El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Los Lejanos,
Cercanos; Los Cercanos, Lejanos
NO.
2325
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 10 DE
SEPTIEMBRE, 1893.
“Cuando Jesús
nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a
Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de
los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y
venimos a adorarle. Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con
él. Y convocados todos los principales sacerdotes, y los escribas del pueblo,
les preguntó dónde había de nacer el Cristo”. Mateo 2: 1-4.
No voy a exponer el
pasaje completo que acabo de leer como texto, pero deseo ayudarles a extraer
algunas lecciones de esta familiar narrativa.
“Cuando Jesús nació”. Tan
pronto como nace Cristo se inicia un disturbio. No ha dicho una sola palabra,
no ha obrado ningún milagro, no ha proclamado ni una sola doctrina, pero
“cuando Jesús nació”, en el mismo principio, cuando todavía no se oye nada
excepto los gritos de un bebé, y no se puede ver nada sino la debilidad
infantil, Su influencia en el mundo es ya manifiesta. “Cuando Jesús nació… vinieron
del oriente a Jerusalén unos magos”, y así sucesivamente. Hay un infinito poder
aun en un Salvador infante.
Cuando Jesús nace en el
corazón, aunque sólo palpiten los más débiles impulsos hacia la justicia y el
arrepentimiento del pecado, Él genera una conmoción en nuestra naturaleza
entera. La facultad más distante siente que algo maravilloso ha ocurrido.
Cuando Cristo, la esperanza de gloria, es formado en nosotros, una sagrada
revolución comienza en nuestro interior. Cuando Cristo nace en una aldea, en un
pueblo o en una ciudad, el primer pecador convertido, el primer sermón
predicado al aire libre, la primera distribución de literatura sagrada,
provocan una conmoción. Es maravilloso advertir cuán pronto comienza a
manifestarse. Una persona u otra es afectada por el
hecho de que Cristo ha venido. Él no puede ser ocultado. El primer cerillo
encendido genera un gran incendio. Jesús de Nazaret es un factor tan potente en
el mundo de la mente que, tan pronto como está allí, aun en Su máxima debilidad
como Rey recién nacido, comienza a reinar. Antes de subir al trono, unos amigos
le llevan regalos y Sus enemigos traman Su muerte.
¡Oh, que el Señor Jesús
estuviera aquí esta noche en unos cuantos corazones, aunque fuera como recién
nacido! La venida de Cristo ha de producir un
resultado aunque yo lo predique muy débilmente, aunque ustedes digan que yo
sólo puedo traerles a un Cristo infante y aunque mi capacidad de hablar me
falle y lo exponga en Su pequeñez más bien que en Su grandeza. Cuando Cristo
nace, aunque Cristo sea predicado débilmente, aunque Cristo no sea más que
balbuceado, se produce un gran resultado y Su nombre es glorificado.
Hubo dos resultados de
la venida de Cristo, como siempre los habrá, pues este Niño no sólo es un
Salvador para algunos, sino que también es una piedra de tropiezo para otros.
Su Evangelio es o bien “olor de vida para vida”, o bien “olor de muerte para
muerte”. Quiero que adviertan, primero, la nota de exclamación que tenemos en
el primer versículo. “Cuando Jesús nació, he
aquí”. ¡Ecce! ¡He aquí! Hay algo que debemos mirar, algo bueno que vale la
pena contemplar. Contémplenlo (1). Aquí
tenemos a personas lejanas que están muy cerca. Unos sabios llegan del
oriente y adoran al Cristo infante. Pero hay algo para lo que no se dice ningún
“he aquí”, y, sin embargo, tristemente, es digno de ser considerado. Aquí tenemos a personas cercanas que están
muy lejos: Herodes, los habitantes de Jerusalén, los principales sacerdotes
y los escribas. Ellos estaban tan lejos de Cristo como si Él hubiera nacido en
el lejano oriente, mientras que quienes vivían en un país lejano se acercaron
tanto a Él como si hubiesen vivido en Belén. Así que esta noche tengo que
hablar sobre estas dos cosas: primero, sobre el hecho extraordinario de que muchos
seres distantes son atraídos para que se acerquen mucho, y también sobre el
triste pero igualmente extraordinario hecho de que muchos que están
aparentemente muy cerca, realmente no se acercan nunca a Jesús.
