El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Viene con las Nubes

NO. 1989

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él Sí, amén”. Apocalipsis 1: 7.

 

Mientras leíamos el capítulo observábamos cómo el amado Juan saludaba a las siete iglesias en Asia de esta manera: “Gracia y paz a vosotros”. Los hombres bendecidos esparcen bendiciones. Cuando la bendición de Dios descansa en nosotros derramamos bendiciones en otros.

 

El corazón piadoso de Juan se elevó de la bendición a la adoración del grandioso Rey de los santos. Tal como lo expresa nuestro himno: “Lo santo conduce a lo más santo”. Quienes son buenos bendiciendo a los hombres, bendecirán a Dios con presteza.

 

Juan nos ha dado una maravillosa doxología: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén”. A mí me gusta en este caso la Versión Revisada por su aliteración, aunque no puedo preferirla por otras razones. Dice así: “Al que nos amó y nos liberó de nuestros pecados por su sangre”. Verdaderamente nuestro Redentor nos ha liberado del pecado, pero la mención de Su sangre sugiere un lavamiento más bien que una liberación. Podemos conservar la aliteración y, no obstante, retener el significado del lavamiento si leemos el pasaje así: “Al que nos amó, y nos lavó”. Nos amó y nos lavó: llévense a casa esas dos palabras; dejen que permanezcan en su lengua y que sirvan para endulzar su aliento para la oración y la alabanza. “Al que nos amó, y nos lavó… sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén”.

 

Luego Juan habla de la dignidad que el Señor nos ha conferido haciéndonos reyes y sacerdotes, y de esto él atribuye realeza e imperio al Señor mismo. Juan había estado exaltando al Grandioso Rey a quien llama: “El Soberano de los reyes de la tierra”. Esto era ciertamente, y lo es, y lo será. Cuando Juan hubo mencionado esa realeza que es natural a nuestro divino Señor, y ese imperio que le ha venido por conquista y como un don del Padre como recompensa de toda Su aflicción, prosiguió a notar que nos “hizo reyes”. Nuestro Señor esparce la realeza entre Sus redimidos. Nosotros le alabamos porque Él es en Sí mismo un rey y también porque Él es un hacedor de reyes, fuente de honor y majestad. Él no sólo tiene suficiente realeza para Sí mismo, sino que entrega una medida de Su dignidad a Su pueblo. Él hace reyes de un material tan común como el que encuentra en nosotros, pobres pecadores. ¿No le adoraremos por esto? ¿No arrojaremos nuestras coronas a Sus pies? Él nos dio nuestras coronas, ¿y acaso no se las daremos a Él? “A Él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén”. ¡Rey por naturaleza divina! ¡Rey por derecho filial! ¡Hacedor de reyes, del muladar exalta al menesteroso para hacerle sentarse con príncipes! ¡Rey de reyes por el unánime amor de todos los que has coronado! ¡Tú eres Aquel a quien Tus hermanos alabarán! ¡Reina por los siglos de los siglos! Para ti sean los hosannas de bienvenida y los aleluyas de alabanza. Señor de tierra y cielo, que todas las cosas que son o que serán alguna vez te rindan toda la gloria en el grado más excelso. Hermanos, ¿no arden sus almas al pensar en las alabanzas de Emanuel? Yo llenaría gustosamente el universo con Su alabanza. ¡Oh, quién tuviera mil lenguas para cantar las glorias del Señor Jesús! Si el Espíritu que dictó las palabras de Juan ha tomado posesión de nuestros espíritus encontraremos que la adoración es nuestro más excelso deleite. Nunca estamos más cerca del cielo que cuando somos absorbidos en la adoración de Jesús, nuestro Señor y Dios. ¡Oh, que pudiera adorarle ahora como lo haré cuando, librado de este estorboso cuerpo, mi alma le contemple en la plenitud de Su gloria!

 

El capítulo nos deja la impresión de que la adoración de Juan se vio incrementada por su expectación de la segunda venida del Señor, pues clama: “He aquí que viene con las nubes”. Su adoración despertó su expectación que todo el tiempo permanecía en su alma como un elemento de esa vehemente calidez de amor reverente que derramó en su doxología. “He aquí que viene”, dijo, y así reveló una fuente de su reverencia. “He aquí que viene”, dijo, y esta exclamación fue el resultado de su reverencia. Él adoró hasta que su fe concibió vívidamente a su Señor y se convirtió en una segunda y más noble visión.

