El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Quiero… Pero, No Sea Como Yo Quiero

NO. 2376

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 1 DE JULIO DE 1888

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 2 DE SEPTIEMBRE, 1894.

 

“Padre… quiero”. Juan 17: 24.

“No sea como yo quiero”. Mateo 26: 39.

 

Tenemos aquí dos oraciones hechas por la misma Persona y, con todo, hay entre ellas el más grande contraste posible. ¡Cuán diferentes son los hombres en diferentes momentos! Sin embargo Jesús fue esencialmente siempre el mismo: “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. Sin embargo, Su disposición de ánimo y de mente variaba de tiempo en tiempo. Parecía apaciblemente feliz cuando oró con Sus discípulos diciendo: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado”. Pero cuando en Getsemaní se apartó de Sus discípulos y se postró sobre Su rostro y oró diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”, se encontraba sumido en una agonía. Quien hizo ambas oraciones es el mismo Hombre, un Hombre inmutable en cuanto a Su esencia, pero aun así vean cuán diferente fue Su condición mental y cuán diferentes fueron las oraciones que ofreció. Hermano, es posible que sigas siendo el mismo individuo y que seas un hombre tan bueno cuando gimes delante de Dios como cuando cantas delante de Él. Pudiera haber todavía más gracia en la sumisa oración “No sea como yo quiero” que en la triunfante oración “Padre, quiero”. No juzguen que hubiera cambiado la posición de ustedes delante de Dios por haber sufrido una alteración respecto a sus sentimientos. Si su Maestro oró tan diferentemente en diferentes momentos, ustedes, que no poseen la plenitud de gracia que Él tenía no han de sorprenderse si tienen una gran variedad de experiencias interiores.

 

Noten, también, que no sólo se trataba de la misma Persona, sino que Él utilizó estas dos expresiones casi al mismo tiempo. Yo no sé cuántos minutos –es mejor que diga minutos en vez de horas- transcurrieron entre la última cena con la maravillosa oración sumo-sacerdotal, y los agonizantes clamores de Getsemaní. Yo supongo que sólo se trataba de un breve trayecto de Jerusalén al huerto de olivos y que no tomaría mucho tiempo recorrer esa distancia. En un extremo del recorrido Jesús ora diciendo: “Padre, quiero”, y en el otro extremo del mismo dice: “No sea como yo quiero”. De igual manera nosotros podemos experimentar grandes cambios y tener que alterar el tono de nuestras oraciones en unos cuantos minutos. Tú acabas de orar con una santa confianza; sujetaste con firmeza al ángel del pacto y junto con Jacob, el luchador, dijiste: “No te dejaré, si no me bendices”; y sin embargo, dentro de una hora puede ser igualmente apropiado de tu parte yacer en el propio polvo y clamar al Señor en agonía diciendo: “Perdona mis oraciones, excúsame por ser tan osado y óyeme ahora cuando clamo a Ti y digo: ‘no sea como yo quiero, sino como tú’”.

 

“Basta con que bendigas a mi corazón desfalleciente

Con Tu dulce Espíritu como su huésped;

Mi Dios, dejo en Tus manos todo lo demás;

‘¡Hágase Tu voluntad!’”

 

Nunca te avergüences por tener que enmendar tus oraciones. Procura no cometer ningún error si puedes evitarlos pero, si cometes uno, no te avergüences de confesarlo y de corregirlo hasta donde te sea posible. Uno de nuestros frecuentes errores es que nos sorprende cometer errores. Siempre que alguien dice: “Nunca me hubiera imaginado que yo podría cometer alguna tontería como esa”, muestra que no se conocía realmente, pues si se hubiera conocido, más bien se habría sorprendido de no hacer algo peor, y se habría maravillado de haber actuado tan sabiamente como lo hizo. Únicamente la gracia de Dios puede enseñarnos cómo hacer para que nuestras oraciones recorran toda la escala desde la aguda nota: “Padre, óyeme, pues Tú has dicho: ‘Pide lo que quieras’, hasta descender a la profunda, profunda y grave nota: “Padre, no sea como yo quiero, sino como Tú”.

