El Púlpito de la Capilla New Park Street
El Guerrero Desfalleciente
NO. 235
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 23 DE ENERO DE 1859
POR CHARLES HADDON
SPURGEON
EN MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS,
LONDRES.
“¡Miserable
de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por
Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de
Dios, mas con la carne a la ley del pecado”. Romanos 7: 24, 25.
Si yo decidiera
ocupar el tiempo de ustedes en un asunto controversial, podría demostrarles de
manera concluyente que el apóstol Pablo está describiendo aquí su propia experiencia
como cristiano. Algunas personas han afirmado que él declara aquí simplemente lo que había sido antes de su conversión, y no
lo que era cuando se convirtió en receptor de la gracia de Dios. Pero tales
personas están evidentemente equivocadas, y yo diría que están obstinadamente
equivocadas, pues cualquier mente candorosa y sincera que leyera este capítulo,
no podría caer en tal error. Es Pablo el apóstol, nada menos que el más grande
de los apóstoles; es Pablo, el poderoso siervo de Dios, un verdadero príncipe
en Israel, uno de los hombres valientes del Rey, es Pablo, el santo y el
apóstol, el que aquí exclama: “¡Miserable de mí!”
Ahora, algunos humildes
cristianos son víctimas a menudo de un error muy necio. Contemplan a ciertos
santos avanzados, y a algunos ministros capaces, y dicen: “Seguramente hombres
como éstos no sufren como sufro yo; no contienden con las mismas perversas
pasiones como las que me vejan y me turban”. ¡Ah!, si conocieran los corazones
de esos hombres, si pudieran atisbar en sus conflictos íntimos, pronto
descubrirían que, entre más cercano a Dios viva un hombre, más intensamente
tiene que dolerse por su corazón depravado, y entre más lo honra su Señor estando
a Su servicio, más lo veja y lo atormenta día a día el mal de la carne.
Tal vez, este error
sea más natural y más común, ciertamente, con relación a los santos apostólicos.
Nos hemos acostumbrado a decir: San Pablo,
y San Juan, como si ellos fuesen más santos
que los demás hijos de Dios. Todos ellos son santos a quienes Dios ha llamado
por Su gracia y ha santificado por Su Espíritu; pero, de alguna manera y muy
neciamente, anotamos en otra lista a los apóstoles y a los primeros santos, y
no nos aventuramos a mirarlos como mortales comunes. Los consideramos como
seres extraordinarios que no podrían sentir pasiones iguales a las nuestras. La
Escritura nos enseña que nuestro Salvador “fue tentado en todo según nuestra
semejanza” y, sin embargo, nosotros caemos en el egregio error de imaginar que
los apóstoles -que eran sustancialmente inferiores al Señor Jesús- escaparon de
estas tentaciones e ignoraron estos conflictos.
El hecho es que si
ustedes hubiesen visto al apóstol Pablo, habrían pensado que era
extraordinariamente parecido al resto de la familia elegida, y si hubiesen
hablado con él, habrían dicho: “Caramba, Pablo, yo encuentro que tu experiencia
y la mía son exactamente afines. Tú eres más fiel, más santo y has sido instruido
más profundamente que yo, pero tienes que soportar exactamente las mismas
pruebas. Es más, en algunos sentidos, tú eres probado más severamente que yo”.
No consideres que
los santos del pasado estuvieron exentos de enfermedades o de pecados, ni los consideres
con esa mística reverencia que casi te convierte en un idólatra. Tú mismo
podrías alcanzar su santidad, y sus fallas deben ser censuradas tanto como las
tuyas.
Yo creo que el
cristiano tiene el deber de abrirse paso hasta el círculo interno de la
santidad y si estos santos fueron superiores a nosotros en sus logros -como
ciertamente lo fueron- debemos seguirlos; debemos esforzarnos por llegar a su
lugar, sí, y sobrepasarlos, pues no veo que eso sea imposible. Tenemos la misma
luz que ellos tuvieron y tenemos acceso a la misma gracia y, ¿por qué
deberíamos sentirnos satisfechos mientras no los dejemos atrás en la carrera
celestial? Debemos bajarlos a la esfera de los mortales comunes.
Si Jesús era el Hijo
del hombre, y hombre verdadero, “hueso de nuestro hueso, y carne de nuestra
carne”, también lo fueron los apóstoles, y es un egregio error suponer que no
estaban sujetos a las mismas emociones ni a las mismas pruebas internas a las
que se ven sometidos los más nimios miembros del pueblo de Dios. Todo esto
tiende a nuestro consuelo y a nuestro ánimo, cuando descubrimos que estamos
involucrados en una batalla en la que los propios apóstoles han tenido que
pelear.
Y ahora, esta mañana
consideraremos, primero, las dos
naturalezas; en segundo lugar, su
constante batalla; en tercer lugar, nos haremos a un lado y miraremos al guerrero languideciente y le oiremos
dar voces: “¡Miserable de mí!”; y luego volveremos nuestros ojos en otra
dirección, y veremos al guerrero que antes languidecía, ciñéndose ahora sus
lomos para el conflicto, y convirtiéndose en un vencedor expectante, al tiempo que grita: “Gracias doy a Dios
por medio de Jesucristo Señor nuestro”.
