El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Cuidado Que
Cristo Prodiga A Sus Discípulos
NO.
2616
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN
Y LEÍDO TAMBIÉN EL DOMINGO 2 DE ABRIL DE 1899.
“Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Juan 18: 8.
Bástenos repasar las
circunstancias en las que fueron pronunciadas estas palabras. Nuestro Salvador
se encontraba en el Huerto de Getsemaní con Sus discípulos. Una multitud acompañada
de los alguaciles enviados por el sumo sacerdote, fue allí para prenderle. Él
se adelantó con valentía y les dijo: “¿A quién buscáis?” Le respondieron: “A
Jesús nazareno”. Ante Su respuesta, diciendo: “Yo soy”, “retrocedieron y
cayeron a tierra”. Luego Jesús les dijo: “Os he dicho que yo soy; pues si me
buscáis a mí, dejad ir a éstos”.
Ahora, antes que nada y
de manera muy sencilla, voy a procurar extraer
unas cuantas lecciones de este suceso; y luego, en segundo lugar, voy a resaltar una gran verdad que yo creo
que está prefigurada en estas palabras de nuestro Redentor.
I. Primero,
CONSIDEREMOS LAS LECCIONES DEL SUCESO MISMO. Nuestro Salvador les dijo a esas
personas: “Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”.
Nuestro Maestro demostró
en este acontecimiento Su propia anuencia
a morir. Estas palabras Suyas eran una orden tan poderosa que ninguno de
Sus discípulos fue apresado y mucho menos entregado a la muerte. Allí estaba
Pedro, que había sacado su espada y cortado la oreja del siervo del sumo
sacerdote. Habríamos esperado naturalmente que Pedro hubiese sido arrestado, o
derribado a golpes, pero la orden de Cristo fue tan poderosa que ni siquiera
pusieron un dedo sobre aquel discípulo de impulsivo temperamento. Pedro y Juan
fueron posteriormente al pretorio –se metieron, por decirlo así, entre los
dientes de los enemigos de nuestro Señor- pero con la excepción de unas cuantas
burlas, se les permitió que prosiguieran su camino. Juan hizo todavía algo más,
pues se puso al alcance de las lanzas de los soldados romanos cuando llegó al
pie de la cruz de Cristo y lloró; sin embargo, nadie puso un dedo sobre él, ni
sobre ninguno de los otros discípulos de Cristo, no por falta de voluntad, pues
ustedes recordarán que prendieron a un joven, suponiendo que era un discípulo
de Cristo, quien luego huyó desnudo ya que dejó la sábana con la que se cubría
en las manos de ellos. Esto demuestra, entonces, el poder de la orden de Cristo,
ya que en aquella hora de tinieblas ninguno de Sus discípulos fue maltratado. A
todos ellos los dejaron ir. Entonces, si Cristo libró a Sus discípulos con Su
palabra únicamente, ¿con cuánta mayor razón habría podido librarse Él mismo? Y
puesto que no lo hizo, no pueden dejar de ver Su completa anuencia a la muerte.
Una palabra Suya los derribó al suelo; otra palabra Suya los habría arrojado en
brazos de la muerte; pero nuestro Salvador no quiso pronunciar la palabra que habría
podido salvarlo, pues Él vino para salvar a otros, no para salvarse a Sí mismo.
Hay algo muy valiente en
las palabras del Salvador: “Si me buscáis a mí”. Ustedes saben que cuando Adán
pecó, Dios tuvo que buscar al inculpado; pero, en este caso, cuando Cristo
ocupó el lugar de
Reconoce, entonces,
cristiano, la anuencia de tu Maestro para sufrir por ti. Él no fue un Salvador
reacio. Tú le pediste dinero prestado a un amigo y cuando te lo entregó, fue
para ti una aflicción aceptarlo, pues tu amigo te miraba como a un mendigo, o hasta
como a un ladrón que le hubiese exigido algún botín. Pero los favores que
Cristo te otorga conllevan una dulce consideración: que todos ellos son
otorgados de buen grado. La sangre que bebes y la carne que comes
espiritualmente no son la dádiva de una benevolencia forzada sino un don
voluntario y munificente del corazón de Jesús para ti y para tus hermanos.
Regocíjate, entonces, en la disposición de Cristo para sufrir por ti.
