El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
¿Lama Sabactani?


NO. 2133

Un sermón predicado la mañana del Domingo 2 de Marzo, 1890

por Charles Haddon Spurgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

"Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? - Mateo 27: 46.

Sermones
"Hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena": este clamor provino de aquellas tinieblas. No esperen percibir como si cada una de estas palabras descendiera de lo alto, cual rayo procedente del Sol de Justicia desprovisto de nubes. Hay luz en ellas, luz brillante, deslumbrante; pero también hay un centro de impenetrable oscuridad, donde el alma se encuentra a punto de desfallecer debido a las terribles tinieblas.

Nuestro Señor se encontraba en ese momento en la parte más oscura de Su camino. Él había pisado ya el lagar durante horas, y la obra estaba casi consumada. Había alcanzado el punto culminante de Su angustia. Este es Su doloroso lamento procedente de lo más profundo del abismo de la miseria: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Yo no creo que los registros del tiempo, y ni siquiera los de la eternidad, contengan una frase más llena de angustia. Aquí fueron eclipsados el ajenjo y la hiel, y cualquier otro tipo de componentes amargos. Aquí pueden mirar ustedes como si contemplaran un profundo abismo; y aunque fuercen sus ojos y miren hasta que la vista se canse, no pueden percibir el fondo; es inmedible, insondable, inconcebible. Esta angustia del Salvador por ustedes y por mí, no se puede medir ni pesar, como tampoco el pecado que la motivó, o el amor que la soportó. Estemos listos a adorar eso que no podemos comprender.

He elegido este tema para que ayude a los hijos de Dios a entender un poco lo relativo a sus obligaciones infinitas hacia su Dios Redentor. Medirán la altura de Su amor, si es que puede medirse jamás, mediante la profundidad de Su dolor, si es que puede conocerse jamás. ¡Vean con qué precio nos ha redimido de la maldición de la ley! Y al ver todo esto, díganse a ustedes mismos: ¡qué clase de personas debemos ser! ¡Qué clase de amor debemos entregar a Quien soportó el máximo castigo para que nosotros pudiéramos ser liberados de la ira venidera! No pretendo que puedo sumergirme en estas profundidades: sólo voy a aventurarme hasta la orilla del precipicio, y voy a pedirles que miren hacia abajo, y que oren al Espíritu de Dios para que puedan concentrar su mente en esta lamentación de nuestro Señor agonizante, conforme se eleva en medio de las densas tinieblas: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

Nuestro primer tema de reflexión será el hecho; o, lo que Él sufrió: Dios lo había desamparado. En segundo lugar, analizaremos la pregunta; o, por qué sufrió: estas palabras "¿por qué?" son el meollo del texto. "¿Por qué me has desamparado?" Luego, en tercer lugar, vamos a considerar la respuesta; o, el resultado de Su sufrimiento. La respuesta fluyó suavemente al alma del Señor Jesús sin necesidad de palabras, pues Él se liberó de la angustia con el grito triunfante de: "Consumado es." Su obra había sido consumada, y su experiencia de abandono fue una parte primordial de la obra que había asumido por causa nuestra.

I. Con la ayuda del Espíritu Santo, primero reflexionemos sobre EL HECHO; o, lo que nuestro Señor sufrió. Dios lo había desamparado. La aflicción mental es más dura de soportar que el dolor corporal. Puedes armarte de valor y soportar el tormento de la enfermedad y del dolor, en tanto que el espíritu esté sano y valeroso; pero si la propia alma es afectada y la mente se duele por la angustia, entonces cada dolor aumenta en severidad, y no hay nada que pueda sustentar al alma.

Las aflicciones espirituales constituyen las peores miserias mentales. Un hombre puede experimentar una gran depresión de espíritu acerca de las cosas del mundo, si está convencido que tiene a su Dios a Quien acudir. Está abatido, pero no desesperado. Como David, dialoga consigo mismo, y pregunta: "¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios; porque aún he de alabarle."

Pero si el Señor se aleja alguna vez, si la luz del consuelo de Su presencia se oculta aunque sea por una hora, hay un tormento dentro del pecho que sólo puedo comparar al preludio del infierno. Este es el mayor de todos los pesos que puede presionar al corazón. Esto condujo al Salmista a suplicar: "No escondas tu rostro de mí. No apartes con ira a tu siervo." Podemos aguantar mientras el cuerpo se desangra, y aun soportar un espíritu herido; pero la condición de un alma que está consciente del abandono de Dios es insoportable, más allá de toda concepción. Pero cuando Él esconde el rostro de Su trono, y despliega Su nube sobre él, ¿quién podrá soportar esas tinieblas?

Esta voz salida del "seno del Seol" marca lo más profundo de la aflicción del Salvador. El abandono fue real. Aunque bajo ciertos aspectos nuestro Señor podía decir: "el Padre está conmigo," era sin embargo solemnemente cierto que Dios efectivamente Lo desamparó. No era una falta de fe de Su parte que Le condujo a imaginar algo que no era un hecho verdadero. A nosotros nos falla la fe, y entonces pensamos que Dios nos ha desamparado; pero la fe de nuestro Señor no vaciló ni un instante, pues Él repite dos veces: "Dios mío, Dios mío." ¡Oh, el poderoso doble asidero de Su decidida fe! Él parece decir, "Aun si Tú me has desamparado, Yo no Te he abandonado." La fe triunfa, y no hay señal de algún desfallecimiento del corazón hacia el Dios viviente. Sin embargo, a pesar de la fortaleza de Su fe, Él siente que Dios ha retirado Su comunión consoladora, y tiembla bajo esa terrible privación.

