El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Un Modelo
Celestial Para Nuestra Vida Terrenal
NO.
1778
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EXETER HALL
Sermón anual de
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Mateo
6: 10.
La voluntad de nuestro
Padre ciertamente se hará, pues el Señor “hace según su voluntad en el ejército
del cielo, y en los habitantes de la tierra”. En actitud de adoración avengámonos
a que así será, no deseando ninguna alteración en cuanto a eso. Esa “voluntad”
puede costarnos caro; no obstante, nuestras voluntades nunca han de oponerse a
Dios sabe qué es lo que
servirá mejor a Sus clementes designios. A nosotros nos parece que es un triste
desperdicio de vidas humanas que un varón tras otro vayan
a una región donde impera la malaria y perezcan en el intento de salvar a los
paganos; pero la sabiduría infinita puede ver el asunto de manera muy
diferente. Preguntamos por qué el Señor no hace un milagro y no protege las cabezas
de Sus mensajeros del puyazo de la muerte. No se nos revela ninguna razón pero
hay una razón, pues la voluntad del grandioso Padre es el epítome de la
sabiduría. No se nos dan a conocer las razones, pues de otra manera no habría
un campo de acción para nuestra fe, y al Señor le agrada que esta noble gracia
tenga un amplio espacio y un margen suficiente. Nuestro Dios no desaprovecha
ninguna vida consagrada. Él no ha hecho nada en vano. Él hace todas las cosas
según el designio de Su voluntad, y ese designio no se equivoca jamás. Si el
Señor nos dotara con Su propia omnisciencia, no sólo nos avendríamos a las
muertes de Sus siervos, sino que le daríamos menos valor a la prolongación de
sus vidas. Lo mismo sería cierto respecto a nuestra propia vida o muerte. “Estimada
es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos”, por lo que estamos seguros de
que no nos aflige con el luto sin que el amor así lo requiera. Todavía tenemos
que ver a un misionero tras otro segados en la flor de la vida, pues Dios tiene
argumentos que son tan convincentes para Él como son oscuros para nosotros, que
requieren que los fundamentos de la iglesia africana sean colocados mediante un
heroico sacrificio. Señor, no te pedimos que nos expliques Tus razones. Ocultándote,
Tú puedes protegernos de una gran tentación, pues si aun pidiéndote razones,
pecamos, pronto podríamos ir más lejos y provocarte gravemente contendiendo con
Tus razones. Aquel que le exige una razón a Dios no está en un estado apropiado
para recibir una explicación. En el caso de los varones honorables a quienes el
Señor ha quitado de en medio de nosotros en este año, diré que desde la
perspectiva de Dios ciertamente no representan ninguna pérdida para la gran
causa. ¡Vean las grandes y costosas piedras que son llevadas laboriosamente desde
la cantera hasta las orillas del mar! ¿Podría ser posible que fueran arrojadas
deliberadamente a lo profundo del océano? ¡Las engulle! ¿Por qué razón se
desperdicia tanta labor? Seguramente esas piedras vivas pudieran haber sido
colocadas en un templo para el Señor; entonces, ¿por qué habrían de tragárselas
las ondas de la muerte? Sin embargo, se buscan más, y aún más; ¿no cesará de
devorarlas el hambriento abismo? ¡Ay, que se tenga que perder tanto material
precioso! No está perdido. No, ni una sola piedra está perdida. Así pone el
Señor el cimiento de su puerto de refugio en medio del pueblo. “Para siempre
será edificada misericordia”. A su tiempo enormes muros se levantarán del
abismo y ya no preguntaremos más la razón por las pérdidas de días anteriores.
¡Paz a los recuerdos de
los héroes muertos! Los hombres mueren para que la causa viva. “Padre, hágase
tu voluntad”. Con esta oración en nuestros labios postrémonos en sumisión
infantil ante la voluntad del grandioso Jehová, y luego ciñamos nuestros lomos
de nuevo para una intrépida perseverancia en nuestro santo servicio. Aunque más
personas partan el próximo año, y el que sigue, con todo, debemos seguir
orando, “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
Mi corazón se conduele
por la muerte del amado Hartley, y esos nobles varones que le precedieron a “la
tumba del hombre blanco”. Le había visto especialmente a él, pues había sido un gozo apoyarle durante tres años para que
se preparara para el servicio misionero. ¡Ay!, la preparación condujo a escasos
resultados visibles. Zarpó, desembarcó, y murió. Seguramente el Señor tiene el
propósito de usarlo adicionalmente; si no lo convirtió en un predicador para
los nativos, debe de tener el propósito de que nos predique. Puedo decir de
cada misionero caído: “Muerto, aún habla”. “Fieles hasta la muerte”, nos inspiran
mediante su ejemplo. Habiendo muerto por la causa del Maestro sin lamentarlo, nos
recuerdan la deuda que tenemos con Él. Sus espíritus que han ascendido a Su
trono son vínculos entre esta Sociedad y la asamblea glorificada de lo alto.
