El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Los Dos Pilares de la Salvación
NO. 2357
SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
LA NOCHE DEL DOMINGO 19 DE FEBRERO DE 1888,
Y LEÍDO LA MAÑANA DEL DOMINGO 22 DE ABRIL DE 1894.
“Creemos en el que levantó de los
muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. Romanos 4: 24, 25.
La fe, la verdadera fe salvadora, es la misma en
todas las épocas. Puede ejercerse sobre cosas diferentes, pero la fe de Abraham
es la misma fe que había en el corazón de Pablo; y la fe de Pablo era
precisamente la misma fe que hay en el corazón de todo creyente en el momento
presente. Tenemos “una fe igualmente preciosa” con los hombres piadosos de
todas las épocas. Es siempre la misma fe, como es siempre el mismo Dios, y el
mismo Salvador.
En este capítulo, Pablo nos muestra que hay una
notable semejanza entre la fe del creyente de ahora y la fe de Abraham. La fe
de Abraham le llevó a creer que Dios era capaz de revivir incluso a los
muertos, y eso es precisamente lo que nosotros también creemos. Abraham creía
–a pesar de tener más de cien años de edad y de que su esposa contaba igualmente
con una avanzada edad- que podrían ser vivificados de tal manera por el poder
de Dios, que serían los padres de la simiente prometida por Dios; y, aunque
Sara se había reído una vez, y yo me imagino que Abraham tenía a veces sus
ataques de desaliento, perseveraron en la convicción solemne de que sucedería como
el Señor les había prometido; y llegó el día en que Sara se rió en otro
sentido, pues le nació un niño, que fue llamado: “Isaac”, esto es: “Risa”,
debido al gozo con el que llenó el hogar y los corazones de sus padres. Así,
pueden ver que Abraham creyó que Dios podía revivir a los muertos -a pesar de
que tanto él como su esposa estaban muertos para toda posibilidad de ello- y
que habría de nacerles un heredero de manera natural.
Más adelante en la historia del patriarca, Dios
probó su fe de nuevo. Le ordenó ir y tomar a su hijo, a su único hijo a quien
amaba, para ofrecerlo en sacrificio sobre el monte Moriah. Abraham únicamente
deseaba saber qué era lo que Dios le ordenaba, y estaba presto a obedecerle. No
le correspondía razonar el porqué, o replicar; le correspondía obedecer; así
que completó sus tres días de camino, y su hijo bienamado cargó sobre sí la
leña para el sacrificio. Fueron a la cumbre del monte, y Abraham sacó su
cuchillo para matar a su hijo. Su mano fue divinamente detenida en el momento
preciso, y en lugar de Isaac fue ofrecido un carnero. Una razón por la cual
Abraham fue capaz de dar esta prueba suprema de obediencia es porque estaba
seguro de que Dios guardaría Su promesa, y de que, incluso si su hijo había de
morir, Dios le resucitaría de los muertos. Éste parece haber sido el punto al
que su fe siempre llegó: que Dios podía resucitar a los muertos, que podía
hacer aquello que los hombres llaman ‘imposibilidades’, que lo que no estaba
dentro del alcance de la naturaleza humana era sumamente fácil para ese brazo
eterno para cuyo poder no hay ningún límite.
Ahora, amados, este es uno de los artículos de
nuestra fe cristiana: creer que Dios puede resucitar a los muertos. Si somos
verdaderos creyentes, ustedes y yo creemos que Dios resucitó de los muertos a
nuestro Señor Jesús, el grandioso Pastor de las ovejas. Nosotros creemos que
Jesús en verdad murió y fue enterrado en el sepulcro de José de Arimatea, pero
que en el tercer día resucitó y dejó la tumba para no morir más. Nosotros
creemos muy firmemente que la resurrección es un hecho; no se trata de una
ficción, ni de un trozo de poesía, sino de un asunto que realmente ocurrió,
como cualquier otro hecho histórico confiable, y lo aceptamos sin dudarlo. También
creemos que nosotros también, aunque muramos, viviremos de nuevo; y que, aunque
los gusanos devoren este cuerpo, en nuestra carne hemos de ver a Dios. Al sonido
de la trompeta del arcángel los muertos en Cristo resucitarán, y todos los
muertos provenientes de la tierra y del mar se congregarán delante del gran
trono blanco. Sin importar cuán esparcidas pudieran haber estado las partículas
de sus cuerpos de diez mil maneras tortuosas, no importa; el cuerpo que fue
sembrado en debilidad será resucitado en poder, el cuerpo que fue sembrado
corruptible será resucitado en la incorrupción. Nosotros creemos sinceramente
ésto. Y nuestra fe cree también que, incluso ahora, en lo tocante a las cosas
espirituales, aunque por naturaleza estamos muertos para las cosas de Dios, Él
puede resucitar a los muertos.
