “En tu mano encomiendo mi espíritu”.
En nuestra oración familiar, a mí me gusta en la
mañana ponerme junto con todo lo que tengo en las manos de Dios, y luego, en la
noche, me gusta simplemente mirar entre Sus manos, y ver cuán seguro he estado,
y luego decirle: “Señor, enciérrame otra vez esta noche; cuídame a lo largo de
todas las vigilias de la noche. ‘En tus manos encomiendo mi espíritu.’”
Noten, queridos amigos, que nuestro segundo
texto contiene al final estas palabras: “Tú
me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad”. ¿No es ésa una buena razón
para que se entreguen enteramente a Dios? Cristo los ha redimido, y por tanto, ustedes
le pertenecen. Si yo soy un hombre redimido y le pido a Dios que me cuide, no
estoy sino pidiéndole al Rey que cuide a una de Sus propias joyas, a una joya
que le costó la sangre de Su corazón.
Y yo puedo esperar que Él lo hará, todavía de
una manera más especial, debido al título que le es otorgado aquí: “Tú me has
redimido, oh Jehová, Dios de verdad”. ¿Sería
Él el Dios de la verdad, si comenzara la redención pero la terminara en
destrucción; si comenzara por entregar a Su Hijo a la muerte por nosotros, pero
luego retuviera otras misericordias que necesitamos diariamente para llevarnos
al cielo? No; el don de Su Hijo es la garantía de que Él salvará a Su pueblo de
sus pecados, y los llevará al hogar en la gloria; y Él lo hará.
Entonces, acudan cada día a Él con esta
declaración: “En tu mano encomiendo mi espíritu”. Es más, háganlo no sólo cada
día, sino a lo largo de todo el día. ¿Acaso un caballo te arrastra consigo?
Entonces no puedes hacer nada mejor que decir: “Padre, en tu mano encomiendo mi
espíritu”. Y si el caballo no te arrastra, no puedes hacer nada mejor que decir
esas mismas palabras. ¿Tienes que entrar en una casa donde hay fiebre; quiero
decir, es tu deber entrar ahí? Entonces anda y di: “Padre, en tu mano
encomiendo mi espíritu”. Yo te recomendaría que hicieras eso cada vez que
camines por la calle, o incluso cuando estés dentro de tu propia casa.
El doctor Gill, mi famoso predecesor, pasaba
muchísimo tiempo en su estudio y, un día, alguien le dijo: “Bien, de cualquier
manera, el hombre estudioso está a salvo de la mayoría de los accidentes de la
vida”. Sucedió que, una mañana, cuando el buen hombre se levantó momentáneamente
del sofá familiar, vino una fuerte ráfaga de viento que derribó una buena
cantidad de chimeneas que fueron a estrellarse contra el techo de su casa,
perforándolo y cayendo exactamente en el lugar donde habría estado sentado si
la providencia de Dios no le hubiera apartado de ahí; y él dijo: “Compruebo que
necesitamos que la divina providencia nos cuide en nuestros estudios de la
misma manera que lo hace en las calles”. “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”.
He notado a menudo que, cuando alguno de
nuestros amigos sufre accidentes y problemas, lo hace usualmente cuando anda de
vacaciones; es algo curioso, pero lo he observado con frecuencia. Salen llenos
de salud, y regresan enfermos; nos dejan y se van con todas sus extremidades
sanas, y regresan lisiados a nosotros; por tanto, debemos pedirle a Dios que
cuide especialmente a los amigos que están en el campo o junto al mar, y hemos
de encomendarnos en Sus manos dondequiera que estemos. Si tuviéramos que ir a
un lazareto, ciertamente le pediríamos a Dios que nos protegiera de la lepra
mortal; pero deberíamos buscar igualmente la protección del Señor cuando estemos
en el lugar más sano o cuando nos encontremos en nuestros hogares.