I. Entonces primero hablaremos de LAS DOS NATURALEZAS. Los hombres carnales,
los hombres no regenerados, tienen una naturaleza; una naturaleza que heredaron
de sus padres, y que, como consecuencia de la antigua transgresión de Adán, es
mala, sólo mala, y mala de continuo. La simple naturaleza humana, la que es
común a todos los hombres, contiene muchos rasgos excelentes, si juzgamos el
asunto entre hombre y hombre.
Un hombre meramente
natural puede ser honesto, recto, amable y generoso; puede tener pensamientos
nobles y generosos, y puede lograr dominar un lenguaje veraz y viril; pero
cuando llegamos a los asuntos de la verdadera religión, a los asuntos
espirituales que conciernen a Dios y la eternidad, el hombre natural no puede
hacer nada. La mente carnal, sin importar de quién sea, está caída, está enemistada
con Dios, no conoce las cosas de Dios y no las puede conocer jamás.
Ahora, cuando una
persona es conducida a ser cristiana, es por medio de la infusión de una nueva
naturaleza. Esa persona está naturalmente “muerta en sus delitos y pecados”, “sin
esperanza y sin Dios en el mundo”. El Espíritu Santo entra en ella e implanta un
nuevo principio, una nueva naturaleza, una nueva vida. Esa vida es un principio
excelso, santo y sobrenatural. Es, de hecho, la naturaleza divina, un rayo
proveniente del grandioso “Padre de las luces”. Es el Espíritu de Dios que mora
en el hombre.
Así pueden ver que
el cristiano se convierte en un hombre doble, se convierte en dos hombres en
uno. Algunos han imaginado que la vieja naturaleza es suprimida en el
cristiano. No es así, pues la Palabra de Dios y la experiencia nos enseñan lo
contrario; la vieja naturaleza permanece en el cristiano sin ningún cambio,
inalterada, y sigue siendo exactamente la misma naturaleza, tan mala como
siempre lo fue; en cambio, la nueva naturaleza del cristiano es santa, pura y
celestial, y de aquí que surja –como lo habremos de notar a continuación- un
conflicto entre las dos.
Ahora quiero que
adviertan lo que dice el apóstol acerca de estas dos naturalezas del cristiano,
pues estamos a punto de contrastarlas. Primero, el apóstol en nuestro texto
llama a la vieja naturaleza: “Este cuerpo
de muerte”. ¿Por qué lo llama: “este cuerpo
de muerte?”
Algunos suponen que
se refiere a estos cuerpos que perecen; pero yo no creo eso. Si no fuera por el
pecado, no deberíamos encontrar ningún defecto en nuestros pobres cuerpos. Adán,
en el huerto de la perfección, no sintió que el cuerpo fuera un estorbo para él,
y si el pecado estuviera ausente, no encontraríamos ninguna falla en nuestra
carne y sangre.
Entonces, ¿de qué se
trata? Pienso que el apóstol llama a la naturaleza depravada en su interior: ‘un
cuerpo’, primero, en oposición a
quienes hablan de reliquias de corrupción en el cristiano. Me he enterado de
que la gente dice que hay reliquias, residuos y remanentes de pecado en el
creyente. Esas personas no saben mucho todavía acerca de ellas mismas. ¡Oh!, lo
que permanece no es un hueso ni un andrajo; el cuerpo entero de pecado es el
que está allí, íntegramente, “desde su coronilla hasta la planta de su pie”. La
gracia no mutila este cuerpo ni corta sus miembros; lo deja entero, aunque
bendito sea Dios, lo crucifica, clavándolo a la cruz de Cristo.
Y además, yo pienso que lo llama ‘un
cuerpo’ porque es algo tangible. Todos nosotros sabemos que tenemos un cuerpo.
Es algo que podemos sentir. Sabemos que está allí. La nueva naturaleza es un
espíritu, sutil y difícil de detectar. Algunas veces me cuestiono si está allí
del todo. Pero mi vieja naturaleza constituye un cuerpo; nunca me es difícil
reconocer su existencia pues es tan evidente como mi carne y mis huesos. Así
como nunca dudo de que estoy en la carne y en la
sangre, así tampoco dudo de que el pecado está dentro de mí. Es un cuerpo, algo
que puedo ver y sentir, y que, para mi dolor, está siempre presente dentro de
mí”.
Entiendan, entonces,
que la vieja naturaleza del cristiano es un cuerpo; contiene una sustancia, o,
como lo expresa Calvino, es una masa de
corrupción. No es simplemente un pedazo de tela rasgada, un remanente, un paño
del viejo vestido; más bien, toda ella, entera, permanece todavía allí. Si bien
está aplastada por el pie de la gracia y ha sido arrojada de su trono, está
allí, íntegramente está allí, en toda su triste condición tangible, como un
cuerpo de muerte.
Pero, ¿por qué lo
llama un cuerpo de muerte? Lo hace
simplemente para expresar qué cosa tan terrible es este pecado que permanece en
el corazón. Es un cuerpo de muerte. Tengo
que usar una figura que siempre está adosada muy apropiadamente a este texto. Era
una costumbre de los antiguos tiranos, cuando deseaban someter a los hombres a
los más espantosos castigos, atarlos a un cadáver, colocándolos a los dos,
espalda contra espalda; y así quedaba el hombre vivo con un cadáver amarrado a
su espalda, en estado de putrefacción, pútrido, en estado de descomposición, que
tenía que arrastrar dondequiera que iba.
