El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Ladrón
Moribundo Bajo Una Nueva Luz
NO.
1881
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES,
Y SELECCIONADO PARA LECTURA EL DOMINGO 31 DE
ENERO DE 1886.
“Respondiendo
el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma
condición? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que
merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate
de mí cuando vengas en tu reino”. Lucas 23: 40-42.
Cada vez que se habla de
la conversión del ladrón moribundo, muchísimas personas recuerdan que fue salvado
en el artículo de la muerte y hablan extensa y exclusivamente de eso. Este
ladrón ha sido citado siempre como un ejemplo de salvación a la undécima hora y,
en efecto, lo es. En su caso queda demostrado que con tal de que un hombre se
arrepienta obtiene el perdón. La cruz de Cristo es benéfica incluso para un
hombre que cuelga de una horca y está próximo a su hora final. Aquel que es
grande para salvar fue poderoso, aun en Su propia muerte, para arrebatar a
otros de la mano del destructor a pesar de que estuvieran a punto de expirar.
Pero lo que esta
historia nos enseña, no se limita a eso, y siempre es una lástima considerar
exclusivamente un punto pasando por alto a todos los demás, y perderse así,
quizás, de lo más importante. Tantas veces ha sido ése el caso, que ha
producido una especie de sentimiento de repulsión en algunas mentes que se han
visto impulsadas a tomar una dirección equivocada por su deseo de protestar
contra lo que consideran que constituye un error común.
Leí el otro día que esta
historia del ladrón agonizante, no debería ser utilizada como un estímulo para
fomentar que la gente espere a llegar al lecho mortuorio para que se
arrepienta. Hermanos, si el autor se hubiera propuesto que esta historia no
fuera usada nunca para promover que la gente postergara el arrepentimiento
hasta que se encontrara en el lecho mortuorio, su relato es correcto. Pero yo tengo
la seguridad de que no era eso lo que se proponía. Ningún cristiano podría usarlo,
ni lo usaría, tan dañinamente. Quien extrajera de la paciencia de Dios una
razón para continuar en el pecado, estaría irremediablemente mal. Sin embargo, yo
tengo la impresión de que la narración no se utiliza de esa manera con
asiduidad y que ni siquiera los peores individuos la utilizan así, y tengo la
seguridad de que ninguno de ustedes la usará de esa manera. No puede adaptarse
apropiadamente para que se cumplan propósitos perversos con ella. No puede
utilizarse para fomentar el robo como tampoco puede usarse para aplazar el
arrepentimiento. Yo podría decir: “puedo ser un ladrón porque este ladrón fue
salvado”, tan racionalmente, como podría decir: “puedo aplazar el
arrepentimiento porque este ladrón fue salvado cuando estaba a punto de morir”.
Es un hecho que no hay nada, por bueno que sea, que los hombres no pudieran
pervertir y convertir en un mal, si sus corazones son malvados. La justicia de
Dios es convertida en una razón para la desesperación, y Su misericordia es
convertida en una excusa para pecar. Los impíos se ahogan en los ríos de la
verdad con la misma facilidad que lo hacen en los estanques del error. Quien
tiene el ánimo de destruirse a sí mismo puede asfixiar su alma con el Pan de
vida o desmenuzarse contra
Sin embargo, me aventuro
a decir que si yo estuviera junto al lecho de un moribundo esta noche y lo
encontrara ansioso por su alma, pero temeroso de que Cristo no pudiera salvarlo
porque postergó su arrepentimiento hasta tan tarde, yo ciertamente le
mencionaría al ladrón agonizante y lo haría con una buena conciencia y sin
dudarlo. Yo le diría que, aunque estuviera tan cercano a la muerte como estuvo
el ladrón sobre la cruz, con todo, si se arrepentía de su pecado y volvía con
fe su rostro a Cristo, encontraría la vida eterna. Yo haría eso de todo corazón,
regocijándome de contar con una historia
así para transmitírsela a alguien que estaba a las puertas de la eternidad. No
creo que el Espíritu Santo me censurara por usar con ese fin un relato que Él
mismo ha dejado registrado sabiendo de antemano que sería usado de esta manera.
De todos modos, sentiría en mi propio corazón una dulce convicción de haber tratado
el tema como debí haberlo tratado, y como tenía el propósito de ser usado, es
decir, en hombres en una condición in
extremis cuyos corazones se estuvieran volviendo al Dios viviente. ¡Oh, sí,
pobre alma, prescindiendo de tu edad, o del período de vida que hubieres
alcanzado, tú puedes encontrar ahora la vida eterna por medio de la fe en
Cristo!
“El ladrón moribundo se regocijó al ver
Esa fuente en su día;
Y allí puedes tú también, aunque tan vil como él,
Ser limpiado de todos tus pecados”.
