El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Gran
Cumpleaños
Y
Nuestra Mayoría
de Edad
NO.
1815
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Así también
nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del
mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo,
nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo
la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois
hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama:
¡Abba, Padre!” Gálatas 4: 3-6.
El nacimiento de nuestro
Señor Jesucristo en este mundo es un manantial de una dicha pura y sin mezcla.
Asociamos con Su crucifixión una buena dosis de dolorosa lamentación, pero Su
nacimiento en Belén nos provoca únicamente deleite. El cántico angélico era un
apropiado acompañamiento para ese dichoso acontecimiento, y la llenura de la
tierra de paz y de buena voluntad es una consecuencia apropiada de ese
condescendiente hecho. Las estrellas de Belén no proyectan una aciaga luz. Podemos
cantar con un gozo indiviso: “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado”. Cuando
el eterno Dios se inclinó desde el cielo y asumió la naturaleza de Su propia
criatura que se había rebelado en contra Suya, ese hecho no podía significar
ningún daño para el hombre. Que Dios asuma nuestra naturaleza no significa que
Dios esté contra nosotros, sino que Dios está con nosotros. Podemos tomar al
niño en nuestros brazos y sentir que hemos visto la salvación del Señor. No
puede significar destrucción para los hombres. No me sorprende que los hombres
del mundo celebren el supuesto aniversario del gran cumpleaños como una gran
fiesta con villancicos y banquetes. Desconociendo por completo el significado
espiritual del misterio, perciben, con todo, que significa el bien del hombre,
y así responden al hecho a su tosca manera. Quienes no observamos ningún día
que no hubiere sido establecido por el Señor, nos regocijamos continuamente en
nuestro Príncipe de Paz y encontramos en la humanidad de nuestro Señor una
fuente de consolación.
Para quienes constituyen
verdaderamente el pueblo de Dios, la encarnación es el motivo de una alegría
reflexiva que siempre crece conforme aumenta nuestro conocimiento de su
significado, así como los ríos se vuelven más caudalosos gracias a muchos débiles
afluentes. El Nacimiento de Jesús no sólo nos trae esperanza, sino la certeza
de buenas cosas. No sólo consideramos que Cristo entra en una relación con
nuestra naturaleza, sino que establece una unión con nosotros, pues Él se ha
convertido en una sola carne con nosotros por propósitos tan grandes como Su
amor. Él es uno con todos los que hemos creído en Su nombre.
Consideremos a la luz de
nuestro texto el efecto especial producido en la iglesia de Dios por la venida
del Señor Jesucristo encarnado. Ustedes saben, amados, que Su segunda venida
producirá un cambio maravilloso en la iglesia. “Entonces los justos resplandecerán
como el sol”. Anhelamos Su segundo advenimiento para que la iglesia sea izada a
una plataforma más alta que la que ocupa ahora. Entonces los militantes se
volverán triunfantes, y los que laboran arduamente se volverán exultantes. Ahora
es el tiempo de la batalla, pero el segundo advenimiento es la victoria y el
reposo. Hoy nuestro Rey nos envía al conflicto, pero pronto Él reinará
gloriosamente en el monte Sion con Sus ancianos. Cuando Él se manifieste,
seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es. Entonces la esposa
se adornará con sus joyas y estará preparada para su Esposo. Toda la creación
que espera gime a una, y a una está en armonía con los dolores de parto de la
iglesia, pero entonces llegará a su tiempo de alumbramiento y entrará en la
libertad gloriosa de los hijos de Dios. Esta es la promesa del segundo
advenimiento.
Pero, ¿cuál fue el
resultado del primer advenimiento? ¿Tuvo algún impacto en la dispensación de la
iglesia de Dios? Lo tuvo, más allá de toda duda. Pablo nos dice aquí que éramos
niños, en esclavitud bajo los rudimentos del mundo, hasta que vino el
cumplimiento del tiempo cuando “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido
bajo la ley”. Algunos dirán: “está hablando aquí de los judíos”; pero él nos
previene expresamente en el capítulo anterior que no hemos de dividir a la
iglesia entre judíos y gentiles. Para él la iglesia es una, y cuando dice que
estábamos en esclavitud, se está dirigiendo a los gálatas cristianos, muchos de
los cuales eran gentiles, pero no los considera ni como judíos ni como
gentiles, sino como parte de una iglesia de Dios única e indivisible. En
aquellas edades en las que la elección abrazaba principalmente a las tribus de
Israel, había siempre algunos elegidos ubicados más allá de esa línea visible,
y en la mente de Dios el pueblo elegido no fue considerado nunca como judío o
gentil, sino como uno en Cristo Jesús. Entonces Pablo nos hace saber que la
iglesia hasta el momento de la venida de Cristo era como un niño de escuela
bajo tutores y ayos, o como un joven que no había alcanzado la edad de la
discreción y, por tanto, que era mantenido muy apropiadamente bajo ciertas restricciones.
