El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Un Contraste
Sobrecogedor
NO.
2473
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 12 DE
JULIO DE 1896.
“Entonces le
escupieron en el rostro”. Mateo 26: 67.
“Y vi un gran
trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la
tierra y el cielo”. Apocalipsis 20: 11.
Guiados por nuestro
texto en el Evangelio de Mateo primero viajemos con el pensamiento al patio del
sumo sacerdote Caifás, y allí, sumidos en la más profunda tristeza, captemos el
significado de esas terribles palabras: “Entonces le escupieron en el rostro”.
Esas palabras contienen un estruendo más profundo y terrible que el que alberga
la centella que estalla en lo alto. Hay un terror más vívido en ellas que en el
relámpago más enceguecedor: “Entonces le escupieron en el rostro”.
Observen que esos
hombres, los sacerdotes, y los escribas, y los ancianos y sus esbirros,
cometieron este acto vergonzoso después de haber oído decir a nuestro Señor: “Desde
ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y
viniendo en las nubes del cielo”. Fue en señal de desdén hacia esa aseveración
y de escarnio hacia ese honor que vaticinaba para Sí mismo, que “entonces le
escupieron en el rostro”, como si no pudieran tolerar más que Él, que estaba
siendo juzgado por ellos, reclamara ser su Juez; que Él, a quien habían conducido
cautivo desde el huerto de Getsemaní al filo de la medianoche, hablara de venir
en las nubes del cielo: “Entonces le escupieron en el rostro”.
No podría dejar de
agregar que agredieron así a nuestro Señor después que el sumo sacerdote hubo
rasgado sus vestiduras. Hermanos míos, no olviden que se suponía que el sumo sacerdote
representaba todo lo que era bueno y venerable entre los judíos. El sumo
sacerdote era la cabeza terrenal de su religión; era él quien, -único entre los
mortales- podía penetrar dentro del velo; con todo, fue él quien condenó al
Señor de gloria al tiempo que rasgaba sus vestiduras diciendo: “¡Ha blasfemado!
¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su
blasfemia”. Me pongo a temblar cuando pienso que podemos ser muy eminentes en el
servicio de Dios y, no obstante, ser terribles enemigos del Cristo de Dios. Que
ninguno de nosotros piense que porque hemos escalado los lugares más elevados
de la iglesia, que por eso hemos de ser salvos. Podemos ser sumos sacerdotes y
tener Urim y Tumim, y ponernos el pectoral con todas sus maravillosas piedras
místicas y ceñirnos un cinto de obra primorosa y, sin embargo, a pesar de todo
ello, podríamos ser cabecillas de quienes rezuman desprecio contra Dios y Su
Cristo. Cuando Caifás hubo pronunciado la palabra de condenación en contra de
Cristo, fue entonces que “le escupieron en el rostro”.
¡Que Dios nos conceda
que nunca asumamos algún oficio en
Después que hubo
proclamado Su Deidad como Rey y Juez de todo “Entonces le escupieron en el
rostro”, y después que el hombre que debió haber sido Su principal siervo
terrenal se convirtió en un architraidor y marcó la pauta para desdeñarlo,
acusándolo de blasfemar, “Entonces le escupieron en el rostro”.
