El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Ladrón Moribundo Bajo Una Nueva Luz

NO. 1881

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL DOMINGO 23 DE AGOSTO, 1885

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES,

Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 31 DE ENERO DE 1886.

 

“Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condición? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Lucas 23: 40-42.

 

Cada vez que se habla de la conversión del ladrón moribundo, muchísimas personas recuerdan que fue salvado en el artículo de la muerte y hablan extensa y exclusivamente de eso. Este ladrón ha sido citado siempre como un ejemplo de salvación a la undécima hora y, en efecto, lo es. En su caso queda demostrado que con tal de que un hombre se arrepienta obtiene el perdón. La cruz de Cristo es benéfica incluso para un hombre que cuelga de una horca y está próximo a su hora final. Aquel que es grande para salvar fue poderoso, aun en Su propia muerte, para arrebatar a otros de la mano del destructor a pesar de que estuvieran a punto de expirar.

 

Pero lo que esta historia nos enseña, no se limita a eso, y siempre es una lástima considerar exclusivamente un punto pasando por alto a todos los demás, y perderse así, quizás, de lo más importante. Tantas veces ha sido ése el caso, que ha producido una especie de sentimiento de repulsión en algunas mentes que se han visto impulsadas a tomar una dirección equivocada por su deseo de protestar contra lo que consideran que constituye un error común.

 

Leí el otro día que esta historia del ladrón agonizante, no debería ser utilizada como un estímulo para fomentar que la gente espere a llegar al lecho mortuorio para que se arrepienta. Hermanos, si el autor se hubiera propuesto que esta historia no fuera usada nunca para promover que la gente postergara el arrepentimiento hasta que se encontrara en el lecho mortuorio, su relato es correcto. Pero yo tengo la seguridad de que no era eso lo que se proponía. Ningún cristiano podría usarlo, ni lo usaría, tan dañinamente. Quien extrajera de la paciencia de Dios una razón para continuar en el pecado, estaría irremediablemente mal. Sin embargo, yo tengo la impresión de que la narración no se utiliza de esa manera con asiduidad y que ni siquiera los peores individuos la utilizan así, y tengo la seguridad de que ninguno de ustedes la usará de esa manera. No puede adaptarse apropiadamente para que se cumplan propósitos perversos con ella. No puede utilizarse para fomentar el robo como tampoco puede usarse para aplazar el arrepentimiento. Yo podría decir: “puedo ser un ladrón porque este ladrón fue salvado”, tan racionalmente, como podría decir: “puedo aplazar el arrepentimiento porque este ladrón fue salvado cuando estaba a punto de morir”. Es un hecho que no hay nada, por bueno que sea, que los hombres no pudieran pervertir y convertir en un mal, si sus corazones son malvados. La justicia de Dios es convertida en una razón para la desesperación, y Su misericordia es convertida en una excusa para pecar. Los impíos se ahogan en los ríos de la verdad con la misma facilidad que lo hacen en los estanques del error. Quien tiene el ánimo de destruirse a sí mismo puede asfixiar su alma con el Pan de vida o desmenuzarse contra la Roca de la eternidad. No hay ninguna doctrina de la gracia de Dios, por agraciada que fuera, que los hombres desprovistos de gracia no pudieran convertir en libertinaje.

 

Sin embargo, me aventuro a decir que si yo estuviera junto al lecho de un moribundo esta noche y lo encontrara ansioso por su alma, pero temeroso de que Cristo no pudiera salvarlo porque postergó su arrepentimiento hasta tan tarde, yo ciertamente le mencionaría al ladrón agonizante y lo haría con una buena conciencia y sin dudarlo. Yo le diría que, aunque estuviera tan cercano a la muerte como estuvo el ladrón sobre la cruz, con todo, si se arrepentía de su pecado y volvía con fe su rostro a Cristo, encontraría la vida eterna. Yo haría eso de todo corazón, regocijándome de  contar con una historia así para transmitírsela a alguien que estaba a las puertas de la eternidad. No creo que el Espíritu Santo me censurara por usar con ese fin un relato que Él mismo ha dejado registrado sabiendo de antemano que sería usado de esta manera. De todos modos, sentiría en mi propio corazón una dulce convicción de haber tratado el tema como debí haberlo tratado, y como tenía el propósito de ser usado, es decir, en hombres en una condición in extremis cuyos corazones se estuvieran volviendo al Dios viviente. ¡Oh, sí, pobre alma, prescindiendo de tu edad, o del período de vida que hubieres alcanzado, tú puedes encontrar ahora la vida eterna por medio de la fe en Cristo!

 

“El ladrón moribundo se regocijó al ver

Esa fuente en su día;

Y allí puedes tú también, aunque tan vil como él,

Ser limpiado de todos tus pecados”.

 

Muchas buenas gentes piensan que deben defender el Evangelio, pero el Evangelio nunca está tan seguro como cuando descuella en su propia majestad desnuda. No necesita que lo cubramos. Cuando lo protegemos con condiciones y lo custodiamos con excepciones y lo matizamos con observaciones, le sucede lo que le pasó a David con la armadura de Saúl: es estorbado y obstaculizado e incluso podría oírse que clama: “Yo no puedo andar con esto”. Dejen en paz al Evangelio, y salvará; si lo matizan, la sal habría perdido su sabor.