 

Creo, también, que su reverencia se hizo más profunda y su adoración se hizo más ferviente por su convicción de la prontitud de la venida de su Señor. “He aquí que viene”, o está en camino: tiene la intención de aseverar que incluso ahora está en camino. Así como los obreros son motivados a ser más diligentes en el servicio cuando oyen las pisadas de su capataz, así, sin duda, los santos son vivificados en su devoción cuando están conscientes de que Aquel a quien adoran se está acercando. Él se ha ido al Padre por un tiempo y entonces nos ha dejado solos en este mundo; pero Él ha dicho: “Vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo”, y confiamos que guardará Su palabra. Dulce es el recuerdo de esa amorosa promesa. Esa seguridad está derramando su olor en el corazón de Juan mientras se encuentra adorando; y se vuelve inevitable, así como también sumamente conveniente y adecuado, que su doxología en su conclusión le introduzca al propio Señor y lo conduzca a clamar: “He aquí él viene”. Habiendo adorado en medio de los puros de corazón, ve al Señor; habiendo adorado al Rey, le ve presidir en el tribunal y aparecer en las nubes del cielo. Una vez que entramos en las cosas celestiales no sabemos hasta dónde podemos llegar o qué tan alto podemos escalar. Juan, que comenzó bendiciendo a las iglesias, ahora contempla a su Señor.

 

¡Que el Espíritu Santo nos ayude a pensar reverentemente en la portentosa venida de nuestro bendito Señor, cuando aparezca para deleite de Su pueblo y espanto de los impíos!

 

Hay tres cosas en el texto. Para algunos de ustedes parecerán cosas comunes y corrientes, y, ciertamente, son cosas comunes y corrientes de nuestra divina fe, y sin embargo, no puede haber nada de mayor importancia. La primera es, nuestro Señor Jesús viene: “He aquí que viene con las nubes”. La segunda es, la venida de nuestro Señor Jesucristo será vista por todos: “Todo ojo le verá, y los que le traspasaron”. Y, en tercer lugar, esta venida producirá gran aflicción: “Todos los linajes de la tierra harán lamentación por él”.

 

I.   ¡Que el Espíritu Santo nos ayude mientras, en primer lugar, recordamos que NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO VIENE!

 

Este anuncio es considerado digno de una nota de admiración. Como los latinos dirían, hay un “Ecce” que ha sido introducido aquí: “He aquí, que viene”. Así como en los viejos libros los impresores ponían manos al margen que señalaban pasajes especiales, ¡así es este “he aquí”! Es un Nota Bene (Nótese Bien) que nos exhorta a notar bien lo que estamos leyendo. Aquí hay algo que hemos de sostener y contemplar. Oímos ahora una voz que clama: “¡Venid y ved!” El Espíritu Santo nunca usa palabras superfluas ni redundantes notas de exclamación; cuando Él clama: “¡He aquí!”, es porque hay una razón para una atención profunda y duradera. ¿Apartarás tu mirada cuando Él te pide que hagas una pausa y ponderes, que te quedes y mires? Oh, tú que has estado contemplando vanidad, ven y contempla el hecho de que Jesús viene. Tú que has estado contemplando esto y contemplando aquello, y que no has estado pensando en nada digno de tus pensamientos; olvida esas visiones y esos espectáculos pasajeros, y por una vez contempla una escena que no tiene ningún paralelo. No se trata de un monarca en su jubileo, sino del Rey de reyes en Su gloria. Ese mismo Jesús que ascendió al cielo desde el monte del Olivar vendrá de nuevo a la tierra de la misma manera que Sus discípulos le vieron subir al cielo. Vengan y vean este grandioso espectáculo. Si ha habido alguna vez algo en el mundo digno de mirarse, es esto. ¡Mirad y ved si hubo jamás gloria como Su gloria! Escuchen el clamor de medianoche: “Aquí viene el esposo”. Tiene que ver prácticamente con ustedes. “Salid a recibirle”. Esta voz es para ustedes, oh hijos de los hombres. No se aparten descuidadamente, pues el propio Señor Dios exige su atención; ¡el les manda que “Miren”! ¿Estarás ciego cuando Dios te ordena que mires? ¿Cerrarás tus ojos cuando tu Salvador clama: “He aquí”? Cuando el dedo de la inspiración señala el camino, ¿no se fijará tu ojo en el lugar hacia el cual te dirige? “He aquí que viene”. Oh mis oyentes, miren aquí, se los suplico.

 