Muchas buenas gentes
piensan que deben defender el Evangelio, pero el Evangelio nunca está tan
seguro como cuando descuella en su propia majestad desnuda. No necesita que lo
cubramos. Cuando lo protegemos con condiciones y lo custodiamos con excepciones
y lo matizamos con observaciones, le sucede lo que le pasó a David con la
armadura de Saúl: es estorbado y obstaculizado e incluso podría oírse que clama:
“Yo no puedo andar con esto”. Dejen en paz al Evangelio, y salvará; si lo
matizan, la sal habría perdido su sabor.
Me aventuraré a
expresarlo de esta manera para ustedes. He oído decir que muy pocas personas
son convertidas jamás en la ancianidad y se piensa que esa es una declaración
que resulta ser sumamente incitante e impresionante para los jóvenes. Tiene
ciertamente esa apariencia; pero, por otro lado, es una aseveración muy desalentadora
para los ancianos. Yo objeto la frecuente repetición de tales declaraciones, pues
no encuentro su equivalente en la enseñanza de nuestro Señor ni de Sus
apóstoles. Ciertamente nuestro Señor habló de algunos que entraron en la viña a
la hora undécima del día, y entre Sus milagros no sólo salvó a algunos
moribundos, sino que resucitó incluso a los muertos. No se puede concluir nada
de las palabras del Señor Jesús que vaya en contra de la salvación de los
hombres a cualquier hora o a cualquier edad. Yo te digo que en el tema de tu
aceptación para con Dios a través de la fe en Cristo Jesús, no importa qué edad
tengas ahora. La misma promesa es para cada uno de ustedes: “Si oyereis hoy su
voz, no endurezcáis vuestro corazón”; y ya sea que se encuentren en las primeras
etapas de la vida o que estén a pocas horas de la eternidad, si acuden
presurosos ahora en busca de refugio a la esperanza puesta delante de ustedes
en el Evangelio, serán salvados. El Evangelio que yo predico no excluye a nadie
en razón de la edad o del carácter. Quienquiera que seas: “Cree en el Señor
Jesucristo, y serás salvo”, es el mensaje que tenemos que entregarte. Si les
transmitimos la forma más extensa del Evangelio: “El que creyere y fuere
bautizado, será salvo”, esto es válido para todo ser humano viviente,
cualquiera que sea su edad. A mí no me da miedo de que esta historia del ladrón
agonizante y penitente, que fue directo de la cruz a la corona, sea usada por
ustedes inapropiadamente; pero si fueran lo suficientemente impíos para usarla,
no puedo evitarlo. Eso sólo cumplirá la solemne Escritura que dice que el
Evangelio es olor de muerte para muerte para algunos y que ese mismo Evangelio es
olor de vida para vida para otros.
Pero yo no pienso,
queridos amigos, que lo único especial del caso del ladrón sea la postergación
de su arrepentimiento. Lejos de ser el único punto de interés, no es ni
siquiera el punto primordial. De cualquier manera, otros puntos son todavía más
notables para algunas mentes. Quiero mostrarles muy brevemente que hubo algo
especial en su caso respecto a los medios
de su conversión; en segundo lugar, algo especial en su fe; en tercer lugar, algo especial en el resultado de su fe mientras permaneció aquí abajo; y, en cuarto
lugar, algo especial en la promesa
obtenida por su fe: la promesa cumplida para él en el Paraíso.
I. Primero,
entonces, pienso que deberían notar muy cuidadosamente
¿Cómo piensan que
sucedió? Pues bien, no lo sabemos. No podríamos decirlo. Me parece que ese
hombre era un ladrón inconverso e impenitente cuando lo clavaron a la cruz,
porque uno de los evangelistas dice: “Lo mismo le injuriaban también los
ladrones que estaban crucificados con él”. Yo sé que pudo tratarse de una
declaración general, y que es reconciliable con el hecho de que pudo ser
expresada por un ladrón únicamente, según los métodos usados comúnmente por los
críticos; pero yo no simpatizo con los críticos aun si son amigables. Yo siento
tal respeto por la revelación que nunca permito que entre en mi propia mente la
idea de discrepancias y errores; y cuando el evangelista dice: “ellos” yo creo
que quiso decir “ellos”, y que estos
dos ladrones, en los primeros momentos de su crucifixión, lanzaron improperios
al Cristo con el que fueron crucificados. Parecería que por algún medio este
ladrón debe de haber sido convertido mientras estuvo en la cruz. Seguramente
nadie le predicó un sermón, ni le fue entregado ningún mensaje evangelístico al
pie de su cruz, ni se celebró ninguna reunión de oración para orar especialmente
por él. No parece que hubiera recibido instrucción alguna, o alguna invitación,
o que le fuera dirigida alguna reconvención; y, con todo, este hombre se volvió
un creyente sincero y acepto en el Señor Jesucristo.