 

Me aventuraré a expresarlo de esta manera para ustedes. He oído decir que muy pocas personas son convertidas jamás en la ancianidad y se piensa que esa es una declaración que resulta ser sumamente incitante e impresionante para los jóvenes. Tiene ciertamente esa apariencia; pero, por otro lado, es una aseveración muy desalentadora para los ancianos. Yo objeto la frecuente repetición de tales declaraciones, pues no encuentro su equivalente en la enseñanza de nuestro Señor ni de Sus apóstoles. Ciertamente nuestro Señor habló de algunos que entraron en la viña a la hora undécima del día, y entre Sus milagros no sólo salvó a algunos moribundos, sino que resucitó incluso a los muertos. No se puede concluir nada de las palabras del Señor Jesús que vaya en contra de la salvación de los hombres a cualquier hora o a cualquier edad. Yo te digo que en el tema de tu aceptación para con Dios a través de la fe en Cristo Jesús, no importa qué edad tengas ahora. La misma promesa es para cada uno de ustedes: “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón”; y ya sea que se encuentren en las primeras etapas de la vida o que estén a pocas horas de la eternidad, si acuden presurosos ahora en busca de refugio a la esperanza puesta delante de ustedes en el Evangelio, serán salvados. El Evangelio que yo predico no excluye a nadie en razón de la edad o del carácter. Quienquiera que seas: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”, es el mensaje que tenemos que entregarte. Si les transmitimos la forma más extensa del Evangelio: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”, esto es válido para todo ser humano viviente, cualquiera que sea su edad. A mí no me da miedo de que esta historia del ladrón agonizante y penitente, que fue directo de la cruz a la corona, sea usada por ustedes inapropiadamente; pero si fueran lo suficientemente impíos para usarla, no puedo evitarlo. Eso sólo cumplirá la solemne Escritura que dice que el Evangelio es olor de muerte para muerte para algunos y que ese mismo Evangelio es olor de vida para vida para otros.

 

Pero yo no pienso, queridos amigos, que lo único especial del caso del ladrón sea la postergación de su arrepentimiento. Lejos de ser el único punto de interés, no es ni siquiera el punto primordial. De cualquier manera, otros puntos son todavía más notables para algunas mentes. Quiero mostrarles muy brevemente que hubo algo especial en su caso respecto a los medios de su conversión; en segundo lugar, algo especial en su fe; en tercer lugar, algo especial en el resultado de su fe mientras permaneció aquí abajo; y, en cuarto lugar, algo especial en la promesa obtenida por su fe: la promesa cumplida para él en el Paraíso.

 

I.   Primero, entonces, pienso que deberían notar muy cuidadosamente LA SINGULARIDAD Y LA PECULIARIDAD DE LOS MEDIOS POR LOS QUE EL LADRÓN FUE CONVERTIDO.

 

¿Cómo piensan que sucedió? Pues bien, no lo sabemos. No podríamos decirlo. Me parece que ese hombre era un ladrón inconverso e impenitente cuando lo clavaron a la cruz, porque uno de los evangelistas dice: “Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él”. Yo sé que pudo tratarse de una declaración general, y que es reconciliable con el hecho de que pudo ser expresada por un ladrón únicamente, según los métodos usados comúnmente por los críticos; pero yo no simpatizo con los críticos aun si son amigables. Yo siento tal respeto por la revelación que nunca permito que entre en mi propia mente la idea de discrepancias y errores; y cuando el evangelista dice: “ellos” yo creo que quiso decir “ellos”, y que estos dos ladrones, en los primeros momentos de su crucifixión, lanzaron improperios al Cristo con el que fueron crucificados. Parecería que por algún medio este ladrón debe de haber sido convertido mientras estuvo en la cruz. Seguramente nadie le predicó un sermón, ni le fue entregado ningún mensaje evangelístico al pie de su cruz, ni se celebró ninguna reunión de oración para orar especialmente por él. No parece que hubiera recibido instrucción alguna, o alguna invitación, o que le fuera dirigida alguna reconvención; y, con todo, este hombre se volvió un creyente sincero y acepto en el Señor Jesucristo.

 

Tengan la bondad de reflexionar sobre este hecho, y noten su incidencia práctica en los casos de muchas personas que nos rodean. Muchos de mis oyentes han sido instruidos desde su niñez, han sido amonestados, advertidos, se les ha implorado e invitado y, con todo, no han venido a Cristo; en cambio, este hombre, sin ninguna de esas ventajas, creyó en el Señor Jesucristo y encontró la vida eterna. ¡Oh, a ustedes que han vivido bajo el sonido del Evangelio desde su niñez este ladrón no los consuela sino que los acusa! ¿A qué se debe que persisten durante tanto tiempo en la incredulidad? ¿No creerán nunca en el testimonio del amor divino? ¿Qué más he de decirles? ¿Qué más podría decirles alguien más?

