El Púlpito de la Capilla New Park Street

La Historia de las Poderosas Obras de Dios

NO. 263

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 17 DE JULIO DE 1859

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS, LONDRES.

 

“Oh Dios, con nuestros oídos hemos oído, nuestros padres nos han contado, la obra que hiciste en sus días, en los tiempos antiguos”.

Salmo 44: 1

 

Tal vez no haya historias que recordemos más durante tanto tiempo que las que oímos en nuestra niñez, que aquellos cuentos que nuestros padres nos contaron y que también escuchamos en nuestras guarderías infantiles. Es triste pensar que muchas de esas historias son vanas y vacías, de manera que desde la más tierna infancia las fábulas tiñeron nuestras mentes. Extrañas narraciones llenas de mentiras inocularon nuestro cerebro. Ahora bien, entre los primeros cristianos y entre los antiguos creyentes de tiempos lejanos, los cuentos de las guarderías infantiles eran muy diferentes de los cuentos de ahora, y las historias que entretenían a sus hijos eran de muy diferente tipo de las que nos fascinaron en los días de nuestra tierna infancia. Abraham sin duda les contaba a sus pequeños hijos cosas sobre el diluvio, y les decía cómo las aguas habían cubierto la tierra y cómo únicamente Noé fue salvado en el arca. Todos los antiguos israelitas, morando ya en su propia tierra, les contaban a sus hijos historias acerca del Mar Rojo y acerca de las plagas que Dios envió a Egipto cuando sacó a Su pueblo de la casa de servidumbre. Se sabe que entre los primeros cristianos, los padres solían contar a sus hijos todo lo relacionado a la vida de Cristo, a los hechos de los apóstoles y otras narraciones semejantes. Más aún, entre nuestros ancestros puritanos, esas mismas historias recreaban a la niñez. Sentados junto a la chimenea, ante aquellos antiguos mosaicos holandeses que mostraban pintorescos dibujos de exquisito primor de la historia de Cristo, las madres enseñaban a sus hijos que Jesús caminó sobre el agua, y que multiplicó los panes, o les hablaban acerca de Su maravillosa transfiguración, o de la crucifixión de Jesús. Oh, cómo quisiera que los cuentos de nuestra época fueran como aquellos, que las historias de nuestra niñez fueran de nuevo las historias de Cristo, y que cada uno de nosotros creyera que, después de todo, no puede haber nada más interesante que lo verdadero, y que nada puede ser más impactante que aquellas historias que están registradas en el Libro sagrado. Nada puede conmover más verdaderamente el corazón de un niño que las maravillosas obras que Dios realizó en tiempos antiguos. Ahora, pareciera que el salmista que escribió esta oda en extremo musical hubiera escuchado de su padre las historias de las portentosas cosas que Dios había hecho en su día; y posteriormente, este dulce cantor en Israel las enseñó a sus hijos, y así una generación tras otra fue conducida a llamar a Dios bendito, al recordar a través de la tradición Sus poderosas obras.

 

Ahora, queridos amigos míos, esta mañana tengo la intención de recordarles algunas de las prodigiosas obras que Dios realizó en los tiempos antiguos. Mi meta y objetivo será estimular sus mentes para que busquen cosas semejantes, para que mirando al pasado, a lo que Dios ha hecho, sean inducidos a mirar hacia adelante con ojos de expectación, confiando que Él extenderá de nuevo Su potente mano y Su santo brazo, y que repetirá esos poderosos actos que realizó en los días del pasado.

 

Primero, voy a hablar sobre las maravillosas historias que nuestros padres nos han contado, y que hemos oído acerca de los tiempos antiguos; en segundo lugar, voy a mencionar algunas condiciones adversas bajo las que operan estas antiguas historias con respecto a su efecto sobre nuestras mentes; y, luego, voy a sacar las conclusiones pertinentes de esas cosas maravillosas que hemos oído que el Señor hizo en los días de la antigüedad.

 

I.   Comencemos, entonces, con LAS MARAVILLOSAS HISTORIAS QUE HEMOS OÍDO ACERCA DE LOS ANTIGUOS HECHOS DEL SEÑOR.

 

Hemos oído que Dios ha realizado a veces actos muy poderosos. El curso normal cotidiano del mundo se ha visto turbado por prodigios ante los cuales los hombres se han maravillado en grado sumo. No siempre ha permitido Dios que la iglesia prosiga ascendiendo gradualmente a la victoria, sino que le ha agradado asestar a veces un terrible golpe a Sus enemigos para derribarlos, y le ha agradado pedir a Sus hijos que hollaran los cuerpos caídos de esos enemigos. Revisen, entonces, los registros antiguos y recuerden lo que Dios ha hecho. ¿No recuerdan lo que hizo en el Mar Rojo, cómo desbarató a Egipto y a toda su caballería, y cómo cubrió el carro y el caballo de Faraón en el Mar Rojo? ¿No han oído la historia de cómo Dios derrotó a Og, rey de Basán, y a Sehón, rey de los amorreos, porque se opusieron al avance de Su pueblo? ¿No han aprendido cómo demostró que Su misericordia permanece para siempre al eliminar a esos grandes reyes y al deponer de sus tronos a los poderosos? ¿No han leído, también, cómo Dios derrotó a los hijos de Canaán, y cómo echó a los habitantes que allí estaban, dando a Su pueblo por siempre la tierra como posesión repartida por suerte? ¿No han oído cómo cuando las huestes de Jabín vinieron contra ellos, las estrellas desde sus órbitas pelearon contra Sísara? Los barrió el torrente de Cisón, “el antiguo torrente, el torrente de Cisón”, y no quedó ninguno de ellos. ¿No se les ha dicho, también, cómo por mano de David, Dios hirió a los filisteos, y cómo por Su diestra hirió a los hijos de Amón? ¿No han oído cómo Madián fue confundido, y cómo las miríadas de Arabia fueron esparcidas por Asa en el día de su fe? ¿Y no han oído, también, cómo el Señor puso un espíritu en las huestes de Senaquerib, de tal manera que en la mañana todos estaban muertos? ¡Cuenten, cuenten ustedes Sus prodigios! Hablen de ellos en sus calles. Enséñenlos a sus hijos. No permitan que sean olvidados, pues la diestra del Señor ha hecho maravillas. Su nombre es conocido en toda la tierra.