 

Debo señalar adicionalmente que estas dos oraciones eran igualmente características de Cristo. Pienso que, por Su voz, puedo reconocer a mi Señor en cualquiera de las dos. ¿Quién sino el eterno Hijo de Dios podría atreverse a decir: “Padre, quiero”? Allí habla la Deidad Encarnada; esa es la sublime expresión del bienamado Hijo. Y sin embargo, ¿quién podría decir como Él lo dijo: “Si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”? Tal vez tú hayas dicho esas palabras, querido amigo, pero en tu caso no estaban relacionadas con una copa de aflicción como la que Cristo vació. En tu copa sólo había unas cuantas gotas de hiel. ¡La Suya estaba llena de amargura, desde la espuma hasta las heces; toda llena de amargura, y de una amargura tal que, gracias a Dios, ni tú ni yo podremos gustar jamás! Él vació esa copa hasta las heces y nosotros no tendremos que beber ni una sola gota de ella; pero fue  acerca de esa copa -y yo detecto la voz del Hijo de Dios, del Hijo del hombre, en esa breve expresión- que Él dijo: “No sea como yo quiero, sino como tú”.

 

Mis dos textos conforman una extraña pieza musical. Bienaventurados los labios que saben cómo expresar la confianza que se eleva hasta la mayor altura a la que podemos llegar con Cristo y desciende hasta las mayores profundidades a las que podemos llegar con Él, en plena sumisión a la voluntad de Dios. ¿Dice alguien que no puede entender el contraste entre estas dos oraciones? Querido amigo, debe explicarse así: hubo una diferencia de posición en el Suplicante en esas dos ocasiones. La primera oración, “Padre, quiero”, es la oración de nuestro grandioso Sumo Sacerdote, vestido con todas Sus vestiduras celestiales, el azul, púrpura, el lino torcido, las granadas, las campanillas de oro y el pectoral con las doce piedras preciosas con los nombres de Su pueblo escogido. Es nuestro grandioso Sumo Sacerdote en la gloria de Su oficio y poder majestuosos quien le dice a Dios: “Padre, quiero”. El segundo Suplicante no es tanto el Sacerdote como la Víctima. Nuestro Señor es visto allí atado al altar, a punto de sentir el cuchillo sacrificial, a punto de ser consumido por el fuego sacrificial; y lo oyes como si se tratara de un cordero balando, y la expresión es: “No sea como yo quiero, sino como tú”. La primera petición es el lenguaje de Cristo en poder, intercediendo por nosotros; la segunda es la expresión de Cristo hecho pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él. Esa es la diferencia de posición que explica el contraste en las oraciones.

 

Déjenme decirles también que en el objeto de Su súplica hay una diferencia que está llena de instrucción. En la primera oración, donde nuestro Señor dice tan majestuosamente: “Padre, quiero”, Él está intercediendo por Su pueblo, Él está orando por lo que sabe que es la voluntad del Padre, está oficiando allí ante Dios como el propio portavoz de Dios, y está hablando de algo acerca de lo cual tiene perfecta claridad y seguridad. Cuando estás orando por el pueblo de Dios puedes orar muy intrépidamente. Cuando estás intercediendo por la causa de Dios puedes hablar muy categóricamente. Cuando sabes que estás pidiendo lo que ha sido prometido definitivamente en las Escrituras como parte del pacto ordenado en todas las cosas y que será guardado, puedes pedir sin ninguna vacilación, como lo hizo nuestro Señor. Pero, en el segundo caso, Jesús oraba por Él mismo: “Si es posible, pase de mí esta copa”. Estaba orando por un asunto sobre el cual desconocía, como hombre, la voluntad del Padre, pues dice: “Si es posible”. Hay un “si” en eso: “Si es posible, pase de mí esta copa”. Siempre que subas a tu aposento en una agonía de angustia y comiences a orar por ti mismo y para escapar del sufrimiento si fuese posible, en tales circunstancias siempre di: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Pudiera serte dado en algunas ocasiones que ores muy intrépidamente aun en un caso como ese; pero, si no te es dado, cuídate de no presumir. Yo pudiera orar por la salud de mi cuerpo, pero no con la misma confianza con la que oro pidiendo por la prosperidad de Sion y la gloria de Dios. Lo que tenga que ver conmigo puedo pedirlo como un hijo de Dios se lo pide a su Padre; pero tengo que pedirlo sumisamente, dejando la decisión enteramente en Sus manos, sintiendo que, debido a que es para mí mismo más bien que para Él, debo decir: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú”. Pienso que hay aquí una clara lección a la que los cristianos deben prestar atención, y es que si bien están muy confiados en un tema por el cual oran, en otro sentido están igualmente sumisos, pues hay una mezcla celestial en el carácter cristiano tal como la hubo en el carácter de Cristo, una firme confianza y, sin embargo, una absoluta sumisión a la voluntad de Dios, independientemente de cuál pudiera ser esa voluntad.