No se trataba de una fantasía, o de un delirio mental causado por la debilidad de Su cuerpo, o por el calor de la fiebre, o la depresión de Su espíritu, o la cercanía de la muerte. Él tenía Su mente clara hasta este punto. Mantuvo Su ánimo en medio del dolor, de la pérdida de sangre, del menosprecio, de la sed, y la desolación; no se quejó de la cruz, ni de los clavos, ni de las burlas. No leemos en los Evangelios nada que no sea el clamor natural de la debilidad: "tengo sed." Él soportó en silencio todas las torturas de Su cuerpo, pero cuando llegó al punto de ser desamparado por Dios, entonces Su grandioso corazón estalló en el "¿lama sabactani?" Su único gemido es relativo a Su Dios. No es: "¿Por qué Pedro me ha desamparado? ¿Por qué Judas me traicionó?" Estos eran dolores agudos, pero aquél era el más agudo. Lo ha herido en lo más vivo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" No era un fantasma de la oscuridad; Él se lamentaba de una ausencia real.

Este fue un abandono muy extraordinario. Dios no tiene la costumbre de dejar a Sus hijos o a Sus siervos. Sus santos, a la hora de la muerte, en medio de su gran debilidad y dolor, Lo encuentran siempre cerca. Debido a la presencia de Dios son motivados a cantar: "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo." Los santos moribundos tienen claras visiones del Dios viviente. Nuestra propia observación nos ha enseñado que si el Señor está lejos en otros momentos, nunca está ausente de Su pueblo en el momento de la muerte, o en el horno de la aflicción. En lo relativo a los tres santos varones, no leemos que el Señor haya sido visible para ellos sino hasta que caminaron en los fuegos del horno de Nabucodonosor; pero en ese lugar y en ese momento el Señor se encontró con ellos.

Sí, amados hermanos, es costumbre y hábito de Dios acompañar a Su pueblo afligido; y, sin embargo, ¡Él desamparó a Su Hijo en la hora de Su tribulación! ¡Cuán usual es ver al Señor con Sus testigos fieles cuando están resistiendo hasta derramar su sangre! Lean el Libro de los Mártires, y no importa si estudian las primeras o las últimas persecuciones. Encontrarán que todas ellas están iluminadas con la evidente presencia del Señor en medio de Sus testigos. ¿Acaso el Señor falló alguna vez en apoyar a un mártir consumido en la hoguera? ¿Acaso alguna vez desamparó a alguno de Sus testigos en el cadalso?

El testimonio de la iglesia ha sido siempre que mientras el Señor ha permitido que Sus santos sufran en el cuerpo, ha sostenido tan divinamente sus espíritus, que han sido más que conquistadores, y han considerado sus sufrimientos como ligeras aflicciones. El fuego no ha sido un "lecho de rosas," pero ha sido una carroza de victoria. La espada es filosa y la muerte es amarga; pero el amor de Cristo es dulce, y morir por Él ha sido convertido en gloria. No, el procedimiento de Dios no es desamparar a Sus campeones, ni abandonar al más pequeño de Sus hijos en la hora de la prueba.

En cuanto a nuestro Señor, este desamparo fue singular. ¿Acaso Su Padre lo había abandonado antes? ¿Acaso podrían leer a los cuatro evangelistas de principio a fin y serían capaces de encontrar alguna situación previa en la que Él se queje porque Su Padre lo ha desamparado? No. Él dijo: "Yo sabía que siempre me oyes." Él vivía en constante contacto con Dios. Su comunión con el Padre siempre fue cercana y amada y clara; pero ahora, por primera vez, Él clama: "¿por qué me has desamparado?" Eso era extraordinario. Era un enigma que sólo podía explicarse por el hecho que Él nos amó y se entregó por nosotros, y en la ejecución de Su propósito lleno de amor, llegó hasta esta aflicción de lamentar la ausencia de Su Dios.

Este desamparo fue muy terrible. ¿Quién puede decir plenamente en qué consiste ser desamparado por Dios? Sólo podemos formular una conjetura por lo que nosotros mismos hemos sentido bajo un abandono temporal y parcial. Dios no nos ha dejado nunca por completo, pues Él ha dicho expresamente: "No te desampararé, ni te dejaré"; sin embargo, algunas veces hemos sentido como si Él nos hubiera abandonado. Entonces hemos clamado: "¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!" Los claros destellos de Su amor han sido retirados. De esta manera somos capaces de formarnos una pequeña idea de qué sintió el Salvador cuando Su Dios lo había desamparado. La mente de Jesús se vio reducida a reflexionar sobre un tema oscuro, y ninguna consideración alentadora lo podía consolar. Era la hora en que fue llevado a comparecer ante el trono de Dios, cargando con el pecado conscientemente, de conformidad a esa antigua profecía: "y llevará las iniquidades de ellos." Entonces se volvió verdad que: "por nosotros lo hizo pecado." Pedro lo explica así: "quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero." Él no había cometido ningún pecado "mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros."