Nuestros pensamientos no deben descender a sus tumbas sino ascender a sus
tronos. ¿Acaso nuestro texto no apunta con un dedo de fuego desde la tierra al
cielo? ¿Acaso los seres queridos que han partido no marcan una línea de luz
entre los dos mundos?
Si la oración de nuestro
texto no hubiera sido dictada por el propio Señor Jesús, podríamos considerarla
demasiado atrevida. ¿Sería posible alguna vez que esta tierra, una mera gota en
una cubeta, toque al gran mar de vida y luz en lo alto y no se pierda en él?
¿Puede seguir siendo tierra y con todo, ser hecha semejante al cielo? ¿No
perderá su individualidad en el proceso? Esta tierra está sujeta a la vanidad, es
ofuscada por la ignorancia, es contaminada por el pecado, surcada por la
aflicción; ¿puede morar la santidad en ella como mora en el cielo? Nuestro
Divino Instructor no nos enseñaría a orar pidiendo imposibilidades. Él pone en
nuestra boca unas peticiones que pueden ser oídas y concedidas. Sin embargo,
esta es ciertamente una gran oración; está impregnada del matiz de lo infinito.
¿Puede la tierra estar en sintonía con las armonías del cielo? ¿No ha ido a la
deriva demasiado lejos este pobre planeta para ser reducido al orden y para cerrar
filas con el cielo? ¿No está envuelto en una niebla demasiado densa para que
pudiera ser eliminada? ¿Puede ser desatada su mortaja? ¿Puede Tu voluntad, oh
Dios, ser hecha, como en el cielo, así también en la tierra? Puede ser, y debe
ser, pues una oración generada en el alma por el Espíritu Santo es siempre la
sombra de una bendición venidera, y Aquel que nos enseñó a orar de esta manera
no se burlaría de nosotros con vanas palabras. Es una oración intrépida que
únicamente una fe nacida en el cielo puede musitar; sin embargo, no es un
vástago de la presunción, pues la presunción no anhela nunca que la voluntad
del Señor sea cumplida perfectamente.
I. Que
el Espíritu Santo sea con nosotros mientras los conduzco a observar, primero, que
“Hágase tu voluntad,
como en el cielo, así también en la tierra”. Así fue una vez. La perfecta obediencia a la voluntad celestial en
esta tierra será sólo un regreso a los viejos buenos tiempos que concluyeron a
la puerta del Edén. Hubo un día cuando no se había excavado ninguna sima entre
la tierra y el cielo; prácticamente no existía ninguna línea fronteriza pues el
Dios del cielo se paseaba en el Paraíso con Adán. Todas las cosas en la tierra
eran entonces puras, y verdaderas y felices. Era el huerto del Señor. Ay,
porque el rastro de la serpiente ha contaminado todo ahora. Entonces el canto
matutino de la tierra era oído en el cielo, y los aleluyas del cielo se posaban en la tierra al atardecer. Los que
desean establecer el reino de Dios no están instituyendo un nuevo orden de
cosas; están restaurando, no inventando. La tierra volverá a su viejo molde de
nuevo. El Señor es Rey, y nunca ha dejado el trono. Como era en el principio
así será una vez más. La historia se repetirá en el más divino sentido. El
templo del Señor estará en medio de los hombres, y el Señor Dios morará en
medio de ellos. “La verdad brotará de la tierra, y la justicia mirará desde los
cielos”.
“Hágase tu voluntad,
como en el cielo, así también en la tierra”. Así será al final. No me atreveré a adentrarme en la profecía. Algunos
hermanos se sienten en su ambiente allí donde yo me perdería. A duras penas he
sido capaz de salir de los Evangelios y de las Epístolas; y he de dejar ese
profundo libro del Apocalipsis, con sus aguas en las que hay que nadar, a
mentes más instruidas. “Bienaventurado el que guarda las palabras de la
profecía de este libro”; a esa bendición quiero aspirar, pero todavía no puedo
presumir que pueda interpretarla. Esto, sin embargo, parece claro: habrá
“cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”. Esta creación,
que “gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora”, en
identificación con el hombre, será sacada de su servidumbre y llevada a la
gloriosa libertad de los hijos de Dios. Bendito sea el Señor Cristo porque
cuando rescató a Su pueblo de su esclavitud, no redimió solamente sus
espíritus, sino sus cuerpos también; en consecuencia su elemento material es
del Señor así como también su naturaleza espiritual, y por esto también esta
misma tierra en la que habitamos será levantada en conexión con nosotros. La
creación misma será liberada. La parte material, de la cual se hizo una vez un
vestido para
Mientras tanto,
recuerden también que hay una analogía
entre la tierra y el cielo, de manera que la una es un tipo del otro. No
podrían describir al cielo a menos que tomen prestadas cosas de la tierra para
simbolizarlo, y esto demuestra que hay una semejanza real entre ellos. ¿Qué es
el cielo? Es el Paraíso, o un huerto. Caminen en medio de sus fragantes flores
y piensen en la era de especias aromáticas del cielo. El cielo es un reino:
tronos y coronas y palmas son los emblemas terrenales de las cosas celestiales.