Cuando nos sentimos abrumados y embotados, y la
música de nuestra adoración se arrastra fatigosamente, nosotros creemos que
Dios puede revivirnos; y aunque conocemos a muchas personas que no tienen vida
espiritual en este día y están lejos de Dios por sus obras perversas, nosotros
vamos y les hablamos del Evangelio eterno con la plena persuasión de que puede
resucitar a los muertos, a quienes están muertos en sus delitos y pecados. Aun
estando muertos, vivirán. Nosotros creemos ésto, y nos regocijamos.
Pienso que les he mostrado que la fe de Abraham
es una muestra fiel de la fe de todos los creyentes, y de esta manera él es el
padre de todos los creyentes y todos los hijos guardan un parecido familiar. En
todos los casos tienen fe en Aquel que puede revivir a los muertos.
Ahora vayamos a nuestro texto, y lo voy a tratar
brevemente con el intenso deseo de que si alguien quisiera encontrar el camino
de la salvación, lo encuentre esta noche. La verdadera fe es de este carácter:
“Creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue
entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación”.
I. Primero, NUESTRA FE MIRA A DIOS, EL PADRE, EN EL
ASUNTO DE LA SALVACIÓN. Nosotros no solamente miramos a Jesucristo, como
algunos dicen que hacemos; sino que “Creemos en el que levantó de los muertos a
Jesús, Señor nuestro” y no creemos solamente en “Jesús, Señor nuestro”.
Nosotros efectivamente creemos en Él, pero también creemos igualmente en Dios,
que resucitó a Jesús, Señor nuestro, de los muertos.
Sobre este punto hay una fe errónea en dos
sentidos; y es aflictivo ver cualquiera de las formas de este error, puesto que
estropea la belleza de la verdad divina. Algunos prescinden del Padre. Hablan
de Jesús como si le debiéramos a Él, y sólo a Él, nuestra salvación. Estamos
inmensurablemente endeudados con Él, ¡bendito sea Su nombre! Pero Jesús no
salva sin el Padre, o aparte del Padre, o en contra de la voluntad del Padre.
Me encanta la expresión que es usada en el Libro
de Génesis, concerniente a Abraham y a su hijo, cuando se dirigían al monte del
sacrificio. Está escrito: “Fueron ambos juntos”; y en el grandioso sacrificio
que fue hecho por el pecado humano, podría decirse acerca del Padre Divino y de
Su igualmente Divino Hijo: “Fueron ambos juntos”. Hubo un acuerdo y un
avenimiento secretos entre el Padre y el Hijo concernientes a nuestra
redención, y el Padre recibe nuestro amor y gratitud de la misma manera que el
Hijo los recibe. Jesús se entregó por nosotros, pero el Padre entregó a Jesús,
Su otro yo. Jesús dice: “Yo y el Padre uno somos”. Podría decir, en un cierto
sentido, que fue Dios, el Padre, quien sufrió por nosotros, pues Él dio a Su
Hijo, a quien amó, para que sufriera por cuenta nuestra; entregó al amado de Su
corazón, y en la persona de Su Hijo se convirtió en nuestro Salvador. Es “Dios
nuestro Salvador” así como también “Jesucristo nuestro Salvador”. Nunca separen
al Padre del Hijo en la obra de la redención; Jesús no vino a este mundo a
morir para hacer que Su Padre fuera clemente. No, el pacto de gracia fue hecho
desde la eternidad, y Jesús vino para cumplir una estipulación del pacto que
establecía que le incumbía sufrir. El amor del Padre es desde la eternidad, y
la muerte de Jesús es uno de los torrentes que fluyen de esa eterna fuente. El
Padre ha de ser alabado pues entregó a Su Hijo y resucitó a Su Hijo de los
muertos, y no hemos de olvidar nunca la gracia que ha manifestado de esta
manera para nuestra salvación. Por tanto, nunca hemos de caer en el error de
aquellos que pasan por alto la parte del Padre en nuestra redención.