Ahora, ésto es
precisamente lo que el cristiano tiene que hacer. Tiene una nueva vida dentro de
él. Tiene un principio vivo e inmortal que el Espíritu Santo ha puesto en su
interior, pero siente que tiene que cargar cada día con este cadáver por
doquier, con este cuerpo de muerte, con una cosa tan abominable, tan execrable
y tan detestable para su nueva vida, como sería un cadáver para un ser viviente.
Francis Quarles nos
proporciona, al principio de uno de sus ‘emblemas’, un cuadro de un gran
esqueleto en el que es depositado un hombre vivo. Sin importar cuán rara sea la
fantasía, no es menos singular que cierta. Allí está el hombre que es un viejo
esqueleto, inmundo, corrupto y abominable. Es una jaula para el nuevo principio
que Dios ha puesto en el corazón. Consideren por un momento el impactante
lenguaje de nuestro texto, “este cuerpo
de muerte”: es la muerte encarnada, la muerte concentrada, la muerte que
mora en el propio templo de la vida.
¿Consideraron alguna
vez qué cosa tan terrible es la muerte? El pensamiento es sumamente detestable
para la naturaleza humana. Tú afirmas que no temes a la muerte, y lo dices muy
apropiadamente; pero la razón por la que no temes a la muerte es porque esperas
una gloriosa inmortalidad. La muerte, en sí misma, es algo sumamente espantoso.
Ahora, el pecado innato está rodeado de todo el terror desconocido, de toda la
fuerza destructiva y de toda la lóbrega tenebrosidad de la muerte. Sería
necesario pedirle a un poeta que describa el conflicto de la vida con la
muerte, que describa a un alma viva condenada a caminar a través de las negras
sombras de la confusión y condenada a llevar a la muerte encarnada en sus
propias entrañas.
Pero ésa es la
condición del cristiano. Como hombre regenerado, es un espíritu viviente,
resplandeciente e inmortal; pero tiene que hollar las sombras de muerte. Tiene
que presentar batalla diariamente contra todos los tremendos poderes del
pecado, que son tan terribles, tan sublimemente terríficos como los propios
poderes de la muerte y del infierno.
Si vemos el capítulo
precedente, encontramos que el principio maligno es caracterizado como “nuestro
viejo hombre”. Hay mucho significado en esa palabra: “viejo”. Pero nos basta
con observar que, en edad, la nueva naturaleza no está sobre la misma base que
la naturaleza corrompida. Hay algunas personas aquí que tienen humanamente sesenta
años de edad, pero que escasamente alcanzan los dos años en la vida de la
gracia.
Ahora hagan una
pausa y mediten en la guerra que tiene lugar en el corazón. Es la contienda de
un infante contra un hombre maduro, la lucha de un bebé contra un gigante. El
viejo Adán, como un añejo roble, ha echado sus raíces hasta las profundidades
de la condición del hombre. ¿Podría el ‘infante divino’ arrancarlo de raíz y
echarlo fuera de su lugar? Esa es la obra que tiene ante sí, esa es la labor.
Desde su nacimiento, la nueva naturaleza comienza la lucha y no puede dejar de
luchar hasta tanto no sea perfectamente lograda la victoria. Sin embargo, se
trata de trasladar una montaña, de secar un océano, de trillar los montes y
¿quién bastaría para hacer esas cosas? La naturaleza nacida del cielo requiere
de la abundante ayuda de su Autor, y la recibirá o, de lo contrario, se
rendiría siendo sometida en la lucha por la potencia superior de su adversario
y siendo aplastada bajo su enorme peso.
Observen, además,
que la vieja naturaleza del hombre que permanece en el cristiano, es mala, y no podría ser nunca otra cosa
que mala; pues se nos dice en este capítulo que “en mí, esto es, en mi carne,
no mora el bien”. La vieja naturaleza de Adán no puede ser mejorada; no puede
ser hecha mejor; intentarlo es una empresa vana. Podrían hacer lo que quisieran
con ella; podrían educarla, podrían instruirla, y con eso sólo le darían más
instrumentos para la rebelión, pero no podrían hacer del rebelde un amigo, no
podrían convertir las tinieblas en luz; es enemiga de Dios, y siempre lo será.
Ese es el
significado de un pasaje de Juan, donde se dice: “Todo aquel que es nacido de
Dios… no puede pecar, porque es nacido de Dios”. La vieja naturaleza es mala,
únicamente mala y mala de continuo; la nueva naturaleza es buena, enteramente
buena; no sabe nada del pecado, excepto odiarlo. Su contacto con el pecado le
acarrea dolor y miseria, y exclama: “¡Ay de mí, que moro en Mesec, y habito
entre las tiendas de Cedar!”