Dos o tres pensamientos
se vienen a mi mente cuando pienso que esos hombres perversos escupieron en
efecto en el rostro de Cristo, en ese rostro que es la luz del cielo, el gozo
de los ángeles, la bienaventuranza de los santos y el propio fulgor de la
gloria del Padre. Este acto de escupir nos muestra, primero, cuán lejos irá el pecado. Si queremos
una prueba de la depravación del corazón del hombre, no les voy a indicar los
sitios de prostitución de Sodoma y Gomorra, ni los llevaré a los lugares donde
la sangre es derramada en torrentes por seres envilecidos semejantes a Herodes
y los tipos de su calaña. No, la más clara prueba de que el hombre está
totalmente caído y de que el corazón natural está enemistado contra Dios, es
evidente en el hecho de que escupieron en efecto en el rostro de Cristo, de que
en efecto lo acusaron, lo condenaron, lo condujeron como un malhechor y lo
colgaron como un criminal para que muriera en la cruz. ¿Por qué? ¿Qué mal había
hecho? ¿Qué había en Su vida entera que les diera motivo para escupirle en Su
rostro? ¿Se encendió Su rostro de indignación contra ellos incluso en aquel
momento? ¿Los miró con desprecio? Él no lo hizo, ya que era íntegramente
benignidad y ternura, incluso para con esos individuos que eran Sus enemigos y cuyos
corazones debían de haber sido en verdad empedernidos y brutales ya que “le
escupieron en el rostro”. Él había sanado a sus enfermos, había alimentado a
sus hambrientos, había sido en medio de ellos una verdadera fuente de bendición
por toda Judea y Samaria y, sin embargo, “Entonces le escupieron en el rostro”.
Repito de nuevo: no me mencionen los crímenes de antiguas naciones, ni los
horribles males cometidos por hombres incivilizados, ni las iniquidades más
elaboradas de nuestras grandes ciudades; no me cuenten acerca de las
abominaciones de Grecia o de Roma; ésta, ésta, a los ojos de los ángeles de
Dios, y a los ojos del Dios de los ángeles, es la obra maestra de toda la
iniquidad: “Entonces le escupieron en el rostro”. Entrar en el propio palacio
del Rey y acercarse a Su unigénito Hijo para escupirle en el rostro, éste es el
mayor de los crímenes que revela la infame perversidad de los hombres. La
humanidad es culpable de la iniquidad más negra al haber ido tan lejos como
para escupir en el rostro de Cristo.
Mi meditación se dirige
también hacia el Bienamado en cuyo rostro ellos escupieron; y mi pensamiento
relacionado con Él es éste: ¡cuán
profunda fue la humillación que tuvo que soportar! Cuando fue hecho pecado
por nosotros, aunque Él mismo no conoció pecado, cuando nuestro Señor
Jesucristo tomó sobre Sí las iniquidades de Su pueblo y fue cargado con el
tremendo peso de su culpa, era forzoso que la justicia de Dios lo tratara como
si en realidad Él fuera un pecador. Él no era un pecador, y no podía serlo; era
perfecto hombre y perfecto Dios y, sin embargo, ocupó el lugar de los
pecadores, y Dios hizo que se encontrara en Él la iniquidad de todo Su pueblo.
Por tanto, en el momento de la humillación no debía ser tratado como el Hijo de
Dios, ni debía ser tenido en honra como un hombre justo; debía ser entregado
primero a la vergüenza y al desprecio, y luego al sufrimiento y a la muerte; y,
en consecuencia, no le fue escatimado el último y el más brutal de los
insultos: “Entonces le escupieron en el rostro”.
¡Oh, Señor mío, a qué degradación tan terrible has sido conducido! ¡A qué
profundidades eres arrastrado por causa de mi pecado y del pecado de todas las
multitudes de personas cuyas iniquidades fueron colocadas sobre Ti! ¡Oh
hermanos míos, odiemos el pecado; oh hermanas mías, detestemos el pecado, no
sólo porque horadó las benditas manos y los pies de nuestro amado Redentor,
sino porque se atrevió incluso a escupirle en Su rostro! Nadie podría conocer
jamás toda la vergüenza que el Señor de gloria sufrió cuando le escupieron en
Su rostro. Estas palabras se deslizan sobre mi lengua demasiado suavemente; tal
vez incluso no las sienta como debería sentirlas, aunque lo haría si pudiera. Pero
si pudiera sentir como debería sentir, estando en sintonía con la terrible
vergüenza de Cristo, y si luego pudiera interpretar esos sentimientos mediante
cualquier lenguaje conocido para el hombre mortal, seguramente ustedes
inclinarían sus cabezas y se sonrojarían, y sentirían que dentro de sus
espíritus surge una ardiente indignación en contra del pecado que se atrevió a
someter al Cristo de Dios a una vergüenza como esa. Quiero besar Sus pies
cuando pienso que de hecho le escupieron en Su rostro.