Sería un error igualmente pernicioso que
pasáramos por alto al Hijo. ¡Oh!, cuántas personas hablan acerca de Dios, y
oran a Dios, y hablan de la misericordia de Dios, pero, ¿qué tienen que ver con
Dios si ignoran o desprecian a Su Hijo? Dios no te oirá, no responderá a tus
oraciones, si no vienes a Él por Jesucristo. Sólo hay una manera de venir al
Padre y es por medio de Su Hijo Jesucristo; y no podrías acercarte a Dios sin
el único mediador entre Dios y los hombres. ¿Por qué ordenó un Mediador, y por
qué ese Mediador derramó Su sangre, si ustedes y yo pudiéramos acercarnos a
Dios sin necesidad de Su sacrificio propiciatorio?
No, amados, nosotros creemos en Jesucristo, así
como también en el Padre. Creemos en el Padre, pero creemos en Él como el Dios
que resucitó a Jesucristo, nuestro Señor, de los muertos. No es el Padre sin el
Hijo quien salva, ni es el Hijo sin el Padre, ni son éstos dos sin el Divino
Santo Espíritu bendito para siempre. Se requiere de toda la Trinidad para hacer
un cristiano, y toda la Trinidad, cooperando en una Divina Unidad, ha de ser
alabada y adorada por nuestra salvación.
Pero, ahora, ¿qué dice el texto al ordenarnos confiar
en Dios, el Padre, en nuestra salvación? Bien, dice, primero, que Él entregó a Su Hijo. Acerca de Jesús,
leemos aquí: “el cual fue entregado por nuestras transgresiones”. Sabemos quién
fue el que lo entregó, pues tenemos en esta misma Epístola el texto: “El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará también con él todas las cosas?” Fue el Padre quien entregó a Su Hijo
para ser revestido de carne humana, fue el Padre quien entregó a Su Hijo para
ser despreciado y desechado entre los hombres, fue el Padre quien entregó a Su
Hijo al beso del traidor y al cruel trato de la soldadesca romana, fue el Padre
quien entregó a Su Hijo al azote, y luego a la cruz y a la amargura de la
propia muerte. El Padre entregó a Su Hijo para que muriera por los pecadores.
Esta fue la prueba suprema del amor del Padre por nosotros.
Y luego, en seguida, se nos instruye que, a su
tiempo, fue el Padre quien resucitó a
Jesús de los muertos: “Creemos en el que levantó de los muertos a Jesús”.
Se habla de la resurrección de Cristo de diferentes maneras en la Escritura; pero
entre otras declaraciones, se dice expresamente que fue obrada por el poder del
Padre. Bien, entonces, hemos de agradecerle por un Cristo vivo, un Cristo
resucitado. Fue el Padre quien sopló de nuevo la vida en ese cuerpo muerto, y
trajo a nuestro Redentor de nuevo a la vida; fue el Padre quien ordenó a los
ángeles que rodaran la piedra de la boca del sepulcro cuando despuntó la mañana
de la resurrección.
Y recuerden que así como estas dos cosas: la
entrega de Cristo y la resurrección de Cristo de los muertos, son atribuidas al
Padre, así también los dos frutos provenientes de ellas son también del Padre.
El primer fruto es el perdón del pecado: “El
cual fue entregado por nuestras transgresiones”. El segundo fruto es la justificación: “y resucitado para
nuestra justificación”. Ambos son obra del Padre; es el Padre quien perdona, y
es el Padre quien justifica. “Dios es el que justifica”, dijo Pablo, transportado
en una suerte de éxtasis divino: “Dios es el que justifica. ¿Quién es el que
condenará?” Así que no podemos tener fe en Jesús, aparte del Padre. Regresando
al punto del cual ya les he hablado –para tratar de dar en el clavo y
remacharlo- no miramos a Jesús aparte del Padre, así como tampoco miramos al
Padre aparte de Jesús; pero ésta es la verdadera fe escritural: “Creemos en el
que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por
nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”.