Cuando Jesús vino, el gran día de Su nacimiento fue el día del cumplimiento de
la mayoría de edad para la iglesia: entonces los creyentes ya no fueron niños,
sino que se convirtieron en hombres en Cristo Jesús. Por medio de Su primer
advenimiento, nuestro Señor hizo pasar a la iglesia de su minoría de edad y de
estar bajo tutela, a una condición de madurez en la que fue capaz de tomar
posesión de la herencia y de reclamar sus derechos y libertades, y gozarlos.
Fue maravilloso pasar de estar bajo la ley como su ayo, a salir de su vara y su
gobierno y llegar a la libertad y al poder de un heredero adulto; pero así fue
el cambio para los creyentes de tiempos antiguos y, en consecuencia, hubo una
maravillosa diferencia entre los mayores del Antiguo Testamento y los más
pequeños del Nuevo. Entre los que nacen de mujer no se levantó otro mayor que
Juan el Bautista, y sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos mayor
es que él. Juan el Bautista puede ser comparado con un joven de diecinueve
años, todavía un infante en la ley, todavía bajo su ayo, todavía incapaz de tocar
su herencia; pero el más pequeño creyente en Jesús ha superado su minoría de
edad, y “ya no es esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por
medio de Cristo”.
Que el Espíritu Santo
bendiga el texto para nosotros mientras lo usamos de esta manera. Primero,
hemos de considerar la gozosa misión del
Hijo de Dios en sí misma, y luego hemos de considerar el feliz resultado que ha provenido de esa misión, según está
expresado en nuestro texto.
I. Los
invito a CONSIDERAR
Esta grandiosa transacción fue cumplida a su debido tiempo: “Cuando
vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer”. El
tanque del tiempo tenía que ser llenado por la sucesión de una edad tras otra,
y cuando estuvo lleno hasta el borde, apareció el Hijo de Dios. Por qué el
mundo debió permanecer en tinieblas durante cuatro mil años, por qué debió
transcurrir ese lapso para que la iglesia alcanzara su edad plena, no podríamos
saberlo; lo que sí se nos dice es que Jesús fue enviado cuando vino el
cumplimiento del tiempo. Nuestro Señor no vino antes de Su tiempo ni después de
Su tiempo: Él fue puntual a Su hora, y clamó al momento: “He aquí que vengo”. Nosotros
no podemos hurgar curiosamente en las razones por las que Cristo vino cuando lo
hizo, pero podemos meditar con reverencia en ellas. El nacimiento de Cristo es
la más grande luz de la historia, el sol en los cielos de todos los tiempos. Es
la estrella polar del destino humano, el punto esencial de la cronología, el
lugar de reunión de las aguas del pasado y del futuro. ¿Por qué tuvo lugar
justo en aquel momento? Ciertamente así fue anunciado con antelación. Había
muchas profecías que apuntaban exactamente a esa hora. No los detendré con ellas
precisamente ahora; pero quienes estén familiarizados con las Escrituras del
Antiguo Testamento sabrán bien que, como con igual número de dedos, apuntaban
al tiempo cuando Siloh vendría y sería ofrecido el grandioso sacrificio. Vino en
la hora señalada por Dios. El infinito Señor establece la fecha de cada evento.
Todos los tiempos están en Su mano. No hay hilos sueltos en la providencia de
Dios, no hay puntos de sutura que se suelten, no hay eventos que sean dejados
al azar. El gran reloj del universo marca un tiempo preciso y toda la
maquinaria de la providencia se mueve con una puntualidad certera. Era de
esperarse que el más grande de todos los eventos fuera cronometrado muy precisa
y sabiamente, y así fue. Dios quiso que fuera donde fue y cuando fue, y esa
voluntad es para nosotros la razón última.
Si pudiéramos sugerir
algunas razones que fueran apreciadas por nosotros mismos, deberíamos ver la
fecha en referencia a la iglesia misma en cuanto al tiempo del cumplimiento de
su mayoría de edad. Hay una medida de razón en establecer la edad de veintiún
años como el período de la mayoría de edad de un hombre, pues entonces está
maduro y plenamente desarrollado. No sería sabio establecer que una persona
fuera mayor de edad a la edad de diez, u once o doce años; cualquiera vería que
esos años pueriles serían inapropiados. Por otro lado, si no alcanzáramos la
mayoría de edad hasta no cumplir los treinta años, cualquiera vería que sería
una posposición innecesaria y arbitraria. Ahora, si fuésemos lo bastante
sabios, veríamos que la iglesia de Dios no habría podido tolerar la luz del
Evangelio antes del día de la venida de Cristo. Tampoco habría sido bueno
mantenerla en las sombras más allá de ese tiempo. Había una adecuación en
cuanto a la fecha que no podemos entender plenamente porque no tenemos los
medios de formarnos un cálculo tan definitivo de la vida de una iglesia como de
la vida de un hombre. Sólo Dios conoce los tiempos y las sazones para una
iglesia y, sin duda, para Él, los cuatro mil años de la antigua dispensación
constituyeron un período apropiado para que la iglesia permaneciera en la
escuela y llevara el yugo en su juventud.