 

Sin embargo, los prodigios que más nos conciernen son los de la era cristiana, que ciertamente no son menos importantes que los que ocurrieron en el Antiguo Testamento. ¿No han leído nunca cómo Dios adquirió gran renombre en el día de Pentecostés? Busquen y lean en este libro del registro de los prodigios del Señor. Pedro, el pescador, se puso de pie y predicó en el nombre del Señor su Dios. Una multitud se congregó y el Espíritu de Dios descendió sobre ellos, y sucedió que tres mil personas en un día se compungieron de corazón por la mano de Dios, y creyeron en el Señor Jesucristo. ¿Y no saben cómo los doce apóstoles, con los discípulos, iban por todas partes predicando la Palabra, y cómo caían de sus tronos los ídolos? Las ciudades abrían sus puertas de par en par, y los mensajeros de Cristo caminaban a través de las calles y predicaban. Es cierto que al principio fueron expulsados de un sitio y de otro, y fueron cazados como codornices en las montañas; pero, ¿no recuerdan cómo el Señor obtuvo para Sí la victoria puesto que cien años después de la crucifixión de Cristo, el Evangelio ya había sido predicado en todas las naciones, y las islas del mar ya habían oído su sonido? ¿Y no han olvidado todavía cómo los paganos eran bautizados, miles a la vez, en todo río? ¿Qué torrente hay en Europa que no pueda dar testimonio de la majestad del Evangelio? ¿Qué ciudad hay en la tierra que no pueda decir cómo ha triunfado la verdad de Dios y cómo el pagano ha abandonado a sus falsos dioses, y ha doblado su rodilla ante Jesús, el Crucificado? La primera propagación del Evangelio es un milagro que nunca podrá ser eclipsado. Todo lo que Dios hizo en el Mar Rojo, lo superó en los siguientes cien años después de la primera venida de Cristo al mundo. Parecía como si un fuego del cielo corriera por el suelo. Nada podía resistirse a su fuerza. El rayo de la verdad demolió cada pináculo del templo del ídolo, y Jesús fue adorado desde la salida del sol hasta su ocaso.

 

Esta es una de las cosas que hemos oído sobre los tiempos antiguos.

 

¿Y no han oído nunca acerca de las poderosas cosas que Dios hizo por medio de los predicadores, algunos cientos de años a partir de aquella fecha? ¿No se les ha comentado respecto a Crisóstomo, el de la “boca de oro”, y cómo, siempre que predicaba, la iglesia se veía atestada con atentos oyentes; y allí, puesto de pie y levantando manos santas, predicaba la palabra de Dios en verdad y justicia con una majestad sin paralelo; el pueblo lo escuchaba al borde de sus asientos para no dejar escapar ni una sola palabra, y en seguida rompía el silencio con sus aplausos y con golpes de los pies en el suelo; luego, callaban por un rato, embelesados con el poderoso orador; y en seguida, transportados por el entusiasmo, se ponían de pie, aplaudían y gritaban de gozo de nuevo? Incontables fueron las conversiones en su día y Dios era engrandecido en grado sumo, pues los pecadores eran salvados en gran número. ¿Y nunca les han contado sus padres acerca de las portentosas cosas que fueron hechas posteriormente, cuando la negra oscuridad de la superstición cubrió la tierra, cuando el papado se sentó sobre su trono de ébano, extendió su vara de hierro a través de las naciones, cerró las ventanas del cielo, apagó a las propias estrellas de Dios y adensó las tinieblas que cubrían a la gente? ¿Nunca han oído acerca de cómo Martín Lutero se levantó y predicó el Evangelio de la gracia de Dios, y cómo las naciones temblaron, y el mundo oyó la voz de Dios y vivió? ¿No han oído acerca de Zwinglio, entre los suizos, y de Calvino, en la santa ciudad de Ginebra, y de las poderosas obras que Dios hizo por medio de ellos? Es más, como británicos, ¿han olvidado a los poderosos predicadores de la verdad; han cesado de zumbarles sus oídos con la prodigiosa historia de los predicadores que Wickliffe enviaba a cada mercado y a cada aldea de Inglaterra, para predicar el Evangelio de Dios? ¡Oh!, ¿No nos narra la historia que aquellos hombres eran como tizones en medio de la paja seca, que su voz era como el rugido de un león, y su salida como la acometida de un leoncillo? Su gloria era como el primer nacido de novillo; empujaron a la nación delante de ellos, y en cuanto a los enemigos, decían: “Destruye”. Nadie podía enfrentarse a ellos, pues el Señor su Dios los había ceñido con poder.