Luego, mis pensamientos
vuelan de nuevo hacia Él de esta manera: pienso en la afectuosa omnipotencia de Su amor. ¿Cómo podía soportar ser
víctima de los salivazos cuando, con una mirada de enojo de Sus ojos, la llama
habría podido matarlos y abrasarlos a todos? Sin embargo, no opuso resistencia
incluso cuando le escupieron en Su rostro; y ellos no fueron los únicos que lo
insultaron así, pues, posteriormente, cuando fue llevado por los soldados al
pretorio de Pilato, ellos también le escupieron llenos de cruel desprecio y de
escarnio.
“¡Vean cómo sufre el paciente Jesús
Los insultos más rastreros!
Los pecadores han atado las manos omnipotentes,
Y escupen en el rostro de Su Creador”.
¿Cómo pudo tolerarlo?
Amigos, Él no habría podido tolerarlo si no hubiera sido omnipotente. Esa misma
omnipotencia que le hubiera permitido destruirlos, era omnipotencia de amor así
como también omnipotencia de poder. Fue esa omnipotencia la que le hizo “reprimirse”,
pues no hay ninguna omnipotencia como la que restringe a la omnipotencia. Sin
embargo, así fue para que pudiera soportar esos escupitajos de los hombres;
pero ¿pueden pensar en esta maravillosa condescendencia sin sentir que sus
corazones arden de amor por Él, de tal manera que anhelan rendirle algún acto
especial de homenaje por medio del cual mostrar que gustosamente quisieran
recompensarle por esta vergüenza, si pudieran?
No diré nada más acerca
de este punto, pues el vergonzoso acto queda registrado indeleblemente en
“¡Jesús mío! Di: ¿quién es el infeliz que se
atrevió
A atar Tus manos sagradas?
¿Y quién se atrevió a golpear de tal manera
Tu rostro tan manso y amoroso?
¡Jesús mío! ¿De quién son las manos que
tejieron
Esa cruel corona de espinas?
¿Quién fabricó esa dura y pesada cruz
Que doblega Tus hombros?
¡Jesús mío! ¿Quién con su vil saliva
Profanó Tu sagrada frente?
¿O de quién son los azotes inmisericordes
Que provocaron que Tu sangre preciosa fluyera?
Soy yo quien he sido muy ingrato;
Con todo, Jesús, ¡ten piedad!
Oh, compadécete y perdóname, Señor mío,
¡Por tu dulce misericordia!”
Hay todavía algunos que
escupen en el rostro de Cristo negando Su
Deidad. Aseveran: “él es un simple mortal; un buen hombre, es cierto, pero
sólo un hombre”, aunque yo no puedo entender cómo se atreven a decir eso, pues
el hombre que reclamara ser Dios, sin serlo, no podría ser un buen hombre. Jesús
de Nazaret sería el más vil de los impostores que jamás hubiere existido si
permitió que los discípulos le adoraran y si dejó tras de Sí una vida que nos
impulsara a adorarle, pero no fuera real y verdaderamente Dios; por tanto, de todos
aquellos que declaran que no es Dios -y hay un grupo grandísimo de esas
personas incluso en medio del pueblo nominalmente religioso de nuestros días-
hemos de decir tristemente, pero verazmente: “Entonces le escupieron en el
rostro”.
También hacen lo mismo
aquéllos que vituperan Su Evangelio. En estos días hay muchas
personas que parecieran no poder ser felices a menos que estén despedazando el
Evangelio. Especialmente el divino misterio del sacrificio sustitutivo de
Cristo es el blanco de las flechas de los sabios, y me estoy refiriendo a quienes
son sabios según la sabiduría de este mundo. A nosotros nos deleita saber que
nuestro Señor Jesucristo sufrió en el lugar y en sustitución de Su pueblo.
