El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
La Última Palabra de Nuestro Señor desde
la Cruz.
NO.2311
SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 9 DE JUNIO DE 1889
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA SU LECTURA EL DOMINGO 4 DE JUNIO, 1893.
“Entonces
Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y
habiendo dicho esto, expiró.”
Lucas 23: 46.
Estas fueron las palabras de nuestro Señor
Jesucristo al morir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Podría ser
instructivo que les recuerde que fueron siete las palabras de Cristo en la cruz.
Si denominamos a cada uno de Sus clamores, o expresiones, con el título de: ‘una
palabra’, entonces hablamos de las últimas siete palabras de nuestro Señor
Jesucristo. Permítanme repasarlas en este momento:
La primera palabra, cuando lo clavaron a la
cruz, fue: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lucas preservó esta
palabra. Más tarde, cuando uno de los dos ladrones le dijo a Jesús: “Acuérdate
de mí cuando vengas en tu reino”, Jesús le respondió: “De cierto te digo que
hoy estarás conmigo en el paraíso”. Esta palabra también fue preservada cuidadosamente
por Lucas. Más adelante, estando en grande agonía, nuestro Señor vio a Su madre,
quien estaba junto a la cruz con un corazón quebrantado; la miró con indecible
amor y dolor, y le dijo: “Mujer, he ahí tu hijo”; y al discípulo amado dijo:
“He ahí tu madre”, y así proveyó un hogar para ella cuando partiera. Esta
expresión fue preservada únicamente por Juan.
La cuarta y la central de las siete palabras,
fue: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?, que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has desamparado?” Esta fue la culminación de Su dolor, el punto central
de toda Su agonía. Esa palabra, la más terrible que brotara jamás de labios de
hombre para expresar la quintaesencia de una agudísima agonía, es sabiamente
colocada en cuarto lugar, como si requiriera de tres palabras a la vanguardia y
de tres palabras a la retaguardia, como sus guardaespaldas. Describe a un
hombre bueno, a un hijo de Dios, al Hijo
de Dios, desamparado por Su Dios. Esa palabra en el centro de las siete, se
encuentra en Mateo y Marcos, mas no en Lucas o Juan. La quinta palabra fue
preservada por Juan y es: “Tengo sed”, la más breve, pero, tal vez, no la más
incisiva de todas las palabras del Señor, aunque bajo un aspecto corporal,
posiblemente sea la más lacerante de todas ellas. Juan atesoró también otra
preciosa palabra de Jesucristo desde la cruz, aquella prodigiosa palabra:
“Consumado es”. Ésa fue la penúltima palabra: “Consumado es”, el resumen de la
obra de toda Su vida, pues no dejaba nada pendiente, ningún hilo quedaba
deshebrado, toda la urdimbre de la redención había sido tejida al igual que Su
túnica: desde arriba hasta abajo, y consumada a la perfección. Después que hubo
dicho: “Consumado es”, pronunció la última palabra: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”, que he tomado como nuestro texto esta noche, pero al
que no nos acercaremos de inmediato.
Diversos autores han dicho muchas cosas acerca
de estas siete palabras desde la cruz; y si bien he leído lo que muchos de
ellos escribieron, no podría agregar nada a lo ya dicho, pues se deleitaron en
reflexionar ampliamente sobre estas últimas siete palabras; y al respecto de
ésto, los más antiguos escritores de la que sería llamada la escuela católica
romana, no podrían ser superados, ni siquiera por los protestantes, en su
intensa devoción por cada letra de las palabras agonizantes de nuestro Salvador;
y ellos descubren algunas veces nuevos significados, más ricos y más raros que
cualquiera de los que se les hubieran podido ocurrir a las mentes más calculadoras
de los críticos modernos, que como regla son grandemente bendecidos con los
ojos de un topo: son capaces de ver donde no hay nada que se pueda ver, pero
son siempre incapaces de ver cuando hay algo digno de verse. Si la crítica
moderna, -y lo mismo sucede con la teología moderna- fuera ubicada en el Huerto
de Edén, no vería ninguna flor. Es como el siroco que arremete y quema, pero no
tiene ni rocío ni unción; de hecho, es totalmente lo opuesto de estas preciosas
cosas, y demuestra que carece de la bendición de Dios y, por lo tanto, que es
incapaz de bendecir a los hombres.