 

“Señor, en Tu mano están mis tiempos;

Todo lo que mis confiadas esperanzas planearon

Lo abandono a Tu sabiduría,

Y quiero hacer mío Tu propósito”.

 

Ahora bien, podrían decir que todo este tiempo sólo he estado girando en derredor del texto. Muy bien; pero algunas veces se puede recoger una gran cantidad de instrucción en derredor del texto. El maná caía en derredor del campamento de Israel; quizás haya algo de maná en derredor de este texto. ¡Que el Señor nos ayude, a cada uno de nosotros, a recoger su porción!

 

Ahora yo quiero que ustedes consideren, durante unos cuantos minutos, a este grandioso Suplicante en los dos estados de ánimo en los que oró diciendo: “Padre, quiero”, y “No sea como yo quiero”, y que luego los combinen. Primero vamos a mirar a Jesús en el poder de Su intercesión; en seguida, vamos a hablar de Jesús en el poder de Su sumisión; y en tercer lugar, vamos a tratar de combinar las dos oraciones, “Quiero”, pero, “No sea como yo quiero”.

 

I.   Primero, veamos a JESÚS EN EL PODER DE SU INTERCESIÓN, diciendo: “Padre, quiero”.

 

¿De dónde le vino ese poder? ¿Quién le capacitó para hablar así con Dios, para decirle: “Padre, quiero”? Primero, Jesús oró en el poder de Su condición de Hijo. Los hijos pueden decirle a un padre lo que los extraños no pueden atreverse a decirle; y un Hijo tal como lo era Jesús, tan cercano al corazón de Su Padre, un Hijo que podía decir: “No me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”; un Hijo de quien el Padre había dicho: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”, ese Hijo tenía el poder con Dios como para ser capaz de decir: “Padre, quiero”.

 

En seguida, este poder provenía del eterno amor del Padre por Él. ¿Notaron cómo, en el propio versículo de donde es tomado nuestro texto, Jesús le dice a Su Padre: “Me has amado desde antes de la fundación del mundo”? Nosotros no podemos concebir cuál es el amor del Padre por Cristo Jesús, Su Hijo. Recuerden que son uno en esencia. Dios es uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y, como el Dios Encarnado, Cristo es indeciblemente amado por el corazón del Padre. No hay nada acerca de Él que el Padre desapruebe; no hay nada que haga falta en Él que el Padre desearía ver allí. Él es el ideal de Sí mismo de Dios: “En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad”. Alguien que es el objeto del amor eterno de Su Padre es capaz de decir: “Padre, quiero”.

 

Pero nuestro Señor Jesús basó también esta oración en Su obra terminada. Les concedo que realmente no había muerto todavía, pero ante la segura perspectiva de que lo haría, le había dicho a Su Padre: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese”. Ahora Él la concluyó realmente; fue capaz de decir en el más pleno sentido: “Consumado es”, y ascendió para tomar Su lugar en la gloria al lado de Su Padre. Ustedes recuerdan el argumento con el que Pablo comienza su Epístola a los Hebreos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, hecho tanto superior a los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos. Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú, Yo te he engendrado hoy, y otra vez: Yo seré a él Padre, y él me será a mí hijo?” Cuando el Padre mira a Cristo, ve en Él la expiación cumplida, la satisfacción presentada, el pecado aniquilado, los elegidos redimidos, el pacto ratificado y el propósito eterno afirmado sobre fundamentos eternos. Oh amados, como Cristo ha magnificado la ley de Dios y la ha hecho honorable, y como ha derramado Su alma hasta la muerte, de sobra posee el poder de decir: “Padre, quiero”.