En segundo lugar, sobre
la propia superficie de nuestro texto leemos el cuidado de Cristo para con Su pueblo. “Pues si me buscáis a mí,
dejad ir a éstos”. ¡Oh, la agonía del corazón del Salvador en aquel momento! Un
amigo que experimenta tribulaciones es a menudo olvidadizo: no esperes que un
hombre sumido en un gran dolor te recuerde, pues el corazón está entonces tan
lleno de su propia amargura que no tiene tiempo para pensar en los demás. Yo perdonaría
a cualquier persona que no me identificara en la calle por estar enferma; perdonaría
fácilmente a alguien por olvidar cualquier cosa cuando está cargado de dolor y
aflicción; y seguramente, amados, no nos hubiera sorprendido que Jesús se
olvidara de Sus discípulos en Su hora de aflicción. Pero adviertan cuán benigno
es Su corazón: “Si me buscáis a mí’ –no digo nada acerca de cómo deberían
tratarme a mí- entonces ‘dejad ir a
éstos’”; esos discípulos eran los únicos por quienes se preocupaba. Él no se
preocupaba por Sí mismo: “dejad ir a éstos”.
En una tormenta de nieve, una madre se despoja de su propia ropa para envolver
bien a su bebé que tirita de frío; ¿qué le importa a ella que el meteoro
descubra lo más íntimo de su alma, y que su cuerpo se congele como el hielo, si
su bebé sobrevive? Se queda yerta y casi muere de frío, pero unas manos
piadosas la frotan y hacen que recupere el calor y entonces su primer
pensamiento después de recobrar la conciencia es en relación a su bebé. Lo
mismo sucedió con Jesús: “Dejad ir a éstos”.
“Cuando la justicia, provocada por nuestros pecados,
Desenvainó su terrible espada,
Él entregó Su alma al golpe
Sin una palabra de murmuración.
Esta fue compasión como de un Dios,
Pues cuando el Salvador supo
Que el precio del perdón era Su sangre,
Su piedad nunca se arredró.
Ahora aunque reina exaltado en lo alto,
Su amor sigue siendo muy grande;
Recuerda muy bien el Calvario,
Y no deja que Sus santos lo olviden”.
Todos ellos son
recordados, todos son guardados en Su corazón, y todos siguen estando bajo Su
cuidado. Por tanto, oveja del rebaño, tú recibes todo el cuidado. Pobre
caballero ‘A-Punto-de-Caer’, tú recibes todo el cuidado. Señorita ‘Decepción’,
tú eres recordada. Tímido señor ‘Pusilánime’, tú eres contemplado con los ojos
del amor; aunque tropieces en cada piedra, el amor de tu Salvador no falla. Él
te recuerda, pues Él cuidó de Sus discípulos en Su hora de mayor aflicción.
A continuación,
adviertan en este acontecimiento la
sabiduría de nuestro Salvador. Cuando Él dijo: “Dejad ir a éstos”, Sus
palabras destilaban sabiduría. ¿Cómo? Porque ellos no estaban preparados para
sufrir, y además, no habría sido sabio que se les permitiera que sufrieran
entonces aun si hubiesen estado preparados, pues si hubiesen sufrido en aquel
momento, se habría pensado que por lo menos compartían el honor en nuestra
redención; por tanto Cristo no sería acompañado sino por ladrones en el monte
de la condenación, para que nadie supusiera que Él tuvo un ayudador. ‘Pisó Él
solo el lagar, y de los pueblos nadie había con Él’. Además, esos discípulos
eran solamente infantes en la gracia. No habían recibido la plenitud del Espíritu.
No estaban preparados para sufrir. Por tanto Cristo dijo: “Pues si me buscáis a
mí, dejad ir a éstos”. Estos reclutas novatos no deben entrar todavía en lo más
reñido del combate; que esperen hasta que, gracias a una mayor experiencia y
por medio de mayor gracia, se vuelvan valientes para morir, y cada uno de ellos
lleve la corona del martirio según el turno que le corresponda; pero no ahora. Cristo
le evitó eso a Su gente en aquel momento, puesto que no habría sido sabio
permitir que murieran entonces.
