El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Dádiva Óptima

NO. 2234

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 5 DE ABRIL DE 1891

POR CHARLES HADDON SPURGEON

Y TAMBIÉN LEÍDO EL DOMINGO 13 DE DICIEMBRE DE 1891

 

“Y no como lo esperábamos, sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios.”   2 Corintios 8: 5.

 

Vemos aquí al apóstol Pablo desconcertado, aunque de ninguna manera se sentía descontento. Dios le había enseñado cómo tener en abundancia y cómo padecer necesidad. Pablo había aprendido el contentamiento en la escuela de la gracia, pero en aquel momento se encontraba desconcertado. Las cosas no habían ocurrido de la manera que había pensado que serían realizadas, y ahora les dice a los corintios cuánto lo habían sorprendido las iglesias de Macedonia. “Y no como lo esperábamos”.

 

El desconcierto de Pablo estaba relacionado también con el dinero, aunque eso era algo que al apóstol nunca le preocupó en absoluto. Nunca vivió con alguna idea de ganancia; casi la veía con desprecio. Sin embargo, aquí lo vemos desconcertado por asuntos monetarios, y escribe acerca de su desconcierto. Pero no adopten precipitadamente una errónea idea de lo que Pablo quiso decir. Aunque ésta fue una de las muchas cosas inesperadas que le sucedieron, era diferente en su carácter a la mayoría de sus demás desconciertos. Sus expectativas no se realizaron en aquella ocasión simplemente porque fueron excedidas. Pablo estaba sorprendido con las iglesias de Macedonia porque hicieron muchísimo más de lo que jamás esperó que hiciesen. “Esto hicieron”, declara, “no como lo esperábamos”. El apóstol había esperado que dieran sólo un poquito, pues no eran ricos, y un poquito mostraría su generosidad para con los santos pobres de Jerusalén. Y Pablo estaba listo a convertir ese poquito en mucho, y dar gracias a Dios porque estaban dispuestos a recordar a quienes tenían más necesidades que ellos mismos. Pero fueron mucho más allá de todo lo que esperaba de ellos. Pablo dio testimonio de que la liberalidad de ellos llegó al límite máximo de su capacidad, “y aun más allá de sus fuerzas”. Una pequeña suma de parte de ellos habría sido más que una suma mucho mayor proveniente de gente más rica.

 

Nuestras ofrendas no han de ser medidas por el monto que aportamos, sino por el excedente que conservamos en nuestra propia mano. Las dos blancas de la viuda valían más, a los ojos de Cristo, que todo el dinero restante echado en el arca; pero “ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento”.

 

Esos creyentes macedonios no sólo dieron mucho, sino que lo dieron de buen grado. “Con agrado han dado”. Esto agregó fragancia a su ofrenda. No necesitaron de ninguna presión o apremio. El apóstol no tuvo que organizar una “kermés” para persuadirles con ruegos a que dieran dinero, y ni siquiera tuvo que predicar enérgica y prolongadamente para hacerlos conscientes de su deber. “Con agrado han dado”.

 

Yo le doy gracias a Dios porque ustedes, pueblo mío, han abundado siempre en “esta obra de gracia”. Sin embargo, lo que hemos hecho no es nada comparado con la necesidad que tenemos ante nosotros. ¡Que los que hasta aquí han estado dispuestos a ofrendar de sus bienes sean encontrados ahora aún más dispuestos a contribuir a la causa de Dios, y que den generosamente para la propagación del Evangelio, para la educación de los ministros y para las necesidades de los huérfanos! Que no sea un acto hecho por necesidad, sino sólo por la dulce compulsión del amor, recordando que “Dios ama al dador alegre”.

 

Pero esa gente de Macedonia dio algo más que dinero: se dieron a sí mismos. Pablo escribe: “A sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios”. Esa fue la mejor dádiva; fue mejor todavía que las dos blancas de la viuda pobre. Ella dio todo su sustento, pero ellos dieron su vida, su propio ser. Dieron también la mejor dádiva de la mejor manera. No se detuvieron cuando se dieron a sí mismos al Señor, sino que también se dieron al pueblo del Señor. Esta es la voluntad de Dios: que quienes se entregan a Él se unan a quienes ya son Suyos.

 

Al hablarles sobre esas iglesias de Macedonia, quisiera decirles, primero, que esas personas son un ejemplo para nosotros en varios aspectos; y después de hablar un poco sobre ese tema, les diré, en segundo lugar, que sigamos su ejemplo.

 

I.   Entonces, primero, ESA GENTE ES UN EJEMPLO PARA NOSOTROS. La gracia pareciera haber sido derramada tan abundantemente sobre aquella gente, que personas de quienes se esperaba tan poco saltaron de inmediato a un lugar prominente de honor. Vemos eso mismo algunas veces en las iglesias hoy en día: de pronto algunas comunidades pobres y despreciadas sobrepasan a todos sus demás hermanos. “Los cojos arrebatarán el botín”. Las grandes obras del mundo no son realizadas por los grandes del mundo, sino que, así como los diminutos insectos del coral, obrando pacientemente y sin ser vistos, producen grandes resultados, así también sucede a menudo que los hermanos más débiles nos dejan un gran legado de bendición. Ese fue el caso en Macedonia: “La abundancia de su gozo y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad”. Ya que una onza de ejemplo equivale a una libra de precepto, estudiemos la conducta de aquellos primeros cristianos muy cuidadosamente.