Ahora, alma, si quisieras ser salvada, antes que
nada es necesario que confíes tu alma en las manos de Dios, el fiel Creador,
viendo siempre asociadas con ellas las manos del Señor Jesucristo, Dios y
hombre, que murió y resucitó para quitar el pecado. Esa fe ejercida ahora te
salvará de inmediato, y te salvará por los siglos de los siglos.
II. Ahora doy un paso hacia adelante, y llego al
segundo encabezado: LA FE QUE SALVA SE OCUPA DE JESUCRISTO COMO NUESTRO. Pongan
atención a ésto: la fe verdadera no mira
a ninguna otra cosa que sea nuestra. Cuando mira al interior, esta fe no ve
nada que valga la pena tener, y nada que sea digno de confianza para nuestra
salvación. Por tanto, clama en contra de su propia justicia, que es por la ley,
y sólo desea considerarla como trapo de inmundicia. Contempla a Jesucristo, sin
embargo, como a su real tesoro.
¿Notan, en mi texto, que la palabra “nuestro” es
repetida tres veces? Simplemente marquen con un lápiz
debajo de ese pequeño pronombre cada vez que es mencionado. La verdadera fe recibe a Jesucristo como
“nuestro” Señor Jesús: “Jesús, Señor nuestro”, nuestro Jesús, nuestro
Salvador; no es únicamente un Salvador,
sino que es nuestro Salvador; y
siendo Señor, así como Salvador, le reconocemos como nuestro Señor Jesús, le tomamos como nuestro Señor. Así es como Él
mismo lo expresa: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí”. Nosotros
deseamos hacer eso. Ésta, entonces, es la fe verdadera y sincera que salva al
alma, la fe que se apropia de Jesús como nuestro Salvador y como nuestro Señor.
Y la siguiente apropiación es que la verdadera fe ve a Cristo como entregado
por “nuestros” pecados: “El cual fue entregado por nuestras transgresiones”.
Eso quiere decir, las transgresiones de ustedes y las mías: “nuestras ofensas”. Oh, mis queridos
oyentes, de poco nos serviría creer que Jesucristo fue entregado por las
ofensas de aquellos que vivieron en épocas pasadas; debemos creer que fue
entregado por nuestras ofensas; no
nos salvará que creamos que Jesucristo fue entregado por los pecados de
naciones lejanas a nosotros; no, sino que debemos creer que fue entregado por nuestras ofensas. Ésta es la fe que
dice: “Jesucristo llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el
madero”. Aférrate al Salvador como el que lleva
tu pecado. “Mirad a mí” –dice- “y sed salvos, todos los términos de la tierra”.
Has de verlo a Él, has de verlo en este instante; tú eres salvo en el momento
en que miras. Confía en Él como tu Salvador; tócalo, como lo hizo la mujer de
antaño; te bastaría si sólo pudieras tocarlo por medio de la fe, y al instante
serías salvado de todas tus transgresiones, pues la verdadera fe cree que “fue
entregado por nuestras transgresiones”.
Y luego, a continuación, la verdadera fe salvadora se apropia de Cristo como resucitado para
“nuestra” justificación. Es una doctrina escritural que somos justificados
por medio de la muerte de Cristo; pero no han dejarla simplemente como una
doctrina, sino que han de apropiársela por fe, y convertirla en una
experiencia, según dice el texto: “el cual fue resucitado para nuestra justificación”. ¿Para la
justificación de quién? De ustedes, queridos amigos, y la mía: “Para nuestra
justificación”. Me gusta más, a veces, la palabra “nuestra” que la palabra mía.
Cuando estoy completamente solo, algunas veces oro: “Padre mío que estás en el cielo”. Con todo, estoy agradecido porque el
Señor no pronunció así la oración modelo que dio a Sus discípulos, sino que
dijo de esta manera: “Padre nuestro”, esto
es, el Padre de ustedes, y el mío, y el de todos nosotros los que amamos Su
amado nombre, y confiamos en Su amado Hijo. Sí, Jesús fue resucitado para mi justificación; le alabo por ese
glorioso hecho.