I. Comencemos,
entonces, por el principio. HAY SERES LEJANOS QUE SON ACERCADOS. Dios salva a
quienes Él quiere salvar. Su gracia es sumamente soberana. Ustedes no pueden
ver, como puedo hacerlo yo, a tantas personas que son traídas a Cristo sin que tenga
que preguntarme a menudo por qué fueron traídas. Con frecuencia he visto que
los últimos son los primeros y los primeros últimos. Unas personas cuyas conversiones
difícilmente habría soñado, fueron convertidas, mientras que otras personas por
quienes he albergado esperanzas y por quienes he orado, siguen siendo
inconversas. Es muy deleitable y a la vez es muy sorprendente notar la extraña
manera en que la gracia de Dios escoge a las personas y las maravillosas
medidas que toma el Dios de gracia para llevar a esas personas a los pies de
Jesús.
Primero, entonces, esos
eran unos hombres sabios, eran unos magos,
estudiosos de la astronomía e instruidos en la tradición de los antiguos. Su
filosofía no era muy verdadera. Era casi tan verdadera como la filosofía
moderna, lo cual no quiere decir mucho. Creían en cosas muy absurdas aquellos
magos, casi tan absurdas como las que
creen los científicos de hoy, y tal vez no tan ridículas, pues la ciencia ha
progresado en lo absurdo, en especial recientemente, pero aquellos hombres
profesaban la filosofía de su época. Eran hombres sabios. Si procedían de
Media, eran probablemente adoradores del fuego o adoradores de los elementos de
la naturaleza. La suya era una refinada forma de idolatría que no ha de ser
excusada; pero aún así, si pudiera haber alguna preferencia dentro de todo lo
malo, tal vez sea un poquito mejor que algunas otras. Eran unos estudiosos
notables hasta donde su luz alcanzaba. Iban tras el conocimiento y la
sabiduría. Ahora bien, en honor a la verdad, dentro de esa categoría de
personas no hay muchos que vengan a Cristo. Su doctrina es demasiado sencilla
para ellos. Él mismo pone el hacha demasiado cerca de la raíz del árbol. Su
enseñanza es demasiado sencilla. Son tan sabios que Su sabiduría los deja
perplejos. Saben mucho, según creen y, sin embargo, este mejor y más excelso
conocimiento ensombrece el suyo y no pueden soportarlo
ni entregarse a Él. “Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos
sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles”. Pero aquí la
infinita soberanía de Dios llama primero a estos sabios; no, no debo decir
primero, pues los pastores llegaron primero. Pero enseguida de los pastores, el
Señor llama a estos sabios procedentes del lejano oriente. Se ha señalado válidamente
que los pastores no se entretuvieron en el camino y que vinieron a Cristo de
inmediato; los magos, en cambio, se extraviaron en el camino a pesar de la
estrella que los guiaba, y fueron a Jerusalén en vez de ir a Belén, y
preguntaron en el palacio de Herodes en vez de hacerlo en el establo donde el
Cristo había nacido. Con todo, llegaron finalmente a Cristo aun cuando lo
hicieron dando rodeos y después de cometer un par de equivocaciones. He aquí el
prodigio: que llegaron finalmente.
Y si me dirijo esta
noche, como quisiera hacerlo muy respetuosamente, a cualquier persona destacada
en sabiduría humana, cómo desearía que juntara sus humanidades con la teología;
y si supiera mucho, con todo, anhelo que a pesar de todo su conocimiento,
conozca a Cristo, y que con todos sus logros, alcance entendimiento, pues la
ciencia de Cristo crucificado es la más excelente de todas las ciencias. Es la
ciencia central en torno a la cual toda ciencia verdadera ha de girar en su
debido lugar; y bienaventurado es el hombre cuyo sistema solar de conocimiento
tiene a Cristo en su propio centro. Con todo, si así fuera, no cesaría de
asombrarme y de bendecir a Dios porque ha traído de nuevo a algunos hombres
sabios -como Saulo de Tarso y como esos magos del oriente- para adorar a este
Salvador recién nacido.
Noten también que esos hombres,
no sólo eran sabios -por lo que nos asombramos de que hubiesen buscado a
Cristo- sino que vivían muy lejos, en el
oriente. No sabemos la distancia que tuvieron que recorrer, pero no
importa; era un largo camino, y probablemente, de cualquier manera era un viaje
muy difícil en aquellos días. Cuando este Niño nació en Belén, no parecía
probable que los adoradores vinieran de fuera de Judea, o que vinieran de
regiones distantes desconocidas para los propios judíos; sin embargo, Dios, en
Su misericordia, llamó a esos hombres del oriente más lejano.
