El Púlpito de
NO.
263
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN EL MUSIC HALL,
“Oh Dios, con nuestros oídos
hemos oído, nuestros padres nos han contado, la obra que hiciste en sus días,
en los tiempos antiguos”.
Salmo 44: 1
Tal vez no haya historias que recordemos
más durante tanto tiempo que las que oímos en nuestra niñez, que aquellos
cuentos que nuestros padres nos contaron y que también escuchamos en nuestras
guarderías infantiles. Es triste pensar que muchas de esas historias son vanas
y vacías, de manera que desde la más tierna infancia las fábulas tiñeron
nuestras mentes. Extrañas narraciones llenas de mentiras inocularon nuestro
cerebro. Ahora bien, entre los primeros cristianos y
entre los antiguos creyentes de tiempos lejanos, los cuentos de las guarderías
infantiles eran muy diferentes de los cuentos de ahora, y las historias que
entretenían a sus hijos eran de muy diferente tipo de las que nos fascinaron en
los días de nuestra tierna infancia. Abraham sin duda les contaba a sus
pequeños hijos cosas sobre el diluvio, y les decía cómo las aguas habían
cubierto la tierra y cómo únicamente Noé fue salvado en el arca. Todos los
antiguos israelitas, morando ya en su propia tierra, les contaban a sus hijos
historias acerca del Mar Rojo y acerca de las plagas que Dios envió a Egipto
cuando sacó a Su pueblo de la casa de servidumbre. Se sabe que entre los primeros
cristianos, los padres solían contar a sus hijos todo lo relacionado a la vida
de Cristo, a los hechos de los apóstoles y otras narraciones semejantes. Más aún,
entre nuestros ancestros puritanos, esas mismas historias recreaban a la niñez.
Sentados junto a la chimenea, ante aquellos antiguos mosaicos holandeses que
mostraban pintorescos dibujos de exquisito primor de la historia de Cristo, las
madres enseñaban a sus hijos que Jesús caminó sobre el agua, y que multiplicó
los panes, o les hablaban acerca de Su maravillosa transfiguración, o de la
crucifixión de Jesús. Oh, cómo quisiera que los cuentos de nuestra época fueran
como aquellos, que las historias de nuestra niñez fueran de nuevo las historias
de Cristo, y que cada uno de nosotros creyera que, después de todo, no puede
haber nada más interesante que lo verdadero, y que nada puede ser más
impactante que aquellas historias que están registradas en el Libro sagrado.
Nada puede conmover más verdaderamente el corazón de un niño que las
maravillosas obras que Dios realizó en tiempos antiguos. Ahora, pareciera que
el salmista que escribió esta oda en extremo musical hubiera escuchado de su
padre las historias de las portentosas cosas que Dios había hecho en su día; y
posteriormente, este dulce cantor en Israel las enseñó a sus hijos, y así una
generación tras otra fue conducida a llamar a Dios bendito, al recordar a
través de la tradición Sus poderosas obras.
Ahora, queridos amigos míos, esta mañana
tengo la intención de recordarles algunas de las prodigiosas obras que Dios
realizó en los tiempos antiguos. Mi meta y objetivo será estimular sus mentes
para que busquen cosas semejantes, para que mirando al pasado, a lo que Dios ha
hecho, sean inducidos a mirar hacia adelante con ojos de expectación, confiando
que Él extenderá de nuevo Su potente mano y Su santo brazo, y que repetirá esos
poderosos actos que realizó en los días del pasado.
Primero, voy a hablar sobre las maravillosas historias que nuestros
padres nos han contado, y que hemos oído acerca de los tiempos antiguos; en
segundo lugar, voy a mencionar algunas
condiciones adversas bajo las que operan estas antiguas historias con respecto
a su efecto sobre nuestras mentes; y, luego, voy a sacar las conclusiones pertinentes de esas cosas maravillosas que
hemos oído que el Señor hizo en los días de la antigüedad.
I. Comencemos, entonces, con LAS
MARAVILLOSAS HISTORIAS QUE HEMOS OÍDO ACERCA DE LOS ANTIGUOS HECHOS DEL SEÑOR.