Si leemos cuidadosamente las palabras de nuestro texto, este “He aquí” nos muestra primero, que esta venida ha ser percibida vívidamente. Me parece ver a Juan. Él está en el espíritu; pero de pronto parece sobresaltado y llevado a una más intensa y más solemne atención. Su mente está más despierta de lo usual, aunque él siempre fue un hombre de ojos radiantes que miraban a la distancia. Lo comparamos siempre con el águila por la altura de su vuelo y la agudeza de su visión; sin embargo, de pronto, aun él parece sobresaltado con una visión más asombrosa. Él exclama: “¡He aquí! ¡He aquí!” Ha divisado a su Señor. No dice: “Él vendrá pronto”, sino “Puedo verle, Él viene ahora”. Evidentemente se ha dado cuenta del segundo advenimiento. Él ha concebido de tal manera la segunda venida del Señor que se ha convertido en un asunto factual para él; en un asunto del que hay que hablar e incluso del que hay que escribir. “He aquí que viene”. ¿Nos hemos dado cuenta, ustedes y yo, de la venida de Cristo tan plenamente como esto? Tal vez creamos que Él vendrá. Espero que todos hagamos eso. Si creemos que el Señor Jesús ha venido la primera vez, creemos también que Él vendrá la segunda vez; pero, ¿son éstas verdades confirmadas para nosotros? Quizás hemos comprendido vívidamente el primer advenimiento: de Belén al Gólgota y del Calvario al monte del Olivar hemos seguido los pasos del Señor, entendiendo ese bendito clamor: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Sí, ‘el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad’. ¿Pero hemos captado con igual firmeza el pensamiento de que Él viene por segunda vez sin relación con el pecado? Cuando nos reunimos en feliz comunión, ¿nos decimos ahora unos a otros: “Sí, nuestro Señor viene”? No sólo debería ser una profecía firmemente creída entre nosotros, sino una escena proyectada en nuestras almas y anticipada en nuestros corazones. Mi imaginación ha pintado esa terrible escena: pero mejor aún, mi fe la ha captado. He oído las ruedas de los carros del Señor que se acercan y me he esforzado en poner mi casa en orden para recibirle. He sentido la sombra de esa gran nube que le acompañará enfriando el ardor de mi mundanalidad. Oigo aun ahora en espíritu el sonido de la última trompeta, cuya tremenda resonancia sobresalta mi alma y la conduce a una seria acción y fortalece mi vida. ¡Quiera Dios que yo viva más completamente bajo la influencia de ese augusto evento!

 

Hermanos y hermanas, yo los invito a esta comprensión. Yo desearía que fuéramos juntos en esto, hasta que al salir de casa nos dijéramos unos a otros: “He aquí que viene”. Alguien le dijo a su compañero después de que el Señor hubo resucitado: “Ha resucitado el Señor verdaderamente”. Yo quiero que se sientan tan seguros esta noche de que el Señor viene en verdad, y quisiera que se dijeran lo mismo unos a otros. Estamos seguros de que Él vendrá, y que viene en camino; pero el beneficio de una más vívida comprensión sería incalculable.

 

Esta venida ha de ser proclamada celosamente, pues Juan no dice tranquilamente: “Él viene”, sino que clama vigorosamente: “He aquí que viene”. Tal como el heraldo de un rey hace un prefacio a su mensaje por medio de un sonido de trompeta que llama la atención, así también Juan clama: “He aquí”. Así como el antiguo pregonero era propenso a decir: “¡Oh sí! ¡Oh sí! ¡Oh sí!”, o a usar algún otro estribillo impactante que llamaba a los hombres a prestar atención a su anuncio, así Juan está en medio de nosotros y clama: “He aquí que viene”. Él llama la atención mediante esa enfática palabra: “He aquí”. No es ningún mensaje ordinario el que trae y no quisiera que tratáramos su palabra como un dicho que es una cosa común. Él pone su corazón en el anuncio. Lo proclama en voz alta, lo proclama solemnemente, y lo proclama con autoridad: “He aquí que viene”.

 

Hermanos, ninguna verdad debería ser proclamada más frecuentemente después de la primera venida del Señor, como esta segunda venida; y no se podrían exponer todos los fines y conexiones de la primera venida si se olvidara la segunda. En la Cena del Señor no hay ningún discernimiento del cuerpo del Señor a menos que disciernan Su primera venida y no hay un beber de Su copa a plenitud, a menos que le oigan decir: “Hasta que yo venga”. Tienen que mirar hacia delante así como hacia atrás. Así tiene que ser con todos nuestros ministerios: tienen que mirarle en la cruz y en el trono. Tenemos que percibir vívidamente que Aquel que ha venido una vez, viene otra vez, o de lo contrario nuestro testimonio se verá desfigurado y desequilibrado. Si dejamos fuera a cualquiera de los dos advenimientos haremos un trabajo inaceptable en la predicación y la enseñanza.

 

Y en seguida ha de ser aseverado incuestionablemente. “He aquí que viene”. No es: “Quizás Él podría aparecer todavía”. “He aquí él viene” debería ser afirmado dogmáticamente como una certeza absoluta que ha sido comprendida por el corazón del hombre que la proclama. “He aquí él viene”. Todos los profetas dicen que Él vendrá. Desde Enoc hasta el último profeta que habló por inspiración declaran: “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares”. No encontrarán a uno que haya hablado por la autoridad de Dios, que, ya sea directamente o por implicación, no afirme la venida del Hijo del hombre, cuando las multitudes nacidas de mujer sean convocadas a Su tribunal para recibir la recompensa de sus actos. Todas las promesas están afanadas con este pronóstico: “He aquí él viene”. Contamos con Su propia palabra para ello y esto le proporciona una doble seguridad. Él nos ha dicho que vendrá de nuevo. Él les aseguró a Sus discípulos a menudo que si se iba de ellos, vendría a ellos otra vez; y nos dejó la Cena del Señor como una señal de la partida a ser observada hasta que Él venga. Las veces que partimos el pan se nos recuerda el hecho de que, aunque es una ordenanza sumamente bendita, con todo es una ordenanza temporal, que cesará de ser celebrada cuando nuestro ausente Señor esté presente una vez más entre nosotros.