El tiempo del
cumplimiento de la mayoría de edad de un hombre ha sido establecido por la ley
con referencia a quienes lo rodean. Para los sirvientes, no sería conveniente
que el niño de cinco o seis años fuera su patrón; en el mundo del comercio no
sería conveniente que un muchacho ordinario de diez o doce años fuera un comerciante
por cuenta propia. Hay una adecuación con referencia a parientes, vecinos y
dependientes. Así había una adecuación en el tiempo en que la iglesia cumpliera
su mayoría de edad con relación al resto de la humanidad. El mundo tiene que
conocer su oscuridad para poder valorar la luz cuando brilla. El mundo tiene
que cansarse de su esclavitud para que pueda darle la bienvenida al grandioso
Emancipador. El plan de Dios era que la sabiduría del mundo demostrara ser
necedad. Él tenía la intención de permitir que el intelecto y la habilidad se agotaran
y entonces enviaría a Su Hijo. Él permitiría que el hombre comprobara que su
fuerza era una debilidad perfecta, y entonces Él se convertiría en su justicia
y su fuerza. Entonces, cuando un monarca gobernaba todas las tierras y cuando
el templo de la guerra fue cerrado después de años de derramamiento de sangre,
el Señor a quien buscaban los fieles apareció de pronto. Nuestro Señor y
Salvador vino cuando el tiempo era cumplido y era como una cosecha lista para
ser segada, y así vendrá de nuevo cuando una vez más la edad esté madura y
lista para Su presencia.
Observen, en cuanto al
primer advenimiento, que el Señor se
movía en él hacia el hombre. “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios
envió a su Hijo”. Nosotros no nos movimos hacia el Señor, sino que el Señor se
movió hacia nosotros. Yo no encuentro que el mundo, en arrepentimiento, buscara
a su Hacedor. No, antes bien, el propio Dios ofendido, en infinita compasión,
rompió el silencio y vino para bendecir a Sus enemigos. Vean cuán espontánea es
la gracia de Dios. Todas las cosas buenas comienzan con Él.
Es muy deleitable que
Dios demuestre un interés en cada etapa del crecimiento de Su pueblo, desde su
infancia espiritual hasta la edad adulta espiritual. Así como Abraham hizo un
gran banquete cuando fue destetado Isaac, así el Señor hace un banquete cuando
Su pueblo cumple la mayoría de edad. Mientras eran como menores de edad bajo la
ley de las observancias ceremoniales, Él los condujo y los instruyó. Él sabía
que el yugo de la ley era para su bien, y los consolaba mientras lo soportaban;
pero se alegró cuando llegó la hora para su gozo más pleno. Oh, cuán verazmente
dijo el salmista: “¡Cuán preciosos me son, oh Dios, tus pensamientos! ¡Cuán
grande es la suma de ellos!” Declaren con gozo y alegría que las bendiciones de
la nueva dispensación bajo la cual estamos son los dones espontáneos de Dios,
cuidadosamente otorgados con gran amor que hizo sobreabundar para con nosotros
en toda sabiduría e inteligencia. Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios
mismo intervino para conceder a Su pueblo sus privilegios, pues no es voluntad
Suya que nadie de Su pueblo se pierda de un solo punto de las bendiciones. No
es Su deseo que seamos bebés; Él quiere que seamos hombres. Si padecemos hambre
no es por Su deseo, pues Él quiere llenarnos con el pan del cielo.
Observen la intervención divina: “Dios envió a su Hijo”.
Espero que no les parezca aburrido que me detenga para considerar la palabra:
“envió”, “Dios envió a su Hijo”. Esa
expresión me produce un gran placer, pues sella toda la obra de Jesús. Todo lo
que Cristo hizo, lo hizo por comisión y autoridad de Su Padre. El grandioso
Señor, cuando nació en Belén y asumió nuestra naturaleza, lo hizo bajo la autorización
divina; y cuando llegó y distribuyó dones a manos llenas entre los hijos de los
hombres, era mensajero y embajador de Dios. Era el Plenipotenciario de
Oh alma, cuando tú te
apoyas en Cristo no estás confiando en un Salvador amateur ni en un Redentor
que no ha sido comisionado, sino en Uno que es enviado por el Altísimo y que,
por tanto, está autorizado en cada cosa que realiza. El Padre dice: “Este es mi
Hijo amado; a él oíd”, pues al oírlo a Él están oyendo al Altísimo. Hemos de
encontrar dicha, entonces, en la venida de nuestro Señor a Belén, porque Él fue
enviado.