¡Oh, que Su amor
iluminara a algunos esta noche que son extranjeros o forasteros, extraños a la
mancomunidad de Israel, y que tal vez estén sin Dios y sin esperanza en el
mundo! ¡Que Su gracia los llame! ¡Qué clase de personas somos y qué gente rara
ha de haber aquí, a quienes ninguno de nosotros podría describir! Después del
sermón de esta mañana alguien me dijo que si yo hubiera conocido la historia de
uno de mis oyentes, no me habría atrevido a describirlo tan precisamente como
lo hice. Felizmente yo no conocía a ese oyente. Me alegra no haberlo conocido.
Mi mensaje habrá de llegarle mucho más claramente como una voz de Dios, porque
lo describía muy precisamente. Pero voy a musitar esta oración para que alguien
aquí presente, que fuera un extraño incluso para la forma misma de la religión,
alguien que no hubiera estado en esta casa antes o en ningún otro lugar de
adoración cristiana, sea llamado por la poderosa voz de Dios, sea atraído por
los irresistibles encantos de Cristo, y pueda venir y creer en el Dios
Encarnado que asumió nuestra carne en Belén para poder llevar nuestro pecado y
para llevarnos al trono consigo. He aquí el doble prodigio, entonces, referente
a que los magos vinieran a Cristo: era muy difícil pensar que esos hombres
vinieran de una región tan distante. Pensando en ellos nos vemos constreñidos a
decir tal como lo hemos cantado frecuentemente:
“Cuán dulce y tremendo es el lugar,
Que alberga a Cristo en su interior,
Mientras el amor eterno despliega
Sus tesoros más escogidos.
¡Ten piedad de las naciones, oh Dios nuestro!
Constriñe a la tierra a venir;
Divulga Tu victoriosa Palabra por doquier,
Y lleva a los extraños a casa”.
Y ellos fueron singularmente guiados, ¿no es cierto?
Estaban observando el cielo de medianoche y atisbaron una estrella muy extraña.
Según los astrónomos, por aquellas fechas probablemente hubo una conjunción de dos
planetas. Cuando dos planetas entraron en conjunción en 1640, o más o menos por
aquella fecha, se dijo que una conjunción semejante debió de haber tenido lugar
aproximadamente en el tiempo en que Cristo nació, y que los sabios pudieron
haber pensado que se trataba de una estrella. Sin embargo, no creo que ese
fuera el caso. Probablemente no era simplemente una estrella, sino una notable
aparición que se movía a lo largo de los cielos. Ahora bien, fue algo extraño
que vieran esa estrella y más extraño aun que, viéndola, juntaran las piezas
sueltas, y por su astrología, pues tal vez no fuera nada mejor que eso,
dedujeran que algún personaje maravilloso había nacido allá lejos, en Judea, y
tuvieron necesidad de ir para encontrarlo. Tal vez se hubieran enterado de la
famosa profecía de Balaam. Pudiera haber habido tradiciones en su país que
indicaban que el Hombre Anunciado había de nacer en Judea. Yo no sé todo lo que
pudiera haber ocurrido, pero esto sí sé: que Dios envió milagrosamente aquella
estrella. Si los hombres no pudieran ser alcanzados de una manera ordinaria,
los elegidos de Dios serán llevados a Él de manera extraordinaria. Si son dados
al estudio de las estrellas, Dios escribirá en ese libro iluminado en el que están
acostumbrados a leer, y ellos verán allí una nueva letra y aprenderán algo
nuevo concerniente a Su voluntad. Yo he visto casos en los que el Señor se
encuentra con algunos hombres en medio de la maldad, en el propio acto de
pecar. Hemos visto a hombres fulminados por los más singulares accidentes y por
la más extraordinaria concatenación de circunstancias, hombres que parecían
imposibles de alcanzar.
Amados, nadie está más
allá del alcance de Dios. Él tiene formas y maneras de iluminar el entendimiento,
de despertar la conciencia y de renovar el corazón, que para nosotros son casi
desconocidas. “Recuerda que
Tal vez gracias a
algunas circunstancias extraordinarias, tú, amigo mío, estés aquí esta noche.