Él no poseía ninguna fuerza que le fuera dada de lo alto, ningún ungüento secreto ni vino que fueran derramados en sus heridas; sino que fue llevado a comparecer en el solitario carácter del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y por tanto debía sentir el peso del pecado, y experimentar que el sagrado rostro que no podía contemplarlo, se volteara hacia otro lado.

Su Padre, en aquel momento, no le hizo ningún reconocimiento abierto. En ciertas otras ocasiones se había escuchado una voz diciendo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia"; pero ahora, cuando más que nunca se requería de un testimonio así, el oráculo enmudeció. Él fue colgado como una cosa maldita en la cruz; pues fue "hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero);" y el Señor Su Dios no lo reconoció ante los hombres.

Si al Padre le hubiera agradado, podría haberle enviado doce legiones de ángeles; pero ni un solo ángel vino después que el Cristo había abandonado Getsemaní. Sus despreciadores podían escupir Su rostro, pero ningún veloz serafín vino para vengar la indignidad. Podían atarlo, y azotarlo, pero nadie de todo el ejército celestial se iba a interponer para proteger Sus hombros del látigo. Podían sujetarlo al madero con clavos, y levantarlo, y burlarse de Él; pero ninguna cohorte de espíritus ministrantes se apresuró para reprimir al populacho y liberar al Príncipe de la vida.

No, Él se mostraba desamparado, "herido de Dios y abatido," entregado en las manos de hombres crueles, cuyas manos impías le propinaban una miseria ilimitada. Bien podía preguntar Él: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

Pero esto no era todo. Su Padre secó ahora ese torrente sagrado de comunión llena de paz y amante compañerismo, que había fluido hasta aquí a lo largo de toda Su vida terrenal. Él mismo dijo, como ustedes recordarán, "seréis esparcidos cada uno por su lado, y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo." Allí radicaba Su constante consuelo: pero todo consuelo proveniente de esta fuente Le iba a ser retirado. El Espíritu divino no ministró a Su espíritu humano. Las comunicaciones con el amor de Su Padre ya no fueron derramadas en Su corazón. No era posible que el Juez sonriera a Quien representaba al prisionero en el tribunal.

La fe de nuestro Señor no le falló, como ya se los he demostrado, pues dijo: "Dios mío, Dios mío": sin embargo, ningún apoyo sensible le fue proporcionado a Su corazón, y ningún consuelo fue derramado en Su mente. Un escritor declara que Jesús no probó la ira divina, sino únicamente la supresión de la comunión divina. ¿Dónde está la diferencia? Ya sea que Dios retire el calor o produzca el frío, es lo mismo. No recibió una sonrisa, ni le fue permitido sentir que estaba cerca de Dios; y esto, para Su tierno espíritu, fue un dolor sumamente agudo. Cierto santo dijo una vez que, en su aflicción, él recibía de Dios "lo necesario mas no lo dulce;" eso que era conveniente pero que no era dulce.

Nuestro Señor sufrió hasta el punto extremo de la carencia. No tenía la luz que hace que la existencia sea vida, y que la vida sea una bendición. Ustedes que saben, a su medida, lo que significa perder la presencia consciente y el amor de Dios, pueden adivinar tenuemente cuál fue la aflicción del Salvador, ahora que se sentía desamparado de Dios. "Si fueren destruidos los fundamentos, ¿Qué ha de hacer el justo?" Para nuestro Señor, el amor del Padre era el fundamento de todo; y cuando eso se hubo ido, todo se había ido. Nada permaneció dentro, fuera, arriba, cuando Su propio Dios, el Dios de Su entera confianza, lo dejó. Sí, Dios en verdad desamparó a nuestro Salvador.

Ser desamparado por Dios fue mucho más una fuente de angustia para Jesús de lo que sería para nosotros. "Oh," dirán ustedes, "¿cómo es eso?" Yo respondo: porque él era perfectamente santo. Una ruptura entre un ser perfectamente santo y el tres veces santo Dios debe ser extraña en grado sumo, anormal, sorprendente y dolorosa. Si alguien aquí presente, que no esté en paz con Dios, simplemente conociera su verdadera condición, desfallecería de terror. Si ustedes, que no han sido perdonados, solamente supieran dónde se encuentran, y lo que son en este momento ante los ojos de Dios, nunca sonreirían de nuevo hasta que no fueran reconciliados con Dios. ¡Ay!, somos insensibles y estamos endurecidos por el engaño del pecado, y por eso no sentimos nuestra verdadera condición. Su perfecta santidad convirtió en una terrible calamidad para nuestro Señor, el desamparo del Dios tres veces santo.

Yo recuerdo, también, que nuestro bendito Señor había vivido en una ininterrumpida comunión con Dios, y ser desamparado era un dolor nuevo para Él. Desconocía hasta ese momento lo que eran las tinieblas: había vivido Su vida a la luz de Dios. Piensa, amado hijo de Dios, si siempre hubieras habitado en plena comunión con Dios, tus días habrían sido como días del cielo en la tierra; y qué frío golpe sería para tu corazón si te encontraras en las tinieblas del abandono. Si puedes concebir que tal cosa le suceda a un hombre perfecto, puedes ver por qué constituyó una prueba especial para nuestro Bienamado.