 

Ellos son un ejemplo, primero, porque siguieron el orden correcto. Hicieron primero lo primero. En cuanto a ellos, Pablo dice: “No como lo esperábamos, sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor”. Ustedes saben que incluso las cosas buenas se arruinan si se invierte el orden correcto de hacerlas, si, como decimos comúnmente: ‘empezamos la casa por el tejado’. ¿Se enteraron alguna vez de aquella sirvienta a quien se le dijo que fuera y barriera un cuarto y que luego quitara el polvo, y ella fue y quitó el polvo primero y luego lo barrió? No obedeció sus órdenes porque no observó el orden correcto. Mejor no hubiera hecho su trabajo.

 

Cuando no se sigue el método de Dios en las cosas espirituales, se origina siempre un gran daño. Cuando el Señor les dice que crean y se bauticen, si ustedes fueran bautizados primero y creyeran después, habrían trastornado el orden escritural, y prácticamente lo habrían desobedecido. No habrían guardado en absoluto la Palabra de Dios. No hay nada como hacer lo debido en el orden debido. Hagan lo que Cristo les dice que hagan, y háganlo como Cristo les dice que lo hagan. Esos creyentes macedonios hicieron primero lo primero. Primero se dieron a sí mismos al Señor, y a continuación se dieron a la iglesia de Dios.

 

Eso es lo primero, porque es de suprema importancia. Si le pertenecen a Cristo, únanse al pueblo de Cristo. Pero lo primero es que se aseguren de que pertenecen a Cristo. Entréguense a Él. Confíen en Él. Eso es lo primero, y todo lo demás ocupa un humilde segundo lugar en comparación con lo otro.

 

Querido amigo, ¿te has entregado al Señor? ¿Puedes decir verazmente: “yo soy de mi Señor, y Él es mío y por Su gracia he sido conducido a estar seguro de ello”? Especialmente ustedes, personas jóvenes, que apenas están comenzando en la vida, hagan que esto sea su primordial cuidado. ¡Que Dios les conceda la gracia para entregarse a Cristo desde ahora, antes de que se enfrenten a las tentaciones más fieras del mundo! Quédense quietos, y consideren el asunto y digan: ‘yo me voy a entregar sin reservas a Aquel que murió por mí’:

 

“Ahora que mi travesía acaba de comenzar,

Y que mi curso casi no sido hollado;

Voy a detenerme antes de avanzar más,

Y voy a entregarme a Dios”.

 

Entregarnos al Señor es lo primordial, y eso le da validez a lo que viene después. Si no viniese primero, lo segundo no serviría de nada. Si un hombre se entrega a la iglesia, no ha de suponer por ello que se ha entregado a Dios. Entregarse al pueblo de Dios, antes de entregarse primero a Dios, no le hará ningún bien al hombre y más bien le hará un daño seguro. El hombre que actúa de esa manera se engaña a sí mismo, o de otra manera es un engañador; agravia a Dios, a la iglesia y a sí mismo, y es por ello un ofensor triple. No tendrías ningún derecho a ninguna de las dos ordenanzas de Cristo si no le pertenecieras; las ordenanzas son únicamente para los creyentes, y mientras no te entregues al Señor, no tienes ningún derecho a ser contado con el pueblo de Dios. Si te acercas a la mesa del Señor como un incrédulo, lejos de obtener algún bien allí, comerás y beberás condenación para ti mismo, pues no puedes discernir el cuerpo del Señor, y, por tanto, no puedes usar debidamente el pan y la copa que son los emblemas de Su cuerpo quebrantado y de Su sangre derramada. Querido amigo, apégate a lo primordial primero. Entrégate primero al Señor, y luego entrégate a nosotros por la voluntad de Dios.

 