 

¿Qué creen que pudo haber convertido a este pobre ladrón? Se me ocurre que pudo haber sido, o más bien, que tuvo que haber sido la visión de nuestro grandioso Señor y Salvador. Para comenzar, tuvo ante sí el maravilloso comportamiento de nuestro Salvador en el camino a la cruz. Quizá el ladrón se había mezclado con todo tipo de personas dentro de la sociedad, pero no había visto nunca a un Hombre como Él. Nunca cruz alguna había sido llevada por un Portador de la Cruz de Su aspecto y de Su distinción. El ladrón se preguntaría quién podría ser ese Personaje manso y majestuoso. Oyó que las mujeres lloraban, y se preguntaba si alguien lloraría por él jamás. Pensaba que esa persona debía ser muy singular para que la gente se parara junto a Él con lágrimas en los ojos. Cuando oyó que ese misterioso ser Sufriente decía tan solemnemente: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos”, debe de haberse quedado mudo de asombro. Cuando recordó, en su agonía mortal, la singular mirada de piedad con que Jesús había visto a las mujeres, y el olvido de Sí mismo que resplandecía en Su mirada, sintió un extraño ablandamiento; fue como si un ángel se hubiera atravesado en su senda y le hubiese abierto sus ojos a un mundo nuevo y a una nueva forma de condición humana cuya semejanza no había visto antes. El ladrón y su compañero eran unos sujetos rudos y ásperos. Él, en cambio, era un Ser delicadamente formado y moldeado, de un orden superior en Sí mismo; sí, de un orden superior en relación a cualquiera de los hijos de los hombres. ¿Quién podía ser? ¿Qué debía ser? Aunque podía ver que sufría y desfallecía conforme avanzaba en Su camino, advirtió que no había ninguna palabra de queja, ninguna nota de execración a cambio de los vituperios de los que era el blanco. Sus ojos prodigaban amor sobre aquellos que lo miraban con odio. Seguramente esa marcha a lo largo de la Vía Dolorosa fue la primera parte del sermón que Dios predicó al corazón de ese malvado. Fue predicado también a muchos otros, que no tomaron en cuenta su enseñanza; pero por la gracia especial de Dios, en este hombre tuvo un efecto ablandador después que pensó y consideró eso. ¿Acaso no fue un probable y muy convincente medio de gracia?

 

Cuando él vio al Salvador rodeado por la soldadesca, cuando vio que los verdugos sacaban los martillos y los clavos y que lo acostaban de espaldas sobre la cruz y metían los clavos en Sus manos y en Sus pies, este criminal crucificado se quedó sorprendido y asombrado al oírlo decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. El ladrón mismo, probablemente, había enfrentado a sus verdugos con una maldición; pero oyó que este hombre musitaba una oración al grandioso Padre y, como judío, ya que probablemente lo era, entendió lo que significaba esa oración. Pero le sorprendería oír que Jesús oraba por sus asesinos. Esa era una petición sin precedente para él pues no había oído nada parecido y ni siquiera lo hubiera soñado. ¿De qué labios podía brotar sino de labios de un Ser divino? Se trataba de una oración muy amorosa, remisoria y divina que demostraba que Él era el Mesías. ¿Quién más había orado así jamás? Ciertamente ni David ni los reyes de Israel, quienes, por el contrario, con toda sinceridad y de corazón imprecaron la ira de Dios sobre sus enemigos. Elías mismo no habría orado de esa manera, sino que más bien habría pedido que descendiera fuego del cielo sobre el centurión y su compañía. Era un sonido nuevo y extraño para él. No creo que lo apreciara a plenitud, pero bien puedo creer que lo impresionó profundamente y que lo condujo a sentir que su ‘Compañero en el sufrimiento’ era un ser en el que había un supremo misterio de bondad.

 

Y cuando fue alzada la cruz, ese ladrón que colgaba de su propia cruz miró en torno suyo, y yo supongo que pudo contemplar aquella inscripción que había sido escrita en tres idiomas: “JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS”. Si así fuera, esa frase fue su pequeña Biblia, fue su Nuevo Testamento, y él lo interpretó utilizando sus conocimientos del Antiguo Testamento. El ladrón ató cabos. Esa extraña Persona, esa belleza encarnada llena de paciencia y de majestad, esa extraña oración, y ahora esta singular inscripción, todo eso unido a sus conocimientos del Antiguo Testamento, seguramente lo indujeron a preguntarse: “¿Se tratará de ÉL? ¿Será éste, verdaderamente, el Rey de los judíos? Éste es el que hizo milagros y resucitó a los muertos y dijo que era el Hijo de Dios; ¿será cierto todo eso, y será realmente nuestro Mesías?” Luego recordaría las palabras del profeta Isaías: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto… Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores”. “Bueno” –se diría- “nunca antes entendí ese pasaje del profeta Isaías, pero debe referirse a Él. El castigo de nuestra paz fue sobre Él. ¿Pudiera ser Éste el mismo que exclamó en los Salmos: ‘Horadaron mis manos y mis pies’?” Al mirarlo de nuevo, sintió en su alma esta convicción: “Tiene que ser Él. ¿Podría haber otro tan parecido a Él?” Sintió que esa convicción se deslizaba furtivamente en su espíritu. Luego miró de nuevo, y observó de qué manera todos los hombres que estaban al pie de la cruz lo rechazaban y lo despreciaban y siseaban al mirarlo y le abucheaban y todo eso haría que el caso fuera más claro. “Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza, diciendo: se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía”.

 

Acaso este ladrón moribundo descifró el Evangelio en los labios de los enemigos de Cristo. Ellos decían: “A otros salvó”. “¡Ah!”, -pensó- “¿salvó a otros? ¿Por qué no habría de salvarme a mí?” Qué magna porción del Evangelio fue ésta para el ladrón agonizante: “A otros salvó”. Pienso que puedo nadar hasta el cielo sobre esa tabla: “A otros salvó”, porque, si salvó a otros, puede salvarme a mí con toda seguridad.