 

Amados hermanos, ¿qué hay que impida que Cristo venga? Cuando he estudiado y reflexionado en esta palabra: “He aquí él viene”, sí, me he dicho a mí mismo, en verdad viene; ¿quién lo detendría? Su corazón está con Su iglesia en la tierra. Él desea celebrar la victoria en el lugar donde peleó la batalla. Sus delicias son con los hijos de los hombres. Todos Sus santos están en espera del día de Su advenimiento y Él está esperando también. La propia tierra en su aflicción y su gemir está con dolores de parto por Su venida que ha de ser su redención. La creación fue sujetada a vanidad por un corto tiempo, pero cuando el Señor venga otra vez, la creación misma será libertada de la esclavitud de la corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Podríamos cuestionar que venga una segunda vez si no hubiera venido ya una primera vez; pero si vino a Belén, tengan la seguridad de que Sus pies se posarán sobre el monte del Olivar. Si vino a morir, no duden que vendrá a reinar. Si vino para ser despreciado y desechado entre los hombres, ¿por qué habríamos de dudar de que venga para ser admirado por todos aquellos que creen? Su segura venida ha de ser aseverada incuestionablemente.

 

Queridos amigos, este hecho de que Él vendrá de nuevo, ha de enseñarse como algo que exige nuestro interés inmediato. “He aquí que viene con las nubes”. He aquí, mírenlo; mediten en ello. Vale la pena pensar en ello. Te concierne. Estúdialo una y otra vez. “Él viene”. Como Él estará aquí tan pronto, la afirmación está expresada en el tiempo presente: “Él viene”. Ese sacudimiento de la tierra, esa extinción del sol y de la luna, esa huida del cielo y de la tierra delante de Su rostro, todas esas cosas están aquí tan cercanamente que Juan las describe como realizadas. “He aquí que viene”.

 

Hay un sentido que yace en el trasfondo: que Él ya viene en camino. Todo lo que Él está haciendo en providencia y en gracia es una preparación para Su venida. Todos los eventos de la historia humana, todas las grandes decisiones de Su augusta majestad mediante las cuales gobierna todas las cosas, todo eso contribuye al día de su venida. No piensen que Él demora Su venida, y que luego, de pronto, se apresurará a venir a toda prisa. Él ha arreglado que tenga lugar tan pronto como la sabiduría lo permita. Nosotros no sabemos qué pudiera motivar que la presente demora sea imperativa; pero el Señor lo sabe y eso basta. Te sientes incómodo porque han pasado cerca de dos mil años desde su ascensión y Jesús no ha venido todavía; pero tú no sabes qué debía ser arreglado y hasta qué punto el lapso era absolutamente necesario para los designios del Señor. Los asuntos que han llenado la gran pausa no son asuntos insignificantes; los siglos que han transcurrido han estado llenos de portentos. Mil cosas hubieran podido ser necesarias en el cielo mismo antes de que se pudiera alcanzar la consumación de todas las cosas. Cuando nuestro Señor venga se verá que vino tan pronto como pudo, hablando a la manera de Su infinita sabiduría, pues Él no podría comportarse de otra manera que sabiamente, perfectamente, divinamente. Él no puede ser motivado por el miedo o la pasión como para actuar apresuradamente como tú y yo lo hacemos con demasiada frecuencia. Él mora en el sosiego de la eternidad y en la serenidad de la omnipotencia. No tiene que medir días, ni meses, ni años, ni lograr hacer tanto en tal espacio o dejar inconclusa la obra de Su vida; pero de acuerdo al poder de una vida sin fin Él prosigue firmemente adelante, y para Él mil años son como un día. Por tanto tengan la seguridad de que el Señor está viniendo incluso ahora. Él está haciendo que todo coincida en ese sentido. Todas las cosas están obrando para ese grandioso clímax. En este momento y en todo momento desde que se fue, el Señor Jesús ha estado regresando. “He aquí que viene”. ¡Viene en camino! ¡Él está más cerca cada hora!

 

Y se nos informa que Su venida estará acompañada por una señal peculiar. “He aquí que viene con las nubes”. No tendremos ninguna necesidad de preguntar si es el Hijo del hombre el que ha venido o si ha venido realmente. Esto no va a ser un asunto secreto. Su venida será tan manifiesta como aquellas nubes. En el desierto la presencia de Jehová era conocida por una columna de nube visible de día y por una igualmente visible columna de fuego de noche. Esa columna de nube era la señal segura de que el Señor estaba en su lugar santo, morando entre los querubines. Así es la señal de la venida del Señor Cristo.

 

“Todo ojo oteará la nube,

La insignia del Hijo del hombre”.