El cielo es una ciudad; y allí, otra vez, recobran su metáfora de las moradas
de los hombres. Es un lugar de “muchas mansiones”, los hogares de los
glorificados. Las casas son de la tierra, sin embargo, Dios es nuestra morada.
El cielo es un festín de bodas; y de igual manera lo es esta presente dispensación.
Las mesas están puestas tanto aquí como allá; y es nuestro privilegio salir
para llevar allí a los vagabundos y a los salteadores de caminos, para que el
salón del banquete se llene. Mientras que los santos arriba comen pan en la
cena de las bodas del Cordero, nosotros hacemos lo mismo en otro sentido aquí
abajo.
Entre la tierra y el
cielo sólo hay un tabique muy delgado. El país natal está mucho más cerca de lo
que pensamos. Me pregunto si “la tierra que está lejos” sea un verdadero nombre
para el cielo. ¿Acaso no era un extenso reino en la tierra el que tenía en
mente el profeta más bien que el hogar celestial? El cielo no es de ningún modo
el país lejano, pues es la casa del Padre. ¿No se nos enseña a decir: “Padre
nuestro que estás en los cielos”? El verdadero espíritu de adopción se
considera cercano al Padre. Nuestro Señor quiere que mezclemos el cielo con la
tierra, nombrándolo dos veces en esta breve oración. Vean cómo hace que nos
familiaricemos con el cielo mencionándolo junto a nuestro alimento usual,
haciendo que la siguiente petición sea: “El pan nuestro de cada día, dánoslo
hoy”. Esto no parece que deba ser considerado una región remota. De cualquier
manera, el cielo está tan cerca que en un instante podemos hablar con quien es
Rey del lugar y responderá a nuestro llamado. Sí, antes de que el reloj marque
otra vez su tictac, ustedes y yo podemos estar allí. ¿Acaso puede ser un lejano
país aquel al que podemos llegar tan pronto? Oh, hermanos, estamos al alcance
del sonido de los seres resplandecientes; estamos muy cerca de casa. Un poco
más y veremos a nuestro Señor. Tal vez otro día de marcha nos llevará dentro de
las puertas de la ciudad. Y qué si nos quedaran otros cincuenta años de vida en
la tierra, ¿qué es eso sino un abrir y cerrar de ojos?
Es muy claro que la
comparación entre la obediencia de la tierra y la del cielo no es descabellada.
Si en verdad el cielo y el Dios del cielo están tan cerca de nosotros, nuestro
Señor ha puesto delante de nosotros un modelo sencillo tomado de nuestra morada
celestial. La petición sólo quiere decir: que todos los hijos del único Padre
hagan igualmente Su voluntad.
II. En
segundo lugar, ESTA COMPARACIÓN ES EMINENTEMENTE INSTRUCTIVA. ¿Acaso no nos enseña
que lo que hacemos para Dios no lo es
todo, sino que debe tomarse en cuenta también cómo lo hacemos? El Señor Jesucristo no sólo quiere que hagamos la
voluntad del Padre, sino que la hagamos según un cierto modelo. ¡Y cuán excelso
modelo es ese! Sin embargo, no es demasiado excelso pues no quisiéramos
rendirle a nuestro Padre celestial un servicio de una inferior calidad. Si
ninguno de nosotros se atreve a decir que somos perfectos, aun así estamos
resueltos a no descansar hasta que lo seamos. Si ninguno de nosotros se atreve
a esperar que aun nuestras cosas santas sean sin falla, con todo ninguno de
nosotros estará contento mientras permanezca una mancha en ellas. Quisiéramos
dar a nuestro Dios la máxima gloria concebible. La meta debe ser tan alta como
sea posible. Si todavía no la alcanzamos, apuntaremos más y más alto. No
deseamos que nuestro modelo sea rebajado, sino que nuestra imitación suba.