 

Acercándonos un poco más a nuestros tiempos, ciertamente nuestros padres nos han contado las prodigiosas cosas que Dios hizo en los días de Wesley y de Whitefield. Todas las iglesias estaban dormidas. La falta de religión era la norma del día. Las propias calles parecían rezumar iniquidad, y las alcantarillas rebosaban de la maldad del pecado. Se levantaron Whitefield y Wesley, hombres cuyos corazones el Señor había tocado, que tuvieron el arrojo de predicar el Evangelio de la gracia de Dios. Repentinamente, como en un instante, se oyó un sonido como de alas, y la iglesia dijo: “¿Quiénes son éstos que vuelan como nubes, y como palomas a sus ventanas?” ¡Vienen! ¡Vienen! Incontables como las aves del cielo, como una ráfaga, como poderosos vientos que no pueden ser resistidos. En unos pocos años, por la predicación de estos dos hombres, Inglaterra fue impregnada con la verdad evangélica. La Palabra de Dios fue conocida en cada pueblo, y casi no había ninguna aldea en la que los metodistas no hubiesen penetrado. Pensando que aquellos eran días de lenta transportación, cuando el cristianismo parecía haber comprado aquellas viejas carretas en las que nuestros padres viajaron una vez -donde el negocio funciona con vapor, allí la religión se arrastra con frecuencia con su panza contra el suelo- nos quedamos sorprendidos ante estas historias, y las consideramos como prodigiosas. Con todo, debemos creerlas pues nos llegan como asuntos sustanciales de la historia. Y, por Su gracia, Dios hará todavía esas cosas prodigiosas que hizo en los tiempos antiguos. ‘Porque ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es Su nombre’.

 

Quisiera llamar su atención a una característica especial de las obras de Dios en los tiempos antiguos, y es que derivan un interés y un asombro crecientes del hecho de que todas ellas fueron cosas repentinas. Los veteranos en nuestras iglesias creen que las cosas tienen que crecer pausada y gradualmente; debemos avanzar paso a paso. Dicen que la acción continua y el trabajo progresivo traerán finalmente el éxito. Pero lo maravilloso es que todas las obras de Dios han sido repentinas. Cuando Pedro se puso de pie para predicar, no tuvieron que pasar seis semanas para que tres mil personas fueran convertidas. De inmediato fueron convertidas y fueron bautizadas ese mismo día. Se volvieron al Señor en aquella hora. Esos individuos se convirtieron en discípulos de Cristo tan verdaderamente como podrían haberlo sido si su conversión les hubiera tomado setenta años. Así fue en los días de Martín Lutero; no le tomó siglos a Lutero para que irrumpiera en la densa oscuridad de Roma. Dios encendió la vela y la vela ardió, y hubo al instante luz. Dios obra de repente. Si alguien hubiera estado en Wurtemburg, y hubiera preguntado: “¿Puede acobardarse el papado; puede lograrse que tiemble el Vaticano?” la respuesta habría sido: “No; hacerlo tomaría al menos mil años. El papado, la gran serpiente, se ha enroscado de tal manera en torno a las naciones, y las ha sujetado tan firmemente con sus anillos, que no pueden ser liberadas excepto mediante un largo proceso”. Sin embargo, Dios dijo: “No es así”. Él hirió gravemente al dragón, y las naciones fueron liberadas. Él quebrantó las puertas de bronce y desmenuzó los cerrojos de hierro, y la gente quedó libre en una hora. La libertad no vino con el transcurrir de los años, sino en un instante. El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; para los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos. Lo mismo ocurrió en los días de Whitefield. La reprensión para una iglesia dormida no fue una obra de mucho tiempo; se realizó de inmediato. ¿No han oído nunca acerca del gran avivamiento en tiempos de Whitefield? Tomen como ejemplo el de Cambuslang. Él estaba predicando a una gran congregación en el cementerio junto a la iglesia, ya que la multitud no cabía en ningún edificio; y mientras predicaba, el poder de Dios vino sobre los oyentes, y uno tras otro cayeron al suelo como si hubiesen sido heridos; y se estimó que no menos de tres mil personas lanzaron un grito al unísono bajo una convicción de pecado. Continuó predicando, ya sea tronando como Boanerges, ya consolando como Bernabé, y la obra se esparció, y ninguna lengua podría contar las grandes cosas que Dios hizo como resultado de aquel sermón de Whitefield. Ni siquiera el sermón de Pedro en el día de Pentecostés pudo igualarse a ese.

 