David le dijo al Señor: “En tu mano encomiendo
mi espíritu”; pero permítanme pedirles que agreguen aquella palabra que nuestro
Señor insertó, “Padre”. David es
frecuentemente un buen guía para nosotros, pero el Señor de David es mucho
mejor guía; y si lo seguimos, lograremos mejoras en comparación a David.
Entonces, cada uno de nosotros debe decir: “Padre, Padre, en tu mano encomiendo mi
espíritu”. Esa es una dulce manera de vivir cada día, encomendando todo en la
mano de nuestro Padre Celestial, pues esa mano sólo puede ser benigna con Su
hijo. “Padre, tal vez no sea capaz de confiar en Tus ángeles, pero puedo
confiar en Ti”. El Salmista no dice: “En la mano de la providencia encomiendo
mi espíritu”. ¿Han advertido cómo los hombres tratan de deshacerse de Dios diciendo:
“La providencia hizo esto”, y “la providencia hizo aquello”, y “la providencia
hizo eso otro”? Si les preguntaras: “¿qué es la providencia?”, probablemente te
responderían: “pues bien, la providencia es… la providencia”. Eso es todo lo
que te pueden decir. Hay muchísimas personas que hablan muy confiadamente
acerca de reverenciar a la naturaleza, de obedecer las leyes de la naturaleza,
de notar los poderes de la naturaleza y así sucesivamente. Acércate a ese
conferencista elocuente y dile: “¿Serías tan amable de explicarme qué es la
naturaleza?”. Él te responde: “Vamos, la naturaleza… bien, es… la naturaleza”.
Precisamente es eso, amigo; pero, entonces, ¿qué es la naturaleza? Y él dice: “Bien, bien, es la naturaleza”; y eso
es todo lo que podrías sacarle.
Ahora, yo creo en la naturaleza, y yo creo en la
providencia; pero, detrás de todo, yo creo en Dios, y en el Dios que tiene
manos; no en un ídolo que no tiene manos, y que no puede hacer nada, sino en el
Dios a quien le puedo decir: ‘“Padre, en tu mano encomiendo mi espíritu’”. Me
alegro porque soy capaz de ponerme allí, pues me siento absolutamente seguro al
confiarme a Tu guarda”. Entonces, vivan, amados, y vivirán segura y felizmente,
y tendrán esperanza en su vida y esperanza en su muerte.
III. Mi tercer texto no nos retendrá muchos minutos;
tiene el propósito de explicarnos EL USO DE LAS PALABRAS AGONIZANTES DE NUESTRO
SALVADOR PARA NOSOTROS MISMOS. Vayamos al relato de la muerte de Esteban, en el
capítulo 7 de Hechos, y en el versículo 59, y verán ustedes allí, cuán lejos se
puede atrever a ir un hombre de Dios en sus últimos momentos al citar a David y
al Señor Jesucristo: “Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía:
Señor Jesús, recibe mi espíritu”.
Entonces, aquí tenemos un texto para usarlo en
la hora de nuestra muerte: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Les he explicado
que, estrictamente, difícilmente podemos hablar de entregar nuestro espíritu,
pero podemos afirmar que Cristo lo recibe, y decir, con Esteban: “Señor Jesús,
recibe mi espíritu”.
¿Qué significa esta oración? Debo darles
apresuradamente dos o tres pensamientos al respecto, y así concluir mi
discurso. Yo pienso que esta oración quiere decir que, si pudiéramos morir como murió Esteban, moriremos con una certeza de
inmortalidad. Esteban oró: Señor Jesús, recibe mi espíritu”. No dijo:
“Tengo miedo de que mi pobre espíritu va a morir”. No; el espíritu es algo que
existe todavía después de la muerte, algo que Cristo puede recibir y, por
tanto, Esteban le pide que lo reciba. Ustedes y yo no vamos a subir las
escaleras para morir como si fuéramos únicamente gatos y perros; vamos allá
para morir como seres inmortales que se quedan dormidos en la tierra, y abren
sus ojos en el cielo. Entonces, al sonido de la trompeta del arcángel, nuestro
propio cuerpo ha de resucitar para morar otra vez con nuestro espíritu; no
tenemos ninguna duda al respecto.