Era impensable que estuvieras aquí, pero has venido al Tabernáculo para que la
gracia de Dios te ponga un alto, para que la mano del amor eterno se pose sobre
tu hombro, y para que tú seas hecho un prisionero de Cristo, para que le sirvas
a partir de ahora y le sirvas únicamente a Él.
Vale la pena notar,
además, que aquellos hombres preguntaron
insistentemente. Habiendo visto la estrella una vez, se apresuraron a salir
sin que les importara que se tratara de un largo viaje, para encontrar al Rey
recién nacido, y preguntaban a cuantos podían cuál era
el camino hacia Él. Llegaron incluso a la corte de Herodes para preguntarle
dónde podían encontrar a Cristo. Un hombre tiene que tener una buena dosis de
curiosidad para introducir su cabeza en medio de las mandíbulas de un león como
Herodes, para encontrar lo que necesita saber. Yo desearía que Dios despertara
ese tipo de curiosidad y de investigación en las mentes de muchos seres. La
costumbre generalizada de hoy es descartar la verdad de Dios con una expresión
de enojo y suponer que no vale la pena considerarla; pero los reclamos del
eterno Hijo de Dios, los reclamos de Su gracia y de Su trono no deberían ser
tratados así. ¡Que Dios devolviera al pueblo el espíritu de escudriñar las cosas
de Dios de tal manera que no sean tan indiferentes como la gran mayoría de nuestros
compatriotas lo son ahora! Deberían empezar a preguntar y decir: “¿Cuál es el
camino que lleva al cielo? ¿Quién es este Cristo? ¿Cuál es el plan de
salvación?” Si así fuera, pronto tendríamos un motivo suficiente de gozo, y
alabaríamos a la gracia soberana de Dios.
Siendo investigadores,
esos hombres estaban singularmente libres
de prejuicios. Preguntaban: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido?”
“¿Judíos?” ¿A quién le importaban los judíos? Aun en aquellos días los judíos
eran objeto de desprecio pues en tiempos antiguos habían sido llevados cautivos
al oriente. Aunque son la mera aristocracia de Dios, Su pueblo elegido, con
todo, las naciones miraban con menosprecio a los judíos. Judá era un territorio
un poco reducido, insignificante y pequeño y muchos preguntaban con Sanbalat:
“¿Qué hacen estos débiles judíos?” Pero aquí vemos a unos hombres provenientes
de algún gran imperio, como Persia o Media, que preguntaban por el Rey de los
judíos. Seguramente andan todavía por ahí algunos hombres sinceros, algunos que
quieren preguntar por Cristo, aun cuando se lo tengan que preguntar a los
metodistas y a los bautistas y a otros grupos semejantes. ¡Oh, que los hombres
pudieran romper la insensata concha del prejuicio de preguntar si estas cosas
son así verdaderamente! Hubo un tiempo en que la simple palabra “Evangélico”
conllevaba un tipo de menosprecio adherido a ella. No estoy seguro de que ese tiempo
haya pasado por completo. Con todo, sin importar lo que otros pudieran decir o
hacer, ninguno de nosotros ha de ser influenciado por el prejuicio o por el
desdén, antes bien, debemos investigar para ver si estas cosas son así.
Y noten, además, que
esos hombres, siendo investigadores imparciales, fueron maravillosamente solícitos: “Cuando Jesús nació… vinieron del
oriente a Jerusalén unos magos”. Ahora bien, pienso que a ustedes les llamaría
la atención naturalmente que, si un hombre nació siendo rey, habría habido
tiempo suficiente para rendirle homenaje cuando creciera. Llevarle oro,
incienso y mirra a un bebé no siempre podría parecerles apropiado a unos
hombres sabios. Esperemos que el niño se convierta en un adolescente, y que el
adolescente se convierta en un joven y que el joven se convierta en un hombre;
entonces podemos emprender ese largo viaje para encontrar a Su Alteza Real.
Pero, no; cuando el Rey nació y los sabios llegaron donde Él estaba, tuvieron
que haber empezado a encontrarlo mucho antes de su viaje. Yo quisiera que el
Señor pusiera hoy en los corazones de los hombres un poco de esa energía y de
esa prontitud respecto a las cosas divinas. Si Dios se encarnó realmente, si
vino aquí en forma humana, ¡oh, vamos, vayamos y encontrémosle! Inclinémonos a
Sus pies en Su santuario. ¿Murió Él realmente y murió por los hombres
culpables? ¿Soportó en el lugar de los hombres y en la condición de ellos lo
que merecían por sus pecados? Vamos, busquemos a este “Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo”, y busquémosle antes que el sol se levante otra vez.