Así ha sucedido en todos los avivamientos: la obra de Dios ha sido realizada repentinamente. Como con un estallido de trueno Dios ha descendido de lo alto; no lentamente, sino cabalgando sobre el querubín muy regiamente, volando sobre las alas del impetuoso viento. La obra ha sido repentina; los hombres apenas podían creer que fuera cierto, pues fue realizada en un lapso muy breve. Ustedes son testigos del gran avivamiento que está teniendo lugar en Belfast y sus alrededores. Después de considerar cuidadosamente el asunto, y después de ver a un hermano confiable y bienamado que vivía en ese vecindario, y a pesar de lo que pudieran decir los enemigos, estoy convencido de que es una obra genuina de la gracia y de que Dios hace prodigios allí. Un amigo que vino a visitarme ayer, me dijo que los hombres más ruines y viles y que las mujeres más depravadas en Belfast, han experimentado esta extraordinaria epilepsia, según la define el mundo; pero más bien han experimentado esta extraña irrupción del espíritu, según la entendemos nosotros. Unos hombres que solían ser borrachos sintieron de pronto un impulso que los condujo a orar. Ellos se resistían; recurrían a sus copas para apagarlo; pero mientras juraban y buscaban apagar al Espíritu por medio de su blasfemia, Dios los llevó al fin a ponerse de rodillas, y se vieron forzados a clamar pidiendo misericordia con gritos penetrantes, y a agonizar en oración; y luego, después de un tiempo, el Maligno fue echado fuera de ellos, y en un estado de ánimo apacible, santo y feliz, hicieron una profesión de su fe en Cristo, y han caminado en Su temor y amor. Los católicos romanos han sido convertidos. Yo pensaba que eso era algo extraordinario; pero en verdad han sido convertidos muy frecuentemente en Ballymena y en Belfast. De hecho se me informa que los sacerdotes están vendiendo ahora botellitas de agua bendita para que la gente la beba y sea preservada de este desesperado contagio del Espíritu Santo. Se dice que esta agua bendita tiene una eficacia tal que aquellos que no asisten a ninguna de las reuniones no son susceptibles de que el Espíritu Santo se entrometa con ellos, según les dicen los sacerdotes. Pero si asisten a las reuniones, ni siquiera el agua bendita podría preservarlos, pues son muy susceptibles de caer presa de la ‘divina influencia’. Yo creo que son susceptibles ya sea que asistan o no. Todo eso se ha producido repentinamente, y aunque podemos esperar encontrar algún elemento de excitación natural, yo estoy persuadido de que, en general, es una obra real, espiritual y permanente. Hay un poco de espuma en la superficie, pero hay una corriente que corre en lo profundo que no puede ser resistida, que barre por debajo y que arrastra todo consigo. Por lo menos hay algo que despierta nuestro interés, al saber que en la pequeña aldea de Ballymena, en los días de mercado, los dueños de las cantinas cobraban siempre más de un centenar de libras esterlinas por el whiskey vendido, y ahora no pueden cobrar ni un soberano durante todo el día en todas las cantinas. Los hombres que una vez fueron borrachos ahora se reúnen para orar, y hay personas que después de oír un sermón no se van hasta que el ministro predica otro mensaje, y algunas veces hasta un tercero; y al final el ministro se ve obligado a decirles: “Deben irse, estoy exhausto”. Luego se dividen en grupos en sus calles y en sus casas y claman a Dios, pidiéndole que Sus poderosas obras se multipliquen y que los pecadores sean convertidos a Él. “Bien” –dirá alguien- “no podemos creerlo”. Muy probablemente tú no puedas, pero algunos de nosotros sí podemos creerlo, pues lo hemos oído con nuestros oídos, y nuestros padres nos han contado las poderosas obras que Dios hizo en sus días, y estamos preparados para creer que Dios puede hacer ahora cosas semejantes.

 

He de observar aquí que hay una característica muy clara en todas estas antiguas historias. Siempre que Dios ha realizado una obra poderosa ha sido por medio de un instrumento muy insignificante. Cuando venció a Goliat, fue por medio del pequeño David, que no era más que un rubio muchacho. No hay que guardar la espada de Goliat –siempre pensé que ese fue un error de David- no hay que guardar la espada de Goliat; más bien hay que guardar la piedra y hay que atesorar por siempre la honda en la armería de Dios. Cuando Dios resolvió hacer morir a Sísara, fue una mujer la que tuvo que hacerlo con un mazo y una estaca. Dios ha realizado Sus obras más poderosas por medio de los instrumentos más insignificantes; ese es un hecho sumamente cierto respecto a todas las obras de Dios. Pedro, el pescador, en Pentecostés; Lutero, el humilde monje, en la Reforma; Whitefield, el mozo de la posada Old Bell en Gloucester, en el tiempo del avivamiento del siglo pasado; y así será hasta el fin. Dios no obra con los caballos o con el carro de Faraón, sino con la vara de Moisés; Él no realiza Sus prodigios con el torbellino y la tormenta; los realiza a través del silbo apacible y delicado, para que toda la gloria y todo el honor sean Suyos. ¿Acaso no es esto una fuente de aliento para ustedes y para mí? ¿Por qué no podríamos ser utilizados para hacer aquí algunas obras poderosas para Dios? Además, hemos notado en todas estas historias de las poderosas obras en los tiempos antiguos, que dondequiera que Él ha hecho algo grande ha sido por medio de alguien que ha tenido una fe muy grande. Yo creo verdaderamente en este momento que, si Dios así lo quisiera, cada alma en este salón sería convertida ahora. Si Dios decidiera poner de manifiesto las operaciones de Su poderoso Espíritu, ni el más obstinado corazón sería capaz de oponerse. “De quien quiere, tiene misericordia”. Él hace lo que place; nadie puede detener Su mano. “Bien” –dirá alguien- “pero yo no espero ver grandes cosas”. Entonces, querido amigo mío, no sufrirás ninguna decepción, pues no las verás; pero quienes las esperan, las verán. Los hombres de gran fe hacen grandes cosas. Fue la fe de Elías la que mató a los sacerdotes de Baal. Si hubiera tenido la misma fe pequeña que algunos de ustedes tienen, los sacerdotes de Baal hubieran gobernado todavía al pueblo, y nunca hubieran perecido a espada. Fue la fe de Elías la que lo indujo a decir: “Si Jehová es Dios, seguidle”. Y también dice: “Escojan un buey, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, pero no pongan fuego debajo… Invocad luego vosotros el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré el nombre de Jehová”. Fue su noble fe la que lo indujo a decir: “Prended a los profetas de Baal, para que no escape ninguno”, y los llevó al arroyo de Cisón y allí los degolló como un holocausto para Dios. El nombre de Dios fue muy engrandecido porque la fe en Dios de Elías era muy poderosa y heroica. Cuando el Papa envió su bula a Lutero, Lutero la quemó. Puesto en pie en medio de la multitud, con el flamante documento en su mano, dijo: “Vean esto, es la bula papal”. ¿Qué le importaba a él que todos los papas estuvieran dentro o fuera del infierno? Y cuando fue a Worms para comparecer en la gran Dieta, sus seguidores le dijeron: “Corres peligro, no vayas”. “No” –respondió Lutero- “aunque hubiera tantos demonios en Worms como el número de tejas que hay sobre los techos de las casas, no temería; yo iré”, y fue a Worms confiado en el Señor su Dios. Lo mismo sucedió con Whitefield: él creía y esperaba que Dios hiciera grandes cosas. Cuando subía a su púlpito, creía que Dios bendeciría al pueblo, y Dios lo hacía. Una fe pequeña puede hacer cosas pequeñas, pero una fe grande es honrada grandemente. ¡Oh Dios!, nuestros padres nos han dicho que siempre que tuvieron una gran fe, Tú siempre la honraste haciendo obras poderosas.