“Él soportó, para que no tuviéramos que soportar nunca
La justa ira de Su Padre”.
Sin embargo, he leído
algunas cosas horribles que han sido escritas en contra de esa bendita
doctrina, y conforme las leía sólo podía decirme a mí mismo: “Entonces le
escupieron en el rostro”. Si hay algo que excede a todo lo demás en la gloria
de Cristo, es Su sacrificio expiatorio, y si alguna vez introduces tu dedo en
la niña de Su ojo, y tocas Su honor en el punto más delicado posible, es cuando
tienes algo que decir en contra de Su ofrenda de Sí mismo como sacrificio para
Dios, sin mancha y sin contaminación, para quitar las iniquidades de Su pueblo.
Por consiguiente, juzguen ustedes mismos en este asunto, y si alguna vez han
negado
Además, este mal es
perpetrado también cuando los hombres
prefieren su propia justicia a la justicia de Cristo. Hay algunas personas
que dicen: “Nosotros no necesitamos perdón; nosotros no necesitamos ser justificados
por la fe en Cristo, pues ya somos lo suficientemente buenos”, o, “estamos
obrando nuestra propia salvación; tenemos el propósito de salvarnos a nosotros
mismos”.
Oh, señores, si ustedes pudieran
salvarse a ustedes mismos, ¿por qué, entonces, Jesús se desangró en la cruz?
Fue en verdad una superfluidad que el Hijo de Dios muriera en cuerpo humano si
hubiese la posibilidad de salvación por los propios méritos de ustedes; y si
prefirieran los méritos de ustedes a los Suyos, se debe decir también de
ustedes: “Entonces le escupieron en el rostro”. Las justicias suyas son
únicamente como trapo de inmundicia; y si prefieren eso al lino limpio y
resplandeciente que es la justicia de los santos, si piensan lavarse en sus
lágrimas, y desprecian así esa sangre preciosa sin la cual no hay purificación
de nuestro pecado, entonces también a ustedes se les aplica nuestro texto:
“Entonces le escupieron en el rostro”, cuando prefieren su propia justicia a la
justicia de Cristo.
Amigo, con frecuencia te
he hablado sobre la parábola del hijo pródigo; pero, posiblemente, tu caso sea
más parecido al del hermano mayor de la parábola; tú tienes ya tu porción de
bienes, que es de tu completa propiedad, y la estás guardando. Eres rico y te
has enriquecido y no tienes necesidad de nada. Eres justo con justicia propia y
piensas que te puede ir muy bien sin Dios y sin Cristo, y sospechas a medias
que Dios a duras penas podría prescindir de ti. Te está yendo tan bien en la
observancia de ritos y ceremonias y en la realización de caridades y devociones
que, si tú te fueras a una provincia apartada,
harías un papel muy respetable; serías uno de esos excelentes ciudadanos de
aquella provincia que enviaría, a su debido tiempo, a algún hijo pródigo a tus campos para que alimentara a tus
cerdos.
Estoy inclinado a creer
que tu caso es más triste incluso y más desesperanzado que el del propio hijo
pródigo. Tú también te has alejado de Dios, y estás viviendo sin Él. Él no está
en todos tus pensamientos, y casi desearías que no hubiese Dios, pues entonces
no habría ninguna nube negra suspendida en la distancia que pudiera arruinar tu
día de verano, ni ningún temor de tormentas que vinieran a estropear la dicha
de la hora. Se debe decir de ti tan ciertamente como se dice del infiel declarado
que abiertamente rechaza a Cristo: “Entonces le escupieron en el rostro”.
Lo mismo es, ¡oh!, tan
tristemente cierto cuando alguien
abandona la profesión de ser un seguidor de Cristo. Hay algunos, ¡ay!, que,
por un tiempo, han dado la impresión de estar bien en
Queridos amigos, si
nuestra conciencia nos acusa en alguna medida de este pecado, tenemos que confesarlo de inmediato; humillémonos
delante del Señor, y con la propia boca que le escupió, ‘besemos al Hijo, para
que no se enoje, y perezcamos en el camino; pues se inflama de pronto su ira’.