Hemos oído que Dios ha realizado a veces
actos muy poderosos. El curso normal cotidiano del mundo se ha visto turbado
por prodigios ante los cuales los hombres se han maravillado en grado sumo. No
siempre ha permitido Dios que la iglesia prosiga ascendiendo gradualmente a la
victoria, sino que le ha agradado asestar a veces un terrible golpe a Sus
enemigos para derribarlos, y le ha agradado pedir a Sus hijos que hollaran los cuerpos
caídos de esos enemigos. Revisen, entonces, los registros antiguos y recuerden
lo que Dios ha hecho. ¿No recuerdan lo que hizo en el Mar Rojo, cómo desbarató
a Egipto y a toda su caballería, y cómo cubrió el carro y el caballo de Faraón
en el Mar Rojo? ¿No han oído la historia de cómo Dios derrotó a Og, rey de
Basán, y a Sehón, rey de los amorreos, porque se opusieron al avance de Su
pueblo? ¿No han aprendido cómo demostró que Su misericordia permanece para
siempre al eliminar a esos grandes reyes y al deponer de sus tronos a los
poderosos? ¿No han leído, también, cómo Dios derrotó a los hijos de Canaán, y
cómo echó a los habitantes que allí estaban, dando a Su pueblo por siempre la
tierra como posesión repartida por suerte? ¿No han oído cómo cuando las huestes
de Jabín vinieron contra ellos, las estrellas desde sus órbitas pelearon contra
Sísara? Los barrió el torrente de Cisón, “el antiguo torrente, el torrente de
Cisón”, y no quedó ninguno de ellos. ¿No se les ha dicho, también, cómo por
mano de David, Dios hirió a los filisteos, y cómo por Su diestra hirió a los
hijos de Amón? ¿No han oído cómo Madián fue confundido, y cómo las miríadas de
Arabia fueron esparcidas por Asa en el día de su fe? ¿Y no han oído, también,
cómo el Señor puso un espíritu en las huestes de Senaquerib, de tal manera que en
la mañana todos estaban muertos? ¡Cuenten, cuenten ustedes Sus prodigios!
Hablen de ellos en sus calles. Enséñenlos a sus hijos. No permitan que sean
olvidados, pues la diestra del Señor ha hecho maravillas. Su nombre es conocido
en toda la tierra.
Sin embargo, los prodigios que más nos
conciernen son los de la era cristiana, que ciertamente no son menos importantes
que los que ocurrieron en el Antiguo Testamento. ¿No han leído nunca cómo Dios
adquirió gran renombre en el día de Pentecostés? Busquen y lean en este libro
del registro de los prodigios del Señor. Pedro, el pescador, se puso de pie y
predicó en el nombre del Señor su Dios. Una multitud se congregó y el Espíritu
de Dios descendió sobre ellos, y sucedió que tres mil personas en un día se
compungieron de corazón por la mano de Dios, y creyeron en el Señor Jesucristo.
¿Y no saben cómo los doce apóstoles, con los discípulos, iban por todas partes
predicando
Esta es una de las cosas que hemos oído
sobre los tiempos antiguos.
¿Y no han oído nunca acerca de las
poderosas cosas que Dios hizo por medio de los predicadores, algunos cientos de
años a partir de aquella fecha? ¿No se les ha comentado respecto a Crisóstomo, el
de la “boca de oro”, y cómo, siempre que predicaba, la iglesia se veía atestada
con atentos oyentes; y allí, puesto de pie y levantando manos santas, predicaba
la palabra de Dios en verdad y justicia con una majestad sin paralelo; el
pueblo lo escuchaba al borde de sus asientos para no dejar escapar ni una sola
palabra, y en seguida rompía el silencio con sus aplausos y con golpes de los
pies en el suelo; luego, callaban por un rato, embelesados con el poderoso
orador; y en seguida, transportados por el entusiasmo, se ponían de pie, aplaudían
y gritaban de gozo de nuevo? Incontables fueron las conversiones en su día y
Dios era engrandecido en grado sumo, pues los pecadores eran salvados en gran
número. ¿Y nunca les han contado sus padres acerca de las portentosas cosas que
fueron hechas posteriormente, cuando la negra oscuridad de la superstición
cubrió la tierra, cuando el papado se sentó sobre su trono de ébano, extendió
su vara de hierro a través de las naciones, cerró las ventanas del cielo, apagó
a las propias estrellas de Dios y adensó las tinieblas que cubrían a la gente?