Tengan la bondad de
reflexionar sobre este hecho, y noten su incidencia práctica en los casos de muchas
personas que nos rodean. Muchos de mis oyentes han sido instruidos desde su
niñez, han sido amonestados, advertidos, se les ha implorado e invitado y, con
todo, no han venido a Cristo; en cambio, este hombre, sin ninguna de esas
ventajas, creyó en el Señor Jesucristo y encontró la vida eterna. ¡Oh, a
ustedes que han vivido bajo el sonido del Evangelio desde su niñez este ladrón
no los consuela sino que los acusa! ¿A qué se debe que persisten durante tanto
tiempo en la incredulidad? ¿No creerán nunca en el testimonio del amor divino? ¿Qué
más he de decirles? ¿Qué más podría decirles alguien más?
¿Qué creen que pudo
haber convertido a este pobre ladrón? Se me ocurre que pudo haber sido, o más
bien, que tuvo que haber sido la visión de nuestro grandioso Señor y Salvador.
Para comenzar, tuvo ante sí el maravilloso comportamiento de nuestro Salvador
en el camino a la cruz. Quizá el ladrón se había mezclado con todo tipo de
personas dentro de la sociedad, pero no había visto nunca a un Hombre como Él.
Nunca cruz alguna había sido llevada por un Portador de
Cuando él vio al
Salvador rodeado por la soldadesca, cuando vio que los verdugos sacaban los
martillos y los clavos y que lo acostaban de espaldas sobre la cruz y metían
los clavos en Sus manos y en Sus pies, este criminal crucificado se quedó
sorprendido y asombrado al oírlo decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen”. El ladrón mismo, probablemente, había enfrentado a sus verdugos con
una maldición; pero oyó que este hombre musitaba una oración al grandioso Padre
y, como judío, ya que probablemente lo era, entendió lo que significaba esa
oración. Pero le sorprendería oír que Jesús oraba por sus asesinos. Esa era una
petición sin precedente para él pues no había oído nada parecido y ni siquiera
lo hubiera soñado. ¿De qué labios podía brotar sino de labios de un Ser divino?
Se trataba de una oración muy amorosa, remisoria y divina que demostraba que Él
era el Mesías. ¿Quién más había orado así jamás? Ciertamente ni David ni los
reyes de Israel, quienes, por el contrario, con toda sinceridad y de corazón
imprecaron la ira de Dios sobre sus enemigos. Elías mismo no habría orado de
esa manera, sino que más bien habría pedido que descendiera fuego del cielo
sobre el centurión y su compañía. Era un sonido nuevo y extraño para él. No
creo que lo apreciara a plenitud, pero bien puedo creer que lo impresionó
profundamente y que lo condujo a sentir que su ‘Compañero en el sufrimiento’
era un ser en el que había un supremo misterio de bondad.
Y cuando fue alzada la
cruz, ese ladrón que colgaba de su propia cruz miró en torno suyo, y yo supongo
que pudo contemplar aquella inscripción que había sido escrita en tres idiomas:
“JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS”. Si así fuera, esa frase fue su pequeña
Biblia, fue su Nuevo Testamento, y él lo interpretó utilizando sus
conocimientos del Antiguo Testamento. El ladrón ató cabos. Esa extraña Persona,
esa belleza encarnada llena de paciencia y de majestad, esa extraña oración, y
ahora esta singular inscripción, todo eso unido a sus conocimientos del Antiguo
Testamento, seguramente lo indujeron a preguntarse: “¿Se tratará de ÉL? ¿Será
éste, verdaderamente, el Rey de los judíos? Éste es el que hizo milagros y
resucitó a los muertos y dijo que era el Hijo de Dios; ¿será cierto todo eso, y
será realmente nuestro Mesías?” Luego recordaría las palabras del profeta
Isaías: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en quebranto… Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y
sufrió nuestros dolores”. “Bueno” –se diría- “nunca antes entendí ese pasaje
del profeta Isaías, pero debe referirse a Él. El castigo de nuestra paz fue
sobre Él. ¿Pudiera ser Éste el mismo que exclamó en los Salmos: ‘Horadaron mis
manos y mis pies’?” Al mirarlo de nuevo, sintió en su alma esta convicción:
“Tiene que ser Él. ¿Podría haber otro tan parecido a Él?” Sintió que esa
convicción se deslizaba furtivamente en su espíritu. Luego miró de nuevo, y
observó de qué manera todos los hombres que estaban al pie de la cruz lo
rechazaban y lo despreciaban y siseaban al mirarlo y le abucheaban y todo eso
haría que el caso fuera más claro. “Todos los que me ven me escarnecen; estiran
la boca, menean la cabeza, diciendo: se encomendó a Jehová; líbrele él;
sálvele, puesto que en él se complacía”.
Acaso este ladrón
moribundo descifró el Evangelio en los labios de los enemigos de Cristo. Ellos
decían: “A otros salvó”. “¡Ah!”, -pensó- “¿salvó a otros? ¿Por qué no habría de
salvarme a mí?” Qué magna porción del Evangelio fue ésta para el ladrón
agonizante: “A otros salvó”. Pienso que puedo nadar hasta el cielo sobre esa
tabla: “A otros salvó”, porque, si salvó a otros, puede salvarme a mí con toda
seguridad.