 

No voy a retenerlos más en este punto, excepto para hacer una observación. Todas las obras poderosas de Dios han ido acompañadas de mucha oración, y también de gran fe. ¿No han oído jamás cómo empezó el gran avivamiento americano? Un hombre modesto y desconocido puso en su corazón orar para que Dios bendijera a su país. Después de orar y luchar y hacer la conmovedora pregunta: “Señor, ¿qué quieres que yo haga? Señor, ¿qué quieres que yo haga?”, rentó un cuarto, y puso un anuncio notificando que en ese local tendría lugar una reunión de oración a tal y tal hora del día. Se presentó a la hora indicada, pero no había ni una sola alma allí; comenzó a orar, y oró solo durante media hora aproximadamente. Alguien llegó al término de la media hora, y luego llegaron dos personas más, y creo que la reunión concluyó con seis personas. Llegó la siguiente semana, y unas cincuenta personas acudieron en diferentes momentos; por fin asistieron unas cien personas a la reunión de oración. Luego otras personas iniciaron otras reuniones de oración; al final casi no había ni una sola calle en Nueva York que no celebrara alguna reunión de oración. Los comerciantes encontraban tiempo para ir rápidamente, a mitad del día, a orar. Las reuniones de oración tuvieron lugar cada día, y duraban cerca de una hora. Peticiones y súplicas eran enviadas a lo alto y eran ofrecidas delante de Dios con sencillez, y las respuestas llegaban; muchos eran los felices corazones que se ponían de pie y testificaban que la oración ofrecida la semana anterior había sido cumplida. Luego sucedió que estando todos en ferviente oración, el Espíritu de Dios descendió repentinamente sobre la gente. Entonces corrió el rumor de que en una cierta aldea un predicador había estado predicando lleno de ardor, y que cientos de personas fueron convertidas en una semana. El hecho se divulgó a todo lo ancho y a lo largo de los estados del norte del país. Esos avivamientos de la religión se volvieron universales, y se ha dicho algunas veces que un cuarto de millón de personas fueron convertidas a Dios en un breve lapso de dos o tres meses.

 

El mismo efecto se produjo en Ballymena y Belfast por los mismos medios. Un hermano descubrió que en su corazón se albergaba el deseo de orar, y efectivamente oró; luego tuvo lugar una habitual reunión de oración; día tras día se congregaban para suplicar la bendición, y el fuego descendió y se realizó la obra. Los pecadores eran convertidos, no individualmente ni en pares, sino por centenas y por miles, y el nombre del Señor fue grandemente magnificado por el progreso del Evangelio. Amados, yo sólo les estoy contando hechos. Cada uno de ustedes debe hacer su propia evaluación de los mismos, si así le parece.

 

II.   Conforme a mi división, ahora tengo que hacer unas cuantas observaciones acerca de las CONDICIONES ADVERSAS BAJO LAS QUE OPERAN FRECUENTEMENTE ESAS ANTIGUAS HISTORIAS. Cuando la gente oye acerca de lo que Dios solía hacer, una de las cosas que dice es: “Oh, eso fue hace muchísimo tiempo”. Piensan que los tiempos han cambiado desde entonces. Uno dice: “yo puedo creer cualquier cosa acerca de la Reforma; puedo aceptar los más espectaculares relatos que circulen”. “Y yo podría hacer lo mismo con respecto a Whitefield y a Wesley” -dice otro- “todo es muy cierto; efectivamente ellos laboraron vigorosa y exitosamente, pero eso fue hace muchos años. El estado de cosas de entonces era muy diferente al de ahora”. Concedido; pero quiero saber qué tienen que ver las cosas con esto. Creí que era Dios quien lo hacía. ¿Ha cambiado Dios? ¿No es Dios inmutable, el mismo ayer, y hoy, y por los siglos? ¿No proporciona eso un argumento para demostrar que lo que Dios hizo una vez puede hacerlo de nuevo? Es más, creo que puedo ir más lejos y decir que lo que Él hizo una vez, es una profecía de lo que se propone hacer de nuevo, que todas las poderosas obras que fueron realizadas en tiempos antiguos se repetirán otra vez, y que el cántico del Señor se cantará de nuevo en Sion, y Él será de nuevo grandemente glorificado.