¿Nunca han oído acerca de cómo Martín Lutero se levantó y predicó el Evangelio
de la gracia de Dios, y cómo las naciones temblaron, y el mundo oyó la voz de
Dios y vivió? ¿No han oído acerca de Zwinglio, entre los suizos, y de Calvino,
en la santa ciudad de Ginebra, y de las poderosas obras que Dios hizo por medio
de ellos? Es más, como británicos, ¿han olvidado a los poderosos predicadores
de la verdad; han cesado de zumbarles sus oídos con la prodigiosa historia de
los predicadores que Wickliffe enviaba a cada mercado y a cada aldea de
Inglaterra, para predicar el Evangelio de Dios? ¡Oh!, ¿No nos narra la historia
que aquellos hombres eran como tizones en medio de la paja seca, que su voz era
como el rugido de un león, y su salida como la acometida de un leoncillo? Su
gloria era como el primer nacido de novillo; empujaron a la nación delante de
ellos, y en cuanto a los enemigos, decían: “Destruye”. Nadie podía enfrentarse
a ellos, pues el Señor su Dios los había ceñido con poder.
Acercándonos un poco más a nuestros
tiempos, ciertamente nuestros padres nos han contado las prodigiosas cosas que
Dios hizo en los días de Wesley y de Whitefield. Todas las iglesias estaban
dormidas. La falta de religión era la norma del día. Las propias calles
parecían rezumar iniquidad, y las alcantarillas rebosaban de la maldad del
pecado. Se levantaron Whitefield y Wesley, hombres cuyos corazones el Señor
había tocado, que tuvieron el arrojo de predicar el Evangelio de la gracia de
Dios. Repentinamente, como en un instante, se oyó un sonido como de alas, y la
iglesia dijo: “¿Quiénes son éstos que vuelan como nubes, y como palomas a sus
ventanas?” ¡Vienen! ¡Vienen! Incontables como las aves del cielo, como una
ráfaga, como poderosos vientos que no pueden ser resistidos. En unos pocos
años, por la predicación de estos dos hombres, Inglaterra fue impregnada con la
verdad evangélica.
Quisiera llamar su atención a una
característica especial de las obras de Dios en los tiempos antiguos, y es que
derivan un interés y un asombro crecientes del hecho de que todas ellas fueron
cosas repentinas. Los veteranos en nuestras iglesias creen que las cosas tienen
que crecer pausada y gradualmente; debemos avanzar paso a paso. Dicen que la
acción continua y el trabajo progresivo traerán finalmente el éxito. Pero lo
maravilloso es que todas las obras de Dios han sido repentinas. Cuando Pedro se
puso de pie para predicar, no tuvieron que pasar seis semanas para que tres mil
personas fueran convertidas. De inmediato fueron convertidas y fueron
bautizadas ese mismo día. Se volvieron al Señor en aquella hora. Esos
individuos se convirtieron en discípulos de Cristo tan verdaderamente como
podrían haberlo sido si su conversión les hubiera tomado setenta años. Así fue
en los días de Martín Lutero; no le tomó siglos a Lutero para que irrumpiera en
la densa oscuridad de Roma. Dios encendió la vela y la vela ardió, y hubo al
instante luz. Dios obra de repente. Si alguien hubiera estado en Wurtemburg, y
hubiera preguntado: “¿Puede acobardarse el papado; puede lograrse que tiemble
el Vaticano?” la respuesta habría sido: “No; hacerlo tomaría al menos mil años.
El papado, la gran serpiente, se ha enroscado de tal manera en torno a las
naciones, y las ha sujetado tan firmemente con sus anillos, que no pueden ser
liberadas excepto mediante un largo proceso”. Sin embargo, Dios dijo: “No es
así”. Él hirió gravemente al dragón, y las naciones fueron liberadas. Él
quebrantó las puertas de bronce y desmenuzó los cerrojos de hierro, y la gente
quedó libre en una hora. La libertad no vino con el transcurrir de los años,
sino en un instante. El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; para los
que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos. Lo
mismo ocurrió en los días de Whitefield. La reprensión para una iglesia dormida
no fue una obra de mucho tiempo; se realizó de inmediato. ¿No han oído nunca acerca
del gran avivamiento en tiempos de Whitefield? Tomen como ejemplo el de
Cambuslang. Él estaba predicando a una gran congregación en el cementerio junto
a la iglesia, ya que la multitud no cabía en ningún edificio; y mientras
predicaba, el poder de Dios vino sobre los oyentes, y uno tras otro cayeron al
suelo como si hubiesen sido heridos; y se estimó que no menos de tres mil
personas lanzaron un grito al unísono bajo una convicción de pecado. Continuó
predicando, ya sea tronando como Boanerges, ya consolando como Bernabé, y la
obra se esparció, y ninguna lengua podría contar las grandes cosas que Dios
hizo como resultado de aquel sermón de Whitefield. Ni siquiera el sermón de
Pedro en el día de Pentecostés pudo igualarse a ese.