Y luego vean, queridos
hermanos, cuán supremamente obedientes fueron,
cómo se entregaron enteramente al impulso divino que los movía, pues se
apresuraron a hacer lo que se les dijo que hicieran, y se regocijaron cuando se
inclinaron profundamente delante del Niño recién nacido y le adoraron y le
reverenciaron. Fueron también abundantemente
generosos con sus ofrendas. Llevaron lo mejor que pudieron encontrar, oro, incienso
y mirra, y desplegaron sus dones reales ante el regio Niño. ¡Señor, envíanos
convertidos que sean como esos sabios! Envíanos hombres y mujeres en grandes
multitudes, que obedezcan alegremente, que sientan que es un deleite adorar a
Cristo, rendirle homenaje, dar para Su servicio y entregarse a Él.
De esta manera he
intentado mostrarles lo que hizo la gracia soberana de Dios cuando Cristo
nació. ¡Que el Señor en Su misericordia haga lo mismo con muchas personas aquí
presentes! ¡Oh, cuán frecuentemente ha ocurrido que, cuando menos lo sabía,
estaba predicándole a alguien que se convertiría más tarde en uno de nuestros
mejores ayudadores, en uno de nuestros hermanos más denodados, en una de
nuestras hermanas más fervientes! Espero estar dirigiéndome a personas
semejantes esta noche, a perfectos extraños hasta ahora pero que serán traídos
a esta iglesia o a cualquier otra iglesia de Jesucristo, y que no estarán ni una
pizca detrás del principal de los apóstoles, aunque todavía no sean contados
entre los miembros de la casa de la fe.
II. Pero
ahora, en segundo lugar, tengo una triste tarea; la otra fue una alegre tarea;
pero ahora tengo la triste tarea de identificar A LOS CERCANOS QUE ESTÁN LEJOS.
Aquí, primero, leemos
que muchos se sentían turbados por causa
de Cristo. Acababa de nacer apenas, y sin embargo, ya los turbaba. Herodes
se turbó, y toda Jerusalén con él. Es algo inusual oír que un rey se turbe por
un bebé. ¿El altivo Herodes, el pendenciero, estaba turbado por un bebé
envuelto en pañales y acostado en un pesebre? ¡Caramba, cuán pequeña es la
grandeza real de la maldad y cómo un pequeño poder de bondad puede provocarle
turbación! Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él. Así, cuando algunas
personas oyen el Evangelio y descubren que contiene poder, se turban. Herodes
se turbó porque temía perder su trono. Pensaba que, en la persona del Niño
recién nacido, la casa de David tomaría posesión de su trono. Entonces tembló y
se turbó.
¡Cuántos hay que piensan
que si la religión fuera verdadera, perderían por su causa! El negocio sufriría.
Hay algunos negocios que deberían sufrir, y conforme se extienda la verdadera
piedad, sufrirán. No necesito indicarlos, pero quienes están involucrados en
ellos sienten usualmente que preferirían clamar: “¡Grande es Diana de los
efesios!”, pues su fuente de vida consiste en fabricar y vender sus
estatuillas, y si sus estatuillas están en peligro y su arte está en peligro
entonces se turban. Hay gente que es así; he conocido a personas que han sido
líderes en el pecado, que han sido cabecillas en el pecado y han pensado que
perderían a algunos de sus seguidores por causa de la venida de Cristo. Entonces
se han turbado.
Pero toda Jerusalén se
turbó con Herodes. ¿Por qué razón? Muy probablemente fue porque pensaron que
habría contención. Si había nacido un nuevo Rey, habría una lucha entre Él y
Herodes y habría problemas para Jerusalén. Así hay algunas personas que dicen:
“No traigas esa religión aquí; provoca mucha contención. Uno cree esto, y otro
cree aquello, y un tercero no cree absolutamente nada. Tendremos problemas en
la familia si introducimos la religión”. Sí, así será; eso es reconocido en las
Escrituras, pues nuestro Señor vino para traer fuego a la tierra. Él ha venido
con una espada en Su mano, con el propósito de luchar contra todo lo que es
malo y habrá contención. Por eso no me sorprende que los grandes amantes de la
tranquilidad sean turbados.