Yo veo frente a mí cada mañana, cuando me estoy
lavando, este pasaje: “El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”; y le doy gracias al Señor porque es verdad; pero, aun
así, me gusta esta palabra: “nuestra” en nuestro texto: “el cual fue resucitado
para nuestra justificación. La
expresión “nuestra justificación”, ¿quiere decir la justificación de ustedes,
queridos amigos, y también la mía? ¿Quién quiere sentarse conmigo en el
carruaje de dos asientos de este precioso pronombre: “nuestra”, diciendo: “el
cual fue resucitado para nuestra justificación”?
De esta manera les he enseñado dos lecciones: la
primera es que nuestra fe mira a Dios el Padre en la salvación; y la segunda es
que nuestra fe se ocupa de que Cristo es nuestro.
III. Ahora, en tercer lugar, NUESTRA FE PARA LA
SALVACIÓN SE APOYA EN LA MUERTE Y EN LA RESURRECCIÓN DE CRISTO: “El cual fue
entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación”.
Observen, entonces, que una fe que sólo se ocupa de la narración histórica de la vida de Cristo
no los salvará. Si creen que hubo una persona como Jesucristo, aun si
creyeran que fue Dios y hombre, si creyeran todo lo que Mateo, y Marcos, y
Lucas y Juan escribieron, así como también lo que dicen todas las Epístolas,
empero, si creyeran ésto sólo en el sentido de que son verdades históricas, no
habrían alcanzado todavía la fe salvadora; deben ir más allá de eso si han de
poseer la fe mencionada en nuestro texto.
Noten, a continuación, que una fe en la belleza de la vida de Cristo no ha de salvarlos. Últimamente
ha surgido un grupo de infieles de un carácter muy superior al de aquellos
infieles de los tiempos antiguos, en algunos sentidos. En vez de ultrajar a la
religión cristiana, han escrito vidas de Cristo, y han derramado todo tipo de
loas sobre el carácter maravilloso y encantador del hombre Cristo Jesús. Ahora,
fíjense bien, yo creo que a Cristo no le gusta más esa alabanza de ellos que
las blasfemias de aquellos que les precedieron, porque si Jesús de Nazaret no
era el Hijo de Dios, si realmente no era Dios, el Hijo, no pudo haber sido un
buen hombre. Su carácter moral, aunque admirable en muchos sentidos, se habría
visto dañado por el hecho de haber permitido ser adorado, y por haber hablado
de Sí mismo de tal modo que millones de personas como nosotros creemos que
verdaderamente es Dios; y sabiendo y viendo por anticipado, como un hombre así
debió haberlo hecho, que ésto sería el resultado de Su enseñanza, hubiera sido
un vil impostor si realmente no fuera Dios verdadero de Dios verdadero.
Por tanto, aunque tú creas que el carácter de
Cristo es hermoso, pero no crees también que Él es el Hijo de Dios, todavía no
vas por el camino indicado, no posees la fe de los elegidos de Dios; tú tendrías
que ir por otro camino y no por el que vas, si quieres llegar al final al
cielo, donde Él está.
Hay algunas personas que no creen
verdaderamente, aunque tengan fe en la
veracidad de la enseñanza de Cristo. “Sí” –dicen- “Él es un Maestro
maravilloso, y todo lo que enseñó es verdad”; pero, luego, no creen eso en la
práctica. Ellos aceptan simplemente la doctrina, y no al Dios, al Cristo que
les dio la doctrina. Ejercitan simplemente su cerebro intelectualmente, pero no
confían en Él espiritualmente, con su corazón. No confían en Dios, que resucitó
a Cristo de los muertos. De hecho, después de todo, no construyen sobre las dos
principales piedras de cimiento de la fe salvadora, es decir, la muerte y la
resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Me aventuro a decir también que ustedes podrían
tener la más ortodoxa fe en la Deidad de
Cristo, y creer en Jesús como su
Señor; pero si eso es todo lo que creen, no han obtenido todavía la
salvación. La fe que salva se centra en Él, “el cual fue entregado por nuestras
transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. Si tú quieres ser
salvado, fija tus ojos en los sufrimientos del Hijo de Dios.