Ahora, en referencia a estas siete palabras
desde la cruz, muchos autores han extraído de ellas lecciones concernientes a siete deberes. Escuchen. Cuando
nuestro Señor dijo: “Padre, perdónalos”, nos dijo a nosotros, en efecto:
“Perdonen a sus enemigos”. Incluso cuando abusen de ti malignamente y te causen
un terrible dolor, debes estar dispuesto a perdonarlos. Debes ser como el árbol
de sándalo, que perfuma al hacha que lo derriba. Debes ser muy benevolente, amable
y amoroso, y ésta debe ser tu oración: “Padre, perdónalos”.
El siguiente deber es tomado de la segunda
palabra, y se trata del deber de penitencia y fe en Cristo, pues Él le dijo al
ladrón moribundo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. ¿Has confesado tu pecado
como él lo hizo? ¿Tienes la fe y la devoción suyas? Entonces tú serás aceptado
igual que él lo fue. Aprende, entonces, de la segunda palabra, el deber de la
penitencia y de la fe.
Cuando nuestro Señor, en la tercera palabra, le
dijo a Su madre: “Mujer, he ahí tu hijo”, nos enseñó el deber del amor filial.
Ningún cristiano debe carecer de amor por su madre, por su padre, o por quienes
son sus seres queridos por las relaciones que Dios ha establecido que
observemos. ¡Oh, por el amor agonizante de Cristo hacia Su madre, ningún hombre
aquí presente debe despojarse de su condición de hombre olvidando a su madre!
Ella te engendró; susténtala en su ancianidad, y protégela amorosamente hasta
el final.
La cuarta palabra de Jesucristo nos enseña el
deber de asirnos de Dios y de confiar en Él: “Dios mío, Dios mío”. Vean cómo se
aferra a Él con ambas manos: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
No puede soportar ser abandonado por Dios; todo lo demás le causa poca pena en
comparación con la angustia de ser desamparado por Dios. Entonces, aprende a asirte
a Dios, a sujetarlo con las dos manos de la fe; y si piensas que Él te ha
desamparado, clama a Él, y dile: “Hazme entender por qué contiendes conmigo,
pues no puedo soportar estar sin Ti”.
La quinta palabra, “Tengo sed”, nos enseña a
valorar altamente el cumplimiento de la Palabra de Dios. “Después de esto,
sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se
cumpliese: Tengo sed”. Presta mucha atención, en todo tu dolor y debilidad, a
preservar la Palabra de tu Dios, a obedecer el precepto, a aprender la doctrina
y a deleitarte en la promesa. Así como el Señor, en Su gran angustia dijo:
“Tengo sed”, porque estaba escrito que diría eso, tú tienes que tener en
consideración a la Palabra de Dios incluso en las cosas pequeñas.
La sexta palabra, “Consumado es”, nos enseña
obediencia perfecta. Apégate a tu cumplimiento del mandamiento de Dios; no
dejes fuera ningún mandamiento, y sigue obedeciendo hasta que puedas decir:
“Consumado es”. Haz la obra de tu vida, obedece a tu Maestro, sufre o sirve de
acuerdo a Su voluntad, pero no descanses hasta que puedas decir con tu Señor:
“Consumado es”. “He acabado la obra que me diste que hiciese”.
Y esa última palabra, “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”, nos enseña resignación. Entrega todas tus cosas,
entrega incluso tu espíritu a Dios, a Su mandato. Quédate quieto y sométete
plenamente al Señor, y que ésta sea tu consigna de principio a fin: “En tus
manos, Padre mío, encomiendo mi espíritu”.
Yo pienso que debería interesarles este estudio
de las últimas palabras de Cristo; por tanto, permítanme demorarme un poco más
en el tema. Esas siete palabras desde la cruz nos enseñan también algo acerca
de los atributos y los oficios de nuestro
Señor. Son siete ventanas de ágata y puertas de carbunclo a través de las
cuales pueden verlo a Él y acercarse a Él.