Cristianos, del ejemplo
de su Maestro aprendan también el deber
de ponerse ustedes mismos en la senda del sufrimiento si con ello pueden salvar
a sus hermanos. ¡Oh!, hay algo glorioso en el espíritu de Cristo
manifestado al ponerse de primero. “Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Ese
es el espíritu que todos los cristianos deberían adoptar: el espíritu del
heroico sacrificio de uno mismo por causa de los discípulos. El mero profesante
dice: “Dejen que siga mi camino,
busquen a otro para entregarlo a la muerte”; pero si fuéramos lo que deberíamos
ser, cada uno de nosotros debería decir: “Si me buscan a mí, dejen ir a éstos”. ¡Cuántos
de nosotros estaríamos listos a escapar del martirio y permitir que nuestros
hermanos sean quemados! Pero ese no es el espíritu de nuestro Maestro. ¡Cuán
frecuentemente estás dispuesto a permitir que el oprobio y la vergüenza caigan
sobre la iglesia, si tan solo pudieras ser escudado tú mismo! ¡Con demasiada
frecuencia permitirías que un hermano realice algún deber, con muchos inconvenientes,
que tú podrías cumplir sin mayor problema! Ahora, si tú fueras como tu Maestro,
dirías: “Dejen ir a éstos”; si hay suficiente razón para ello, déjenme sufrir;
si hubiese un doloroso deber que cumplir, dejen que yo lo haga; que los demás
escapen, que queden libres; he aquí, yo me voy a entregar como un dispuesto
sustituto de ellos en este asunto”. ¡Oh!, necesitamos más de este espíritu en
todas partes, para ser capaces de decirle al santo que es pobre: “La pobreza te
está acosando; yo voy soportar la inconveniencia en cierto grado, para que tú
seas escudado. Tú estás enfermo, yo voy a cuidarte; tú estás desnudo, yo te
vestiré; tú estás hambriento, yo voy a alimentarte; yo voy a ocupar tu lugar en
la medida en que pueda hacerlo para que tú te puedas ir”.
Me parece a mí que éstas
son las lecciones que deben aprenderse de las palabras de nuestro Salvador:
“Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”.
II. Ahora
procedo a notar, en segundo lugar,
Les pido, por favor, que
observen el versículo que sigue a continuación del texto: “Para que se
cumpliese aquello que había dicho: De los que me diste, no perdí ninguno”. Si
yo hubiese citado este pasaje en tal contexto, ustedes me habrían dicho que no
era una cita apropiada; ustedes me habrían dicho: “¡Vamos, mi querido amigo,
eso no tiene nada que ver con que los discípulos siguieran su camino o no!” ¡Ah!,
pero ustedes estarían muy equivocados si hablaran de esa manera; el Espíritu de
Dios sabe cómo citar, aunque nosotros no sepamos hacerlo. Muy a menudo
referimos a nuestros oyentes a un texto que pensamos que está exactamente
adaptado y que es pertinente para el punto que estamos considerando, cuando
realmente no tiene nada que ver con el asunto; y, a menudo, el Espíritu Santo
cita un texto que nosotros consideramos inapropiado, pero, visto más
detenidamente, encontramos que su esencia misma tiene que ver directamente con
el tema. Ese fue el comienzo de las liberaciones de Cristo, que garantizaría a
todos Sus hijos a lo largo de la eternidad. En la medida que dijo entonces:
“Dejad ir a éstos”, era la anticipación,
la ilustración del gran acto de la sustitución mediante la cual Cristo
sería capaz de decir: “Pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos”. Este punto se
hará evidente si miramos cómo Cristo trata a Su pueblo en
Siempre me ha parecido
como si Cristo hubiese sufrido el embate
más fuerte de
Providencia ha infligido
sus males en Cristo, y ahora sólo tiene cosas buenas para el pueblo de Dios.
“¡Cómo!, amigo, ¿solo cosas buenas?”, dices tú, “¡vamos, yo soy pobre, estoy enfermo!”