 

Recuerden, también, que Jesús posee todavía este poder, y lo posee para ustedes y para mí. ¡Oh, mis queridos oyentes, muy bien pueden ir a Cristo y aceptarlo como su Mediador e Intercesor, puesto que todo este poder para decir: “Padre, quiero”, es depositado en Él a propósito a favor de los pobres pecadores creyentes que vienen y lo toman para que sea su Salvador! Tú dices que no puedes orar. Bien, Él sí puede, pídele que interceda por ti; y yo le doy gracias a Dios porque algunas veces, aun cuando no le pedimos que interceda por nosotros, lo hace de todas maneras, como lo hizo por Pedro, cuando Satanás lo había pedido, pero Cristo oró por él. Pedro desconocía su peligro, pero como el Salvador sí lo conocía intercedió por él de inmediato. ¡Qué bendición es pensar que Cristo está revestido de autoridad y poder divinos y que los usa a favor nuestro! Hace bien Toplady en cantar:

 

“Con clamores y lágrimas Él presentó

Su humilde petición aquí abajo;

Pero con autoridad pide ahora

Entronizado en la gloria.

 

Para todos los que vienen a Dios por Él,

Él solicita la salvación;

Señala sus nombres sobre Su pecho,

Y extiende Sus manos heridas.

 

Su pacto y Su sacrificio

Sancionan Su reclamo;

‘Padre, Yo quiero que todos Mis santos

Estén conmigo donde Yo estoy’”.

 

Además, ese poder de Cristo pondrá a cada creyente en el cielo. Noten cómo Cristo dirige toda Su intercesión en ese sentido; dice: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria”. El demonio dice que nunca llegaremos al cielo, pero nosotros recordamos aquella declaración de Moisés: “Te mentirán tus enemigos” (1), y se encontrará que el archienemigo es un archimentiroso, pues la Oración del Señor será oída, y como Él intercede pidiendo que aquellos que el Padre le dio sean llevados a lo alto para estar con Él donde Él está, pueden estar completamente seguros de que todos ellos llegarán a salvo al cielo; y tú, si estás entre aquellos que le son dados a Cristo –y puedes saberlo por tu fe en Él- estarás en medio de esa bendita compañía.

 

Habré concluido con este primer punto cuando haya dicho esto: ese poder que Cristo tenía puede ser ganado, en cierta medida, por todo Su pueblo. No me atrevo a decir, y no lo diría, que cualquiera de nosotros sería capaz jamás de expresar las palabras de nuestro Salvador: “Padre, quiero”; pero sí digo esto: que si permaneces en Cristo, y Sus palabras permanecen en ti, puedes alcanzar tal poder en la oración que pedirás todo lo que quieras, y te será concedido. Esta no es una promesa para todos ustedes; no, ni siquiera para todos los que son del pueblo de Dios, sino sólo para aquellos entre ustedes que viven enteramente para Dios y que le sirven con todo su corazón. Mediante una habitual relación con Dios pueden alcanzar tal poder con el Altísimo que los hombres dirán de ustedes lo que solían decir de Lutero: “Allí va un hombre que puede pedirle a Dios lo que quiera, y obtenerlo”. Ustedes pueden alcanzar esa gloriosa altitud. ¡Oh, yo quisiera que cada uno de nosotros buscara alcanzar esa altura de poder y bendición! El varón que prevalecerá con Dios no es el cristiano débil, no es el cristiano mundano, ni el que tiene justo la suficiente gracia para hacerlo miserable, ni el hombre que sólo tiene la suficiente gracia para evitar que sea absolutamente inmoral. Ustedes, que son remeros en el cristianismo que a duras penas se mojan los dedos de sus pies; ustedes, que no se meten nunca más allá de sus tobillos o de sus rodillas; a ustedes Dios no les concederá nunca este privilegio a menos que se adentren para buscarlo. Lleguen hasta donde las aguas son lo suficientemente profundas para nadar en ellas y sumergirse. Estén perfectamente consagrados a Dios; entreguen sin reserva su vida entera a Su gloria y entonces podrán obtener algo del poder de su Señor en la oración cuando dijo: “Padre, quiero”.

 

II.   Ahora, en segundo lugar, les pido amablemente que me acompañen a considerar a JESÚS EN EL PODER DE SU SUMISIÓN. Nuestro segundo texto es una completa sumisión: “No sea como yo quiero”.

 

Esta expresión, “No sea como yo quiero”, demostró que todas las vacilaciones de la naturaleza de Cristo respecto a esa terrible copa fueron vencidas. Yo no creo que Cristo tuviera miedo de morir; ¿lo creen ustedes? Oh, no; muchos de Sus siervos se han reído de la muerte; yo estoy seguro de que Él no tenía miedo de morir; ¿qué era entonces lo que hacía que la copa fuera tan pavorosamente terrible? Jesús iba a ser hecho pecado por nosotros, iba a caer bajo la maldición por nosotros e iba a sentir la ira del Padre debido a la culpa humana; Su naturaleza entera, todo Su ser y no únicamente Su carne, rehuía esa terrible prueba. No era un envilecimiento real el que recaería sobre Él, pero parecía que así acontecería y, como hombre, no sabía qué debía contener esa copa de ira.