Esto es lo primordial, repito, porque conduce a lo segundo. No creo que esos macedonios hubieran pensado jamás en darse ellos mismos a la iglesia si no se hubieran entregado a Dios, pues en aquellos días -ustedes lo saben- unirse a la iglesia cristiana conllevaba experimentar vergüenza y persecución, y, frecuentemente, la muerte misma. Tenían que escabullirse por las noches a las asambleas privadas de los santos; y si se unían a la iglesia, y eso se llegaba a descubrir, pronto se escucharía el grito: “¡Los cristianos a los leones!”, y serían llevados al anfiteatro para ser exhibidos primero y para ser devorados luego por las fieras salvajes. A los hombres no les interesaba unirse a las iglesias en aquellos días a menos que a sí mismos se dieran primeramente al Señor. La persecución de los primeros cristianos fue un asombroso medio de mantener puras a las iglesias. Los oficiales de la iglesia en aquel entonces no necesitaban examinar a los que buscaban la membresía con ellos, como estamos ahora obligados a hacerlo, pues no muchos tendían a presentarse, a menos que amaran a su Señor y a Su Evangelio más que a la vida misma. Aun entonces algunos hipócritas profesaban ser del pueblo del Señor, aunque su corazón estaba lejos de Él. Pero en estos días suaves y sedosos yo quisiera ser más denodado en decirles: ‘No se den a sí mismos a nosotros, no piensen en unirse a ninguna iglesia cristiana a menos que, antes que nada, se hubieren dado al Señor. Inspeccionen muy concienzudamente su propio estado espiritual antes de que se ofrezcan como candidatos  para la membresía de la iglesia. Muchos de ustedes hacen eso. Yo me he quedado sorprendido, en repetidas ocasiones, por el hecho de que los resultados de nuestros servicios especiales en este lugar no son acopiados rápidamente. Algunas veces vienen varias personas para unirse a nosotros, las cuales atribuyen su primer impulso a algún esfuerzo especial realizado uno o dos años antes. Me temo que muchos se esperan demasiado, pero no debe haber  ninguna prisa indebida en este asunto. Asegúrense que sean primero del Señor y luego vengan y bautícense confesando su fe.

 

Ahora bien, ¿confías en Cristo? ¿Te has convertido en un siervo de Cristo? ¿Has tomado Su cruz sobre tu hombro para cargarla en pos de Él? Entonces ven, y sé bienvenido, y únete a Su pueblo, pero no debes hacerlo hasta no ser del Señor primero.

 

A continuación, esos macedonios son un ejemplo porque eran libres en lo que hacían. Ellos “a sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios”. Ellos no vinieron a Dios por compulsión. El Espíritu Santo ejerció sobre ellos una leve presión que los hizo estar dispuestos en el día del poder de Dios, y ellos a sí mismos se dieron a Dios voluntaria y alegremente.

 

¿Estás haciendo eso, querido amigo? ¿Es tu religión algo que te fue inculcado por tu ambiente, por tus amigos cristianos, o por las exigencias de la sociedad? No vale la pena tener una religión así. Para ser verdaderamente del Señor tiene que haber una voluntaria entrega de ti mismo a Él y a Su servicio. Tienes que ser capaz de decir:

 

“¡Está hecha! La gran transacción ha sido realizada;

Yo soy de mi Señor, y Él es mío;

Él me atrajo y yo continué,

Encantado de reconocer la voz divina”.

 

Entonces serás capaz de entonar el coro que está al final:

 

“¡Dichoso día! ¡Dichoso día!”

 

Y no sentirás que sea una desgracia haberte entregado a Dios, sino es más bien el mayor deleite de tu alma; y así ser como quienes se entregaron al Señor y lo hicieron festiva y libremente.

 

Ellos se dieron a sí mismos, también, enteramente y sin reservas. Eso queda demostrado por el hecho de que su dinero acompañó a la entrega de su propio ser. La ofrenda de sus personas fue seguida por la consagración de sus bolsillos. No fue la ofrenda mezquina de una lánguida devoción, sino que fue una entrega real y práctica de cada trozo de su ser para ser enteramente y para siempre del Señor. Ahora bien, este es el tipo de conversión que deleita a Dios y a Su pueblo: cuando el ser entero está todo encendido de amor por Cristo; cuando no hay ningún intento de transigir en ningún asunto ni de conservar alguna parte de lo que le pertenece al Señor; cuando somos capaces de cantar verazmente:

 

“Toma mi vida, para que sea

Consagrada, Señor, a Ti.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

“Toma mi plata y mi oro,

Ni una blanca quisiera conservar.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

“Tómame a mí, y yo seré

Por siempre sólo para Ti”.

 

Esos macedonios estaban tan ávidos de ser tan completamente de Cristo, que, sin ninguna coerción, se dieron a sí mismos a Su pueblo. Me deleita ver cuando jóvenes creyentes dan un paso al frente, presta y alegremente, sintiendo: “Sí, yo pertenezco a Cristo, y me gustaría unirme a los que también le pertenecen”. Que alguien te inste a hacerlo, y que luego alguien más también lo haga, y ser conminado a hacerlo, llega a arruinarlo. Yo pienso que sucede con la dádiva de nosotros mismos a Cristo y a Su pueblo, lo mismo que ocurre cuando se arranca un durazno: cuando se lo manosea mucho, o se lo arranca del árbol con un áspero estirón de la mano, la hermosa lozanía desaparece rápidamente. Cristo ama tener nuestros corazones con toda su lozanía; Él se deleita cuando ve que nos entregamos voluntariamente. Yo recuerdo la dificultad que enfrenté cuando fui convertido y deseaba unirme a la iglesia cristiana en el lugar donde vivía. Visité al ministro durante cuatro días consecutivos antes de que pudiera verlo; cada vez se presentaba algún obstáculo que impedía nuestra entrevista; y como no podía verlo del todo, le escribí y le dije que asistiría a la reunión de la iglesia y que me propondría yo mismo como miembro. Él me miró como si fuera un individuo extraño, pero yo tenía la intención de hacer lo que dije, pues sentía que no podía ser feliz sin la comunión con el pueblo de Dios. Yo quería estar dondequiera que ellos estuvieran; y si alguien los ridiculizaba, yo deseaba ser ridiculizado con ellos; y si la gente les endilgaba un feo nombre, yo quería ser llamado con ese feo nombre, pues sentía que a menos que sufriera con Cristo en Su humillación, no podía esperar reinar con Él en Su gloria.