Recuerda que Él había gozado de la comunión con Dios más ricamente, y también más constantemente, que cualquiera de nosotros. Su comunión con el Padre era del orden más elevado, más profundo, y más pleno; ¡y cómo sería la pérdida de esa comunión! Nosotros sólo perdemos unas cuantas gotas, cuando perdemos nuestra gozosa experiencia de comunión celestial; y sin embargo, la pérdida es mortal: pero para nuestro Señor Jesucristo el mar se secó: me refiero a Su mar de comunión con el infinito Dios.

No olviden que Él era un Ser tal que para Él, estar sin Dios debe haber sido una calamidad abrumadora. En cada parte Él era perfecto, y en cada parte apto para la comunión con Dios a un grado sumo. Un pecador tiene una terrible necesidad de Dios, pero no lo sabe; y por eso no siente esa sed y hambre de Dios que sentiría un hombre perfecto si fuese privado de Dios. Precisamente esta perfección de Su naturaleza hace inevitable que el santo esté en comunión con Dios o esté desolado.

¡Imaginen a un ángel descarriado! ¡Un serafín que haya perdido a su Dios! ¡Concíbanlo como perfecto en santidad, y sin embargo que haya caído hasta una condición en la que no pueda encontrar a su Dios! No puedo imaginarlo; tal vez un Milton podría haberlo hecho. Él es inmaculado y confiado, y sin embargo tiene un opresivo sentimiento que Dios está ausente de Él. Él ha sido arrastrado a ningún lado: la región inimaginable detrás de la espalda de Dios. Me parece oír el gemido del querubín: "Dios mío, Dios mío, ¿dónde estás?" ¡Qué clase de aflicción para uno de los hijos de la mañana!

Pero aquí tenemos el lamento de un Ser mucho más capaz de comunión con la Deidad. En la proporción en la que Él es más apto para recibir el amor del grandioso Padre, en esa proporción es más intenso el anhelo por ese amor. Como Hijo, Él es más capaz de tener comunión con Dios que un ángel-siervo; y ahora que ha sido desamparado por Dios, el vacío interior es mayor, y la angustia es más amarga.

El corazón de nuestro Señor, y toda Su naturaleza estaban formados tan delicadamente, eran moral y espiritualmente tan sensibles, tan tiernos, que estar sin Dios era para Él un dolor que no podía sopesarse. Lo veo en el texto soportando el abandono, y sin embargo percibo que no puede soportarlo. No sé cómo poder expresar lo que quiero decir, excepto mediante una paradoja así. Él no puede soportar el estar sin Dios. Había aceptado ser abandonado por Dios, como debe serlo el representante de los pecadores; pero Su naturaleza pura y santa, después de tres horas de silencio, encuentra que la posición es insoportable para el amor y la pureza; y saliendo de esa situación, ahora que la hora se había cumplido, exclama: "¿por qué me has desamparado?" No riñe con el sufrimiento, pero no puede permanecer en la posición que lo motivó. Parece como si debe poner fin a las ordalías, no por causa del dolor sino debido a la sacudida moral.

Tenemos aquí la repetición, después de Su pasión, de ese desprecio que experimentó antes de ella, cuando clamó: "Si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú." "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" es la santidad de Cristo en una condición de asombro ante la posición de sustituto por los hombres culpables.

Allí tienen, amigos; he hecho lo mejor que he podido, pero me parece a mí mismo que he estado platicando como un niñito, hablando de algo que está infinitamente por encima de mí. Así dejo el hecho solemne que nuestro Señor fue desamparado por Dios en la cruz.

II. Esto nos lleva a considerar LA PREGUNTA, o, ¿por qué sufrió Él?

Noten cuidadosamente este clamor: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Es angustia pura, agonía sin dilución, la que clamó de esta manera; pero es la agonía de un alma piadosa, pues únicamente un hombre de ese orden habría usado tal expresión. Aprendamos de ella lecciones útiles. Este clamor es tomado "del Libro." ¿Acaso no nos muestra el amor de nuestro Señor por el sagrado volumen, de tal forma que cuando sintió Su dolor más agudo, acudió a la Escritura para encontrar una expresión adecuada para él? Aquí encontramos la frase inicial del Salmo veintidós. ¡Oh, que nosotros pudiéramos amar así la Palabra inspirada de Dios, para que no sólo cantáramos leyendo su partitura, sino que también lloráramos al compás de su música!

Observen, además, que el lamento de nuestro Señor es dirigido a Dios. Los piadosos, en su angustia, se vuelven a la mano que los golpea. El grito de nuestro Salvador no es contra Dios, sino a Dios. "Dios mío, Dios mío": Él hace un doble esfuerzo para acercarse. Encontramos aquí una verdadera condición de Hijo. El niño en la oscuridad está clamando a Su Padre: "Dios mío, Dios mío." Tanto la Biblia como la oración eran preciosas para Jesús en Su agonía.