Primero, ¿quieres verlo como Intercesor? Entonces,
Él clama: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿Quieres contemplarlo
como Rey? Entonces, oye Su segunda palabra: “De cierto te digo que hoy estarás
conmigo en el paraíso”. ¿Quieres identificarlo como un tierno Guardián? Óyelo
decir a María: “Mujer, he ahí tu hijo”, y a Juan, “he ahí tu madre”. ¿Quisieras
atisbar dentro del oscuro abismo de las agonías de Su alma? Óyelo clamar: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¿Quieres entender la realidad y la
intensidad de Sus sufrimientos corporales? Entonces, óyelo decir: “Tengo sed”,
pues hay algo exquisito en la tortura de la sed cuando ésta es provocada por la
fiebre de las heridas sangrantes. Los hombres que han perdido mucha sangre en
el campo de batalla son devorados por la sed, y nos comentan que es el peor de
todos los suplicios. “Tengo sed”, dice Jesús. Contempla al Sufriente en el
cuerpo, y entiende cómo Él puede identificarse con quienes sufren, ya que sufrió
tanto en la cruz.
¿Quieres verlo como el Consumador de tu
salvación? Entonces, escucha Su clamor: “Consummatum
est”, “Consumado es”. ¡Oh, qué nota tan gloriosa! Aquí ves al bendito
Consumador de tu fe. ¿Y, luego, quisieras echar una mirada más y entender cuán
voluntario fue Su sufrimiento? Entonces óyelo decir, no como a alguien que se
le roba la vida, sino como alguien que toma Su alma y la entrega a la custodia
de otro: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
¿Acaso no hay mucho que aprender de estas
palabras desde la cruz? Ciertamente estas siete notas constituyen una asombrosa
escala musical, si sabemos cómo escucharlas. Permítanme recorrer la escala de
nuevo. Aquí, primero, tienen la comunión de Cristo con los hombres: “Padre,
perdónalos”. Él está junto a los pecadores e intenta hacer una apología a favor
de ellos: “No saben lo que hacen”. Aquí tenemos, a continuación, Su poder de
Rey. Él abre de par en par las puertas del cielo para el ladrón moribundo, y le
hace pasar. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. En tercer lugar, contemplen Su
relación humana. ¡Es nuestro pariente muy cercano! “Mujer, he ahí tu hijo”. Recuerden
cómo dice: “Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos,
ése es mi hermano, y hermana, y madre”. Él es hueso de nuestro hueso, y carne
de nuestra carne. Él pertenece a la familia humana. Es más hombre que cualquier
hombre. Tan ciertamente como es Dios verdadero de Dios verdadero, Él es también
hombre verdadero de hombre verdadero, tomando para Sí la naturaleza, no solamente
del judío, sino también del gentil. Perteneciendo a Su propia nacionalidad,
pero alzándose sobre todas, Él es el Hombre de los hombres, el Hijo del hombre.
Véanlo, a continuación, quitando nuestro pecado.
Ustedes se preguntarán: “¿Cuál nota es ésa?” Bien, todas ellas son para tal
efecto; pero ésta lo es principalmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” Fue porque llevó Él mismo nuestros pecados en Su cuerpo sobre el
madero, que fue desamparado por Dios. “Al que no conoció pecado, por nosotros
lo hizo pecado”, y ésto explica el clamor amargo: “Eloi, Eloi, ¿lama
sabactani?” Contémplenle, en esa quinta palabra: “Tengo sed”, tomando, no sólo
nuestro pecado, sino también nuestra debilidad y todo el sufrimiento de nuestra
naturaleza corporal. Entonces, si quieren ver Su plenitud así como Su
debilidad, si quieren ver Su suficiencia en todo así como también Su aflicción,
óiganlo clamar: “Consumado es”. ¡Qué maravillosa plenitud hay en esa nota! Toda
la redención está cumplida; toda ella está completa; toda ella es perfecta. No
queda nada pendiente, ni una sola gota de amargura en la copa de hiel; Jesús ha
bebido hasta la última gota. Ni una blanca se ha de sumar al precio del rescate;
Jesús pagó por todo. Contemplen Su plenitud en el clamor: “Consumado es”. Y
luego, si quieren ver cómo nos ha reconciliado con Él, contémplenle: el Varón
hecho por nosotros maldición, retornando a Su Padre con una bendición, y
llevándonos con Él, cuando nos lleva a todos a lo alto por esa última palabra
amada: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
“Ahora
la Fianza y el pecador están libres”.