De esta manera, las
propias cosas que los enemigos arrojaban desdeñosamente contra Cristo serían un
Evangelio para este pobre ser agonizante. Cuando he tenido la desventura de
leer cualquiera de los nefastos impresos que nos son enviados por puro
escarnio, en los que nuestro Señor es el blanco del ridículo, he pensado: “¡Vamos,
tal vez las personas que lean estas abominables blasfemias puedan, a pesar de
todo, aprender en ellas el Evangelio!” Pueden recoger una joya del muladar y
comprobar que su brillantez está incólume; y tú puedes recoger el Evangelio de
una boca blasfema, y será, a pesar de todo, el Evangelio de salvación. Acaso
este hombre aprendió el Evangelio de aquellos que se mofaban de nuestro
agonizante Señor; y así los siervos del diablo se convirtieron
inconscientemente en siervos de Cristo.
Pero, después de todo,
seguramente lo que lo ganó mayormente debe de haber sido que miró a Jesús de
nuevo que colgaba entonces del cruel madero. Posiblemente nada tocante a la
persona física de Cristo fuera atractivo para él, pues fue ‘desfigurado de los
hombres su parecer, y su hermosura más que los hijos de los hombres’, pero, con
todo, ese bendito rostro debe de haber poseído un encanto singular. ¿Acaso no
era la imagen misma de la perfección? Según concibo el rostro de Cristo, era
muy diferente de todo lo que cualquier pintor hubiere sido capaz de plasmar
jamás sobre un lienzo. Era un rostro lleno de bondad, y de amabilidad, y de
abnegación y, sin embargo, era un rostro de naturaleza real. Era un semblante
de justicia superlativa y de ternura sin par. La justicia y la rectitud eran
manifiestas en Su semblante, pero también la infinita piedad y la buena voluntad
para con los hombres habían establecido su residencia allí. Era un rostro que
los habría impactado de inmediato como único en su clase, un rostro que no
podría ser olvidado nunca y que no podría ser entendido plenamente jamás. Era
un rostro colmado de aflicción, y con todo, era un rostro pleno de amor; era un
rostro colmado de bondad y, con todo, era un rostro pleno de resolución y pleno
de sabiduría. Era un rostro colmado de sencillez. Tenía la faz de un niño o de
un ángel y, no obstante, tenía peculiarmente el semblante de un hombre.
¡Oh, que Dios por Su
misericordia convirtiera a todos en este Tabernáculo! ¡Oh, que yo pudiera tener
una participación en ello por la predicación de la palabra! Pero yo sería
igualmente feliz si llegaran al cielo de cualquier manera, sí, si el Señor los
llevara allá sin ministerios externos, conduciéndolos a Jesús mediante algún
simple método tal como el que adoptó con este ladrón. Si lo hiciera, Él
recibiría la gloria, y Su pobre siervo se alegraría sobremanera. Míralo a Él y
sé salvo, incluso en esta misma hora.
II. Pero
ahora quiero que pensemos un poco en el CARÁCTER ESPECIAL DE
Yo cuestiono grandemente
que se pudiera encontrar fácilmente fuera de las Escrituras o incluso en las
propias Escrituras una fe igual y paralela a la fe del ladrón agonizante.
Observen que este hombre
creyó en Cristo cuando literalmente lo
veía morir la muerte de un criminal, bajo circunstancias que involucraban
la más grande vergüenza personal. Ustedes no han concebido nunca vívidamente lo
que significaba ser crucificado. Ninguno de ustedes podría hacerlo, pues ese
espectáculo no ha sido contemplado nunca en
Recuerden, también, que
en aquel momento cuando el ladrón creyó en Cristo, todos los discípulos lo habían abandonado y habían huido. Juan pudo
haberse quedado a una corta distancia, y algunas santas mujeres pudieran haber
estado un poco más lejos, pero nadie estaba presente para defender con valentía
al Cristo moribundo. Judas lo había vendido, Pedro lo había negado, y el resto
lo había abandonado, y fue entonces que el ladrón moribundo lo llamó “Señor”, y
le dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Yo llamo a eso: una fe
espléndida. Vamos, algunos de ustedes no creen aunque están rodeados de amigos
cristianos y aunque son exhortados por el testimonio de aquellos a quienes ven
con amor. ¡Pero este hombre, completamente solo, se hace presente y llama a
Jesús: su Señor! Nadie más confesaba a Cristo en aquel momento. No había ningún
avivamiento en torno Suyo con multitudes entusiastas. El ladrón estaba
completamente solo como confesor de su Señor. Después que nuestro Señor fue
clavado al madero, el primero en dar testimonio a Su favor fue este ladrón. El centurión
dio testimonio posteriormente, cuando nuestro Señor expiró; pero este ladrón
fue un confesor solitario, y se aferró a Cristo cuando nadie más diría “Amén” a
lo que él dijera. Aun su compinche ladrón se burlaba del Salvador crucificado,
de manera que este hombre brillaba como una estrella solitaria en la oscuridad
de medianoche.