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la
tierra”. Fíjense en las palabras “Hágase”,
pues tocan un punto vital del texto. La voluntad de Dios es cumplida en el cielo. ¡Cuán práctico!
En la tierra Su voluntad es olvidada con frecuencia, y Su gobierno es ignorado.
En la iglesia de la época presente hay un deseo de hacer algo por Dios, pero
pocos se preguntan qué quiere Él que hagan. Se hacen muchas cosas para la
evangelización de la gente que no fueron ordenadas nunca por la grandiosa
Cabeza de
En el cielo se hace la
voluntad de Dios en espíritu, pues
son espíritus los que están allá. Se hace en
verdad con un indiviso corazón y un incuestionable deseo. Con demasiada
frecuencia es cumplida en la tierra y sin embargo, no es cumplida, pues una
torpe formalidad se mofa de la obediencia real. Aquí la obediencia a menudo se
esfuma en una horrible rutina. Cantamos con los labios, pero nuestros corazones
están callados. Oramos como si la mera pronunciación de palabras fuera oración.
Algunas veces predicamos la verdad viva con unos labios muertos. Ya no tiene
que ser así. Ojalá que tuviéramos el fuego y el fervor de esos seres ardientes
que contemplan el rostro de Dios. Oramos en ese sentido: “Hágase tu voluntad,
como en el cielo, así también en la tierra”. Yo espero que haya un avivamiento
de la vida espiritual entre nosotros, y que, en gran medida, nuestra hermandad
esté imbuida de fervor; pero hay espacio para un celo mucho mayor. Los que
saben cómo orar, caigan de rodillas, y con el cálido aliento de la oración
aviven la chispa de la vida espiritual hasta que se convierta en una llama. Con
todos los poderes de nuestro ser más íntimo, con toda la vida de Dios en
nuestro interior, seamos inducidos a hacer la voluntad del Señor, como en el
cielo, así también en la tierra.
En el cielo hacen la
voluntad de Dios constantemente,
invariablemente. ¡Ojalá que así fuera aquí! Nos despiertan hoy, pero nos
quedamos dormidos mañana. Somos diligentes durante una hora, pero indolentes en
la siguiente. Eso no debe ser, queridos amigos. Debemos ser firmes,
inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor. Necesitamos orar pidiendo
la sagrada perseverancia para que podamos imitar los días del cielo en la
tierra haciendo la voluntad de Dios sin descanso.
En el cielo hacen la
voluntad de Dios universalmente, sin
hacer una selección. Aquí los hombres escogen muy cuidadosamente: deciden
que este mandamiento ha de obedecerse, y apartan aquel otro mandamiento como
algo no esencial. Me temo que todos estamos más o menos impregnados de esta
odiosa hiel. Una cierta parte de la obediencia es dura, y, por tanto, tratamos
de olvidarla. Ya no debe ser así, sino que tenemos que hacer todo lo que Jesús
nos dice. La obediencia parcial es una desobediencia real. El súbdito leal
respeta toda la ley. Si algo es la voluntad del Señor no tenemos ninguna opción
en la materia pues la elección es hecha por nuestro Señor. Oremos pidiendo que
no entendamos mal la voluntad del Señor ni la violemos. Tal vez, como un grupo
de creyentes, estemos omitiendo por ignorancia una parte de la voluntad del
Señor, y eso pudiera haber estado obstaculizando nuestra obra todos estos años;
posiblemente haya algo escrito por la pluma de la inspiración que no hayamos
leído, o algo que hayamos leído pero que no hayamos practicado, y eso pudiera
impedir que el brazo del Señor actúe. Deberíamos hacer con frecuencia un examen
diligente y recorrer nuestras iglesias para ver dónde diferimos con respecto al
modelo divino. Algún manto babilónico muy bueno o un lingote de oro pudieran
ser algo maldito en el campamento, acarreando el desastre a los ejércitos del
Señor. No descuidemos nada que nuestro Señor mande para que no retenga Su
bendición.
Su voluntad es cumplida
en el cielo instantáneamente, y sin
vacilación. Nosotros, me temo, somos dados a las demoras. Alegamos que
tenemos que revisar la cosa por todas partes. “Lo mejor es pensar las cosas dos
veces”, decimos, mientras que los primeros pensamientos del amor ansioso son la
mejor producción de nuestro ser. Yo quisiera que fuéramos obedientes,
independientemente del riesgo, pues en eso estriba la más verdadera seguridad.
¡Oh, hacer lo que Dios nos pide, como Dios lo pide, en ese mismo lugar y en esa
misma hora! No nos corresponde a nosotros debatir, sino cumplir. Consagrémonos
tan perfectamente como Ester se consagró cuando abrazó la causa de su pueblo, y
dijo: “Si perezco, que perezca”. No debemos consultar con carne y sangre, o
hacer una reserva para nuestro propio egoísmo, sino que debemos seguir de
inmediato y muy vigorosamente, el mandamiento divino.