Ahora dirijan su mirada
a la siguiente palabra: “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo”. Observen a
Es de admirar que Dios
haya engendrado un solo Hijo y que lo haya enviado para levantarnos. El
mensajero para los hombres no puede ser otro que el propio Hijo de Dios. ¡Qué
dignidad hay aquí! Es el Señor de los ángeles quien es nacido de María; es Él,
sin quien nada de lo que ha sido hecho fue hecho, quien se digna ser mecido en el
pecho de una mujer y ser envuelto en pañales. ¡Oh, la dignidad de esto y,
consecuentemente, oh, su eficiencia! Quien ha venido a salvarnos no es ninguna
débil criatura como nosotros; quien ha asumido nuestra naturaleza no es un ser
de limitada fuerza, tal como podrían haberlo sido un ángel o un serafín; pero
Él es el Hijo del Altísimo. ¡Gloria sea dada a Su bendito nombre! Reflexionemos
con deleite sobre esto.
“Si se hubiere enviado a algún profeta
Con las alegres nuevas de la salvación,
Quien oyera ese bendito evento
¿Podría rehusar su amor más tierno?
Pero fue Aquel para quien en el cielo
No cesan nunca los aleluyas;
Él, el poderoso Dios, nos fue dado,
Nos fue dado un Príncipe de Paz.
Nadie sino Aquel que nos creó
Podía redimir del pecado y del infierno;
Nadie sino Él podía reinstalarnos
En el rango del cual caímos”.
Prosigamos, adhiriéndonos
todavía a las propias palabras del texto, pues son muy dulces. Dios envió a Su Hijo en una humanidad real, “hecho
de mujer” (“made of a woman”).
Se agrega adicionalmente
que Dios envió a Su Hijo “hecho bajo la
ley”, o nacido bajo la ley, pues la palabra es la misma en ambos casos; y
por los mismos medios por los que llegó a nacer de una mujer, Él vino bajo la
ley. ¡Y ahora admiren y maravíllense! El Hijo de Dios vino bajo la ley. Él era
el Legislador y el Promulgador, y era a la vez el Juez y el Ejecutor de la ley,
y, con todo, Él mismo vino bajo la ley. Él estuvo bajo la ley desde que nació
de una mujer; eso lo hizo voluntariamente y, sin embargo, necesariamente. Él
quiso ser hombre, y siendo un hombre aceptó la posición y estuvo en el lugar
del hombre como sujeto a la ley de la raza. Cuando lo tomaron y lo circuncidaron
de acuerdo a la ley, se declaró públicamente que Él estaba bajo la ley. Ustedes
pueden comprobar cuán reverentemente observó los mandamientos de Dios durante
el resto de Su vida. Él tenía incluso una consideración escrupulosa hacia la
ley ceremonial según fue dada por Moisés. Despreciaba las tradiciones y las
supersticiones de los hombres, pero tenía un elevado respeto por la ley de la
dispensación.
Él vino bajo la ley
moral para rendirle un servicio a Dios a nombre nuestro. Guardó los
mandamientos de Su Padre. Obedeció plenamente la primera y la segunda tablas de
la ley, pues amaba a Dios con todo Su corazón y a Su prójimo como a Sí mismo. “El
hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” –dice Él- “y tu ley está en medio
de mi corazón”. Podía decir verdaderamente del Padre “yo hago siempre lo que le
agrada”. Con todo, fue algo maravilloso que el Rey de reyes estuviera bajo la
ley y, especialmente, que viniera bajo el castigo de la ley así como a su
servicio. “Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Como era nuestra Fianza y
Sustituto, estuvo bajo la maldición de la ley. Fue hecho por nosotros
maldición. Habiendo tomado nuestro lugar y habiendo asumido nuestra naturaleza -aunque
Él mismo era sin pecado- se sometió a las rigurosas demandas de la justicia, y
a su tiempo inclinó Su cabeza a la sentencia de muerte. “Él puso su vida por
nosotros”. Murió, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. En este
misterio de Su encarnación, en esta maravillosa sustitución de Sí mismo por los
pecadores radica la base de ese portentoso progreso que hicieron los creyentes
cuando Jesús vino en la carne. Su advenimiento en forma humana comenzó la era
de la madurez espiritual y de la libertad.