 

Así está escrito, “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria”. No puedo citar en este momento todos esos múltiples pasajes de la Escritura en los que se indica que nuestro Señor vendrá ya sea sentado en una nube, o “con las nubes”, o “con las nubes del cielo”; pero tales expresiones abundan. ¿Acaso no es para mostrar que Su venida será majestuosa? Él convierte a las nubes en Sus carruajes. Viene con ejércitos de ayudantes que son de una clase más noble que la que los monarcas terrenales pueden convocar para que les rindan homenaje. Él viene con nubes de ángeles, querubines, serafines y todos los ejércitos del cielo. Con todas las fuerzas de la naturaleza, con nube cargada de truenos y negrura de la tempestad el Señor de todo hace Su triunfante entrada para juzgar al mundo. Las nubes serán el polvo de Sus pies en aquel terrible día de la batalla cuando se librará de Sus adversarios desprendiéndolos de la tierra con Su trueno, y consumiéndolos con la llama devoradora de Su rayo. Todo el cielo se reunirá con su pompa suprema para el grandioso advenimiento del Señor, y toda la terrible grandeza de la naturaleza será vista entonces en su plenitud. Jesús vendrá no como el Varón de dolores, despreciado y desechado entre los hombres, sino como vino Jehová al Sinaí en medio de densas nubes y de una terrible oscuridad, así vendrá Él, cuya venida será el juicio final.

 

Las nubes tienen la intención de exponer el poderío, así como la majestad de Su venida. “Atribuid poder a Dios; sobre Israel es su magnificencia, y su poder está en las nubes” (1). Esa fue la regia señal dada por Daniel, el profeta, en su capítulo séptimo, en el versículo trece, “Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre”. No menos que divina es la gloria del Hijo de Dios, que una vez no tenía dónde reclinar Su cabeza. Los objetos más sublimes en la naturaleza ministrarán de manera sumamente apropiada a la manifiesta gloria del Rey de los hombres que regresa. “He aquí que viene”, no con los pañales de Su infancia, no con el cansancio de Su edad adulta, no con la vergüenza de Su muerte, sino con toda la gloriosa tapicería de las excelsas cámaras del cielo. Los cortinajes de la sala del trono divino ayudarán a resaltar Su magnificencia.

 

Las nubes denotan también el terror de Su venida para los impíos. Sus santos serán arrebatados juntamente con Él en las nubes para recibir al Señor en el aire; pero para quienes permanecerán en la tierra las nubes presentarán su negrura y el horror de las tinieblas. Entonces los impenitentes contemplarán esta terrible visión: el Hijo del hombre que viene en las nubes del cielo. Las nubes los llenarán de terror y el terror será justificado abundantemente, pues esas nubes están henchidas de venganza y estallarán en juicio sobre sus cabezas. Su gran trono blanco, aunque sea brillante y lustroso con esperanza para Su pueblo, con su misma brillantez y blancura de inmaculada justicia dejará muertas las esperanzas de todos los que confiaron que podían vivir en pecado y, pese a ello, quedar sin castigo. “He aquí que viene. Viene con las nubes”.

 

Felices circunstancias me rodean esta noche porque mi tema no requiere de ningún esfuerzo de la imaginación de mi parte. Entregarse a la fantasía en un tema así sería una desventurada profanación de un asunto tan sublime que por su propia simplicidad debería quedar claro para todos los corazones. Piensen claramente por un momento hasta que el significado se vuelva real para ustedes. Jesucristo está viniendo, y viniendo en un inusitado esplendor. Cuando Él venga estará entronizado muy por encima de los ataques de Sus enemigos, de las persecuciones de los impíos y de los escarnios de los escépticos. Él está viniendo en las nubes del cielo y nosotros estaremos entre los testigos de Su advenimiento. Reflexionemos en esta verdad.

 

II.   Nuestra segunda observación es ésta: TODOS VERÁN LA VENIDA DE NUESTRO SEÑOR. “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron”.

 

Yo deduzco de esta expresión, primero, que será un advenimiento literal, y un espectáculo real. Si el segundo advenimiento fuera a ser una manifestación espiritual, a ser percibida por las mentes de los hombres, la fraseología sería, “Toda mente lo percibirá”. Pero no es así; leemos, “Todo ojo le verá”. Ahora bien, la mente puede contemplar lo espiritual pero el ojo sólo puede ver lo que es claramente material y visible. El Señor Jesucristo no vendrá espiritualmente, pues en ese sentido Él está siempre aquí; pero Él vendrá real y sustancialmente, pues todo ojo le verá, aun esos ojos carnales que le contemplaron con odio y le traspasaron. No te alejes ni sueñes diciéndote: “Oh, hay algún significado espiritual respecto a todo esto”. No destruyas la enseñanza del Espíritu Santo con la idea de que habrá una manifestación espiritual del Cristo de Dios, sino que un advenimiento literal está fuera de toda duda. Eso sería alterar el registro. El Señor Jesús vendrá a la tierra una segunda vez tan literalmente como vino una primera vez. El mismo Cristo que comió parte de un pez asado y un panal de miel después de que hubo resucitado de los muertos; el mismo que dijo: “Palpad y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”, este mismo Jesús, con un cuerpo material ha de venir en las nubes del cielo. De la misma manera que fue al cielo, así vendrá. Será visto literalmente. Las palabras no pueden ser leídas honestamente de ninguna otra manera.