Cristo regresa al Padre, pues “Consumado es”, y
ustedes y yo vamos al Padre por medio de Su obra perfecta.
Sólo he practicado dos o tres tonadas que pueden
ser tocadas con esta arpa, pero es un instrumento maravilloso. Si no fuera un
arpa de diez cuerdas, sería, de cualquier manera, un instrumento de siete
cuerdas, y ni el tiempo ni la eternidad serían capaces de extraer jamás toda la
música. Esas siete palabras agonizantes del Cristo siempre vivo, tocarán para
nosotros la melodía en la gloria a lo largo de todas las edades de la
eternidad.
Ahora te voy a pedir tu atención por un breve
tiempo al texto mismo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
¿Ves a nuestro Señor? Aunque está muriendo, Su
rostro mira todavía al hombre. Su postrera palabra para el hombre es este
clamor: “Consumado es”. ¿Podrías encontrar una palabra más selecta con la que
Él pudiera decirte “Adieu” (Adiós) en la hora de la muerte? Él te dice que no
has de temer que Su obra sea imperfecta, que no tiembles porque pudiera
resultar insuficiente. Te habla y te declara con su palabra agonizante: “Consumado
es”. Ahora que ha terminado de hablar contigo, vuelve Su rostro en la otra
dirección. Su día laboral ha finalizado, Su labor más que hercúlea ha sido
cumplida, y el grandioso Paladín regresa al trono de Su Padre, y habla, mas no
a ti. Su postrera palabra está dirigida a Su Padre: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”. Éstas son Sus primeras palabras al regresar a casa de
Su Padre, así como “Consumado es”, es su postrera palabra ya que, por un
tiempo, se aparta de nuestra compañía.
Piensa en estas palabras y, ¡que pudieran ser
también tus primeras palabras cuando retornes a tu Padre! ¡Que pudieras hablar
así a tu Padre Divino en la hora de la muerte! Las palabras fueron muy
manoseadas en tiempos de los católicos romanos; pero no se dañaron ni siquiera
por eso. Solían ser expresadas en latín por los moribundos: “In manus tuas, Domine, commendo spiritum
meum” (Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu). Todo moribundo solía
intentar decir esas palabras en latín; y si no lo hacía, alguien trataba de
decirlas por él. Fueron convertidas en una especie de hechizo de brujería; y
así, en latín perdieron esa dulzura para nuestros oídos; pero en el idioma
inglés siempre serán como la propia esencia de la música para un santo
moribundo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Es digno de advertirse que las últimas palabras
que nuestro Señor expresó, fueron tomadas de las Escrituras. Esta frase es
tomada, -y me atrevo a decir que la mayoría de ustedes lo sabe- del Salmo
treinta y uno, de su versículo cinco. Permítanme leérselos. ¡Es una gran prueba
de cuán lleno de la Biblia estaba Cristo! Él no era de aquéllos que tienen en
poca consideración a la Palabra de Dios. Estaba saturado de ella. Estaba tan
lleno de la Escritura como el vellón de Gedeón estaba lleno de rocío. No podía
hablar, ni siquiera en Su muerte, sin citar una Escritura.
Así es como lo expresó David: “En tu mano
encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad”.
Ahora, amados, el Salvador alteró este pasaje,
pues de lo contrario no se habría adecuado a Él. ¿Ven, primero, que fue
obligado a agregarle algo, con el objeto de que se adecuara a Su propio caso?