II. Por
tanto, yo les pido ahora, en segundo lugar, QUE CONTEMPLEN EL GOZOSO RESULTADO
PRODUCIDO POR
Debo regresar a lo que
dije antes: la venida de Cristo ha puesto
un fin a la minoría de edad de los creyentes. Los miembros del pueblo de
Dios, entre los judíos, eran hijos de Dios antes que Cristo viniera, pero eran
meros bebés o hijitos. Eran instruidos en los rudimentos del conocimiento
divino por medio de tipos, emblemas, sombras y símbolos; pero cuando Jesús
vino, esa enseñanza infantil llegó a su término. Las sombras desaparecen una
vez que la sustancia es revelada; los símbolos no son necesarios cuando la
persona simbolizada está ella misma presente. ¡Qué gran diferencia entre la
enseñanza de nuestro Señor Jesucristo cuando nos muestra claramente las cosas
del Padre, y la enseñanza de los sacerdotes cuando enseñaban por medio de la
lana escarlata y el hisopo y la sangre! ¡Cuán diferente es la enseñanza del
Espíritu Santo impartida por los apóstoles de nuestro Señor, y la instrucción
mediante la utilización de comidas y bebidas y festivales! La antigua economía
está oscurecida por el humo, ocultada tras unas cortinas, protegida de un
acercamiento demasiado familiar; pero ahora llegamos valerosamente al trono y
con el rostro descubierto contemplamos como en un espejo la gloria de Dios. El
Cristo ha venido, y ahora se abandona la escuela del kindergarten y se cambia
por la universidad del Espíritu, por quien somos enseñados por el Señor para
conocer como somos conocidos. El severo gobierno de la ley ha concluido. Entre
los griegos se pensaba que los muchachos y los jóvenes necesitaban una cruel
disciplina. Mientras asistían a la escuela eran tratados muy ásperamente por
sus pedagogos y tutores. Se suponía que un muchacho sólo podía absorber la
instrucción a través de su piel, y que el árbol del conocimiento era
originalmente un abedul y, por tanto, no se escatimaba la vara y no había
ninguna mitigación de abnegaciones y penalidades. Esto representa adecuadamente
la obra de la ley en aquellos creyentes primitivos. Pedro habla de ella como de
un yugo que ni ellos ni sus padres eran capaces de llevar (Hechos 15: 10). La
ley fue promulgada en medio de truenos y flamas de fuego, y era más apropiada
para inspirar un sano temor que una confianza amorosa. Esas verdades más dulces
que son nuestra diaria consolación eran casi desconocidas o poco se hablaba de
ellas. Los profetas ciertamente hablaron de Cristo pero se dedicaban más
frecuentemente a proferir lamentaciones y denuncias contra hijos corruptores.
Me parece que un día con Cristo equivaldría a medio siglo con Moisés. Cuando
Jesús vino, los creyentes comenzaron a enterarse acerca del Padre y de Su amor,
de Su gracia abundante y del reino que había preparado para ellos. Entonces fueron
reveladas las doctrinas del amor eterno y de la gracia redentora y de la
fidelidad del pacto, y oyeron acerca de la ternura del Hermano Mayor, de la
gracia del grandioso Padre y de la habitación del siempre bendito Espíritu en
las personas. Era como si hubieran pasado de la servidumbre a la libertad, de
la infancia a la edad adulta. Bienaventurados aquellos que en su día
compartieron el privilegio de la antigua economía, pues era una luz maravillosa
comparada con las tinieblas paganas; sin embargo, a pesar de todo ello,
comparada con la luz del mediodía que Cristo trajo, era la simple luz de una
vela. La ley ceremonial sujetaba al hombre a una severa servidumbre: no debes
comer esto, y no debes ir allá, y no debes vestir esto y no debes recoger
aquello. Estabas bajo restricción por doquier y caminabas entre setos de
espinas. Al israelita se le recordaba el pecado a cada instante y se le
advertía de su perpetua tendencia a caer en una transgresión u otra. Era muy
bueno que así fuera, pues es bueno que un hombre, mientras sea joven todavía,
tome el yugo y aprenda la obediencia; sin embargo, debe de haber sido
fastidioso. Cuando Jesús vino, cuán feliz diferencia estableció. Parecía como
un sueño de goce, demasiado lindo para ser verdad. Pedro no podía creerlo al
principio y requirió de una visión que le asegurara que era así. Cuando vio ese
gran lienzo que descendía, lleno de todo tipo de criaturas vivientes y de
cuadrúpedos terrestres, y cuando se le ordenó que matara y comiera, dijo: “Señor,
no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás”. Estaba en verdad
sorprendido cuando el Señor le dijo: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú
común”. Ese primer orden de cosas “consiste sólo de comidas y bebidas, de
diversas abluciones, y ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo
de reformar las cosas”; pero Pablo dice: “Yo sé, y confío en el Señor Jesús,
que nada es inmundo en sí mismo”. La prohibición respecto a meros puntos ceremoniales
y mandamientos sobre asuntos carnales está abolida ahora y grande es nuestra
libertad; seríamos necios en verdad si permitiéramos quedarnos enredados de
nuevo con el yugo de la servidumbre. Nuestra minoría de edad terminó cuando el
Señor, que habló por los profetas, en los postreros días envió a Su Hijo para
guiarnos a la forma más sublime de adultez espiritual.