 

Queridos amigos, entréguense primero a Dios, y posteriormente a Su iglesia, como lo hicieron aquellas personas, pronta y alegremente, sin presión ni excitación. Ellos respondieron, no como el apóstol esperaba, sino que sobrepasaron las expectativas.

 

En tercer lugar, esas personas son un buen ejemplo, no solamente por seguir el orden apropiado, y por hacerlo voluntariamente, sino porque tenían un sentido de obediencia en ambos casos. Lo que hicieron, lo hicieron porque descubrieron que era “la voluntad de Dios”. Era la plácida decisión de unos corazones sensibilizados por el Espíritu Santo. Su fe era una fe viva que produjo esos buenos frutos. No fueron arrastrados por la emoción, sino que fueron guiados por la razón y la conciencia para darlo todo a Aquel que merecía más de lo que todos ellos podían darle.

 

Ellos sintieron que era apropiado darse a sí mismos al Señor primero. Dijeron: “¿cómo podríamos hacer otra cosa?” Cristo nos ha comprado con Su sangre: tenemos que entregarnos a Él. Dios nos ha escogido desde la fundación del mundo, entonces nosotros tenemos que escogerlo a Él. El Espíritu Santo nos ha renovado, luego esta nueva naturaleza nuestra debe pertenecerle a Él. Nosotros somos de Dios por la elección, por la creación, por la providencia, por la redención, por la nueva creación y por la adopción, y Suyos seremos por siempre y para siempre”. Ellos sentían que no podían hacerlo de ninguna otra manera, sino que debían ser enteramente del Señor debido a lo que Él había hecho por ellos. Ese es el argumento del apóstol, cuando dice: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos”. Yo deseo que, bajo el dulce constreñimiento del amor divino, muchos de ustedes sean conducidos de inmediato a entregarse al Señor.

 

Bien, entonces, ellos sintieron lo mismo en cuanto a darse a sí mismos al apóstol, y darse a sí mismos a la iglesia. Dijeron: “Nos daremos a nosotros mismos a este apóstol que nos ha traído la Palabra del Señor; él nos guiará. Él ha sido un mensajero de Dios para nosotros; dejaremos que sea nuestro capitán. Haremos lo que nos pide que hagamos, pues estamos persuadidos de que es un varón de Dios, y que no se busca a sí mismo, ni busca lo nuestro, sino a nosotros; busca glorificar a Dios conduciéndonos a más nobles actos de gracia y a mayores alturas de excelencia. Nos daremos a él y a la iglesia”.

 

Seguramente, querido amigo, si un varón de Dios ha sido usado para sacarte de las tinieblas y llevarte a la maravillosa luz de Cristo, haces bien en sentir que ese hombre todavía ha de servirte de guía. En tanto que sea fiel a su Señor, tú puedes serle fiel natural y alegremente. “A sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios”.

 

Tenían también un sentido de obediencia al ayudar a los pobres, especialmente a los santos pobres, y, sobre todo, a los santos pobres de Jerusalén. Tal vez, teniendo presente aquella promesa antigua: “Bienaventurado el que piensa en el pobre; en el día malo lo librará Jehová”, reconocían que el cuidado de quienes se encontraban sumidos en la pobreza y en la turbación era especialmente agradable a Aquel a quien se habían entregado. Por esa razón querían hacer alegremente su contribución hasta el máximo límite de su poder. Sin duda, habían oído la palabra que el Señor Jesús les había dicho a Sus discípulos: “Siempre tendréis a los pobres con vosotros, y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis”; y como no podían donar sus bienes directamente a Cristo, voluntariamente los donaron, por amor a Él, a los pobres que conocían Su nombre. Si no podemos dar ni oro ni plata a la Cabeza de la iglesia en el cielo, podemos ayudar a Sus miembros pobres en la tierra. La recepción de Cristo en el corazón, y la entrega de la vida a Su dominio, han sido siempre muy fructíferas en beneficencia para los pobres. Zaqueo no ha sido el único que, cuando recibió a Cristo dijo: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres”.

 

Algunos hombres de hoy, en su celo por los pobres, cierran deliberadamente sus ojos a este hecho: que antes del tiempo de Cristo los pobres eran abandonados a su pobre condición, y que cualquier alivio que les ha llegado ha provenido de los discípulos del humilde Jesús, que era tan pobre que no tenía dónde recostar Su cabeza. Cristo es el más verdadero amigo del pobre; y quienes se dan a sí mismos a Cristo tienen que ocuparse siempre de dar de su riqueza a los pobres y así tener “tesoro en el cielo”.