Y cuando hayamos
confesado el pecado, tenemos que creer
que Él es capaz de perdonarnos y que quiere hacerlo. Yo sé que cuando el
pecado es sentido conscientemente, se requiere de un gran acto de fe para creer
en el esplendor de la divina misericordia, pero, queridos amigos, tienen que
creerlo. Háganle al Señor Jesús el gran honor de decirle: “Clemente Señor,
lávame en Tu sangre preciosa; aunque yo en verdad escupí en Tu rostro, lávame
en esa fuente limpiadora y seré más blanco que la nieve”, y de acuerdo a su fe,
así les será hecho. Ustedes recibirán incluso el perdón de este grave pecado si
lo confiesan y creen que Cristo puede perdonarlo y quiere hacerlo.
Y cuando hayan hecho
eso, entonces su vida entera ha de ser
gastada en tratar de enaltecer y glorificar a Aquel a quien ustedes y otros
han difamado y deshonrado. ¡Oh, yo pienso que si yo hubiese negado alguna vez
Vamos, hermanos y
hermanas cristianos, hagamos algo inusual en honor de Cristo; descubramos algo
o inventemos algo nuevo, ya sea en compañía de otros o exclusivamente por nosotros
mismos, por medio de lo cual podamos glorificar más ampliamente Su nombre
bendito.
Quiero agregar esto: si
alguna vez alguien nos despreciara por causa de Cristo, no lo consideremos
doloroso, antes bien, hemos de estar
dispuestos a soportar el escarnio y el desprecio por Él. Hemos de decirnos:
“Entonces le escupieron en el rostro”. ¿Qué importa, entonces, que escupan
también en el mío? Si lo hacen, diré: ‘salve oprobio, y bienvenida vergüenza’
pues me sobrevienen por Su amada causa”. ¡Mira, ese malvado está a punto de
escupir en el rostro de Cristo! Interpón tu mejilla para que puedas detener el
escupitajo con tu rostro, para que no caiga sobre Él otra vez, pues ya que fue
sometido a tan terrible vergüenza, cada uno de los redimidos con Su sangre
preciosa debería considerar un honor ser partícipe de la vergüenza, si de
cualquier manera pudiéramos resguardarlo de seguir siendo despreciado y
desechado entre los hombres.
Ya ven, queridos amigos,
que no les he predicado, sino que simplemente he hablado muy, muy débilmente, y
no he hablado del todo sobre este maravilloso texto como hubiera deseado y
esperado haber podido hacerlo: “Entonces le escupieron en el rostro”.
Ahora procuren prestarme
atención durante unos cuantos minutos mientras les presento ese mismo rostro
bajo una luz muy diferente. Nuestro segundo texto está en el capítulo 20 de
Apocalipsis, en el versículo 11: “Y vi un gran trono blanco y al que estaba
sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar
se encontró para ellos”.
No necesito decir nada
para explicar este pasaje. Noten cómo comienza el apóstol: “Y vi”. ¡Oh, desearía tener poder para
hacerles ver también ese grandioso espectáculo! Algunas veces, captar
vívidamente una verdad, aunque sea por una sola vez, es mucho mejor que oírla expresada
simplemente diez mil veces.
Recuerdo la historia de
un soldado que fue empleado en relación con actividades de levantamiento de
planos en Palestina. Él estaba con otros miembros del grupo en el valle de
Josafat, y sin pensar seriamente en sus palabras, les dijo a sus colegas:
“Algunas personas dicen que cuando Cristo venga una segunda vez para juzgar al
mundo, el juicio tendrá lugar en el valle de Josafat, en este preciso lugar
donde nos encontramos ahora”. Luego agregó: “Cuando se erija el gran trono
blanco, me pregunto dónde estaré yo”. Se dice que exclamó descuidadamente: “voy
a sentarme aquí, sobre esta gran piedra”, y se sentó; pero en un instante se
vio sobrecogido por el horror y se desmayó, porque en el acto de sentarse había
comenzado a darse cuenta de alguna manera de la grandiosidad y del terror de
aquella tremenda escena.