Observen, también, que es un grito de fe; pues aunque pregunta: "¿por qué me has desamparado?" sin embargo, primero dice, repitiéndolo dos veces: "Dios mío, Dios mío." La fuerza de apropiación está en la palabra "mío"; pero la reverencia humilde está en la palabra "Dios." Es "'Dios mío, Dios mío,' Tú eres siempre Dios para mí, y yo soy una pobre criatura. Yo no disputo contigo. Tus derechos son incuestionables, pues Tú eres mi Dios. Tú puedes hacer lo que quieras, y yo me someto a Tu sagrada soberanía. Yo beso la mano que me golpea, y con todo mi corazón clamo: 'Dios mío, Dios mío.'" Cuando estés delirando de dolor, piensa en tu Biblia: cuando tu mente divague, deja que deambule hacia el propiciatorio; y cuando tu corazón y tu carne fallen, aún así vive por fe e inclusive clama: "Dios mío, Dios mío."

Acerquémonos a la pregunta. Me pareció, a primera vista, como una pregunta proveniente de alguien aturdido, con su balance mental momentáneamente sacudido: no irrazonable, sino más bien producto de demasiado razonamiento, y por lo tanto agitado de un lado a otro. "¿Por qué me has desamparado?" ¿Acaso no lo sabía Jesús? ¿No sabía por qué era desamparado? Lo sabía muy claramente, y sin embargo Su humanidad, mientras estaba siendo aplastada, golpeada y disuelta, parecía no entender la razón de tan gran dolor. Él debía ser desamparado; pero ¿había causa suficiente para un dolor tan punzante? La copa debía ser amarga; pero ¿por qué debía contener el más nauseabundo de los ingredientes? Tiemblo por no decir lo que no debo decir. Lo he dicho, y creo que hay verdad en ello: el Varón de Dolores estaba agobiado por el horror. En ese momento, el alma finita del hombre Cristo Jesús entró en un contacto cercano con la justicia infinita de Dios. El único Mediador entre Dios y el hombre, el hombre Cristo Jesús, contempló la santidad de Dios en armas contra el pecado del hombre, cuya naturaleza había asumido.

Dios estaba a favor de Él y con Él en un cierto sentido incuestionable; pero por el momento, en lo relativo a Su sentimiento, Dios estaba contra Él, y estaba necesariamente retirado de Él. No es sorprendente que el alma santa de Cristo temblara al descubrirse conducida a un doloroso contacto con la justicia infinita de Dios, aun cuando su designio era únicamente reivindicar esa justicia y glorificar al Legislador. Nuestro Señor podía decir ahora: "Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí;" y por tanto usa un lenguaje que está todo demasiado hirviendo de angustia para permitir una disección hecha por la fría mano de un criticismo lógico.

El dolor tiene poca consideración por las leyes del gramático. Aun los más santos, en medio de la agonía extrema, aunque no puedan hablar de otra manera sino de conformidad a la pureza y la verdad, usan un lenguaje propio, que sólo el oído dado a la simpatía puede recibir plenamente. No veo todo lo que está contenido aquí, pero lo que puedo ver no soy capaz de traducirlo en palabras para ustedes.

Creo que veo en la expresión, sumisión y determinación. Nuestro Señor no se hace para atrás. La pregunta implica un movimiento hacia delante: quienes abandonan un negocio ya no preguntan nada acerca de él. No pide que el desamparo termine prematuramente, sólo quiere entender de nuevo su significado. Él no se encoge, sino más bien se entrega nuevamente a Dios mediante las palabras, "Dios mío, Dios mío," y busca revisar la base y la razón de esa angustia que está decidido a soportar hasta su amargo fin. Le aliviaría sentir de nuevo el motivo que lo ha sostenido y había de sostenerlo hasta el fin. El clamor me suena a mí como una profunda sumisión y una poderosa determinación al dirigirse a Dios.

¿No creen que el asombro de nuestro Señor, cuando fue "hecho pecado por nosotros" (2 Corintios 5: 21), lo condujo a clamar así? Para tal ser sagrado y puro, ser hecho una ofrenda de pecado fue una experiencia sorprendente. El pecado fue colocado sobre Él, y fue tratado como si fuera culpable, aunque personalmente nunca había pecado; y ahora el infinito horror de la rebelión contra el santísimo Dios llena Su alma santa, la injusticia del pecado quebranta Su corazón, y retrocede de ese pecado, clamando: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" ¿Por qué debo soportar el terrible resultado de la conducta que más aborrezco?

¿Acaso no ven, además, que hubo aquí una mirada a Su propósito eterno, y a Su fuente secreta de gozo? Ese "¿por qué?" es el borde plateado de la nube negra, y nuestro Señor lo miraba anhelante. Él sabía que el desamparo era necesario para que pudiera salvar al culpable, y miraba esa salvación como Su consuelo. No ha sido desamparado innecesariamente, o sin un propósito valioso. El propósito es en sí mismo tan amado por Su corazón que cede ante el mal pasajero, aunque ese mal fuera la muerte para Él. Mira ese "¿por qué?," y a través de esa estrecha ventana, la luz del cielo penetra a raudales en Su vida en tinieblas.