Así les he dado
alguna pequeña descripción de las dos naturalezas. Permítanme recordarles de
nuevo que estas dos naturalezas son esencialmente incambiables. No podrían
hacer menos divina a la naturaleza nueva que Dios les ha dado, y no pueden
hacer menos impura y menos terrenal a la vieja naturaleza. El viejo Adán está
condenado. Podrían barrer la casa y el espíritu podría dar la impresión de
salir de ella, pero regresará otra vez y tomará consigo otros siete espíritus
peores que él. Es la casa de un leproso y la lepra está en cada piedra, desde
los cimientos hasta el techo; no hay ninguna parte sana. Es una vestimenta
manchada por la carne; puedes lavarla, y lavarla y lavarla, pero no podrías
lograr que quede completamente limpia; sería necio intentarlo. Mientras que,
por otro lado, la nueva naturaleza no puede ser corrompida nunca; siendo sin
mancha, santa y pura, mora en nuestros corazones; gobierna y reina allí, a la
expectativa del día en que echará fuera a su enemiga, y ya sin rival, será
monarca en el corazón del hombre para siempre.
II. He descrito así a los dos combatientes; ahora, vamos a considerar a
continuación SU BATALLA. No hubo jamás, entre las naciones de todo el mundo, un
odio inveterado más mortal que el que hay entre los dos principios: el bueno y
el malo. Pero lo bueno y lo malo están divididos con frecuencia el uno del otro
por la distancia, y por eso tienen un odio menos intenso.
Supongan un caso: el
bien sostiene la libertad; por tanto, el bien odia al mal de la esclavitud.
Pero nosotros no odiamos tan intensamente la esclavitud como lo haríamos si la
viéramos ante nuestros ojos: entonces herviría la sangre cuando viéramos a
nuestro hermano de raza negra siendo azotado con un látigo de cuero de vaca.
Imaginen al amo de los esclavos, de pie allí, azotando a su pobre esclavo hasta
que la roja sangre brota a borbotones y se convierte en un río; ¿pueden
concebir la indignación que eso les produciría? Ahora, es la distancia la que
los induce a sentir eso menos agudamente. Lo bueno olvida a lo malo porque está
muy distante.
Pero ahora supongan
que lo bueno y lo malo viven en la misma casa; imaginen a dos enemigos
encarnizados, enjaulados, encerrados y confinados dentro de esta estrecha casa
que es el hombre; supongan que los
dos son forzados a morar juntos; ¿pueden imaginar a qué nivel de furia
llegarían entre ellos? El elemento malo dice: “intruso, te voy a echar fuera;
no puedo estar tranquilo como yo quisiera, no puedo entregarme al desenfreno
como quisiera, no puedo entregarme a la lascivia como quisiera; fuera de aquí;
no estaré contento nunca mientras no te haya matado”.
“No”, dice la
naturaleza nacida de nuevo: “yo te mataré, y te echaré fuera. No toleraré que
sobreviva de ti ni una vara de madera ni una piedra; he jurado hacerte una
guerra a muerte; he desenvainado la espada y he arrojado lejos mi vaina, y no
voy a descansar nunca mientras no pueda cantar una completa victoria sobre ti,
y te haya echado fuera de ésta que es mi casa”. Mantienen siempre su enemistad
en dondequiera que estén; nunca fueron amigas, y nunca podrían serlo. Lo malo
tiene que odiar a lo bueno, y lo bueno tiene que odiar a lo malo.
Y noten que, aunque
pudiéramos comparar esa enemistad con la que guardan el lobo y la oveja, la
naturaleza nacida de nuevo no es la oveja desde todo punto de vista. Pudiera
serlo en su inocencia y en su mansedumbre, pero no lo es en su fuerza; pues la
naturaleza nacida de nuevo tiene toda la omnipotencia de Dios en torno a ella,
mientras que la vieja naturaleza tiene toda la fuerza del mal en ella, la cual
es una fuerza que no puede ser exagerada fácilmente, pero que nosotros
frecuentemente subestimamos.
Estas dos naturalezas
están siempre enemistadas una contra otra desesperadamente. Incluso cuando
ambas están quietas, se odian mutuamente exactamente al mismo nivel. Cuando mi
naturaleza depravada está inactiva, sigue odiando a la naturaleza nacida de
nuevo, y cuando la naturaleza nacida de nuevo está inactiva, siente un íntimo
aborrecimiento por toda iniquidad. La una no puede tolerar a la otra y tienen
que esforzarse por ir a la carga. Tampoco permiten en ningún momento dejar pasar
una oportunidad de vengarse la una de la otra. Hay momentos en que la vieja
naturaleza está muy activa, y entonces, cómo usa todas las armas de su letal
armería contra el cristiano.
Ustedes se
encontrarán súbitamente atacados por la ira, y cuando se protegen de la
ardiente tentación, repentinamente descubrirán que el orgullo se alza y entonces
comienzan a decirse: “¿Acaso no soy una buena persona puesto que pude controlar
mi temperamento?” Y en el momento en que derriban a su orgullo llega otra
tentación, y la lujuria mira por la ventana de sus ojos y desean algo que no
deberían mirar, y antes de que puedan cerrar sus ojos a la vanidad, la pereza
les rodea con su letargo letal, y los somete a su influencia y dejan de
trabajar para Dios. Y, entonces, cuando se mueven otra vez, descubren en el propio
intento de levantarse que han despertado a su orgullo. El mal les persigue sin
importar adónde vayan o qué postura adopten.