 

Otros dirán: “Oh, bien, yo considero que estas cosas son grandes prodigios, que son milagros. No debemos esperarlos todos los días”. Esa es precisamente la razón por la que no los obtenemos. Si hubiéramos aprendido a esperarlos, sin duda los obtendríamos. Pero desafortunadamente los ponemos en un estante, como cosas fuera del orden común de nuestra moderada religión, como meras curiosidades de la historia de la Escritura. Sin importar cuán ciertas sean, imaginamos que tales cosas son unos prodigios de la providencia; no podemos imaginar que sean acordes con el ordinario accionar de Su gran poder. Yo les suplico, amigos míos, que repudien esa idea, que la expulsen de sus mentes. Todo lo que Dios ha hecho para convertir a los pecadores debe ser considerado como un precedente, pues “he aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír”. Si estamos estrechos del todo, somos estrechos en nuestro propio corazón. Nosotros mismos tenemos que asumir la responsabilidad, y con denuedo debemos buscar que Dios plante en nosotros la fe de los hombres de la antigüedad, para que gocemos ricamente de Su gracia como en los días de la antigüedad.

 

Sin embargo, hay otra condición adversa bajo la que operan estas viejas historias. El hecho es que nosotros no las hemos visto. Vamos, yo podría hablarles perennemente de avivamientos, pero ustedes no creerían ni tan integralmente ni tan verdaderamente en ellos como si un avivamiento tuviera lugar en su medio. Si lo vieran con sus propios ojos, entonces verían su poder. Si hubieran vivido en los días de Whitefield, o hubieran oído predicar a Grimshaw, creerían cualquier cosa. Grimshaw predicaba hasta veinticuatro veces a la semana: predicaba muchas veces en el transcurso de un bochornoso día, transportándose de un lugar a otro en su caballo. Ese hombre en verdad predicaba. Parecía como si el cielo descendiera a la tierra para escucharlo. Hablaba con un denuedo real, con todo el fuego del celo que pudiera arder en un pecho mortal, y la gente temblaba mientras lo escuchaba y decía: “Ciertamente esta es la voz de Dios”. Lo mismo sucedía con Whitefield. La gente se mecía de un lado a otro mientras él hablaba, tal como el campo sembrado se mece con el viento. Tan poderosa era la energía de Dios después de oír un sermón así, que los hombres con el corazón más empedernido salían y decían: “debe de haber algo en él; nunca oí nada semejante”. ¿No pueden percibir estas cosas como hechos literales? ¿No se yerguen en toda su brillantez ante sus ojos? Entonces yo pienso que las historias que han oído con sus oídos deberían tener un efecto apropiado y verdadero en sus propias vidas.

 

III.   Esto me lleva, en tercer lugar, a las CONCLUSIONES APROPIADAS QUE HAN DE EXTRAERSE DE LAS ANTIGUAS HISTORIAS DE LAS PODEROSAS OBRAS DE DIOS.

 

Quisiera poder hablar con el mismo fervor que tenían algunos de esos hombres cuyos nombres he mencionado. Oren por mí, para que el Espíritu de Dios descanse sobre mí, y pueda argumentar con todo mi poder con ustedes durante un rato, intentando exhortarlos y animarlos para que experimenten un avivamiento semejante en su medio.

 

Mis queridos amigos, el primer efecto que la lectura de la historia de las poderosas obras de Dios debería tener en nosotros es el de producir gratitud y alabanza. ¿No encontramos ningún tema que inspire hoy nuestro cantar? Cantemos entonces sobre los días de la antigüedad. Si no podemos cantarle a nuestro Bienamado un cántico relativo a lo que está haciendo en nuestro medio, descolguemos nuestras arpas de los sauces, y cantemos un cántico antiguo y bendigamos y alabemos Su santo nombre por las cosas que Él hizo a Su iglesia en la antigüedad, por los prodigios que obró en Egipto y en todas las tierras por las que condujo a Su pueblo y de las que lo sacó con mano fuerte y con brazo extendido. Cuando hayamos comenzado a alabar a Dios por todo lo que ha hecho, pienso que puedo aventurarme a garantizarles otro grandioso día. Lo que Dios ha hecho debe sugerirles una oración pidiéndole que se digne repetir unas señales y unos prodigios semejantes en medio de nosotros.

 

¡Oh, varones hermanos!, qué no sentiría mi corazón si pudiera creer que algunos de ustedes van a regresar a casa y van a orar pidiendo que haya un avivamiento de la religión; que fueran hombres con una fe lo suficientemente grande y con un amor lo suficientemente ardiente que los conduzcan a partir de ahora a efectuar intercesiones incesantes para que Dios se digne aparecer entre nosotros y se digne hacer prodigios aquí, como en los tiempos de antiguas generaciones. Vamos, miren que en esta asamblea reunida hoy aquí hay muchos candidatos para nuestra compasión. Mirando en torno nuestro, observo a ciertas personas cuyas historias pudiera conocer, pero cuántos no hay que son todavía inconversos, seres que han temblado y que saben que lo han hecho, pero que se han despojado de sus miedos, y una vez más retan a su destino, resueltos a ser suicidas para con sus propias almas despreciando esa gracia que una vez parecía luchar en sus corazones. Se están alejando de las puertas del cielo y van corriendo a toda prisa a las puertas del infierno; ¿y tú no extenderás tus manos a Dios para que los detenga en su desesperada determinación? Si en esta congregación no hubiera más que una persona inconversa y yo pudiera identificarla y decir: “Hela allí, un alma que no ha sentido nunca el amor de Dios, y que no ha sido llevada nunca al arrepentimiento”, con qué ansiosa curiosidad la mirarían todos los ojos. Pienso que de los miles de cristianos que están presentes, no hay ni uno solo que rehusaría ir a casa y orar por esa solitaria alma inconversa. Pero, ¡oh!, hermanos míos, no es solamente un alma la que está en riesgo de ir al fuego del infierno; aquí hay cientos y miles de nuestros semejantes en esa misma condición.