“Mira, alma
mía, a tu Salvador mira,
Postrado en
Getsemaní”.
Yo sé que una mirada a Su vida te hará bien,
pues será un ejemplo para ti; pero no se te pide que mires a Su vida para tu
salvación. Tus ojos han de posarse en Él como entregado por tus ofensas. Has de
verle siendo acusado por el pecado, aunque en Él no hubo pecado. Has de verle
siendo hecho pecado por tu causa, como tu Sustituto, estando en tu lugar, y
sufriendo en tu posición, siendo entregado por tus ofensas. Si puedes ver ésto,
entonces tú tienes tus ojos fijos sobre aquello que te salvará, que es: ver al
Padre poner tu pecado sobre el Hijo, hacer que sea expiado por Él, ver al Padre
herir al Hijo como si fuera no sólo un pecador, sino todos los pecadores del
mundo congregados en uno, hasta hacer que el Hijo clame: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” “El cual fue entregado por nuestras
transgresiones”, allí radica su única esperanza. Si no quieren recibir a Cristo
como su Sustituto, muriendo en el lugar de ustedes, no conozco ninguna otra
puerta de salvación para ustedes; pero si lo reciben, tal como Dios lo entrega,
no para la justicia de ustedes, sino por sus pecados, para soportar por ustedes
lo que ustedes debían soportar, y pagar por ustedes lo que ustedes nunca
habrían podido pagar, entonces han recibido a Cristo de la manera correcta.
Pero también deben creer en Él como siendo
resucitado de los muertos. Él, efectivamente, resucitó de los muertos, y vive siempre
para interceder por nosotros; y es bajo ese aspecto que ustedes tienen que ser
justificados, limpiados por un agonizante Salvador, vestidos por un Salvador
resucitado, limpiados de su iniquidad por Su sangre preciosa, resucitados en la
aceptación del Padre por Su vida sempiterna cuando resucitó de los muertos y
llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres, sí, incluso a los
rebeldes.
He aquí, entonces, las columnas Jaquín y Boaz,
las dos monumentales columnas que sostienen el templo de nuestra salvación.
Entre estas dos grandes verdades: la muerte de Cristo por nosotros y la
resurrección de Cristo por nosotros, yace el camino del Rey hacia la vida
eterna, y no existe ningún otro camino para la salvación.
IV. Concluyo con el cuarto punto: que NUESTRA FE
DEBERÍA APRENDER A VER LA CLARA RELACIÓN DE CADA OBRA DE CRISTO CON SU FIN: “El
cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra
justificación”. Al principio, basta que un pobre pecador confíe en Cristo, y
que no haga nada más; pero, para nuestro consuelo y edificación, nos conviene
aprender a distinguir las bendiciones que fluyen de ciertas fuentes divinas, y
tomar los diversos senderos del gran Rey para ver qué encontramos en este
sendero y qué encontramos en aquel otro sendero.
Primero, entonces, queridos amigos, nuestro perdón nos viene de la muerte de
Cristo: “El cual fue entregado por nuestras transgresiones”. No hay perdón
de pecado si Cristo no es entregado por nuestras ofensas. Últimamente, he oído
cosas que no había soñado oír antes, alegadas incluso por ministros que
profesan ser cristianos, en contra de las doctrinas fundamentales de la Palabra
de Dios; y algunos se han atrevido a decir que la sustitución de Cristo, Su
sufrimiento en lugar nuestro, no fue justa. Han agregado que Dios perdona el
pecado sin ninguna propiciación de ningún tipo; pero, si la primera afirmación
no es justa, ¿qué diré de la segunda? Si Dios perdona continuamente el pecado
sin tener ningún cuidado de Su gobierno moral, si no se hace nada para la
vindicación de Su justicia, ¿cómo haría lo justo el Juez de toda la tierra?
Entonces, los propios cimientos del universo serían suprimidos, y ¿qué harían
los justos?