Oh, señores, ¿se atreven
a ser ustedes Danieles? ¿Se atreven a permanecer solos? ¿Se atreven a quedarse
firmes en medio de una multitud procaz y decir?: “Jesús es mi Rey. Yo
únicamente le pido que se acuerde de mí cuando venga en Su reino”. ¿Será
posible que declaren esa fe cuando los sacerdotes y los escribas, los príncipes
y el pueblo, sí, cuando todos estuvieran burlándose del Cristo y estuvieran
escarneciéndolo? Hermanos, el ladrón moribundo exhibió una fe maravillosa, y yo
les ruego que piensen en esto la siguiente vez que hablen de él.
Y me parece que hay otro
punto que añade esplendor a esa fe, es decir, que él mismo se encontraba sufriendo una tortura extrema. Recuerden que
estaba crucificado. Era un hombre crucificado que confiaba en un Cristo
crucificado. ¡Oh, cuando nuestra estructura corporal es atormentada con la
tortura, cuando los nervios más tiernos están transidos de dolor, cuando
nuestro cuerpo cuelga esperando la muerte sin que se sepa cuánto tiempo durará
el tormento, entonces olvidar el presente y vivir el futuro es un gran logro de
la fe! Al tiempo de morir, volver la vista a Otro moribundo que está a tu lado
y confiar tu alma a Él, es una fe muy prodigiosa. ¡Bendito ladrón, debido a que
te han puesto hasta el final, como uno de los santos más insignificantes,
pienso que debo invitarte a subir de lugar y a tomar uno de los asientos más
prominentes entre aquellos que por la fe han glorificado al Cristo de Dios!
¡Vamos, queridos amigos,
vean una vez más el carácter especial de la fe de este hombre, que consistió en
que vio mucho, aunque sus ojos
estuvieron abiertos por un lapso muy breve! Él no creía en la aniquilación ni
en la posibilidad de que el hombre no fuera inmortal. Evidentemente él esperaba
estar en otro mundo y tener una existencia cuando el Señor agonizante viniera
en Su reino. Él creía todo eso, lo cual es más de lo que muchos creen en estos
días. Él también creía que Jesús tendría un reino, un reino después de Su
muerte, un reino a pesar de que estaba crucificado. Creía que Él estaba ganando
para Sí un reino con esas manos clavadas y con esos pies horadados. Esa era una
fe inteligente, ¿no es cierto? Creía que Jesús tendría un reino en el que otros
participarían, y por tanto, aspiraba a tener su porción en él. Con todo, tenía
ideas apropiadas sobre sí mismo ya que no dijo: “Señor, permite que me siente a
Tu diestra”, o, “Permíteme tener participación en las valiosas cosas de Tu
palacio”; sino que sólo le dijo: “Acuérdate de mí. Piensa en mí. Vuelve Tus
ojos adonde yo estoy. Piensa en Tu pobre compañero agonizante a Tu diestra en
la cruz. Señor, acuérdate de mí. Acuérdate de mí”. Yo veo una profunda humildad
en la oración, y, no obstante, veo una dulce, una gozosa y una confiada
exaltación del Cristo en el momento en que el Cristo estaba sumido en la más
profunda humillación.
Oh, estimados señores,
si alguno de ustedes ha pensado en este ladrón moribundo tan sólo como alguien
que postergó el arrepentimiento, quiero que piense ahora en él como alguien que
creyó grandemente en Cristo y que lo hizo de una manera grandiosa; y, ¡oh, que hicieran
ustedes lo mismo! ¡Oh, que depositaran una gran confianza en mi grandioso Señor!
Nunca ningún pobre pecador confió demasiado en Cristo. Nunca hubo algún caso de
algún ser culpable que creyera que Jesús podía perdonarle, pero que descubriera
posteriormente que no pudo; que creyera que Jesús podía salvarle en el acto,
pero que despertara para descubrir que era un engaño. No; sumérjanse en el río
de la confianza en Cristo. Sus aguas son aguas en las que se puede nadar; no
son aguas en las que se puedan ahogar. Nunca pereció ningún alma que glorificara
a Cristo con una fe viva y amorosa en Él.
Ven, entonces, con todo
tu pecado, sin importar cuál sea, ven con toda tu profunda depresión de
espíritu y con toda tu agonía de conciencia. Ven, y aférrate a mi Señor y
Maestro con las dos manos de tu fe, y Él será tuyo y tú serás Suyo.
“Vuelve a Cristo tus anhelantes ojos,
Contempla Su sangriento sacrificio;
Mira en Él tus pecados perdonados,
Y perdón, santidad y cielo;
Glorifica al Rey de reyes,
Y toma la paz que el Evangelio te ofrece”.
Creo que les he mostrado
algo especial en el instrumento de la conversión del ladrón y en su fe en
nuestro Señor agonizante.
III. Pero
ahora, con la ayuda de Dios, deseo en tercer lugar mostrarles otra característica
especial, esta vez, en EL RESULTADO DE SU FE.
Oh, yo he oído que la
gente dice: “¡Bien, vemos que el ladrón moribundo fue convertido pero que no
fue bautizado! ¡Nunca participó en la comunión y nunca se unió a la iglesia!”