 

De esta manera, las propias cosas que los enemigos arrojaban desdeñosamente contra Cristo serían un Evangelio para este pobre ser agonizante. Cuando he tenido la desventura de leer cualquiera de los nefastos impresos que nos son enviados por puro escarnio, en los que nuestro Señor es el blanco del ridículo, he pensado: “¡Vamos, tal vez las personas que lean estas abominables blasfemias puedan, a pesar de todo, aprender en ellas el Evangelio!” Pueden recoger una joya del muladar y comprobar que su brillantez está incólume; y tú puedes recoger el Evangelio de una boca blasfema, y será, a pesar de todo, el Evangelio de salvación. Acaso este hombre aprendió el Evangelio de aquellos que se mofaban de nuestro agonizante Señor; y así los siervos del diablo se convirtieron inconscientemente en siervos de Cristo.

 

Pero, después de todo, seguramente lo que lo ganó mayormente debe de haber sido que miró a Jesús de nuevo que colgaba entonces del cruel madero. Posiblemente nada tocante a la persona física de Cristo fuera atractivo para él, pues fue ‘desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que los hijos de los hombres’, pero, con todo, ese bendito rostro debe de haber poseído un encanto singular. ¿Acaso no era la imagen misma de la perfección? Según concibo el rostro de Cristo, era muy diferente de todo lo que cualquier pintor hubiere sido capaz de plasmar jamás sobre un lienzo. Era un rostro lleno de bondad, y de amabilidad, y de abnegación y, sin embargo, era un rostro de naturaleza real. Era un semblante de justicia superlativa y de ternura sin par. La justicia y la rectitud eran manifiestas en Su semblante, pero también la infinita piedad y la buena voluntad para con los hombres habían establecido su residencia allí. Era un rostro que los habría impactado de inmediato como único en su clase, un rostro que no podría ser olvidado nunca y que no podría ser entendido plenamente jamás. Era un rostro colmado de aflicción, y con todo, era un rostro pleno de amor; era un rostro colmado de bondad y, con todo, era un rostro pleno de resolución y pleno de sabiduría. Era un rostro colmado de sencillez. Tenía la faz de un niño o de un ángel y, no obstante, tenía peculiarmente el semblante de un hombre. La Majestad y el abatimiento, lo sacro y el sufrimiento estaban allí extrañamente mezclados. Él era, evidentemente, el Cordero de Dios y el Hijo del hombre. Cuando el ladrón miró, creyó. ¿Acaso no es muy singular que la propia visión del Maestro lo ganara? ¡La visión del Señor sumido en agonía, y en vergüenza y en muerte! Apenas habría habido una palabra. Ciertamente no hubo ningún sermón. No hubo asistencia a la adoración el día de reposo. No hubo una lectura de libros piadosos. No hubo ningún llamado de una madre, o de un maestro, o de un amigo. Pero la visión de Jesús lo ganó. Yo lo registro como algo muy singular, como algo que debemos recordar ustedes y yo, y en lo que debemos reflexionar con la misma viveza con la que reflexionamos en la tardía conversión de este ladrón.

 

¡Oh, que Dios por Su misericordia convirtiera a todos en este Tabernáculo! ¡Oh, que yo pudiera tener una participación en ello por la predicación de la palabra! Pero yo sería igualmente feliz si llegaran al cielo de cualquier manera, sí, si el Señor los llevara allá sin ministerios externos, conduciéndolos a Jesús mediante algún simple método tal como el que adoptó con este ladrón. Si lo hiciera, Él recibiría la gloria, y Su pobre siervo se alegraría sobremanera. Míralo a Él y sé salvo, incluso en esta misma hora.

 

II.   Pero ahora quiero que pensemos un poco en el CARÁCTER ESPECIAL DE LA FE DE ESTE HOMBRE, pues yo pienso que este individuo ejerció una fe muy singular en nuestro Señor Jesucristo.

 

Yo cuestiono grandemente que se pudiera encontrar fácilmente fuera de las Escrituras o incluso en las propias Escrituras una fe igual y paralela a la fe del ladrón agonizante.

 

Observen que este hombre creyó en Cristo cuando literalmente lo veía morir la muerte de un criminal, bajo circunstancias que involucraban la más grande vergüenza personal. Ustedes no han concebido nunca vívidamente lo que significaba ser crucificado. Ninguno de ustedes podría hacerlo, pues ese espectáculo no ha sido contemplado nunca en la Inglaterra de nuestros días. No hay ni un solo hombre ni una sola mujer aquí que haya concebido claramente en su propia mente la muerte real de Cristo. Es algo que nos rebasa. Este hombre la vio con sus propios ojos, y que él llamara “Señor” a quien colgaba de un patíbulo, no fue un pequeño triunfo de la fe. Que le pidiera a Jesús que se acordara de él cuando estuviera en Su reino, aunque veía que Jesús perdía Su vida desangrándose y que era acosado por la muerte, fue un espléndido acto de confianza. Que pusiera su destino eterno en las manos de Uno que era, según todas las apariencias, incapaz de preservar Su propia vida, fue un noble logro de la fe. Yo digo que este ladrón moribundo camina a la vanguardia en materia de fe, pues lo que vio de las circunstancias del Salvador estaba calculado para contradecir, más bien que para ayudar, a su confianza. Lo que vio le servía de obstáculo más bien que de ayuda, pues miró a nuestro Señor en el propio extremo de la agonía y de la muerte, y, con todo, creyó en Él como el Rey que vendría en breve en Su reino.