 

“Emanuel está sumido en un terrible dolor,

Imperceptible y desconocido para todos los de aquí abajo,

Excepto para el Hijo de Dios;

En agonizantes dolores de alma,

Sorbe profundamente el más amargo ajenjo,

Y suda grandes gotas de sangre”.

 

Después de permanecer en el amor de Dios desde toda la eternidad, Él iba a soportar en unas cuantas horas el castigo del pecado del hombre; sin embargo, tenía que soportarlo, y por tanto dijo: “No sea como yo quiero, sino como tú”. ¿Se sorprenden de que orara: “Si es posible, pase de mí esta copa”? ¿Ha de ser culpado Cristo por estas vacilaciones de la naturaleza? Mis queridos amigos, si hubiese sido un placer para Él y si no hubiese sentido ninguna vacilación, ¿dónde habría estado Su santa valentía? Si no hubiese sido algo horrible y espantoso para Él, ¿dónde habría estado Su sumisión, dónde habría estado el valor que realizó la expiación? Si hubiese sido algo que no podía o no debía rehuir, ¿dónde habría estado el dolor, el ajenjo y la hiel de eso? La copa tiene que ser, en la naturaleza de las cosas, algo de lo cual quien la soporta tiene que vacilar, o de lo contrario no habría podido ser suficiente para la redención de Su pueblo y para la vindicación de la quebrantada ley de Dios. Entonces, era necesario que Cristo demostrara, mediante una oración como esta, que había vencido todas las vacilaciones de Su naturaleza.

 

“No sea como yo quiero”, es también una evidencia de la completa sumisión de Cristo a la voluntad de Su Padre. “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca”. No hay ninguna resistencia, ninguna lucha, Él se entrega completamente. “Bien” –pareciera decirle a Dios- “haz lo que quieras conmigo; me someto absolutamente a Tu voluntad”. No hubo de parte de Cristo ninguna reserva, ningún deseo ni siquiera de hacer una reserva; voy más adelante, y digo que Jesús quería lo que Dios quisiera, y aun oró para que la voluntad de Dios, de la cual Su naturaleza humana al principio rehuía, pudiera ser cumplida. “Pero no sea como yo quiero, sino como tú”.

 

Oh, hermanos y hermanas -pues tanto unos como otras necesitan esta gracia- ¡pídanle a Dios que les ayude a aprender cómo imitar a su Señor en esta sumisión! ¿Se han sometido a la voluntad del Señor? ¿Se están sometiendo ahora? ¿No son algunos de ustedes como bueyes que están desacostumbrados al yugo? Ustedes saben que hay un texto en el Salmo ciento treinta y uno que dice: “Como un niño destetado está mi alma”. He pensado algunas veces que, para algunos de los hijos del Señor, el pasaje tendría que ser leído, “Mi alma es como un niño en el destete”, y hay muchos miembros del pueblo de Dios que tardan mucho en ser destetados. No puedes obtener satisfacción, ni quietud, ni contento, ¿no es cierto? ¿Puedes entregarte enteramente a Dios para que Él haga lo que le agrade contigo? ¿Tienes algún miedo de un tumor o de un cáncer? ¿Está ante ti la posibilidad de una operación dolorosa y peligrosa? ¿Te está yendo mal en el negocio de manera que probablemente lo pierdas todo? ¿Se está enfermando un amado hijo? ¿Es probable que muera la madre? ¿Tendrás que perder tu posición y reputación si eres fiel al Señor? ¿Estarás expuesto a crueles calumnias? ¿Es probable que seas echado de tu empleo si haces lo recto? Vamos, prescindiendo de qué es lo que temas o esperes, ¿puedes darte enteramente a Dios, y decir: “Jehová es; haga lo que bien le pareciere”? Tu Señor y Maestro lo hizo. Él dijo: “No sea como yo quiero”. Oh, que te enseñe este arte divino de la absoluta resignación al propósito y ordenanza de Dios, hasta que tú también seas capaz de decir: “¡No sea como yo quiero!” Así, cantarás:

 

“Yo me someto a Tu voluntad, oh Dios,

Y adoro todos Tus caminos;

Y cada día que viva buscaré

Agradarte más y más”.