 

¿Les he de dar todavía otra razón por la que deberían orar? Hasta ahora todos los medios utilizados no han surtido efecto. Dios es mi testigo de cuán a menudo me he esforzado en este púlpito por ser un instrumento para la conversión de los hombres. He predicado de todo corazón. No podría decir más de lo que he dicho, y espero que la privacidad de mi aposento me sirva de testigo del hecho de que no ceso de sentir cuando ceso de hablar, antes bien, tengo un corazón para orar por aquellos que no son afectados nunca, o que, si se ven afectados, apagan pese a todo al Espíritu de Dios.

 

Queridos oyentes, he hecho lo más que he podido. ¿No vendrán al socorro de Jehová contra los fuertes? ¿No han de lograr sus oraciones lo que mi predicación no puede lograr? Helos ahí, los encomiendo a ustedes: hombres y mujeres cuyos corazones se niegan a derretirse, cuyas contumaces rodillas no se quieren doblar. Yo se los entrego a ustedes para que oren por ellos. Presenten sus casos cuando estén de rodillas delante de Dios. ¡Esposa, nunca ceses de orar por tu esposo inconverso! ¡Esposo, nunca detengas tu suplicación mientras no veas convertida a tu esposa! Y, ¡oh, padres y madres!, ¿no tienen ustedes hijos inconversos? ¿No los han traído aquí domingo tras domingo, aunque siguen siendo lo mismo que han sido? Los han enviado primero a una capilla y luego a otra, pero son tal como eran. La ira de Dios permanece sobre ellos. Han de morir, y si murieran ahora, ustedes están conscientes con absoluta certeza de que las llamas del infierno los envolverán. ¿Y se niegan ustedes a orar por ellos? Tendrían corazones empedernidos, tendrían almas embrutecidas, si conociendo ustedes mismos a Cristo no oraran por quienes han salido de sus propios lomos, por sus hijos según la carne.

 

Queridos amigos, no sabemos lo que Dios haría por nosotros si oráramos pidiendo una bendición. Consideren el movimiento que ya hemos visto; nos consta que en Exeter Hall, en la Catedral de San Pablo y en la Abadía de Westminster la gente se ha apretujado hasta en las puertas, pero no hemos visto ningún efecto de todas esas poderosas reuniones todavía. ¿No será que hemos intentado predicar sin haber intentado orar? ¿No es probable que la iglesia haya estado extendiendo su mano que predica pero no su mano que suplica? ¡Oh, queridos amigos!, si agonizamos en oración, sucederá que este Music Hall será testigo de los suspiros y de los gemidos de los penitentes y de los cánticos de los convertidos. Sucederá que esta gran muchedumbre no vendrá y se irá como lo hace ahora, sin ser nada mejor; por el contrario, los hombres saldrán de este salón alabando a Dios y diciendo: “Fue bueno haber estado allí; no fue otra cosa que la casa de Dios y la propia puerta del cielo”. Con esto debe bastar para estimularlos a la oración.

 

Otra conclusión que podemos sacar es que todas las historias que hemos oído deberían corregir cualquier autodependencia que pudiera haber entrado furtivamente en nuestros traicioneros corazones. Tal vez, como congregación, hayamos comenzado a depender de nuestros números y de otras cosas. Es posible que hayamos pensado: “Seguramente Dios nos bendecirá por medio del ministerio”. Ahora bien, las historias que nuestros padres nos han contado deberían recordarnos a todos que Dios salva, no por muchos, ni por unos cuantos; que no está en nosotros hacer esto sino que Dios tiene que hacerlo todo; pudiera ser que algún predicador ignorado cuyo nombre ha sido desconocido hasta ahora, algún oscuro residente de St. Giles, se dé a la tarea en esta ciudad de Londres de predicar al Señor con un mayor poder del que los obispos o ministros hayan conocido antes. Yo le doy la bienvenida; Dios sea con él, sin importar de dónde venga, que Dios le ayude y que sea realizada la obra. Sin embargo, tal vez Dios tenga la intención de bendecir al instrumento usado en este lugar para tu bien y para tu conversión. Si es así, soy tres veces feliz al pensar que ese podría ser el caso. Pero no dependan en absoluto del instrumento. No; cuando los hombres más se reían y más se burlaban de nosotros, más nos bendecía Dios. Ahora ya no es algo deshonroso asistir al Music Hall. No somos tan despreciados como lo fuimos antes, pero me pregunto si tenemos una bendición tan grande como la que una vez tuvimos. Estaríamos dispuestos a soportar otra vergüenza en la picota, a experimentar otra dura experiencia siendo atacados por todos los periódicos, y a oír las rechiflas y los maltratos de todos los hombres, si así le agradara a Dios, con tal de que Él nos dé una bendición. Que nos haga desechar cualquier idea de que nuestro propio arco y nuestra propia espada obtendrán la victoria para nosotros. Nunca veremos un avivamiento aquí a menos que creamos que es el Señor, y sólo el Señor quien puede hacerlo.

 

Habiendo dicho esto, voy a esforzarme para estimularlos con la confianza de que el resultado que he imaginado puede ser obtenido, y que las historias que hemos oído sobre los tiempos antiguos pueden hacerse realidad en nuestros días. ¿Por qué no podría ser convertido cada uno de mis oyentes? ¿Hay alguna limitación en el Espíritu de Dios? ¿Por qué el ministro más débil no se podría convertir en un instrumento de salvación para miles de personas? ¿Se ha acortado el brazo de Dios?