 

“Todo ojo le verá”. Sí, yo en verdad espero ver literalmente a mi Señor Jesús con estos mis ojos, así como lo esperaba ver aquel santo que hace mucho tiempo se quedó dormido creyendo que aunque los gusanos devoraran su cuerpo, en su carne vería a Dios, a quien sus ojos le verían por sí mismo, y no otro. Habrá una resurrección real del cuerpo, aunque los modernos lo duden: será una resurrección tal que veremos a Jesús con nuestros propios ojos. No nos encontraremos en una tierra de sombras y de ensoñación de ficciones flotantes donde podemos percibir pero no podemos ver. No seremos ‘nadas’ insustanciales, misteriosas, vagas e impalpables; sino que literalmente veremos a nuestro glorioso Señor, cuyo advenimiento no será ningún espectáculo de fantasmas, ninguna danza de sombras. Ningún día será más real que el día del juicio; ningún espectáculo será más verdadero que el Hijo del hombre en el trono de Su gloria. Llévense esta declaración a casa para que sientan su fuerza. En estos días nos estamos alejando a demasiada distancia de los hechos y nos estamos adentrando en el reino de los mitos y de las opiniones. “Todo ojo le verá”, y en esto no habrá ningún engaño.

 

Noten bien que Él será visto por toda clase de hombres vivientes: todo ojo le verá: el rey y el campesino, los más ilustrados y los más ignorantes. Los que antes estaban ciegos le verán cuando venga. Yo recuerdo a un hombre que nació ciego y que amaba a nuestro Señor muy intensamente, que estaba habituado a gloriarse en esto: que sus ojos habían sido reservados para su Señor. Decía él: “al primero que veré jamás será el Señor Jesucristo. La primera visión que salude a mis ojos recién abiertos será el Hijo del hombre en Su gloria”. Hay gran consuelo en esto para todos los que son ahora incapaces de contemplar el sol. Como “todo ojo le verá”, tú también verás al Rey en Su hermosura. Escaso placer es este para los ojos que están llenos de inmundicia y altivez: a ti no te importa ese espectáculo y sin embargo tendrás que verlo ya sea que quieras o no. Hasta aquí has cerrado los ojos a las cosas buenas, pero cuando Jesús venga tendrás que verlo. Todos los que moran sobre la faz de la tierra, si no al mismo tiempo, sí con la misma certeza, contemplarán al Señor que una vez fue crucificado. No podrán ocultarse, ni esconderlo para que los ojos de ustedes no le vean. Ellos temerán esa visión, pero vendrá sobre ellos así como el sol brilla en el ladrón que se deleita en las tinieblas. Ellos se verán obligados a reconocer consternados que están contemplando al Hijo del hombre; estarán tan sobrecogidos por la visión que no habrá forma de negarlo.

 

Será visto por aquellos que han estado muertos desde hace mucho tiempo. ¡Qué espectáculo será para Judas, y para Pilato, y para Caifás y para Herodes! ¡Qué visión será para quienes en vida dijeron que no había ningún Salvador y que no había necesidad de uno o que Jesús era un simple hombre, y que Su sangre no era una propiciación para el pecado! Los que se mofaban y le vilipendiaban murieron hace mucho tiempo, pero todos ellos resucitarán, y resucitarán a esta herencia entre el resto: que verán a Aquel contra quien blasfemaron sentado en las nubes del cielo. Los prisioneros se turban a la vista del juez. La trompeta del juicio final no trae ninguna música para los oídos de los criminales. ¡Pero tú tendrás que oírla, oh pecador impenitente! Aun en tu tumba tendrás que oír la voz del Hijo de Dios, y vivir, y salir de la tumba para recibir lo que hayas hecho mientras estabas en el cuerpo, sea bueno o sea malo. La muerte no puede ocultarte, ni la bóveda del sepulcro puede esconderte, ni la podredumbre y la corrupción pueden liberarte. En tu cuerpo estás obligado a ver al Señor que te juzgará tanto a ti como a tus compañeros.

 

Se menciona que le verán especialmente quienes le traspasaron. En esto está incluido todo el conjunto de hombres que le clavó al madero, junto con aquellos que tomaron la lanza y le abrieron Su costado; en verdad, todos los que tuvieron que ver con Su cruel crucifixión. Incluye a todos esos, pero también abarca a muchos más. “Y los que le traspasaron” no son de ninguna manera unos cuantos. ¿Quiénes le han traspasado? Pues bien, aquellos que una vez profesaron amarle pero que se han regresado al mundo. A esos que una vez corrían bien, “¿Qué los estorbó?” Y ahora usan sus lenguas para hablar en contra de Cristo a quien profesaron amar una vez. También le han traspasado aquellos cuyas vidas inconsistentes han acarreado deshonra al sagrado nombre de Jesús. También le han traspasado aquellos que rehusaron Su amor, que ahogaron sus conciencias y rechazaron sus reprensiones. ¡Ay, que tantos entre ustedes estén traspasándole ahora por su vil descuido de Su salvación! Aquellos que iban cada domingo a oír acerca de Él, y que siguieron siendo oidores únicamente, destruyendo sus propias almas antes que ceder a Su infinito amor: estos traspasaron Su tierno corazón. Queridos oyentes, yo desearía poder argumentar eficazmente con ustedes esta noche, de manera que no siguieran perteneciendo por más tiempo al número de aquellos que le traspasaron. Si miran a Jesús ahora, y lamentan por su pecado, Él quitará su pecado y entonces no se avergonzarán de verle en aquel día. Aunque le traspasaron, serán capaces de cantar: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”. Pero recuerden que si siguieran traspasándole y continuaran luchando en contra de Él, todavía tendrían que verle en aquel día, para su terror y desesperación. Ustedes le verán y yo también, por mal que nos portemos. ¡Y qué horror nos provocará esa visión!