No pudo hacer nada de eso y lo que Dios hace que sea imposible para nosotros,
no lo exige de nosotros. Él estaba clavado en la cruz. ¿Cómo podía ser bautizado?
Pero hizo mucho más que eso, pues si bien no pudo cumplir con los signos
externos, exhibió de manera sumamente manifiesta las cosas que significan, que,
en su condición, fue algo todavía mejor.
Este ladrón moribundo confesó ante todo al Señor Jesucristo, y
esa es la propia esencia del bautismo. Confesó a Cristo. ¿Acaso no lo reconoció
ante su compañero ladrón? Hizo la confesión más abierta posible. ¿Acaso no
reconoció a Cristo ante todos los que estaban reunidos en torno a la cruz y que
estaban ubicados donde podían oírle? Fue una confesión tan pública como era
factible hacerla. Sin embargo, ciertos sujetos cobardes reclaman ser cristianos
aunque nunca han confesado a Cristo ante nadie, y luego citan a este pobre
ladrón como una excusa. ¿Están ellos clavados a una cruz? ¿Están muriendo en
agonía? Oh, no; y con todo, hablan como si pudieran reclamar la exención que
estas circunstancias les proporcionarían. ¡Qué posición tan deshonesta!
El hecho es que nuestro
Señor exige una confesión abierta así como también una fe secreta; y si no
quieren ejercerla, no hay ninguna promesa de salvación para ustedes, antes bien
hay una amenaza de que serán negados en el día postrero. El apóstol lo expresa
así: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón
que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. En otro lugar hay una
declaración en este sentido: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”;
esa es la manera de Cristo de hacer la confesión de Él. Si existe una verdadera
fe, debe declararse. Si ustedes son unas velas que Dios ha encendido, entonces
“Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas
obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Los soldados de
Cristo, igual que los soldados de su Majestad la reina, tienen que vestir el
uniforme del regimiento; y si se avergonzaran del uniforme del regimiento,
tendrían que ser expulsados del regimiento. Quienes rehúsan marchar en las
filas con sus camaradas, no son soldados honestos. Lo mínimo que el Señor
Jesucristo puede esperar de nosotros es que lo confesemos en la medida que
podamos. Si tú estuvieras clavado a una cruz, yo no te invitaría a ser
bautizado. Si estuvieras clavado a un árbol esperando la muerte, no te pediría
que vinieras a este púlpito a declarar tu fe, pues no podrías hacerlo. Sólo se
requiere que hagas lo que puedes hacer, es decir, que hagas una profesión de fe
en el Señor Jesucristo tan clara y definida como sea apropiada a tu condición
presente.
Creo que muchos
cristianos se meten en muchos problemas debido a que no son honestos en sus
convicciones. Por ejemplo, si un hombre va a un taller o un soldado entra en
una barraca, y si de entrada no hacen ondear su bandera, será muy difícil que
la hagan ondear posteriormente. Pero si de manera inmediata y valiente les hacen
saber: “yo soy un cristiano y hay ciertas cosas que no puedo hacer para
agradarlos, y hay algunas otras cosas que no puedo evitar hacer aunque les
desagraden”, cuando eso queda claramente entendido, después de un tiempo la
singularidad de la cosa desaparecerá, y dejarán tranquilo a ese hombre; pero si
es un poco solapado, y cree que va a agradar al mundo y a agradar también a
Dios, puede estar seguro de que le aguardan momentos difíciles. Su vida será la
de un sapo bajo una rastra o de una zorra en una perrera, si es que sigue el
camino de la contemporización. Eso no funcionará. Date a conocer. Muestra tus
colores. Que sepan quién eres, y lo que eres; y aunque tu curso no sea fácil,
no será ciertamente ni la mitad de difícil que si trataras de correr con la
liebre y cazar con los sabuesos, lo cual es una empresa muy difícil.
Este hombre se dio a
conocer inmediatamente e hizo una confesión de su fe en Cristo tan abierta como
le fue posible.
Lo siguiente que hizo fue reprender a su compañero pecador. Le
habló en respuesta a la procacidad con la que atacó a nuestro Señor. Yo no sé
qué cosas había estado diciendo blasfemamente el inconverso convicto, pero su
compañero convertido le habló con toda honestidad. “¿Ni aun temes tú a Dios,
estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos,
porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo”.
En estos días es más necesario que nunca que los creyentes en Cristo no
permitan que el pecado pase sin reprensión; y, sin embargo, una gran cantidad
de ellos lo hacen. ¿Acaso no saben que una persona que permanece en silencio
cuando se dice o se hace algo malo, puede volverse partícipe en el pecado? Si
no reprenden el pecado, -quiero decir, por supuesto, en todas las ocasiones
apropiadas y con un espíritu adecuado- el silencio de ustedes dará el
consentimiento al pecado y serán asistentes y cómplices en él. A un hombre que
viera un robo y que no gritara: “¡Detengan al ladrón!”, se le consideraría que
está en colusión con el ladrón; y el hombre que puede oír blasfemar o ver la
impureza, y que no expresa nunca ni una palabra de protesta, debería
cuestionarse seriamente si él mismo está bien. Nuestro concepto de “pecados de
otros hombres” constituye un gran elemento de nuestra culpa personal a menos
que los reprendamos de cualquier manera. El Señor espera que hagamos eso. El
ladrón agonizante lo hizo, y lo hizo de todo corazón; y en ello superó a una
gran cantidad de personas que alzan en alto su cabeza en la iglesia.