"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Seguramente nuestro Señor consideró ese "¿por qué?", para que nosotros también volvamos nuestros ojos en esa dirección. Quiere que nosotros veamos el por qué y la causa de Su dolor. Quiere que nosotros nos fijemos en el motivo lleno de gracia que lo llevó a soportar eso. Piensen mucho en todo lo que su Señor sufrió, pero no pasen por alto el motivo. Si no pueden entender siempre, cómo este o ese dolor obraron hacia el grandioso fin de toda la pasión, crean de todas formas que participan en el gran "¿por qué?" Estudien durante toda la vida esa pregunta amarga pero bendita: "¿por qué me has desamparado?" Así, el Salvador hace una pregunta no tanto para Sí mismo sino más bien para nosotros; y no tanto por alguna desesperación dentro de Su corazón, sino a causa de la esperanza y el gozo puestos delante de Él, que eran pozos de consuelo para Él en el desierto de la calamidad.

Reflexionen por un momento, que el Señor Dios, en el sentido más amplio y sin reservas, no podría nunca, en verdad, haber desamparado a Su Hijo más obediente. Él estuvo siempre con Dios en el grandioso diseño de la salvación. Hacia el Señor Jesús, personalmente, Dios mismo, personalmente, mantuvo siempre unos términos de infinito amor. ¡Verdaderamente el Unigénito nunca fue más digno de amor para el Padre que cuando se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz! Pero debemos ver aquí a Dios como el Juez de toda la tierra, y debemos ver también al Señor Jesús en Su función oficial, como la Garantía del pacto y el Sacrificio por el pecado. El gran Juez de todo no puede sonreír a Quien se ha convertido en el sustituto del culpable.

El pecado es aborrecido por Dios; y si, para quitarlo, Su propio Hijo es cargado con él, sin embargo, como pecado, es todavía aborrecible, y Quien lo lleva no puede estar en feliz comunión con Dios. Esta fue la terrible necesidad de una expiación; pero en la esencia de las cosas, el amor del grandioso Padre por Su Hijo no cesó nunca, ni conoció nunca una disminución. Debió ser restringido en su fluir, pero no pudo ser disminuido en su fuente. Por tanto, no se sorprendan de la pregunta: "¿Por qué me has desamparado?"

III. Esperando ser guiado por el Espíritu Santo, voy a LA RESPUESTA, en relación a la cual, únicamente puedo usar los pocos minutos que me quedan. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" ¿Cuál es el resultado de este sufrimiento? ¿Cuál fue su razón? Nuestro Salvador pudo responder Su propia pregunta. Si por un instante Su humanidad se quedó perpleja, Su mente pronto llegó a un claro entendimiento; pues dijo, "Consumado es;" y, como ya lo he dicho, luego se refirió a la obra que en Su solitaria agonía había completado. ¿Por qué, entonces, desamparó Dios a Su Hijo? No puedo concebir ninguna otra respuesta fuera de esta: Él tomó nuestro lugar. No había ninguna razón en Cristo para que el Padre lo desamparara: Él era perfecto y Su vida fue sin mancha. Dios no actúa nunca sin razón; y puesto que no había ninguna razón en el carácter ni en la persona del Señor Jesús para que el Padre lo desamparara, debemos buscar esa razón en otro lado. Yo no sé cómo respondan otras personas a esta pregunta. Yo puedo responderla únicamente en este sentido:

"Pero todos los dolores que Él sintió eran nuestros,
Nuestras, las aflicciones que Él soportó;
Los tormentos, que no eran propios, Su alma inmaculada
Despedazaron, con angustia amarga.

Lo consideramos como condenado por el cielo,
Un abandonado por Su Dios;
Pero fue por nuestros pecados que gimió, y sangró,
Bajo la vara de Su Padre.

Él cargó con el pecado del pecador, y entonces tuvo que ser tratado como si fuera un pecador, aunque no podía nunca ser un pecador. Con Su pleno consentimiento Él sufrió como si hubiese cometido las transgresiones que fueron puestas sobre Él. Nuestro pecado, cargado sobre Él, es la respuesta a la pregunta: "¿Por qué me has desamparado?"

En este caso, ahora vemos que Su obediencia fue perfecta. Él vino al mundo para obedecer al Padre, y rindió esa obediencia a lo sumo. El espíritu de obediencia no podía ir más lejos para quien, sintiéndose desamparado por Dios, todavía se aferraba a Él en una entrega solemne y comprometida, declarando ante una multitud que se burlaba, Su confianza en el Dios que lo afligía.

Es noble clamar: "Dios mío, Dios mío," cuando uno está preguntando: "¿Por qué me has desamparado?" ¿Qué tanto más lejos puede ir la obediencia? No veo nada más allá. El soldado a las puertas de Pompeya, que se quedó en su puesto de centinela cuando la lluvia de cenizas ardientes estaba cayendo, no era más fiel a su responsabilidad que Quien se adhiere con la lealtad de la esperanza, a un Dios que lo está desamparando.

El sufrimiento de nuestro Señor en esta forma particular, fue apropiado y necesario. No habría sido suficiente que nuestro Señor hubiera experimentado simplemente dolor corporal, ni tampoco que hubiera sido afligido en la mente, de otras maneras: Él debía sufrir de esta manera particular. Debía sentirse desamparado por Dios, porque esta es la consecuencia necesaria del pecado. Que un hombre sea desamparado por Dios es el castigo que merece, natural e inevitablemente, al haber quebrantado su relación con Dios.