 

Yo no me sentía apto para predicarles esta noche, pero el último domingo dije que predicaría esta noche si sentía que podía hacerlo de alguna manera. Casi no parecía posible, pero no podía hacer menos que mantener mi palabra; también anhelaba estar con ustedes por causa de ustedes mismos pues pudiera ser que quedaran pocas ocasiones en las que se me permita predicar el Evangelio entre ustedes. Con frecuencia estoy enfermo; ¡quién sabe cuán pronto voy a llegar a mi fin! Yo quisiera usar toda la fortaleza física y la oportunidad providencial que me quedan. Nunca sabemos cuán pronto podemos ser cortados, y entonces nos alejamos para siempre de la oportunidad de beneficiar a nuestros semejantes. Sería una lástima tener que partir sin haber aprovechado una oportunidad de hacer el bien. Entonces quisiera argumentar apasionadamente con ustedes bajo la sombra de esta gran verdad: yo quisiera exhortarlos a que se preparen, puesto que tanto ustedes como yo contemplaremos al Señor en el día de Su venida. Sí, yo voy a estar en esa gran multitud. Ustedes también estarán allí. ¿Cómo se sentirán? Tal vez no estén acostumbrados a asistir a un lugar de adoración; pero ustedes estarán allí y el lugar será muy solemne para ustedes. Pudieran ausentarse de las asambleas de los santos, pero no serán capaces de ausentarse de la asamblea de aquel día. Tú estarás allí, en esa gran multitud y verás a Jesús el Señor tan ciertamente como si fueras la única persona delante de Él, y Él te verá a ti tan ciertamente como si fueras la única persona que fue convocada a su tribunal.

 

Al concluir con mi segundo encabezado te pido amablemente que pienses en todo esto. Repite en silencio las palabras, “Todo ojo le verá, y los que le traspasaron”.

 

III.   Y ahora tengo que concluir con el tercer encabezado, que es doloroso, pero que necesita ser explicado: SU VENIDA CAUSARÁ GRAN AFLICCIÓN. ¿Qué dice el texto acerca de Su venida? “Todos los linajes de la tierra harán lamentación por él”.

 

“Todos los linajes de la tierra”. Entonces esta aflicción será muy general. Tú pensabas, tal vez, que cuando Cristo viniera, vendría a un mundo alegre que le daba la bienvenida con cantos y música. Tú pensabas que podría haber unas cuantas personas impías que serían destruidas por el aliento de Su boca, pero que la mayoría de la humanidad le recibiría con deleite. Mira cuán diferente: “Todos los linajes de la tierra”, esto es, toda clase de hombres que pertenecen a la tierra; todos los hombres terrenales, hombre provenientes de todas las naciones y linajes y lenguas llorarán y se lamentarán, y crujirán sus dientes a Su venida. ¡Oh, señores, esta es una triste perspectiva! No podemos profetizar cosas halagüeñas. ¿Qué piensan de esto?

 

Y, en seguida, esta aflicción será muy grande. Harán lamentación. No puedo expresar en inglés el pleno significado de esa palabra que es sumamente expresiva. Si la pronuncian detenidamente transmitirá su propio significado. Es como cuando los hombres se retuercen las manos y estallan en un fuerte grito o como cuando las mujeres orientales, en su angustia, rasgan sus ropas y alzan sus voces con las notas más fúnebres. Todos los linajes de la tierra harán lamentación: se lamentarán como una madre se lamenta por su hijo muerto; se lamentarán como un hombre podría lamentarse al verse encarcelado sin esperanza y condenado a morir. Así será el dolor desesperanzado de todos los linajes de la tierra ante la visión del Cristo en las nubes; aunque sigan siendo impenitentes no serán capaces de quedarse callados; no serán capaces de reprimir u ocultar su angustia, sino que se lamentarán o darán abiertamente rienda suelta a su horror. ¡Qué sonido será ese que subirá al alto cielo cuando Jesús se siente en la nube y en la plenitud de Su poder los convoque a juicio! “Harán lamentación por él”.

 

¿Se oirá tu voz en esa lamentación? ¿Se quebrantará tu corazón en esa consternación general? ¿Cómo escaparás? Si eres uno de los linajes de la tierra y sigues siendo impenitente, lamentarás con el resto de ellos. A menos que acudas presurosamente a Cristo ahora y te ocultes en Él, y así te conviertas en uno de los del linaje del cielo –uno de Sus escogidos y uno de los lavados con sangre que alabarán Su nombre por lavarlos de sus pecados- a menos que hagas eso, habrá lamentos en el tribunal de Cristo, y tú estarás lamentándote.