Se nos dice a
continuación que Cristo vino para redimir
a los que estaban bajo la ley; es decir, el nacimiento de Jesús, Su venida
bajo la ley y Su cumplimiento de la ley, han liberado de la ley, como yugo de
esclavitud, a los creyentes. Ninguno de nosotros desea ser libre de la ley como
una regla de vida; nos deleitamos en los mandamientos de Dios, que son santos,
justos y buenos. Deseamos poder guardar cada precepto de la ley sin una sola
omisión ni transgresión. Nuestro sincero deseo es el de alcanzar una perfecta
santidad, pero no miramos en esa dirección para nuestra justificación ante
Dios. Si se nos preguntara hoy: ¿esperan ser salvados por medio de ceremonias? Respondemos:
“Dios no lo quiera”. Algunos parecieran fantasear que el bautismo y
“¡Qué!”, –dirá alguien-
“¿Entonces tú no buscas hacer buenas obras?” Ciertamente buscamos hacerlas.
Antes hablábamos de ellas, pero ahora las realizamos realmente. El pecado no
tendrá dominio sobre nosotros, pues no estamos bajo la ley, sino bajo la
gracia. Por la gracia de Dios deseamos abundar en obras de santidad, y entre
más podamos servir a nuestro Dios, más felices somos. Pero esto no es para
salvarnos, pues ya somos salvos. ¡Oh hijos de Agar, ustedes no pueden entender
la libertad del verdadero heredero, es decir, del hijo nacido según la promesa!
Ustedes que están bajo esclavitud y sienten la fuerza de los motivos legales no
pueden entender cómo hemos de servir a nuestro Padre que está en el cielo con
todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, no por lo que obtengamos a
cambio, sino porque Él nos ha amado, y nos ha salvado prescindiendo de nuestras
obras. Sin embargo, así es. Nos gustaría abundar en santidad para Su honra, alabanza
y gloria, porque el amor de Cristo nos constriñe. ¡Qué privilegio es cesar del
espíritu de esclavitud por haber sido redimidos de la ley! Alabemos a nuestro
Redentor con todo nuestro corazón.
Somos redimidos de la
ley en cuanto a su operación sobre nuestra mente. Ahora ya no engendra ningún
miedo en nosotros. He oído que algunos hijos de Dios dicen a veces: “Bien,
pero, ¿no piensas que si caemos en pecado dejaremos de ser objeto del amor de
Dios, y entonces pereceremos?” Esto equivaldría a arrojar un estigma contra el
inmutable amor de Dios. Veo que cometes un error si piensas que un hijo es un
siervo. Ahora, si tuvieras un siervo y él se comportara mal, le dirías: “Te doy
aviso de que estás despedido. Aquí tienes tu salario. Tienes que buscarte otro
señor”. ¿Podrías hacerle eso a tu hijo? ¿Podrías hacerle eso a tu hija? “Nunca
pensaría en algo así”, respondes. Tu hijo es tuyo de por vida. Tu muchacho se
comportó muy mal contigo, entonces, ¿por qué no le diste su salario y lo
despediste? Tú respondes que él no te sirve por salario, y que él es tu hijo y
no puede ser otra cosa. Justamente así es. Entonces has de reconocer siempre la
diferencia entre un siervo y un hijo, y la diferencia entre el pacto de obras y
el pacto de gracia.
Yo sé cómo un corazón
ruin puede hacer mucho daño con esto, pero no puedo evitarlo. La verdad es la
verdad. ¿Acaso habría de rebelarse un hijo porque siempre será un hijo? Lejos
de ello, es precisamente eso lo que lo induce a sentir amor a cambio. El
verdadero hijo de Dios es guardado del pecado por otras fuerzas superiores al
miedo servil de ser echado fuera de las puertas de su Padre. Si estás bajo el
pacto de obras, pon mucho cuidado, pues si no cumples con toda la justicia,
perecerás; si estás bajo ese pacto, a menos que sea perfecto, estarás perdido; un
pecado te destruirá, un pensamiento pecaminoso te llevará a la ruina. Si no has
sido perfecto en tu obediencia, tienes que tomar tu salario y largarte. Si Dios
trata contigo según tus obras, no habrá nada para ti excepto “Echa a esta
sierva y a su hijo”. Pero si eres un hijo de Dios, eso es un asunto diferente;
todavía serás Su hijo aun cuando Él te corrija por tu desobediencia.