 

Recuerden, también, que en aquel momento cuando el ladrón creyó en Cristo, todos los discípulos lo habían abandonado y habían huido. Juan pudo haberse quedado a una corta distancia, y algunas santas mujeres pudieran haber estado un poco más lejos, pero nadie estaba presente para defender con valentía al Cristo moribundo. Judas lo había vendido, Pedro lo había negado, y el resto lo había abandonado, y fue entonces que el ladrón moribundo lo llamó “Señor”, y le dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Yo llamo a eso: una fe espléndida. Vamos, algunos de ustedes no creen aunque están rodeados de amigos cristianos y aunque son exhortados por el testimonio de aquellos a quienes ven con amor. ¡Pero este hombre, completamente solo, se hace presente y llama a Jesús: su Señor! Nadie más confesaba a Cristo en aquel momento. No había ningún avivamiento en torno Suyo con multitudes entusiastas. El ladrón estaba completamente solo como confesor de su Señor. Después que nuestro Señor fue clavado al madero, el primero en dar testimonio a Su favor fue este ladrón. El centurión dio testimonio posteriormente, cuando nuestro Señor expiró; pero este ladrón fue un confesor solitario, y se aferró a Cristo cuando nadie más diría “Amén” a lo que él dijera. Aun su compinche ladrón se burlaba del Salvador crucificado, de manera que este hombre brillaba como una estrella solitaria en la oscuridad de medianoche.

 

Oh, señores, ¿se atreven a ser ustedes Danieles? ¿Se atreven a permanecer solos? ¿Se atreven a quedarse firmes en medio de una multitud procaz y decir?: “Jesús es mi Rey. Yo únicamente le pido que se acuerde de mí cuando venga en Su reino”. ¿Será posible que declaren esa fe cuando los sacerdotes y los escribas, los príncipes y el pueblo, sí, cuando todos estuvieran burlándose del Cristo y estuvieran escarneciéndolo? Hermanos, el ladrón moribundo exhibió una fe maravillosa, y yo les ruego que piensen en esto la siguiente vez que hablen de él.

 

Y me parece que hay otro punto que añade esplendor a esa fe, es decir, que él mismo se encontraba sufriendo una tortura extrema. Recuerden que estaba crucificado. Era un hombre crucificado que confiaba en un Cristo crucificado. ¡Oh, cuando nuestra estructura corporal es atormentada con la tortura, cuando los nervios más tiernos están transidos de dolor, cuando nuestro cuerpo cuelga esperando la muerte sin que se sepa cuánto tiempo durará el tormento, entonces olvidar el presente y vivir el futuro es un gran logro de la fe! Al tiempo de morir, volver la vista a Otro moribundo que está a tu lado y confiar tu alma a Él, es una fe muy prodigiosa. ¡Bendito ladrón, debido a que te han puesto hasta el final, como uno de los santos más insignificantes, pienso que debo invitarte a subir de lugar y a tomar uno de los asientos más prominentes entre aquellos que por la fe han glorificado al Cristo de Dios!

 

¡Vamos, queridos amigos, vean una vez más el carácter especial de la fe de este hombre, que consistió en que vio mucho, aunque sus ojos estuvieron abiertos por un lapso muy breve! Él no creía en la aniquilación ni en la posibilidad de que el hombre no fuera inmortal. Evidentemente él esperaba estar en otro mundo y tener una existencia cuando el Señor agonizante viniera en Su reino. Él creía todo eso, lo cual es más de lo que muchos creen en estos días. Él también creía que Jesús tendría un reino, un reino después de Su muerte, un reino a pesar de que estaba crucificado. Creía que Él estaba ganando para Sí un reino con esas manos clavadas y con esos pies horadados. Esa era una fe inteligente, ¿no es cierto? Creía que Jesús tendría un reino en el que otros participarían, y por tanto, aspiraba a tener su porción en él. Con todo, tenía ideas apropiadas sobre sí mismo ya que no dijo: “Señor, permite que me siente a Tu diestra”, o, “Permíteme tener participación en las valiosas cosas de Tu palacio”; sino que sólo le dijo: “Acuérdate de mí. Piensa en mí. Vuelve Tus ojos adonde yo estoy. Piensa en Tu pobre compañero agonizante a Tu diestra en la cruz. Señor, acuérdate de mí. Acuérdate de mí”. Yo veo una profunda humildad en la oración, y, no obstante, veo una dulce, una gozosa y una confiada exaltación del Cristo en el momento en que el Cristo estaba sumido en la más profunda humillación.

 

Oh, estimados señores, si alguno de ustedes ha pensado en este ladrón moribundo tan sólo como alguien que postergó el arrepentimiento, quiero que piense ahora en él como alguien que creyó grandemente en Cristo y que lo hizo de una manera grandiosa; y, ¡oh, que hicieran ustedes lo mismo! ¡Oh, que depositaran una gran confianza en mi grandioso Señor! Nunca ningún pobre pecador confió demasiado en Cristo. Nunca hubo algún caso de algún ser culpable que creyera que Jesús podía perdonarle, pero que descubriera posteriormente que no pudo; que creyera que Jesús podía salvarle en el acto, pero que despertara para descubrir que era un engaño. No; sumérjanse en el río de la confianza en Cristo. Sus aguas son aguas en las que se puede nadar; no son aguas en las que se puedan ahogar. Nunca pereció ningún alma que glorificara a Cristo con una fe viva y amorosa en Él.