Por otro lado, la
nueva naturaleza no perderá nunca una oportunidad de aplastar a la vieja
naturaleza. En cuanto a los medios de la gracia, la naturaleza nacida de nuevo
no quedará satisfecha jamás mientras no los disfrute. En cuanto a la oración,
por medio de ella buscará luchar con el enemigo. Empleará la fe, la esperanza, el
amor, las amenazas, las promesas, la providencia, la gracia y todo lo demás
para echar fuera al mal.
“Bien” –dice
alguien- “no me parece que sea así”. Entonces tengo miedo de ti. Si no odias
tanto al pecado como para hacer lo que sea, con tal de echarlo fuera, me temo
que no eres un hijo vivo de Dios.
A los antinomianos
les encanta oír que prediques acerca del mal que hay en el corazón, pero ésta
es la falla con ellos: no les gusta que se les diga que a menos que odien ese
mal, a menos que busquen echarlo fuera, y a menos que la constante disposición
de su naturaleza nacida de nuevo sea arrancarlo de raíz, están todavía en sus
pecados.
Los hombres que sólo
creen en su depravación pero que no la odian, no aventajan al demonio en el
camino al cielo. Mi corrupción no demuestra que soy un cristiano, ni tampoco
saber que soy corrupto; lo que lo demuestra es mi odio a mi corrupción. Lo que
demuestra que soy un hijo viviente de Dios es mi agonizante lucha a muerte contra
mis corrupciones. Estas dos naturalezas nunca dejarán de luchar en tanto que
estemos en este mundo. La vieja naturaleza nunca se rendirá; nunca clamará
pidiendo una tregua, nunca pedirá que se establezca un pacto entre las dos.
Atacará con la frecuencia que pueda. Cuando está inactiva, sólo está
preparándose para alguna batalla futura.
La batalla de Cristiano contra Apolión duró tres horas, pero la batalla de
Cristiano contra él mismo duró todo el trayecto desde la ‘Puerta-angosta’ hasta
el Río Jordán. El enemigo que está dentro no puede ser echado fuera nunca
mientras estemos aquí. Satanás podría estar ausente de nosotros algunas veces,
y podría experimentar tal derrota que se alegraría de poder regresar aullando a
su guarida, pero el viejo Adán permanece con nosotros desde el principio hasta
el fin. Estaba con nosotros cuando creímos en Jesús por primera vez, y aún
mucho antes de eso, y estará con nosotros hasta el momento en que depositemos
nuestros huesos en la tumba, nuestros miedos en el Jordán y nuestros pecados en el olvido.
Observen, además,
que ninguna de estas dos naturalezas estará contenta en la lucha, si no trae a
unos aliados en su ayuda. La naturaleza depravada tiene antiguas relaciones y
en su esfuerzo para echar fuera a la gracia que está dentro, envía mensajeros a
todos sus ayudadores. Como Quedorlaomer, el rey de Elam, lleva a otros reyes
consigo cuando sale a la batalla.
“¡Ah!”, –dice el
viejo Adán- “tengo amigos en el abismo”. Entonces envía una misiva a las
profundidades, y de allí salen aliados dispuestos, espíritus procedentes de la
vasta profundidad del infierno; un sinnúmero de diablos suben en ayuda de su
hermano. Y luego, insaciable, la carne dice: “¡Ah!, yo tengo amigos en este mundo”; y entonces el mundo envía a sus
fieras cohortes de tentación, tales como los deseos de los ojos y la vanagloria
de la vida. Qué batalla se da cuando el pecado, Satanás y el mundo están contra
el cristiano al mismo tiempo.
“Oh”, -dirá alguien-
“es algo terrible ser cristiano”. Yo te aseguro que lo es. Ser un hijo de Dios
es una de las cosas más duras del mundo; de hecho, es imposible, a menos que el
Señor nos haga Sus hijos y nos mantenga siendo tales.
Bien, ¿qué es lo que
hace la nueva naturaleza? Cuando vé a todos esos enemigos, clama al Señor, y
entonces el Señor le envía amigos. Primero, Jehová interviene en su ayuda, en
el consejo eterno, y revela al corazón su propio interés en los secretos de la
eternidad. Luego viene Jesús con Su sangre. “Tú vencerás”, le dice; “te haré
más que un vencedor por medio de mi muerte”. Y luego aparece el Espíritu Santo,
el Consolador. Con tal ayuda, esta naturaleza nacida de nuevo es más que un
rival para sus enemigos. Dios deja sola algunas veces a esa nueva naturaleza
para hacerle saber su propia debilidad; pero eso no será por mucho tiempo, para
que no se hunda en la desesperación.
¿Están luchando con
el enemigo hoy, mis amados hermanos cristianos? ¿Están Satanás, la carne y el
mundo –esa infernal trinidad- todos ellos en su contra? Recuerden que hay una
trinidad divina de su lado. Continúen luchando, aunque como la ‘Valiente por la
Verdad’, su sangre ruede de su mano y fije su espada a su brazo. ¡Continúen
luchando!, pues de su lado están las legiones del cielo; Dios mismo está con
ustedes; Jehová-nisi es el estandarte suyo y Jehová-rafa es el sanador de sus
heridas. Ustedes han de triunfar, pues, ¿quién podría vencer a la Omnipotencia,
o pisotear a la Divinidad bajo su pie?