¿Qué es la muerte? ¿Cuál era la muerte con la que fue amenazado Adán? "El día que de él comieres, ciertamente morirás." ¿Es la muerte una aniquilación? ¿Acaso Adán fue aniquilado ese día? Ciertamente no: él vivió muchos años después de eso. Pero el día que comió del fruto prohibido murió, al ser separado de Dios. La separación entre el alma y Dios es la muerte espiritual; de la misma manera que la separación entre el alma y el cuerpo es la muerte natural.

El sacrificio por el pecado debe ponerse en el lugar de la separación, y debe sujetarse a la pena de muerte. Al colocar al Gran Sacrificio bajo el desamparo y la muerte, todas las criaturas en todo el universo verían que Dios no puede tener comunión con el pecado. Si inclusive el Santo, el Justo que tomó el lugar de los injustos, experimentó que Dios lo desamparara, ¡cuál no será la condenación del propio pecador! El pecado es evidentemente, siempre, en todos los casos, una influencia divisoria, que coloca inclusive al propio Cristo, cargado con el pecado, en un lugar distanciado.

Esto era necesario por otra razón: no podría darse el cargar con el sufrimiento del pecado sin el desamparo del Sacrificio sustituto efectuado por el Señor Dios. En tanto que la sonrisa de Dios descanse en el hombre, la ley no lo aflige. La mirada aprobatoria del gran Juez no puede caer sobre un hombre que es visto como colocado en el lugar del culpable. Cristo no sólo sufrió del pecado, sino por el pecado. Si Dios lo hubiera animado y apoyado, no habría sufrido por el pecado. El Juez no estaría infligiendo sufrimiento por el pecado, si socorriera de manera manifiesta al castigado.

No podría existir un sufrimiento vicario por la culpa humana de parte de Cristo, si hubiera continuado experimentando conscientemente el pleno brillo del sol de la presencia del Padre. Al ser una víctima en lugar nuestro, era esencial que clamara: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

¡Amados, vean cuán maravillosamente, en la persona de Cristo, el Señor nuestro Dios ha reivindicado Su ley! Si para hacer que Su ley fuese gloriosa, Él hubiera dicho, "estas multitudes de hombres han quebrantado mi ley, y por tanto perecerán," la ley hubiera sido engrandecida terriblemente. Pero, en vez de eso, Él dice: "Aquí está mi Unigénito Hijo, mi otro Yo; Él toma sobre Sí la naturaleza de estas criaturas rebeldes, y acepta que coloque sobre Él la carga de su iniquidad, y que visite en Su persona las ofensas que podrían haberse castigado en las personas de todas estas multitudes de hombres: y yo quiero que así sea."

Cuando Jesús inclina Su cabeza al golpe de la ley, cuando consiente sumisamente que Su Padre aleje Su rostro de Él, los millones de mundos se quedan asombrados por la santidad perfecta y la severa justicia del Legislador. Hay, probablemente, innumerables mundos a lo largo de la ilimitada creación de Dios, y todos ellos verán, en la muerte del amado Hijo de Dios, una declaración de Su determinación de no permitir nunca que el pecado sea tratado con ligereza. Si Su propio Hijo es llevado ante Él, cargando con el pecado de otros, esconderá de Él Su rostro, de la misma manera que lo hace con el propio culpable.

En Dios, el amor infinito brilla sobre todos, pero no eclipsa Su justicia absoluta, de la misma manera que no permite que Su justicia destruya Su amor. Dios posee a la perfección todas las perfecciones, y en Cristo Jesús vemos el reflejo de esas perfecciones. ¡Amados hermanos, este es un tema maravilloso! ¡Oh, que yo tuviera una lengua digna de este tema! Pero, ¿quién podrá alcanzar jamás la altura de este grandioso argumento?

Además, al preguntarnos, ¿por qué sufrió Jesús al ser desamparado por el Padre?, vemos el hecho que el Capitán de nuestra salvación fue hecho perfecto de esta manera, por medio del sufrimiento. Cada parte del camino ha sido transitada por lo propios pies de nuestro Señor. Supongan, amados hermanos, que el Señor Jesús no hubiera sido desamparado nunca, entonces alguno de Sus discípulos podría haber sido llamado a experimentar esa aguda prueba, y el Señor Jesús no habría podido identificarse con el discípulo en esto. Él se volvería a su Líder y Capitán, y le preguntaría: "¿alguna vez sentiste, Señor mío, estas tinieblas?" Entonces el Señor Jesús tendría que responder: "No. Este es un descenso que nunca he realizado." ¡Cuán terrible carencia percibiría el discípulo que experimenta esa prueba! Que el siervo soporte un dolor que su Señor nunca conoció, sería ciertamente algo muy triste.

Habría habido una herida para la que no existiría un ungüento, un dolor para el que no habría habido bálsamo. Pero ahora no es así. "En toda angustia de ellos él fue angustiado." "Uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado." En ello nos gozamos en este momento, cada vez que estamos abatidos. Ante nosotros está la profunda experiencia de nuestro desamparado Señor.