Me gustaría saber cómo
hacer o decir algo por lo cual les pudiera hacer captar esa escena que Juan vio
en visión. El Señor Jesucristo ascendió al cielo desde la cumbre del Olivar en
Su propio cuerpo, y así vendrá de igual manera, tal como fue llevado al cielo;
pero Él vendrá, no como el humilde Varón de dolores, sino como el Juez de todo,
sentado sobre un gran trono blanco, y Juan dice: “y yo lo vi”. Tal como
cantamos hace unos cuantos minutos:
“¡El Señor vendrá! Pero no será el mismo
Que una vez vino en humildad;
Un cordero silente frente a Sus enemigos,
Un hombre fatigado y lleno de dolores.
¡El Señor vendrá! Una forma terrible
Con un arcoíris por corona y vestiduras de tormenta;
Sobre alas de querube y de viento,
Juez designado de toda la humanidad”.
Queridos amigos, yo
desearía que incluso en sus sueños pudieran ver esta visión, pues, aunque no
tengo ninguna confianza en los sueños por lo que son, sin embargo, cualquier
comprensión de esta grandiosa verdad será mejor que su mera audición.
“Y vi”, -dijo Juan- “un
gran trono blanco”. Vio un trono, pues
Cristo reina ahora y es Rey de reyes y Señor de señores; y cuando venga de
nuevo, vendrá en el poder de la soberanía universal como el Juez designado de
toda la humanidad. Vendrá en un trono.
Se dice que ese trono es
blanco. ¿Qué otro trono podría ser
descrito así? Los tronos de los meros mortales están a menudo manchados de
injusticia o teñidos con la sangre de crueles guerras; pero el trono de Cristo
es blanco porque Él imparte juicio y justicia y Su nombre es verdad.
Será también un gran trono blanco, un trono tan grande
que todos los tronos de reyes y príncipes anteriores serán como nada en
comparación con él. Los tronos de Asiria, y Babilonia, y Persia, y Grecia y
Roma, todos parecerán únicamente como diminutas gotas de rocío que se disipan
en un momento; pero este gran trono blanco será el asiento reconocido del Rey
de reyes y de
Juan no sólo vio el gran
trono blanco, sino también “Al que estaba
sentado en él”. ¡Qué visión tan
portentosa era esa! Juan vio a Aquel cuyos ojos son “como llama de fuego; y sus
pies semejantes al bronce bruñido”. Juan vio a Aquel cuya majestad divina
brillará resplandeciente incluso a través de las huellas de los clavos que
todavía tendrá cuando esté sentado en el gran trono blanco. Qué espectáculo era
para Juan -que había apoyado su cabeza sobre el pecho de Cristo- contemplar a
ese mismo Señor a quien había visto morir en la cruz, sentado ahora en el trono
del juicio universal: “Y vi un gran trono blanco”.
Noten ahora lo que pasó:
“de delante del cual huyeron la tierra y
el cielo”. Tan pronto como este gran trono blanco apareció, el cielo y la
tierra comenzaron a rodar como una ola que se retira de la costa. ¿Qué ha de
ser ÉL, de delante del cual se replegarán el cielo y la tierra como si
estuviesen conmocionados?
Observen, primero, el poder de Cristo. Él no ahuyenta al
cielo y la tierra; ni siquiera les habla; la visión de Su rostro es todo lo que
se necesita, y el viejo cielo y la vieja tierra manchada de pecado comenzarán a
escapar, “y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que
en ella hay serán quemadas”; y todo eso sucederá cuando simplemente se muestre
el rostro de Cristo. Él no tiene que alzar Su brazo ni tiene que tomar una
jabalina para lanzarla a la tierra condenada. Ante la visión de Su rostro, el
cielo y la tierra huirán.