Oremos al Señor pidiendo
que podamos hacer Su voluntad, como en el cielo, así también en la tierra; esto
es, gozosamente, sin la menor fatiga. Cuando
nuestros corazones son rectos es algo alegre servir a Dios, aunque sólo fuera
para desatar la correa del calzado de nuestro Maestro. Debería ser nuestro
deleite ser empleados por Jesús en un servicio que no nos aportará ninguna
reputación, sino mucho reproche. Si fuéramos enteramente como deberíamos ser,
la aflicción por causa de Cristo sería un gozo; sí, deberíamos sentir gozo todo
el tiempo, tanto en las noches oscuras como en los días radiantes. Así como
están alegres en el cielo, con una felicidad nacida de la presencia del Señor,
así deberíamos estar alegres y encontrar nuestra fuerza en el gozo del Señor.
En el cielo la voluntad
del Señor es cumplida muy humildemente. Allá
la pureza perfecta está enmarcada por la humildad. Con demasiada frecuencia
caemos en la autoalabanza que mancha nuestros mejores actos. Nos susurramos:
“hice eso muy bien”. Nos halagamos a nosotros mismos porque no hubo ningún ego
en nuestra conducta, pero mientras estamos untando esa aduladora unción en
nuestras almas, estamos mintiendo, tal como nuestra autosatisfacción lo
comprueba. Dios podría habernos permitido hacer diez veces más, si no hubiera
sabido que no era seguro. Él no puede colocarnos en el pináculo porque nuestras
cabezas son débiles y el orgullo nos marea. No se nos debe permitir gobernar
sobre muchas cosas, pues nos volveríamos tiranos si tuviéramos la oportunidad.
Hermano, pídele al Señor que te guarde humilde a Sus pies, pues en ningún otro
lugar puedes ser usado grandemente por Él. Siendo la comparación tan instructiva,
ruego que le podamos sacar mayor provecho meditando al respecto. No encuentro
que ni siquiera sea fácil describir el modelo, pero si procuramos copiarlo: “he
ahí el trabajo, he ahí la dificultad”. A menos que estemos ceñidos con la
fuerza divina nunca haremos la voluntad de Dios tal como es cumplida en el
cielo. Aquí se tiene un trabajo más pesado que los de Hércules y que trae
consigo victorias más nobles que las de Alejandro. La sabiduría de Salomón no
pudo alcanzar eso sin ayuda. El Espíritu Santo tiene que transformarnos y llevar
cautivo lo terrenal en nosotros a lo celestial.
III. En
tercer lugar, les ruego que noten, queridos amigos, que ESTA COMPARACIÓN del
santo servicio en la tierra con el del cielo, ESTÁ BASADA EN HECHOS. Los hechos
nos darán consuelo y nos servirán de estímulo. El texto menciona dos lugares
que parecen muy disímiles, y, con todo, la semejanza excede a la desemejanza:
tierra y cielo.
¿Por qué los santos no
habrían de hacer la voluntad del Señor en la tierra como la hacen sus hermanos en
el cielo? ¿Qué es el cielo sino la casa del Padre, en la que hay muchas
mansiones? ¿Acaso no moramos en esa casa aun ahora? El salmista dice: “Bienaventurados
los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán”. ¿No hemos dicho a
menudo acerca de nuestros Bet-eles, “No es otra cosa que casa de Dios, y puerta
del cielo”? El espíritu de adopción hace que estemos en casa con Dios aun
mientras residimos temporalmente aquí abajo. Por tanto, cumplamos de inmediato la
voluntad de Dios.
Gozamos en la tierra del
mismo alimento que tienen los santos en el cielo, pues “el Cordero que está en medio
del trono los pastoreará”. Él es el pastor de Su rebaño aquí abajo y nos
alimenta diariamente de Él mismo. Su carne es verdadera comida, y Su sangre es
verdadera bebida. ¿De dónde vienen las refrescantes bebidas de los inmortales?
El Cordero los guía a las fuentes vivas de aguas; ¿y acaso no nos dice aun aquí
abajo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”? El mismo río del agua de la
vida que alegra a la ciudad de nuestro Dios en lo alto, riega también el huerto
del Señor aquí abajo.