De esta manera me he
esforzado por describir el conflicto, pero entiéndanme que no puede ser
descrito. Debemos decir, como lo hace Dart en su himno cuando, después de cantar
las emociones de su alma, declara:
“Pero, hermanos, ustedes pueden adivinarlo con seguridad,
Pues han sentido, tal vez, lo mismo”.
Si pudieran ver una
llanura en la que se libra una batalla, verían cómo es arrancada la tierra por
las ruedas del cañón, por los cascos de los caballos y por las pisadas de los
hombres. Cuánta desolación puede verse allí donde crecieron los dorados granos
de la cosecha. Cómo está remojada la tierra con la sangre de los muertos. Cuán
aterrador es el resultado de esta terrible lucha. Pero si pudieran ver el
corazón del creyente después de una batalla espiritual, descubrirían que es
justamente la contraparte del campo de batalla, tan cortado como el terreno del
campo de batalla después del más horrendo conflicto que los hombres o los
demonios hayan librado jamás. Pues piensen: nuestro combate es del hombre
contra sí mismo; es peor todavía, pues se trata del hombre contra el mundo
entero; no, es peor que éso, pues se trata del hombre contra el infierno; Dios
con el hombre contra el hombre, el mundo y el infierno. ¡Qué lucha es ésa!
Valdría la pena que un ángel viniera desde los más remotos campos del éter para
que pudiera contemplar un conflicto así.
III. Nos toca considerar ahora al AGOTADO COMBATIENTE. Alza su voz y clama llorando:
“¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Es el grito de
un guerrero jadeante. Ha combatido durante tanto tiempo que ha perdido el aliento,
y lo aspira con profundidad. Toma aliento por medio de la oración. “¡Miserable
de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” No renunciará al conflicto.
Sabe que no puede hacerlo y no se atreve a hacerlo. Ese pensamiento no pasa por
su mente, pero el conflicto es tan intenso y la batalla es tan furiosa, que
casi está derrotado; se sienta para refrescarse y exhala su alma en suspiros;
como el jadeante ciervo que brama por las corrientes de las aguas, dice:
“¡Miserable de mí!” No, es peor que eso. Es el grito de uno que está
desfallecido. Ha gastado todas sus fuerzas en la lucha y se desploma sobre los
brazos de su Redentor y musita entre lánguidos jadeos: “¡Miserable de mí!” Sus
fuerzas le han abandonado; ha sido duramente golpeado en la batalla; siente que
sin la ayuda de Dios estaría derrotado tan completamente, que comienza su
propio lamento de derrota: “¡Miserable de mí!” Y luego hace esta pregunta:
“¿Quién me librará?” Y por allí se escucha una voz proveniente de Ley: “Yo no
puedo y no quiero librarte”. Llega otra voz proveniente de Conciencia: “Yo
puedo hacer que veas la batalla, pero no puedo ayudarte en ella”. “¡Ah!, nadie
puede librarte; yo te voy a destruir; caerás por manos de tu enemigo; la casa
de David será destruida y Saúl vivirá y reinará para siempre”. Y el pobre
soldado desfallecido grita de nuevo: “¿Quién me librará?” Pareciera un caso irremediable,
y yo creo que algunas veces el verdadero cristiano podría considerarse
entregado irremediablemente al poder del pecado.
La desgracia de
Pablo, yo creo, radica en dos cosas que bastan para hacer desgraciado a
cualquier hombre. Pablo creía en la
doctrina de la responsabilidad humana y, sin embargo, sentía la doctrina de la incapacidad humana. Hay gente que dice
algunas veces: “Dile al pecador que no puede creer ni arrepentirse sin la ayuda
del Espíritu Santo, y, no obstante, dile que es su deber creer y arrepentirse.
¿Cómo pueden ser reconciliadas ambas cosas? Nosotros respondemos que no buscan
ninguna reconciliación; son dos verdades de la Santa Escritura, y las dejamos
para que solas se reconcilien; son amigas, y los amigos no necesitan ninguna
reconciliación.
Pero lo que parece
una dificultad en términos de doctrina, resulta ser claro como la luz del día
en términos de la experiencia. Yo sé que mi deber es ser perfecto, pero estoy
consciente de que no puedo serlo. Yo sé que cada vez que cometo pecado soy
culpable y, sin embargo, estoy muy seguro que he de pecar, pues tengo tal
naturaleza que no puedo evitarlo. Yo siento que soy incapaz de deshacerme de
este cuerpo de pecado y de muerte y, sin embargo, yo sé que debo deshacerme de
él.
Estas dos cosas
bastan para hacer miserable a cualquier persona: saber que es responsable por
su naturaleza pecaminosa y, sin embargo, saber que no puede deshacerse de ella;
saber que es su obligación guardar perfectamente la ley de Dios y caminar
irreprochablemente en los mandamientos de la ley y, sin embargo, saber por la
triste experiencia que es incapaz de hacerlo, así como sería incapaz de
revertir el movimiento del globo, o desplazar al sol del centro de los astros.