Así ha sucedido en todos los avivamientos:
la obra de Dios ha sido realizada repentinamente. Como con un estallido de
trueno Dios ha descendido de lo alto; no lentamente, sino cabalgando sobre el
querubín muy regiamente, volando sobre las alas del impetuoso viento. La obra
ha sido repentina; los hombres apenas podían creer que fuera cierto, pues fue
realizada en un lapso muy breve. Ustedes son testigos del gran avivamiento que
está teniendo lugar en Belfast y sus alrededores. Después de considerar
cuidadosamente el asunto, y después de ver a un hermano confiable y bienamado
que vivía en ese vecindario, y a pesar de lo que pudieran decir los enemigos, estoy
convencido de que es una obra genuina de la gracia y de que Dios hace prodigios
allí. Un amigo que vino a visitarme ayer, me dijo que los hombres más ruines y
viles y que las mujeres más depravadas en Belfast, han experimentado esta
extraordinaria epilepsia, según la define el mundo; pero más bien han
experimentado esta extraña irrupción del espíritu, según la entendemos
nosotros. Unos hombres que solían ser borrachos sintieron de pronto un impulso que
los condujo a orar. Ellos se resistían; recurrían a sus copas para apagarlo;
pero mientras juraban y buscaban apagar al Espíritu por medio de su blasfemia,
Dios los llevó al fin a ponerse de rodillas, y se vieron forzados a clamar
pidiendo misericordia con gritos penetrantes, y a agonizar en oración; y luego,
después de un tiempo, el Maligno fue echado fuera de ellos, y en un estado de
ánimo apacible, santo y feliz, hicieron una profesión de su fe en Cristo, y han
caminado en Su temor y amor. Los católicos romanos han sido convertidos. Yo
pensaba que eso era algo extraordinario; pero en verdad han sido convertidos
muy frecuentemente en Ballymena y en Belfast. De hecho se me informa que los
sacerdotes están vendiendo ahora botellitas de agua bendita para que la gente
la beba y sea preservada de este desesperado contagio del Espíritu Santo. Se
dice que esta agua bendita tiene una eficacia tal que aquellos que no asisten a
ninguna de las reuniones no son susceptibles de que el Espíritu Santo se
entrometa con ellos, según les dicen los sacerdotes. Pero si asisten a las
reuniones, ni siquiera el agua bendita podría preservarlos, pues son muy
susceptibles de caer presa de la ‘divina influencia’. Yo creo que son
susceptibles ya sea que asistan o no. Todo eso se ha producido repentinamente,
y aunque podemos esperar encontrar algún elemento de excitación natural, yo estoy persuadido de que, en general,
es una obra real, espiritual y
permanente. Hay un poco de espuma en la superficie, pero hay una corriente que
corre en lo profundo que no puede ser resistida, que barre por debajo y que
arrastra todo consigo. Por lo menos hay algo que despierta nuestro interés, al
saber que en la pequeña aldea de Ballymena, en los días de mercado, los dueños
de las cantinas cobraban siempre más de un centenar de libras esterlinas por el
whiskey vendido, y ahora no pueden cobrar ni un soberano durante todo el día en
todas las cantinas. Los hombres que una vez fueron borrachos ahora se reúnen para
orar, y hay personas que después de oír un sermón no se van hasta que el
ministro predica otro mensaje, y algunas veces hasta un tercero; y al final el
ministro se ve obligado a decirles: “Deben irse, estoy exhausto”. Luego se
dividen en grupos en sus calles y en sus casas y claman a Dios, pidiéndole que Sus
poderosas obras se multipliquen y que los pecadores sean convertidos a Él.
“Bien” –dirá alguien- “no podemos creerlo”. Muy probablemente tú no puedas,
pero algunos de nosotros sí podemos creerlo, pues lo hemos oído con nuestros
oídos, y nuestros padres nos han contado las poderosas obras que Dios hizo en
sus días, y estamos preparados para creer que Dios puede hacer ahora cosas
semejantes.