¿Qué fue lo que le agregó? Pues bien, esa palabra: “Padre”. David dijo: “En tu
mano encomiendo mi espíritu”; pero Jesús dice: “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”. ¡Es un bendito avance! Él sabía más de lo que David sabía, pues
Él era más el Hijo de Dios de lo que David pudiera serlo. Él era el Hijo de Dios en un sentido muy
excelso y especial por eterna filiación; y así, comienza la oración con:
“Padre”. Pero luego le quita algo. Era necesario que lo hiciera, pues David
dijo: “En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido”. Nuestro bendito
Maestro no fue redimido, pues Él es el Redentor, y pudiera haber dicho: “En tu
mano encomiendo mi espíritu, pues he redimido a mi pueblo”; pero decidió no
decir eso. Él simplemente tomó aquella parte que se le adecuaba, y la usó como
Suya: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Oh, hermanos míos, no harían nada mejor, después
de todo, que citar la Escritura, especialmente en la oración. No hay oraciones
tan buenas como aquellas que están saturadas de la Palabra de Dios. ¡Que toda
nuestra conversación estuviera aderezada con textos! Yo desearía que lo
estuviera más. La gente se reía de nuestros antepasados puritanos porque los
propios nombres de sus hijos eran seleccionados de pasajes de la Escritura;
pero yo, por mi parte, preferiría que se rieran de mí por hablar mucho de la
Escritura, que por hablar mucho de novelas sin ningún valor, novelas con las
que (me avergüenza decirlo) son rellenados muchos sermones de nuestros días,
sí, rellenados con novelas que no son aptas para ser leídas por hombres
decentes y que están revestidas de tal manera, que uno difícilmente sabe si
está oyendo acerca de un hecho histórico o únicamente de algún trozo de
ficción. ¡Líbranos, buen Dios, de tal abominación!
Pueden ver, entonces, cuán bien usó el Salvador
la Escritura, y cómo, desde Su primera batalla con el diablo en el desierto
hasta Su última lucha con la muerte en la cruz, Su arma siempre fue: “Escrito
está”.
Ahora llego al texto mismo, y voy a predicar
acerca de él solamente por un breve espacio de tiempo. Al hacerlo, aprendamos la doctrina de esta palabra
postrera desde la cruz; en segundo lugar, cumplamos
el deber; y, en tercer lugar, disfrutemos
del privilegio.
I. Primero, APRENDAMOS LA DOCTRINA de la última
palabra de nuestro Señor desde la cruz.
¿Cuál es la doctrina de esta última palabra de
nuestro Señor Jesucristo? Dios es Su
Padre, y Dios es nuestro Padre. Quien dijo: “Padre”, no dijo para Sí:
“Nuestro Padre”, pues el Padre, es el Padre de Cristo en un sentido más excelso
de lo que es nuestro Padre; sin embargo, Él no es más verdaderamente el Padre
de Cristo de lo que es nuestro Padre, si hemos creído en Jesús. “Todos sois
hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús”. Jesús le dijo a María Magdalena: “Subo
a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Crean en la doctrina
de la Paternidad de Dios en cuanto a Su pueblo. Tal como les he advertido
antes, han de aborrecer la doctrina de la paternidad universal de Dios, pues es
una mentira y un profundo engaño. Primero, asesta puñaladas al corazón de la doctrina
de la adopción enseñada en la Escritura, pues ¿cómo puede Dios adoptar a los
hombres, si ya todos son Sus hijos? En segundo lugar, asesta puñaladas al
corazón de la doctrina de la regeneración, que es ciertamente enseñada en la
Palabra de Dios. Ahora, es por la regeneración y por la fe que nos convertimos
en hijos de Dios, pero ¿cómo podría ser eso si ya fuéramos hijos de Dios? “A
todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de
ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. ¿Cómo podría Dios
dar a los hombres el poder de convertirse en Sus hijos si ya tuvieran ese poder?
No crean en esa mentira del diablo, antes bien, crean en esta verdad de Dios:
que Cristo y todos los que están en Cristo mediante una fe viva, pueden
regocijarse en la Paternidad de Dios.