Hermanos, disfrutamos
aquí abajo de la misma compañía que gozan los santos de arriba. Arriba están
con Cristo, y aquí Él está con nosotros, pues dijo: “He aquí yo estoy con
vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Hay una diferencia en cuanto
al brillo de Su presencia, mas no en cuanto a su realidad. Ven así que somos
partícipes de los mismos privilegios que tienen los seres resplandecientes
dentro de las puertas de la ciudad. La iglesia de abajo es una recámara de la
única casa grande, y el tabique que la separa de la iglesia de arriba es un
mero velo de inconcebible delgadez. Por tanto, ¿no deberíamos hacer la voluntad
del Señor, como en el cielo, así también en la tierra?
“Pero el cielo es un lugar
de paz”, dice alguien; “allá descansan de sus trabajos”. Amados, nuestro estado
aquí no está desprovisto de paz y descanso. “Ay” –exclama alguien- “yo
encuentro que es más bien lo opuesto”. Yo lo sé. Pero, ¿de dónde vienen las
guerras y las luchas sino de nuestra displicencia e incredulidad? “Los que
hemos creído entramos en el reposo”. La alegoría que nos representa atravesando
el Jordán de la muerte para entrar en Canaán no es justa en todos los sentidos.
No, hermanos míos, los creyentes están ahora en Canaán; de otro modo, ¿cómo
podríamos decir que los cananeos están todavía en la tierra? Hemos entrado en
la herencia prometida y estamos combatiendo para lograr su plena posesión.
Tenemos paz con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor. Yo al menos no me
siento como una solitaria paloma volando sobre aguas oscuras buscando dónde
sentar la planta de su pie. No, yo he encontrado a mi Noé: Jesús me ha dado el
reposo. Hay una diferencia entre el mejor estado de la tierra y la gloria del
cielo, pero el descanso que puede disfrutar toda alma que aprende a conquistar
su voluntad, es sumamente profundo y real. Hermanos, teniendo ya el reposo y
siendo partícipes del gozo del Señor, ¿por qué no habríamos de servir a Dios en
la tierra como lo hacen en el cielo?
“Pero nosotros no
tenemos su victoria”, exclama uno, “pues ellos son más que vencedores”. Sí, y
“nuestro tiempo de servicio es ya
cumplido”. Contamos con un testimonio profético al respecto de eso. Además,
“Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”. En el Señor
Jesucristo, Dios nos da la victoria, y nos hace triunfar en todo lugar. Estamos
combatiendo pero tenemos buen ánimo pues Jesús ha vencido al mundo, y nosotros
también vencemos por Su sangre. Nuestro grito de guerra es siempre: “¡Victoria!
¡Victoria!” El Señor aplastará en breve a Satanás bajo nuestros pies. ¿Por qué
no hacemos la voluntad de Dios en la tierra como la hacen en el cielo?
El cielo es el lugar de
comunión con Dios, y ese es un bendito aspecto en su gozo; pero en eso somos
ahora partícipes, pues “nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con
su Hijo Jesucristo”. La comunión del Espíritu Santo es con todos nosotros; es
nuestro gozo y nuestro deleite. Teniendo comunión con el Dios trino, Padre,
Hijo y Espíritu Santo, somos elevados y santificados, y es apropiado que
cumplamos la voluntad del Señor en la tierra como la cumplen en el cielo.
“Allá arriba” –dice un
hermano- “todos han sido aceptados, pero aquí nos encontramos en un estado de
prueba”. ¿Leíste eso en
“Sí”, dice uno, “pero el
cielo es el lugar de un perfecto servicio; pues ‘Sus siervos le servirán’”.
¿Pero no es este, en algunos aspectos, el lugar de un servicio más amplio
todavía? ¿No hay muchas cosas que los santos perfectos en lo alto y que los
santos ángeles no pueden hacer? Si pudiéramos elegir una esfera en la que
pudiéramos servir a Dios con el alcance más amplio, no elegiríamos el cielo sino
la tierra. En el cielo no hay tugurios ni cuartos atestados a donde pudiéramos acudir
con ayuda, pero hay muchas de esas cosas aquí. No hay junglas ni regiones de malaria
donde los misioneros puedan demostrar su incondicional consagración predicando
el Evangelio a costa de sus vidas. En algunos aspectos este mundo tiene una
preferencia sobre el estado celestial en cuanto al potencial de hacer la
voluntad de Dios. ¡Oh, que fuéramos mejores hombres y entonces los santos de
arriba casi podrían envidiarnos! ¡Con sólo que viviéramos como deberíamos vivir
podríamos hacer que Gabriel se inclinara desde su trono y exclamara: “me
gustaría ser un hombre”! A nosotros nos corresponde dirigir a la vanguardia en
el conflicto cotidiano con el pecado y con Satanás, y al mismo tiempo nos corresponde
cubrir la retaguardia, batallando con el enemigo que nos persigue. Ya que hemos
sido honrados con una esfera tan excepcional, que Dios nos ayude a cumplir Su
voluntad en la tierra como la cumplen en el cielo.