He de observar aquí que hay una
característica muy clara en todas estas antiguas historias. Siempre que Dios ha
realizado una obra poderosa ha sido por medio de un instrumento muy
insignificante. Cuando venció a Goliat, fue por medio del pequeño David, que no
era más que un rubio muchacho. No hay que guardar la espada de Goliat –siempre
pensé que ese fue un error de David- no hay que guardar la espada de Goliat;
más bien hay que guardar la piedra y hay que atesorar por siempre la honda en
la armería de Dios. Cuando Dios resolvió hacer morir a Sísara, fue una mujer la
que tuvo que hacerlo con un mazo y una estaca. Dios ha realizado Sus obras más
poderosas por medio de los instrumentos más insignificantes; ese es un hecho
sumamente cierto respecto a todas las obras de Dios. Pedro, el pescador, en
Pentecostés; Lutero, el humilde monje, en
No voy a retenerlos más en este punto,
excepto para hacer una observación. Todas las obras poderosas de Dios han ido
acompañadas de mucha oración, y también de gran fe. ¿No han oído jamás cómo
empezó el gran avivamiento americano? Un hombre modesto y desconocido puso en
su corazón orar para que Dios bendijera a su país. Después de orar y luchar y
hacer la conmovedora pregunta: “Señor, ¿qué quieres que yo haga? Señor, ¿qué quieres que yo haga?”, rentó un cuarto, y puso un anuncio notificando que en ese
local tendría lugar una reunión de oración a tal y tal hora del día. Se
presentó a la hora indicada, pero no había ni una sola alma allí; comenzó a
orar, y oró solo durante media hora aproximadamente. Alguien llegó al término
de la media hora, y luego llegaron dos personas más, y creo que la reunión
concluyó con seis personas. Llegó la siguiente semana, y unas cincuenta
personas acudieron en diferentes momentos; por fin asistieron unas cien
personas a la reunión de oración. Luego otras personas iniciaron otras
reuniones de oración; al final casi no había ni una sola calle en Nueva York
que no celebrara alguna reunión de oración. Los comerciantes encontraban tiempo
para ir rápidamente, a mitad del día, a orar. Las reuniones de oración tuvieron
lugar cada día, y duraban cerca de una hora. Peticiones y súplicas eran
enviadas a lo alto y eran ofrecidas delante de Dios con sencillez, y las
respuestas llegaban; muchos eran los felices corazones que se ponían de pie y
testificaban que la oración ofrecida la semana anterior había sido cumplida.
Luego sucedió que estando todos en ferviente oración, el Espíritu de Dios
descendió repentinamente sobre la gente. Entonces corrió el rumor de que en una
cierta aldea un predicador había estado predicando lleno de ardor, y que cientos
de personas fueron convertidas en una semana. El hecho se divulgó a todo lo
ancho y a lo largo de los estados del norte del país. Esos avivamientos de la
religión se volvieron universales, y se ha dicho algunas veces que un cuarto de
millón de personas fueron convertidas a Dios en un breve lapso de dos o tres
meses.
El mismo efecto se produjo en Ballymena y
Belfast por los mismos medios. Un hermano descubrió que en su corazón se
albergaba el deseo de orar, y efectivamente oró; luego tuvo lugar una habitual reunión
de oración; día tras día se congregaban para suplicar la bendición, y el fuego
descendió y se realizó la obra. Los pecadores eran convertidos, no
individualmente ni en pares, sino por centenas y por miles, y el nombre del
Señor fue grandemente magnificado por el progreso del Evangelio. Amados, yo
sólo les estoy contando hechos. Cada
uno de ustedes debe hacer su propia evaluación de los mismos, si así le parece.