Pueden estar muy seguros de ésto: que sin
importar lo que diga la moderna filosofía, “Sin derramamiento de sangre no se
hace remisión de los pecados”, es decir, sin una expiación, y una expiación
consistente en la entrega de una vida de infinito valor, no se puede pasar por
alto la transgresión humana.
Pero, ¿cómo es que la muerte del Señor
Jesucristo está disponible para el perdón del pecado? Yo respondo, primero, que
es en parte por la majestad de Su persona. Siendo Dios, cuando asumió nuestra
naturaleza y se hizo Dios y hombre, tenía en Su adorable y compleja persona una
divinidad y una majestad completamente indescriptibles; y que Él muriera fue un
mayor honor para la severa justicia de Dios, que si toda la masa de hombres
rebeldes fuera arrojada en el infierno. Hubo tal vindicación de la justicia
divina en el hecho de que Cristo fuera clavado al madero, que no es concebible
que ninguna otra cosa hubiera podido establecer jamás los cimientos de la
moralidad y de la justicia.
¡Oh, señores, Cristo es infinitamente mejor que
todos nosotros considerados juntos! Como Hijo de Dios, y Dios el Hijo, Él es
mayor que todo el resto de los hombres a lo largo de todas las edades, y
también es mayor que todos los santos ángeles; y si Él debe sufrir, si Él debe
morir cuando el pecado sólo le es imputado, y no es realmente Suyo, entonces
Dios es verdaderamente justo al tomar venganza sobre Su Unigénito Hijo cuando
ocupa el lugar del pecador.
La siguiente razón por la que la muerte de
Cristo por nosotros fue tan eficaz, se encuentra en la libertad de Su propia
condición. Como Dios, Él no estaba obligado a someterse a la ley; en verdad,
debe de haber parecido inconcebible que lo hiciera una vez. Yo no podría hacer
una expiación por ustedes, porque cualquier cosa que yo hiciera para Dios, ya
era una deuda mía para con Dios. Si diera todo lo que poseo, no podría pagar mi
propia deuda; entonces, ciertamente, no podría pagar la deuda de ustedes. Pero
nuestro Señor Jesucristo no le debía nada a la ley de Dios; no era posible que
Él estuviera personalmente endeudado con ella; y, por tanto, todo lo que Él hizo
fue, por decirlo así, un excedente que puso a la cuenta de los seres culpables
de quienes se convirtió en el Sustituto.
La excelencia de Su expiación radica también en
la absoluta perfección de Su carácter. Él era el Cordero de Dios, sin culpa ni
mancha. No hay nada que sobre en Él, y no hay nada que falte; y un carácter
como el Suyo le daba el derecho –cuando llegó a sufrir- a decir que no sufría
por Su propia causa. El Mesías entregó Su vida, y le fue quitada, “Mas no por
sí”, puesto que no tenía pecado, y no estaba bajo ninguna obligación para con
la ley.
Y además, ser cabeza de Su pueblo le puso en una
posición en la que apropiadamente podía convertirse en un sufriente en lugar
nuestro. Miren ustedes, señores, que la primera causa de su caída no radicó en
ustedes. Su padre, Adán, pecó hace mucho tiempo, y ustedes cayeron en Adán.
¿Culpan a Dios por ese arreglo, y comienzan a ponerle objeciones? ¡He aquí la
puerta de esperanza que hay para ustedes en este hecho! Debido a que cayeron a
través de un representante, pueden ser restaurados por otro representante.
Cuando los ángeles cayeron, yo supongo que
pecaron separadamente, y que no tenían una cabeza federal, como la que tuvimos
nosotros. Ellos transgredieron, cada espíritu individual por sí mismo; y por
tanto, cayeron eterna e irremediablemente, y ninguno de ellos puede ser
levantado de nuevo.
Pero nuestra caída, felizmente para nosotros, fue
en nuestra cabeza del pacto: Adán. Hay solidaridad de la raza; Adán fue su
cabeza, y cuando él pecó, nosotros caímos en él. Como nuestra caída fue de esa
manera, es reparable por medio del plan divino de la intervención de otra
Cabeza, que guardó la ley por nosotros y sufrió el castigo de esa ley en
nuestro lugar y condición, para que por ese medio pudiéramos ser restaurados.