 

III.   Habré concluido mi discurso una vez que haya trenzado un poco estos dos dichos; entonces, en tercer lugar, COMBINEMOS LAS DOS ORACIONES: “Yo quiero”; pero, “No sea como yo quiero”.

 

Primero déjenme decirles que la Número Uno les ayudará mucho para la Número Dos. Si aprendes a orar con Cristo con la santa intrepidez que casi dice: “Padre, quiero”, tú eres el hombre que sabrá cómo decir: “No sea como yo quiero”. ¿No es extraño que así sea? Parece una contradicción, pero yo estoy seguro de que no lo es. El varón que obtiene de Dios lo que desea es precisamente el varón que no quiere que Dios le cumpla la propia voluntad. Aquel que puede recibir lo que quiera, es el varón que desea tener lo que Dios quiera. Ustedes recuerdan a aquella buena anciana que yacía postrada moribunda, a la que alguien le dijo: “¿No esperas morir pronto?” Ella respondió: “yo no sé si viviré o moriré; es más, no me preocupa qué suceda”. Entonces el amigo le preguntó: “Pero si pudieras elegir entre vivir o morir, ¿cuál elegirías?” Ella respondió: “Yo preferiría que se haga la voluntad del Señor”. “Pero supón que la voluntad de Dios fuera dejarte enteramente a ti la elección de lo que prefieras”. “Entonces” –respondió ella- “me pondría de rodillas, y le pediría al Señor que eligiera por mí”. Y yo en verdad pienso que esta es la mejor manera de vivir; no elegir nada, sino pedirle al Señor que elija por ti. ¿Sabes?, puedes lograr que las cosas se hagan como tú quieres, cuando lo que quieres es lo que Dios quiere. La forma segura de realizar lo que uno quiere es cuando lo que uno quiere no es otra cosa que la voluntad de Dios. ¡Oh, que el Señor nos enseñara este gran poder con Él en oración! No será otorgado si no existe una muy estrecha comunión con Él. Entonces, cuando sepamos que podemos recibir de Él lo que queramos, estaremos en el estado correcto para decir: “No sea como yo quiero”.

 

El siguiente comentario que quisiera hacer es que la oración Número Dos es necesaria para la Número Uno; es decir, mientras no puedas decir: “No sea como yo quiero”, nunca serás capaz de decir: “Padre, quiero”. Yo creo que una razón por la cual las personas no pueden prevalecer en oración es porque no se entregan a Dios y no pueden esperar que Dios ceda ante ellas. Dios hace esto y aquello contigo, y tú altercas con Él y luego subes a tu aposento y comienzas a orar. Ponte primero de rodillas y haz las paces con Él pues así como no debes venir al altar mientras que no te hayas reconciliado con tu hermano, así también, ¿cómo puedes venir al trono de la gracia mientras no hayas renunciado a tu altercado con Dios? Pero algunas personas nunca tienen paz con Dios. Me he enterado de un buen amigo que perdió a un hijo y a partir de entonces le guardó luto durante varios años, y estaba siempre enojado por la pérdida del amado hijo hasta que una dama cuáquera le dijo: “¡Cómo! ¿No has perdonado a Dios todavía?” Y hay algunas personas que no han perdonado todavía a Dios por llevarse a sus seres queridos. Debieron haberle bendecido siempre, pues nunca se lleva a nadie sino a los que nos ha prestado, y nosotros deberíamos bendecir Su nombre tanto por llevárselos de regreso como por prestárnoslos. Queridos amigos, tienen que someterse a la voluntad de Dios; de otro modo no pueden tener poder con Él en la oración. “Bien” –dices tú- “no me dejas hacer lo que yo quiera en absoluto”. Ciertamente, no te dejaré hacer lo que tú quieras; pero cuando sólo dices: “Bien, Señor, no tengo ningún altercado contigo ahora; haz conmigo lo que quieras”, entonces Él dirá: “Levántate, hijo mío, pídeme lo que quieras, y Yo te lo daré; abre tu boca, y Yo la llenaré”.