II. Conforme a mi división, ahora tengo que
hacer unas cuantas observaciones acerca de las CONDICIONES ADVERSAS BAJO LAS
QUE OPERAN FRECUENTEMENTE ESAS ANTIGUAS HISTORIAS. Cuando la gente oye acerca
de lo que Dios solía hacer, una de las cosas que dice es: “Oh, eso fue hace
muchísimo tiempo”. Piensan que los tiempos han cambiado desde entonces. Uno
dice: “yo puedo creer cualquier cosa acerca de
Otros dirán: “Oh, bien, yo considero que
estas cosas son grandes prodigios, que son milagros. No debemos esperarlos
todos los días”. Esa es precisamente la razón por la que no los obtenemos. Si
hubiéramos aprendido a esperarlos, sin duda los obtendríamos. Pero
desafortunadamente los ponemos en un estante, como cosas fuera del orden común
de nuestra moderada religión, como meras curiosidades de la historia de
Sin embargo, hay otra condición adversa
bajo la que operan estas viejas historias. El hecho es que nosotros no las
hemos visto. Vamos, yo podría hablarles perennemente de avivamientos, pero
ustedes no creerían ni tan integralmente ni tan verdaderamente en ellos como si
un avivamiento tuviera lugar en su medio. Si lo vieran con sus propios ojos,
entonces verían su poder. Si hubieran vivido en los días de Whitefield, o
hubieran oído predicar a Grimshaw, creerían cualquier cosa. Grimshaw predicaba
hasta veinticuatro veces a la semana: predicaba muchas veces en el transcurso
de un bochornoso día, transportándose de un lugar a otro en su caballo. Ese
hombre en verdad predicaba. Parecía
como si el cielo descendiera a la tierra para escucharlo. Hablaba con un
denuedo real, con todo el fuego del celo que pudiera arder en un pecho mortal,
y la gente temblaba mientras lo escuchaba y decía: “Ciertamente esta es la voz
de Dios”. Lo mismo sucedía con Whitefield. La gente se mecía de un lado a otro
mientras él hablaba, tal como el campo sembrado se mece con el viento. Tan
poderosa era la energía de Dios después de oír un sermón así, que los hombres
con el corazón más empedernido salían y decían: “debe de haber algo en él;
nunca oí nada semejante”. ¿No pueden percibir estas cosas como hechos
literales? ¿No se yerguen en toda su brillantez ante sus ojos? Entonces yo
pienso que las historias que han oído con sus oídos deberían tener un efecto
apropiado y verdadero en sus propias vidas.
III. Esto me lleva, en tercer lugar, a las
CONCLUSIONES APROPIADAS QUE HAN DE EXTRAERSE DE LAS ANTIGUAS HISTORIAS DE LAS
PODEROSAS OBRAS DE DIOS.
Quisiera poder hablar con el mismo fervor
que tenían algunos de esos hombres cuyos nombres he mencionado. Oren por mí,
para que el Espíritu de Dios descanse sobre mí, y pueda argumentar con todo mi
poder con ustedes durante un rato, intentando exhortarlos y animarlos para que
experimenten un avivamiento semejante en su medio.
Mis queridos amigos, el primer efecto que
la lectura de la historia de las poderosas obras de Dios debería tener en
nosotros es el de producir gratitud y alabanza. ¿No encontramos ningún tema que
inspire hoy nuestro cantar? Cantemos entonces sobre los días de la antigüedad.
Si no podemos cantarle a nuestro Bienamado un cántico relativo a lo que está
haciendo en nuestro medio, descolguemos nuestras arpas de los sauces, y
cantemos un cántico antiguo y bendigamos y alabemos Su santo nombre por las
cosas que Él hizo a Su iglesia en la antigüedad, por los prodigios que obró en Egipto
y en todas las tierras por las que condujo a Su pueblo y de las que lo sacó con
mano fuerte y con brazo extendido. Cuando hayamos comenzado a alabar a Dios por
todo lo que ha hecho, pienso que puedo aventurarme a garantizarles otro
grandioso día. Lo que Dios ha hecho debe sugerirles una oración pidiéndole que
se digne repetir unas señales y unos prodigios semejantes en medio de nosotros.
¡Oh, varones hermanos!, qué no sentiría
mi corazón si pudiera creer que algunos de ustedes van a regresar a casa y van
a orar pidiendo que haya un avivamiento de la religión; que fueran hombres con
una fe lo suficientemente grande y con un amor lo suficientemente ardiente que
los conduzcan a partir de ahora a efectuar intercesiones incesantes para que
Dios se digne aparecer entre nosotros y se digne hacer prodigios aquí, como en
los tiempos de antiguas generaciones. Vamos, miren que en esta asamblea reunida
hoy aquí hay muchos candidatos para nuestra compasión. Mirando en torno nuestro,
observo a ciertas personas cuyas historias pudiera conocer, pero cuántos no hay
que son todavía inconversos, seres que han temblado y que saben que lo han hecho,
pero que se han despojado de sus miedos, y una vez más retan a su destino, resueltos
a ser suicidas para con sus propias almas despreciando esa gracia que una vez
parecía luchar en sus corazones. Se están alejando de las puertas del cielo y van
corriendo a toda prisa a las puertas del infierno; ¿y tú no extenderás tus
manos a Dios para que los detenga en su desesperada determinación? Si en esta
congregación no hubiera más que una persona inconversa y yo pudiera
identificarla y decir: “Hela allí, un alma que no ha sentido nunca el amor de
Dios, y que no ha sido llevada nunca al arrepentimiento”, con qué ansiosa
curiosidad la mirarían todos los ojos. Pienso que de los miles de cristianos
que están presentes, no hay ni uno solo que rehusaría ir a casa y orar por esa solitaria
alma inconversa. Pero, ¡oh!, hermanos míos, no es solamente un alma la que está
en riesgo de ir al fuego del infierno; aquí hay cientos y miles de nuestros
semejantes en esa misma condición.