A continuación, el ladrón moribundo hizo una confesión
plenaria de su culpa. Le dijo al otro que estaba colgado con él: “¿Ni aun
temes tú a Dios, estando en la misma condenación?” Nosotros, a la verdad, justamente padecemos”. No hay muchas
palabras, pero qué mundo de significado contienen: “Nosotros, a la verdad,
justamente”. “Tú y yo morimos por nuestros crímenes” –le dijo- “y nosotros
merecemos morir”. Cuando un hombre está dispuesto a confesar que merece la ira
de Dios –que merece el sufrimiento que su pecado le ha acarreado- hay evidencia
de sinceridad en él. En el caso de este hombre, su arrepentimiento rutilaba
como una lágrima santa en el ojo de su fe, de manera que su fe estaba enjoyada
con las gotas de su penitencia. Como ya les he dicho muchas veces, sospecho de
la fe que no nace como hermana gemela del arrepentimiento; pero no hay espacio
para la suspicacia en el caso de este confesor penitente. Le pido a Dios que
ustedes y yo, como resultado de nuestra fe, experimentemos en nuestros propios
corazones una obra tan integral como esa.
Luego, vean que este ladrón moribundo defiende a su Señor
muy virilmente. Dice: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque
recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo”. ¿Acaso
no fue dicho bellamente eso? Él no dijo: “Este Hombre no merece morir” –sino-
“mas éste ningún mal hizo”. Quiere decir que Él es perfectamente inocente. Ni siquiera
dice: “Él no ha hecho nada malo”, sino que incluso asevera que no ha actuado
sin sabiduría o indiscretamente: “Mas éste ningún mal hizo”. Este es un
testimonio glorioso de un hombre moribundo en favor de alguien que fue contado
con los pecadores y que estaba siendo inmolado debido a que Sus enemigos le
habían acusado falsamente.
Amados, yo sólo oro
pidiendo que ustedes y yo podamos dar un testimonio tan bueno en favor de
nuestro Señor como lo hizo este ladrón. No debemos pensar mucho en su tardía conversión;
deberíamos considerar mucho más cuán bendito fue el testimonio que dio en favor
de su Señor cuando más necesario era. Cuando todas las demás voces permanecían
silentes, un penitente sufriente se expresó públicamente y dijo: “Mas éste
ningún mal hizo”.
Vean, además, otra señal
de la fe de este hombre. Él ora, y su
oración es dirigida a Jesús. “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”.
La verdadera fe es siempre una fe que ora. “He aquí, él ora”, es una de las
pruebas más seguras del nuevo nacimiento. ¡Oh, amigos, que abundáramos en
oración, pues así demostraríamos que nuestra fe en Jesucristo es lo que debería
ser! Este ladrón convertido abrió su boca ampliamente en oración; oró con gran
confianza respecto a la venida del reino y buscó primero ese reino, incluso con
exclusión de todo lo demás. Pudo haber pedido que se le concediera la vida, o que
se le mitigara el dolor; pero él prefirió el reino, y esa es una excelsa señal
de gracia.
En adición a orar así,
ustedes verán que él adora y venera a
Jesús, pues le dice: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. La
petición está expresada como si sintiera: “Con sólo que Cristo piense en mí,
eso basta. Con sólo que me recuerde, el pensamiento de su mente será eficaz
para todo lo que necesite en el mundo venidero”. Esto equivale a imputar
Oh, que algún espíritu penitente
aquí presente fuera ayudado a creer de igual manera, a confesar de igual
manera, a defender a su Señor de igual manera, a adorar de igual manera y a
venerar de igual manera, y entonces la edad del convertido sería un asunto de
la más mínima importancia imaginable.
IV. Ahora,
la última observación es esta: hubo algo muy especial respecto a
En algunos sentidos yo envidio
a este ladrón agonizante por esta razón: porque cuando el Señor me perdonó, y
cuando perdonó a la mayoría de ustedes que están presentes, Él no nos dio un
lugar en el Paraíso ese mismo día. No hemos llegado todavía al reposo que nos
ha sido prometido. No, ustedes siguen esperando aquí. Algunos de ustedes han
estado esperando durante largo tiempo. Han transcurrido treinta años para
muchos de nosotros. Han transcurrido cuarenta o cincuenta años para muchas
personas a partir del día que el Señor borró sus pecados, pero todavía no están
con Él en el Paraíso. Hay una amada hermana de esta iglesia que, según mis
cálculos, ha conocido al Señor durante setenta años, y ella está todavía con
nosotros habiendo rebasado ya el nonagésimo año de su existencia. El Señor no
la admitió en el Paraíso el propio día de su conversión. Él no llevó a nadie de
nosotros de la naturaleza a la gracia, y de la gracia a la gloria, en un día.