Sí, pero es solo bien, pues lo que obra para bien es bueno. “A los que aman a
Dios, todas las cosas les ayudan a bien”. Dios les dice incluso a los reyes: “No
toquéis a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas”. “Dejad ir a éstos”. Los
reyes de la tierra han estado buscando a
“El que habita al abrigo del Altísimo,
Morará bajo la sombra del Omnipotente”,
si
Cristo no hubiese muerto. La única manera en que ustedes y yo podemos tener un
refugio es gracias a que Cristo soporta lo más duro de nuestra prueba. ¿Cómo es
que me salva un escudo? Me salva recibiendo él mismo los golpes. Por decirlo
así, el escudo les dice a las espadas del enemigo: “Si me buscan a mí, dejen ir
a este guerrero”. Entonces Cristo, nuestro Escudo y el Ungido de Dios, soporta
el embate más fuerte de
El otro pensamiento es: Cristo ha dicho esto de Su pueblo incluso a
Justicia. Ante el trono de Dios, Justicia fiera desenvainó una vez su
espada, y salió tras los pecadores, para encontrar a muchísimos de ellos y arrojarlos
al abismo. Su espada tenía sed de la sangre de todos los que habían pecado;
pero allí estaba una multitud escogida, reservada por el amor y escogida por la
gracia; y Justicia dijo: “ellos son pecadores; van a ser míos, voy a hundir
esta espada en sus corazones pues son pecadores y han de perecer”. Entonces
Cristo se adelantó, y le preguntó: “¿A quién buscas?” “A los pecadores”,
respondió Justicia. Entonces Jesús le dijo: “Ellos no son pecadores; fueron
pecadores una vez, pero ahora son justos pues están cubiertos con mi justicia;
si buscas al pecador, heme aquí”. “¡Cómo!, dijo Justicia: “¿Tú eres el
pecador?” “No, no soy el pecador, pero soy el Sustituto del pecador; toda la
culpa del pecador me fue imputada a Mí; toda su injusticia es Mía, y toda Mi
justicia es suya; Yo, el Salvador, soy el Sustituto del pecador; tómame”. Y
Justicia aceptó la sustitución; tomó al Salvador, lo crucificó y lo clavó a esa
cruz cuyas agonías conmemoramos a la
mesa de la comunión. En aquella hora Jesús clamó: “Si me buscáis a mí, dejad ir
a éstos”. ¿Quiénes son los que pueden irse? ¡Vamos, los mismos cuyo anterior
camino era de iniquidad y cuyo fin habría sido la destrucción, si la maldición
no hubiese recaído sobre la cabeza de Jesús!
“Dejad ir a éstos”. ¡Oh,
esas portentosas palabras! Nunca conocí su dulzura hasta que encontré al Señor,
aunque sí conocía algo de su poder. Me preguntan, “¿Cómo fue eso?” Pues bien,
mucho antes de que conozcan al Señor, ustedes tienen algo del poder de la
sangre de Cristo descansando en ustedes. “¿Cómo es eso?” me preguntan. ¿No saben que es un hecho que:
“Resuelto a salvar, Él vigilaba nuestra senda,
Cuando como ciegos esclavos de Satán jugábamos con la muerte”?
Y así, algunos de los
beneficios de la muerte de Cristo eran nuestros antes de que le conociéramos, y
antes de que le amáramos. La razón por la que no fui condenado antes de conocer
al Salvador fue porque Él había dicho: “Dejad ir a éste; Yo morí por él”.
Santo, tú habrías estado en el infierno estos veinte años pues entonces tú no
habías sido regenerado; pero Cristo dijo: “Dejen ir a éste; si me buscan a Mí,
dejen ir a éste aunque sea pecador”; y ahora, cuando surjan lúgubres temores y
oscuros pensamientos atraviesen nuestra mente, éste ha de ser nuestro consuelo.