 

Hermanos míos, cuando les pido que oren a Dios suplicándole que haga del ministerio algo vivo y poderoso -como una espada de dos filos- para salvación de los pecadores, no les estoy imponiendo una tarea ardua ni mucho menos imposible. Sólo tenemos que pedirlo para obtenerlo. Antes de que llamemos, Dios responderá; y mientras estamos hablando todavía, Él oirá. Sólo Dios sabe qué puede resultar del sermón de esta mañana, si Él decide bendecirlo. A partir de este momento pueden orar más y desde este momento Dios puede bendecir más el ministerio. A partir de esta hora otros púlpitos se pueden llenar de más vida y vigor que antes. Desde este mismísimo momento la Palabra de Dios puede fluir, y correr, y arremeter y alcanzar para sí una sorprendente e ilimitada victoria. Sólo luchen en oración, reúnanse en sus casas, vayan a sus aposentos privados, sean denodados e insten a tiempo y fuera de tiempo, agonicen por las almas, y todo lo que han oído será olvidado por todo lo que verán; y todo lo que otras personas les han dicho será como nada comparado con lo que oirán con sus oídos y lo que verán con sus ojos, en medio de ustedes. Oh, ustedes, para quienes todo esto es un cuento ocioso, que no aman a Dios, ni le sirven tampoco, yo les suplico que hagan un alto y piensen por un momento. Oh, Espíritu de Dios, bendice a Tu siervo mientras expresa algunas frases, y haz que sean poderosas. Dios ha contendido con algunos de ustedes. Han tenido sus tiempos de convicción. Tal vez ahora estén tratando de ser infieles. Están intentando decir ahora: “No hay infierno, no hay un más allá”. Eso no funcionará. Ustedes saben que hay un infierno, y ni toda la risa de quienes buscan arruinar a sus almas podría hacerlos creer que no lo hay. Algunas veces intentan pensar que no lo hay, pero ustedes saben que Dios es veraz. Yo no discuto con ustedes ahora. La conciencia les dice que Dios los castigará por el pecado. Pueden estar seguros de que no encontrarán ninguna felicidad tratando de ahogar al Espíritu de Dios. Apagar los pensamientos que los conducirían a Cristo no es la senda a la bienaventuranza. Yo les suplico que no detengan el brazo de Dios; no sigan resistiendo a Su Espíritu. Doblen la rodilla y aférrense a Cristo y crean en Él. Todavía sucederá lo mismo. Dios el Espíritu Santo los salvará. Yo confío verdaderamente que en respuesta a las muchas oraciones, Él tiene todavía la intención de salvarlos. Cedan ahora, pero, oh, recuerden que si tienen éxito en apagar al Espíritu, su éxito será el desastre más terrible que jamás pudiera ocurrirles, pues si el Espíritu los abandonara, estarían perdidos. Pudiera ser que ésta fuera la última advertencia que reciban. La convicción que ahora están tratando de aplacar y de ahogar, pudiera ser la última que tendrán jamás, y el ángel que sostiene el sello negro y la cera puede andar rondando para sellar su destino y decir: “Déjenlo solo. Él elige la borrachera, elige la lujuria, que disfrute de esas cosas y que coseche la paga en los fuegos eternos del infierno”.

 

Pecadores, crean en el Señor Jesús; arrepiéntanse y conviértanse, cada uno de ustedes. Me atrevo a decir lo que Pedro dijo. Rompiendo todos los lazos de todo tipo que pudieran cerrar mis labios, yo los exhorto en el nombre de Dios a que se arrepientan y escapen de la condenación. En unos cuantos meses o años sabrán lo que significa la condenación, a menos que se arrepientan. ¡Oh!, vuelen a Cristo mientras la lámpara esté viva y arda, y mientras la misericordia sea predicada todavía para ustedes. La gracia es presentada todavía; acepten a Cristo, no le resistan más; acudan a Él ahora. Las puertas de la misericordia están abiertas de par en par hoy. Ven ahora, pobre pecador, para que tus pecados te sean perdonados.

 

Cuando los antiguos romanos atacaban una ciudad, era su costumbre izar en la puerta una bandera blanca, y si la guarnición militar se rendía mientras la bandera blanca ondeaba ahí, salvaban sus vidas. Una vez que se izaba la bandera negra, todo hombre era pasado por espada. La bandera blanca está izada hoy; tal vez mañana la bandera negra será elevada sobre el poste de la ley y entonces no hay arrepentimiento o salvación ni en este mundo ni en el venidero.

 

Un antiguo conquistador oriental, cuando llegaba a una ciudad, solía encender un brasero de carbones, y alzándolo sobre un palo proclamaba, al sonido de la trompeta, que si se rendían mientras el fuego estuviera vivo y ardiera, tendría misericordia de ellos, pero cuando los carbones se apagaran él invadiría la ciudad, derribaría cada una de sus piedras, la sembraría de sal, y mataría sangrientamente a los hombres, las mujeres y los niños.

 

Hoy, los truenos de Dios los invitan a recibir una advertencia parecida. Allí está su luz, la lámpara y el brasero de carbones ardientes. Año tras años el fuego se va apagando, pero queda el carbón. Aun ahora el viento de la muerte está tratando de apagar el último carbón que sobrevive.

 

¡Oh, pecador!, vuélvete mientras la lámpara continúa ardiendo. Arrepiéntete ahora, pues cuando el último carbón esté apagado tu arrepentimiento no te servirá de nada. Tus gritos perennes en el tormento no podrán conmover al corazón de Dios; tus gemidos y tus lágrimas salobres no podrán moverle a tener piedad de ti. ‘Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación’. Oh, aférrense a Cristo hoy: “Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían”.                              

 

 

Traductor: Allan Román

15/Febrero/2012

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