Ahora, ¿ambas cosas no
conducirían a cualquiera a la desesperación? La forma en la que algunas
personas evitan el dilema es por medio de la negación de una de estas verdades.
Afirman: “Bien, es cierto que soy incapaz de dejar de pecar”; y entonces niegan
su obligación de hacerlo; no claman: “¡Miserable de mí!” Viven como quieren y
dicen que no pueden evitarlo.
Por otro lado, hay
algunas personas que saben que son responsables, pero entonces dicen: “Sí, pero
yo puedo desechar mi pecado”, y esas personas son tolerablemente felices. Tanto
el arminiano como el hipercalvinista siguen adelante confortablemente; pero el
hombre que cree en estas dos doctrinas, según son enseñadas en la Palabra de
Dios, que cree que es responsable por el pecado y a la vez que es incapaz de
deshacerse de él, no me sorprende que cuando mira dentro de él encuentre
bastante material para hacerle suspirar y llorar hasta el punto del desmayo y
de la desesperación: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte?”
Y ahora alguien
dice: “Ah, no quisiera ser un cristiano si ésa es la senda en que desfallece,
si siempre ha de estar peleando consigo mismo, incluso hasta el punto de
desesperar de la victoria”. Detengámonos un momento. Tenemos que completar el
cuadro. Este hombre está desfalleciente, pero pronto será restaurado. No
piensen que está irremediablemente derrotado; cae para levantarse; desfallece
pero para ser revivido nuevamente.
Conozco una magia
que puede despertar sus esperanzas dormidas, y provocar un estremecimiento a lo
largo de la corriente congelada de su sangre. Hagamos resonar la promesa a sus
oídos, y veremos cuán pronto revive. Acerquemos a sus labios el cordial; veamos
cómo reacciona y desempeña nuevamente el papel de hombre. “Casi he sido
derrotado” –dice- “casi he sido conducido a la desesperación. Oh, enemigo mío,
no te regocijes por mí; aunque caiga, me levantaré de nuevo”. Y arremete contra
él una vez más, gritando: “Doy gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro
Señor”. Y así sigue adelante de nuevo, siendo más que un vencedor, por medio de
Aquel que le amó.
IV. Esto me lleva al cuarto punto que consiste en que EL CRISTIANO VENCERÁ AL
FINAL. ¿Creen que hemos de ser para siempre los burros de carga y los esclavos
del pecado? ¿He de ser para siempre el galeote de mi propia naturaleza, esforzándome
arduamente por la libertad sin poder escapar nunca? ¿He de tener siempre este
cadáver encadenado a mi espalda y he de oler las pestíferas exhalaciones de su
pútrido cuerpo? No, no, no, eso que está dentro de mi corazón es como un águila
enjaulada y yo sé que esas barras que me confinan se romperán pronto; la puerta
de mi jaula será abierta, y yo ascenderé con mis ojos puestos en el sol de
gloria, remontándome a lo alto, fiel a la senda, sin desviarme ni a la mano
derecha ni a la izquierda, volando hasta alcanzar mi nido en las sempiternas
rocas del amor eterno de Dios.
No, nosotros, lo que
amamos al Señor, no hemos de morar para siempre en Mesec. El polvo podría
ensuciar nuestras ropas, la mugre podría cubrir nuestra frente y nuestro vestido
podría estar harapiento, pero no estaremos así para siempre. Viene el día
cuando nos levantaremos y nos sacudiremos el polvo, y nos pondremos nuestras
hermosas ropas. Es verdad que somos ahora como Israel en Canaán. La tierra de
Canaán está llena de enemigos, pero los cananeos serán arrojados y tendrán que
ser echados fuera. Amalec será eliminado; Agag será cortado en pedazos;
nuestros enemigos serán dispersados, cada uno de ellos, y la tierra entera,
desde Dan hasta Beerseba, será del Señor.
¡Cristianos,
regocíjense! Pronto serán perfectos, pronto serán librados de pecado, pronto
estarán totalmente libres de él, sin ninguna mala inclinación, sin ningún deseo
perverso. Pronto serán tan puros como los ángeles en luz; no, más que éso, tendrán
los vestidos de su Maestro puestos sobre ustedes, serán “santos como el Santo”.
¿Pueden imaginar eso? ¿Acaso el hecho de que han de ser perfectos no es la
propia suma del cielo, el embeleso de la bienaventuranza y el soneto de las
cumbres de los montes de gloria? Ninguna tentación puede alcanzarte proveniente
del ojo, o del oído o de la mano; si la tentación pudiera alcanzarte tampoco
serías dañado por ella, pues no habrá nada en ti que pudiera apuntalarla. Sería
como cuando una chispa cae en el océano: tu santidad la apagaría en un
instante. Sí, lavados en la sangre de Jesús, bautizados de nuevo con el
Espíritu Santo, pronto han de caminar en las calles de oro, vestidos de blanco
y con un corazón blanco, y perfectos como su Hacedor, estarán ante Su trono y
cantarán Sus alabanzas por toda la eternidad.
¡Ahora, soldados de
Cristo, a las armas de nuevo! Una vez más, apresúrense a la batalla, sabiendo
que no pueden ser derrotados, sabiendo que han de vencer. Aunque languidezcan
un poco, cobren ánimo, pues vencerán por medio de la sangre del Cordero.