Hemos tenido que esperar un buen rato. Hay algo que tenemos que hacer en el
desierto y por esa razón nos mantiene fuera del huerto celestial.
Yo recuerdo que el señor
Baxter comentaba que no tenía ninguna prisa de llegar al cielo; y cuando un
amigo visitó al doctor Owen, que había estado escribiendo acerca de la gloria
de Cristo, le preguntó qué pensaba respecto a ir al cielo. Aquel gran teólogo le
respondió: “anhelo mucho ir allá”. “Bueno” –comentó el otro- “acabo de hablar
con el santo señor Baxter y él dice que preferiría estar aquí pues piensa que
puede ser más útil en la tierra”. “¡Oh!”, -dijo el doctor Owen- “mi hermano
Baxter está siempre lleno de una piedad práctica, pero a pesar de eso yo no
podría decir que estoy deseoso en absoluto de quedarme en esta condición
mortal. Yo preferiría partir”.
Me parece a mí que cada
uno de esos dos individuos debe de haber correspondido a una de las dos mitades
de Pablo. Pablo estaba compuesto por esas dos mitades, pues estaba deseoso de
partir pero también estaba dispuesto a permanecer en la tierra porque era necesario
para la gente. Nosotros quisiéramos juntar ambos componentes y, como Pablo,
tener un fuerte deseo de partir y estar con Cristo y, no obstante, estar
dispuestos a esperar, si es que podemos servir a nuestro Señor y a su iglesia.
Con todo, quien es convertido y entra en el cielo esa misma noche, tiene lo
mejor. Este ladrón desayunó con el diablo, pero comió con Cristo en la tierra y
cenó con Él en el Paraíso. Esa fue una breve obra, pero fue una obra bendita.
¡De qué turba de problemas escapó! ¡Qué mundo de tentación desconoció! ¡Qué
mundo impío abandonó! Acababa de nacer, como una ovejita engendrada en el
campo, pero fue tomada y llevada al pecho del Pastor de inmediato. No recuerdo
que el Señor le hubiere dicho lo mismo a nadie más. Me atrevo a decir que
pudiera haber sucedido que algunas almas hubieran sido convertidas y se hubieran
ido al hogar de inmediato; pero nunca oí de nadie que tuviera tal seguridad de
parte de Cristo como este hombre la tuvo: “De cierto te digo”; tal garantía
personal: “De cierto te digo que hoy
estarás conmigo en el paraíso”. ¡Ladrón moribundo, tú fuiste favorecido más que
muchos, pues se te concedió: “Estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor”, y
estar con Él tan pronto!
¿Por qué el Señor no nos
envía así, de inmediato al Paraíso a todos nosotros? Es debido a que debemos
hacer algo en la tierra. Hermanos míos, ¿están haciéndolo? ¿Están haciéndolo? Algunas buenas gentes están todavía en la
tierra. Pero, ¿por qué? ¿Cuál es la utilidad de ellas? No puedo imaginarlo. Si
en verdad pertenecen al Señor, ¿para qué están aquí? Se levantan por la mañana
y toman su desayuno, y a su debido tiempo comen y cenan y se retiran a la cama
y duermen; en una hora apropiada se levantan a la mañana siguiente y hacen lo
mismo que hicieron el día anterior. ¿Acaso eso es vivir para Jesús? ¿Es vida
eso? No significa mucho. ¿Puede ser eso la vida de Dios en el hombre? ¡Oh, miembros
del pueblo cristiano, justifiquen al Señor que los mantiene esperando en la
tierra! ¿Cómo pueden justificarlo sino sirviéndole lo mejor que puedan? ¡Que el
Señor les ayude a hacerlo! ¡Vamos, ustedes le deben tanto a Él como el ladrón
moribundo! Yo sé que yo debo mucho más. ¡Qué misericordia es que hayas sido
convertido cuando eras todavía un muchacho, y que hayas sido llevada al
Salvador cuando eras todavía una muchacha! ¡Qué deuda y qué obligación tienen
los jóvenes cristianos para con el Señor! Y si este pobre ladrón condensó una
vida llena de testimonio en unos cuantos minutos, ¿no deberíamos tú y yo, que
somos conservados durante años después de la conversión, realizar un buen
servicio para nuestro Señor? ¡Vamos, despertemos si es que hemos estado
dormidos! Comencemos a vivir si es que hemos estado medio muertos. ¡Que el
Espíritu de Dios haga todavía algo de nosotros, para que podamos trasladarnos
como hacendosos siervos de las labores de la viña a los placeres del Paraíso! ¡A
nuestro Señor que fue crucificado una vez sea la gloria por los siglos de los
siglos! Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
20/Marzo/2012
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