Pero el hecho es que
muchos son turbados porque el Evangelio interfiere con el pecado. “Si me vuelvo
cristiano, no podría vivir como he estado acostumbrado a vivir”- dice alguien –
“así que no voy a creer en el Evangelio”. El gran argumento en contra de
Es algo terrible
aferrarse al pecado. Se parece a ustedes aquel muchacho espartano que capturó a
un joven zorro y lo cargaba en su pecho, y luego, para que el maestro no lo
viera y no lo castigara, permitió que el zorro mordisqueara su carne hasta
comerse su corazón. Ustedes están estrechando a ese zorro, a ese lobo, a esa
áspide contra su pecho todo el tiempo que les estamos predicando. ¿Qué consuelo
podríamos proporcionarles? Abandonen su pecado o abandonen toda esperanza.
¿Quieres conservar tu pecado e ir al infierno, o quieres abandonar tu pecado e
ir al cielo? No puedes tener a Cristo y al pecado; los dos son diametralmente
opuestos. No voy a mencionar cuál pudiera ser tu pecado; que tu propia
conciencia te lo diga. No puedes continuar en la práctica de ningún pecado
conocido descarada y deliberadamente, y con todo, encontrar algún consuelo en
Ya les he hablado antes
de los dos montañeses de Escocia que querían remar a través de un cierto brazo
de mar en una ocasión. Habían estando tomando whisky en abundancia antes de
subirse al bote, y comenzaron a remar, y siguieron remando, pero no podían
avanzar. No podían entender cómo era que, a pesar de todo lo que remaban, se
mantenían en la misma posición, hasta que uno de ellos dijo: “Sandy, ¿levaste
el ancla?” No, no había levado el ancla, así que allí estaban con el ancla
enterrada y tratando de alejarse sin conseguirlo.
Tienes que levar el
ancla, joven amigo, ya sea de la bebida, o de la lascivia o del juego o del
robo. Eres un insensato si pretendes remar cuando sabes que el ancla está hundida
todavía en el lodo.
Frecuentemente, cuando
un hombre se turba por causa de la religión, dice: “Si me convierto en un
cristiano, tendré que renunciar a mi placer”. La verdadera religión no requiere
que renuncies a nada que sea un placer real, o, si nos hace renunciar a lo que
nos produce placer ahora, cambia nuestros gustos de tal manera que si nos
entregáramos a lo que una vez amamos ya no encontraríamos ningún placer allí.
La verdadera religión nos proporciona nuevos placeres; nos quita el medio
centavo y nos da una moneda de oro a cambio. Hace algo mejor que eso, pero no
puedo emplear una figura que sea lo suficientemente apropiada para describir el
cambio. La verdadera religión no fue diseñada para disminuir nuestros placeres
y no los disminuye jamás. Pero aun así, algunos piensan que lo hará, y esta es
la razón de su turbación. Se quedarían asombrados si supieran la razón por la
que algunos hombres se oponen a la verdadera religión: la esposa no debe ir a
un lugar de reunión; no debe haber una Biblia en el hogar; no pueden aceptar
que su muchacho asista a una capilla donde hay una reunión de oración; y no han
de permitir que el maestro que le enseña un oficio al muchacho lo lleve consigo
a la casa de Dios. Los hombres dicen y hacen todo tipo de cosas extrañas cuando
se turban por Cristo, y no es porque tengan alguna base real para su perplejidad.
Se turban por causa de Cristo casi por la misma razón que Herodes y Jerusalén
se turbaron por Su causa, en verdad, y no por ninguna otra mejor razón.
Ahora bien, es algo muy
triste que los turbe el Evangelio que pretende ser buenas nuevas para los
hombres; que los turbe el ofrecimiento celestial de la gracia libre; que los
turbe tener la puerta del cielo ampliamente abierta ante ellos; que los turbe
que se les pida que se laven o que sean lavados en la sangre de Cristo.
¡Turbados por la infinita misericordia! ¡Turbados por el amor todopoderoso! Sin
embargo, es tal la depravación de la naturaleza humana que para muchos que oyen
el Evangelio cada día, no es otra cosa que turbación para ellos.