A continuación deben aprender esta doctrina: que
en este hecho radica nuestro principal
consuelo. En nuestra hora de tribulación, en nuestro tiempo de guerra,
debemos decir: “Padre”. Adviertan que la primera palabra desde la cruz es como
la postrera; la nota más alta es como la más baja. Jesús comienza con: “Padre,
perdónalos”, y concluye con: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Pidan ayuda en cualquier riguroso deber, clamando: “Padre”. Para recibir ayuda
en un agudo sufrimiento y en la muerte, clamen: “Padre”. Su principal fortaleza
radica en ser verdaderamente un hijo de Dios.
Aprendan la siguiente doctrina, que morir es ir a la casa de nuestro Padre. No
hace mucho tiempo, le dije a un viejo amigo: “El anciano señor ‘Fulano de Tal’
se ha ido a casa”. Quise decir que había muerto. Él comentó: “Sí, ¿adónde más
habría de ir?” Pensé que ésa era una sabia pregunta. ¿Adónde más iríamos? Cuando
nuestros cabellos encanezcan y nuestra labor del día esté cumplida, ¿adónde
iríamos sino a casa? Entonces, cuando Cristo ha dicho: “Consumado es”, Su
siguiente palabra es, por supuesto: “Padre”. Él ha concluido Su vida terrenal,
y ahora irá a casa al cielo. Así como un hijo corre al pecho de su madre cuando
está cansado y quiere dormir, así Cristo dice: “Padre”, antes de quedarse
dormido en la muerte.
Aprendan otra doctrina: que si Dios es nuestro
Padre, y nos consideramos como yendo a casa cuando morimos porque vamos a Él,
entonces, Él nos recibirá. No hay ninguna
insinuación de que podemos encomendar nuestro espíritu a Dios, y que, sin
embargo, Él no nos recibirá. Recuerden cómo clamó Esteban bajo una lluvia de
piedras: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. De cualquier manera que muramos,
hemos de hacer de ésta nuestra postrera emoción aunque no sea nuestra última
expresión: “Padre, recibe mi espíritu”. ¿No recibirá nuestro Padre celestial a
Sus hijos? Si ustedes, siendo malos, reciben a sus hijos al caer la noche
cuando regresan a casa para dormir, su Padre que está en el cielo, ¿no los
recibirá cuando su día laboral esté concluido? Esa es la doctrina que tenemos
que aprender de esta postrera palabra desde la cruz: la Paternidad de Dios y
todo lo que proviene de ella para los creyentes.
II. En segundo lugar, CUMPLAMOS CON EL DEBER.
Ese deber me parece que es, primero, la resignación. Siempre que algo los
turbe y alarme, sométanse a Dios. Digan: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”. Canten con Faber:
“Yo me
inclino a Tu voluntad, oh Dios,
Y adoro todos
Tus caminos;
Y cada día
que viva buscaré
Agradarte más
y más”.
A continuación, aprendan el deber de la oración. Cuando estén sumidos en la
propia angustia del dolor, cuando estén rodeados por amargas aflicciones tanto
de la mente como del cuerpo, sigan orando. No abandonen el “Padre nuestro”. No
permitan que sus llantos sean dirigidos al aire; no permitan que sus gemidos
sean ante su médico, o su enfermera, sino que deben clamar: “Padre”. ¿Acaso no
clama así el niño que ha perdido su camino? Si está a oscuras en la noche, y se
despierta en una habitación solitaria, ¿no grita: “Padre”; y acaso no es
conmovido el corazón de un padre por ese grito? ¿Hay alguien aquí que nunca
haya clamado a Dios? ¿Hay alguien aquí que nunca haya dicho: “Padre”? Entonces,
Padre mío, pon Tu amor en sus corazones, y condúcelos a decir esta noche: “Me
levantaré e iré a mi Padre”. Tú serás realmente reconocido como hijo de Dios si
resuena ese clamor en tu corazón y en tus labios.