 

Noten, también, queridos amigos, que Jesús nos ayudará a recibir la respuesta de la oración Número Uno y de la Número Dos. Él se esmera en enseñarnos el poder de la oración prevaleciente y Él se esmera también en enseñarnos el arte de la bendita sumisión en la oración, y es Su voluntad que estas dos oraciones no sean separadas. “Padre, quiero”, es la palabra de Cristo en favor nuestro, y “No sea como yo quiero”, es igualmente la palabra de Cristo en favor nuestro. Cuando no puedan elevar ninguna de estas oraciones como querrían, recurran a la oración de Cristo, y reclámenla como propia.

 

Por último, pienso que la verdadera condición de hijo engloba a la Número Uno y a la Número Dos. El verdadero hijo de Dios que sabe que es el hijo de su Padre, es el que dice: “Padre, quiero”. Es a menudo muy intrépido donde otro sería presuntuoso. Oh, he oído con mucha frecuencia acerca de las oraciones de alguien –no diré quién es ese alguien- que parecía estar muy familiarizado con Dios en su oración. ¡Oh, sí; yo sé! Ustedes aman esas majestuosas oraciones en las que se señalan límites al monte, y nadie se atreve a acercarse. Haces que el trono de gracia sea como el Sinaí en tiempos antiguos, del cual dijo el Señor: “Cualquiera que tocare el monte, de seguro morirá. No lo tocará mano, porque será apedreado o asaeteado; sea animal o sea hombre, no vivirá”. “¡Oh” –dices tú- “pero fulano de tal es muy conocido en el propiciatorio!” Sí, yo lo sé; y tú piensas que eso es de lamentar, ¿no es cierto? Tal vez conozcas a un juez; míralo en el juzgado con su peluca y la toga de su oficio; pero tú no te atreverías a hablarle allí a menos que te dirigieras a él como “su señoría”, y te comportaras muy respetuosamente con él. Al cabo de un rato se retira a su casa, y allí tiene un muchachito, el Amo Johnny. ¡Vamos, el niño sujeta los bigotes de su padre, y helo ahí sobre la espalda de su padre! “¡Vamos, Johnny, eres un irrespetuoso!” “¡Oh, pero él es mi padre!”, responde el muchacho; y su padre dice: “Sí, Johnny, eso soy; y yo no quiero que tú me digas: ‘su señoría’, ni que me hables como lo hacen en la corte”. Así, hay ciertas libertades que los hijos de Dios pueden tomarse con Él, que Él no las considera como libertades en absoluto; a Él le encanta que lo traten así. Permite que cada uno de ellos diga: “Padre, quiero”, porque son Sus hijos.

 

Observa, entonces, que tú no eres un hijo de Dios a menos que puedas decir también: “Padre, no sea como yo quiero”. El verdadero hijo se somete a la voluntad de su padre. “Sí” –dice- “me gustaría tal y tal cosa”. Su padre se lo prohíbe. “Entonces no la quiero, y no la tocaré”; o dice: “no me gusta tomar esa medicina, pero mi padre dice que debo tomarla”, y toma el vaso y bebe todo su contenido. El verdadero hijo dice: “No sea como yo quiero”, aunque, a su medida, dice también: “Padre, quiero”.

 

Sólo me he estado dirigiendo a los que son miembros del pueblo de Dios. Espero que ustedes hayan aprendido algo de este tema; sé que lo han hecho si el Señor les ha enseñado a orar según la manera de estas dos oraciones, haciéndolo humildemente y con fe, imitando a su Señor.

 

Pero, oh, ¿qué les diré a aquellos que no son del pueblo del Señor? ¡Si ustedes no saben cómo orar del todo, que el Señor les enseñe! ¡Si todavía no conocen sus necesidades, que el Señor los instruya! Pero déjenme decirles que si alguna vez viniera un tiempo cuando sientan su necesidad de un Salvador, el Señor Jesús estará dispuesto a recibirlos. Si alguna vez suspiran por Él, tengan la seguridad de que Él también está suspirando por ustedes. Aun ahora,

 

                     “Encendidos están Sus enternecimientos”,

 

y con sólo que musiten la oración del penitente, “Dios, sé propicio a mí, pecador”, y pongan sus ojos en Cristo y los vuelvan a la cruz, hay salvación para ustedes aun ahora. Que Dios les conceda recibirla, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Nota del traductor:

1) La cita es de Deuteronomio 33: 29 y está tomada de la versión en español: ‘Biblia Americana San Jerónimo’.  

 

 

Traductor: Allan Román

20/Febrero/2014

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