 

Entonces queda muy claro que los hombres no serán universalmente convertidos cuando Cristo venga; porque si lo fueran, no lamentarían. Entonces elevarían el grito: “¡Bienvenido, bienvenido, Hijo de Dios!” La venida de Cristo sería como lo expresa el himno:

 

“¡Escuchen esas explosivas aclamaciones!

¡Escuchen esos resonantes acordes triunfantes!

Jesús asume la más excelsa posición.

¡Oh, cuánto gozo proporciona el espectáculo!”

 

Esas aclamaciones provienen de Su pueblo. Pero de acuerdo al texto la multitud de la humanidad llorará y hará lamentación, y por tanto, ellos no estarán entre Su pueblo. Entonces no busquen la salvación posponiéndola para un día venidero, sino crean en Jesús ahora, y encuentren en Él a su Salvador de inmediato. Si te gozas en Él ahora te regocijarás más en Él en aquel día; pero si tienes motivos para hacer lamentación a Su venida, será bueno que te lamentes de inmediato.

 

Noten una verdad adicional. Es muy cierto que cuando Jesús venga en esos últimos días los hombres no estarán esperando grandes cosas de Él. Tú sabes la plática que sostienen en estos días acerca de “una esperanza más grande”. Hoy engañan a la gente con el inútil sueño de un arrepentimiento y de una restauración después de la muerte, una ficción que no está sustentada en la más pequeña tilde de la Escritura. Si estos linajes de la tierra esperaban que cuando Cristo viniera todos morirían y dejarían de ser, eso sería motivo de regocijo porque gracias a ello escaparían de la ira de Dios. ¿No diría cada incrédulo: “sería una consumación deseable ardientemente”? Si pensaban que a Su venida habría una restauración universal y una liberación general de la cárcel de almas encerradas en prisión por largo tiempo, ¿harían lamentación? Si se pudiera suponer que pudiera venir para proclamar una restauración general no harían lamentación, sino que gritarían de júbilo. ¡Ah, no! Es debido a que Su venida es para los impenitentes negra con una vacía desesperación que van a lamentarse por causa de Él. Si Su primera venida no te da vida eterna, Su segunda venida no lo hará. Si no te escondes en Sus heridas cuando viene como tu Salvador, no habrá ningún escondite para ti cuando venga como tu Juez. Ellos van a llorar y a hacer lamentación porque, habiendo rechazado al Señor Jesús, le han dado la espalda a la última posibilidad de esperanza.

 

¿Por qué hacen lamentación por él? ¿No será porque le verán en Su gloria, y recordarán que lo menospreciaron y le desecharon? Verán que viene para juzgarlos y recordarán que una vez estuvo a su puerta con misericordia en Sus manos, y decía: “Ábreme”, pero no quisieron admitirlo. Rechazaron Su sangre: rehusaron Su justicia: menospreciaron Su nombre sagrado; y ahora tienen que rendir cuenta de esta maldad. Lo alejaron con escarnio, y ahora, cuando venga, descubrirán que no pueden menospreciarlo más. Los días de juegos de niños y de necia demora han terminado; y ahora tienen que rendir solemnemente cuentas de su vida. ¡Miren, los libros son abiertos! Están cubiertos de consternación al recordar sus pecados, y saben que están registrados con una pluma fiel. Tienen que rendir cuentas; y sin ser lavados y perdonados no pueden rendir esas cuentas sin saber que la sentencia será: “Apartaos de mí, malditos”. Esta es la razón por la que lloran y hacen lamentación por Él.

 

Oh, almas, mi amor natural por la comodidad me conduce a desear que pudiera predicarles cosas agradables; pero esas cosas no están en mi comisión. Sin embargo casi no necesito desear predicar un evangelio benévolo, pues tantos ya lo están haciendo a costa de ustedes. Como amo a sus almas inmortales no me atrevo a adularlos. Como tendré que responder por ello en el último gran día, tengo que decirles la verdad.

 

“Ustedes, pecadores, busquen el rostro de Aquel

Cuya ira no pueden soportar”.

 

Busquen la misericordia de Dios esta noche. Yo he venido adolorido aquí para implorarles que se reconcilien con Dios. “Honrad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira. Bienaventurados todos los que en él confían”.

 

Pero si no quieren recibir a mi Señor, Él viene de todas maneras para eso. Él está en camino ahora, y cuando venga ustedes harán lamentación por Él. ¡Oh, que lo hicieran su amigo y entonces lo recibirían con júbilo! ¿Por qué habrían de morir? Él da vida a todos aquellos que confían en Él. Crean y vivan.

 

Que Dios salve sus almas esta noche, y Él recibirá la gloria. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Apocalipsis 1.

 

Nota del traductor:

(1) La palabra nubes en cursiva está tomada de la traducción ofrecida por la Biblia Americana San Jerónimo.

 

 

 

Traductor: Allan Román

10/Julio/2014

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