“Sí” –dices tú- “pero el
cielo es un lugar de desbordante gozo”. Sí, ¿y no tienes tú ningún gozo ahora?
Un santo que vive cerca de Dios es bendecido tan grandemente que no estará muy
sorprendido cuando entre al cielo. Estará sorprendido al contemplar sus glorias
más claramente; pero la razón para su deleite será la misma que ahora posee.
Vivimos aquí abajo la misma vida que viviremos arriba, pues somos vivificados
por el mismo Espíritu, tenemos la mira puesta en el mismo Señor, y nos
regocijamos en la misma seguridad. ¡Gozo! ¿No lo conoces? Tu Señor dice: “Para
que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido”. Ustedes serán vasos
más grandes en el cielo, pero no estarán más llenos; serán más relucientes, sin
duda, pero no estarán más limpios de lo que están una vez que el Señor los ha
lavado y los ha blanqueado en Su propia sangre. No estén impacientes por ir al
cielo. Es más, no tengan ningún deseo al respecto. No estén atados a las cosas
de la tierra; sin embargo, consideren como un privilegio tener una larga vida
en la tierra en la que sirven al Señor. Nuestra vida mortal no es sino un breve
intervalo entre las dos eternidades, y si juzgáramos desinteresadamente, y
viéramos las necesidades de la tierra, casi podríamos decir: “Regrésanos a los
períodos antediluvianos de la vida humana, para que a lo largo de un milenio
podamos servir al Señor en sufrimiento y en oprobio, como no podríamos hacerlo
en la gloria”. Esa vida es el vestíbulo de la gloria. Cúbranse con la justicia
de Jesucristo, pues ese el vestido de la corte tanto de la tierra como del
cielo. Manifiesten de una vez el espíritu de los santos, pues de otra manera no
morarán con ellos jamás. Comiencen ahora el cántico que sus labios alegremente
modularán en el Paraíso, pues de otra manera no serán admitidos nunca en los
coros celestiales. Nadie puede unirse a la música excepto aquellos que la han
ensayado aquí abajo.
IV. Por
último, ESTA COMPARACIÓN de hacer la voluntad de Dios en la tierra tal como es
cumplida en el cielo -que sólo puedo hacer resaltar débilmente- DEBERÍA SER
CONFIRMADA POR OBRAS SANTAS. He aquí la urgencia de la empresa misionera. La
voluntad de Dios no puede ser cumplida nunca inteligentemente donde no es
conocida, por tanto, en primer lugar, como
seguidores de Jesucristo es conveniente asegurarnos de que la voluntad del
Señor sea dada a conocer por heraldos de paz enviados de entre nosotros.
¿Por qué no ha sido publicada todavía en toda tierra? No podemos culpar al
grandioso Padre, ni tampoco imputarle culpa al Señor Jesús. El Espíritu del
Señor no se ha acortado, ni la misericordia de Dios se ha restringido. ¿No es
probablemente cierto que el egoísmo de los cristianos sea la principal razón
del lento progreso del cristianismo? Si el cristianismo no se ha de propagar
nunca en el mundo a un ritmo más rápido que el presente, ni siquiera mantendría
el paso con el crecimiento de la población. Si no le vamos a dar al reino de
Cristo un porcentaje mayor del que le hemos dado usualmente, yo supongo que se
requerirá aproximadamente de una eternidad y media para convertir al mundo, o,
lo que es lo mismo, no se hará nunca. El progreso logrado es tan lento, que
amenaza con ser como el caminar del cangrejo, que siempre es descrito en la
fábula como yendo hacia atrás. ¿Qué damos nosotros, hermanos? ¿Qué hacemos? Un
amigo me exhorta a decir que
Nuestro texto, queridos
amigos, me conduce a decir que como la voluntad de Dios debe ser conocida para
que pueda ser cumplida, tenemos que dar a
conocer la voluntad de Dios, ya que Dios es amor, y la ley bajo la que Él
nos ha colocado es que amemos. ¿Qué amor de Dios mora en el hombre que le niega
a un pagano ignorante esa luz sin la cual estará perdido? Hablar del amor es
algo grandioso, pero es más noble que lo obedezcamos como principio. ¿Podría
haber amor a Dios en el corazón del hombre que no quiere apoyar para enviar el
Evangelio a los que están sin él? Queremos bendecir al mundo; tenemos mil
esquemas por medio de los cuales bendecirlo, pero si se cumpliera alguna vez la
voluntad de Dios en la tierra como es cumplida en el cielo será una bendición
pura e integral. Por supuesto que han de unirse a
El texto dice: “Hágase
tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Supongan que alguno