 

Ven, entonces, con todo tu pecado, sin importar cuál sea, ven con toda tu profunda depresión de espíritu y con toda tu agonía de conciencia. Ven, y aférrate a mi Señor y Maestro con las dos manos de tu fe, y Él será tuyo y tú serás Suyo.

 

“Vuelve a Cristo tus anhelantes ojos,

Contempla Su sangriento sacrificio;

Mira en Él tus pecados perdonados,

Y perdón, santidad y cielo;

Glorifica al Rey de reyes,

Y toma la paz que el Evangelio te ofrece”.

 

Creo que les he mostrado algo especial en el instrumento de la conversión del ladrón y en su fe en nuestro Señor agonizante.

 

III.   Pero ahora, con la ayuda de Dios, deseo en tercer lugar mostrarles otra característica especial, esta vez, en EL RESULTADO DE SU FE.

 

Oh, yo he oído que la gente dice: “¡Bien, vemos que el ladrón moribundo fue convertido pero que no fue bautizado! ¡Nunca participó en la comunión y nunca se unió a la iglesia!” No pudo hacer nada de eso y lo que Dios hace que sea imposible para nosotros, no lo exige de nosotros. Él estaba clavado en la cruz. ¿Cómo podía ser bautizado? Pero hizo mucho más que eso, pues si bien no pudo cumplir con los signos externos, exhibió de manera sumamente manifiesta las cosas que significan, que, en su condición, fue algo todavía mejor.

 

Este ladrón moribundo confesó ante todo al Señor Jesucristo, y esa es la propia esencia del bautismo. Confesó a Cristo. ¿Acaso no lo reconoció ante su compañero ladrón? Hizo la confesión más abierta posible. ¿Acaso no reconoció a Cristo ante todos los que estaban reunidos en torno a la cruz y que estaban ubicados donde podían oírle? Fue una confesión tan pública como era factible hacerla. Sin embargo, ciertos sujetos cobardes reclaman ser cristianos aunque nunca han confesado a Cristo ante nadie, y luego citan a este pobre ladrón como una excusa. ¿Están ellos clavados a una cruz? ¿Están muriendo en agonía? Oh, no; y con todo, hablan como si pudieran reclamar la exención que estas circunstancias les proporcionarían. ¡Qué posición tan deshonesta!

 

El hecho es que nuestro Señor exige una confesión abierta así como también una fe secreta; y si no quieren ejercerla, no hay ninguna promesa de salvación para ustedes, antes bien hay una amenaza de que serán negados en el día postrero. El apóstol lo expresa así: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. En otro lugar hay una declaración en este sentido: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”; esa es la manera de Cristo de hacer la confesión de Él. Si existe una verdadera fe, debe declararse. Si ustedes son unas velas que Dios ha encendido, entonces “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Los soldados de Cristo, igual que los soldados de su Majestad la reina, tienen que vestir el uniforme del regimiento; y si se avergonzaran del uniforme del regimiento, tendrían que ser expulsados del regimiento. Quienes rehúsan marchar en las filas con sus camaradas, no son soldados honestos. Lo mínimo que el Señor Jesucristo puede esperar de nosotros es que lo confesemos en la medida que podamos. Si tú estuvieras clavado a una cruz, yo no te invitaría a ser bautizado. Si estuvieras clavado a un árbol esperando la muerte, no te pediría que vinieras a este púlpito a declarar tu fe, pues no podrías hacerlo. Sólo se requiere que hagas lo que puedes hacer, es decir, que hagas una profesión de fe en el Señor Jesucristo tan clara y definida como sea apropiada a tu condición presente.

 

Creo que muchos cristianos se meten en muchos problemas debido a que no son honestos en sus convicciones. Por ejemplo, si un hombre va a un taller o un soldado entra en una barraca, y si de entrada no hacen ondear su bandera, será muy difícil que la hagan ondear posteriormente. Pero si de manera inmediata y valiente les hacen saber: “yo soy un cristiano y hay ciertas cosas que no puedo hacer para agradarlos, y hay algunas otras cosas que no puedo evitar hacer aunque les desagraden”, cuando eso queda claramente entendido, después de un tiempo la singularidad de la cosa desaparecerá, y dejarán tranquilo a ese hombre; pero si es un poco solapado, y cree que va a agradar al mundo y a agradar también a Dios, puede estar seguro de que le aguardan momentos difíciles. Su vida será la de un sapo bajo una rastra o de una zorra en una perrera, si es que sigue el camino de la contemporización. Eso no funcionará. Date a conocer. Muestra tus colores. Que sepan quién eres, y lo que eres; y aunque tu curso no sea fácil, no será ciertamente ni la mitad de difícil que si trataras de correr con la liebre y cazar con los sabuesos, lo cual es una empresa muy difícil.

 

Este hombre se dio a conocer inmediatamente e hizo una confesión de su fe en Cristo tan abierta como le fue posible.