 

Pablo afirma claramente que esos cristianos de Macedonia se dieron a sí mismos a la iglesia “por la voluntad de Dios”. Amados, es la voluntad de Dios que quienes le aman sean contados con Su pueblo. Es para su consuelo. Es para su crecimiento. Es para su preservación. Si pertenecen a Cristo, tienen que pertenecer a la iglesia de Cristo. Ustedes ya le deben algo a la iglesia. Por su medio la predicación del Evangelio ha sido mantenida viva en el mundo. A través de su predicación ustedes han sido convertidos. A través de alguno de sus miembros ustedes fueron conducidos a los pies de Jesús. Es su deber y es derecho de la iglesia que ustedes se den a ustedes mismos a la iglesia por la voluntad de Dios. Reflexionen al respecto, y vean si no es así. Yo no digo que tú debas unirte a esta iglesia. Podrías ser un extraño para nosotros. Pero hay un lugar donde Dios ha alimentado a tu alma. Hay un grupo de personas en algún lugar, en medio de quienes has sido transportado a menudo a las puertas del cielo. Hay una asamblea donde primero que nada encontraste al Salvador. Anda, te lo ruego, y, por la voluntad de Dios, date a ti mismo a esa iglesia, así como te has dado a ti mismo a Cristo.

 

No podrían imaginar el gozo que sentí hoy al visitar a un hermano que yace gravemente enfermo. Mi querido amigo, al hablar conmigo hace unos momentos cuando yo estaba junto a su lecho, me preguntó: “Pastor, ¿recuerda usted lo que me dijo cuando me bautizó?” Yo le respondí: “No, no lo recuerdo”. “Bien” –comentó- “fue hace treinta y cinco años, y cuando estaba entrando en el agua, usted pidió: ‘Alabemos al Señor por este hermano. Yo espero que sea un don, un don precioso, para esta iglesia’. Y luego usted se detuvo antes de bautizarme, y oró: ‘¡Señor, hazlo útil, y concédele la gracia de servirte durante muchos años más!’ De eso hace treinta y cinco años” –dijo- “y sin embargo, lo recuerdo como si fuese ayer: cómo oró usted por mí, y cómo concluyó diciéndome: ‘¡Y, cuando tus pies toquen las frías aguas del río de la muerte, que lo pises con firmeza!’ Oh, querido pastor” –dijo- “lo estoy pisando con firmeza. Nunca fui tan feliz ni tan dichoso como lo soy ahora, en espera de ver pronto el rostro de mi Amado”. Nuestro hermano agregó también: “¡Cuán poco aporta la teología moderna al hombre que está al borde de la eternidad! Yo no necesito ninguna teoría acerca de la inspiración o acerca de la expiación. La Palabra de Dios es verdadera para mí de principio a fin, y la sangre preciosa de Jesús es mi única esperanza”. Yo le respondí: “Mi hermano me comentó el otro día lo que John Wesley le dijo a su hermano Charles Wesley. Le dijo: ‘Hermano, nuestra gente muere bien’”. “Sí”, me respondió el hermano que está gravemente enfermo: “así es, pues como un anciano de la iglesia he visitado a muchísimas personas, y siempre las he visto morir con una fe segura y confiada”.

 

Nunca veo ninguna duda en ninguno de nuestros amigos cuando están al borde de la muerte. Tengo más dudas yo de las que ellos parecieran tener. ¡Ay, que tenga que ser así! Pero espero comportarme como un hombre cuando muera, así como lo hacen ellos, descansando en ese mismo Salvador. Pero, hermanos, habríamos sido grandes perdedores si ese hermano, hace treinta y cinco años, habiéndose dado a sí mismo al Señor, no se hubiera dado también a mí y a la iglesia sobre la cual el Señor me había hecho pastor. ¡Bendito sea Dios, porque le ha guardado a él y a nosotros hasta este día!

 

Pueden ver entonces que esa gente de Macedonia es un ejemplo para nosotros.

 

II.   En segundo lugar –y voy a instarlos a esto a todos ustedes- SIGAMOS SU EJEMPLO. ¿Qué uso podríamos darle a ese ejemplo si no lo siguiéramos? Alegremos a esos filipenses que son ahora ciudadanos de una mejor ciudad, cuando oigan que algunos, aun en este siglo diecinueve, fueron motivados por su ejemplo a entregar su ser y su riqueza a su Señor y al nuestro; a darle todo a Aquel que es el Rey del país donde ahora tienen su bendita habitación, y donde todo hombre que ahora se da a sí mismo a Cristo reinará también con Él. ¿Piensas tú que, si regresaran a la tierra, se comportarían de manera diferente? ¿Piensas que darían menos ahora que conocen más a su Señor? No; si tuvieran una oportunidad de vivir aquí de nuevo, se darían todavía más voluntariamente, y más de buena gana darían de sus riquezas a su amado Dios y Señor.

 

Primero, imiten su ejemplo en este punto: entréguense al Señor.