“Ah”, -dice alguien-
“entonces puedo vivir como me plazca”. ¡Escucha! Si eres un hijo de Dios, te
diré cómo te gustaría vivir. Desearías vivir en perfecta obediencia a tu Padre,
y sería tu apasionado anhelo ser perfecto cada día, así como tu Padre que está
en el cielo es perfecto. La naturaleza de hijos que la gracia implanta es una
ley para sí misma: el Señor pone Su temor en los corazones de los regenerados
de tal manera que no se apartan de Él. Habiendo nacido de nuevo y habiendo sido
introducido en la familia de Dios, le rendirás al Señor una obediencia que no
habrías pensado rendirle si sólo hubieras sido impelido por la idea de la ley y
del castigo. El amor es una fuerza dominante, y quien siente su poder odiará
todo mal. Entre más se vea que la salvación es toda por gracia, más profundo y
más potente será nuestro amor, y más trabajará por lo que es puro y santo. No
cites a Moisés por motivos de obediencia cristiana. No digas: “El Señor me
echará fuera a menos que haga esto y aquello”. Tal plática es de la sierva y de
su hijo; pero es muy inapropiada en la boca de un heredero del cielo
verdaderamente nacido de nuevo. Sácala de tu boca. Si eres un hijo deshonras a
tu Padre cuando piensas que Él repudiaría a los Suyos; te olvidas de tu
condición de heredero espiritual y de tu libertad cuando temes un cambio en el
amor de Jehová. Está muy bien que un mero bebé hable de esa ignorante manera, y
no me sorprende que muchos profesantes no sepan nada mejor, pues muchos
ministros sólo son evangélicos a medias; pero ustedes, que se han convertido en
hombres en Cristo y saben que Él los ha redimido de la ley, no deberían
regresar a tal esclavitud. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo
la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley”.
¿Para qué otras cosas vino? Noten adicionalmente, “a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”. El Señor
Jesucristo se encarnó y vino para que Su pueblo pudiera realizar, disfrutar y
apropiarse plenamente de “la adopción de hijos”. Quiero que esta mañana vean si
pueden hacer eso. Que el Espíritu Santo los capacite. ¿Qué es recibir la
adopción de hijos? Pues bien, es sentir: ahora estoy bajo el dominio del amor,
como un amado hijo, que es a la vez amado y amoroso. Yo entro y salgo de la
casa de mi Padre, no como un siervo temporal, llamado por el día o la semana,
sino como un hijo en casa. No estoy buscando ser contratado como un siervo,
pues estoy siempre con mi Padre, y todo lo que Él tiene es mío. Mi Dios es mi
Padre y Su rostro me alegra. No le tengo miedo, antes bien, me deleito en Él
pues nada me puede separar de Él. Siento un perfecto amor que echa fuera al
miedo, y me deleito en Él. Intenta ahora, esta mañana, entrar en ese espíritu.
Esa es la razón por la que Cristo vino en la carne: vino con el propósito de
que ustedes, pueblo Suyo, sean adoptados plenamente como hijos del Señor,
ejerciendo y disfrutando todos los privilegios que la condición de hijos les
proporciona.
Y luego, a continuación,
ejerzan su condición de herederos. Uno que es un hijo y que sabe que es un
heredero de todas las propiedades de su padre, no padece en la pobreza ni actúa
como un mendigo. Considera que todo es suyo. Considera que la riqueza de su
padre lo hace rico. No piensa que esté robando si toma aquello que su padre le
ha heredado, sino que lo usa libremente. Yo desearía que los creyentes se
aprovecharan de las promesas y de las bendiciones de su Dios. Sírvanse con
libertad, pues el Señor no dejará de darles ninguna cosa buena. Todas las cosas
son suyas; sólo necesitan usar la mano de la fe. Pidan lo que quieran. Si se
apropian de una promesa, eso no sería pillaje. Pueden tomarla sin temor y decir:
“Esto es mío”. Su adopción conlleva grandes derechos; apresúrense a usarlos. “Si
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Entre
los hombres, los hijos son sólo herederos -herederos en posesión- una vez que
el padre muere; pero nuestro Padre que está en el cielo vive y, sin embargo,
tenemos plena herencia en Él. El Señor Jesucristo fue nacido de mujer con el
propósito de que Su amado pueblo pudiera tomar posesión de su herencia de inmediato.
Deberías sentir un dulce
gozo por la relación perpetua que ahora ha sido establecida entre Dios y tú,
pues Jesús es tu hermano. Tú has sido adoptado, y Dios no ha cancelado nunca
ninguna adopción hasta este momento. Hay una regeneración, pero no hay tal cosa
como que la vida recibida entonces se extinga. Si eres nacido para Dios, eres
nacido para Dios. Las estrellas se podrían convertir en carbones, y el sol y la
luna podrían convertirse en coágulos de sangre, pero el que es nacido de Dios
tiene una vida interior que no puede terminar nunca; él es un hijo de Dios, y
será un hijo de Dios. Por tanto, dejen que ande por todos lados como un hijo,
como un heredero, como un príncipe de sangre real que tiene una relación con el
Señor que ni el tiempo ni la eternidad podrían destruir jamás. Esta es la razón
por la que Jesús fue nacido de una mujer y formado bajo la ley, para que
pudiera darnos a disfrutar la plenitud del privilegio de hijos adoptados.