El siguiente deber es nuestra entrega a Dios por la fe. Entréguense a Dios, confíense a
Dios. Cada mañana, cuando se levanten, tómense y pónganse bajo la custodia de
Dios; enciérrense, por decirlo así, en el cofre de la protección divina; y cada
noche, cuando hayan quitado la llave de la caja, antes de quedarse dormidos,
ciérrenla con llave de nuevo, y pongan la llave en la mano de Aquel que es
capaz de guardarlos cuando la imagen de la muerte esté en su rostro. Antes de
su sueño, entréguense a Dios; quiero decir, hagan eso cuando no haya nada que los
aterrorice, cuando todo esté tranquilo, cuando el viento sople suavemente del
sur, y el barco se aproxime velozmente al puerto deseado, no se tranquilicen
con su propia tranquilidad. El que trincha con fines egoístas, se cortará los
dedos y además tendrá un plato vacío. El que deja que Dios trinche por él verá
a menudo gruesos tuétanos presentados ante sí. Si puedes confiar, Dios
recompensará tu confianza de una manera que no has conocido todavía.
Y luego cumple otro deber, el de la experimentación continua y personal de la
presencia de Dios. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. “Tú estás
aquí, yo sé que estás aquí. Me doy cuenta de que estás aquí en el tiempo de
aflicción, y de peligro, y me pongo en Tus manos. De igual manera que si alguien
me atacara me entregaría a la protección de un policía, o de un soldado, así me
entrego a ti, invisible Guardián de la noche, a ti, incansable Guarda del día.
Tú cubrirás mi cabeza en el día de la batalla. Bajo Tus alas confiaré como un
polluelo se oculta bajo la gallina”.
Mira, entonces, tu deber. Consiste en someterte
a Dios, en orar a Dios, en entregarte a Dios, y descansar gracias a un sentido
de la presencia de Dios. ¡Que el Espíritu de Dios te ayude en la práctica de
tales deberes invaluables como éstos!
III. Ahora, por último, DEBEMOS GOZAR DEL PRIVILEGIO.
Primero, debemos gozar del excelso privilegio de
descansar en Dios en todos los tiempos de
peligro y dolor. El doctor te acaba de anunciar que tendrás que sufrir una
operación. Di: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Existe toda
probabilidad de que esa debilidad tuya, o esa enfermedad tuya, se agravará, y
que pronto tendrás que guardar cama, y permanecer allí, tal vez, durante muchos
días. Entonces, di: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. No te
agobies, pues eso no te ayudará. Entrégate a Dios (es tu privilegio hacerlo)
para que seas guardado por esas amadas manos que fueron perforadas por ti, para
que seas entregado al amor de ese amado corazón que fue abierto por la lanza
para comprar tu redención. Es portentoso el descanso de espíritu que Dios puede
proporcionar al hombre o a la mujer que se encuentran en la peor condición.
¡Oh, cómo han cantado en la hoguera algunos de los mártires! ¡Cómo se han
regocijado sobre el potro de tormento! La carbonera de Bonner, al otro lado del
agua, allá en Fulham, donde encerraba a los mártires, era un lugar desdichado
para estar en él en una noche de frío invierno; pero se nos informa que: “ellos
se animaban en la paja, cuando estaban en la carbonera; con el canto más dulce
procedente del cielo, y cuando Bonner les dijo: ‘¡Qué vergüenza que hagan tanto
ruido!’, ellos le respondieron que él también haría un ruido semejante si estuviera
tan feliz como ellos lo estaban”. Cuando has encomendado tu espíritu a Dios,
entonces puedes gozar de un dulce descanso en tiempos de peligro y de dolor.