 

Ustedes que ya lo han hecho, háganlo de nuevo; y ustedes que hasta este momento han rehusado entregarle lo que Él reclama, ríndanse por completo a Él ahora. No esperen a hacerse mejores, o a sentirse mejor; antes bien, tal como son, resuelvan ser de Él, y ser de Él para siempre. Digan: “yo me doy ahora a mí mismo primeramente a Ti. Yo confío en la muerte de Cristo como mi única esperanza de vida eterna, y me doy a mí mismo a Él, creyendo que Él me salvará. Hay muchas razones por las que debo hacer eso, pero la razón principal es que Jesús se dio a Sí mismo por mí: entonces, ¿no me daré a mí mismo a Él ‘que me amó, y se entregó a sí mismo por mí’? ¿Hay algo que yo quisiera retener para mí? No sé de nada. No, Él ha de tomarlo todo”.

 

“¡Salvador! Tú me entregaste a mí

Tu agonizante amor,

Entonces yo no he de retener nada

Si es para Ti, Señor mío;

Mi alma quisiera inclinarse en amor,

Y mi corazón, cumplir su voto,

Traerte alguna ofrenda ahora,

Algo que sea para Ti”.

 

La mejor ofrenda que puedes presentarle a Cristo es tu propio ser, pues mientras no te hayas dado a ti mismo a Él, Él no puede aceptar ninguna otra ofrenda de tus manos. A menos que seas realmente de Cristo, no puedes ser verdaderamente feliz. Seguramente ese es un motivo que será atractivo para ti. ¿Deseas vivir una vida feliz, no es cierto? Pues bien, no hay felicidad sin santidad, y no hay santidad sin fe en el Señor Jesucristo. Entrégate a El, y Él te hará santo y feliz también. El verdadero gozo no será nunca tuyo sino hasta que “el gozo de Jehová sea vuestra fuerza”. Permanecer en Cristo es el inicio del cielo aquí. “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán”. Los que conocen mejor al Señor son los que más lo alaban; por tanto quisiera exhortarlos a que se entreguen a Él en esta buena hora.

 

Además, sólo estamos seguros en la medida en que nos entregamos al cuidado de Cristo. Sólo Su poder puede salvarnos de nuestro adversario el diablo, quien, “como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar”. Si te das a ti mismo al Señor, estarás “seguro en los brazos de Jesús”. Él te sostendrá a pesar de todos los asaltos de tus enemigos, y nadie te arrebatará de Sus manos, de tal manera que puedes decir exultante con Pablo: “yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día”.

 

Algunos de nosotros nos entregamos a Cristo hace cuarenta años. Oh, cuán agradecido estoy de poder decir: “¡Hace cuarenta años!” Algunos de ustedes vinieron a Cristo hace treinta años, otros hace veinte años y otros hace diez años. Algunos de ustedes se entregaron a Cristo muy recientemente, cuando mis amados hermanos Fullerton y Smith estuvieron en el Tabernáculo. Bien, ¿desean volverse atrás? Si algunos de ustedes quisieran hacerlo, yo conozco a uno que no quiere, que antes bien dice: “Señor, yo vengo de nuevo, como si nunca antes hubiere venido, y el deseo de mi corazón es ser plenamente Tuyo, más enteramente Tuyo de lo que he sido jamás. Toma mi corazón y mis manos y mis pies y mis ojos y mis oídos y mi lengua; toma mi vida y mi voluntad y todos los poderes de mi cuerpo, de mi mente y de mi alma; toma todo lo que soy y todo lo que tengo y todo lo que jamás tendré; tómalo todo, pues todo es Tuyo”. ¿No dirán eso? Mientras estoy hablando, musítenlo en sus propias almas. Esas personas de Macedonia “a sí mismas se dieron primeramente al Señor”. ¡Que algunos hicieran esto por primera vez incluso ahora! Cada uno de ellos será entonces capaz de cantar:

 

“Oh, yo soy de mi Amado,

Y mi Amado es mío;

Él lleva a un pobre pecador vil

A Su ‘casa del vino’;

Yo me apoyo en Su mérito,

No conozco ningún otro apoyo,

Ni aun donde mora la gloria

En la tierra de Emanuel”.

 

A continuación, sigan ese ejemplo, y entréguense a la iglesia.

 

Quienes ya son miembros de la iglesia, no la encontraron perfecta, y yo espero que casi se sientan contentos por no haberla encontrado así. Si yo no me uniera nunca a ninguna iglesia hasta no encontrar la iglesia perfecta, no me habría unido a ninguna en absoluto; y en el momento en que me uniera a una -si encontrara alguna- la arruinaría, pues no sería una iglesia perfecta a partir del instante en que me hiciera miembro de ella. Aun así, imperfecta como es, es el lugar que más amamos en la tierra.

 

“Mi alma va a orar todavía por Sion

Mientras haya vida o aliento;

Allí moran mis mejores amigos, mis parientes,

Allí reina Dios mi Salvador”.