Y ahora, desviándonos
por un minuto, voy a concluir haciendo una o dos observaciones para muchos de
los presentes. Hay algunas personas aquí que dicen: “yo no nunca me siento
turbado de esa manera”. Entonces, lo siento por ti. Les diré la razón de su falsa
paz. No poseen la gracia de Dios en sus corazones. Si la tuvieran, seguramente
descubrirían este conflicto en su interior. No desprecien al cristiano por
estar en el conflicto; despréciense a ustedes mismos por estar fuera de él. La
razón por la cual el diablo los deja tranquilos es porque sabe que ustedes le
pertenecen. No necesita preocuparlos ahora; tendrá el tiempo suficiente para
darles su paga al final. Él asedia al cristiano porque tiene miedo de perderlo;
piensa que si no lo molesta aquí, nunca tendrá la oportunidad de hacerlo en la
eternidad; así que lo morderá, y le ladrará mientras pueda hacerlo. Esa es la
razón por la cual el cristiano es vejado más que tú.
En cuanto a ti, es
posible que estés sin ningún dolor, pues los muertos no sienten los golpes. Podrías
muy bien no tener ningún remordimiento de conciencia, pues es muy improbable
que los hombres corruptos sientan las heridas, aunque les asestes puñaladas desde
la cabeza hasta los pies. Su condición me da lástima, pues el gusano que no
muere se está preparando para alimentarse de ustedes; el eterno buitre del
remordimiento remojará pronto su hórrido pico en la sangre de sus almas.
Tiemblen, pues los fuegos del infierno están hirviendo y son inapagables, y el
lugar de perdición es horrendo más allá del sueño de un loco. Oh, que pensaran
en su fin último. El cristiano podría tener un mal presente, pero tendrá un
glorioso futuro. Pero el futuro de ustedes es la oscuridad de las tinieblas
para siempre. Imploro por el Dios vivo a ustedes, que no temen a Cristo, que
consideren sus caminos. Ustedes y yo tenemos que rendir cuentas por el servicio
de esta mañana. ¡Quedan advertidos, señores; quedan advertidos! Pongan mucha
atención, para que no piensen que esta vida lo es todo. Hay un mundo venidero; está establecido para los hombres que mueran
una sola vez, y “después de esto el juicio”. Si no temen al Señor, habrá
después del juicio, ira eterna y sempiterna miseria.
Y ahora, una palabra
para quienes están buscando a Cristo. “¡Ah!”, -dirá alguien- “amigo, he buscado
a Cristo, pero me siento peor de lo que fui jamás en mi vida. Antes de tener
cualquier pensamiento acerca de Cristo, me sentía bueno, pero ahora me siento
malo”. Está muy bien, amigo mío; me alegra oírte decir eso. Cuando los
cirujanos curan la herida de un paciente, siempre se cuidan de extirpar la
carnosidad, pues la curación no podría ser radical nunca si permaneciera la
carnosidad. El Señor te está quitando la confianza en ti mismo y la justicia
propia. Él está revelando, precisamente ahora, el cáncer letal que está haciendo
estragos dentro de ti. Vas en el sendero seguro a recuperar tu salud, si fueras
en camino de ser herido. Dios hiere antes de sanar; Él da muerte al hombre en
su propia estima antes de revivirlo. “Ah”, -exclama alguien- “pero, ¿puedo yo
esperar que seré librado alguna vez?” Sí, hermano mío, si miras a Cristo ahora.
No me importan cuán graves sean tu pecado o tu desesperación de corazón; basta
con que vuelvas tus ojos hacia Él, que sangró sobre el madero, y no solamente
hay esperanza para ti, sino que hay una certeza de salvación.
Yo mismo, mientras
meditaba sobre este tema, sentía el horror de una gran oscuridad que le
sobrevino a mi espíritu, cuando pensaba en qué peligro me encontraba de ser
derrotado, y no podía ver un rayo de luz en mi agobiado espíritu, hasta que
volví mi mirada y vi a mi Señor clavado del madero. Vi la sangre que fluía
todavía; la fe se asió del sacrificio y me dije: “Esta cruz es el instrumento
de la victoria de Jesús, y será también el instrumento de la mía”. Miré a Su
sangre; recordé que yo era victorioso en esa sangre, y me levanté de mis
meditaciones, humillado, pero regocijándome; abatido, pero sin estar sumido en
la desesperación; expectante de la victoria.
Haz lo mismo.
“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”; cree éso. Tú eres un
pecador despierto, consciente y penitente; por tanto, Él vino para salvarte.
Cree en Su palabra; confía en Él. No hagas nada para tu salvación por ti mismo,
antes bien confía en que Él lo hará. Arrójate simple y únicamente en Él y, como
esta Biblia es veraz, no encontrarás que la promesa te falle: “el que busca,
halla; y al que llama, se le abrirá”.
¡Que Dios les ayude
dándoles esta nueva vida interior! Que los ayude a mirar a Jesús, y aunque el
conflicto sea prolongado y duro, la victoria será dulce.
Traductor: Allan Román
12/Junio/2010
www.spurgeon.com.mx