de ustedes hubiera venido del cielo. Es sólo una suposición, pero
considerémosla válida por un minuto; supongan que un hombre de los que están
presentes acabara de bajar del cielo. Algunos sentirían curiosidad por ver cómo
sería su forma corporal. Esperarían quedarse deslumbrados por el brillo de su
semblante. Sin embargo, pasaremos por alto todo eso. Quisiéramos ver cómo viviría
él. Recién llegado del cielo, ¿cómo actuaría? ¡Oh, amigos, si viniera aquí para
hacer lo mismo que hacen todos los hombres en la tierra, sólo que a la manera
celestial, qué padre sería, qué esposo, qué hermano, qué amigo sería! Con toda
seguridad yo me sentaría y lo dejaría predicar esta mañana, y terminando de
predicar, iría a casa con él, y tendríamos una charla. Observaría
cuidadosamente lo que haría con su riqueza. Si tuviera un chelín disponible, su
primer pensamiento sería gastarlo para la gloria de Dios. “Pero” –dirá alguno-
“tengo que ir de compras con mi chelín”. Que así sea, pero cuando vayas, di:
“¡Oh!, Señor, ayúdame a gastarlo para Tu gloria”. Habría tanta piedad en la compra
de tus artículos de primera necesidad como en la asistencia a un lugar de
adoración. No creo que este hombre recién bajado del cielo dijera: “Tengo que
darme este lujo; tengo que comprar este precioso vestido; tengo que adquirir
esta grandiosa casa. Sino que más bien diría: “¿Cuánto puedo ahorrar para el
Dios del cielo? ¿Cuánto puedo invertir en el país del que provengo? Estoy
seguro de que escatimaría y economizaría para ahorrar dinero y para servir a
Dios con él; y él mismo, al andar por las calles y al mezclarse con hombres y
mujeres impíos, con seguridad encontraría las maneras de llegar a sus
conciencias y a sus corazones; siempre estaría tratando de llevar a otros a la
felicidad que había disfrutado. Mediten en eso, y vivan así, así como lo hacía Aquel que realmente bajó del cielo. Pues
después de todo, la mejor regla de vida es: ¿qué haría Jesús si estuviera aquí
hoy y el mundo estuviera todavía bajo el maligno? Si Jesús estuviera en tu
línea de negocios, si tuviera tu dinero, ¿cómo lo gastaría? Pues así es como tú deberías gastarlo. Ahora piensa,
hermano mío, que tú estarás muy pronto en el cielo. Desde el año pasado un gran
número de personas ha partido a casa; antes del próximo año muchas más habrán
ascendido a la gloria. Estando sentados en esos asientos celestiales, ¿cómo
desearemos haber vivido aquí abajo? No le dará a nadie ni siquiera un instante
de gozo en el cielo pensar que se gratificó a sí mismo mientras estuvo aquí. No
le aportará ninguna reflexión digna de aquel lugar recordar cuánto amasó y
cuánto dinero dejó para que se lo disputaran después de su partida; se dirá:
“Desearía haber ahorrado más de mi capital enviándolo delante de mí, pues lo
que ahorré en la tierra se perdió, pero lo que gasté para Dios fue ahorrado
realmente donde los ladrones no se meten ni roban”.
Oh, hermanos, vivamos
como desearíamos haber vivido cuando la vida termine; llevemos una vida que sea
portadora de luz eterna. ¿Es vida vivir de otra manera? ¿No es una suerte de
desmayo, de un estado de coma, que no ha provocado que la vida se esfumara por
completo, pero sí que se escurriera poco a poco todo lo que es digno de
llamarse vida? A menos que nos esforcemos intensamente para honrar a Jesús y
llevar a casa a sus desterrados, estamos muertos mientras vivimos. Apuntemos a
una vida que dure más que los fuegos que probarán la obra de todo hombre.
Si he podido motivar a
alguien aquí presente a adoptar la resolución: “yo viviré así”, no he hablado en
vano. Al menos yo mismo me he incitado con el intenso deseo de echar fuera lo
externo y las cáscaras de la vida, y madurar la verdadera esencia de mi ser. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en
la tierra, como todavía, Señor mío, espero hacerla en los cielos. Que pueda
comenzar aquí una vida digna de ser perpetuada en la eternidad. Que Dios los
bendiga, por Cristo nuestro Señor. Amén.
Notas del traductor:
África era considerada “la tumba del hombre blanco”, tal era el número de los que morían diezmados por las epidemias.
Chelín: moneda
inglesa equivalente a la vigésima parte de una libra.
Traductor: Allan Román
13/Septiembre/2013
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