El siguiente privilegio es el de una valerosa confianza en el momento de la
muerte, o ante el temor de la muerte. Fui conducido a reflexionar sobre
este texto, usándolo muchas veces la noche del jueves pasado. Tal vez ninguno
de ustedes olvide nunca la noche del jueves pasado. Yo pienso que nunca la
olvidaré, aunque llegue a ser tan viejo como Matusalén. Desde este lugar hasta
que llegué a mi hogar, parecía que iba en medio de una continua cortina de
fuego; y entre más avanzaba, más vívidos se tornaban los relámpagos; pero
cuando llegué por fin a dar vuelta en Leigham Court Road, entonces los rayos
parecían descender en barras desde el cielo; y por fin, cuando alcancé la cima
de la colina, se produjo un estruendo del tipo más espeluznante, y cayó un
torrente de granizo, piedras de granizo que no intentaré describir, pues
podrían pensar que exagero, y entonces sentí, y mi amigo sintió igual que yo,
que difícilmente podríamos llegar vivos a casa. Nos encontrábamos allí en el
propio centro y en el ápice de la tormenta. Por todos lados en torno a
nosotros, y por decirlo así, dentro de nosotros, no se veía otra cosa que el
fluido eléctrico; y la diestra de Dios parecía desnuda para la guerra. Yo pensé
entonces: “Bien, ahora muy probablemente iré al hogar”, y encomendé mi espíritu
a Dios; y a partir de aquel momento, aunque no podría decir que sentía placer
con los estruendos de los truenos y los destellos de los rayos, me sentí tan
tranquilo como me siento aquí en este momento; tal vez estaba un poco más
tranquilo de lo que me siento en presencia de tantas personas; me sentía feliz
al pensar que, en un instante, podría entender más que todo lo que pudiera
aprender en la tierra, y ver en un instante más de lo que podría esperar ver si
vivera aquí durante un siglo. Yo sólo podía decirle a mi amigo: “Encomendémonos
a Dios; sabemos que estamos cumpliendo con nuestro deber al seguir adelante
como lo estamos haciendo, y todo estará bien para nosotros”. Entonces sólo
podíamos regocijarnos juntos ante la perspectiva de estar pronto con Dios. No
fuimos llevados a casa en el carro de fuego; se nos permitió seguir un poco más
de tiempo con la obra de nuestra vida; pero experimenté la dulzura de ser capaz
de concluir con todo, de no tener ningún deseo, ninguna voluntad, ninguna
palabra, escasamente una oración, y de sólo elevar nuestro corazón y
entregárselo al grandioso Guarda, diciendo: “Padre, cuídame. Bajo Tu cuidado he
de vivir, y bajo Tu cuidado he de morir. A partir de este momento no tengo
ningún deseo de nada; ha de ser como Tú quieras. En Tus manos encomiendo mi
espíritu”.
Este privilegio no consiste únicamente en tener
descanso en el peligro y confianza ante la perspectiva de la muerte; está lleno
también de gozo consumado. Amados, si
supiéramos cómo entregarnos en las manos de Dios, ¡qué lugar es para que
estemos allí! ¡Qué lugar para estar allí: en las manos de Dios! Hay miríadas de
estrellas; está el universo mismo; la mano de Dios sostiene sus pilares
sempiternos, y no caen. Si nos ponemos en las manos de Dios, llegamos adonde se
apoyan todas las cosas, y tenemos un hogar y felicidad. Salimos de la nada de
la criatura y entramos en la suficiencia para todo del Creador. ¡Oh, pónganse
allí; apresúrense a colocarse allí, queridos amigos, y a partir de ahora, vivan
en las manos de Dios!
“Consumado es”. Ustedes no han concluido, pero
Cristo sí lo hizo. Todo está consumado. Lo que tendrán que hacer será
únicamente ejecutar lo que Él ya ha consumado para ustedes, y mostrarlo a los
hijos de los hombres en sus vidas. Y puesto que todo está consumado, digan:
“Ahora, Padre, yo regreso a Ti. Mi vida a partir de ahora será estar en Ti. Mi
gozo será volverme nada en la presencia de Todo en Todo, morir para entrar en
la vida eterna, hundir mi ego en
Jehová, y dejar que mi humanidad, que mi condición de criatura viva únicamente
para su Creador, y manifieste únicamente la gloria del Creador. Oh amados, terminen
esta noche y comiencen mañana por la mañana con: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”. ¡El Señor esté con todos ustedes! ¡Oh, si nunca has
orado, que Dios te ayude a orar ahora, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.
Traductor: Allan Román
11/Marzo/2010
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