 

Todos los que a sí mismos se han dado primeramente al Señor deberían darse a sí mismos también al pueblo del Señor, tan pronto como les fuera posible. ¿De qué otra manera habría una iglesia en la tierra? Si fuera correcto que uno se abstuviera de la membresía de la iglesia, sería correcto para todos los demás, y entonces el testimonio en favor de Dios se perdería para el mundo. Como ya lo he dicho, la iglesia es defectuosa pero esa no es ninguna excusa para que no te unas a ella, si eres del Señor. Tampoco deberían mantenerte alejado tus propias fallas, pues la iglesia no es una institución de gente perfecta, sino un santuario para pecadores salvados por la gracia, y aunque sean salvos, son todavía pecadores, y necesitan de toda la ayuda que pudieran recibir de la simpatía y guía de sus hermanos en la fe. La iglesia es la guardería de los débiles hijos de Dios, donde son nutridos y fortalecidos. Es el redil para las ovejas de Cristo, es el hogar para la familia de Cristo.

 

Ustedes deberían unirse a alguna iglesia cristiana por consideración al ministro. Si el Señor los ha bendecido bajo nuestro ministerio, dígannoslo. Creo que les conté alguna vez la historia, que yo sé que es verídica, de un clérigo de una iglesia, un hermano sincero y denodado que había predicado durante años y, hasta donde llegó a saber, nunca se enteró de ninguna conversión, y, por tanto, concluyó que su ministerio había sido ineficaz. El día en que recibió sepultura, se vio a un caballero que estaba de pie junto a su tumba y que lloraba mucho, y alguien le preguntó la causa de su llanto. Él respondió: “Nadie podría saber lo que ese hombre fue para mí. Él me condujo de las tinieblas a la luz, y su palabra ha sido mi consuelo durante muchos años”. No obstante, ese caballero nunca se lo dijo al ministro. Nunca le habló de la bendición que había recibido de su ministerio, y así había permitido que aquel buen hombre muriera con la impresión de que había sido inútil. Cuando alguien le dijo cuánto se había afligido el clérigo por su aparente fracaso, comentó: “¡Oh, yo no sabía que pensara de esa manera! Me hubiera encantado poder decirle de cuánta bendición fueron sus sermones para mí”.

 

Ahora, si decimos algo necio, o si reportaran de nosotros que hemos dicho algo tonto -algo que probablemente nunca dijimos- contamos con una buena cantidad de amigos que nos escriben y nos corrigen, con quienes estamos por supuesto grandemente agradecidos; pero hay algunas personas que están tan temerosas de que nos engriamos, que no nos querrían decir nada aunque recibieran una gran bendición de nosotros. De cualquier manera, sean justos, sean agradecidos, y háganle saber al siervo de Dios que su Señor ha bendecido su mensaje para sus almas.

 

Si no fuera por consideración al ministro que ustedes debieran unirse a la iglesia y ayudar en su obra, yo pienso que han de hacerlo por consideración a nuestros colegas obreros. Algunos de ellos trabajan para Cristo con todas sus fuerzas, y en las escuelas y en otras partes desfallecen por falta de ayudadores. Permítanme decirles a qué se asemejan ustedes. Es un cálido día de otoño, y un hombre se aplica en la siega; el sudor corre por su rostro al tiempo que se inclina para realizar su tarea. Teme que nunca va a llegar al extremo del campo; y durante todo ese tiempo tú estás agradablemente ocupado apoyado sobre un portón, y te dices a ti mismo: “ese es un operario excepcional”. O, tal vez, en lugar de hacer eso, estés diciendo: “¡Vamos, ese hombre no maneja la hoz apropiadamente! Yo podría enseñarle una mejor manera de segar”. Pero como nunca intentas enseñarnos sólo podemos atenernos a tu propia palabra, y tienes que excusarnos por ser un poco escépticos al respecto. La obra de la iglesia corresponde generalmente a unos cuantos individuos sinceros. ¿Está bien eso? ¿Está bien que unos cuantos tengan que hacer todo el trabajo, mientras que un buen número que profesa pertenecer a Cristo no hace absolutamente nada? No permitan que ese sea su caso; mas si se han entregado al Señor, entréguense a Su iglesia, de acuerdo a Su voluntad.

 

Además, piensen qué falta de comunión habría si quienes se han dado a sí mismos al Señor no se dan a sí mismos a Su pueblo. Posiblemente te preguntes: “¿qué ganaría con unirme a la iglesia?” Esa es una lamentable pregunta. Voy a responderla haciéndote otra pregunta: ¿Sabes cuánto perderías por no unirte a la iglesia? Perderías la satisfacción de haber cumplido la voluntad de tu Señor, perderías el gozo de la comunión con tus hermanos y hermanas en Cristo, perderías la oportunidad de ayudar con tu ejemplo a los débiles del rebaño. Tu pregunta no debería ser: “¿qué ganaría en lo personal?”, sino, “¿qué puedo hacer por los demás?” Y la respuesta debería ser: “voy a unirme a la iglesia porque esa es la voluntad de Dios, y allí seré de beneficio para mis hermanos cristianos”.

 

En tercer lugar, deberías seguir el ejemplo de esos creyentes macedonios, y darte a ti mismo al Señor y a Su iglesia. Junta esas dos cosas, y comienza así a alinearte conforme a la voluntad de Dios. Unirse a la iglesia sin ser del Señor, sin importar por qué motivo se haga, es un curso de acción plagado de graves peligros para el alma, pues nadie está más muerto que quienes sólo viven de nombre; por otro lado, se pierde mucha bendición si quienes son del Señor no se unen a Su pueblo.