Ahora, hay otro caso
aquí. Es el mismo hombre en otro rol. Hay
uno que hace el papel de hipócrita. “Sí” –dice- “alguien nació para ser el
Rey de los judíos. ¿Tendrían la bondad, hombres sabios, de decirme todo al
respecto? Ustedes dicen que vieron una estrella. ¿Cuándo apareció esa estrella?
Sean muy específicos. ¿Tomaron nota de sus movimientos? Tú dices que tú la viste, y tú la viste, y tú la
viste. ¿A qué hora de la noche fue visible por primera vez? ¿Qué día del mes
apareció? Herodes es muy específico en la obtención de toda la información
posible acerca de aquella estrella; y ahora manda a traer a los doctores de
teología, y a los escribas, y a los sacerdotes, y les dice: “¿cuándo deberá
nacer este Mesías del que hablan ustedes, y dónde habrá de nacer? Díganme”.
Herodes, ustedes ven, es un maravilloso discípulo, ¿no es cierto? Está sentado
a los pies de los doctores; está dispuesto a ser instruido por los magos; y
luego concluye diciéndoles a los sabios: “Vayan ahora; vayan y adoren al Rey
recién nacido; tienen toda la razón de haber recorrido toda esta gran distancia
para adorar a este Niño. Sean específicos, también, en tomar notas en cuanto a
dónde lo encuentran, y luego regresen y cuéntenme acerca de Él, para que yo
pueda ir también para adorarle”.
Así que siempre descubrimos
que allí donde Cristo está, hay un Judas en las cercanías. Si el Evangelio llega
a algún lugar, hay un cierto número de personas que dicen: “¡Oh, sí, sí, sí,
asistiremos a ese lugar!” Yo conozco un cierto pueblo donde hay un verdadero
predicador del Evangelio que ha ganado a muchas personas para Cristo; pero hay
un gran número de personas que asisten allí que no saben nada en absoluto
acerca de Cristo. Por supuesto que van a lo que es llamado “El Tabernáculo” en
aquel lugar, porque es el lugar indicado al que hay que asistir. Conozco un
pueblo donde hay una iglesia en la que se predica la doctrina evangélica, y
toda la buena gente solía asistir a “San Pedro”. Era un tipo de una patente de
respetabilidad reservar un reclinatorio en San Pedro, ya que allí se predicaba
la buena doctrina evangélica.
Ahora bien, eso es
precisamente lo que sucede con algunas personas en nuestros días. Un cierto
número de seres pensaría que no estaría bien que no oyeran la sana doctrina,
pero en todo momento han resuelto que la sana doctrina no cambiará jamás sus
vidas y que no afectará nunca su carácter más íntimo. Son hipócritas, tal como
lo era aquel hombre, Herodes. No quieren que Cristo reine sobre ellos. No les
importa oír acerca de Él; no les importa reconocer hasta cierto punto Sus
derechos; pero no le rendirían fidelidad, no se someterían prácticamente a Su
gobierno ni se convertirían en creyentes en Él.
¿Acaso no me estoy
refiriendo a algunos aquí presentes esta noche? Yo sé que lo estoy haciendo.
Queridos amigos, no se queden en ese estado, se los ruego. Ustedes no desean
ser llamados hipócritas; bien, entonces si no pueden tolerar ser llamados por
ese nombre, no han de tener ese carácter. Sean veraces; vengan a Cristo,
inclínense a Sus pies, acéptenlo como su Señor, confíen en que Él los salva y
luego regocíjense en Él como su Salvador y Rey.
Pero había otros
caracteres, además de los hipócritas, que estaban turbados, y eran los hombres que exhibían su conocimiento. Esos
eran los escribas y los principales sacerdotes que miraron en sus Biblias y
encontraron ese pasaje del profeta que decía dónde había de nacer Jesús. Me
caen bien esas personas que buscan en sus Biblias y que estudian las
Escrituras; pero lo que no me gusta de ellas es que si bien le dijeron a
Herodes que el Cristo había de nacer en Belén, nadie dijo que iría a Belén para
adorarle. Ni una sola alma viviente entre ellos, ni un escriba ni ninguno de
los principales sacerdotes dijo: “Si éste es el Mesías que había de nacer en
Belén –y esta prodigiosa estrella nos hace creer que así es- iremos con los
sabios, y le adoraremos”. No, ellos no hicieron eso; les bastaba con tener el
sagrado rollo y leerlo y saber todo acerca de la verdad y, sin embargo, dejar
las cosas allí.