¿Les he de dar todavía otra razón por la
que deberían orar? Hasta ahora todos los medios utilizados no han surtido
efecto. Dios es mi testigo de cuán a menudo me he esforzado en este púlpito por
ser un instrumento para la conversión de los hombres. He predicado de todo corazón.
No podría decir más de lo que he dicho, y espero que la privacidad de mi
aposento me sirva de testigo del hecho de que no ceso de sentir cuando ceso de
hablar, antes bien, tengo un corazón para orar por aquellos que no son
afectados nunca, o que, si se ven afectados, apagan pese a todo al Espíritu de
Dios.
Queridos oyentes, he hecho lo más que he
podido. ¿No vendrán al socorro de Jehová contra los fuertes? ¿No han de lograr sus
oraciones lo que mi predicación no puede lograr? Helos ahí, los encomiendo a
ustedes: hombres y mujeres cuyos corazones se niegan a derretirse, cuyas
contumaces rodillas no se quieren doblar. Yo se los entrego a ustedes para que
oren por ellos. Presenten sus casos cuando estén de rodillas delante de Dios.
¡Esposa, nunca ceses de orar por tu esposo inconverso! ¡Esposo, nunca detengas
tu suplicación mientras no veas convertida a tu esposa! Y, ¡oh, padres y
madres!, ¿no tienen ustedes hijos inconversos? ¿No los han traído aquí domingo
tras domingo, aunque siguen siendo lo mismo que han sido? Los han enviado
primero a una capilla y luego a otra, pero son tal como eran. La ira de Dios
permanece sobre ellos. Han de morir, y si murieran ahora, ustedes están
conscientes con absoluta certeza de que las llamas del infierno los envolverán.
¿Y se niegan ustedes a orar por ellos? Tendrían corazones empedernidos, tendrían
almas embrutecidas, si conociendo ustedes mismos a Cristo no oraran por quienes
han salido de sus propios lomos, por sus hijos según la carne.
Queridos amigos, no sabemos lo que Dios
haría por nosotros si oráramos pidiendo una bendición. Consideren el movimiento
que ya hemos visto; nos consta que en Exeter Hall, en
Otra conclusión que podemos sacar es que
todas las historias que hemos oído deberían corregir cualquier autodependencia
que pudiera haber entrado furtivamente en nuestros traicioneros corazones. Tal
vez, como congregación, hayamos comenzado a depender de nuestros números y de
otras cosas. Es posible que hayamos pensado: “Seguramente Dios nos bendecirá
por medio del ministerio”. Ahora bien, las historias que nuestros padres nos
han contado deberían recordarnos a todos que Dios salva, no por muchos, ni por
unos cuantos; que no está en nosotros hacer esto sino que Dios tiene que hacerlo
todo; pudiera ser que algún predicador ignorado cuyo nombre ha sido desconocido
hasta ahora, algún oscuro residente de St. Giles, se dé a la tarea en esta
ciudad de Londres de predicar al Señor con un mayor poder del que los obispos o
ministros hayan conocido antes. Yo le doy la bienvenida; Dios sea con él, sin
importar de dónde venga, que Dios le ayude y que sea realizada la obra. Sin
embargo, tal vez Dios tenga la intención de bendecir al instrumento usado en
este lugar para tu bien y para tu conversión. Si es así, soy tres veces feliz
al pensar que ese podría ser el caso. Pero no dependan en absoluto del
instrumento. No; cuando los hombres más se reían y más se burlaban de nosotros,
más nos bendecía Dios. Ahora ya no es algo deshonroso asistir al Music Hall. No
somos tan despreciados como lo fuimos antes, pero me pregunto si tenemos una
bendición tan grande como la que una vez tuvimos. Estaríamos dispuestos a
soportar otra vergüenza en la picota, a experimentar otra dura experiencia
siendo atacados por todos los periódicos, y a oír las rechiflas y los maltratos
de todos los hombres, si así le agradara a Dios, con tal de que Él nos dé una
bendición. Que nos haga desechar cualquier idea de que nuestro propio arco y nuestra
propia espada obtendrán la victoria para nosotros. Nunca veremos un avivamiento
aquí a menos que creamos que es el Señor, y sólo el Señor quien puede hacerlo.