¡Oh, hermanos y hermanas, yo desearía que
ustedes sintieran tanto gozo y deleite como los que siento por esta maravillosa
doctrina de Cristo entregado por nuestras ofensas! Yo me retiro a dormir por
las noches pensando en eso. “Sí” –dicen- “te hace dormir”. En efecto, y me
despierto en la mañana con lo mismo, y me mantiene alerta durante todo el día
con una tesonera resolución de servir a mi Dios y Señor mientras pueda, venga
lo que venga. Esta verdad es muy tranquilizadora para el corazón y a la vez es
estimulante en grado sumo. Crean en ella, y encontrarán descanso para su alma,
y también se verán motivados a servir a su Dios mientras todavía se diga: hoy.
Pero encuentro, a continuación, que se nos dice
que habiendo sido salvados así del pecado por la muerte de Cristo, somos justificados por Su resurrección: “El
cual fue resucitado para nuestra justificación”. ¿Qué quiere decir esto?
Yo les digo algunas veces que Jesucristo fue
puesto en la prisión del sepulcro como un Rehén por causa nuestra. Él había
pagado nuestra deuda pero debía esperar en el sepulcro hasta que el certificado
que hacía constar que la deuda fue pagada, fuera registrado en la corte del
cielo. Habiendo sido cumplido eso durante tres días y noches –así descritos
aproximadamente, pero siendo muy breves todos ellos- descendió el refulgente
mensajero del cielo, llevando el escrito y la orden judicial de que el Rehén
debía salir libre, pues la deuda había sido pagada y toda la obligación había
sido solventada. Entonces la piedra fue rodada, y cuando el ángel la hubo
rodado, ¿qué hizo? Fue y se sentó sobre ella. Siempre me ha parecido que cuando
el ángel se sentó allí, daba la impresión de decir: “Ahora, infierno y muerte,
rueden de regreso la piedra, si pueden”; pero no pudieron. Los guardas huyeron
y Jesucristo mismo salió a una vida nueva; y ahora tanto el pecador como su
Sustituto han sido absueltos, los cautivos y el Rehén han sido puestos en
libertad, el que debía la deuda es exonerado por su Sustituto, y el Sustituto
mismo es absuelto, pues ha pagado todo lo que la justicia infinita podía exigir,
y ha recibido un completo certificado de exoneración. Así es que sale de la vil
reclusión habiendo resucitado de los muertos por la mano de Su Padre. Esa
resurrección es su justificación.
Ahora, simplemente, contemplen este asunto de
otra manera por un minuto. Supongan que Jesucristo no hubiera resucitado nunca,
y yo les dijera que Él realizó una propiciación completa, y que murió por
nuestros pecados, pero que todavía está muerto y permanece en ese sepulcro;
vamos, si ustedes creyeran el mensaje, ¡siempre se sentirían turbados! No
podrían sentir ninguna confianza en un Cristo muerto; ustedes dirían: “Él ve
corrupción, pero el verdadero Cristo nunca había de ver corrupción. Está
muerto; y ¿qué puede hacer por nosotros un Cristo muerto?”
Amados, el Cristo moribundo ha comprado para
nosotros nuestra justificación, pero el Cristo resucitado verá que la
recibamos. El Cristo resucitado ha venido para traernos la justificación y en
ésto confiamos.
¡Oh, que todos ustedes confiaran en la obra
consumada de Jesús sobre el madero, que es expuesta ante ustedes en todo su
brillo por Su resurrección de los muertos! Junten las dos partes de nuestro
texto: “El cual fue entregado por nuestras transgresiones”, “y resucitado para
nuestra justificación”. Necesitan ambas partes, confíen en ambas; confíen en el
Salvador que murió en la cruz, y confíen en el Cristo que resucitó, y que es
ahora el Cristo viviente; confíen, de hecho, en Cristo según se reveló a Juan
en Patmos: “Yo soy el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los
siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades”.
¡Señor Jesús, como tal confiamos en Ti, como tal confiamos en Ti ahora, y somos
salvos!
Traductor: Allan Román
1/Julio/2010
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