Yo conocí, en mi juventud
a algunos hermanos calvinistas muy ortodoxos. Me imagino que tal vez eran
demasiado ortodoxos -ciertamente dieciséis onzas por libra con una o dos onzas
intercaladas de huesos- y después de haber bebido un vaso o dos de cerveza,
podían hablar acerca de
“Podrían dividir un pelo
Entre su lado oeste y su lado este”,
respecto
a puntos de teología; pero en cuanto a la caridad para con los pobres, en
cuanto a visitar a los necesitados, a cuidar las almas de los hombres, en
cuanto a vivir santamente y a prevalecer con Dios en la oración, no se
encuentran en ninguna parte. Yo les ruego que aborrezcan una religión que sólo está
en el libro. Deben tenerla en el corazón. Deben tenerla en la vida, pues de lo
contrario este Niño que nació en Belén sólo los afectará en la medida en que
lean los Libros de
El punto más triste es
que ninguna de esas personas buscó a
Cristo; no lo hizo Herodes con su hipocresía, ni Jerusalén con sus
turbaciones, ni los escribas ni los sacerdotes con su vetusto conocimiento. Ninguno
de ellos buscó a Cristo. ¡Que Dios nos conceda que ninguno de mis oyentes esté
en esa lista negra! ¡Oh, que todos nosotros buscáramos a Jesús! ¡Que todos
nosotros lo encontráramos! ¡Que lo encontremos esta noche! Lo buscaríamos y lo
encontraríamos si realmente sintiéramos en nuestros corazones ese himno que
cantamos justo antes del sermón:
“¡Yo te necesito, precioso Jesús!
Pues estoy lleno de pecado;
Mi alma es negra y culpable,
Mi corazón está muerto en mi interior;
Necesito la fuente limpiadora,
Adonde puedo huir siempre,
La sangre sumamente preciosa de Cristo,
El perfecto argumento del pecador”.
Hay dos oraciones con
las que quisiera concluir mi discurso. Una es: “¡Señor, acerca a los que están
lejanos esta noche!” ¿Puedo pedirles a los miles de Israel que están presentes
esta noche que eleven esa oración? Ustedes no podrían saber por quiénes están
orando. No necesitan saberlo. Podría haber personas aquí que están tan lejos de
Dios como pudieran estarlo. A ellas les doy este texto, la palabra de nuestro
exaltado Salvador y Señor: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la
tierra, porque yo soy Dios, y no hay más”. ¡Miren, miren, miren, miren!
¡Pecador, míralo a Él, y sé salvo!
“Hay vida por una mirada al Crucificado,
Hay vida en este instante para ti”.
“Para ti”. “Para ti”. Entonces mira, mira
ahora, y descubre que así es.
“Hay vida en este instante para
ti”.
¡La otra oración -y yo
les pido a mis hermanos y a mis hermanas aquí presentes que tienen poder en la
oración que la eleven- es: “Señor, haz que quienes están cercanos estén
realmente cerca; todos los que están siempre en esta casa, y que con todo, no
están en Cristo! No, no debo decir: “a todos esos”; quiero decir, a estos
pocos, pues hay ahora unos pocos que están en esa condición. ¡Señor, tráelos!
Alguien vino el otro lunes, y me dijo: “yo soy uno de esos pocos. He estado
asistiendo al Tabernáculo durante muchos años, y sin embargo, no le he dicho
nunca que he encontrado al Salvador”, y vino a confesar a su Maestro. Hay
todavía unos cuantos de ese tipo. ¡Señor, tráelos a todos ellos! Ustedes que
son siempre sólo oyentes, recuerden constantemente este texto: “Vendrán muchos
del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el
reino de los cielos; mas los hijos del reino”, -esto es, ustedes que han oído
el Evangelio desde que eran niños- “los hijos del reino serán echados a las
tinieblas de afuera” –hechos a un lado- “echados a las tinieblas de afuera;
allí será el lloro y el crujir de dientes”. Oren pidiendo que no suceda así con
ninguno de mis oyentes esta noche, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Nota del traductor:
(1) La explicación que
da aquí el pastor Spurgeon, se debe a que en
Traductor: Allan Román
10/Noviembre/2011
www.spurgeon.com.mx