Habiendo dicho esto, voy a esforzarme
para estimularlos con la confianza de que el resultado que he imaginado puede
ser obtenido, y que las historias que hemos oído sobre los tiempos antiguos
pueden hacerse realidad en nuestros días. ¿Por qué no podría ser convertido
cada uno de mis oyentes? ¿Hay alguna limitación en el Espíritu de Dios? ¿Por
qué el ministro más débil no se podría convertir en un instrumento de salvación
para miles de personas? ¿Se ha acortado el brazo de Dios?
Hermanos míos, cuando les pido que oren a
Dios suplicándole que haga del ministerio algo vivo y poderoso -como una espada
de dos filos- para salvación de los pecadores, no les estoy imponiendo una
tarea ardua ni mucho menos imposible. Sólo tenemos que pedirlo para obtenerlo.
Antes de que llamemos, Dios responderá; y mientras estamos hablando todavía, Él
oirá. Sólo Dios sabe qué puede resultar del sermón de esta mañana, si Él decide
bendecirlo. A partir de este momento pueden orar más y desde este momento Dios
puede bendecir más el ministerio. A partir de esta hora otros púlpitos se
pueden llenar de más vida y vigor que antes. Desde este mismísimo momento
Pecadores, crean en el Señor Jesús;
arrepiéntanse y conviértanse, cada uno de ustedes. Me atrevo a decir lo que
Pedro dijo. Rompiendo todos los lazos de todo tipo que pudieran cerrar mis labios,
yo los exhorto en el nombre de Dios a que se arrepientan y escapen de la condenación.
En unos cuantos meses o años sabrán lo que significa la condenación, a menos
que se arrepientan. ¡Oh!, vuelen a Cristo mientras la lámpara esté viva y arda,
y mientras la misericordia sea predicada todavía para ustedes. La gracia es presentada
todavía; acepten a Cristo, no le resistan más; acudan a Él ahora. Las puertas
de la misericordia están abiertas de par en par hoy. Ven ahora, pobre pecador,
para que tus pecados te sean perdonados.
Cuando los antiguos romanos atacaban una
ciudad, era su costumbre izar en la puerta una bandera blanca, y si la
guarnición militar se rendía mientras la bandera blanca ondeaba ahí, salvaban
sus vidas. Una vez que se izaba la bandera negra, todo hombre era pasado por
espada. La bandera blanca está izada hoy; tal vez mañana la bandera negra será
elevada sobre el poste de la ley y entonces no hay arrepentimiento o salvación
ni en este mundo ni en el venidero.
Un antiguo conquistador oriental, cuando
llegaba a una ciudad, solía encender un brasero de carbones, y alzándolo sobre
un palo proclamaba, al sonido de la trompeta, que si se rendían mientras el
fuego estuviera vivo y ardiera, tendría misericordia de ellos, pero cuando los
carbones se apagaran él invadiría la ciudad, derribaría cada una de sus
piedras, la sembraría de sal, y mataría sangrientamente a los hombres, las
mujeres y los niños.
Hoy, los truenos de Dios los invitan a
recibir una advertencia parecida. Allí está su luz, la lámpara y el brasero de
carbones ardientes. Año tras años el fuego se va apagando, pero queda el
carbón. Aun ahora el viento de la muerte está tratando de apagar el último
carbón que sobrevive.
¡Oh, pecador!, vuélvete mientras la
lámpara continúa ardiendo. Arrepiéntete ahora, pues cuando el último carbón
esté apagado tu arrepentimiento no te servirá de nada. Tus gritos perennes en
el tormento no podrán conmover al corazón de Dios; tus gemidos y tus lágrimas
salobres no podrán moverle a tener piedad de ti. ‘Si oyereis hoy su voz, no
endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación’. Oh, aférrense a Cristo
hoy: “Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se
inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían”.
Traductor: Allan Román
15/Febrero/2012
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