Después de decir tres cosas habré terminado. La primera es, ustedes y yo, que somos creyentes en el Señor Jesucristo, y que descansamos únicamente en Él para salvación, apoyémonos con fuerza, pongamos todo nuestro peso en nuestro Señor. Él soportará el peso completo de todo nuestro pecado y cuidado. En cuanto a mi pecado, ya no oigo más sus duras acusaciones cuando oigo clamar a Jesús: "¿Por qué me has desamparado?" Yo sé que merezco el infierno más profundo a manos de la venganza de Dios; pero no tengo ningún temor. Él no me va desamparar nunca, pues Él desamparó a Su Hijo por mi causa. No sufriré por mi pecado, pues Jesús ha sufrido plenamente en mi lugar; sí, sufrió hasta clamar: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"

Tras esta pared de bronce de la sustitución, el pecador se encuentra seguro. Esta "fortaleza de rocas" protege a todos los creyentes, y pueden descansar seguros. La roca está hendida para mí; yo me escondo en sus rendijas, y ningún mal puede alcanzarme. Ustedes tienen una expiación plena, un grandioso sacrificio, una gloriosa reivindicación de la ley; por tanto, descansen tranquilos todos ustedes que ponen su confianza en Jesús.

Además, si alguna vez, a partir de este momento en nuestras vidas, llegáramos a pensar que Dios nos ha abandonado, aprendamos cómo comportarnos, del ejemplo de nuestro Señor. Si Dios te ha dejado, no cierres tu Biblia; es más, ábrela, como lo hizo tu Señor, y encuentra un texto que se adecue a tu situación. Si Dios te ha dejado, o piensas que es así, no dejes de orar; es más, ora como lo hizo tu Señor, y sé más sincero que nunca. Si piensas que Dios te ha desamparado, no abandones tu fe en Él; sino como tu Señor, clama: "Dios mío, Dios mío," una y otra vez. Si has tenido un ancla antes, arroja dos anclas ahora, y duplica el agarre de tu fe. Si no puedes llamar a Jehová "Padre," como era la costumbre de Cristo, llámalo entonces tu "Dios." Deja que los pronombres personales se vuelvan un asidero: "Dios mío, Dios mío." No permitas que nada te separe de la fe.

Aférrate a Jesús, ya sea que te hundas o nades. En lo que a mí se refiere, si me llegara a perder, será al pie de la cruz. A esta condición he llegado, que si no veo nunca el rostro de Dios mostrando aceptación, yo creeré que Él será fiel a Su Hijo, y verdadero al pacto sellado con juramentos y sangre. El que cree en Jesús tiene vida eterna: yo me aferro a eso como la hiedra se adhiere a la roca. No hay sino una puerta para el cielo; y aun si no entrara por ella, me voy a aferrar a los dinteles de su puerta. Pero, ¿qué estoy diciendo? Yo voy a entrar; pues esa puerta nunca se ha cerrado a un alma que aceptó a Jesús; y Jesús dice: "al que a mí viene, no le echo fuera."

El último de los tres puntos es este: "aborrezcamos el pecado que proporcionó tal agonía a nuestro amado Señor. ¡Qué cosa tan maldita es el pecado, que crucificó al Señor Jesús! ¿Se ríen de eso? ¿Quisieran ir y pasar una noche viendo una representación de ello? ¿Saborean al pecado en su lengua como si fuera un trozo de dulce, y luego vienen a la casa de Dios, el domingo por la mañana, y piensan adorarlo? ¡Adórenlo! ¡Adórenlo, con el pecado siendo bienvenido en su pecho! ¡Adórenlo, con el pecado amado y consentido en su vida! Oh, señores, si yo tuviera un hermano amado que hubiera sido asesinado, ¿qué pensarían de mí si yo valorara el cuchillo enrojecido por su sangre? ¿Qué dirían si me hiciera amigo del asesino, y diariamente compartiera con el criminal que clavó el puñal en el corazón de mi hermano? ¡Ciertamente, yo también sería un cómplice del crimen! El pecado mató a Cristo; ¿Acaso serán sus amigos? El pecado traspasó el corazón del Dios Encarnado; ¿acaso podrán amarlo?

¡Oh, que hubiera un abismo tan profundo como la miseria de Cristo, para que yo pudiera arrojar de inmediato el puñal del pecado a sus profundidades, de donde no pudiera salir nunca otra vez a la luz! ¡Fuera, pecado! ¡Tú has sido expulsado del corazón en el que reina Jesús! Fuera, pues tú has crucificado a mi Señor, y lo hiciste clamar: "¿por qué me has desamparado?"

Oh, lectores de este mensaje, si ustedes se conocieran en verdad, y conocieran el amor de Cristo, cada uno de ustedes haría votos de no albergar al pecado nunca más. Estarían indignados por el pecado, y clamarían:

"El ídolo más preciado que he conocido,
Cualquier cosa que ese ídolo pueda ser,
Señor, yo lo voy a derribar del trono,
Y voy a adorarte únicamente a Ti."

Que ese sea el resultado de mi sermón de hoy, y entonces estaré muy contento. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Que el Cristo que sufrió por ustedes, los bendiga y que de Sus tinieblas pueda surgir la luz para ustedes! Amén.

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Salmo 22.