Síganme un poco más por
un minuto. Lo siguiente que Cristo nos ha traído al ser nacido de mujer es: “Por
cuanto sois hijos, Dios envío a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo”. Aquí hay dos envíos. Dios envió a Su
Hijo, y ahora envía a Su Espíritu. Porque Cristo ha sido enviado, por eso el
Espíritu es enviado; y ahora conocerán la morada del Espíritu Santo debido a la
encarnación de Cristo. El Espíritu de luz, el Espíritu de vida, el Espíritu de
amor, el Espíritu de libertad, el mismo Espíritu que había en Cristo está en
ustedes. Ese mismo Espíritu que descendió sobre Jesús en las aguas del bautismo
ha descendido también sobre ustedes.
Tú, oh hijo de Dios,
tienes el Espíritu de Dios como tu presente Guía y Consolador, y Él estará
contigo para siempre. La vida de Cristo es tu vida, y el Espíritu de Cristo es
tu Espíritu; por lo cual este día ha de ser sumamente feliz, pues no has
recibido de nuevo el espíritu de esclavitud para tener miedo, sino que has
recibido el Espíritu de adopción.
Aquí terminamos, pues
Jesús ha venido para darnos el clamor, así
como el espíritu de adopción “por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” De acuerdo a
tradiciones antiguas ningún esclavo podía decir: “¡Abba, Padre!”, y de acuerdo
a la verdad según es en Jesús, nadie sino un hombre que es realmente un hijo de
Dios y que ha recibido la adopción, puede decir verdaderamente: “¡Abba, Padre!”
En este día mi corazón desea para cada uno de ustedes, hermanos míos, que
debido a que Cristo ha nacido en el mundo, ustedes puedan de inmediato cumplir
la mayoría de edad, y puedan decir en esta hora confiadamente: “¡Abba, Padre!”
El grandioso Dios, el Hacedor del cielo y de la tierra es mi Padre, y yo me
atrevo a declararlo sin miedo a que Él no reconozca el parentesco. El Tronador,
el Gobernador del mar embravecido, es mi Padre, y a pesar del terror de Su
poder, yo me acerco a Él en amor. Aquel que es el Destructor, que dice: “Convertíos,
hijos de los hombres”, es mi Padre, y no me alarma el pensamiento de que me
llamará para ir a Él a su tiempo. Dios mío, Tú que llamarás a las multitudes de
los muertos de sus tumbas para que vivan, yo espero ansiosamente con gozo la hora
cuando Tú me llamarás y yo te responderé. Haz lo que quieras conmigo, pues Tú
eres mi Padre. Sonríeme; yo también te sonreiré y diré: “Padre mío”. Castígame
y mientras lloro voy a clamar: “Padre mío”. Esto hará que todo sea para bien
para mí, aunque sea muy difícil de sobrellevar. Si Tú eres mi Padre todo está
bien para toda la eternidad. La amargura es dulce y la muerte misma es vida,
puesto que Tú eres mi Padre”.
Oh, viajen alegremente a
casa, ustedes, hijos del Dios viviente, diciendo cada uno para sí: “Lo tengo,
lo tengo, tengo aquello que los querubines delante del trono nunca han ganado:
tengo una relación con Dios del tipo más cercano y más amoroso, y mi espíritu tiene
esta palabra como su melodía: “¡Abba, Padre; Abba, Padre!”
Ahora, queridos hijos de
Dios, si alguno de ustedes está en esclavitud bajo la ley, ¿por qué seguir
estándolo? Los redimidos han de salir libres. ¿Te encanta llevar cadenas? ¿Eres
tú como las mujeres chinas que se deleitan en usar zapatitos que aprietan sus
pies? ¿Te deleitas en la esclavitud? ¿Deseas ser cautivo? Tú no estás bajo la
ley, sino bajo la gracia; ¿permitirás que tu incredulidad te ponga bajo la ley?
Tú no eres un esclavo. ¿Por qué temblar como un esclavo? Tú eres un hijo. Tú
eres un heredero. Tienes que vivir de acuerdo a tus privilegios. ¡Oh, tú,
simiente desterrada, alégrate! Eres adoptado en la casa de Dios; entonces no
seas como un extraño. Oigo que Ismael se ríe de ti; déjalo que ría. Cuéntale de
él a tu Padre, que pronto dirá: “Echa a esta sierva y a su hijo”. El mérito
humano no ha de burlarse de la gracia inmerecida; tampoco hemos de
entristecernos por los presentimientos del espíritu legalista. Nuestra alma se
regocija y, como Isaac, se llena de una santa risa, pues el Señor Jesús ha
hecho grandes cosas por nosotros, por las que nos alegramos. A Él sea la gloria
por siempre y para siempre. Amén.
Porción
de
Gálatas
3: 24-29; 4; 5: 1-4.
Traductor: Allan Román
27/Octubre/2011
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