 

Lo siguiente que hizo fue reprender a su compañero pecador. Le habló en respuesta a la procacidad con la que atacó a nuestro Señor. Yo no sé qué cosas había estado diciendo blasfemamente el inconverso convicto, pero su compañero convertido le habló con toda honestidad. “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo”. En estos días es más necesario que nunca que los creyentes en Cristo no permitan que el pecado pase sin reprensión; y, sin embargo, una gran cantidad de ellos lo hacen. ¿Acaso no saben que una persona que permanece en silencio cuando se dice o se hace algo malo, puede volverse partícipe en el pecado? Si no reprenden el pecado, -quiero decir, por supuesto, en todas las ocasiones apropiadas y con un espíritu adecuado- el silencio de ustedes dará el consentimiento al pecado y serán asistentes y cómplices en él. A un hombre que viera un robo y que no gritara: “¡Detengan al ladrón!”, se le consideraría que está en colusión con el ladrón; y el hombre que puede oír blasfemar o ver la impureza, y que no expresa nunca ni una palabra de protesta, debería cuestionarse seriamente si él mismo está bien. Nuestro concepto de “pecados de otros hombres” constituye un gran elemento de nuestra culpa personal a menos que los reprendamos de cualquier manera. El Señor espera que hagamos eso. El ladrón agonizante lo hizo, y lo hizo de todo corazón; y en ello superó a una gran cantidad de personas que alzan en alto su cabeza en la iglesia.

 

A continuación, el ladrón moribundo hizo una confesión plenaria de su culpa. Le dijo al otro que estaba colgado con él: “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?” Nosotros, a la verdad, justamente padecemos”. No hay muchas palabras, pero qué mundo de significado contienen: “Nosotros, a la verdad, justamente”. “Tú y yo morimos por nuestros crímenes” –le dijo- “y nosotros merecemos morir”. Cuando un hombre está dispuesto a confesar que merece la ira de Dios –que merece el sufrimiento que su pecado le ha acarreado- hay evidencia de sinceridad en él. En el caso de este hombre, su arrepentimiento rutilaba como una lágrima santa en el ojo de su fe, de manera que su fe estaba enjoyada con las gotas de su penitencia. Como ya les he dicho muchas veces, sospecho de la fe que no nace como hermana gemela del arrepentimiento; pero no hay espacio para la suspicacia en el caso de este confesor penitente. Le pido a Dios que ustedes y yo, como resultado de nuestra fe, experimentemos en nuestros propios corazones una obra tan integral como esa.

 

Luego, vean que este ladrón moribundo defiende a su Señor muy virilmente. Dice: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo”. ¿Acaso no fue dicho bellamente eso? Él no dijo: “Este Hombre no merece morir” –sino- “mas éste ningún mal hizo”. Quiere decir que Él es perfectamente inocente. Ni siquiera dice: “Él no ha hecho nada malo”, sino que incluso asevera que no ha actuado sin sabiduría o indiscretamente: “Mas éste ningún mal hizo”. Este es un testimonio glorioso de un hombre moribundo en favor de alguien que fue contado con los pecadores y que estaba siendo inmolado debido a que Sus enemigos le habían acusado falsamente.

 

Amados, yo sólo oro pidiendo que ustedes y yo podamos dar un testimonio tan bueno en favor de nuestro Señor como lo hizo este ladrón. No debemos pensar mucho en su tardía conversión; deberíamos considerar mucho más cuán bendito fue el testimonio que dio en favor de su Señor cuando más necesario era. Cuando todas las demás voces permanecían silentes, un penitente sufriente se expresó públicamente y dijo: “Mas éste ningún mal hizo”.

 

Vean, además, otra señal de la fe de este hombre. Él ora, y su oración es dirigida a Jesús. “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. La verdadera fe es siempre una fe que ora. “He aquí, él ora”, es una de las pruebas más seguras del nuevo nacimiento. ¡Oh, amigos, que abundáramos en oración, pues así demostraríamos que nuestra fe en Jesucristo es lo que debería ser! Este ladrón convertido abrió su boca ampliamente en oración; oró con gran confianza respecto a la venida del reino y buscó primero ese reino, incluso con exclusión de todo lo demás. Pudo haber pedido que se le concediera la vida, o que se le mitigara el dolor; pero él prefirió el reino, y esa es una excelsa señal de gracia.

 

En adición a orar así, ustedes verán que él adora y venera a Jesús, pues le dice: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. La petición está expresada como si sintiera: “Con sólo que Cristo piense en mí, eso basta. Con sólo que me recuerde, el pensamiento de su mente será eficaz para todo lo que necesite en el mundo venidero”. Esto equivale a imputar la Deidad a Cristo. Si alguien puede hacer que todo dependa de la simple memoria de una persona, tiene que tener una muy alta estimación de esa persona. Si ser recordado por el Señor Jesús es todo lo que este hombre pide, o desea, le rinde al Señor un grande honor. Yo pienso que su oración contenía una adoración igual a los eternos aleluyas de los querubines y de los serafines. Contenía una glorificación de su Señor que no ha sido sobrepasada aun por las sinfonías interminables de los espíritus angélicos que rodean el trono. ¡Ladrón, te comportaste muy bien!

 

Oh, que algún espíritu penitente aquí presente fuera ayudado a creer de igual manera, a confesar de igual manera, a defender a su Señor de igual manera, a adorar de igual manera y a venerar de igual manera, y entonces la edad del convertido sería un asunto de la más mínima importancia imaginable.