Creo que les he mencionado lo que un infiel le
dijo una vez a un cristiano: “Algunos cristianos sienten un gran miedo de morir
porque ustedes creen que hay otro estado que ha de seguirle a éste. Yo no tengo
el menor miedo, pues creo que voy a ser aniquilado, y por eso estoy libre de
todo miedo a la muerte”. “Sí”, -respondió el cristiano- “y en ese respecto me
parece a mí que estás en los mismos términos que ese buey que está pastando
allá, que, como tú, está libre de cualquier miedo a la muerte. Amigo, te ruego
que me permitas hacerte una simple pregunta. ¿Tienes alguna esperanza?
“¿Esperanza, amigo? No, no tengo ninguna esperanza; por supuesto que no tengo
ninguna esperanza, amigo”. “¡Ah!, entonces”, -replicó el otro- “no obstante los
miedos que les sobrevienen a veces a los creyentes débiles, ellos tienen una
esperanza a la que no quisieran renunciar ni podrían hacerlo”. Y esa esperanza
es que nuestro espíritu, ese espíritu que encomendamos en las manos de
Jesucristo, estará “eternamente con el Señor”.
El siguiente pensamiento es que, para un hombre que puede morir como murió
Esteban, hay una certeza de que Cristo está cerca, tan cerca, que el hombre
le habla y le dice: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. En el caso de Esteban,
el Señor Jesús estaba tan cerca que el mártir pudo verle, pues dijo: “He aquí,
veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”.
Muchos santos moribundos han ofrecido un
testimonio similar; para nosotros no es algo extraño oírles decir, antes de
morir, que podían ver adentro de las puertas de perla; y nos han dicho ésto con
tan evidente veracidad, y con tal arrobamiento, o a veces, tan calmadamente, en
un tono de voz tan comedido, que estábamos seguros de que no estaban engañados
ni nos decían una falsedad. Decían lo que sabían que era verdad, pues Jesús
estaba allí con ellos. Sí, amados, antes de que puedan reunir a sus hijos en
torno a su lecho de muerte, Jesús ya estará allí, y en Sus manos pueden
encomendar su espíritu.
Además, tenemos
la certeza de que estamos muy seguros en Sus manos. Por inseguros que
estemos en cualquier otra parte, si le pedimos que reciba nuestro espíritu, y
Él lo recibe, ¿quién podría hacernos daño? ¿Quién podría arrancarnos de Sus
manos? ¡Despierten, ustedes, infierno y muerte! ¡Pasen al frente, todos
ustedes, poderes de las tinieblas! ¿Qué podrían hacer ustedes cuando un
espíritu ya se encuentra en las manos del Redentor omnipotente? Estamos a salvo
allí.
Luego está la otra certidumbre: que Él está muy dispuesto a tomarnos en Sus
manos. Pongámonos en Sus manos ahora; y, luego, no hemos de avergonzarnos
de repetir la operación cada día, y podemos estar seguros de que no seremos
rechazados al final.
A menudo les he comentado acerca de la buena
anciana que se estaba muriendo, y a quien alguien le preguntó: “¿No tiene miedo
de morir?” “Oh, no”; -replicó ella- “no hay nada que temer en absoluto. He
hundido mi pie en el río de la muerte cada mañana antes de tomar mi desayuno, y
no tengo miedo de morir ahora”.
Ustedes recuerdan a aquella amada santa que
murió en la noche, y que había dejado escrito sobre un trozo de papel junto a
su lecho estas líneas que, antes de quedarse dormida, se sintió con la
suficiente fuerza para escribirlas:
“Puesto que
Jesús es mío, no temeré desvestirme,
Sino que
alegre me despojaré de este vestido de arcilla;
Morir en el
Señor es una bendición del pacto,
Puesto que
Jesús lideró el camino a la gloria, con Su muerte”.