Somos todavía pecadores, culpables y viles, pero la misma voz dice: “Dejen ir a
éstos”. Es el “dejen” dicho con voz de mando; ¿y quién puede impedirlo cuando
Dios deja ir en ese sentido?: “Dejen ir a éstos”. Tú estás subiendo la ‘Colina
de
Viene el día, y pronto
llegará, cuando ustedes y yo extenderemos nuestras alas y alzaremos el vuelo hacia
la tierra que está muy lejana. Pienso que puedo visualizar en mi imaginación al
alma una vez que ha dejado el cuerpo. El creyente acelera su paso ascendente
hacia su ciudad natal, Jerusalén, “La cual es madre de todos nosotros”. Pero
alguien está en la puerta, y le pregunta: “¿Tienes algún derecho para ser
admitido aquí? Escrito está: ‘El que camina en justicia y habla lo recto; el
que aborrece la ganancia de violencia, el que sacude sus manos para no recibir
cohecho, el que tapa sus oídos para no oír propuestas sanguinarias; el que
cierra sus ojos para no ver cosa mala; éste habitará en las alturas’. ¿Eres tú
uno de esos?” “¡Ah!”, -dice el alma- “yo espero haber sido hecho así por la
gracia; pero no puedo alegar haber sido siempre así, pues ‘soy el primero de
los pecadores’”. “Entonces, ¿cómo llegaste aquí? Esta puerta no le da admisión
a los que son pecadores”. Mientras el ángel habla así, oigo una voz que exclama:
“Dejad ir a éstos”; y, de inmediato, las puertas del cielo se abren, y toda
alma por la que Cristo murió entra al Paraíso.
Vamos, santo, ponle fin
a esta meditación mirando hacia allá. Mira a justicia, a venganza y a ira, mira
a todas ellas acosando a Cristo. He aquí, lo han encontrado; lo han inmolado;
está sepultado; ha resucitado. ¡Oh!, contémplalas buscándolo a Él; y cuando te
sientes a esta mesa, piensa: “Cuando lo buscaron a Él, a mí me dejaron ir”. ¡Y
cuán dulce es la senda! Me es permitido acercarme a Su mesa de la comunión.
¿Por qué? Porque lo buscaron a Él. Soy
invitado a tener comunión con Jesús. ¿Por qué? Porque lo buscaron a Él. Se me permite tener una buena
esperanza a través de la gracia y algo más que eso, “Porque sé que si mi morada
terrestre, este tabernáculo se deshiciere, tengo de Dios un edificio, una casa
no hecha de manos, eterna, en los cielos”. ¿Por qué puedo ir por ese camino?
¿Por qué? Porque lo buscaron a Él, y
lo encontraron a Él. De otra manera,
¿dónde estaría ahora? Mi lugar podría haber estado en el asiento de la cantina,
o, tal vez, en la silla del escarnecedor; ¿y cuál habría sido mi futuro? Pues
bien, que al final yo estaría en el infierno entre los diablos y los espíritus
perdidos del abismo; pero ahora transito por las veredas de justicia y los
caminos de la gracia. ¡Oh, permítanme recordar por qué lo hago: es porque Te
buscaron a Ti, oh precioso Señor mío! Ellos te buscaron a Ti, amado Redentor
mío y Dios mío; buscaron Tu corazón, y lo quebrantaron; buscaron Tu cabeza, y
la coronaron con espinas; buscaron Tus manos, y las clavaron al madero;
buscaron Tus pies, y los atravesaron; buscaron Tu cuerpo, y lo mataron y lo
sepultaron. Y, ahora, aunque el león rugiente me busque más que nunca, no puede
devorarme; nunca puedo ser destrozado, nunca puedo ser destruido, pues llevo
conmigo este bendito pasaporte del Rey del cielo: “Dejad ir a éstos”. ¡Oh hijo
de Dios, lleva ésto contigo para que te sirva de salvoconducto por doquier! Cuando
los hombres viajan al extranjero, llevan consigo un permiso para ir a esta
ciudad y a aquella otra. Toma esta breve frase, hermano o hermana en Jesús, y
cuando la incredulidad te detenga, sácala, y di: “Él ha dicho: ‘Dejad ir a
estos’”. Y cuando Satanás te detenga, muéstrale este divino mandato: “Dejad ir
a éstos”. Y cuando la muerte te detenga, saca este dulce permiso de tu Señor:
“Dejad ir a éstos”. Y cuando el trono del juicio sea preparado, y tú te
presentes ahí, argumenta esta frase, arguméntala incluso ante tu Hacedor: “Mi
Señor dijo: ‘Dejad ir a éstos’”. ¡Oh, qué palabras tan reanimantes! Pudiera llorar
al momento de pronunciarlas. Pero no diré más. Espero que muchos de ustedes
gocen de su dulzura mientras nosotros nos reunimos en torno a la mesa del
Señor, en obediencia a Su benévolo mandato: “Haced esto en memoria de mí”.
Traductor: Allan Román
14/Febrero/2013
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