Contempla el terror de la majestad de Cristo. ¿Y qué harás tú en aquel día, tú, que de hecho
escupiste en Su rostro, tú, que de hecho le despreciaste? ¿Qué harás tú ese
día? Supón que el gran día del juicio hubiere llegado ya, supón que el gran
trono blanco estuviera precisamente por allá, y que cuando este servicio
hubiere concluido, debes comparecer con todos los muertos ya resucitados ante tu
Juez. Uno tendría que decir: “yo lo he rechazado; ¿cómo me puedo atrever a
mirar Su rostro?” Otro clamaría: “Él me atrajo una vez; yo sentí el jalón de Su
amor, los estirones de Su Espíritu, pero yo me resistí, y no quise ceder. ¿Cómo
puedo ir a Su encuentro ahora? ¿Puedo
mirarlo a la cara?” Otro tendría que decir: “tuve que esforzarme mucho para
escapar del asidero de Su mano de misericordia; reprimí a la conciencia, y
regresé al mundo”. Todos ustedes tendrán que mirar ese rostro, y ese rostro los
mirará a todos ustedes. Uno tendrá que decir: “yo renuncié a Cristo por el
mundo”. “Renuncié a Él por el teatro”. Otro tendrá que decir: “yo renuncié a Él
por el salón de baile”. “Yo renuncié a Él por el amor de las mujeres”, dirá
otro. “Yo renuncié a Él para poder seguir con mi negocio con el que no habría podido
continuar si hubiera sido un verdadero cristiano; renuncié a Cristo a cambio de
lo que pudiera conseguir”.
Ustedes tendrán que
decir todo eso, y tendrán que hacerlo pronto. Tan ciertamente como me ven ahora
sobre esta plataforma, verán entonces al Rey en el gran trono blanco, a ese Rey
que fue despreciado y desechado entre los hombres.
¡Oh, señores, yo
quisiera que ustedes pensaran en todo esto! Mi preocupación no es ni la
centésima parte de lo que debería ser la de ustedes; yo no tengo miedo de ver
el rostro de Cristo pues Él me ha mirado con amor, y ha borrado todo mi pecado,
y yo lo amo, y anhelo estar con Él por los siglos de los siglos. Pero si
ustedes no han recibido nunca esa mirada de amor, si nunca han sido
reconciliados con Él, yo les pido, por el amor que se tienen a ustedes mismos,
que comiencen a pensar acerca de este asunto. Comiencen a prepararse para
conocer a este Rey de los hombres, a este Señor de amor, el cual, tan
ciertamente como es Señor de amor, será un Rey de ira, pues no hay enojo como
el enojo de amor. No hay indignación como “la ira del Cordero”, acerca de la
cual leímos hace unos cuantos minutos. El amor divino, cuando se ha convertido
en justa indignación, arde como brasas de enebro, y es inextinguible como el
infierno.
“Por tanto, busquen la gracia de Aquel
Cuya ira no pueden soportar;
Vuelen al refugio de Su cruz,
Y encuentren allí la salvación”.
Y antes de que el cielo
y la tierra comiencen a huir del rostro de Aquel que se sienta en el trono, y
antes de que ustedes mismos comiencen a clamar a las rocas que los cubran y a
los montes que los oculten de ese rostro, busquen Su faz con humilde penitencia
y fe, para que estén preparados para el encuentro gozoso con Él en aquel último
día tremendo.
Si todo lo que he estado
diciendo fuera un sueño, deséchenlo y sigan sus caminos que los conducen al
pecado; pero si estas cosas fueran la propia verdad de Dios, -y verdaderamente
lo son- actúen como deberían hacerlo unos hombres cuerdos; reflexionen al
respecto y prepárense para el encuentro con su Juez. ¡Que Dios les ayude a
hacerlo, por Cristo nuestro Señor! Amén.
Traductor: Allan Román
16/Marzo/2011
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