¡Fue bueno que ella pudiera decirlo, y sería
bueno que nosotros seamos capaces de decir lo mismo en el momento que el Señor
nos llame para que ascendamos a lo alto! Queridos amigos, yo quiero que cada
uno de nosotros tenga tanta disposición de partir como si se tratase de un
asunto que dependiera de nuestra propia voluntad. Bendito sea Dios porque la
fecha de nuestra muerte no queda a nuestra elección, ni a nuestra voluntad.
Dios ha establecido el día, y ni diez mil demonios podrían consignarnos a la
tumba antes de nuestro tiempo. No moriremos mientras Dios no lo decrete.
“Plagas y
muerte vuelan a mi alrededor,
Pero si Él no
lo quiere, no moriré;
Ni una sola
saeta acierta en el blanco
Mientras el
Dios de amor no lo consienta”.
Pero hemos de estar tan anuentes a partir como
si se tratara realmente de un asunto de elección; pues, sabiamente,
cuidadosamente, apaciblemente, consideren que si se nos permitiera elegir,
ninguno de nosotros sería sabio si no eligiera partir. Aparte de la venida de
nuestro Señor, lo más lamentable que conozco sería la sospecha de que no pudiéramos
morir.
¿Saben ustedes lo que el pintoresco anciano
Rowland Hill solía decir cuando se dio cuenta de que estaba volviéndose un
anciano? Dijo: “En verdad tienen que estarme olvidando allá arriba”; y cada vez
y cuando, si algún amado santo anciano moría, él le decía: “Cuando llegues al
cielo, dale mi afectuoso saludo a Juan Berridge y Juan Bunyan, y a todos los
demás ‘Juanes’ buenos, y diles que espero que en breve verán al pobre anciano
‘Rowly’ allá en lo alto”. Bien, había un sentido común en ese desear ir a casa
y anhelar estar con Dios. Estar con Cristo es mucho mejor que estar aquí.
La propia sobriedad nos conduciría a elegir
morir; bien, entonces, no hemos de tolerar retroceder, y volvernos
completamente indispuestos, y luchar y esforzarnos e inquietarnos y estar
furiosos por eso. Cuando me entero de creyentes a quienes no les gusta hablar
de la muerte, me da miedo con respecto a ellos. Es sumamente sabio que nos
familiaricemos con nuestro lugar de descanso.
Cuando fui, recientemente, al cementerio de
Norwood para sepultar allí el cuerpo de nuestro amado hermano Perkins, por
breve tiempo, sentí que era algo saludable para mí ponerme al borde de la tumba
y caminar luego en medio de ese bosque de memoriales de la muerte, pues es allí
donde yo también he de ir. Ustedes, hombres que gozan de vida, venga y vean el
terreno donde muy pronto yacerán; y, como así ha de ser, démosle la bienvenida
nosotros que somos creyentes.
Pero, ¿qué pasa si no son creyentes? ¡Ah!, Eso
es un asunto completamente diferente. Si ustedes no han creído en Cristo,
harían bien en tener miedo incluso de descansar en el asiento donde están
sentados ahora. Me pregunto por qué la propia tierra no dice: “¡oh Dios, no voy
a retener más tiempo a este desgraciado pecador! ¡Permíteme que abra mi boca y
me lo trague!” Toda la naturaleza tiene que odiar al hombre que odia a Dios.
Seguramente todas las cosas han de despreciar ministrar a la vida de un hombre
que no vive para Dios. ¡Oh, que buscaran al Señor, y confiaran en Cristo, y
encontraran la vida eterna! Si ya lo han hecho, no tengan miedo de enfrentarse
a la vida o a la muerte, según agrade a Dios.
Nota del
traductor:
(1) El pastor
Spurgeon cita aquí el texto: “Wist ye not that I must be in my Father’s house?”
que es utilizado ahora en la Biblia de Jerusalén y traducido: “¿No sabíais que
yo debía estar en la casa de mi Padre?” Lucas 1: 49.
Traductor: Allan
Román
29/Mayo/2012
www.spurgeon.com.mx