 

Si se han entregado al Señor, entréguense a continuación a Su pueblo para que puedan dar testimonio de Cristo conjuntamente con ellos. Aquí hay un cierto número de personas que, a pesar de todas sus fallas, son verdaderos seguidores de Cristo. Únanse a ellos, y digan: “yo también soy un seguidor de Cristo”. Eso es lo que quiere decir la membresía de la iglesia. Es como si dijeras: “Si el mundo está dividido en dos campamentos, yo estoy del lado del Rey Jesús, y bajo Su estandarte voy a pelear como uno de los que dan testimonio de la verdad que Él ha revelado”.

 

Además, hazlo para propagar el Evangelio. Todo el mundo es necesario en ese servicio hoy en día, pues la clara luz del Evangelio está tristemente oscurecida en muchos lugares. No todos podemos ser predicadores, pues si todos fuéramos predicadores, ¿dónde estarían los oyentes? Pero queremos que todos hablen acerca de Cristo, con sus labios y con sus vidas, por medio de la palabra impresa y de la palabra hablada, hablando sobre la salvación por la sangre preciosa para todos los que creen, sobre el perdón a través de la gracia de Dios para los culpables y sobre la renovación por el Espíritu Santo para los depravados. ¡Vengan, entonces, y dense a sí mismos al Señor, y luego dense a Su iglesia para que puedan propagar el Evangelio!

 

Hagan eso, además, para mantener a la iglesia. Nada en el mundo es más amado por el corazón de Dios que Su iglesia; por tanto, siendo Suyos, pertenezcamos a ella, para que por nuestras oraciones, por nuestras ofrendas y por nuestras labores, podamos sustentarla y fortalecerla. Si aquellos que son de Cristo se abstuvieran de contarse entre Su pueblo aun por una generación, no habría ninguna iglesia visible ni se mantendrían las ordenanzas y me temo que habría muy poca predicación del Evangelio. Por lo tanto, sigan el ejemplo de los macedonios por la causa de la iglesia.

 

Y, finalmente, háganlo para que crezcan en el amor y continúen demostrando su amor a su Señor y a Su iglesia, y también para que continúen viviendo para el Señor, y hagan crecer su vida al relacionarse con otros que están vivos para Dios.

 

Mi querido amigo, el mismo que yace ahora muy enfermo en su lecho, de quien ya les he hablado, no lamenta haberse unido a la iglesia, pues, siendo un viajante de comercio, ha tenido oportunidades de predicar a Cristo en diferentes lugares; y para que pudiera rendir el mejor servicio posible a su Señor, siempre vivió dondequiera que su pastor le decía que viviera, en vista de que sus intereses comerciales no lo ataban a ningún lugar en particular. Si no había ninguna iglesia en algún pueblo, él se trasladaba y vivía allí hasta que levantaba una. Luego se trasladaba a otro lugar y fundaba otra iglesia, y así continuó propagando el conocimiento de su Dios y Señor. Ahora se debate entre la vida y la muerte, y si se levantara del lecho de nuevo, sería por un milagro; sin embargo, tal vez el Señor hará esa obra de sanarlo, si es que todavía tiene algún servicio adicional en la tierra para nuestro hermano. Aunque está muy enfermo, no lamenta nada de lo que ha hecho, sino que sólo habría deseado que hubiera estado en su poder, como estaba en su voluntad, hacer más todavía para su Señor. Quienes están a punto de ser bienvenidos en la iglesia, cuando nos reunamos en torno a la mesa de la comunión, pudieran lamentarlo si no fueran hombres buenos y veraces; pero si a sí mismos se han dado primeramente al Señor, no lamentarán nunca el paso que están dando al identificarse con Su iglesia.

 

El resumen de todo lo que he dicho es este: que todos lo que no son del Señor vengan, y, antes que nada, se den a sí mismos a Él, y luego se den a sí mismos a Su pueblo, y a Su servicio; y que aquellos que ya somos de Cristo nos mantengamos juntos, y cumplamos nuestros votos más de lo que jamás lo hayamos hecho, y así demostremos continuamente que nos hemos dado a nosotros mismos al Señor, y a Su pueblo, de conformidad a Su voluntad. Así Dios será enaltecido, Cristo será engrandecido, Su iglesia crecerá, y el mundo será bendecido. ¡Que Dios nos lo conceda, por Jesucristo nuestro Señor! Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: 2 Corintios 8

 

Nota:

 

El hermano que estaba seriamente enfermo cuando se predicó este sermón, se recuperó de su grave enfermedad, como por un milagro. Su recuperación fue un motivo de grande ánimo para muchas personas que, para cuando se leyó este sermón en la ocasión indicada al inicio, se encontraban orando fervientemente por la restauración de su pastor, el señor Charles Haddon Spurgeon. Sin embargo, el pastor partiría en breve.  

 

Traductor: Allan Román

8/Septiembre/2011

www.spurgeon.com.mx