 

IV.   Ahora, la última observación es esta: hubo algo muy especial respecto a LA PALABRA DE NUESTRO SEÑOR PARA EL LADRÓN MORIBUNDO TOCANTE AL MUNDO VENIDERO. El Señor le dijo: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Él sólo le pidió al Señor que lo recordara, pero obtuvo esta sorprendente respuesta: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

 

En algunos sentidos yo envidio a este ladrón agonizante por esta razón: porque cuando el Señor me perdonó, y cuando perdonó a la mayoría de ustedes que están presentes, Él no nos dio un lugar en el Paraíso ese mismo día. No hemos llegado todavía al reposo que nos ha sido prometido. No, ustedes siguen esperando aquí. Algunos de ustedes han estado esperando durante largo tiempo. Han transcurrido treinta años para muchos de nosotros. Han transcurrido cuarenta o cincuenta años para muchas personas a partir del día que el Señor borró sus pecados, pero todavía no están con Él en el Paraíso. Hay una amada hermana de esta iglesia que, según mis cálculos, ha conocido al Señor durante setenta años, y ella está todavía con nosotros habiendo rebasado ya el nonagésimo año de su existencia. El Señor no la admitió en el Paraíso el propio día de su conversión. Él no llevó a nadie de nosotros de la naturaleza a la gracia, y de la gracia a la gloria, en un día. Hemos tenido que esperar un buen rato. Hay algo que tenemos que hacer en el desierto y por esa razón nos mantiene fuera del huerto celestial.

 

Yo recuerdo que el señor Baxter comentaba que no tenía ninguna prisa de llegar al cielo; y cuando un amigo visitó al doctor Owen, que había estado escribiendo acerca de la gloria de Cristo, le preguntó qué pensaba respecto a ir al cielo. Aquel gran teólogo le respondió: “anhelo mucho ir allá”. “Bueno” –comentó el otro- “acabo de hablar con el santo señor Baxter y él dice que preferiría estar aquí pues piensa que puede ser más útil en la tierra”. “¡Oh!”, -dijo el doctor Owen- “mi hermano Baxter está siempre lleno de una piedad práctica, pero a pesar de eso yo no podría decir que estoy deseoso en absoluto de quedarme en esta condición mortal. Yo preferiría partir”.

 

Me parece a mí que cada uno de esos dos individuos debe de haber correspondido a una de las dos mitades de Pablo. Pablo estaba compuesto por esas dos mitades, pues estaba deseoso de partir pero también estaba dispuesto a permanecer en la tierra porque era necesario para la gente. Nosotros quisiéramos juntar ambos componentes y, como Pablo, tener un fuerte deseo de partir y estar con Cristo y, no obstante, estar dispuestos a esperar, si es que podemos servir a nuestro Señor y a su iglesia. Con todo, quien es convertido y entra en el cielo esa misma noche, tiene lo mejor. Este ladrón desayunó con el diablo, pero comió con Cristo en la tierra y cenó con Él en el Paraíso. Esa fue una breve obra, pero fue una obra bendita. ¡De qué turba de problemas escapó! ¡Qué mundo de tentación desconoció! ¡Qué mundo impío abandonó! Acababa de nacer, como una ovejita engendrada en el campo, pero fue tomada y llevada al pecho del Pastor de inmediato. No recuerdo que el Señor le hubiere dicho lo mismo a nadie más. Me atrevo a decir que pudiera haber sucedido que algunas almas hubieran sido convertidas y se hubieran ido al hogar de inmediato; pero nunca oí de nadie que tuviera tal seguridad de parte de Cristo como este hombre la tuvo: “De cierto te digo”; tal garantía personal: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. ¡Ladrón moribundo, tú fuiste favorecido más que muchos, pues se te concedió: “Estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor”, y estar con Él tan pronto!

 

¿Por qué el Señor no nos envía así, de inmediato al Paraíso a todos nosotros? Es debido a que debemos hacer algo en la tierra. Hermanos míos, ¿están haciéndolo? ¿Están haciéndolo? Algunas buenas gentes están todavía en la tierra. Pero, ¿por qué? ¿Cuál es la utilidad de ellas? No puedo imaginarlo. Si en verdad pertenecen al Señor, ¿para qué están aquí? Se levantan por la mañana y toman su desayuno, y a su debido tiempo comen y cenan y se retiran a la cama y duermen; en una hora apropiada se levantan a la mañana siguiente y hacen lo mismo que hicieron el día anterior. ¿Acaso eso es vivir para Jesús? ¿Es vida eso? No significa mucho. ¿Puede ser eso la vida de Dios en el hombre? ¡Oh, miembros del pueblo cristiano, justifiquen al Señor que los mantiene esperando en la tierra! ¿Cómo pueden justificarlo sino sirviéndole lo mejor que puedan? ¡Que el Señor les ayude a hacerlo! ¡Vamos, ustedes le deben tanto a Él como el ladrón moribundo! Yo sé que yo debo mucho más. ¡Qué misericordia es que hayas sido convertido cuando eras todavía un muchacho, y que hayas sido llevada al Salvador cuando eras todavía una muchacha! ¡Qué deuda y qué obligación tienen los jóvenes cristianos para con el Señor! Y si este pobre ladrón condensó una vida llena de testimonio en unos cuantos minutos, ¿no deberíamos tú y yo, que somos conservados durante años después de la conversión, realizar un buen servicio para nuestro Señor? ¡Vamos, despertemos si es que hemos estado dormidos! Comencemos a vivir si es que hemos estado medio muertos. ¡Que el Espíritu de Dios haga todavía algo de nosotros, para que podamos trasladarnos como hacendosos siervos de las labores de la viña a los placeres del Paraíso! ¡A nuestro Señor que fue crucificado una vez sea la gloria por los siglos de los siglos! Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Lucas 23: 27-49.   

          

 

 

Traductor: Allan Román

20/Marzo/2012

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